4. El acto moral
Teleologia y
teleologismo
71. La relación entre
la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y profundo en la
conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente mediante
sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar
espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a El, la
perfección feliz y plena.
Los actos humanos son
actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza
esos actos. Estos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre,
sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que
los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve, de modo
sugestivo, san Gregorio Niseno: «Todos los seres sujetos al devenir no permanecen
idénticos a si mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un
cambio que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio
es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención
ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el resultado de una
decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores,
creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos».
72. La moralidad de los
actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico.
Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la Sabiduría de Dios que ordena todo ser
a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y,
de esta manera, es «ley natural»), cuanto -de modo integral y perfecto- por medio de la
revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada «ley divina»). El obrar es
moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero
bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin
último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena y
perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús: «¿Qué he de
hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16) evidencia inmediatamente el
vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús, en
su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos,
mandados por Aquél que «sólo es el Bueno», constituye la condición indispensable y el
camino para la felicidad eterna: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»
(Mt 19, 17). La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que
el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el
bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida.
La ordenación racional
del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien,
conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser
valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que
persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente
bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y
la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y como es reconocido en su
verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el
verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra
voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro
fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo.
73. El cristiano,
gracias a la Revelación de Dios y a la fe, conoce la «novedad» que marca la moralidad
de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la
dignidad y vocación que le han sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu,
el cristiano es «creatura nueva», hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su
conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos
hermanos (cf. Rom 8, 29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o
se cierra a la vida eterna, a la comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo. Cristo «nos forma según su imagen -dice san Cirilo de
Alejandría-, de modo que los rasgos de su naturaleza divina resplandecen en nosotros a
través de la santificación y la justicia y la vida buena y virtuosa... La belleza de
esta imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras, nos
manifestamos como hombres buenos».
En este sentido, la
vida moral posee un carácter «teleológico» esencial, porque consiste en la ordenación
deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo
testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno
para conseguir la vida eterna?». Pero esta ordenación al fin último no es una
dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales
actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien
moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en
la respuesta al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19,
17).
74. Pero, ¿de qué
depende la cualificación moral del obrar libre del hombre? ¿Cómo se asegura esta
ordenación de los actos humanos hacia Dios? ¿Solamente de la intención que sea conforme
al fin último, al bien supremo, o de las circunstancias -y, en particular, de las
consecuencias- que contradistinguen el obrar del hombre, o no depende también -y sobre
todo- del objeto mismo de los actos humanos?
Este es el problema
llamado tradicionalmente de las «fuentes de la moralidad». Precisamente con relación a
este problema, en las últimas décadas se han manifestado nuevas -o restauradas-
tendencias culturales y teológicas que exigen un cuidadoso discernimiento por parte del
Magisterio de la Iglesia.
Algunas teorías
éticas, denominadas «teleológicas», dedican especial atención a la conformidad de los
actos humanos con los fines perseguidos por el agente y con los valores que él percibe.
Los criterios para valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de
los bienes que hay que conseguir o de los valores que hay que respetar. Para algunos, el
comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de
cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de
«maximalizar» los bienes y «minimizar» los males.
Muchos de los
moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del utilitarismo y
del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada sin
hacer referencia al verdadero fin último del hombre. Ellos, con razón, se dan cuenta de
la necesidad de encontrar argumentos racionales, cada vez más consistentes, para
justificar las exigencias y fundamentar las normas de la vida moral. Dicha búsqueda es
legítima y necesaria por el hecho de que el orden moral, establecido por la ley natural,
es, en línea de principio, accesible a la razón humana. Se trata, además, de una
búsqueda que sintoniza con las exigencias del diálogo y la colaboración con los
no-católicos y los no-creyentes, particularmente en las sociedades pluralísticas.
75. Pero en el ámbito
del esfuerzo por elaborar una semejante moral racional -a veces llamada por esto «moral
autónoma»-, existen falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión
inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el hecho que
la voluntad está implicada en las elecciones concretas que ella realiza: esas son
condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin último de la persona. Otros se
inspiran además en una concepción de la libertad que prescinde de las condiciones
efectivas de su ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su
determinación mediante elecciones de comportamientos concretos. Y así, según estas
teorías, la voluntad libre no estaría ni moralmente sometida a obligaciones
determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar de ser responsable de
los propios actos y de sus consecuencias. Este «teleologismo», como método de
reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado -según terminologías y
aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento- «consecuencialismo» o
«proporcionalismo». El primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar
determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la
ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que
persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o
malos, en vista del «bien más grande» o del «mal menor», que sean efectivamente
posibles en una situación determinada.
