Venerables Hermanos en el episcopado,
Salud y Bendición Apostólica.
El esplendor de la
verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y
modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor.
Por esto el salmista exclama: «¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal
4, 7).
INTRODUCCIÓN
Jesucristo, luz
verdadera que ilumina a todo hombre 1. Llamados a la salvación mediante la fe en
Jesucristo,«luz verdadera que ilumina a todo hombre»(Jn 1, 9), los hombres llegan a ser
«luz en el Señor» e «hijos de la luz»(Ef 5, 8), y se santifican «obedeciendo a la
verdad»(1 Pe 1, 22).
Mas esta obediencia no
siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de
Satanás, que es «mentiroso y padre de la mentira»(Jn 8, 44), el hombre es tentado
continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf.
1 Tes 1, 9), cambiando «la verdad de Dios por la mentira» (Rom 1, 25); de esta manera su
capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a
ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18, 38), busca una
libertad ilusoria fuera de la verdad misma.
Pero las tinieblas del
error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios Creador. Por
esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad
absoluta y la sed de alcanzar la plenitud de su conocimiento. Lo prueba de modo elocuente
la incansable búsqueda del hombre en todo campo o sector. Lo prueba aún más su
búsqueda sobre el sentido de la vida. El desarrollo de la ciencia y la técnica
-testimonio espléndido de las capacidades de la inteligencia y de la tenacidad de los
hombres-, no exime a la humanidad de plantearse los interrogantes religiosos
fundamentales, sino que más bien la estimula a afrontar las luchas más dolorosas y
decisivas, como son las del corazón y de la conciencia moral.
2. Ningún hombre puede
eludir las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿cómo puedo discernir el bien
del mal? La respuesta es posible sólo gracias al esplendor de la verdad que brilla en lo
más íntimo del espíritu humano, como dice el salmista: «Muchos dicen: «¿Quién nos
hará ver la dicha? ¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).
La luz del rostro de
Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios
invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria» (Heb 1, 3), «lleno de gracia y de
verdad» (Jn 1, 14): El es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Por esto la
respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes
religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el Concilio Vaticano II,
la respuesta es la persona misma de Jesucristo: «Realmente, el misterio del hombre sólo
se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura
del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación».
Jesucristo, «luz de
los pueblos», ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por El para anunciar el
Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las
naciones, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los
esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos
la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio. En la Iglesia está
siempre viva la conciencia de su «deber permanente de escrutar a fondo los signos de los
tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera adecuada a cada
generación, pueda responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el
sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas».
Objeto de la presente
Encíclica
3. Los Pastores de la
Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, están siempre cercanos de los fieles en
este esfuerzo, los acompañan y guían con su magisterio, hallando expresiones siempre
nuevas de amor y misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes sino a todos los
hombres de buena voluntad. El Concilio Vaticano II sigue siendo un testimonio privilegiado
de esta actitud de la Iglesia que,«experta en humanidad», se pone al servicio de cada
hombre y de todo el mundo.
La Iglesia sabe que la
cuestión moral incide profundamente en cada hombre; implica a todos, incluso a quienes no
conocen a Cristo, su Evangelio y ni siquiera a Dios. Ella sabe que precisamente por la
senda de la vida moral está abierto a todos el camino de la salvación, como lo ha
recordado claramente el Concilio Vaticano II: «Los que sin culpa suya no conocen el
Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su
vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que
les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna». Y prosigue: «Dios en su
Providencia tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa, todavía no han llegado
a conocer claramente a Dios pero se esfuerzan con su gracia en vivir con honradez. La
Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que hay en ellos, como una preparación al
Evangelio y como un don de Aquel que ilumina a todos los hombres para que puedan tener
finalmente vida».
4. Siempre, pero sobre
todo en los dos últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto con
el Colegio Episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los
múltiples y diferentes ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad de
Jesucristo, han exhortado, denunciado, explicado; en fidelidad a su misión, y
comprometiéndose en la causa del hombre, han confirmado, sostenido, consolado; con la
garantía de la asistencia del Espíritu de verdad han contribuido a una mejor
comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la
familia, de la vida social, económica y política. Su enseñanza, dentro de la tradición
de la Iglesia y de la historia de la humanidad, representa una continua profundización
del conocimiento moral.
Sin embargo, hoy se
hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza moral de la Iglesia, con el
fin preciso de recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el
contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a
crearse una nueva situación dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden
muchas dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e
incluso específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia. Ya no se
trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas
concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y
sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos
velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su
relación esencial y constitutiva con la verdad. Y así, se rechaza la doctrina
tradicional sobre la ley natural y sobre la universalidad y permanente validez de sus
preceptos; se consideran simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la
Iglesia; se opina que el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más
que para «exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada uno
basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.
Particularmente hay que
destacar la discrepancia entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas posiciones
teológicas -difundidas incluso en Seminarios y Facultades teológicas- sobre cuestiones
de máxima importancia para la Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para
la misma convivencia humana. En particular, se plantea la cuestión de si los mandamientos
de Dios, que están grabados en el corazón del hombre y forman parte de la Alianza, son
capaces verdaderamente de iluminar las opciones cotidianas de cada persona y de la
sociedad entera. ¿Es posible obedecer a Dios y, por tanto, amar a Dios y al prójimo, sin
respetar en todas las circunstancias estos mandamientos? Está también difundida la
opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si
sólo en relación con la fe se deban decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad
interna, mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y
de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la
diversidad de condiciones sociales y culturales.
5. En un tal contexto
-todavía actual- he tomado la decisión de escribir -como ya anuncié en la Carta
apostólica Spiritus Domini, publicada el 1 de agosto de 1987 con ocasión del segundo
centenario de la muerte de San Alfonso María de Ligorio- una Encíclica destinada a
tratar,«más amplia y profundamente, las cuestiones referentes a los fundamentos mismos
de la teología moral», fundamentos que sufren menoscabo por parte de algunas tendencias
actuales.
Me dirijo a vosotros,
venerables Hermanos en el Episcopado, que compartís conmigo la responsabilidad de
custodiar la «sana doctrina» (2 Tim 4, 3), con la intención de precisar algunos
aspectos doctrinales que son decisivos para afrontar la que sin duda constituye una
verdadera crisis, por ser tan graves las dificultades derivadas de ella para la vida moral
de los fieles y para la comunión en la Iglesia, así como para una existencia social
justa y solidaria.
Si esta Encíclica
esperada desde hace tiempo -se publica precisamente ahora, se debe también a que ha
parecido conveniente que la precediera el Catecismo de la Iglesia Católica, el cual
contiene una exposición completa y sistemática de la doctrina moral cristiana. El
Catecismo presenta la vida moral de los creyentes en sus fundamentos y en sus múltiples
contenidos como vida de «los hijos de Dios». En él se afirma que «los cristianos,
reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una «vida
digna del Evangelio de Cristo» (Flp 1, 27).
Por los sacramentos y
la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para
ello. Por tanto, al citar el Catecismo como «texto de referencia seguro y auténtico para
la enseñanza de la doctrina católica», la Encíclica se limitará a afrontar algunas
cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia, bajo la forma de un
necesario discernimiento sobre problemas controvertidos entre los estudiosos de la ética
y de la teología moral. Este es el objeto específico de la presente Encíclica, la cual
trata de exponer, sobre los problemas discutidos, las razones de una enseñanza moral
basada en la Sagrada Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia, poniendo de relieve,
al mismo tiempo, los presupuestos y consecuencias de las contestaciones de que ha sido
objeto tal enseñanza. |