CAPÍTULO III
«PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE
CRISTO» (1 Cor. 1, 17)
El bien moral para la vida de la
Iglesia y del mundo
«Para ser libres nos
libertó Cristo» (Gál. 5,1)
84. La cuestión
fundamental que las teorías morales recordadas antes plantean con particular intensidad
es la relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, es decir, la cuestión de
la relación entre libertad y verdad.
Según la fe cristiana
y la doctrina de la Iglesia «solamente la libertad que se somete a la Verdad conduce a la
persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la Verdad y
en realizar la Verdad».
La confrontación entre
la posición de la Iglesia y la situación social y cultural actual muestra inmediatamente
la urgencia de que precisamente sobre tal cuestión fundamental se desarrolla una intensa
acción pastoral por parte de la Iglesia misma: «La cultura contemporánea ha perdido en
gran parte este vínculo esencial entre Verdad Bien-Libertad y, por tanto, volver a
conducir al hombre a redescubrirlo es hoy una de las exigencias propias de la misión de
la Iglesia, por la salvación del mundo. La pregunta de Pilato: «¿Qué es la verdad?«,
emerge también hoy desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe
quién es, de dónde viene ni adónde va. Y así asistimos no pocas veces al pavoroso
precipitarse de la persona humana en situaciones de autodestrucción progresiva. De
prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya reconocer el carácter absoluto
indestructible de ningún valor moral. Está ante los ojos de todos el desprecio de la
vida humana ya concebida y aún no nacida; la violación permanente de derechos
fundamentales de la persona; la inicua destrucción de bienes necesarios para una vida
meramente humana. Y lo que es aún más grave: el hombre ya no está convencido de que
sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La fuerza salvífica de la verdad es
contestada y se confía sólo a la libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de
decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en
el campo teológico, en desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la
ley moral. A lo que la ley moral prescribe se contraponen las llamadas situaciones
concretas, no considerando ya, en definitiva, que la ley de Dios es siempre el único
verdadero bien del hombre».
85. La obra de
discernimiento de estas teorías éticas por parte de la Iglesia no se reduce a su
denuncia o a su rechazo, sino que trata de guiar con gran amor a todos los fieles en la
formación de una conciencia moral que juzgue y lleve a decisiones según verdad, como
exhorta el apóstol Pablo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos
mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la
voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (/Rm/12/02). Esta obra de la
Iglesia encuentra su punto de apoyo -su «secreto» formativo- no tanto en los enunciados
doctrinales y en las exhortaciones pastorales a la vigilancia, cuanto en tener
la«mirada» fija en el Señor Jesús. La Iglesia cada día mira con incansable amor a
Cristo, plenamente consciente de que sólo en él está la respuesta verdadera y
definitiva al problema moral.
Concretamente, en
Jesús crucificado la Iglesia encuentra la respuesta al interrogante que atormenta hoy a
tantos hombres: cómo puede la obediencia a las normas morales universales e inmutables
respetar la unicidad e irrepetibilidad de la persona y no atentar a su libertad y
dignidad. La Iglesia hace suya la conciencia que el apóstol Pablo tenía de la misión
recibida: «Me envió Cristo... a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no
desvirtuar la cruz de Cristo...; nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo
para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que
griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 17. 23-24). Cristo
crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don
total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad.
86. La reflexión
racional y la experiencia cotidiana demuestran la debilidad que marca la libertad del
hombre. Es libertad real, pero contingente. No tiene su origen absoluto e incondicionado
en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al
mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una
libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad.
Es parte constitutiva de la imagen criatural, que fundamenta la dignidad de la persona, en
la cual aparece la vocación originaria con la que el Creador llama al hombre al verdadero
Bien, y más aún, por la revelación de Cristo, a entrar en amistad con él, participando
de su misma vida divina. Es, a la vez, inalienable autoposesión y apertura universal a
cada ser existente, cuando sale de sí mismo hacia el conocimiento y el amor a los demás.
La libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y tiende a la comunión.
La razón y la
experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana, sino también su drama.
El hombre descubre que su libertad está inclinada misteriosamente a traicionar esta
apertura a lo Verdadero y al Bien, y que demasiado frecuentemente, prefiere, de hecho,
escoger bienes contingentes, limitados y efímeros. Más aún, dentro de los errores y
opciones negativas, el hombre descubre el origen de una rebelión radical que lo lleva a
rechazar la Verdad y el Bien para erigirse en principio absoluto de sí mismo: «Seréis
como dioses» (/Gn/03/05). La libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo es su
libertador: «para ser libres nos libertó» él (/Ga/05/01).
87. Cristo manifiesta,
ante todo, que el reconocimiento honesto y abierto de la verdad es condición para la
auténtica libertad: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). Es
la verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio. Al respecto dice
Jesús ante Pilato: «Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn
18, 37). Así los verdaderos adoradores de Dios deben adorarlo «en espíritu y en
verdad» (Jn 4, 23). En virtud de esta adoración llegan a ser libres. Su relación con la
verdad y la adoración de Dios se manifiesta en Jesucristo como la raíz más profunda de
la libertad.
Jesús manifiesta,
además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la libertad se realiza en el amor,
es decir, en el don de uno mismo. El que dice: «Nadie tiene mayor amor que el que da su
vida por sus amigos» (Jn 15, 13), va libremente al encuentro de la Pasión (cf. Mt 26,
46), y en su obediencia al Padre en la Cruz da la vida por todos los hombres (cf. Flp 2,
6-11). De este modo, la contemplación de Jesús crucificado es la vía maestra por la que
la Iglesia debe caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la
libertad: el don de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos. La comunión con el
Señor resucitado es la fuente inagotable de la que la Iglesia se alimenta incesantemente
para vivir en la libertad, darse y servir. San Agustín, al comentar el versículo del
salmo 100/ 99, 2 , «servid al Señor con alegría», dice: «En la casa del Señor libre
es la esclavitud. Libre, ya que el servicio no le impone la necesidad, sino la caridad...
La caridad te convierta en esclavo, así como la verdad te ha hecho libre... Al mismo
tiempo tú eres esclavo y libre: esclavo, porque llegaste a serlo; libre, porque eres
amado por Dios, tu creador... Eres esclavo del Señor y eres libre del Señor. ¡No
busques una liberación que te lleve lejos de la casa de tu libertador!»
De este modo la
Iglesia, y cada cristiano en ella, está llamado a participar de la función real de
Cristo en la cruz (cf. Jn 12, 32), de la gracia y de la responsabilidad del Hijo del
hombre, que «no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por
muchos» (Mt 20, 28).
Por lo tanto, Jesús es
la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la
voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble
entre libertad y verdad, así como su resurrección de la muerte es la exaltación suprema
de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad vivida en la verdad.
Caminar en la luz (Cfr.
