La lucha por el "dominium mundi"

LA CRISTIANDAD

1) Es justo que el príncipe esté sujeto a sus propias leyes. Pues sólo cuando también él respete las leyes podrán creer que éstas serán guardadas por todos.

2) Los príncipes deben someterse a sus propias leyes y no podrán dejar de cumplir las leyes promulgadas para sus súbditos. Y es justa la queja de los que no toleran que se les permita algo que le esté prohibido al pueblo.

3) El poder secular está sujeto a las leyes eclesiásticas y los príncipes aunque posean el gobierno del reino están sometidos sin embargo al vínculo de la fe, de tal manera que están obligados a predicar la fe de Cristo en sus leyes y a conservar esta predicación con sus buenas costumbres.

4) Los príncipes del siglo poseen a veces dentro de la Iglesia la misma autoridad que han alcanzado fuera de ella para por medio de este poder fortalecer la disciplina eclesiástica. Por lo demás, dentro de la Iglesia, no sería necesario el poder secular si no fuera para imponer por el terror de la disciplina lo que los sacerdotes no pueden conseguir por medio de la predicación.

5) A menudo el reino celestial se beneficia del reino terrenal de tal manera que los que se hallan dentro de la Iglesia y actúan contra la fe y disciplina de ésta son subyugados por el poder de los príncipes, y este poder de los príncipes impone a los soberbios la disciplina que la humildad de la Iglesia no puede hacer prevalecer y así para que sea digna de veneración la hacen partícipe de su poder.

 6) Que sepan los príncipes del siglo que deberán dar cuenta a Dios del cuidado que han tenido, su Iglesia, recibida por ellos de manos de Cristo para su cuidado. Pues ya sea que la paz y disciplina eclesiástica se vea aumentada por medio de los príncipes del siglo o se vea disminuida, Dios pedirá cuenta a aquellos bajo suya potestad confió a su Iglesia.

S. ISIDORO: Sententiae III, 51.4.

FUNDACIÓN DE CLUNY (a. 910)

Dios ha proporcionado a los hombres ricos un camino hacia la recompensa eterna si emplean rectamente sus posesiones terrenas. Por ello, yo, Guillermo, por la gracia de Dios duque y conde, considerando seriamente cómo puedo promover mi salvación, mientras todavía es tiempo para ello, he juzgado conveniente, de hecho completamente necesario, que dedique algunos de mis bienes temporales a la salvación de mi alma. Ningún camino parece mejor para este fin que el señalado en palabras del Señor: yo haré a las pobres mis amigos (Lc. 16, 9), y por ello sostendré una comunidad de monjes a perpetuidad. Sea conocido, por tanto, a todos los que viven en la unidad de la fe de Cristo, que por el amor de nuestro Señor y salvador Jesucristo, traspaso de mi señorío al de los santos apóstoles Pedro y Pablo la ciudad de Cluny juntamente con el feudo, la capilla en honor de María la bienaventurada madre de Dios y san Pedro, príncipe de los apóstoles, juntamente con todo lo que les pertenece: villas, capillas, siervos y siervas, viñas, campos, prados, bosques, aguas y sus desagües, molinos, rentas e ingresos, tierras labradas y por labrar en su integridad. Yo Guillermo y mi esposa Ingelborga donamos todas estas cosas a los mencionados apóstoles, por el amor de Dios y por el alma de mi señor Odón el rey, de mi padre y madre, por mí y por mi esposa, por nuestros cuerpos y almas. En Cluny se construirá un monasterio regular, donde los monjes sigan la regla de san Benito. Allí se dedicarán ardientemente a prácticas espirituales y ofrecerán asiduamente oraciones y peticiones apios tanto por mí como por los demás. Los monjes y sus posesiones quedarán bajo el abad Berreo y los que después de él sean elegidos de acuerdo con la gracia de Dios y la regla de san Benito, ni por nuestro poder ni por ningún otro serán disuadidos de realizar una elección canónica. Cada cinco años deberán pagar a la Iglesia de los apóstoles de Roma cinco sólidos para su iluminación. Deseamos que se ejerciten diariamente en trabajos de misericordia a los pobres, indigentes, extranjeros, y peregrinos. Los monjes no estarán sujetos a nosotros, nuestros padres, el poder real o cualquier otra autoridad terrestre. Por Dios y ante Dios y todos los santos y él terrible día del juicio, prohíbo a cualquier príncipe secular, conde, y al propio pontífice de la sede de Roma, invadir las posesiones de los siervos de Dios, alienarlas, disminuirlas; cambiarlas, entregarlas como beneficio, o colocar algún obispo sobre ellas sin su consentimiento. Si algún hombre hace esto quede su nombre borrado del libro de la vida. Tendrá contra él al jefe portador de la llave de la monarquía celestial juntamente con san Pablo, y de acuerdo con la ley terrena pagará una multa de cien libras de oro.

A. BRUEL: Recueil des chartres de l'abbaye de Cluny, n .O 112.

BULA “IN NOMINE DOMINI” (1059)

En el nombre del señor y Dios Jesucristo, nuestro salvador, en el año 1059 de su encarnación, en el mes de abril, en la duodécima indicción, en presencia de los santos evangelios, bajo la presidencia del reverendísimo y beatísimo papa apostólico, Nicolás, en la patriarcal basílica lateranense, llamada basílica de Constantino, con todos los reverendísimos arzobispos, obispos, abades, y venerables presbíteros y diáconos, el mismo venerable pontífice, decretando con autoridad apostólica, dice:

