EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
ECCLESIA IN AMERICA
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS, A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS,
A LOS CONSAGRADOS Y CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO,
CAMINO PARA LA CONVERSIÓN, LA COMUNIÓN
Y LA SOLIDARIDAD EN AMÉRICA


 

INTRODUCCION

1. La Iglesia en América, llena de gozo por la fe recibida y dando gracias a Cristo por este inmenso don, ha celebrado hace poco el quinto centenario del comienzo de la predicación del Evangelio en sus tierras. Esta conmemoración ayudó a los católicos americanos a ser más conscientes del deseo de Cristo de encontrarse con los habitantes del llamado Nuevo Mundo para incorporarlos a su Iglesia y hacerse presente de este modo en la historia del Continente. La evangelización de América no es sólo un don del Señor, sino también fuente de nuevas responsabilidades. Gracias a la acción de los evangelizadores a lo largo y ancho de todo el Continente han nacido de la Iglesia y del Espíritu innumerables hijos.1 En sus corazones, tanto en el pasado como en el presente, continúan resonando las palabras del Apóstol: « Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9, 16). Este deber se funda en el mandato del Señor resucitado a los Apóstoles antes de su Ascensión al cielo: « Proclamad la Buena Nueva a toda la creación » (Mc 16, 15).

Este mandato se dirige a la Iglesia entera, y la Iglesia en América, en este preciso momento de su historia, está llamada a acogerlo y responder con amorosa generosidad a su misión fundamental evangelizadora. Lo subrayaba en Bogotá mi predecesor Pablo VI, el primer Papa que visitó América: « Corresponderá a nosotros, en cuanto representantes tuyos, [Señor Jesús] y administradores de tus divinos misterios (cf. 1 Co 4, 1; 1 P 4, 10), difundir los tesoros de tu palabra, de tu gracia, de tus ejemplos entre los hombres ».2 El deber de la evangelización es una urgencia de caridad para el discípulo de Cristo: « El amor de Cristo nos apremia » (2 Co 5, 14), afirma el apóstol Pablo, recordando lo que el Hijo de Dios hizo por nosotros con su sacrificio redentor: « Uno murió por todos [...], para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos » (2 Co 5, 14-15).

La conmemoración de ciertas fechas especialmente evocadoras del amor de Cristo por nosotros suscita en el ánimo, junto con el agradecimiento, la necesidad de « anunciar las maravillas de Dios », es decir, la necesidad de evangelizar. Así, el recuerdo de la reciente celebración de los quinientos años de la llegada del mensaje evangélico a América, esto es, del momento en que Cristo llamó a América a la fe, y el cercano Jubileo con que la Iglesia celebrará los 2000 años de la Encarnación del Hijo de Dios, son ocasiones privilegiadas en las que, de manera espontánea, brota del corazón con más fuerza nuestra gratitud hacia el Señor. Consciente de la grandeza de estos dones recibidos, la Iglesia peregrina en América desea hacer partícipe de las riquezas de la fe y de la comunión en Cristo a toda la sociedad y a cada uno de los hombres y mujeres que habitan en el suelo americano.

La idea de celebrar esta Asamblea sinodal

2. Precisamente el mismo día en que se cumplían los quinientos años del comienzo de la evangelización de América, el 12 de octubre de 1992, con el deseo de abrir nuevos horizontes y dar renovado impulso a la evangelización, en la alocución con la que inauguré los trabajos de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo, hice la propuesta de un encuentro sinodal « en orden a incrementar la cooperación entre las diversas Iglesias particulares » para afrontar juntas, dentro del marco de la nueva evangelización y como expresión de comunión episcopal, « los problemas relativos a la justicia y la solidaridad entre todas las Naciones de América ».3 La acogida positiva que los Episcopados de América dieron a esta propuesta, me permitió anunciar en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente el propósito de convocar una asamblea sinodal « sobre la problemática de la nueva evangelización en las dos partes del mismo Continente, tan diversas entre sí por su origen y su historia, y sobre la cuestión de la justicia y de las relaciones económicas internacionales, considerando la enorme desigualdad entre el Norte y el Sur ».4 Entonces se iniciaron los trabajos preparatorios propiamente dichos, hasta llegar a la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América, celebrada en el Vaticano del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997.

El tema de la Asamblea

3. En coherencia con la idea inicial, y oídas las sugerencias del Consejo presinodal, viva expresión del sentir de muchos Pastores del pueblo de Dios en el Continente americano, enuncié el tema de la Asamblea Especial del Sínodo para América en los siguientes términos: « Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América ». El tema así formulado expresa claramente la centralidad de la persona de Jesucristo resucitado, presente en la vida de la Iglesia, que invita a la conversión, a la comunión y a la solidaridad. El punto de partida de este programa evangelizador es ciertamente el encuentro con el Señor. El Espíritu Santo, don de Cristo en el misterio pascual, nos guía hacia las metas pastorales que la Iglesia en América ha de alcanzar en el tercer milenio cristiano.

La celebración de la Asamblea como experiencia de encuentro

4. La experiencia vivida durante la Asamblea tuvo, sin duda, el carácter de un encuentro con el Señor. Recuerdo gustoso, de modo especial, las dos concelebraciones solemnes que presidí en la Basílica de San Pedro para la inauguración y para la clausura de los trabajos de la Asamblea. El encuentro con el Señor resucitado, verdadera, real y substancialmente presente en la Eucaristía, constituyó el clima espiritual que permitió que todos los Obispos de la Asamblea sinodal se reconocieran, no sólo como hermanos en el Señor, sino también como miembros del Colegio episcopal, deseosos de seguir, presididos por el Sucesor de Pedro, las huellas del Buen Pastor, sirviendo a la Iglesia que peregrina en todas las regiones del Continente. Fue evidente para todos la alegría de cuantos participaron en la Asamblea, al descubrir en ella una ocasión excepcional de encuentro con el Señor, con el Vicario de Cristo, con tantos Obispos, sacerdotes, consagrados y laicos venidos de todas las partes del Continente.

Sin duda, ciertos factores previos contribuyeron, de modo mediato pero eficaz, a asegurar este clima de encuentro fraterno en la Asamblea sinodal. En primer lugar, deben señalarse las experiencias de comunión vividas anteriormente en las Asambleas Generales del Episcopado Latinoamericano en Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). En ellas los Pastores de la Iglesia en América Latina reflexionaron juntos como hermanos sobre las cuestiones pastorales más apremiantes en esa región del Continente. A estas Asambleas deben añadirse las reuniones periódicas interamericanas de Obispos, en las cuales los participantes tienen la posibilidad de abrirse al horizonte de todo el Continente, dialogando sobre los problemas y desafíos comunes que afectan a la Iglesia en los países americanos.

Contribuir a la unidad del Continente

5. En la primera propuesta que hice en Santo Domingo, sobre la posibilidad de celebrar una Asamblea Especial del Sínodo, señalé que « la Iglesia, ya a las puertas del tercer milenio cristiano y en unos tiempos en que han caído muchas barreras y fronteras ideológicas, siente como un deber ineludible unir espiritualmente aún más a todos los pueblos que forman este gran Continente y, a la vez, desde la misión religiosa que le es propia, impulsar un espíritu solidario entre todos ellos ».5 Los elementos comunes a todos los pueblos de América, entre los que sobresale una misma identidad cristiana así como también una auténtica búsqueda del fortalecimiento de los lazos de solidaridad y comunión entre las diversas expresiones del rico patrimonio cultural del Continente, son el motivo decisivo por el que quise que la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos dedicara sus reflexiones a América como una realidad única. La opción de usar la palabra en singular quería expresar no sólo la unidad ya existente bajo ciertos aspectos, sino también aquel vínculo más estrecho al que aspiran los pueblos del Continente y que la Iglesia desea favorecer, dentro del campo de su propia misión dirigida a promover la comunión de todos en el Señor.