Jn. 1, 7)
88. La contraposición,
más aún, la radical separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación
y realización de otra más grave y nociva dicotomía: la que se produce entre fe y moral.
Esta separación
constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de la Iglesia en el presente
proceso de secularismo, en el cual muchos hombres piensan y viven «como si Dios no
existiera». Nos encontramos ante una mentalidad que abarca -a menudo de manera profunda,
vasta y capilar- las actitudes y los comportamientos de los mismos cristianos, cuya fe se
debilita y pierde la propia originalidad de nuevo criterio de interpretación y actuación
para la existencia personal, familiar y social. En realidad, los criterios de juicio y de
elección seguidos por los mismos creyentes se presentan frecuentemente -en el contexto de
una cultura ampliamente descristianizada- como extraños e incluso contrapuestos a los del
Evangelio.
Es, pues, urgente que
los cristianos descubran la novedad de su fe y su fuerza de juicio ante la cultura
dominante e invadiente: «En otro tiempo fuisteis tinieblas -nos recuerda el apóstol
Pablo-; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la
luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor,
y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas...
Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes;
aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos» (Ef 5, 8-11. 15-16; cf.
1 Tes 5, 4-8).
Urge recuperar y
presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un
conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un
conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una
verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida auténticamente si no se
traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda
la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con
Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de confianza y abandono
en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Gál 2, 20), o sea, en el mayor amor a
Dios y a los hermanos.
89. La fe tiene
también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida; comporta y
perfecciona la acogida y la observancia de los mandamientos divinos. Como dice el
evangelista Juan, «Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en
comunión con él y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad... En esto
sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco«
y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien
guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto
conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió
él» (1 Jn 1, 5-6; 2, 3-6).
A través de la vida
moral la fe llega a ser «confesión», no sólo ante Dios, sino también ante los
hombres: se convierte en testimonio. «Vosotros sois la luz del mundo -dice Jesús-. No
puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una
lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos
los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean
vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,
14-16). Estas obras son sobre todo las de caridad (cf. Mt 25, 31-46) y de la auténtica
libertad que se manifiesta y vive en el don de uno mismo. Hasta el don total de uno mismo,
como hizo Cristo, que en la Cruz «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella»
(Ef 5, 25). El testimonio de Cristo es fuente, paradigma y auxilio para el testimonio del
discípulo, llamado a seguir el mismo camino: «Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23). La caridad, según
las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al testimonio supremo
del martirio. Siguiendo el ejemplo de Jesús que muere en cruz, escribe Pablo a los
cristianos de Éfeso: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos y vivid en el
amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave
aroma» (Ef 5, 1-2).
El martirio,
exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios
90.La relación entre
fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a
las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tuteladas
por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La
universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se
ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del
hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gén 9, 5-6).
El no poder aceptar las
teorías de las teorías «teleológicas», «consecuencialistas» y «proporcionalistas»
que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos
determinados y que son válidas sin excepción, había una confirmación particularmente
elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la
vida de la Iglesia.
91. Ya en la Antigua
Alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada
hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos
jueces injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión
impura, responde así: «¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la
muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en
vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor» (/Dn/13/22-23). Susana,
prefiriendo «morir inocente» en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y
confianza en Dios sino también su obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con
su disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo que la ley de Dios
califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige para sí la «mejor
parte»: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad sobre el bien y
del Dios de Israel; de este modo manifiesta en sus actos la santidad de Dios.
En los umbrales del
Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando no proclamar la ley del Señor y aliarse con
el mal, «murió mártir de la verdad y la justicia» y así fue precursor del Mesías
incluso en el martirio (cf. Mc 6, 17-29). Por esto, «fue encerrado en la oscuridad de la
cárcel aquél que vino a testimoniar la luz y que de la misma luz, que es Cristo,
mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre
aquél a quien se le había concedido bautizar al Redentor del mundo».
En la Nueva Alianza se
encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo -comenzando por el diácono
Esteban (cf. Act 6, 8-7, 60) y el apóstol Santiago (cf. Act 12, 1-2)- que murieron
mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han
seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, «rindió tan solemne testimonio» (1
Tim 6, 13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables
mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de
quemar incienso ante la estatua del Emperador (cf. Ap 13, 7-10). Incluso rechazaron el
simular semejante culto, dando así ejemplo del rechazo también de un comportamiento
concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos
confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la
muerte (cf. Heb 5, 7).
La Iglesia propone el
ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral
hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal.
Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y declaró
verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus
mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos,
aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.
92. En el martirio,
como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la
ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o contrastar,
aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos
exhorta con la máxima severidad: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si
arruina su vida?». (Mc 8, 36).
El martirio demuestra
como ilusorio y falso todo «significado humano» que se pretendiese atribuir, aunque
fuera en condiciones «excepcionales», a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún,
manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la«humanidad» del
hombre, antes aún en quien lo realiza que no en quien lo padece. El martirio es, pues,
también exaltación de la perfecta «humanidad» y de la verdadera «vida» de la
persona, como atestigua san Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma,
lugar de su martirio: «Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que
muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido.
Permitid que imite la pasión de mi Dios».
93. Finalmente, el
martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de
Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad
sanguinem» para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y
en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor
extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las
mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al
hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el
orden moral de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia
todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida
transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la
historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un
reproche viviente a cuantos trasgreden la ley (cf. Sab 2, 2) y hacen resonar con
permanente actualidad las palabras del profeta: «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al
bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y
dulce por amargo!» (/Is/05/20 MORAL/CRISIS).
Si el martirio es el
testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe
no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a
dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante
las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede
exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de
Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza,
que -como enseña san Gregorio Magno- le capacita a «amar las dificultades de este mundo
a la vista del premio eterno».
94. En el dar
testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una
confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y
sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción interior y
misteriosa del Espíritu de Dios. Pueda aplicarse a todos la expresión del poeta latino
Juvenal: «Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la
vida, perder el sentido del vivir». La voz de la conciencia ha recordado siempre sin
ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a
dar incluso la vida. En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor
moral, la Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la
creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: «Sabemos -dice san Justino- que
también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las doctrinas de los
estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la formulación de la
doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana».
Las normas morales
universales e inmutables al servicio de la persona y de la sociedad
95. La doctrina de la
Iglesia, y en particular su firmeza en defender la validez universal y permanente de los
preceptos que prohíben los actos intrínsecamente malos, es juzgada no pocas veces como
signo de una intransigencia intolerable, sobre todo en las situaciones enormemente
complejas y conflictivas de la vida moral del hombre y de la sociedad actual. Dicha
intransigencia estaría en contraste con la condición maternal de la Iglesia. Esta -se
dice- no muestra comprensión y compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la Iglesia
no puede separarse jamás de su misión docente, que ella debe realizar siempre como
Esposa fiel de Cristo, que es la Verdad en persona: «Como Maestra, no se cansa de
proclamar la norma moral... De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el
árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza
y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a
todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de
perfección».
