Eucaristía
y Comunión Eclesial
34. En 1985, la
Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos reconoció en la «
eclesiología de comunión » la idea central y fundamental de los documentos
del Concilio Vaticano II.67 La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra,
está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios trinitario como
la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra y los
Sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la cual « vive y se desarrolla sin
cesar »,68 y en la cual, al mismo tiempo, se expresa a sí misma. No es
casualidad que el término comunión se haya convertido en uno de los nombres
específicos de este sublime Sacramento.
La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos,
en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la
identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo. Un insigne
escritor de la tradición bizantina expresó esta verdad con agudeza de fe: en
la Eucaristía, « con preferencia respecto a los otros sacramentos, el misterio
[de la comunión] es tan perfecto que conduce a la cúspide de todos los bienes:
en ella culmina todo deseo humano, porque aquí llegamos a Dios y Dios se une a
nosotros con la unión más perfecta ».69 Precisamente por eso, es conveniente
cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí
ha nacido la práctica de la « comunión espiritual », felizmente difundida
desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida
espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: « Cuando [...] no comulgáredes y
oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho
[...], que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor ».70
35. La celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser el punto de
partida de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y
llevarla a perfección. El Sacramento expresa este vínculo de comunión, sea en
la dimensión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos
une al Padre y entre nosotros, sea en la dimensión visible, que implica la
comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden
jerárquico. La íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de
la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como sacramento de
salvación.71 Sólo en este contexto tiene lugar la celebración legítima de la
Eucaristía y la verdadera participación en la misma. Por tanto, resulta una
exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre en la comunión y,
concretamente, en la integridad de todos sus vínculos.
36.
La comunión invisible, aun siendo por naturaleza un crecimiento, supone la vida
de gracia, por medio de la cual se nos hace « partícipes de la naturaleza
divina » (2 Pe 1, 4), así como la práctica de las virtudes de la fe, de la
esperanza y de la caridad. En efecto, sólo de este modo se obtiene verdadera
comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No basta la fe, sino que
es preciso perseverar en la gracia santificante y en la caridad, permaneciendo
en el seno de la Iglesia con el « cuerpo » y con el « corazón »; 72 es
decir, hace falta, por decirlo con palabras de san Pablo, « la fe que actúa
por la caridad » (Ga 5, 6).
La integridad de los vínculos invisibles es un deber moral bien preciso del
cristiano que quiera participar plenamente en la Eucaristía comulgando el
cuerpo y la sangre de Cristo. El mismo Apóstol llama la atención sobre este
deber con la advertencia: « Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y
beba de la copa » (1 Co 11, 28). San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su
elocuencia, exhortaba a los fieles: « También yo alzo la voz, suplico, ruego y
exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia
manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse
comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena,
tormento y mayor castigo ».73
Precisamente en este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica establece: «
Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la
Reconciliación antes de acercarse a comulgar ».74 Deseo, por tanto, reiterar
que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el
Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al
afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, « debe preceder la
confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal ».75
37. La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados
entre sí. La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz,
perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia
continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo
dirigía a los cristianos de Corinto: « En nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios! » (2 Co 5, 20). Así pues, si el cristiano tiene
conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial,
mediante el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena
participación en el Sacrificio eucarístico.
El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al
interesado, tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los
casos de un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la
norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y
por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de
manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho
Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que «
obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave ».76
38. La comunión eclesial, como antes he recordado, es también visible y se
manifiesta en los lazos vinculantes enumerados por el Concilio mismo cuando
enseña: « Están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia
aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su
constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están
unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del
Sumo Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos de la profesión de fe, de
los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión ».77
La Eucaristía, siendo la suprema manifestación sacramental de la comunión en
la Iglesia, exige que se celebre en un contexto de integridad de los vínculos,
incluso externos, de comunión. De modo especial, por ser « como la
consumación de la vida espiritual y la finalidad de todos los sacramentos »,78
requiere que los lazos de la comunión en los sacramentos sean reales,
particularmente en el Bautismo y en el Orden sacerdotal. No se puede dar la
comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe
sobre el Misterio eucarístico. Cristo es la verdad y da testimonio de la verdad
(cf. Jn 14, 6; 18, 37); el Sacramento de su cuerpo y su sangre no permite
ficciones.