En el contexto de la nueva evangelización

6. En la perspectiva del Gran Jubileo del año 2000 he querido que tuviera lugar una Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para cada uno de los cinco Continentes: tras las dedicadas a África (1994), América (1997), Asia (1998) y, muy recientemente, Oceanía (1998), en este año de 1999 con la ayuda del Señor se celebrará una nueva Asamblea Especial para Europa. De este modo, durante el año jubilar, será posible una Asamblea General Ordinaria que sintetice y saque las conclusiones de los ricos materiales que las diversas Asambleas continentales han ido aportando. Esto será posible por el hecho de que en todos estos Sínodos ha habido preocupaciones semejantes y centros comunes de interés. En este sentido, refiriéndome a esta serie de Asambleas sinodales, he señalado cómo en todas « el tema de fondo es el de la evangelización, mejor todavía, el de la nueva evangelización, cuyas bases fueron fijadas por la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI ».6 Por ello, tanto en mi primera indicación sobre la celebración de esta Asamblea Especial del Sínodo como más tarde en su anuncio explícito, una vez que todos los Episcopados de América hicieron suya la idea, indiqué que sus deliberaciones habrían de discurrir « dentro del marco de la nueva evangelización »,7 afrontando los problemas sobresalientes de la misma.8

Esta preocupación era más obvia ya que yo mismo había formulado el primer programa de una nueva evangelización en suelo americano. En efecto, cuando la Iglesia en toda América se preparaba para recordar los quinientos años del comienzo de la primera evangelización del Continente, hablando al Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en Puerto Príncipe (Haití) afirmé: « La conmemoración del medio milenio de evangelización tendrá su significación plena si es un compromiso vuestro como Obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de reevangelización, pero sí de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión ».9 Más tarde invité a toda la Iglesia a llevar a cabo esta exhortación, aunque el programa evangelizador, al extenderse a la gran diversidad que presenta hoy el mundo entero, debe diversificarse según dos situaciones claramente diferentes: la de los países muy afectados por el secularismo y la de aquellos otros donde « todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana ».10 Se trata, sin duda, de dos situaciones presentes, en grado diverso, en diferentes países o, quizás mejor, en diversos ambientes concretos dentro de los países del Continente americano.

Con la presencia y la ayuda del Señor

7. El mandato de evangelizar, que el Señor resucitado dejó a su Iglesia, va acompañado por la seguridad, basada en su promesa, de que Él sigue viviendo y actuando entre nosotros: « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 20). Esta presencia misteriosa de Cristo en su Iglesia es la garantía de su éxito en la realización de la misión que le ha sido confiada. Al mismo tiempo, esa presencia hace también posible nuestro encuentro con Él, como Hijo enviado por el Padre, como Señor de la Vida que nos comunica su Espíritu. Un encuentro renovado con Jesucristo hará conscientes a todos los miembros de la Iglesia en América de que están llamados a continuar la misión del Redentor en esas tierras.

El encuentro personal con el Señor, si es auténtico, llevará también consigo la renovación eclesial: las Iglesias particulares del Continente, como Iglesias hermanas y cercanas entre sí, acrecentarán los vínculos de cooperación y solidaridad para prolongar y hacer más viva la obra salvadora de Cristo en la historia de América. En una actitud de apertura a la unidad, fruto de una verdadera comunión con el Señor resucitado, las Iglesias particulares, y en ellas cada uno de sus miembros, descubrirán, a través de la propia experiencia espiritual que el « encuentro con Jesucristo vivo » es « camino para la conversión, la comunión y la solidaridad ». Y, en la medida en que estas metas vayan siendo alcanzadas, será posible una dedicación cada vez mayor a la nueva evangelización de América.

 

CAPÍTULO I

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO

« Hemos encontrado al Mesías » (Jn 1, 41)

Los encuentros con el Señor en el Nuevo Testamento

8. Los Evangelios relatan numerosos encuentros de Jesús con hombres y mujeres de su tiempo. Una característica común a todos estos episodios es la fuerza transformadora que tienen y manifiestan los encuentros con Jesús, ya que « abren un auténtico proceso de conversión, comunión y solidaridad ».11 Entre los más significativos está el de la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). Jesús la llama para saciar su sed, que no era sólo material, pues, en realidad, « el que pedía beber, tenía sed de la fe de la misma mujer ».12 Al decirle, « dame de beber » (Jn 4, 7), y al hablarle del agua viva, el Señor suscita en la samaritana una pregunta, casi una oración, cuyo alcance real supera lo que ella podía comprender en aquel momento: « Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed » (Jn 4, 15). La samaritana, aunque « todavía no entendía »,13 en realidad estaba pidiendo el agua viva de que le hablaba su divino interlocutor. Al revelarle Jesús su mesianidad (cf. Jn 4, 26), la samaritana se siente impulsada a anunciar a sus conciudadanos que ha descubierto el Mesías (cf. Jn 4, 28-30). Así mismo, cuando Jesús encuentra a Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10) el fruto más preciado es su conversión: éste, consciente de las injusticias que ha cometido, decide devolver con creces —« el cuádruple »— a quienes había defraudado. Además, asume una actitud de desprendimiento de las cosas materiales y de caridad hacia los necesitados, que lo lleva a dar a los pobres la mitad de sus bienes. Una mención especial merecen los encuentros con Cristo resucitado narrados en el Nuevo Testamento. Gracias a su encuentro con el Resucitado, María Magdalena supera el desaliento y la tristeza causados por la muerte del Maestro (cf. Jn 20, 11-18). En su nueva dimensión pascual, Jesús la envía a anunciar a los discípulos que Él ha resucitado (cf. Jn 20, 17). Por este hecho se ha llamado a María Magdalena « la apóstol de los apóstoles ».14 Por su parte, los discípulos de Emaús, después de encontrar y reconocer al Señor resucitado, vuelven a Jerusalén para contar a los apóstoles y a los demás discípulos lo que les había sucedido (cf. Lc 24, 13-35). Jesús, « empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras » (Lc 24, 27). Los dos discípulos reconocerían más tarde que su corazón ardía mientras el Señor les hablaba en el camino explicándoles las Escrituras (cf. Lc 24, 32). No hay duda de que san Lucas al narrar este episodio, especialmente el momento decisivo en que los dos discípulos reconocen a Jesús, hace una alusión explícita a los relatos de la institución de la Eucaristía, es decir, al modo como Jesús actuó en la Última Cena (cf. Lc 24, 30). El evangelista, para relatar lo que los discípulos de Emaús cuentan a los Once, utiliza una expresión que en la Iglesia naciente tenía un significado eucarístico preciso: « Le habían conocido en la fracción del pan » (Lc 24, 35).

Entre los encuentros con el Señor resucitado, uno de los que han tenido un influjo decisivo en la historia del cristianismo es, sin duda, la conversión de Saulo, el futuro Pablo y apóstol de los gentiles, en el camino de Damasco. Allí tuvo lugar el cambio radical de su existencia, de perseguidor a apóstol (cf. Hch 9, 3-30; 22, 6-11; 26, 12-18). El mismo Pablo habla de esta extraordinaria experiencia como de una revelación del Hijo de Dios « para que le anunciase entre los gentiles » (Ga 1, 16). La invitación del Señor respeta siempre la libertad de los que llama. Hay casos en que el hombre, al encontrarse con Jesús, se cierra al cambio de vida al que Él lo invita. Fueron numerosos los casos de contemporáneos de Jesús que lo vieron y oyeron, y, sin embargo, no se abrieron a su palabra. El Evangelio de san Juan señala el pecado como la causa que impide al ser humano abrirse a la luz que es Cristo: « Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas » (Jn 3, 19). Los textos evangélicos enseñan que el apego a las riquezas es un obstáculo para acoger el llamado a un seguimiento generoso y pleno de Jesús. Típico es, a este respecto, el caso del joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-23).