En realidad, la
verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su
verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se da, ciertamente, escondiendo o
debilitando la verdad moral, sino proponiéndola con su profundo significado de
irradiación de la Sabiduría eterna de Dios, recibida por medio de Cristo, y de servicio
al hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de su felicidad.
Al mismo tiempo, la
presentación límpida y vigorosa de la verdad moral no puede prescindir nunca de un
respeto profundo y sincero -animado por el amor paciente y confiado-, del que el hombre
necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades,
debilidades y situaciones dolorosas. La Iglesia, que jamás podrá renunciar al
«principio de la verdad y de la coherencia, según el cual no acepta llamar bien al mal y
mal al bien» ha de estar siempre atenta a no quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo
vacilante (cf. Is 42, 3). El Papa Pablo VI ha escrito: «No disminuir en nada la doctrina
salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas. Pero ello ha de ir
acompañado siempre con la paciencia y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo
en su trato con los hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3, 17), El
fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las personas».
96. La firmeza de la
Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de
humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado que no hay
libertad fuera o contra la verdad, la defensa categórica -esto es, sin concesiones o
compromisos-, de las exigencias absolutamente irrenunciables de la dignidad personal del
hombre, debe considerarse camino y condición para la existencia misma de la libertad.
Este servicio está
dirigido a cada hombre, considerado en la unicidad e irrepetibilidad de su ser y de su
existir. Sólo en la obediencia a las normas morales universales el hombre halla plena
confirmación de su unicidad como persona y la posibilidad de un verdadero crecimiento
moral. Precisamente por esto, dicho servicio está dirigido a todos los hombres; no sólo
a los individuos, sino también a la comunidad, a la sociedad como tal. En efecto, estas
normas constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y
pacífica convivencia humana, y por tanto de una verdadera democracia, que puede nacer y
crecer solamente si se basa en la igualdad de todos sus miembros, unidos en sus derechos y
deberes. Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni
excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el
último de los «miserables» de la tierra: ante las exigencias morales somos todos
absolutamente iguales.
Estos mandamientos
están formulados en términos generales. Pero el hecho de que «el principio, el sujeto y
el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana», permite
precisarlos y explicitarlos en un código de comportamiento más detallado. En ese sentido
las reglas morales fundamentales de la vida social comportan unas exigencias determinadas
a las que deben atenerse tanto los poderes públicos como los ciudadanos. Más allá de
las intenciones, a veces buenas, y de las circunstancias, a menudo difíciles, las
autoridades civiles y los individuos particulares jamás están autorizados a transgredir
los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. Por lo cual, sólo una
moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede
garantizar el fundamento ético de la convivencia social, tanto nacional como
internacional.
La moral y la
renovación de la vida social y política
98. Ante las graves
formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen
pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas
oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada
vez más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar
justicia, solidaridad, honestidad y transparencia.
Ciertamente es largo y
fatigoso el camino que hay que recorrer; muchos y grandes son los esfuerzos por realizar
para que pueda darse semejante renovación, incluso por las causas múltiples y graves que
generan y favorecen las situaciones de injusticia presentes hoy en el mundo. Pero, como
enseñan la experiencia y la historia de cada uno, no es difícil encontrar, al origen de
estas situaciones, causas propiamente «culturales», relacionadas con una determinada
visión del hombre, de la sociedad y del mundo. En realidad, en el centro de la cuestión
cultural está el sentido moral, que a su vez se fundamenta y se realiza en el sentido
religioso.
99. Sólo Dios, el Bien
supremo, es la base inamovible y la condición insustituible de la moralidad, y por tanto
de los mandamientos, en particular los negativos, que prohíben siempre y en todo caso el
comportamiento y los actos incompatibles con la dignidad personal de cada hombre. Así, el
Bien supremo y el bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y
Redentor, y la verdad del hombre creado y redimido por El. únicamente sobre esta verdad
es posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y graves que
la afectan, ante todo el de vencer las formas más diversas de totalitarismo para abrir el
camino a la auténtica libertad de la persona.«El totalitarismo nace de la negación de
la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia
el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que
garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o Nación,
los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente,
triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de
que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los
derechos de los demás... La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en
la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios
invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni
el individuo, el grupo, la clase social, ni la Nación o el Estado. No puede hacerlo
tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría,
marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla».
Por esto la relación
inseparable entre verdad y libertad -que expresa el vínculo esencial entre la sabiduría
y la voluntad de Dios- tiene un significado de suma importancia para la vida de las
personas en el ámbito socioeconómico y sociopolítico, tal y como emerge de la doctrina
social de la Iglesia -la cual «pertenece al ámbito... de la teología y especialmente de
la teología moral»,- y de su presentación de los mandamientos que regulan la vida
social, económica y política, con relación no sólo a actitudes generales sino también
a precisos y determinados comportamientos y actos concretos.
100. A este respecto,
el Catecismo de la Iglesia Católica, después de afirmar: «en materia económica el
respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para
moderar el apego a los bienes de este mundo; de la virtud de la justicia, para preservar
los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la
regla de oro y según la generosidad del Señor, que 'siendo rico, por vosotros se hizo
pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza' (2 Cor 8, 9)», presenta una serie de
comportamientos y de actos que están en contraste con la dignidad humana: el robo, el
retener deliberadamente cosas recibidas como préstamo u objetos perdidos, el fraude
comercial (cf. Dt 25, 13-16), los salarios injustos (cf. Dt 24, 14-15; Sant 5, 4), la
subida de precios especulando sobre la ignorancia y las necesidades ajenas (cf. Am 8,
4-6), la apropiación y el uso privado de bienes sociales de una empresa, los trabajos mal
realizados, los fraudes fiscales, la falsificación de cheques y de facturas, los gastos
excesivos, el derroche, etc. Y hay que añadir: «El séptimo mandamiento proscribe los
actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o
totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a
comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de
las personas y sus derechos fundamentales reducirlos mediante la violencia a la condición
de objeto de consumo o a una fuente de beneficios. San Pablo ordenaba a un amo cristiano
que tratase a su esclavo cristiano 'no como esclavo, sino... como un hermano... en. el
Señor' (Flm 16)».
101.En el ámbito
político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y
gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el
servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la
tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y
honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar,
mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base
fundamental -así como su urgencia singular- en el valor trascendente de la persona y en
las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados. Cuando no se observan
estos principios se resiente el fundamento mismo de la convivencia política y toda la
vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución (cf.