Vuestras eminencias, dílectísimos obispos y hermanos, conocen ‑y tampoco se escapa a los miembros de menor categoría‑, cuánta adversidad ha soportado esta sede apostólica, a la que por voluntad divina sirvo desde la muerte de Esteban, nuestro predecesor de feliz memoria, a cuántos golpes ofensas se la ha sometido por obra de los traficantes simoníacos; hasta el punto de que la columna del Dios vivo sacudida parecía casi vacilar, y la sede del sumo pontífice, forzada por la tempestad, parecía a punto de abismarse en la profundidad del naufragio. Por esto, place a mis hermanos que debemos afrontar la eventualidad futura con la ayuda. de Dios, y proveer para lo sucesivo una constitución eclesiástica, para que los males, si surgen, no prevalezcan. De aquí que, apoyándonos en la autoridad de nuestros predecesores y de los otros santos padres, decretamos y establecemos:

Que, cuando el pontífice de esta iglesia romana universal muera, los cardenales obispos decidan entre ellos con la consideración más diligente, llamando después a los cardenales sacerdotes; y del mismo modo, se asocien al resto del clero y del pueblo para proceder a la nueva elección, a fin de que el triste morbo de la venalidad no tenga ocasión ninguna de infiltrarse.

Y por tanto sean los varones más religiosos quienes promuevan la elección del futuro pontífice y todos los demás les sigan. Y este orden de elección se considere esto y legítimo, ya que observa las reglas y las acciones de varios santos padres, y se resume en aquella frase de nuestro bienaventurado predecesor León: Ninguna razón permite ‑dice‑ que se consideren obispos quienes no fueron elegidos por los clérigos, proclamados por el pueblo, y consagrados por los obispos sufragáneos con la aprobación del metropolitano. Ya que la sede apostólica está por encima de toda la Iglesia en toda la tierra, y no puede tener sobre ella un metropolitano, no hay duda de que los cardenales obispos tienen función de metropolitanos, llevando al sacerdote elegido a la cima de la dignidad apostólica.

Elíjanlo del seno de la misma iglesia, si lo encuentran digno; en caso contrario, tómenlo de otra iglesia cualquiera. Guardando el debido honor y la reverencia hacia nuestro querido hijo, Enrique, que es ahora rey y que se espera será, con la ayuda de Dios, el futuro emperador, y a los sucesores de él, que impetraren personalmente este privilegio de la sede apostólica.

Que si la perversidad de los hombres impíos e inicuos prevaleciera tanto que hiciera imposible en la Urbe una elección justa, genuina y libre, los cardenales obispos, con los sacerdotes y los laicos católicos, tienen el poder de elegir el pontífice de la sede apostólica donde estimen más oportuno. Si, terminada la elección, una guerra o cualquier tentativa de los hombres se opusiera a que el elegido tomara posesión de la sede apostólica según la costumbre, no obstante, el elegido poseerá la autoridad de regir como pontífice la santa Iglesia romana; disponiendo de todas sus prerrogativas, como sabemos que hizo antes de su consagración el bienaventurado Gregorio.

Pero si alguno, contrariamente a este nuestro decreto promulgado en sínodo, fuera elegido, consagrado o entronizado mediante la revuelta, la audacia o cualquier otro medio (nadie lo considere papa, sino Satanás, ni apóstol sino apóstata, y con perpetua excomunión), por autoridad divina y de los santos apóstoles Pedro y Pablo, juntamente con sus instigadores, partidarios y secuaces, sea expulsado de la santa Iglesia de Dios, como anticristo, enemigo y destructor de toda la cristiandad. Y no se le conceda ningún crédito, sino que quede perpetuamente privado de la dignidad eclesiástica de cualquier grado que sea. Con la misma sentencia se castigará a cualquiera que por su parte le rinda homenaje como a pontífice verdadero, o trate de defenderlo. Quienes temerariamente se opongan a este decreto nuestro y traten de estorbar a la Iglesia romana contra lo aquí establecido, sean condenados a perpetuo anatema y excomunión y sean considerados entre los impíos que no resucitarán en el juicio final. Sienta sobre sí la ira del Omnipotente (del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo) y en esta vida y en la futura sufra el furor de los santos apóstoles Pedro y Pablo, cuya Iglesia trató de perturbar; su casa quede desierta y ninguno habite en su tabernáculo; sus hijos queden huérfanos y su mujer viuda, conmuévanse él y sus hijos, mendiguen y sean expulsados de sus casas...

C. BARONIO: Annales ecclesiastici XI, c. 272‑3.

IGLESIA E IMPERIO

Entre otras absurdas supercherías con que los sicofantes, como atrapadores de pájaros, cazan a los incautos codiciosos, se encuentra la exaltación del poder mundano y especialmente del imperial y real más allá de toda medida, mientras minimizan la dignidad de la Iglesia. Y ya que todo bajo el sol tiene sus vicisitudes, unas veces prósperas otras desgraciadas, juzgan el mérito y poder de la dignidad sacerdotal de acuerdo a la prosperidad o desgracia externa de la Iglesia, exaltando a veces el poder secular por encima del sacerdotal como el sol sobre la luna, poniéndolos otras veces juntos como dos soles, o por fin otras veces ‑aunque esto es más raro‑ subordinando el poder secular como un hijo a su padre.

Y esta ficción de la sucia malvada adulación ha tenido tanta influencia en nuestros días que al no estos parásitos ha acostumbrado a atraerse el favor popular diciendo reste modo: el papa es el padre romano, es su hijo y yo emperador que estoy entre los dos soy el Espíritu santo. Blasfemia esta que ¿qué católico se atreverá no diré a proclamar sino  a oír con paciencia? Pero el ciego adulador mientras que está satisfecho sobre manera del efecto de su adulación al intentar ser estimado por los hombres más allá de lo que era y parecía, incurre en dos herejías porque como Arrio con su presunción que establece grados en la santa Trinidad y como Manes confiesa que él es el Espíritu Santo. Y con estos sacrilegios y otros muchos, odiado por Dios y sus fieles como otro Jasón, muere fuera de su patria, prófugo y errante.