Encuentros personales y encuentros comunitarios

9. Algunos encuentros con Jesús, narrados en los Evangelios, son claramente personales como, por ejemplo, las llamadas vocacionales (cf. Mt 4, 19; 9, 9; Mc 10, 21; Lc 9, 59). En ellos Jesús trata con intimidad a sus interlocutores: « Rabbí —que quiere decir "Maestro"— ¿dónde vives? » [...] « Venid y lo veréis » (Jn 1, 38-39). Otras veces, en cambio, los encuentros tienen un carácter comunitario. Así son, en concreto, los encuentros con los Apóstoles, que tienen una importancia fundamental para la constitución de la Iglesia. En efecto, los Apóstoles, elegidos por Jesús de entre un grupo más amplio de discípulos (cf. Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16), son objeto de una formación especial y de una comunicación más íntima. A la multitud Jesús le habla en parábolas que sólo explica a los Doce: « Es que a vosotros se os ha dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no » (Mt 13, 11). Los Apóstoles están llamados a ser los anunciadores de la Buena Nueva y a desarrollar una misión especial para edificar la Iglesia con la gracia de los Sacramentos. Para este fin, reciben la potestad necesaria: les da el poder de perdonar los pecados apelando a la plenitud de ese mismo poder en el cielo y en la tierra que el Padre le ha dado (cf. Mt 28, 18). Ellos serán los primeros en recibir el don del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 1-4), don que recibirán más tarde quienes se incorporen a la Iglesia por los sacramentos de la iniciación cristiana (cf. Hch 2, 38).

El encuentro con Cristo en el tiempo de la Iglesia

10. La Iglesia es el lugar donde los hombres, encontrando a Jesús, pueden descubrir el amor del Padre: en efecto, el que ha visto a Jesús ha visto al Padre (cf. Jn 14, 9). Jesús, después de su ascensión al cielo, actúa mediante la acción poderosa del Paráclito (cf. Jn 16, 7), que transforma a los creyentes dándoles la nueva vida. De este modo ellos llegan a ser capaces de amar con el mismo amor de Dios, « que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado » (Rm 5, 5). La gracia divina prepara, además, a los cristianos a ser agentes de la transformación del mundo, instaurando en él una nueva civilización, que mi predecesor Pablo VI llamó justamente «civilización del amor».15

En efecto, « el Verbo de Dios, asumiendo en todo la naturaleza humana menos en el pecado (cf. Hb 4, 11), manifiesta el plan del Padre, de revelar a la persona humana el modo de llegar a la plenitud de su propia vocación [...] Así, Jesús no sólo reconcilia al hombre con Dios, sino que lo reconcilia también consigo mismo, revelándole su propia naturaleza ».16 Con estas palabras los Padres sinodales, en la línea del Concilio Vaticano II, han reafirmado que Jesús es el camino a seguir para llegar a la plena realización personal, que culmina en el encuentro definitivo y eterno con Dios. « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí » (Jn 14, 6). Dios nos « predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos » (Rm 8, 29). Jesucristo es, pues, la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres y mujeres del continente americano.

Por medio de María encontramos a Jesús

11. Cuando nació Jesús, los magos de Oriente acudieron a Belén y « vieron al Niño con María su Madre » (Mt 2, 11). Al inicio de la vida pública, en las bodas de Caná, cuando el Hijo de Dios realizó el primero de sus signos, suscitando la fe de los discípulos (Jn 2, 11), es María la que interviene y orienta a los servidores hacia su Hijo con estas palabras: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). A este respecto, he escrito en otra ocasión: « La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías ».17 Por eso, María es un camino seguro para encontrar a Cristo. La piedad hacia la Madre del Señor, cuando es auténtica, anima siempre a orientar la propia vida según el espíritu y los valores del Evangelio.

¿Cómo no poner de relieve el papel que la Virgen tiene respecto a la Iglesia peregrina en América, en camino al encuentro con el Señor? En efecto, la Santísima Virgen, « de manera especial, está ligada al nacimiento de la Iglesia en la historia de [...] los pueblos de América, que por María llegaron al encuentro con el Señor ».18 En todas las partes del Continente la presencia de la Madre de Dios ha sido muy intensa desde los días de la primera evangelización, gracias a la labor de los misioneros. En su predicación, « el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen María como su realización más alta. Desde los orígenes —en su advocación de Guadalupe— María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión ».19

La aparición de María al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el año 1531, tuvo una repercusión decisiva para la evangelización.20 Este influjo va más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el Continente. Y América, que históricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido « en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa María de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada ».21 Por eso, no sólo en el Centro y en el Sur, sino también en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda América.22 A lo largo del tiempo ha ido creciendo cada vez más en los Pastores y fieles la conciencia del papel desarrollado por la Virgen en la evangelización del Continente. En la oración compuesta para la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América, María Santísima de Guadalupe es invocada como « Patrona de toda América y Estrella de la primera y de la nueva evangelización ». En este sentido, acojo gozoso la propuesta de los Padres sinodales de que el día 12 de diciembre se celebre en todo el Continente la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Madre y Evangelizadora de América.23 Abrigo en mi corazón la firme esperanza de que ella, a cuya intercesión se debe el fortalecimiento de la fe de los primeros discípulos (cf. Jn 2, 11), guíe con su intercesión maternal a la Iglesia en este Continente, alcanzándole la efusión del Espíritu Santo como en la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 14), para que la nueva evangelización produzca un espléndido florecimiento de vida cristiana.

Lugares de encuentro con Cristo

12. Contando con el auxilio de María, la Iglesia en América desea conducir a los hombres y mujeres de este Continente al encuentro con Cristo, punto de partida para una auténtica conversión y para una renovada comunión y solidaridad. Este encuentro contribuirá eficazmente a consolidar la fe de muchos católicos, haciendo que madure en fe convencida, viva y operante. Para que la búsqueda de Cristo presente en su Iglesia no se reduzca a algo meramente abstracto, es necesario mostrar los lugares y momentos concretos en los que, dentro de la Iglesia, es posible encontrarlo. La reflexión de los Padres sinodales a este respecto ha sido rica en sugerencias y observaciones. Ellos han señalado, en primer lugar, « la Sagrada Escritura leída a la luz de la Tradición, de los Padres y del Magisterio, profundizada en la meditación y la oración ».24 Se ha recomendado fomentar el conocimiento de los Evangelios, en los que se proclama, con palabras fácilmente accesibles a todos, el modo como Jesús vivió entre los hombres. La lectura de estos textos sagrados, cuando se escucha con la misma atención con que las multitudes escuchaban a Jesús en la ladera del monte de las Bienaventuranzas o en la orilla del lago de Tiberíades mientras predicaba desde la barca, produce verdaderos frutos de conversión del corazón.

Un segundo lugar para el encuentro con Jesús es la sagrada Liturgia.25 Al Concilio Vaticano II debemos una riquísima exposición de las múltiples presencias de Cristo en la Liturgia, cuya importancia debe llevar a hacer de ello objeto de una constante predicación: Cristo está presente en el celebrante que renueva en el altar el mismo y único sacrificio de la Cruz; está presente en los Sacramentos en los que actúa su fuerza eficaz. Cuando se proclama su palabra, es Él mismo quien nos habla. Está presente además en la comunidad, en virtud de su promesa: « Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos » (Mt 18, 20). Está presente « sobre todo bajo las especies eucarísticas ».26 Mi predecesor Pablo VI creyó necesario explicar la singularidad de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, que « se llama "real" no por exclusión, como si las otras presencias no fueran "reales", sino por antonomasia, porque es substancial ».27 Bajo las especies de pan y vino, « Cristo todo entero está presente en su "realidad física" aún corporalmente ».28

La Escritura y la Eucaristía, como lugares de encuentro con Cristo, están sugeridas en el relato de la aparición del Resucitado a los dos discípulos de Emaús. Además, el texto del Evangelio sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el que se afirma que seremos juzgados sobre el amor a los necesitados, en quienes misteriosamente está presente el Señor Jesús, indica que no se debe descuidar un tercer lugar de encuentro con Cristo: « Las personas, especialmente los pobres, con los que Cristo se identifica ».29 Como recordaba el Papa Pablo VI, al clausurar el Concilio Vaticano II, « en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt 25, 40), el Hijo del hombre ».30

 

CAPÍTULO II

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO EN EL HOY DE AMERICA
« A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho » (Lc 12, 48)


Situación de los hombres y mujeres de América y su encuentro con el Señor

13. En los Evangelios se narran encuentros con Cristo de personas en situaciones muy diferentes. A veces se trata de situaciones de pecado, que dejan entrever la necesidad de la conversión y del perdón del Señor. En otras circunstancias se dan actitudes positivas de búsqueda de la verdad, de auténtica confianza en Jesús, que llevan a establecer una relación de amistad con Él, y que estimulan el deseo de imitarlo. No pueden olvidarse tampoco los dones con los que el Señor prepara a algunos para un encuentro posterior. Así Dios, haciendo a María « llena de gracia » (Lc 1, 28) desde el primer momento, la preparó para que en ella tuviera lugar el más importante encuentro divino con la naturaleza humana: el misterio inefable de la Encarnación. Como los pecados y las virtudes sociales no existen en abstracto, sino que son el resultado de actos personales,31 es necesario tener presente que América es hoy una realidad compleja, fruto de las tendencias y modos de proceder de los hombres y mujeres que lo habitan. En esta situación real y concreta es donde ellos han de encontrarse con Jesús.