Sal 13 [14], 3-4; Ap 18, 2-3. 9-24). Después de la caída, en muchos Países, de las
ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo -la
primera entre ellas el marxismo-, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la
negación de los derechos fundamentales de la persona humana y por la absorción en la
política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es
el riego de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia
civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del
reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última -la cual guía y
orienta la acción política- entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se
convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la
historia».
Así, en cualquier
campo de la vida personal, familiar, social y política, la moral -que se basa en la
verdad y que a través de ella se abre a la auténtica libertad- ofrece un servicio
original, insustituible y de enorme valor no sólo para cada persona y para su crecimiento
en el bien, sino también para la sociedad y su verdadero desarrollo.
Gracia y obediencia a
la ley de Dios
102. Incluso en las
situaciones más difíciles, el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al
sacro mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad personal. Ciertamente, la
armonía entre libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista
con un alto precio: puede conllevar incluso el martirio. Pero, como demuestra la
experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a romper esta armonía: «No
hago lo que quiero, sino que hago lo que detesto... No hago el bien que quiero, sino que
obro el mal que no quiero» (/Rm/07/15/19).
¿De dónde proviene,
en última instancia, esta división interior del hombre? Este inicia su historia de
pecado cuando deja de reconocer al Señor como a su Creador, y quiere ser él mismo quien
decide, con total independencia, sobre lo que es bueno y lo que es malo. «Seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal» (Gén 3, 5): ésta es la primera tentación, de
la que se hacen eco todas las demás tentaciones a las que el hombre está inclinado a
ceder por las heridas de la caída original.
Pero las tentaciones se
pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque junto con los mandamientos el Señor
nos da la posibilidad de observarlos: «Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce
todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de
pecar» (Eclo 15, 19-20). La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones,
puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Esta es una enseñanza
constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el Concilio de Trento:
«Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy
justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los
Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado.
Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer
lo que puedas y pedir lo que no puedas» y te ayuda para que puedas. «Sus mandamientos no
son pesados« (1 Jn 5, 3), «su yugo es suave y su carga ligera» (Mt 11, 30).
103. El ámbito
espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia
divina y con la colaboración de la libertad humana.
Es en la Cruz
salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del
costado traspasado del Redentor (cf. Jn 19, 34), donde el creyente encuentra la gracia y
la fuerza para observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las dificultades
más graves. Como dice san Andrés de Creta, la ley misma «fue vivificada por la gracia y
puesta a su servicio en una composición armónica y fecunda. Cada una de las dos
conservó sus características sin alteraciones y confusiones. Sin embargo la ley, que
antes era un peso gravoso y una tiranía se convirtió, por obra de Dios, en peso ligero y
fuente de libertad».
Sólo en el misterio de
la Redención de Cristo están las posibilidades «concretas» del hombre. «Sería un
error gravísimo concluir... que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un
'ideal' que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las se dice posibilidades
concretas del hombre: según un 'equilibrio de los varios bienes en cuestión'. Pero,
¿cuáles son las 'posibilidades concretas del hombre'? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del
hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto:
de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que El
nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra
libertad del dominio de la concupiscencia. Y si el hombre redimido todavía peca, esto no
se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del hombre de
substraerse a la gracia que brota de ese acto. El mandamiento de Dios ciertamente está
proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se
ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede obtener
siempre el perdón y gozar de la presencia del Espíritu».
104. En este contexto
se abre el justo espacio a la misericordia de Dios para el pecado del hombre que se
convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa
comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias.
Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida
misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de
su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir
justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia.
Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de
la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas
sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor.
En cambio, debemos
recoger el mensaje contenido en la parábola evangélica del fariseo y del publicano (cf.
/Lc/18/09-14 FARISEO/PUBLICANO). El publicano quizás podía tener alguna justificación
por los pecados cometidos, la cual disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se
limita solamente a estas justificaciones sino que se extiende también a su propia
indignidad ante la santidad infinita de Dios: «¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy
pecador» (Lc 18, 13). En cambio, el fariseo se justifica él solo, encontrando quizás
una excusa para cada una de sus faltas. Nos encontramos, pues, ante dos actitudes
diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los tiempos. El publicano nos
presenta una conciencia «penitente» que es plenamente consciente de la fragilidad de la
propia naturaleza y que ve en las propias faltas, cualesquiera que sean, las
justificaciones subjetivas, una confirmación del propio ser necesitado de redención. El
fariseo nos presenta una conciencia «satisfecha de sí misma», la cual se cree que puede
observar la ley sin la ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar la
misericordia.
105. Se pide a todos
gran vigilancia para no dejarse contagiar con la actitud farisaica, que pretende eliminar
la conciencia del propio límite y del propio pecado, y que hoy se manifiesta
particularmente con el intento de adaptar la norma moral a las propias capacidades y a los
propios intereses, e incluso en el rechazo del concepto mismo de norma. Al contrario,
aceptar la «desproporción» entre ley y capacidad humana, o sea, la capacidad de las
solas fuerzas morales del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y
predispone a recibirla. «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?»,
se pregunta san Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida responde: «¡Gracias sean
dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rom 7, 24-25).
Encontramos la misma
conciencia en esta oración de san Ambrosio de Milán: «Nada vale el hombre, si tú no lo
visitas. No olvides a quien es débil; acuérdate, oh Señor, que me han hecho débil, que
me has plasmado del polvo. ¿Cómo podré sostenerme si tú no me miras sin cesar para
fortalecer esta arcilla, de modo que mi consistencia proceda de tu rostro? Si escondes tu
rostro, todo perece (Sal 103, 29): si tú me miras,¡pobre de mí! En mí no verás más
que contaminaciones de delitos; no es ventajoso ser abandonados ni ser vistos, porque, en
el acto de ser vistos, somos motivo de disgusto. Sin embargo, podemos pensar que Dios no
rechaza a quienes ve, porque purifica a quienes mira. Ante él arde un fuego que quema la
culpa (cf. Jl 2, 3)».
Moral y nueva
evangelización
106. La evangelización
es el desafío más perentorio y exigente que la Iglesia está llamada a afrontar desde su
origen mismo. En realidad, este reto no lo plantean sólo las situaciones sociales y
culturales, que la Iglesia encuentra a lo largo de la historia, sino que está contenido
en el mandato de Jesús resucitado, que define la razón misma de la existencia de la
Iglesia: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,
15).
El momento que estamos
viviendo -al menos en no pocas sociedades-, es más bien el de un formidable desafío a la
nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio siempre nuevo y siempre portador
de novedad, una evangelización que debe ser «nueva en su ardor, en sus métodos, en su
expresión». La descristianización, que grava sobre pueblos enteros y comunidades en
otro tiempo ricos de fe y vida cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su
falta de relevancia para la vida, sino también y necesariamente una decadencia u
oscurecimiento del sentido moral: y esto ya sea por la disolución de la conciencia de la
originalidad de la moral evangélica, ya sea por el eclipse de los mismos principios y
valores éticos fundamentales. Las tendencias subjetivistas, utilitaristas y relativistas,
hoy ampliamente difundidas, se presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como
usanzas, sino concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico, que reivindican
una plena legitimidad cultural y social.