De aquí que cualquier príncipe que busca adquirir la felicidad sobre la tierra y prepararse para la bienaventuranza en la vida futura, no debería hacer ningún caso a tales personas, porque "Del señor que escucha la palabra mentirosa, todos sus ministros son impíos" (Prov. 29, 12). Y de aquí el que no trate a los sacerdotes de Cristo y las cosas que le corresponden de modo diferente del que empleó el gran Constantino y sus ortodoxos sucesores en el Imperio, como hemos dicho antes en este libro.

Cualquiera, entonces, que desee comparar las dignidades sacerdotal y real de una manera útil e intachable, puede decir que, en nuestra época, la Iglesia es semejante al alma y el reino al cuerpo, por lo que se adhieren y se necesitan mutuamente, y cada uno a su vez exige y rinde servicios al otro. Se sigue de esto que, del mismo modo que el alma es más excelsa que el cuerpo y lo dirige, así también la dignidad sacerdotal excede a la real, como podríamos decir mejor, la dignidad celeste a la terrena. Así, para que todas las cosas guarden su debido orden y no exista confusión, el sacerdocio, como un alma, debe advertir de lo que debe hacerse. Y en el reino, a su vez, la cabeza debe gobernar a todos los miembros del cuerpo y dirigirlos a donde deban ir; porque así como los reyes deben seguir a los clérigos, así también el pueblo laico debe seguir a sus reyes para bien de la Iglesia y del país. Y de este modo el pueblo debe ser enseñado por uno y otro poder, por uno y otro debe ser también gobernado y no debe seguir con negligencia a ninguno de los dos. (...)

Cosa que la autoridad de los santos Padres inculca a los sacerdotes al decirles de este modo: El pueblo debe ser enseñado pero no hay que seguirle en sus juicios pues nosotros debemos advertirle lo que es licito hacer o no, si es que no lo saben, pero no prestar oídos a sus opiniones. Y acerca de los reyes y príncipes del siglo dice lo siguiente: "Los príncipes del siglo ocupan algunas veces el escalón más alto del poder dentro de la Iglesia para poder fortificar mediante este poder la disciplina eclesiástica. Por lo demás, dentro de la Iglesia no serla necesario el poder si este poder no impusiera por el terror de la disciplina lo que el sacerdote no puede lograr por la predicación de la doctrina. A menudo el reino celestial se beneficia del reino terrenal porque los que dentro de la Iglesia actúan contra la fe y la disciplina son contenidos por el poder de los príncipes, y la disciplina que la humanidad de la Iglesia no puede hacer prevalecer, el poder del príncipe la impone a los rebeldes. Así pues que sepan los príncipes del siglo que deben velar por la Iglesia que Cristo les ha encomendado proteger. Pues, ya sea que la paz y la disciplina de la Iglesia se vea aumenta por la actuación de los príncipes fieles a la Iglesia o sea disminuida, Dios pedirá cuenta a aquellas personas bajo cuyo poder confió a su santa Iglesia.

HUMBERTO DE SILVA CÁNDIDO: Adversus Simoniacos Libri III (1054‑58) P. L. CXLIII.

CONTRA LA INVESTIDURA LAICA

Acerca de los báculos y anillos. otorgados mediante la autoridad de los laicos.

Al haber ordenado‑ los venerables. y sumos pontífices, por inspiración del Espíritu Santo, que la elección de los clérigos se haga por decisión del metropolitano y se confirme después (una vez aprobada por la autoridad civil) por la nobleza y el pueblo, todo lo que se haga en orden inverso, de tal manera que lo primero sea lo último y lo último lo primero, se hará en contra de los sagrados cánones y en menosprecio de la religión cristiana. Pues tal como se lleva esto a cabo, es el poder civil. el primero en elegir y ratificar y a éste, se. quiera o no, le sigue el consentimiento de la plebe y del clero y en último lugar el juicio del metropolitano. De donde se deduce que los, elegidos de este modo,. como se ha dicho anteriormente, no han de ser considerados obispos, porque su nombramiento se efectuó al revés, ya que lo que debió hacerse e lo último se ha hecho lo primero y se ha hecho además por hombres que no tienen jurisdicción alguna en esta materia. ¿Pues qué tienen que ver los laicos con la distribución de los sacramentos de la Iglesia y la gracia pontifical o pastoral, es decir; la concesión de los báculos y anillos, símbolo del trabajo y milicia de la Iglesia y en los que se apoya toda consagración episcopal? Pues con los báculos, redondos y doblados por la parte superior para invitar y atraer al pueblo y por la parte inferior, en cambio, aguzados y armados, para reprender y castigar, se indica a los sacerdotes los cuidados pastorales que se les confían y se les aconseja lo que deben hacer para mantenerse rectos y justos y para que condescendiendo con el pueblo al que deben atraer hagan blando el duro y difícil camino del bien obrar y de la oración, de tal manera que siempre tengan estos báculos dirigidos hacia sí mismos y nunca, por obcecación de sus mentes, los aparten de si. La parte inferior de estos báculos aconseja a los pastores que aterroricen a los rebeldes con severas amonestaciones y que si continuaran en el error los expulsen de la Iglesia con el castigo más severo de todos. Todo esto lo confirma brevemente el apóstol en la siguiente frase: Os pedimos que corrijáis a los rebeldes, consoléis a los pusilánimes; sostengáis a los débiles y seáis pacientes con todos.