Identidad cristiana de América

14. El mayor don que América ha recibido del Señor es la fe, que ha ido forjando su identidad cristiana. Hace ya más de quinientos años que el nombre de Cristo comenzó a ser anunciado en el Continente. Fruto de la evangelización, que ha acompañado los movimientos migratorios desde Europa, es la fisonomía religiosa americana, impregnada de los valores morales que, si bien no siempre se han vivido coherentemente y en ocasiones se han puesto en discusión, pueden considerarse en cierto modo patrimonio de todos los habitantes de América, incluso de quienes no se identifican con ellos. Es claro que la identidad cristiana de América no puede considerarse como sinónimo de identidad católica. La presencia de otras confesiones cristianas en grado mayor o menor en diferentes partes de América, hace especialmente urgente el compromiso ecuménico, para buscar la unidad entre todos los creyentes en Cristo.32

Frutos de santidad

15. La expresión y los mejores frutos de la identidad cristiana de América son sus santos. En ellos, el encuentro con Cristo vivo « es tan profundo y comprometido [...] que se convierte en fuego que lo consume todo, e impulsa a construir su Reino, a hacer que Él y la nueva alianza sean el sentido y el alma de [...] la vida personal y comunitaria ».33 América ha visto florecer los frutos de la santidad desde los comienzos de su evangelización. Este es el caso de santa Rosa de Lima (1586-1617), « la primera flor de santidad en el Nuevo Mundo », proclamada patrona principal de América en 1670 por el Papa Clemente X.34 Después de ella, el santoral americano se ha ido incrementando hasta alcanzar su amplitud actual.35 Las beatificaciones y canonizaciones, con las que no pocos hijos e hijas del Continente han sido elevados al honor de los altares, ofrecen modelos heroicos de vida cristiana en la diversidad de estados de vida y de ambientes sociales. La Iglesia, al beatificarlos o canonizarlos, ve en ellos a poderosos intercesores unidos a Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, mediador entre Dios y los hombres. Los Beatos y Santos de América acompañan con solicitud fraterna a los hombres y mujeres de su tierra que, entre gozos y sufrimientos, caminan hacia el encuentro definitivo con el Señor.36 Para fomentar cada vez más su imitación y para que los fieles recurran de una manera más frecuente y fructuosa a su intercesión, considero muy oportuna la propuesta de los Padres sinodales de preparar « una colección de breves biografías de los Santos y Beatos americanos. Esto puede iluminar y estimular en América la respuesta a la vocación universal a la santidad ».37

Entre sus Santos, « la historia de la evangelización de América reconoce numerosos mártires, varones y mujeres, tanto Obispos, como presbíteros, religiosos y laicos, que con su sangre regaron [...] [estas] naciones. Ellos, como nube de testigos (cf. Hb 12, 1), nos estimulan para que asumamos hoy, sin temor y ardorosamente, la nueva evangelización ».38 Es necesario que sus ejemplos de entrega sin límites a la causa del Evangelio sean no sólo preservados del olvido, sino más conocidos y difundidos entre los fieles del Continente. Al respecto, escribía en la Tertio millennio adveniente: « Las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria ».39

La piedad popular

16. Una característica peculiar de América es la existencia de una piedad popular profundamente enraizada en sus diversas naciones. Está presente en todos los niveles y sectores sociales, revistiendo una especial importancia como lugar de encuentro con Cristo para todos aquellos que con espíritu de pobreza y humildad de corazón buscan sinceramente a Dios (cf. Mt 11, 25). Las expresiones de esta piedad son numerosas: « Las peregrinaciones a los santuarios de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos, la oración por las almas del purgatorio, el uso de sacramentales (agua, aceite, cirios...). Éstas y tantas otras expresiones de la piedad popular ofrecen oportunidad para que los fieles encuentren a Cristo viviente ».40 Los Padres sinodales han subrayado la urgencia de descubrir, en las manifestaciones de la religiosidad popular, los verdaderos valores espirituales, para enriquecerlos con los elementos de la genuina doctrina católica, a fin de que esta religiosidad lleve a un compromiso sincero de conversión y a una experiencia concreta de caridad.41 La piedad popular, si está orientada convenientemente, contribuye también a acrecentar en los fieles la conciencia de pertenecer a la Iglesia, alimentando su fervor y ofreciendo así una respuesta válida a los actuales desafíos de la secularización.42

Ya que en América la piedad popular es expresión de la inculturación de la fe católica y muchas de sus manifestaciones han asumido formas religiosas autóctonas, es oportuno destacar la posibilidad de sacar de ellas, con clarividente prudencia, indicaciones válidas para una mayor inculturación del Evangelio.43 Ello es especialmente importante entre las poblaciones indígenas, para que « las semillas del Verbo » presentes en sus culturas lleguen a su plenitud en Cristo.44 Lo mismo debe decirse de los americanos de origen africano. La Iglesia « reconoce que tiene la obligación de acercarse a estos americanos a partir de su cultura, considerando seriamente las riquezas espirituales y humanas de esta cultura que marca su modo de celebrar el culto, su sentido de alegría y de solidaridad, su lengua y sus tradiciones ».45

Presencia católico-oriental en América

17. La inmigración a América es casi una constante de su historia desde los comienzos de la evangelización hasta nuestros días. Dentro de este complejo fenómeno debe señalarse que, en los últimos tiempos, diversas regiones de América han acogido a numerosos miembros de las Iglesias católicas orientales que, por diversas causas, han abandonado sus territorios de origen. Un primer movimiento migratorio procedía, sobre todo, de Ucrania occidental; posteriormente se ha extendido a las naciones del Medio Oriente. De este modo, ha sido necesaria pastoralmente la creación de una jerarquía católica oriental para estos fieles inmigrantes y para sus descendientes. Las normas emanadas por el Concilio Vaticano II, que los Padres sinodales han recordado, reconocen que las Iglesias orientales « tienen derecho y obligación de regirse según sus respectivas disciplinas peculiares », ya que tienen la misión de dar testimonio de una antiquísima tradición doctrinal, litúrgica y monástica. Por otra parte, dichas Iglesias deben conservar sus propias disciplinas, ya que éstas « son más adaptadas a las costumbres de sus fieles y resultan más adecuadas para procurar el bien de las almas ».46 Si la Comunidad eclesial universal necesita la sinergia entre las Iglesias particulares de Oriente y de Occidente para poder respirar con sus dos pulmones, en la esperanza de lograr hacerlo plenamente a través de la perfecta comunión entre la Iglesia católica y las orientales separadas,47 hay que alegrarse por la reciente implantación de Iglesias orientales junto a las latinas, establecidas allí desde el principio, porque de este modo puede manifestarse mejor la catolicidad de la Iglesia del Señor.48