Las teorías éticas
teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo), aun reconociendo que los valores
morales son señalados por la razón y la revelación, no admiten que se pueda formular
una prohibición absoluta de comportamientos determinados que, en cualquier circunstancia
y cultura, contrasten con aquellos valores. El sujeto que obra sería responsable de la
consecución de los valores que se persiguen, pero según un doble aspecto: en efecto, los
valores o bienes implicados en un acto humano, sería, desde un punto de vista, de orden
moral (con relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia
hacia el próximo, la justicia, etc) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado también
no-moral, físico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes originados sea
a aquel que actúa, como a toda persona implicada antes o después, como por ejemplo la
salud o su lesión, la integridad física, la vida, la muerte, la pérdida de bienes
materiales, etc).
En un mundo en el que
el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno estaría vinculado
con otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su
«bondad» moral sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales,
y su rectitud sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias
previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían
cualificados como «rectos» o «equivocados», sin que por esto sea posible valorar la
voluntad de la persona que los elige como moralmente «buena» o «mala». De este modo,
un acto que, oponiéndose a normas universales negativas viola directamente bienes
considerados como pre-morales, podría ser cualificado como moralmente admisible si la
intención del sujeto se concentra, según una «responsable» ponderación de los bienes
implicados en la acción concreta, sobre el valor moral reputado decisivo en la
circunstancia. La valoración de las consecuencias de la acción, en base a la proporción
del acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral.
Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría
exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la
prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones
contrarias a ciertos preceptos morales particulares. Incluso en materia grave, estos
últimos deberán ser considerados como normas operativas siempre relativas y susceptibles
de excepciones. En esta perspectiva, el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos
declarados ilícitos por la moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.
El objeto del acto
deliberado
76. Estas teorías
pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su afinidad con la mentalidad
científica, preocupada con razón de ordenar las actividades técnicas y económicas en
base al cálculo de los recursos y los beneficios, de los procedimientos y los efectos.
Ellas pretenden liberar de las imposiciones de una moral de la obligación, voluntarista y
arbitraria, que vendría a ser inhumana. Sin embargo, semejantes teorías no son fieles a
la doctrina de la Iglesia, en cuanto creen poder justificar, como moralmente buenas,
elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y
natural. Estas teorías no pueden apelarse a la tradición moral católica, pues, si bien
es verdad que en esta última se ha desarrollado una casuística atenta a ponderar en
algunas situaciones concretas las posibilidades mayores de bien, es igualmente verdad que
esto se refería solamente a los casos en los que la ley era incierta y, por consiguiente,
no ponía en discusión la validez absoluta de los preceptos morales negativos, los cuales
obligan sin excepción. Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos
morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador
y Señor. Cuando el apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de
amar al prójimo como a sí mismo (cf. Rom 13, 8-10), no atenúa los mandamientos, sino
que, sobre todo, los confirma, desde el momento en que revela sus exigencias y gravedad.
El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los
mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu
Santo. Es un honor para los cristianos obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Act 4,
19; 5, 29) e incluso aceptar el martirio a causa de ello, como han hecho los santos y las
santas del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos como tales por haber dado su vida
antes que realizar este o aquel gesto particular contrario a la fe o la virtud.
77. Para ofrecer los
criterios racionales de una justa decisión moral, las mencionadas teorías tienen en
cuenta la intención y las consecuencias de la acción humana. Ciertamente hay que dar
gran importancia ya sea a la intención -como Jesús insiste con particular fuerza en
abierta contraposición con los escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente
ciertas obras externas sin atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)-, ya sea a los
bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de
una exigencia de responsabilidad. Pero la consideración de estas consecuencias -así como
de las intenciones- no es suficiente para valorar la cualidad moral de una elección
concreta. La ponderación de los bienes y los males, previsibles como consecuencia de una
acción, no es un método adecuado para determinar si la elección de aquel comportamiento
concreto es,«según su especie» o «en sí misma», moralmente buena o mala, lícita o
ilícita. Las consecuencias previsibles pertenecen a aquellas circunstancias del acto que,
aunque puedan modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin embargo,
la especie moral.
Por otra parte, cada
uno conoce las dificultades, o mejor dicho, la imposibilidad, de valorar todas las
consecuencias y todos los efectos buenos o malos -denominados pre-morales- de los propios
actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces,»qué hay que hacer para
establecer unas proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen
oscuros? ¿Cómo podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan
discutibles?