39. Además, por el carácter mismo de la comunión eclesial y de la relación
que tiene con ella el sacramento de la Eucaristía, se debe recordar que « el
Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad particular,
no es nunca celebración de esa sola comunidad: ésta, en efecto, recibiendo la
presencia eucarística del Señor, recibe el don completo de la salvación, y se
manifiesta así, a pesar de su permanente particularidad visible, como imagen y
verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica».79 De
esto se deriva que una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en
sí misma, como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía
con todas las demás comunidades católicas.
La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio
Obispo y con el Romano Pontífice. En efecto, el Obispo es el principio visible
y el fundamento de la unidad en su Iglesia particular.80 Sería, por tanto, una
gran incongruencia que el Sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia
fuera celebrado sin una verdadera comunión con el Obispo. San Ignacio de
Antioquía escribía: « se considere segura la Eucaristía que se realiza bajo
el Obispo o quien él haya encargado ».81 Asimismo, puesto que « el Romano
Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y
visible de la unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles
»,82 la comunión con él es una exigencia intrínseca de la celebración del
Sacrificio eucarístico. De aquí la gran verdad expresada de varios modos en la
Liturgia: « Toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo
con el propio obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo
el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía
expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama
objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma
».83
40. La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. San Pablo escribía a
los fieles de Corinto manifestando el gran contraste de sus divisiones en las
asambleas eucarísticas con lo que estaban celebrando, la Cena del Señor.
Consecuentemente, el Apóstol les invitaba a reflexionar sobre la verdadera
realidad de la Eucaristía con el fin de hacerlos volver al espíritu de
comunión fraterna (cf. 1 Co 11, 17-34). San Agustín se hizo eco de esta
exigencia de manera elocuente cuando, al recordar las palabras del Apóstol: «
vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte » (1 Co
12, 27), observaba: « Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo,
sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís
el misterio que sois vosotros ».84 Y, de esta constatación, concluía: «
Cristo el Señor [...] consagró en su mesa el misterio de nuestra paz y unidad.
El que recibe el misterio de la unidad y no posee el vínculo de la paz, no
recibe un misterio para provecho propio, sino un testimonio contra sí ».85
41. Esta peculiar eficacia para promover la comunión, propia de la Eucaristía,
es uno de los motivos de la importancia de la Misa dominical. Sobre ella y sobre
las razones por las que es fundamental para la vida de la Iglesia y de cada uno
de los fieles, me he ocupado en la Carta apostólica sobre la santificación del
domingo Dies Domini,86 recordando, además, que participar en la Misa es una
obligación para los fieles, a menos que no tengan un impedimento grave, lo que
impone a los Pastores el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad
efectiva de cumplir este precepto.87 Más recientemente, en la Carta apostólica
Novo millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos
del tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía
dominical, subrayando su eficacia creadora de comunión: Ella –decía– « es
el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada
constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el
día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede
desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad ».88
42. La salvaguardia y promoción de la comunión eclesial es una tarea de todos
los fieles, que encuentran en la Eucaristía, como sacramento de la unidad de la
Iglesia, un campo de especial aplicación. Más en concreto, este cometido
atañe con particular responsabilidad a los Pastores de la Iglesia, cada uno en
el propio grado y según el propio oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia
ha dado normas que se orientan a favorecer la participación frecuente y
fructuosa de los fieles en la Mesa eucarística y, al mismo tiempo, a determinar
las condiciones objetivas en las que no debe administrar la comunión. El esmero
en procurar una fiel observancia de dichas normas se convierte en expresión
efectiva de amor hacia la Eucaristía y hacia la Iglesia.