El anillo, por otra parte, sello de los secretos celestiales; indica y aconseja a los predicadores que, con el apóstol, marquen con signo distintivo la sabiduría de Dios prediquen entre los perfectos pero, como si estuviera sellada, la aparten a su vez de los imperfectos, cuyo alimento no es comida sólida sino expliquen y confíen sin descanso esta fe del Esposo a la esposa Iglesia. Así pues, quienes mediante estas dos cosas inician a alguien en el ejercicio pastoral, reivindican para sí sin duda alguna toda la autoridad pastoral. Pues, después de una ordenación de tal clase, ¿qué juicio libre acerca de tales pastores, ya ordenados, podrán tener el clero, la plebe o el metropolitano que les va a consagrar? Pues los consagrados de este modo irrumpen violentamente intentando dominar el orden clerical y a la plebe antes de ser conocidos, solicitados o pedidos por estos órdenes. De este modo ataca al metropolitano al no ser juzgado por él sino al juzgarlo él. Y ya no solicita ni toma su consejo sino que reclama y exige sumisión, cosa que sólo se le otorga mediante la oración y la unción episcopal. Pues, ¿qué le aprovecha ya el devolver el anillo que. lleva? ¿Lo hace acaso por el hecho de haberle sido dado por un laico? Pero el bautismo dado por un laico no ha de ser repetido de nuevo, sino que ha de ser completado por la oración y unción del sacerdote, si es que sobrevive la persona. Pero si muere, podrá, sin la unción del sacerdote, entrar sin duda alguna en el reino de los cielos ya que, salvo por el agua del bautismo, nadie puede entrar. De donde se deduce que toda unción episcopal se les concede sólo por medio del anillo y del báculo, sin cuyos símbolos y autoridad no son obispos, ya que consta que sin una unción visible y sólo mediante estos atributos, que aparecen visiblemente en el anillo y el báculo, se les concedió a los santos apóstoles el cuidado pastoral. Yo pregunto; pues, por qué se devuelve lo que se tiene, a no ser que sea o bien para vender de nuevo el patrimonio eclesiástico, bajo pretexto de orden o donación, o bien para que sea corroborada por el metropolitano la primera venta; sea para lo que fuere, lo cierto es que es pata encubrir la ordenación laica bajo el color de una cierta legalidad eclesiástica. Lo cual si no se ha hecho, ni se hace, que cualquiera me acuse de mentiroso. Pero lo que es más grave es que no sólo en el tiempo pasado fue costumbre hacer tal cosa, sino que también ahora, en nuestros tiempos, es algo corriente, como se sabe. ¿Es qué acaso no es verdad que los príncipes del siglo vendieron y venden las cosas de la Iglesia bajo el falso nombre de investidura y más tarde bajo el nombre de consagración episcopal?

HUMBERTO DE SILVA: Adversus Simoniacos (1054‑58) P. L. CXLIII.

LA UNIFICACIÓN LITÚRGICA

Gregorio obispo, siervo de los siervos de Dios, a Alfonso y Sancho reyes de España, constituidos en su dignidad por los nobles y obispos, salud y bendición apostólica.

Ya que el beato, apóstol Pablo declaró claramente que había ido a España y que después, desde la ciudad de Roma, habían sido enviados por los apóstoles Pedro y Pablo siete obispos que, destruida la idolatría, fundaron la cristiandad, implantaron la religión, mostraron el orden y el oficio de los cultos divinos, fundaron iglesias y las consagraron con su sangre, no cabe lugar, a duda de cuánta unidad tuvo España con la ciudad de Roma en la religión y en el orden del los divinos oficios. Pero después que el reino de España fue durante largo tiempo. mancillado por la locura de los priscilianistas, depravado por la perfidia de los arrianos y separado del rito romano por la invasión de los godos primero, y finalmente de los sarracenos, no sólo disminuyó la práctica de la religión sino que también las obras fueron perversamente destruidas: Por lo cual como a hijos muy queridos os exhorto y aviso para que como buenos hijos también después de una larga rotura, reconozcáis por fin como madre verdadera a vuestra Iglesia romana y os reunáis al mismo tiempo con nosotros, vuestros hermanos, y recibáis y tengáis, como los restantes reinos de Oriente y Occidente, el orden y oficio de la Iglesia romana, no de la de Toledo ni la de ninguna otra parte sino de esta que fue fundada en nombre de Jesucristo por Pedro y Pablo y consagrada por su sangre sobre roca firme, sobre la cual las puertas del infierno, es decir, la lengua de los herejes no pudieron prevalecer.

Pues no hay lugar a duda que habéis recibido el principio de la fe pero que todavía queda el que recibáis el oficio divino en el orden eclesiástico, cosa que papa Inocencio os enseña en una carta mandada al obispo Egubino y cosa que manifiestan claramente los decretos enviados a Osmide Hispalense (?), como también lo demuestran los concilios de Toledo y Braga, y asimismo vuestros obispos que han venido hace poco a nuestra presencia y han prometido, por escrito, hacerlo según la constitución del concilio y lo han jurado además en nuestras manos. Y os lo demuestra también la destitución y excomunión (entre las demás excomuniones llevadas a cabo por los legados de la Iglesia) hecha por Geraldo, obispo de Ostia con Raibaldo, contra el simoníaco Muño, ordenado por nuestro venerable obispo de Oca, excomunión que hemos decretado y firmado hasta que se arrepienta del episcopado que indebidamente tuvo y se aparte de él.

Gregorio VII a Alfonso VI de Castilla y Sancho IV de Navarra (1074), apud D. MANSILLA: La documentación pontificia hasta Inocencio III, pp. 15‑16.

DECRETOS SINODALES DE 1078

I. Cualquier persona, ya sea militar o perteneciente a cualquier otro orden o profesión, que haya tomado algún patrimonio de la Iglesia de manos de cualquier rey o príncipe secular o obispos o abades en contra de la voluntad éstos, o de otras autoridades eclesiásticas; quien haya tomado patrimonio de la Iglesia, repito, o se haya apoderado de él o incluso lo retenga por un consentimiento malvado o vicioso de las autoridades eclesiásticas, si no devolviera estos patrimonios a las iglesias será excomulgado. (...)

