Comité para el Jubileo de la
comunidad con personas con discapacidad 

  Ficha de preparación  de la Jornada jubilar 
del 3 de diciembre de 2000 

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Ficha n. 1

La persona con discapacidad: 
imagen de Dios  y lugar de sus grandes maravillas
   

 

La persona con discapacidad, en su entrañable riqueza, es un desafío constante para la Iglesia y la sociedad, un llamado a abrirse al misterio que ella presenta. 

La persona con discapacidad es también el lugar en que Dios obra sus maravillas y en el cual la persona revela la riqueza de su humanidad. 

La discapacidad no es un castigo. Es una condición de vida, en la que Dios manifiesta su amor y que será coronada con la gloria de la resurrección. 

Esta ficha ofrece una ayuda para el descubrimiento bíblico-teológico de esta verdad y realidad. 

Se les confía a todos, para que integren e incorporen a pleno título a las personas con discapacidad en la vida de la Iglesia y de la sociedad, valorando los dones que ellas poseen y fomentando la reconciliación allí donde se hayan cometido faltas contra ellas, para crear, en el espíritu del Gran Jubileo, una mentalidad de aceptación, promoción y solidaridad. 

El Comité Organizador
Roma, 2 de marzo de 2000 


EL HOMBRE VIVIENTE ES IMAGEN DE DIOS   

 

“Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, 
la luna y las estrellas que has creado, 
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, 
el ser humano, para darle poder? 
Lo hiciste poco inferior a los ángeles, 
lo coronaste de gloria y dignidad”
(Ps. 8).   

El ser humano, varón y mujer, excelsa criatura de Dios, ha sido “coronado” por Dios con su amor. La grandeza, la dignidad y el valor de su humanidad radican en el ser partícipe del misterio de Dios, que es “amor”. El amor del “Padre por siempre” (Is 9,5) es la “corona” del hombre, pues lo reviste de trascendencia. Sin embargo, frente a tal grandeza, gloria y honor, no dejamos de experimentar dolores, males y límites. Uno de los límites, con todas las preguntas que suscita, lo presenta la discapacidad mental y física, o la combinación de ambas. 

Esto contrasta ampliamente con el dato bíblico que revela el misterio de los orígenes: El ser humano, todo ser humano, es criatura de Dios y es un ser viviente a imagen y semejanza de Dios.   

“Y dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen y como semejanza nuestra’… Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó: macho y hembra los creó”(Gen 1,26-27).   

“El día en que hizo Yahveh Dios la tierra y los cielos, no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahveh Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. Pero un manantial brotaba de la tierra, y regaba toda la superficie del suelo. Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente”(Gen 2,4-7).   

  

Características de la imagen   

El hecho de ser “vivientes” y “creados a imagen y semejanza de Dios”, nos pone en comunión con Él. Y la humanidad, como Dios mismo, también queda envuelta en el misterio. El hombre es una realidad extraordinariamente rica: su valor supera al de toda otra realidad creada, porque tiene una connotación de unicidad e irrepetibilidad que le asegura una dignidad originaria. 

La persona humana, ser viviente, más allá de toda apariencia exterior, refleja el amor que la creó, con la capacidad de amar y de ser amada, con su ser, sus facultades y su libertad. Toda persona tiene en su constitución el honor, la gloria y la dignidad de Dios. Es el ser con quien Dios dialoga cara a cara “en el jardín a la hora de la brisa” (Gen 3,8), es la realidad que Dios ha creado para sí mismo, para poner en ella la plenitud de su vida y para estar en comunión con ella, pues habiendo sido revestida de capacidad, de responsabilidad y de amor, es capaz de vivir en comunión con todos los seres libres. 

  

El misterio del límite   

En sus orígenes, el ser humano, creado “a imagen y semejanza de Dios”, usa su libertad en modo negativo, optando por un proyecto alternativo de falta de confianza, de alienación, de violencia, de dominio (cf. Gen 3, las narraciones sucesivas sobre Caín, el diluvio, Babel). 

La imagen de Dios, dada y confiada al hombre, contrasta con la libertad humana que no ha confiado en Dios, aislándose de Él, de los demás y del cosmos. 

El pecado: la mentira, la envidia, los celos…, causa el temor de amar, el esconderse de Dios, el rechazo del diálogo creatural con Dios y la separación de Él, de los otros hombres y de todo lo creado (cf. Gen 3,1-7). Esto genera violencia, abusos y falta de vida, lo cual, a su vez, deforma el designio de amor de Dios para con la humanidad y la creación. 

Es aquí que se origina el sentido del límite, de la finitud, del miedo, del bloqueo interpersonal, sobre todo, porque el mundo mismo “fue sometido a la vanidad“ (Rom 8,20). 

La fragilidad, la enfermedad, el dolor, la discapacidad, la soledad y la muerte son vistas como injusticias de parte de Dios; sin embargo, es el pecado – abuso de libertad – el que causa el drama de tales límites. 