La Iglesia en el campo de la educación y de la acción social

18. Entre los factores que favorecen la influencia de la Iglesia en la formación cristiana de los americanos, debe señalarse su amplia presencia en el campo de la educación y, de modo especial, en el mundo universitario. Las numerosas Universidades católicas diseminadas por el Continente son un rasgo característico de la vida eclesial en América. Así mismo, en la enseñanza primaria y secundaria el alto número de escuelas católicas ofrece la posibilidad de una acción evangelizadora de alcance muy amplio, siempre que vaya acompañada por una decidida voluntad de impartir una educación verdaderamente cristiana.49

Otro campo importante en el que la Iglesia está presente en toda América es el de la asistencia caritativa y social. Las múltiples iniciativas para la atención de los ancianos, los enfermos y de cuantos están necesitados de auxilio en asilos, hospitales, dispensarios, comedores gratuitos y otros centros sociales, son testimonio palpable del amor preferencial por los pobres que la Iglesia en América lleva adelante movida por el amor a su Señor y consciente de que « Jesús se ha identificado con ellos (cf. Mt 25, 31-46) ».50 En esta tarea, que no conoce fronteras, la Iglesia ha sabido crear una conciencia de solidaridad concreta entre las diversas comunidades del Continente y del mundo entero, manifestando así la fraternidad que debe caracterizar a los cristianos de todo tiempo y lugar. El servicio a los pobres, para que sea evangélico y evangelizador, ha de ser fiel reflejo de la actitud de Jesús, que vino « para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Realizado con este espíritu, llega a ser manifestación del amor infinito de Dios por todos los hombres y un modo elocuente de transmitir la esperanza de salvación que Cristo ha traído al mundo, y que resplandece de manera particular cuando es comunicada a los abandonados y desechados de la sociedad.

Esta constante dedicación a los pobres y desheredados se refleja en el Magisterio social de la Iglesia, que no se cansa de invitar a la comunidad cristiana a comprometerse en la superación de toda forma de explotación y opresión. En efecto, se trata no sólo de aliviar las necesidades más graves y urgentes mediante acciones individuales y esporádicas, sino de poner de relieve las raíces del mal, proponiendo intervenciones que den a las estructuras sociales, políticas y económicas una configuración más justa y solidaria.

Creciente respeto de los derechos humanos

19. En el ámbito civil, pero con implicaciones morales inmediatas, debe señalarse entre los aspectos positivos de la América actual la creciente implantación en todo el Continente de sistemas políticos democráticos y la progresiva reducción de regímenes dictatoriales. La Iglesia ve con agrado esta evolución, en la medida en que esto favorezca cada vez más un evidente respeto de los derechos de cada uno, incluidos los del procesado y del reo, respecto a los cuales no es legítimo el recurso a métodos de detención y de interrogatorio —pienso concretamente en la tortura— lesivos de la dignidad humana. En efecto, « el Estado de Derecho es la condición necesaria para establecer una verdadera democracia ».51

Por otra parte, la existencia de un Estado de Derecho implica en los ciudadanos y, más aún, en la clase dirigente el convencimiento de que la libertad no puede estar desvinculada de la verdad.52 En efecto, « los graves problemas que amenazan la dignidad de la persona humana, la familia, el matrimonio, la educación, la economía y las condiciones de trabajo, la calidad de la vida y la vida misma, proponen la cuestión del Derecho ».53 Los Padres sinodales han subrayado con razón que « los derechos fundamentales de la persona humana están inscritos en su misma naturaleza, son queridos por Dios y, por tanto, exigen su observancia y aceptación universal. Ninguna autoridad humana puede transgredirlos apelando a la mayoría o a los consensos políticos, con el pretexto de que así se respetan el pluralismo y la democracia. Por ello, la Iglesia debe comprometerse en formar y acompañar a los laicos que están presentes en los órganos legislativos, en el gobierno y en la administración de la justicia, para que las leyes expresen siempre los principios y los valores morales que sean conformes con una sana antropología y que tengan presente el bien común ».54

El fenómeno de la globalización

20. Una característica del mundo actual es la tendencia a la globalización, fenómeno que, aun no siendo exclusivamente americano, es más perceptible y tiene mayores repercusiones en América. Se trata de un proceso que se impone debido a la mayor comunicación entre las diversas partes del mundo, llevando prácticamente a la superación de las distancias, con efectos evidentes en campos muy diversos. Desde el punto de vista ético, puede tener una valoración positiva o negativa. En realidad, hay una globalización económica que trae consigo ciertas consecuencias positivas, como el fomento de la eficiencia y el incremento de la producción, y que, con el desarrollo de las relaciones entre los diversos países en lo económico, puede fortalecer el proceso de unidad de los pueblos y realizar mejor el servicio a la familia humana. Sin embargo, si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas. Tales son, por ejemplo, la atribución de un valor absoluto a la economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el aumento de las diferencias entre ricos y pobres, y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad cada vez más acentuada.55 La Iglesia, aunque reconoce los valores positivos que la globalización comporta, mira con inquietud los aspectos negativos derivados de ella.

¿Y qué decir de la globalización cultural producida por la fuerza de los medios de comunicación social? Éstos imponen nuevas escalas de valores por doquier, a menudo arbitrarios y en el fondo materialistas, frente a los cuales es muy difícil mantener viva la adhesión a los valores del Evangelio.

La urbanización creciente

21. El fenómeno de la urbanización continúa creciendo también en América. Desde hace algunos lustros el Continente está viviendo un éxodo constante del campo a la ciudad. Se trata de un fenómeno complejo, ya descrito por mi predecesor Pablo VI.56 Las causas de este fenómeno son varias, pero entre ellas sobresale principalmente la pobreza y el subdesarrollo de las zonas rurales, donde con frecuencia faltan los servicios, las comunicaciones, las estructuras educativas y sanitarias. La ciudad, además, con las características de diversión y bienestar con que no pocas veces la presentan los medios de comunicación social, ejerce un atractivo especial para las gentes sencillas del campo. La frecuente falta de planificación en este proceso acarrea muchos males. Como han señalado los Padres sinodales, « en ciertos casos, algunas partes de las ciudades son como islas en las que se acumula la violencia, la delincuencia juvenil y la atmósfera de desesperación ».57 El fenómeno de la urbanización presenta asimismo grandes desafíos a la acción pastoral de la Iglesia, que ha de hacer frente al desarraigo cultural, la pérdida de costumbres familiares y al alejamiento de las propias tradiciones religiosas, que no pocas veces lleva al naufragio de la fe, privada de aquellas manifestaciones que contribuían a sostenerla.

Evangelizar la cultura urbana es, pues, un reto apremiante para la Iglesia, que así como supo evangelizar la cultura rural durante siglos, está hoy llamada a llevar a cabo una evangelización urbana metódica y capilar mediante la catequesis, la liturgia y las propias estructuras pastorales.58

El peso de la deuda externa

22. Los Padres sinodales han manifestado su preocupación por la deuda externa que afecta a muchas naciones americanas, expresando de este modo su solidaridad con las mismas. Ellos llaman justamente la atención de la opinión pública sobre la complejidad del tema, reconociendo « que la deuda es frecuentemente fruto de la corrupción y de la mala administración ».59 En el espíritu de la reflexión sinodal, este reconocimiento no pretende concentrar en un sólo polo las responsabilidades de un fenómeno que es sumamente complejo en su origen y en sus soluciones.60 En efecto, entre las múltiples causas que han llevado a una deuda externa abrumadora deben señalarse no sólo los elevados intereses, fruto de políticas financieras especulativas, sino también la irresponsabilidad de algunos gobernantes que, al contraer la deuda, no reflexionaron suficientemente sobre las posibilidades reales de pago, con el agravante de que sumas ingentes obtenidas mediante préstamos internacionales se han destinado a veces al enriquecimiento de personas concretas, en vez de ser dedicadas a sostener los cambios necesarios para el desarrollo del país. Por otra parte, sería injusto que las consecuencias de estas decisiones irresponsables pesaran sobre quienes no las tomaron. La gravedad de la situación es aún más comprensible, si se tiene en cuenta que « ya el mero pago de los intereses es un peso sobre la economía de las naciones pobres, que quita a las autoridades la disponibilidad del dinero necesario para el desarrollo social, la educación, la sanidad y la institución de un depósito para crear trabajo ».61

La corrupción

23. La corrupción, frecuentemente presente entre las causas de la agobiante deuda externa, es un problema grave que debe ser considerado atentamente. La corrupción « sin guardar límites, afecta a las personas, a las estructuras públicas y privadas de poder y a las clases dirigentes ». Se trata de una situación que « favorece la impunidad y el enriquecimiento ilícito, la falta de confianza con respecto a las instituciones políticas, sobre todo en la administración de la justicia y en la inversión pública, no siempre clara, igual y eficaz para todos ».62 A este propósito, deseo recordar cuanto escribí en el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1998, que la lacra de la corrupción ha de ser denunciada y combatida con valentía por quienes detentan la autoridad y con la « colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral ».63 Los adecuados organismos de control y la transparencia de las transacciones económicas y financieras previenen ulteriormente y evitan en muchos casos que se extienda la corrupción, cuyas consecuencias nefastas recaen principalmente sobre los más pobres y desvalidos. Son además los pobres los primeros en sufrir los retrasos, la ineficiencia, la ausencia de una defensa adecuada y las carencias estructurales, cuando la administración de la justicia es corrupta.