43. Al considerar la Eucaristía como Sacramento de la comunión eclesial, hay
un argumento que, por su importancia, no puede omitirse: me refiero a su
relación con el compromiso ecuménico. Todos nosotros hemos de agradecer a la
Santísima Trinidad que, en estas últimas décadas, muchos fieles en todas las
partes del mundo se hayan sentido atraídos por el deseo ardiente de la unidad
entre todos los cristianos. El Concilio Vaticano II, al comienzo del Decreto
sobre el ecumenismo, reconoce en ello un don especial de Dios.89 Ha sido una
gracia eficaz, que ha hecho emprender el camino del ecumenismo tanto a los hijos
de la Iglesia católica como a nuestros hermanos de las otras Iglesias y
Comunidades eclesiales.
La aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a dirigir la mirada a la
Eucaristía, que es el supremo Sacramento de la unidad del Pueblo de Dios, al
ser su expresión apropiada y su fuente insuperable.90 En la celebración del
Sacrificio eucarístico la Iglesia eleva su plegaria a Dios, Padre de
misericordia, para que conceda a sus hijos la plenitud del Espíritu Santo, de
modo que lleguen a ser en Cristo un sólo un cuerpo y un sólo espíritu.91
Presentando esta súplica al Padre de la luz, de quien proviene « toda dádiva
buena y todo don perfecto » (St 1, 17), la Iglesia cree en su eficacia, pues
ora en unión con Cristo, su cabeza y esposo, que hace suya la súplica de la
esposa uniéndola a la de su sacrificio redentor.
44. Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la Eucaristía realiza
mediante el sacrificio y la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor, exige
inderogablemente la completa comunión en los vínculos de la profesión de fe,
de los sacramentos y del gobierno eclesiástico, no es posible concelebrar la
misma liturgia eucarística hasta que no se restablezca la integridad de dichos
vínculos. Una concelebración sin estas condiciones no sería un medio válido,
y podría revelarse más bien un obstáculo a la consecución de la plena
comunión, encubriendo el sentido de la distancia que queda hasta llegar a la
meta e introduciendo o respaldando ambigüedades sobre una u otra verdad de fe.
El camino hacia la plena unidad no puede hacerse si no es en la verdad. En este
punto, la prohibición contenida en la ley de la Iglesia no deja espacio a
incertidumbres,92 en obediencia a la norma moral proclamada por el Concilio
Vaticano II.93
De todos modos, quisiera reiterar lo que añadía en la Carta encíclica Ut unum
sint, tras haber afirmado la imposibilidad de compartir la Eucaristía: « Sin
embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del
Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos
nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más “con un mismo corazón”
».94
45. Si en ningún caso es legítima la concelebración si falta la plena
comunión, no ocurre lo mismo con respecto a la administración de la
Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas pertenecientes a Iglesias
o a Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia
católica. En efecto, en este caso el objetivo es satisfacer una grave necesidad
espiritual para la salvación eterna de los fieles, singularmente considerados,
pero no realizar una intercomunión, que no es posible mientras no se hayan
restablecido del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial.
En este sentido se orientó el Concilio Vaticano II, fijando el comportamiento
que se ha de tener con los Orientales que, encontrándose de buena fe separados
de la Iglesia católica, están bien dispuestos y piden espontáneamente recibir
la eucaristía del ministro católico.95 Este modo de actuar ha sido ratificado
después por ambos Códigos, en los que también se contempla, con las oportunas
adaptaciones, el caso de los otros cristianos no orientales que no están en
plena comunión con la Iglesia católica.96
46. En la Encíclica Ut unum sint, yo mismo he manifestado aprecio por esta
normativa, que permite atender a la salvación de las almas con el
discernimiento oportuno: « Es motivo de alegría recordar que los ministros
católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los
sacramentos de la Eucaristía, de la Penitencia, de la Unción de enfermos a
otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero
que desean vivamente recibirlos, los piden libremente, y manifiestan la fe que
la Iglesia católica confiesa en estos Sacramentos. Recíprocamente, en
determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos
pueden solicitar los mismos Sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en
que sean válidos ».97
Es necesario fijarse bien en estas condiciones, que son inderogables, aún
tratándose de casos particulares y determinados, puesto que el rechazo de una o
más verdades de fe sobre estos sacramentos y, entre ellas, lo referente a la
necesidad del sacerdocio ministerial para que sean válidos, hace que el
solicitante no esté debidamente dispuesto para que le sean legítimamente
administrados. Y también a la inversa, un fiel católico no puede comulgar en
una comunidad que carece del válido sacramento del Orden.98
La fiel observancia del conjunto de las normas establecidas en esta materia99 es
manifestación y, al mismo tiempo, garantía de amor, sea a Jesucristo en el
Santísimo Sacramento, sea a los hermanos de otra confesión cristiana, a los
que se les debe el testimonio de la verdad, como también a la causa misma de la
promoción de la unidad.