II. Como sabemos que en contra de lo establecido por los santos padres en muchas partes se conceden investiduras de la Iglesia de manos de personas laicas y que de ello se ocasionan muchísimas perturbaciones en la Iglesia con lo que se pisotea la religión cristiana, ordenamos que ningún clérigo reciba investidura de obispado, o de abadía o de ningún otro cargo de la Iglesia de manos del emperador, del rey o de otra persona laica, ya sea hombre o mujer. Y si la hubiera tomado que recuerde que aquella investidura carece de toda autoridad apostólica, y que está bajo excomunión hasta que satisfaga dignamente su delito.

III. Si alguien vendiera prebendas, archidiaconados, prefecturas, y otros oficios eclesiásticos, u ordenara a alguien de un modo distinto a como lo establecen los estatutos de los santos padres, será suspendido de su cargo pues es las que así como él recibió gratis el episcopado, así también distribuya gratis las partes de ese su obispado.

IV. Decretamos que las ordenaciones que se llevan a cabo mediante dinero, o súplica o por regalo de alguna persona a otro, o las que se hacen sin el común consentimiento del clero y del pueblo según los estatutos canónicos y no son controladas por las personas que están afrente de estas consagraciones, no tengan valor alguno, puesto que quienes son ordenados de este modo no entran por la puerta, es decir por Cristo, sino que son ladrones como lo atestigua la misma Verdad (Jn. X).

Y Concilio romano (1078) P. L. CXLVIII.

«DICTATUS PAPAE» (1075)

1. Que sólo la Iglesia romana ha sido fundada por Dios.

2. Que por tanto sólo el pontífice romano tiene derecho a llamarse universal.

3. Que sólo él puede deponer o establecer obispos.

4. Que un enviado suyo, aunque sea inferior en grado, tiene preeminencia sobre todos los obispos en un concilio, Y puede pronunciar sentencia de deposición contra ellos.

5. Que el papa puede deponer a los ausentes.

6. Que no debemos tener comunión ni permanecer en la misma casa con quienes hayan sido excomulgados por el pontífice.

7. Que sólo a él es lícito promulgar nuevas leyes de acuerdo con las necesidades del tiempo, reunir nuevas congregaciones, convertir en abadía una canongía y viceversa, dividir un episcopado rico y unir varios pobres.

8. Que sólo él puede usar la insignia imperial.

9. Que todos los príncipes deben besar los pies sólo al papa.

10. Que su nombre debe ser recitado en la iglesia.

11. Que su título es único en el mundo.

12. Que le es lícito deponer al emperador.

13. Que le es lícito, según la necesidad, trasladar los obispos de sede a sede.

14. Que tiene poder de ordenar a un clérigo de cualquier iglesia para el lugar que quiera.

15. Que aquel que haya sido ordenado por él puede ser jefe de otra iglesia, pero no subordinado, y que de ningún obispo puede obtener un grado superior.

16. Que ningún sínodo puede ser llamado general si no está convocado por él.

17. Que ningún capítulo o libro puede considerarse canónico sin su autorización.

18. Que nadie puede revocar su palabra y que sólo él puede hacerlo.

19. Que nadie puede juzgarlo.

20. Que nadie ose condenar a quien apele a la santa Sede.

21. Que las causas de mayor importancia de cualquier iglesia, deben remitirse para que él las juzgue.

22. Que la Iglesia romana no se ha equivocado y no se equivocará jamás según el testimonio de la Sagrada Escritura.

23. Que el romano pontífice, ordenado mediante la elección canónica, está indudablemente santificado por los méritos del bienaventurado Pedro, según lo afirma san Enodio, obispo de Pavía, con el consenso de muchos santos padres, como está escrito en los decretos del bienaventurado papa Símmaco.

24. Que a los subordinados les es lícito hacer acusaciones conformé a su orden y permiso.

25. Que puede deponer y establecer obispos sin reunión sinodal.

26. Que no debe considerarse católico quien no está de acuerdo con la Iglesia romana.

27. Que el pontífice puede liberar a los súbditos de la fidelidad hacia un monarca inicuo,

GREGORIO VII: Registrum P.L. CXLVIII,, c. 407‑8.

EXCOMUNIÓN DE ENRIQUE XV 1076)

Oh bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, inclina, te rogamos, tus piadosos oídos a nosotros y escúchame a mí que soy tu siervo. Tú me has nutrido desde la niñez y hasta este día me has librado de la mano de los inicuos, que me odian y odiarán por la fidelidad que te guardo. Tú me eres testigo y mi señora la Madre de Dios, y el bienaventurado Pablo, hermano tuyo entre todos los santos de que tu santa Iglesia romana me llevó contra mi voluntad a su timón, de que yo no he pensado que fuera un acto de rapiña el ascender a tu sede y de que más bien he querido terminar mi vida yendo de un lado para otro, antes que arrebatar tu lugar por medios seculares por amor de la gloria terrena. Por esto, por tu gracia y no por mis méritos, creo que has querido y quieres que este pueblo cristiano confiado de modo especial a ti, me obedezca a mí también de modo especial, en razón del vicariato que se me entregó.

Por tu gracia, Dios me ha dado la potestad de atar y desatar en el cielo y en la tierra. Basándome en esta confianza, por el honor y la defensa de tu Iglesia, en nombre de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por medio de tu potestad y autoridad, quito al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, que se sublevó con inaudita soberbia contra tu Iglesia, el poder sobre todo el reino dé Germania y sobre Italia, y libero a todos los cristianos del vínculo del juramento que le hicieron o le hagan, y prohíbo que ninguno le sirva como a rey: Es justo en efecto que quien se afana por rebajar el honor de tu Iglesia pierda el suyo. Y ya que desdeñó obedecer como cristiano y no regreso al Señor, al que despidió relacionándose con los excomulgados; cometiendo muchas iniquidades y despreciando las amonestaciones que por su bien le hice y de las que eres testigo, separándose de tu Iglesia e intentando dividirla, actuando en tu nombre le ato con el vínculo del anatema y le ato con ese vínculo con la confianza puesta en la autoridad que me has otorgado, para que las gentes sepan y vean que tú eres Pedro y que sobre esta piedra el hilo de Dios vivo edificó su Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella (Mat. 16).