107. La evangelización
-y por tanto la «nueva evangelización»- comporta también el anuncio y la propuesta
moral. Jesús mismo, al predicar precisamente el Reino de Dios y su amor salvífico, ha
hecho una llamada a la fe y a la conversión (cf. Mc 1, 15). Y Pedro con los otros
Apóstoles, anunciando la resurrección de Jesús de Nazaret de entre los muertos, propone
una vida nueva que hay que vivir, un «camino» que hay que seguir para ser discípulo del
Resucitado (cf. Act 2, 37-41; 3, 17-20).
De la misma manera, y
más aún, que para las verdades de fe, la nueva evangelización que propone los
fundamentos y contenidos de la moral cristiana manifiesta su autenticidad y, al mismo
tiempo, difunde toda su fuerza misionera, cuando se realiza a través del don no sólo de
la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En particular, es la vida de
santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y
escondidos a los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y fascinante
en el que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza
liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicionada a todas las
exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles. Por esto,
la Iglesia, en su sabia pedagogía moral, ha invitado siempre a los creyentes a buscar y a
encontrar en los santos y santas, y en primer lugar en la Virgen Madre de Dios «llena de
gracia» y «toda santa», el modelo, la fuerza y la alegría para vivir una vida según
los mandamientos de Dios y las bienaventuranzas del Evangelio.
La vida de los santos,
reflejo de la bondad de Dios -de aquel que «sólo es el Bueno»-, no solamente constituye
una verdadera confesión de fe y un impulso para su comunicación a los otros, sino
también una glorificación de Dios y de su infinita santidad. La vida santa conduce así
a plenitud de expresión y actuación el triple y unitario «munus propheticum,
sacerdotale et regale» que cada cristiano recibe como don en su renacimiento bautismal
«de agua y de Espíritu» (Jn 3, 5). Su vida moral posee el valor de un «culto
espiritual» (Rom 12, 1; cf. Flp 3, 3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente
de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos, especialmente la
Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la Cruz, el cristiano comulga con
el amor de donación de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en
todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se revela y se pone
en acto también el efectivo servicio del cristiano: cuanto más obedece con la ayuda de
la gracia a la ley nueva del Espíritu Santo, tanto más crece en la libertad a la cual
está llamado mediante el servicio de la verdad, la caridad y la justicia.
108. En la raíz de la
nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y suscita en sus frutos
de santidad y acción misionera, está el Espíritu de Cristo, principio y fuerza de la
fecundidad de la santa Madre Iglesia, como nos recuerda Pablo VI: «No habrá nunca
evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo». Al Espíritu de Jesús,
acogido por el corazón humilde y dócil del creyente, se debe, por tanto, el florecer de
la vida moral cristiana y el testimonio de la santidad en la gran variedad de las
vocaciones, de los dones, de las responsabilidades y de las condiciones y situaciones de
vida. Es el Espíritu Santo -afirmaba ya Novaciano, expresando de esta forma la fe
auténtica de la Iglesia- «Aquél que ha dado firmeza a las almas y a las mentes de los
discípulos, Aquél que ha iluminado en ellos las cosas divinas; fortalecidos por El, los
discípulos no tuvieron temor ni de las cárceles ni de las cadenas por el nombre del
Señor; más aún, despreciaron a los mismos poderes y tormentos del mundo, armados ahora
y fortalecidos por medio de El, teniendo en sí los dones que este mismo Espíritu dona y
envía como alhajas a la Iglesia, esposa de Cristo. En efecto, es El quien suscita a los
profetas en la Iglesia, instruye a los maestros, sugiere las palabras, realiza prodigios y
curaciones, produce obras admirables, concede el discernimiento de los espíritus, asigna
las tareas de gobierno, inspira los consejos, reparte y armoniza cualquier otro don
carismático, y por esto, perfecciona completamente, por todas partes y en todo, a la
Iglesia del Señor».
En el contexto vivo de
esta nueva evangelización, destinada a generar y a nutrir «la fe que actúa por la
caridad» (Gál 5, 6) y en relación con la obra del Espíritu Santo, podemos comprender
ahora el puesto que en la Iglesia, comunidad de los creyentes, corresponde a la reflexión
que la teología debe desarrollar sobre la vida moral, de la misma manera que podemos
presentar la misión y responsabilidad propia de los teólogos moralistas.
El servicio de los
teólogos moralistas
109. Toda la Iglesia,
partícipe del «munus propheticum» del Señor Jesús mediante el don de su Espíritu,
está llamada a la evangelización y al testimonio de una vida de fe. Gracias a la
presencia permanente en ella del Espíritu de verdad (cf. Jn 14, 16-17), «la totalidad de
los fieles que tiene la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20. 27) no puede equivocarse en la
fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe
de todo el pueblo: cuando 'desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos'
muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral».
Para cumplir su misión
profética, la Iglesia debe despertar continuamente o «reavivar» la propia vida de fe
(cf. 2 Tim 1, 6), en particular mediante una reflexión cada vez más profunda, bajo la
guía del Espíritu Santo, sobre el contenido de la fe misma. Es al servicio de esta
«búsqueda creyente de la comprensión de la fe» donde se sitúa, de modo específico,
la vocación del teólogo en la Iglesia: «Entre las vocaciones suscitadas por el
Espíritu en la Iglesia -leemos en la Instrucción Donum veritatis- se distingue la del
teólogo, que tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una
comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios contenida en la Escritura
inspirada y transmitida por la Tradición viva de la Iglesia. Por su propia naturaleza la
fe interpela la inteligencia, porque descubre al hombre la verdad sobre su destino y el
camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro modo de hablar y nuestros
conceptos sean imperfectos frente a su insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo,
invita a nuestra razón -don de Dios otorgado para captar la verdad- a entrar en el
ámbito de su luz, capacitándola así para comprender en cierta medida lo que ha creído.
La ciencia teológica, que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación de
la voz de la verdad, ayuda al Pueblo de Dios, según el mandamiento del apóstol (cf. 1 Pe
3, 15), a dar cuenta de su esperanza a aquellos que se lo piden».
Para definir la
identidad misma y, por consiguiente, realizar la misión propia de la teología, es
fundamental reconocer su íntimo y vivo nexo con la Iglesia, su misterio, su vida y
misión: «La teología es ciencia eclesial, porque crece en la Iglesia y actúa en la
Iglesia... Está al servicio de la Iglesia y por lo tanto debe sentirse dinámicamente
inserta en la misión de la Iglesia, especialmente en su misión profética». Por su
naturaleza y dinamismo, la teología auténtica sólo puede florecer y desarrollarse
mediante una convencida y responsable participación y «pertenencia» a la Iglesia, como
«comunidad de fe», de la misma manera que el fruto de la investigación y la
profundización teológica vuelve a esta misma Iglesia y a su vida de fe.