Decoro
de la Celebración Eucarística.
47. Quien lee el
relato de la institución eucarística en los Evangelios sinópticos queda
impresionado por la sencillez y, al mismo tiempo, la «gravedad», con la cual
Jesús, la tarde de la Última Cena, instituye el gran Sacramento. Hay un
episodio que, en cierto sentido, hace de preludio: la unción de Betania. Una
mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la
cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos
–en particular en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de
protesta, como si este gesto fuera un « derroche » intolerable, considerando
las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente.
Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han
de dedicar siempre los discípulos –« pobres tendréis siempre con vosotros
» (Mt 26, 11; Mc 14, 7; cf. Jn 12, 8)–, Él se fija en el acontecimiento
inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como
anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por
estar indisolublemente unido al misterio de su persona.
En los Evangelios sinópticos, el relato continúa con el encargo que Jesús da
a los discípulos de preparar cuidadosamente la « sala grande », necesaria
para celebrar la cena pascual (cf. Mc 14, 15; Lc 22, 12), y con la narración de
la institución de la Eucaristía. Dejando entrever, al menos en parte, el
esquema de los ritos hebreos de la cena pascual hasta el canto del Hallel (cf.
Mt 26, 30; Mc 14, 26), el relato, aún con las variantes de las diversas
tradiciones, muestra de manera tan concisa como solemne las palabras
pronunciadas por Cristo sobre el pan y sobre el vino, asumidos por Él como
expresión concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Todos estos
detalles son recordados por los evangelistas a la luz de una praxis de la
«fracción del pan» bien consolidada ya en la Iglesia primitiva. Pero el
acontecimiento del Jueves Santo, desde la historia misma que Jesús vivió, deja
ver los rasgos de una «sensibilidad» litúrgica, articulada sobre la
tradición veterotestamentaria y preparada para remodelarse en la celebración
cristiana, en sintonía con el nuevo contenido de la Pascua.
48. Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de
«derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro
ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros
discípulos encargados de preparar la « sala grande », la Iglesia se ha
sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar
la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana
ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la
herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para expresar
de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace
continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones
de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y
haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del « convite »
inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar
esta « cordialidad » con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y
que el « banquete » sigue siendo siempre, después de todo, un banquete
sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete
eucarístico es verdaderamente un banquete « sagrado », en el que la sencillez
de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: « O Sacrum convivium,
in quo Christus sumitur! » El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a
nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es « panis
angelorum », pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con
la humildad del centurión del Evangelio: « Señor, no soy digno de que entres
bajo mi techo » (Mt 8, 8; Lc 7, 6).
49. En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe
de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no
sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también
a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar
la magnitud del acontecimiento que se celebra. De aquí nace el proceso que ha
llevado progresivamente a establecer una especial reglamentación de la liturgia
eucarística, en el respeto de las diversas tradiciones eclesiales
legítimamente constituidas. También sobre esta base se ha ido creando un rico
patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música,
dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía,
directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración.
Así ha ocurrido, por ejemplo, con la arquitectura, que, de las primeras sedes
eucarísticas en las « domus » de las familias cristianas, ha dado paso, en
cuanto el contexto histórico lo ha permitido, a las solemnes basílicas de los
primeros siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las
iglesias, pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras donde
ha llegado el cristianismo. Las formas de los altares y tabernáculos se han
desarrollado dentro de los espacios de las sedes litúrgicas siguiendo en cada
caso, no sólo motivos de inspiración estética, sino también las exigencias
de una apropiada comprensión del Misterio. Igualmente se puede decir de la
música sacra, y basta pensar para ello en las inspiradas melodías gregorianas
y en los numerosos, y a menudo insignes, autores que se han afirmado con los
textos litúrgicos de la Santa Misa. Y, ¿acaso no se observa una enorme
cantidad de producciones artísticas, desde el fruto de una buena artesanía
hasta verdaderas obras de arte, en el sector de los objetos y ornamentos
utilizados para la celebración eucarística?