Acta Sancti Gregorii VII P.L. CXLVIII.

ANÓNIMO DE YORK

Por autoridad divina y por institución de los santos padres, los reyes son ordenados en la Iglesia de Dios y consagrados ante el altar mediante la unción y bendición sacras, para que puedan tener el poder de gobernar el pueblo del Señor, el pueblo cristiano, que es la santa Iglesia de Dios, raza escogida, raza santa, pueblo rescatado (1 Pedro 2, 9). ¿Qué es, en verdad, la Iglesia sino la congregación de los fieles cristianos que viven juntos en la casa de Cristo, unidos en la caridad y en una sola fe? Por ello, los reyes reciben en su consagración el poder de gobernar esta Iglesia, para que puedan dirigirla y fortalecerla en juicio y justicia, y administrarla de acuerdo con la disciplina de la ley cristiana; porque ellos reinan en la Iglesia, que es el reino de Dios, y reinan junto con Cristo, en orden a gobernarla, protegerla y defenderla. Reinar es gobernar a los súbditos y servir a Dios con temor. El orden episcopal está también instituido y consagrado mediante una unción y bendición sacras, para que también pueda gobernar la santa Iglesia según la doctrina dada por Dios. De acuerdo con ello, el bienaventurado papa Gelasio hablaba así: Dos son los poderes mediante los cuales este ,hundo se rige principalmente, la autoridad sacerdotal y el poder real. Por este mundo, quería significar la santa Iglesia, que es un transeúnte en él. En este mundo, por tanto, la autoridad sacerdotal y el poder real tienen el principado del gobierno sagrado. Algunos tratan de dividir el principado de esta manera, diciendo que el sacerdocio tiene el de gobernar las almas y el rey el de dirigir los cuerpos, como si las almas pudieran gobernarse sin los cuerpos y los cuerpos sin las almas, lo que de ninguna manera puede hacerse. Porque si los cuerpos están bien gobernados, es necesario que las almas estén también bien regidas y viceversa, ya que ambos están orientados por el propósito de que en la resurrección puedan salvarse juntamente.

Cristo, Dios y Hombre, es el verdadero y más alto rey y sacerdote. Pero es rey desde la eternidad de su divinidad, no hecho ni creado bajo o separado del Padre, sino igual y uno con el Padre. Es, en cambio, sacerdote desde que asumió la humanidad, hecho y creado de acuerdo con el orden de Melquisedec y en este sentido es menor que el Padre. Como rey, creó todas las cosas y gobierna y conserva todas ellas, rigiendo tanto a los hombres como a los ángeles. Como sacerdote, solamente redimió a los hombres para que pudieran reinar con El. Esta es la única razón por la que fue hecho sacerdote, es decir, para ofrecerse como sacrificio a fin de que los hombres pudieran participar de su reino y su poder real. Porque en todos los pasajes de las Escrituras prometió el reino del cielo a los fieles, pero no al sacerdocio. Está claro, por tanto, que en Cristo el poder real es mayor y más alto que el sacerdotal en la misma proporción que su divinidad es mayor más alta que su humanidad. De aquí, algunos sostienen que entre los hombres, igualmente, el poder real es mayor y más alto que el sacerdotal, y el rey más eminente que el sacerdote, siendo esto una imitación y emulación de la mejor y más alta naturaleza y poder de Cristo. Y así no es contrario a la justicia de Dios, dicen ellos, que la dignidad sacerdotal sea instituida por la real o esté sujeta a ella, porque así sucedió en Cristo; El fue hecho sacerdote por su poder real y estuvo sujeto al Padre en su poder sacerdotal mientras que era igual a El en el real. (...)

Pero ahora veamos lo que el rey confiere a un hombre que va a ser creado obispo mediante la prerrogativa del báculo pastoral. Pienso que no le confiere el orden o derecho de sacerdocio, sino que corresponde a su propio derecho y al gobierno de las cosas mundanas, principalmente el señorío y la guarda de las cosas de la Iglesia, y el poder de gobernar el pueblo de Dios, que es el templo del Dios vivo, y la santa Iglesia, esposa de Cristo nuestro Señor. Que un obispo tenga señorío sobre cosas terrenas, esto es, posesión de estados, en virtud de ley de los reyes lo establece Agustín al final e su sexto tratado sobre Juan cuando dice: Cada hombre posee todo lo que posee por ley humana porque, por ley divina, la posesión del Señor es la tierra y la plenitud de lo que contiene... Por ley humana y por tanto por ley de los emperadores.

Nadie debería arrogarse por derecho prioridad sobre el rey, que está bendecido con tantas y tan grandes bendiciones, que está consagrado y como dirigido hacia Dios con tantos y tales sacramentos, porque nadie está consagrado y hecho semejante a Dios con más o mayores sacramentos que él, ni con otros equivalentes, y así nadie es igual a él. Por tanto, no puede ser considerado laico porque es el ungido del Señor, un Dios a través de la gracia, el supremo gobernante, pastor, maestro, defensor e instructor de la santa Iglesia, señor sobre sus hermanos, digno de ser adorado por todos los hombres, principal, y más alto prelado. No debe decirse que sea inferior al obispo porque el obispo lo consagre, porque a menudo sucede que hombres menores consagran a mayores, inferiores a su superior, como cuando los cardenales consagran a un papa o los obispos sufragáneos al metropolitano. Esto puede ser así los en realidad no son autores de la consagración sino ministros de ella. Dios hace eficaz el sacramento y ellos lo administran.

Tractatus Eboracenses (c. 1100) M. G. H. Libelli de Lite III, 663, 7, 9.