110. Cuanto se ha dicho
hasta ahora acerca de la teología en general, puede y debe ser propuesto de nuevo para la
teología moral, entendida en su especificidad de reflexión científica sobre el
Evangelio como don y mandamiento de vida nueva, sobre la vida según «la verdad en el
amor» (Ef 4, 15), sobre la vida de santidad de la Iglesia, o sea, sobre la vida en la
cual resplandece la verdad del bien llevado hasta su perfección. No sólo en el ámbito
de la fe, sino también y de modo inseparable en el ámbito de la moral, interviene el
Magisterio de la Iglesia, cuyo cometido es «discernir, por medio de juicios normativos
para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son conformes a las
exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por
el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias». Predicando los
mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el Magisterio de la Iglesia enseña también
a los fieles los preceptos particulares y determinados, y les pide considerarlos como
moralmente obligatorios en conciencia. Además, desarrolla una importante tarea de
vigilancia, advirtiendo a los fieles de la presencia de eventuales errores, incluso sólo
implícitos, cuando la conciencia de los mismos no logra reconocer la exactitud y la
verdad de las reglas morales que enseña el Magisterio.
Se inserta aquí la
función específica de cuantos por mandato de los legítimos Pastores enseñan teología
moral en los Seminarios y Facultades Teológicas. Ellos tienen el grave deber de instruir
a los fieles -especialmente a los futuros pastores- acerca de todos los mandamientos y las
normas prácticas que la Iglesia declara con autoridad. No obstante los eventuales
límites de las argumentaciones humanas presentadas por el Magisterio, los teólogos
moralistas están llamados a profundizar las razones de sus enseñanzas, a ilustrar los
fundamentos de sus preceptos y su obligatoriedad, mostrando su mutua conexión y la
relación con el fin último del hombre. Compete a los teólogos moralistas exponer la
doctrina de la Iglesia y dar, en el ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un
asentimiento leal, interno y externo, a la enseñanza del Magisterio sea en el campo del
dogma como en el de la moral. Uniendo sus fuerzas para colaborar con el Magisterio
jerárquico, los teólogos se empeñarán por clarificar cada vez mejor los fundamentos
bíblicos, los significados éticos y las motivaciones antropológicas que sostienen la
doctrina moral y la visión del hombre propuestas por la Iglesia.
111. El servicio que
los teólogos moralistas están llamados a ofrecer en la hora presente es de importancia
primordial, no sólo para la vida y la misión de la Iglesia, sino también para la
sociedad y la cultura humana. Compete a ellos, en conexión íntima y vital con la
teología bíblica y dogmática, subrayar en la reflexión científica «el aspecto
dinámico que ayuda a resaltar la respuesta que el hombre debe dar a la llamada divina en
el proceso de su crecimiento en el amor, en el seno de una comunidad salvífica. De esta
forma, la teología moral alcanzará una dimensión espiritual interna, respondiendo a las
exigencias de desarrollo pleno de la «imago Dei« que está en el hombre, y a las leyes
del proceso espiritual descrito en la ascética y mística cristianas».
Ciertamente, la
teología moral y su enseñanza se encuentran hoy ante una dificultad particular. Puesto
que la doctrina moral de la Iglesia implica necesariamente una dimensión normativa, la
teología moral no pueden reducirse a un saber elaborado sólo en el contexto de las así
llamadas ciencias humanas. Mientras éstas se ocupan del fenómeno de la moralidad como
hecho histórico y social, la teología moral, aun sirviéndose necesariamente también de
los resultados de las ciencias del hombre y de la naturaleza, no está en absoluto
subordinada a los resultados de las observaciones empírico-formales o de la comprensión
fenomenológica. En realidad, la pertinencia de las ciencias humanas en teología moral
siempre debe ser valorada con relación a la pregunta primigenia: ¿Qué es el bien o el
mal? ¿Qué hacer para obtener la vida eterna?
112. El teólogo
moralista debe aplicar, por consiguiente, el discernimiento necesario en el contexto de la
cultura prevalentemente científica y técnica actual, expuesta al peligro del pragmatismo
y del positivismo. Desde el punto de vista teológico, los principios morales no son
dependientes del momento histórico en el cual vienen a la luz. El hecho de que algunos
creyentes actúen sin observar las enseñanzas del Magisterio o, erróneamente, consideren
su conducta como moralmente justa cuando es contraria a la ley de Dios declarada por sus
Pastores, no puede constituir un argumento válido para rechazar la verdad de las normas
morales enseñadas por la Iglesia. La afirmación de los principios morales no es
competencia de los métodos empírico-formales. La teología moral, fiel al sentido
sobrenatural de la fe, sin rechazar la validez de tales métodos,-pero sin limitar tampoco
a ellos su perspectiva-, mira sobre todo a la dimensión espiritual del corazón humano y
su vocación al amor divino.
En efecto, mientras las
ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un concepto empírico
y estadístico de «normalidad», la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las
huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es decir, está afectada
por el pecado. Sólo la fe cristiana enseña al hombre el camino del retorno «al
principio» (cf. Mt 19, 8), un camino que con frecuencia es bien diverso del de la
normalidad empírica. En este sentido, las ciencias humanas, no obstante todos los
conocimientos de gran valor que ofrecen, no pueden asumir la función de indicadores
decisivos de las normas morales. El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el
hombre y sobre su camino moral y, de esta manera, instruye y amonesta a los pecadores, y
les anuncia la misericordia divina, que actúa incesantemente para preservarlos tanto de
la desesperación de no poder conocer y observar plenamente la ley divina, cuanto de la
presunción de poderse salvar sin mérito. Además, El les recuerda la alegría del
perdón, solo el cual da la fuerza para reconocer una verdad liberadora en la ley divina,
una gracia de esperanza, un camino de vida.
113. La enseñanza de
la doctrina moral implica la asunción consciente de estas responsabilidades
intelectuales, espirituales y pastorales. Por esto, los teólogos moralistas, que aceptan
la función de enseñar la doctrina de la Iglesia, tienen el grave deber de educar a los
fieles en este discernimiento moral, en el compromiso por el verdadero bien y en el
recurrir confiadamente a la gracia divina. Si la convergencia y los conflictos de opinión
pueden constituir expresiones normales de la vida pública en el contexto de una
democracia representativa, la doctrina moral no puede depender ciertamente del simple
respeto de un procedimiento; en efecto, ésta no viene determinada en modo alguno por las
reglas y formas de una deliberación de tipo democrático. El disenso, a base de
contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social,
es contrario a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la constitución
jerárquica del Pueblo de Dios. En la oposición a la enseñanza de los Pastores no se
puede reconocer una legítima expresión de la libertad cristiana ni de las diversidades
de los dones del Espíritu Santo. En este caso, los Pastores tienen el deber de actuar de
conformidad con su misión apostólica, exigiendo que sea respetado siempre el derecho de
los fieles a recibir la doctrina católica en su pureza e integridad: «El teólogo, sin
olvidar jamás que también es un miembro del Pueblo de Dios, debe respetarlo y
comprometerse a darle una enseñanza que no lesione en lo más mínimo la doctrina de la
fe».