Se puede decir así que la Eucaristía, a la vez que ha plasmado la Iglesia y la
espiritualidad, ha tenido una fuerte incidencia en la « cultura »,
especialmente en el ámbito estético.
50. En este esfuerzo de adoración del Misterio, desde el punto de vista ritual
y estético, los cristianos de Occidente y de Oriente, en cierto sentido, se han
hecho mutuamente la « competencia ». ¿Cómo no dar gracias al Señor, en
particular, por la contribución que al arte cristiano han dado las grandes
obras arquitectónicas y pictóricas de la tradición greco-bizantina y de todo
el ámbito geográfico y cultural eslavo? En Oriente, el arte sagrado ha
conservado un sentido especialmente intenso del misterio, impulsando a los
artistas a concebir su afán de producir belleza, no sólo como manifestación
de su propio genio, sino también como auténtico servicio a la fe. Yendo mucho
más allá de la mera habilidad técnica, han sabido abrirse con docilidad al
soplo del Espíritu de Dios.
El esplendor de la arquitectura y de los mosaicos en el Oriente y Occidente
cristianos son un patrimonio universal de los creyentes, y llevan en sí mismos
una esperanza y una prenda, diría, de la deseada plenitud de comunión en la fe
y en la celebración. Eso supone y exige, como en la célebre pintura de la
Trinidad de Rublëv, una Iglesia profundamente « eucarística » en la cual, la
acción de compartir el misterio de Cristo en el pan partido está como inmersa
en la inefable unidad de las tres Personas divinas, haciendo de la Iglesia misma
un « icono » de la Trinidad.
En esta perspectiva de un arte orientado a expresar en todos sus elementos el
sentido de la Eucaristía según la enseñanza de la Iglesia, es preciso prestar
suma atención a las normas que regulan la construcción y decoración de los
edificios sagrados. La Iglesia ha dejado siempre a los artistas un amplio margen
creativo, como demuestra la historia y yo mismo he subrayado en la Carta a los
artistas.100 Pero el arte sagrado ha de distinguirse por su capacidad de
expresar adecuadamente el Misterio, tomado en la plenitud de la fe de la Iglesia
y según las indicaciones pastorales oportunamente expresadas por la autoridad
competente. Ésta es una consideración que vale tanto para las artes
figurativas como para la música sacra.
51. A propósito del arte sagrado y la disciplina litúrgica, lo que se ha
producido en tierras de antigua cristianización está ocurriendo también en
los continentes donde el cristianismo es más joven. Este fenómeno ha sido
objeto de atención por parte del Concilio Vaticano II al tratar sobre la
exigencia de una sana y, al mismo tiempo, obligada « inculturación ». En mis
numerosos viajes pastorales he tenido oportunidad de observar en todas las
partes del mundo cuánta vitalidad puede despertar la celebración eucarística
en contacto con las formas, los estilos y las sensibilidades de las diversas
culturas. Adaptándose a las mudables condiciones de tiempo y espacio, la
Eucaristía ofrece alimento, no solamente a las personas, sino a los pueblos
mismos, plasmando culturas cristianamente inspiradas.