EL RECONOCIMIENTO DEL DERECHO IMPERIAL A INVESTIR

Privilegio que el Papa Pascual hizo al emperador Enrique sobre las investiduras de obispados y abadías.

El obispo Pascual, siervo de los siervos de Dios, al muy querido hijo Enrique, rey de los germanos y augusto emperador de los romanos por la gracia del Dios omnipotente, salud y nuestra bendición apostólica.

La divinidad dispuso que vuestro reino estuviera de un modo especial unido a la Iglesia y vuestros predecesores por su bondad y por una especial gracia de la Providencia, alcanzaron la corona y el imperio de la ciudad de Roma, a la dignidad de cuya corona e imperio la majestad divina te ha conducido también a ti, Enrique hijo querido, por el ministerio de nuestro sacerdocio. Así pues aquel privilegio de dignidad que nuestros predecesores concedieron a vuestros predecesores, los emperadores católicos, nosotros también os lo concedemos y lo confirmamos mediante el escrito del presente privilegio para que confieras a los obispos y abades de tu reino que hayan sido elegidos libremente, sin violencia ni simonía, la investidura de la vara y del anillo a fin de que después de haber sido instruidos canónicamente, reciban la consagración del obispo al que pertenecieran. Y si alguien fuera elegido por el clero o el pueblo sin tu consentimiento y sin que tú le hubieras otorgado la investidura, que no sea consagrado por nadie ya que los obispos, arzobispos tendrán la facultad de consagrar canónicamente sólo a los obispos y abades por ti investidos. Y ya que vuestros predecesores engrandecieron con tantos privilegios las iglesias de tu reino, conviene fortalecer este reino sobre todo con las defensas de sus obispos y abades y aplastar con el poder real las revueltas populares que tienen lugar en las elecciones. Por lo cual el desvelo propio de tu prudencia y poder debe velar solícitamente para que la grandeza de la Iglesia romana y la salvación de las restantes (contando con la ayuda de Dios) se conserve por los beneficios y ayudas reales. Y si algún poder eclesiástico o secular o cualquier persona particular despreciando este nuestro decreto intentara con temeraria audacia ir en contra de él, sea anatematizado y pierda su honra y dignidad. En cambio a los que lo observen que la misericordia divina los proteja y que esta misma misericordia divina conceda a tu persona y majestad gobernar felizmente.

BARONIUS: Annales... XI, 83.

CONCORDATO DE WORMS (1122)

Privilegium pontificis.

Yo, Calixto obispo, siervo de los siervos de Dios, te concedo a ti, querido hijo Enrique, por la gracia de Dios augusto emperador de los romanos; que tengan lugar en tu presencia, sin simonía y sin ninguna violencia, las elecciones de y de abades de Germania que incumben al reino; y que si surge cualquier causa de discordia entre las partes, según el consejo y el parecer del metropolitano y de los sufragáneos, des tu consejo y ayuda a la parte más justa. El elegido reciba de ti la regalía por medio del cetro y en razón de él realice lo que de justicia te debe. Quien sea consagrado en las restantes regiones del imperio, por el contrario, reciba de ti la regalía en el espacio de seis meses, por medio del cetro, y por él cumpla según justicia sus deberes hacía ti guardando las prerrogativas reconocidas a la Iglesia Romana. Según el deber de mi oficio te ayudaré en lo que de mí dependa y en las cosas en que me reclames ayuda. Te aseguro una paz sincera a ti y a todo... los que son o han sido de tu partido durante esta discordia.

Privilegium imperatoris.

En nombre de la santa e indivisible Trinidad. Yo, Enrique, por gracia de Dios augusto emperador de los romanos, por amor de Dios y de la santa Iglesia Romana y de nuestro papa Calixto y por la salvación de mi alma, cedo a Dios y a sus santos apóstoles Pedro y Pablo y a la santa Iglesia Católica toda investidura con anillo y báculo, y concedo que en todas las iglesias existentes en mi reino y en mi imperio, se realicen elecciones canónicas y consagraciones libres. Restituyo a la misma santa Iglesia Romana las posesiones y los privilegios del bienaventurado Pedro, que le fueron arrebatados desde el comienzo de esta controversia hasta hoy, ya en tiempos de mi padre, ya en los míos, y que yo poseo; y proporcionaré fielmente mi ayuda para que se restituyan las que no lo han sido todavía. Igualmente devolveré, según el consejo de los príncipes de la justicia, las posesiones de todas las demás iglesias y de los príncipes y de los otros clérigos o laicos, perdidas en esta guerra, y que están en mi mano; para las que no están, proporcionaré mi auxilio para que se restituyan. Y aseguro una sincera paz a nuestro papa Calixto y a la santa Iglesia Romana y a todos los que son o fueron de su partido. Fielmente, daré mi ayuda cuando la santa Iglesia me lo reclame y remiré a ella la debida justicia. Todo esto está redactado con el consenso y el consejo de los príncipes cuyos nombres siguen. (...)

M. G. H.: Leges, vol. II, pp. 75‑76.

LA DUALIDAD DE SOCIEDADES

...Si [sus] palabras hubieran estado moderadas con la caridad que ilustra, la ruptura con los gobernantes del mundo que ahora existe podría no haber surgido ya que, como el santo papa León escribe: No puede haber seguridad general a menos que las cosas que pertenecen a la profesión de la religión estén defendidas por la autoridad real y sacerdotal. Así también el papa Gelasio declaró: Cristo, consciente de la fragilidad humana, reguló con excelente disposición lo que correspondía a la salvación de su pueblo. Así, distinguió entre los oficios de ambos poderes de acuerdo a sus propias actividades y separadas dignidades. Dado que Dios mismo ha dispuesto las cosas y ha instituido estas dos, el poder real y la consagrada autoridad de los sacerdotes, mediante las cuales este mundo se gobierna principalmente, ¿quién puede ir contra esto, excepto quien resista el orden de Dios?