Nuestras
responsabilidades como Pastores
114. La responsabilidad
de la fe y la vida de fe del Pueblo de Dios pesa de forma peculiar y propia sobre los
Pastores, como nos recuerda el Concilio Vaticano II: «Entre las principales funciones de
los obispos destaca el anuncio del Evangelio. En efecto, los obispos son los predicadores
del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros
auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo. Ellos predican al pueblo que
tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica y la iluminan
con la luz del Espíritu Santo. Sacando del tesoro de la Revelación lo nuevo y lo viejo
(cf. Mt 13, 52), hacen que dé frutos y con su vigilancia alejan los errores que amenazan
a su rebaño (cf. 2 Tim 4, 1-4)».
Nuestro común deber, y
antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los fieles, como Pastores y Obispos de la
Iglesia, lo que los conduce por el camino de Dios, de la misma manera como el Señor
Jesús hizo un día con el joven del Evangelio. Respondiendo a su pregunta: «¿Qué he de
hacer de bueno para conseguir vida eterna?», Jesús ha remitido a Dios, Señor de la
creación y de la Alianza; ha recordado los mandamientos morales, ya revelados en el
Antiguo Testamento; indicó el espíritu y la radicalidad de ellos invitando a su
seguimiento en la pobreza, la humildad y el amor: «¡Ven, y sígueme!». La verdad de
esta doctrina tuvo su culmen en la Cruz con la sangre de Cristo: se ha convertido, por el
Espíritu Santo, en la ley nueva de la Iglesia y de todo cristiano.
Esta «respuesta» a la
pregunta moral es confiada de modo particular por Jesucristo a nosotros, Pastores de la
Iglesia, llamados a hacerla objeto de nuestra enseñanza, mediante el cumplimiento de
nuestro «munus propheticum». Al mismo tiempo, nuestra responsabilidad de Pastores, ante
la doctrina moral cristiana, debe ejercerse también bajo la forma del «munus
sacerdotale»: esto ocurre cuando dispensamos a los fieles los dones de gracia y
santificación como medio para obedecer a la ley santa de Dios, y cuando con nuestra
oración constante y confiada sostenemos a los creyentes para que sean fieles a las
exigencias de la fe y vivan según el Evangelio (cf. Col 1, 9-12). La doctrina moral
cristiana debe constituir, sobre todo hoy, uno de los ámbitos privilegiados de nuestra
vigilancia pastoral, del ejercicio de nuestro «munus regale».
115. En efecto, es la
primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone con cierta amplitud los elementos
fundamentales de esa doctrina, presentando las razones del discernimiento pastoral
necesario en situaciones prácticas y culturales complejas y hasta críticas.
A la luz de la
Revelación y de la enseñanza constante de la Iglesia y especialmente del Concilio
Vaticano II, he evocado brevemente los rasgos esenciales de la libertad, los valores
fundamentales relativos a la dignidad de la persona y a la verdad de sus actos, hasta el
punto de poder reconocer, al obedecer a la ley moral, una gracia y un signo de nuestra
adopción en el Hijo único (cf. Ef 1, 4-6). Particularmente, con esta encíclica se
proponen valoraciones sobre algunas tendencias actuales en la teología moral. Las doy a
conocer ahora, en obediencia a la palabra del Señor que ha confiado a Pedro el encargo de
confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), para iluminar y ayudar nuestro común
discernimiento.
Cada uno de nosotros
conoce la importancia de la doctrina que representa el núcleo de las enseñanzas de esta
Encíclica y que hoy volvemos a recordar con la autoridad del sucesor de Pedro. Cada uno
de nosotros puede advertir la gravedad de cuanto está en juego, no sólo para cada
persona sino también para toda la sociedad, con la reafirmación de la universalidad e
inmutabilidad de los mandamientos morales y en particular, de aquellos que prohíben
siempre y sin excepción los actos intrínsecamente malos.
Al reconocer tales
mandamientos, el corazón cristiano y nuestra caridad pastoral escuchan la llamada de
Aquel que «nos amó primero» (1 Jn 4, 19). Dios nos pide ser santos como El es santo
(cf. Lev 19, 2), de ser perfectos en -Cristo- como El es perfecto (cf. Mt 5, 48): la
exigente firmeza del mandamiento se basa en el inagotable amor misericordioso de Dios (cf.
Lc 6, 36), y la finalidad del mandamiento es conducirnos, con la gracia de Cristo, por el
camino de la plenitud de la vida propia de los hijos de Dios.
116. Como Obispos,
tenemos el deber de vigilar para que la Palabra de Dios sea enseñada fielmente. Forma
parte de nuestro ministerio pastoral, amados hermanos en el Episcopado, vigilar sobre la
transmisión fiel de esta enseñanza moral y recurrir a las medidas oportunas para que los
fieles sean preservados de cualquier doctrina y teoría contraria a ello. Todos somos
ayudados en esta tarea por los teólogos; sin embargo, las opiniones teológicas no
constituyen la regla ni la norma de nuestra enseñanza. Su autoridad deriva, con la
asistencia del Espíritu Santo y en comunión «cum Petro et sub Petro», de nuestra
fidelidad a la fe católica recibida de los Apóstoles. Como Obispos tenemos la
obligación grave de vigilar personalmente para que la «sana doctrina» (1 Tim 1, 10) de
la fe y la moral sea enseñada en nuestras diócesis.
Una responsabilidad
particular tienen los Obispos en lo que se refiere a las instituciones católicas. Ya se
trate de organismos para la pastoral familiar o social, o bien de instituciones dedicadas
a la enseñanza o a los servicios sanitarios, los Obispos pueden erigir y reconocer estas
estructuras y delegar en ellas algunas responsabilidades; sin embargo, nunca están
exonerados de sus propias obligaciones. Compete a ellos, en comunión con la Santa Sede,
la función de reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el apelativo de
«católico» a escuelas, universidades o clínicas, relacionadas con la Iglesia.