No obstante, es necesario que este importante trabajo de adaptación se lleve a
cabo siendo conscientes siempre del inefable Misterio, con el cual cada
generación está llamada a confrontarse. El « tesoro » es demasiado grande y
precioso como para arriesgarse a que se empobrezca o hipoteque por experimentos
o prácticas llevadas a cabo sin una atenta comprobación por parte de las
autoridades eclesiásticas competentes. Además, la centralidad del Misterio
eucarístico es de una magnitud tal que requiere una verificación realizada en
estrecha relación con la Santa Sede. Como escribí en la Exhortación
apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, « esa colaboración es esencial,
porque la sagrada liturgia expresa y celebra la única fe profesada por todos y,
dado que constituye la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por
las Iglesias locales aisladas de la Iglesia universal ».101
52. De todo lo dicho se comprende la gran responsabilidad que en la celebración
eucarística tienen principalmente los sacerdotes, a quienes compete presidirla
in persona Christi, dando un testimonio y un servicio de comunión, no sólo a
la comunidad que participa directamente en la celebración, sino también a la
Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia. Por
desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma
litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de
adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de
malestar. Una cierta reacción al « formalismo » ha llevado a algunos,
especialmente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las «
formas » adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su
Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo
inconvenientes.
Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que
se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración
eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la
Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad
privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los
Misterios. El apóstol Pablo tuvo que dirigir duras palabras a la comunidad de
Corinto a causa de faltas graves en su celebración eucarística, que llevaron a
divisiones (skísmata) y a la formación de facciones (airéseis) (cf. 1 Co 11,
17-34). También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas
debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia
una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El
sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la
comunidad que se adecúa a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente
su amor por la Iglesia. Precisamente para reforzar este sentido profundo de las
normas litúrgicas, he solicitado a los Dicasterios competentes de la Curia
Romana que preparen un documento más específico, incluso con rasgos de
carácter jurídico, sobre este tema de gran importancia. A nadie le está
permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado
grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que
no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.
____________________
67Cf.
Relación final, II. C.1: L´Osservatore Romano (10 diciembre 1985), 7.
68Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 26.
69Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, IV, 10: Sch 355, 270.
70Camino de perfección, c. 35, 1.
71Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo
1992), 4: AAS 85 (1993), 839-840.
72Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.
73Homilías sobre Isaías 6, 3: PG 56, 139.
74N. 1385; cf. Código de Derecho Canónico, can. 916; Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, can. 711.
75Discurso a la Sacra Penitenciaría Apostólica y a los penitenciarios de las
Basílicas Patriarcales romanas (30 enero 1981): AAS 73 (1981), 203. Cf. Conc.
Ecum. Tridentino, Ses. XIII, Decretum de ss. Eucharistia, cap. 7 et can. 11: DS
1647, 1661.
76Can. 915; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 712.
77Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.
78Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 73, a. 3c.
79Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo
1992), 11: AAS 85 (1993), 844.
80Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
81Carta a los Esmirniotas, 8: PG 5, 713.
82Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
83Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo
1992), 14: AAS 85 (1993), 847.
84Sermón 272: PL 38, 1247.
85Ibíd., 1248.
86Cf. nn. 31-51: AAS 90 (1998), 731-746.
87Cf. ibíd., nn. 48-49: AAS 90 (1998), 744.
88N. 36: AAS 93 (2001), 291-292.
89Cf. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 1.
90Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
91« Haz que nosotros, que participamos al único pan y al único cáliz,
estemos unidos con los otros en la comunión del único Espíritu Santo »:
Anáfora de la Liturgia de san Basilio.
92Cf. Código de Derecho Canónico, can. 908; Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, can. 702; Consejo Pontificio para la Promoción de la
Unidad de los Cristianos, Directorio para el ecumenismo (25 marzo 1993),
122-125, 129-131: AAS 85 (1993), 1086-1089; Congregación para la Doctrina de la
Fe, Carta Ad exsequendam (18 mayo 2001): AAS 93 (2001), 786.
93« La comunicación en las cosas sagradas que daña a la unidad de la Iglesia
o lleva consigo adhesión formal al error o peligro de desviación en la fe, de
escándalo o indiferentismo, está prohibido por la ley divina »: Decr.
Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, 26.
94N. 45: AAS 87 (1995), 948.
95Cf. Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas,
27.
96Cf. Código de Derecho Canónico, can. 844 §§ 3-4; Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, can. 671 §§ 3-4.
97N. 46: AAS 87 (1995), 948.
98Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 22.
99Cf. Código de Derecho Canónico, can. 844; Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, can. 671.
100Cf. AAS 91 (1999), 1155-1172.
101N. 22: AAS 92 (2000), 485.