Comercio y consumo de drogas

24. El comercio y el consumo de drogas son una seria amenaza para las estructuras sociales de las naciones en América. Esto « contribuye a los crímenes y a la violencia, a la destrucción de la vida familiar, a la destrucción física y emocional de muchos individuos y comunidades, sobre todo entre los jóvenes. Corroe la dimensión ética del trabajo y contribuye a aumentar el número de personas en las cárceles, en una palabra, a la degradación de la persona en cuanto creada a imagen de Dios ».64 Este nefasto comercio lleva también « a destruir gobiernos, corroyendo la seguridad económica y la estabilidad de las naciones ».65 Estamos ante uno de los desafíos más apremiantes a los que deben enfrentarse muchas naciones del mundo. En efecto, es un desafío que hipoteca gran parte de los logros obtenidos en los últimos tiempos para el progreso de la humanidad. Para algunas naciones de América, la producción, el tráfico y el consumo de drogas son factores que comprometen su prestigio internacional, porque limitan su credibilidad y dificultan la deseada colaboración con otros países, tan necesaria en nuestros días para el desarrollo armónico de cada pueblo.

Preocupación por la ecología

25. « Y vio Dios que estaba bien » (Gn 1, 25). Estas palabras que leemos en el primer capítulo del Libro del Génesis, muestran el sentido de la obra realizada por Él. El Creador confía al hombre, coronación de toda la obra de la creación, el cuidado de la tierra (cf. Gn 2, 15). De aquí surgen obligaciones muy concretas para cada persona relativas a la ecología. Su cumplimiento supone la apertura a una perspectiva espiritual y ética, que supere las actitudes y « los estilos de vida conducidos por el egoísmo que llevan al agotamiento de los recursos naturales ».66 Incluso en este sector, hoy tan actual, es muy importante la intervención de los creyentes. Es necesaria la colaboración de todos los hombres de buena voluntad con las instancias legislativas y de gobierno para conseguir una protección eficaz del medio ambiente, considerado como don de Dios. ¡Cuántos abusos y daños ecológicos se dan también en muchas regiones americanas! Baste pensar en la emisión incontrolada de gases nocivos o en el dramático fenómeno de los incendios forestales, provocados a veces intencionadamente por personas movidas por intereses egoístas. Estas devastaciones pueden conducir a una verdadera desertización de no pocas zonas de América, con las inevitables secuelas de hambre y miseria. El problema se plantea, con especial intensidad, en la selva amazónica, inmenso territorio que abarca varias naciones: del Brasil a la Guayana, a Surinam, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia.67 Es uno de los espacios naturales más apreciados en el mundo por su diversidad biológica, siendo vital para el equilibrio ambiental de todo el planeta.

 

CAPÍTULO III

CAMINO DE CONVERSION

«Arrepentíos, pues, y convertíos» (Hch 3, 19)

 

Urgencia del llamado a la conversión

26. « El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva » (Mc 1, 15). Estas palabras de Jesús, con las que comenzó su ministerio en Galilea, deben seguir resonando en los oídos de los Obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y fieles laicos de toda América. Tanto la reciente celebración del V Centenario del comienzo de la evangelización de América, como la conmemoración de los 2000 años del Nacimiento de Jesús, el gran Jubileo que nos disponemos a celebrar, son una llamada a profundizar en la propia vocación cristiana. La grandeza del acontecimiento de la Encarnación y la gratitud por el don del primer anuncio del Evangelio en América invitan a responder con prontitud a Cristo con una conversión personal más decidida y, al mismo tiempo, estimulan a una fidelidad evangélica cada vez más generosa. La exhortación de Cristo a convertirse resuena también en la del Apóstol: « Es ya hora de levantaros del sueño, que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe » (Rm 13, 11). El encuentro con Jesús vivo, mueve a la conversión.

Para hablar de conversión, el Nuevo Testamento utiliza la palabra metanoia, que quiere decir cambio de mentalidad. No se trata sólo de un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino de la revisión del propio modo de actuar a la luz de los criterios evangélicos. A este respecto, san Pablo habla de « la fe que actúa por la caridad » (Ga 5, 6). Por ello, la auténtica conversión debe prepararse y cultivarse con la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepción de los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía. La conversión conduce a la comunión fraterna, porque ayuda a comprender que Cristo es la cabeza de la Iglesia, su Cuerpo místico; mueve a la solidaridad, porque nos hace conscientes de que lo que hacemos a los demás, especialmente a los más necesitados, se lo hacemos a Cristo. La conversión favorece, por tanto, una vida nueva, en la que no haya separación entre la fe y las obras en la respuesta cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la división entre fe y vida es indispensable para que se pueda hablar seriamente de conversión. En efecto, cuando existe esta división, el cristianismo es sólo nominal. Para ser verdadero discípulo del Señor, el creyente ha de ser testigo de la propia fe, pues « el testigo no da sólo testimonio con las palabras, sino con su vida ».68 Hemos de tener presentes las palabras de Jesús: « No todo el que me diga: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial » (Mt 7, 21). La apertura a la voluntad del Padre supone una disponibilidad total, que no excluye ni siquiera la entrega de la propia vida: « El máximo testimonio es el martirio ».69

Dimensión social de la conversión

27. La conversión no es completa si falta la conciencia de las exigencias de la vida cristiana y no se pone esfuerzo en llevarlas a cabo. A este respecto, los Padres sinodales han señalado que, por desgracia, « existen grandes carencias de orden personal y comunitario con respecto a una conversión más profunda y con respecto a las relaciones entre los ambientes, las instituciones y los grupos en la Iglesia ».70 « Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve » (1 Jn 4, 20). La caridad fraterna implica una preocupación por todas las necesidades del prójimo. « Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? » (1 Jn 3, 17). Por ello, convertirse al Evangelio para el Pueblo cristiano que vive en América, significa revisar « todos los ambientes y dimensiones de su vida, especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común ».71 De modo particular convendrá « atender a la creciente conciencia social de la dignidad de cada persona y, por ello, hay que fomentar en la comunidad la solicitud por la obligación de participar en la acción política según el Evangelio ».72 No obstante, será necesario tener presente que la actividad en el ámbito político forma parte de la vocación y acción de los fieles laicos.73 A este propósito, sin embargo, es de suma importancia, sobre todo en una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia, y distinguir claramente entre las acciones que los fieles, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y las acciones que realizan en nombre de la Iglesia, en comunión con sus Pastores. « La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana ».74

Conversión permanente

28. La conversión en esta tierra nunca es una meta plenamente alcanzada: en el camino que el discípulo está llamado a recorrer siguiendo a Jesús, la conversión es un empeño que abarca toda la vida. Por otro lado, mientras estamos en este mundo, nuestro propósito de conversión se ve constantemente amenazado por las tentaciones. Desde el momento en que « nadie puede servir a dos señores » (Mt 6, 24), el cambio de mentalidad (metanoia) consiste en el esfuerzo de asimilar los valores evangélicos que contrasta con las tendencias dominantes en el mundo. Es necesario, pues, renovar constantemente « el encuentro con Jesucristo vivo », camino que, como han señalado los Padres sinodales, « nos conduce a la conversión permanente ».75