117. En el corazón del
cristiano, en el núcleo más secreto del hombre, resuena siempre la pregunta que el joven
del Evangelio dirigió un día a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para
conseguir vida eterna?» (Mt 19, 16). Pero es necesario que cada uno la dirija al Maestro
«bueno», porque es el único que puede responder en la plenitud de la verdad, en
cualquier situación, en las circunstancias más diversas. Y cuando los cristianos le
dirigen la pregunta que brota de sus conciencias, el Señor responde con las palabras de
la Nueva Alianza confiada a su Iglesia. Ahora bien, como dice el Apóstol de sí mismo,
nosotros somos enviados «a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no
desvirtuar la cruz de Cristo» (1 Cor 1, 17). Por esto, la respuesta de la Iglesia a la
pregunta del hombre tiene la sabiduría y la fuerza de Cristo crucificado, la Verdad que
se dona.
Cuando los hombres
presentan a la Iglesia los interrogantes de su conciencia, cuando los fieles se dirigen a
los Obispos y a los Pastores, en su respuesta está la voz de Jesucristo, la voz de la
verdad sobre el bien y el mal. En la palabra pronunciada por la Iglesia resuena, en lo
íntimo de las personas, la voz de Dios, que «solo es el Bueno» (Mt 19, 17), que solo
«es amor» (1 Jn 4, 8. 16).
En la unción del
Espíritu, sus palabras suaves y exigentes se hacen luz y vida para el hombre. El apóstol
Pablo nos invita de nuevo a la confianza, porque «nuestra capacidad viene de Dios, el
cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del
Espíritu... El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está
la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un
espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más
gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3, 59. 17-18).
CONCLUSIÓN
María Madre de
misericordia
118. Al concluir estas
consideraciones, encomendamos a María, Madre de Dios y Madre de misericordia, nuestras
personas, los sufrimientos y las alegrías de nuestra existencia, la vida moral de los
creyentes y de los hombres de buena voluntad, las investigaciones de los estudiosos de
moral.
María es Madre de
misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de la
Misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18). El ha venido no para condenar sino para perdonar,
para derramar misericordia (cf. Mt 9, 13). Y la misericordia más grande radica en su
estar en medio de nosotros y en la llamada que nos ha dirigido para encontrarlo y
proclamarlo, junto con Pedro, como «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado
del hombre puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su
fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace
resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha
sacrificado a su Hijo: Su misericordia para nosotros es redención. Esta misericordia
alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por
numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del
hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104 [103], 30), posibilita
el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para hacer
lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a su voluntad, es en cierto sentido
el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud del mal y da la fuerza
para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su
amor y nos conduce al Padre en el Espíritu.
119. Esta es la
consoladora certeza de la fe cristiana, a la cual ella debe su profunda humanidad y su
extraordinaria sencillez. A veces, en las discusiones sobre los nuevos y complejos
problemas morales, puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado
difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso,
porque -en términos de sencillez evangélica- ella consiste fundamentalmente en el
seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a El, en el dejarse transformar por su gracia
y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su
Iglesia. «Quien quiera vivir -nos recuerda san Agustín -, tiene en donde vivir, tiene de
donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No
rehuya la compañía de los miembros». Con la luz del Espíritu, cualquier persona puede
entenderlo, incluso la menos erudita, sobre todo quien sabe conservar un «corazón
entero» (Sal 86 [85], 11). Por otra parte, esta sencillez evangélica no exime de
afrontar la complejidad de la realidad, pero puede conducir a su comprensión más
verdadera porque el seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las
características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza
vital para su realización. Vigilar para que el dinamismo del seguimiento de Cristo se
desarrolle de modo orgánico, sin que sean falsificadas o soslayadas sus exigencias
morales -con todas las consecuencias que ello comporta- es tarea del Magisterio de la
Iglesia. Quien ama a Cristo observa sus mandamientos (cf. Jn 14, 15).
120. María es también
Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad. A los pies
de la Cruz, cuando acepta a Juan como hijo; cuando, junto con Cristo, pide al Padre el
perdón para aquéllos que no saben lo que hacen (cf. Lc 23, 34), María, en perfecta
docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y universalidad del amor de Dios, que le
dilata el corazón y le capacita para abrazar a todo el género humano. De este modo, se
nos entrega como Madre de todos y de cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre que
nos alcanza la misericordia divina.
María es signo
luminoso y ejemplo preclaro de vida moral: «la vida de ella sola es enseñanza para
todos», escribe san Ambrosio, que dirigiéndose en particular a las vírgenes, pero en un
horizonte abierto a todos, afirma: «El primer deseo ardiente de aprender lo da la nobleza
del maestro. Y ¿quién es más noble que la Madre de Dios o más espléndida que Aquélla
que fue elegida por el mismo Esplendor?». Vive y realiza la propia libertad donándose a
Dios y acogiendo en sí el don de Dios. Hasta el momento del nacimiento, custodia en su
seno virginal al Hijo de Dios hecho hombre, lo nutre, lo hace crecer y lo acompaña en
aquel gesto supremo de libertad que es el sacrificio total de la propia vida. Con el don
de sí misma, María entra plenamente en el designio de Dios, que se entrega al mundo.
Acogiendo y meditando en su corazón acontecimientos que no siempre puede comprender (cf.
Lc 2, 19), se convierte en el modelo de todos aquéllos que escuchan la palabra de Dios y
la cumplen (cf. Lc 11, 28) y merece el título de «Sede de la Sabiduría». Esta
Sabiduría es Jesucristo mismo, el Verbo eterno de Dios, que revela y cumple perfectamente
la voluntad del Padre (cf. Heb 10, 5-10).
María invita a todo
ser humano a acoger esta Sabiduría. También nos dirige la orden dada a los sirvientes en
Caná de Galilea durante el banquete de bodas: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5).
María condivide
nuestra condición humana pero con total transparencia a la gracia de Dios. No habiendo
conocido el pecado, está en condiciones de compadecerse de toda debilidad. Comprende al
hombre pecador y lo ama con amor de Madre. Precisamente por esto se pone de parte de la
verdad y condivide el peso de la Iglesia en el recordar constantemente a todos las
exigencias morales. Por el mismo motivo, no acepta que el hombre pecador sea engañado por
quien pretende amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de este modo, se vaciaría de
contenido el sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna absolución, incluso la ofrecida por
complacientes doctrinas filosóficas o teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al
hombre: sólo la Cruz y la gloria de Cristo resucitado pueden dar paz a su conciencia y
salvación a su vida.
María Madre de
misericordia, cuida de todos para que no se haga inútil la cruz de Cristo, para que el
hombre no pierda el camino del bien, no pierda la conciencia del pecado y crezca en la
esperanza en Dios, «rico en misericordia»(Ef 2, 4), para que haga libremente las buenas
obras que El le asignó (cf. Ef 2, 10) y, de esta manera, toda su vida sea «un himno a su
gloria» (Ef 1, 12).
Dado en Roma, junto a
san Pedro, el 6 de agosto -fiesta de la Transfiguración del Señor- del año 1993,
décimo quinto de mi Pontificado.
Joannes Paulus PP. II |