No obstante, debemos decir que el pecado de los progenitores, con todas sus consecuencias y responsabilidades, aun cuando ha logrado oscurecer esta imagen, no ha llegado a destruirla, pues Dios la bendijo desde el principio. “Y vio Dios que estaba bien” (Gen 1 passim).   

  

El sentido del límite   

El esplendor de la grandeza y del fulgor de Dios se revela independientemente del límite, puesto que gracias a la dignidad humana de la que cada uno está revestido, todos, aun con los propios límites, manifiestan el rostro glorioso de Dios. 

El límite ha sido asumido por Jesús en su Encarnación. En su abajamiento absoluto y en su soledad, al ser considerado como un nadie, sólo oprobio, Él reveló la profundidad del amor verdadero, que es siempre y solamente un don. Con la Encarnación y la Redención, Jesús transfigura la historicidad, la debilidad y la fragilidad del hombre, revistiendo los límites de éstas con un nuevo contenido: “la restitución a la descendencia de Adán de la semejanza divina, deformada por el primer pecado” (GS 22). 

  

La compasión de Dios  

“Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya… macho y hembra le creó. Y Dios los bendijo…”(Gen 1,27-28).   

“He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para liberarle…”(Ex 3,7-8).   

Dios no ha retirado jamás su bendición de quien ha sido creado a su imagen y semejanza, aun cuando Él “parece” olvidarlo, o cuando la imagen, afectada por la discapacidad o por la opción libre, parece que no le responda. Es más, Él busca a todos con su amor tierno y universal que ofrece especialmente a los que son débiles, limitados y sin voz, a los que están mayormente afectados por limitaciones en el cuerpo o en las facultades intelectuales. 

Dios “baja” hasta la soledad más inaccesible, para acercarse a la condición humana. Él entra en la vida del hombre y no permanece extraño a su situación y condición. 

“Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3,16). La compasión de Dios se sitúa en la óptica del amor, y lo que está bajo el signo del pecado, de la fragilidad, del límite, se vuelve en la “debilidad” del Hijo un vehículo de nueva vida y de resurrección. 

Dios prepara a través de los siglos el camino de la Encarnación histórica del Hijo, para mostrar nuevamente el esplendor y la grandeza de lo que ha sido creado a su imagen y semejanza. 

    

Jesús: compasión de Dios  

“Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único”(Jn 3,16).   

“Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades”(Mt 8,17; Is 53,4).   

“En realidad, el misterio del hombres sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al proprio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22). 

Él es “Imagen de Dios invisible” (Col 1,15). 

A la imagen, a la semejanza con Dios, oscurecida en su belleza a causa del pecado, Jesús le restituye su esplendor, pues “nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22). 

Lo realizó tomando sobre sí la historicidad, la soledad, la caducidad, el límite humano, y viviendo todo esto voluntariamente, hasta el extremo, para poder transformarlo desde adentro, impregnándolo con un nuevo significado (cf. Rm 15,3; Hebr 5,7-10). 

El misterio del hombre con sus límites, de fragilidad y discapacidad, ha constituido el centro de su atención y ministerio. “Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro”, le preguntaron los discípulos de Juan, y Jesús replicó haciendo uso de las profecías de Isaías: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11,3-5). Las personas con discapacidad llegan a ser testigos de Cristo, la curación de los cuerpos es signo de la curación espiritual que Él trae a todas las personas. 

Todo su ministerio se desarrolla alrededor del hecho que Él ha buscado la compañía de personas que por diversas razones estaban forzadas a vivir al margen de la sociedad (cf. Mc 7,37). A estas personas Jesús las hace término de sus cuidados-atenciones, declarando que los últimos serán primeros y el que se humille será ensalzado en el reino del Padre (cf. Mt 20,16; 23,12). 

Frente al ciego de nacimiento, Jesús rechaza y rompe el nexo automático establecido entre la discapacidad y el pecado. “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,3). 

Con la pasión y la cruz, experimenta y comparte a pleno el drama más grande de las personas con discapacidad: la soledad extrema y el rechazo por parte de los demás, la conciencia de la injusticia y del abandono. Es más, la conciencia del límite humano de la muerte, “último enemigo” (1Cor 15,26), de la fragilidad y de la finitud, le causan temor y temblor, hasta sumirlo en angustia y provocarle sudor de sangre (cf. Lc 22,44), haciéndole experimentar el interrogativo humano acerca de la presencia de Dios en este misterio (cf. Ps 21; Mt 27,46; Mc 15,34; cf. también Job 16,9.12-14; 17,13-14). 

Al mismo tiempo, Él renueva su confianza (cf. Ps 31,15), su esperanza y obediencia a Dios creador y salvador (cf. Ps 21), que está siempre presente en el hombre, y a quien Job dice: “Sé que eres todopoderoso, ningún proyecto te es irrealizable” (Job 42,2). 