De Unitate Ecclesiae Conservanda (1090‑93) M. G. H.: Libelli de Lite.

Acerca de la Iglesia. Qué es la Iglesia.

La Iglesia santa es el cuerpo de Cristo, vivificada por un solo espíritu y unida y santificada por una sola fe. Cada uno de los miembros de este cuerpo los fieles y todos, aunque sean muchos, forman un solo cuerpo a causa del solo espíritu y de la sola fe que los anima. Y del mismo modo que en el cuerpo humano cada miembro tiene su propia y distinta función, y a pesar de ello no llevan a cabo sólo para su provecho lo que realizan ellos solos, así de este modo han sido distribuidos los dones de las gracias en el cuerpo de la santa Iglesia y sin embargo cada uno no tiene sólo para sí lo que tiene él solo. Pues son solamente los ojos los que ven y sin embargo no ven solamente para ellos sino para todo el cuerpo. Los oídos, a su vez, son los únicos miembros del cuerpo que oyen, pero tampoco oyen solamente para ellos sino para todo el cuerpo. Los pies son los únicos que caminan y sin embargo tampoco caminan sólo para ellos sino para todo el cuerpo. Y de este modo lo que tiene cada uno de ellos no sólo lo tienen para ellos mismos y por ellos mismos, sino que según la voluntad del mejor dador y del distribuidor más sabio cada cosa es para todos y todas las cosas son de cada uno. (...)

De las dos partes de la Iglesia, del clero y de los laicos.

Esta universalidad abraza a los dos órdenes, laicos y clérigos, como dos lados de un mismo cuerpo. Los laicos son, como si estuvieran a la izquierda, que son los que sirven a las necesidades de la vida presente. (...) Pues los laicos cristianos que atienden a las necesidades de la vida terrenal son la parte del lado izquierdo del cuerpo de Cristo. Y en cambio, los clérigos, que están al cargo de la vida espiritual son como la parte de la derecha del cuerpo de Cristo. Y de este modo todo el cuerpo de Cristo que es la Iglesia universal consta de estas dos partes.

Existen dos vidas y según estas dos vidas, dos pueblos, y en estos dos pueblos dos poderes y en ambos poderes diversos grados y órdenes de dignidad, uno inferior y otro superior.

Hay dos vidas: una terrenal y otra celestial. Una del cuerpo y otra del espíritu. Una por la que el cuerpo vive del alma y otra por la que el alma vive de Dios. Una y otra tienen los bienes con los que se alimentan para poder subsistir. La vida de la tierra se alimenta con buenas cosas terrenales y la vida espiritual con buenos medios espirituales.

A la vida terrenal pertenece lo que es terrenal y a la vida espiritual lo que son buenas cosas espirituales. Para que en ambas clases de vidas se guarde la justicia y se produzca utilidad, se nombran lo primero de todo, personas que mediante su trabajo y entusiasmo adquieran esto bienes que son necesarios Y después se nombra a otras personas que mediana autoridad de su cargo distribuyan estos bienes de modo equitativo para que nadie aventaje a su hermano sino para que se respete la justicia. Y por esto en uno y otro pueblo hay poderes constituidos. Y así en los laicos, a cuyo cuidado y celo está puesto lo que es necesario para la vida de la tierra, existe un poder terrenal. Pero en los clérigos que tienen por misión guardar los bienes de la vida espiritual existe en cambio un poder divino. Y así, aquel poder se llama secular y éste, espiritual. En uno y otro poder hay diversos grados y órdenes de dignidad, pero todos están bajo el poder de una sola cabeza como si procedieran y se dirigieran a un mismo principio. El poder terrenal tiene por cabeza al rey, el espiritual, al sumo pontífice. Al poder del rey pertenece lo que es terrenal y está dirigido a la vida de la tierra. En cambio, bajo el poder del sumo pontífice está lo que es espiritual y todo lo que es necesario para la vida espiritual. Y en cuanto la vida espiritual es más digna que la terrenal y el espíritu mejor que el cuerpo, así también el poder espiritual aventaja en honor y dignidad al secular. Pues el poder espiritual tiene facultad para enseñar y juzgar al poder secular si no sigue por caminos rectos. En cambio, el poder espiritual, fundado sólo por Dios, aun cuando yerre, sólo puede ser juzgado por Dios, como está escrito. El poder espiritual puede juzgar todo, pero él no puede ser juzgado por nadie. Que el poder espiritual (considerado como institución divina) es anterior en el tiempo y mayor en dignidad, se manifiesta claramente por el hecho de que el sacerdocio fue primeramente instituido por Dios y que después (por mandato divino) el poder secular fue instituido por el sacerdocio. De donde viene el que todavía ahora en la Iglesia la dignidad sacerdotal instituya, consagre y santifique por medio de su bendición al poder real. Y según lo que dice el apóstol que el que bendice es mayor que el bendecido, se deduce con toda claridad que el poder secular, que recibe la bendición del poder espiritual, es inferior en justicia a él.

HUGO DE SAN VÍCTOR: De Sacramentis Fidei (s. XII).

En la misma ciudad, bajo el mismo rey, hay dos pueblos y para uno y otro pueblo dos vidas distintas, para una y otra vida dos gobiernos, para uno y otro gobierno una doble jurisdicción. La ciudad es la Iglesia, el rey es Cristo. Los dos pueblos son los dos órdenes de los clérigos y los laicos, las dos vidas son la espiritual y la carnal, los dos gobiernos el sacerdocio y el imperio, la doble jurisdicción el derecho divino y el humano. Dad a cada uno lo que le corresponde y todo el conjunto estará en equilibrio.

ESTEBAN DE TOURNAI: Summa de Decretis proemium (s. XII) P. L. CCXI.