El llamado universal a la conversión adquiere matices particulares para la Iglesia en América, comprometida también en la renovación de la propia fe. Los Padres sinodales han formulado así esta tarea concreta y exigente: « Esta conversión exige especialmente de nosotros Obispos una auténtica identificación con el estilo personal de Jesucristo, que nos lleva a la sencillez, a la pobreza, a la cercanía, a la carencia de ventajas, para que, como Él, sin colocar nuestra confianza en los medios humanos, saquemos, de la fuerza del Espíritu, y de la Palabra, toda la eficacia del Evangelio, permaneciendo primariamente abiertos a aquellos que están sumamente lejanos y excluidos ».76 Para ser Pastores según el corazón de Dios (cf. Jr 3, 15), es indispensable asumir un modo de vivir que nos asemeje a Aquél que dijo de sí mismo: « Yo soy el buen pastor » (Jn 10, 11), y que san Pablo evoca al escribir: « Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo » (1 Co 11, 1).

Guiados por el Espíritu Santo hacia nuevo estilo de vida

29. La propuesta de un nuevo estilo de vida no es sólo para los Pastores, sino más bien para todos los cristianos que viven en América. A todos se les pide que profundicen y asuman la auténtica espiritualidad cristiana. « En efecto, espiritualidad es un estilo o forma de vivir según las exigencias cristianas, la cual es "la vida en Cristo" y "en el Espíritu", que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial ».77 En este sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la conversión, se entiende no « una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Espíritu Santo ».78 Entre los elementos de espiritualidad que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oración. Ésta lo « conducirá poco a poco a adquirir una mirada contemplativa de la realidad, que le permitirá reconocer a Dios siempre y en todas las cosas; contemplarlo en todas las personas; buscar su voluntad en los acontecimientos ».79

La oración tanto personal como litúrgica es un deber de todo cristiano. « Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). Él mismo en los momentos decisivos de su vida, antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la oración y la contemplación, y pidió a los Apóstoles que hicieran lo mismo ».80 A sus discípulos, sin excepción, el Señor recuerda: « Entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto » (Mt 6, 6). Esta vida intensa de oración debe adaptarse a la capacidad y condición de cada cristiano, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda volver siempre « a la fuente de su encuentro con Jesucristo para beber el único Espíritu (1 Co 12, 13) ».81 En este sentido, la dimensión contemplativa no es un privilegio de unos cuantos en la Iglesia; al contrario, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos se ha de promover una espiritualidad abierta y orientada a la contemplación de las verdades fundamentales de la fe: los misterios de la Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la Redención de los hombres, y las otras grandes obras salvíficas de Dios.82

Los hombres y mujeres dedicados exclusivamente a la contemplación tienen una misión fundamental en la Iglesia que está en América. Ellos son, según expresión del Concilio Vaticano II, « honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes ».83 Por ello, los monasterios, diseminados a lo largo y ancho del Continente, han de ser « objeto de peculiar amor por parte de los Pastores, los cuales estén plenamente persuadidos de que las almas entregadas a la vida contemplativa obtienen gracia abundante por la oración, la penitencia y la contemplación, a las que consagran su vida. Los contemplativos deben ser conscientes de que están integrados en la misión de la Iglesia en el tiempo presente y que, con el testimonio de la propia vida, cooperan al bien espiritual de los fieles, ayudando así para que busquen el rostro de Dios en la vida diaria ».84

La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los Sacramentos raíz y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su peregrinación terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular, los cuales a su vez se verán enriquecidos por la práctica sacramental y libres del peligro de degenerar en mera rutina. Por otra parte, la espiritualidad no se contrapone a la dimensión social del compromiso cristiano. Al contrario, el creyente, a través de un camino de oración, se hace más consciente de las exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia indispensable para perseverar en el bien. Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este campo mediante la dirección espiritual, práctica tradicionalmente presente en la Iglesia. Los Padres sinodales han creído necesario recomendar a los sacerdotes este ministerio de tanta importancia.85

Vocación universal a la santidad

30. « Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo » (Lv 19, 2). La Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América ha querido recordar con vigor a todos los cristianos la importancia de la doctrina de la vocación universal a la santidad en la Iglesia.86 Se trata de uno de los puntos centrales de la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II.87 La santidad es la meta del camino de conversión, pues ésta « no es fin en sí misma, sino proceso hacia Dios, que es santo. Ser santos es imitar a Dios y glorificar su nombre en las obras que realizamos en nuestra vida (cf. Mt 5, 16) ».88 En el camino de la santidad Jesucristo es el punto de referencia y el modelo a imitar: Él es « el Santo de Dios y fue reconocido como tal (cf. Mc 1, 24). Él mismo nos enseña que el corazón de la santidad es el amor, que conduce incluso a dar la vida por los otros (cf. Jn 15, 13). Por ello, imitar la santidad de Dios, tal y como se ha manifestado en Jesucristo, su Hijo, no es otra cosa que prolongar su amor en la historia, especialmente con respecto a los pobres, enfermos e indigentes (cf. Lc 10, 25ss) ».89

Jesús, el único camino para la santidad

31. « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Con estas palabras Jesús se presenta como el único camino que conduce a la santidad. Pero el conocimiento concreto de este itinerario se obtiene principalmente mediante la Palabra de Dios que la Iglesia anuncia con su predicación. Por ello, la Iglesia en América « debe conceder una gran prioridad a la reflexión orante sobre la Sagrada Escritura, realizada por todos los fieles ».90 Esta lectura de la Biblia, acompañada de la oración, se conoce en la tradición de la Iglesia con el nombre de Lectio divina, práctica que se ha de fomentar entre todos los cristianos. Para los presbíteros, debe constituir un elemento fundamental en la preparación de sus homilías, especialmente las dominicales.91

Penitencia y reconciliación

32. La conversión (metanoia), a la que cada ser humano está llamado, lleva a aceptar y hacer propia la nueva mentalidad propuesta por el Evangelio. Esto supone el abandono de la forma de pensar y actuar del mundo, que tantas veces condiciona fuertemente la existencia. Como recuerda la Sagrada Escritura, es necesario que muera el hombre viejo y nazca el hombre nuevo, es decir, que todo el ser humano se renueve « hasta alcanzar un conocimiento perfecto según la imagen de su creador » (Col 3, 10). En ese camino de conversión y búsqueda de la santidad « deben fomentarse los medios ascéticos que existieron siempre en la práctica de la Iglesia, y que alcanzan la cima en el sacramento del perdón, recibido y celebrado con las debidas disposiciones ».92 Sólo quien se reconcilia con Dios es protagonista de una auténtica reconciliación con y entre los hermanos. La crisis actual del sacramento de la Penitencia, de la cual no está exenta la Iglesia en América, y sobre la que he expresado mi preocupación desde los comienzos mismos de mi pontificado,93 podrá superarse por la acción pastoral continuada y paciente. A este respecto, los Padres sinodales piden justamente « que los sacerdotes dediquen el tiempo debido a la celebración del sacramento de la Penitencia, y que inviten insistente y vigorosamente a los fieles para que lo reciban, sin que los pastores descuiden su propia confesión frecuente ».94 Los Obispos y los sacerdotes experimentan personalmente el misterioso encuentro con Cristo que perdona en el sacramento de la Penitencia, y son testigos privilegiados de su amor misericordioso.