78. La moralidad del
acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la
voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún válido, de
santo Tomás. Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica
moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el
objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es
conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona
moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el amor
originario. Así pues, no se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un
proceso o un evento de orden físico solamente, que se valora en cuanto origina un
determinado estado de cosas en el mundo externo. El objeto es el fin próximo de una
elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa. En este
sentido, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, «hay comportamientos
concretos cuya elección es siempre errada porque ésta comporta un desorden de la
voluntad, es decir, un mal moral», «Sucede frecuentemente -afirma el Aquinate- que el
hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena
voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la
intención es buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En
conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. Algunos dicen:
hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena« (Rom 3, 8)»
La razón por la que no
basta la buena intención, sino que es necesaria también la recta elección de las obras,
reside en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es
«ordenable» a Dios, a Aquel que «sólo es bueno», y así realiza la perfección de la
persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en
el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella. La ética cristiana, que
privilegia la atención al objeto moral, no rechaza considerar la «teleología» interior
del obrar, en cuanto orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino que
reconoce que éste sólo se pretende realmente cuando se respetan los elementos esenciales
de la naturaleza humana. El acto humano, bueno según su objeto, es «ordenable» también
al fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última y decisiva cuando la
voluntad lo ordena efectivamente a Dios mediante la caridad. A este respecto, el Patrono
de los moralistas y confesores enseña: «No basta realizar obras buenas, sino que es
preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario
hacerlas con el fin puro de agradar a Dios».
El «intrínseco»: no
es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rom. 3,8)
79. Así pues, hay que
rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas,
según la cual sería imposible cualificar como moralmente mala según su especie -su
«objeto»- la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados
prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las
consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas. El elemento
primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide
sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es
aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral,
y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que
también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos
de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los «bienes para la
persona» que se ponen al servicio del «bien de la persona», del bien que es ella misma
y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según
Santo Tomás, contienen toda la ley natural.
80. Ahora bien, la
razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran como
«no-ordenables» a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a
su imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados
«intrínsecamente malos» («intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es
decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y
de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad
tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen
actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre
gravemente ilícitos por razón de su objeto». El mismo Concilio Vaticano II, en el marco
del respeto debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de tales actos:
«Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los
genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la
integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y
mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad
humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes;
también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como
meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y
otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana,
deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son
totalmente contrarios al honor debido al Creador». Sobre los actos intrínsecamente malos
y refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante las cuales el acto conyugal es
realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: «En verdad, si es lícito alguna
vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande,
no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf.
Rom 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello
se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social».
81. La Iglesia, al
enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la Sagrada
Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los
impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni
los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces
heredarán el Reino de Dios»(1 Cor 6, 9-10).
Si los actos son
intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares
pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos «irremediablemente»
malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En
cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) -dice
san Agustín-, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes,
¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no
serían pecados o -conclusión más absurda aún- que serían pecados justificados?».
Por esto, las
circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente
deshonesto por su objeto en un acto «subjetivamente» honesto o justificable como
elección.
82. Por otra parte, la
intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin
último. Pero los actos, cuyo objeto es «no-ordenable» a Dios e «indigno de la persona
humana», se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este sentido, el respeto
a las normas que prohíben tales actos y que obligan «semper et pro semper», o sea sin
excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino que hasta constituye su
expresión fundamental.
La doctrina del objeto,
como fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de la moral bíblica
de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes. La cualidad moral
del obrar humano depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia y
de amor. Por esto,-volvemos a decirlo-, hay que rechazar como errónea la opinión que
considera imposible cualificar moralmente como mala según su especie la elección
deliberada de algunos comportamientos o actos determinados, prescindiendo de la intención
por la cual la elección es hecha o por la totalidad de las consecuencias previsibles de
aquel acto para todas las personas interesadas. Sin esta determinación racional de la
moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un «orden moral objetivo» y
establecer cualquier norma determinada, desde el punto de vista del contenido, que obligue
sin excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad humana y de la verdad sobre el
bien, así como en detrimento de la comunión eclesial.
83. Como se ve, en la
cuestión de la moralidad de los actos humanos y particularmente en la de la existencia de
los actos intrínsecamente malos, se concentra en cierto sentido la cuestión misma del
hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de ello. Reconociendo y
enseñando la existencia del mal intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia
permanece fiel a la verdad integral sobre el hombre y, por ello, lo respeta y promueve en
su dignidad y vocación. En consecuencia, debe rechazar las teorías expuestas más
arriba, que contrastan con esta verdad.
Sin embargo, es
necesario que nosotros, Hermanos en el Episcopado, no nos limitemos sólo a exhortar a los
fieles sobre los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos
mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En El, que es
la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos buenos, comprender
plenamente y vivir perfectamente su vocación a la libertad en la obediencia a la ley
divina, que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto
acontece con el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en El
nos es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el dinamismo de la verdadera
libertad personal: «la ley perfecta de la libertad» (Sant 1, 25). |