Desde la cruz, Jesús entrega su Espíritu, y mientras regresa al Padre, lo manda como Consolador, para fortalecer a los hombre en su fragilidad y debilidad, en su sentido de extravío y soledad, asegurando que la discapacidad es el lugar de “las obras de Dios” (Jn 9,3; cf. Lc 1,49), y también el lugar del amor verdadero, que se da continuamente, que revela al ser humano el misterio de Dios y del hombre. 

Y es en la Cruz que se revela, en modo definitivo y pleno, el “Hijo de Dios” (Mc 15,39), dando la esperanza-certeza del interés de Dios por el hombre. 

En la obediencia de la cruz Jesús es ensalzado (cf. Flp 2,8-9). La cruz se vuelve ícono de la resurrección, la cual es la respuesta del Padre a la opción del Hijo, que ha tenido confianza en Él incluso desde la cruz. 

El término último de la reconstrucción de la imagen gloriosa de Dios entregada al hombre es la resurrección: “Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8,11) y “seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es” (1Jn 3,2).   

  

La Iglesia: compasión de Cristo  

La Iglesia sigue realizando la misión reveladora de Cristo, mostrando estas riquezas a la sociedad que, muchas veces, es indiferente al grito de las personas con discapacidad. 

La sociedad tiende a resolver a menudo este problema o bien con la indiferencia o bien reaccionando contra la discapacidad con violencia, hasta hacer a un lado al discapacitado, porque desquicia sus parámetros. Pues la sociedad, en su egoísmo, hedonismo y temor, busca la ganancia y el dominio de los demás, en vez de prestar atención a las personas con discapacidad, para mejorar sus condiciones de vida. 

La Iglesia, para ser verdaderamente Esposa de Cristo, debe considerar a la persona con discapacidad y a cuantos las rodean, como lugar teológico donde “Dios obra sus maravillas”, realiza su amor por el hombre e invita a la comunidad a la conversión y a un discernimiento de los valores evangélicos.   

  

TESTIMONIOS DE VIDA

  

El testimonio de Claudio  

Claudio es espástico, no camina, no habla, usa la silla de ruedas. En 1986 escribió una carta al Cardenal de Boloña. Tenía entonces 24 años y escribió la carta a máquina, tecleando con la nariz. Transcribimos aquí algunas frases:  

La alegría del Señor resucitado esté contigo. 

El don más hermoso que el Señor me ha concedido es la vida. Al haberme dado la vida, el Señor se ha entregado a mí, porque el Señor es vida. 

La vida no es algo estático sino dinámico: es un continuo andar hacia la casa del Señor, donde hay alegría permanente y vida eterna. 

Habitar en la casa del Padre es, en este período de mi vida, lo que más me atrae, porque estoy seguro de que el Reino está cerca, más cerca de lo que imaginamos. 

Basta tan sólo abrir los ojos, que han sido cerrados por nuestro pecado, y alzar la cabeza, para poder ver cómo la vida vence a la muerte, el gozo a la tristeza, el amor al odio, la verdad a la mentira, y ver, sobre todo, al Señor que vence al maligno. 

Si tenemos los ojos cerrados, no podemos ver y, en por tanto, somos como ciegos; y los ciegos sólo pueden imaginar la realidad. 

Jesús es el único hombre que puede decirme a mí, a ti, a todos: “Talitá Kum”, porque Jesús es la vida. Nada nos podrá separar de Él, ni siguiera la muerte. “Grandes cosas hizo el Señor con nosotros, y el gozo nos colma” (Ps 125,3).   

  

Comunidad de vida  

En el mundo existen comunidades de vida que acogen a las personas con discapacidad al igual que a las otras personas. 

Ellas valorizan hasta el fondo el misterio de la Cruz en la vida de la persona con discapacidad, elevándola por la fuerza de la Resurrección, a numerosas formas de vida y de realizaciones personales colectivas, en las que las personas con discapacidad alcanzan altos grados de humanidad. 

Estas comunidades se basan en el valor de la acogida de lo distinto, rechazando toda tentación de exclusión, aceptando el misterio de la Cruz, que en su urgencia y carácter absoluto, es ineludible.   

“Acogeos mutuamente como Cristo os acogió”(Rom 15,7). 

Estas comunidades se desarrollan lentamente, con una proyección de vida que es alentada por la participación de voluntarios, de profesionales y de las familias. Con la fuerza que genera el compartir la vida con las personas con discapacidad, se establece así un proceso de liberación y de transfiguración de los males personales y colectivos. 

El ejemplo de algunas vidas de personas con discapacidad, transfiguradas por la fuerza de la Resurrección del Señor, es luz para las opciones vocacionales y de compromiso cristiano en favor de los demás. 

“Las personas discapacitadas, sostenidas con eficacia, pueden hacer surgir excepcionales energías y valores de gran utilidad para toda la humanidad”(Juan Pablo II, 31 de marzo de 1984). 

Todo lo que realizan y testimonian en el mundo estas comunidades de vida con personas con discapacidad, anticipan de algún modo el Reino de Dios.

Fichas del Comité para el Jubileo de la
comunidad con personas con discapacidad