La Iglesia católica, que abarca a hombres y mujeres « de toda nación, razas, pueblos y lenguas » (Ap 7, 9), está llamada a ser, « en un mundo señalado por las divisiones ideológicas, étnicas, económicas y culturales », el « signo vivo de la unidad de la familia humana ».95 América, tanto en la compleja realidad de cada nación y la variedad de sus grupos étnicos, como en los rasgos que caracterizan todo el Continente, presenta muchas diversidades que no se han de ignorar y a las que se debe prestar atención. Gracias a un eficaz trabajo de integración entre todos los miembros del pueblo de Dios en cada país y entre los miembros de las Iglesias particulares de las diversas naciones, las diferencias de hoy podrán ser fuente de mutuo enriquecimiento. Como afirman justamente los Padres sinodales, « es de gran importancia que la Iglesia en toda América sea signo vivo de una comunión reconciliada y un llamado permanente a la solidaridad, un testimonio siempre presente en nuestros diversos sistemas políticos, económicos y sociales ».96 Ésta es una aportación significativa que los creyentes pueden ofrecer a la unidad del Continente americano.


1 Al respecto, es elocuente la antigua inscripción en el baptisterio de San Juan de Letrán: « Virgineo foetu Genitrix Ecclesia natos quos spirante Deo concipit amne parit » E. Diehl, Inscriptiones latinae christianae veteres, n. 1513, I. I: Berolini 1925, p. 289.

2 Homilía en la Ordenación de diáconos y presbíteros en Bogotá 22 de agosto de 1968: AAS 60 1968, 614-615.

3 N. 17: AAS 85 1993, 820.

4 N. 38: AAS 87 1995, 30.

5 Discurso de apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano 12 de octubre de 1992, 17: AAS 85 1993, 820-821.

6 Carta ap. Tertio millennio adveniente 10 de noviembre de 1994, 21: AAS 87 1995, 17.

7 Discurso de apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano 12 de octubre de 1992, 17: AAS 85 1993, 820.

8 Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente 10 de noviembre de 1994, 38: AAS 87 1995, 30.

9 2 Discurso a la Asamblea del CELAM 9 de marzo de 1983, III: AAS 75 1983, 778.

10 Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici 30 de diciembre de 1988, 34: AAS 81 1989, 454.

11 Propositio 3.

12 S. Agustín, Tract. in Joh., 15, 11: CCL 36, 154.

13 Ibíd., 15, 17: l.c., 156.

14 « Salvator... ascensionis suae eam Mariam Magdalenam ad apostolos instituit apostolam ». Rábano Mauro, De vita beatae Mariae Magdalenae, 27: PL 112, 1574. Cf. S. Pedro Damián, Sermo 56: PL 144, 820; Hugo de Cluny, Commonitorium: PL 159, 952; S. Tomás de Aquino, In Joh. Evang. expositio, 20, 3.

15 Discurso en la clausura del Año Santo 25 de diciembre de 1975: AAS 68 1976, 145.

16 Propositio 9; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

17 Enc. Redemptoris Mater 25 de marzo de 1987, 21: AAS 79 1987, 369.

18 Propositio 5.

19 III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de América Latina, Puebla, febrero de 1997, 282. Para los Estados Unidos de América, cf. National Conference of Catholic Bishops, Behold Your Mother Woman of Faith, Washington 1973, 53-55.

20 Cf. Propositio 6.

21 Juan Pablo II, Discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo 12 de octubre de 1992, 24: AAS 85 1993, 826.

22 Cf. National Conference of Catholic Bishops, Behold Your Mother Woman of Faith, Washington 1973, 37.

23 Cf. Propositio 6.

24 Propositio 4.

25 Cf. ibíd.

26 Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.

27 Enc. Mysterium fidei 3 de septiembre de 1965: AAS 57 1965, 764.

28 Ibíd., l.c., 766.

29 Propositio 4.

30 Discurso en la última sesión pública del Concilio Vaticano II 7 de diciembre de 1965: AAS 58 1966, 58.

31 Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia 2 de diciembre de 1984, 16: AAS 77 1985, 214-217.

32 Cf. Propositio 61.

33 Propositio 29.

34 Cf. Bula Sacrosancti apostolatus cura 11 de agosto de 1670, § 3: Bullarium Romanum, 26VII, 42.

35 Entre otros pueden citarse: los mártires Juan de Brebeuf y sus siete compañeros, Roque González y sus dos compañeros; los santos Elizabeth Ann Seton, Margarita Bourgeoys, Pedro Claver, Juan del Castillo, Rosa Philippine Duchesne, Margarita d'Youville, Francisco Febres Cordero, Teresa Fernández Solar de los Andes, Juan Macías, Toribio de Mogrovejo, Ezequiel Moreno Díaz, Juan Nepomuceno Neumann, María Ana de Jesús Paredes Flores, Martín de Porres, Alfonso Rodríguez, Francisco Solano, Francisca Xavier Cabrini; los beatos José de Anchieta, Pedro de San José Betancurt, Juan Diego, Katherine Drexel, María Encarnación Rosal, Rafael Guízar Valencia, Dina Bélanger, Alberto Hurtado Cruchaga, Elías del Socorro Nieves, María Francisca de Jesús Rubatto, Mercedes de Jesús Molina, Narcisa de Jesús Martillo Morán, Miguel Agustín Pro, María de San José Alvarado Cardozo, Junípero Serra, Kateri Tekawitha, Laura Vicuña, Antônio de Sant'Anna Galvâo y tantos otros beatos que son invocados con fe y devoción por los pueblos de América cf. Instrumentum laboris, 17.

36 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 50.

37 Propositio 31.

38 Propositio 30.

39 N. 37: AAS 87 1995, 29; cf. Propositio 31.

40 Propositio 21.

41 Cf. ibíd.

42 Cf. ibíd.

43 Cf. ibíd.

44 Cf. Propositio 18.

45 Propositio 19.

46 Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, 5; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 28; Propositio 60.

47 Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater 25 de marzo de 1987, 34: AAS 79 1987, 406; Sínodo de los Obispos, Asamblea Especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit 13 de diciembre de 1991, III, 7: Ench. Vat. 13, 647-652.

48 Cf. Propositio 60.

49 Cf. Propositiones 23 y 24.

50 Propositio 73.

51 Propositio 72; cf. Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus 1 de mayo de 1991, 46: AAS 83 1991, 850.

52 Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit 13 de diciembre de 1991, I, 1; II, 4; IV, 10: Ench. Vat. 13, nn. 613-615; 627-633; 660-669.

53 Propositio 72.

54 Ibíd.

55 Cf. Propositio 74.

56 Carta ap. Octogesima adveniens 14 de mayo de 1971, 8-9: AAS 63 1971, 406-408.

57 Propositio 35.

58 Cf. ibíd.

59 Propositio 75.

60 Cf. Pontificia Comisión « Iustitia et Pax », Al servicio de la comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional 27 de diciembre de 1986: Ench. Vat. 10, 1045-1128.

61 Propositio 75.

62 Propositio 37.

63 N. 5: AAS 90 1998, 152.

64 Propositio 38.

65 Ibíd.

66 Propositio 36.

67 Cf. ibíd.

68 Sínodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi 7 de diciembre de 1985, II, B, a, 2: Ench. Vat. 9, 1795.

69 Propositio 30.

70 Propositio 34.

71 Ibíd.

72 Ibíd.

73 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.

74 Cf. id., Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 76; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici 30 de diciembre de 1988, 42: AAS 81 1989, 472-474.

75 Propositio 26.

76 Ibíd.

77 Propositio 28.

78 Ibíd.

79 Ibíd.

80 Propositio 27.

81 Ibíd.

82 Cf. ibíd.

83 Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 7; cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata 25 de marzo de 1996, 8: AAS 88 1996, 382.

84 Propositio 27.

85 Cf. Propositio 28.

86 Cf. Propositio 29.

87 Cf. Lumen gentium, V; cf. Sínodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi 7 de diciembre de 1985, II, A, 4-5: Ench. Vat. 9, 1791-1793.

88 Propositio 29.

89 Ibíd.

90 Propositio 32.

91 Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini 31 de mayo de 1998, 40: AAS 90 1998, 738.

92 Propositio 33.

93 Cf. Enc. Redemptor hominis 4 de marzo de 1979, 20: AAS 71 1979, 309-316.

94 Propositio 33.

95 Ibíd.

96 Ibíd.

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