CARTA
ENCÍCLICA
«U T U N U M S I N T»
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
SOBRE EL EMPEÑO ECUMÉNICO
INTRODUCCIÓN
1. UT
UNUM SINT! La llamada a la unidad de los cristianos, que el Concilio Ecuménico Vaticano
II ha renovado con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor en el corazón
de los creyentes , especialmente al aproximarse el Año Dos mil que será para ellos un
Jubileo sacro, memoria de la Encarnación del Hijo de Dios, que se hizo hombre para salvar
al hombre.
El valiente testimonio
de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y
Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo
impulso a la llamada conciliar y nos recuerda la obligación de acoger y poner en
práctica su exhortación. Estos hermanos y hermanas nuestros, unidos en el ofrecimiento
generoso de su vida por el Reino de Dios, son la prueba más significativa de que cada
elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la
causa del Evangelio.
Cristo
llama a todos sus discípulos a la unidad. Me mueve el vivo deseo de renovar hoy esta
invitación, de proponerla de nuevo con determinación, recordando cuanto señalé en el
Coliseo romano el Viernes Santo de 1994, al concluir la meditación del Vía Crucis,
dirigida por las palabras del venerable hermano Bartolomé, Patriarca ecuménico de
Constantinopla. En aquella circunstancia afirmé que, unidos en el seguimiento de los
mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos. Si quieren combatir
verdadera y eficazmente la tendencia del mundo a anular el Misterio de la Redención,
deben profesar juntos la misma verdad sobre la Cruz. (1) ¡La Cruz! La corriente
anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre
encuentre en ella las raíces de su nueva vida; pensando que la Cruz no pueda abrir ni
perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir
como si Dios no existiese.
2. A
nadie escapa el desafío que todo esto supone para los creyentes. Ellos deben aceptarlo.
En efecto, ¿cómo podrían negarse a hacer todo lo posible, con la ayuda de Dios, para
derribar los muros de la división y la desconfianza, para superar los obstáculos y
prejuicios que impiden el anuncio del Evangelio de la salvación mediante la Cruz de
Jesús, único Redentor del hombre, de cada hombre?
Doy gracias a Dios
porque nos ha llevado a avanzar por el camino difícil, pero tan rico de alegría, de la
unidad y de la comunión entre los cristianos. El diálogo interconfesional a nivel
teológico ha dado frutos positivos y palpables; esto anima a seguir adelante.
Sin
embargo, además de las divergencias doctrinales que hay que resolver, los cristianos no
pueden minusvalorar el peso de las incomprensiones ancestrales que han heredado del
pasado, de los malentendidos y prejuicios de los unos contra los otros. No pocas veces,
además, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco agravan
estas situaciones. Por este motivo, el compromiso ecuménico debe basarse en la
conversión de los corazones y en la oración, lo cual llevará incluso a la necesaria
purificación de la memoria histórica. Con la gracia del Espíritu Santo, los discípulos
del Señor, animados por el amor, por la fuerza de la verdad y por la voluntad sincera de
perdonarse mutuamente y reconciliarse, están llamados a reconsiderar juntos su doloroso
pasado y las heridas que desgraciadamente éste sigue produciendo también hoy. Están
invitados por la energía siempre nueva del Evangelio a reconocer j untos con sincera y
total objetividad los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en
el origen de sus lamentables separaciones. Es necesaria una sosegada y limpia mirada de
verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de liberar los espíritus y suscitar
en cada uno una renovada disponibilidad, precisamente para anunciar el Evangelio a los
hombres de todo pueblo y nación.
3. Con
el Concilio Vaticano II la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a
recorrer el camino de la acción ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del
Señor, que enseña a leer atentamente los « signos de los tiempos ». Las
experiencias que ha vivido y continúa viviendo en estos años la iluminan aún más
profundamente sobre su identidad y su misión en la historia. La Iglesia católica
reconoce y confiesa las debilidades de sus hijos, consciente de que sus pecados
constituyen otras tantas traiciones y obstáculos a la realización del designio del
Salvador. Sintiéndose llamada constantemente a la renovación evangélica, no cesa de
hacer penitencia. Al mismo tiempo, sin embargo, reconoce y exalta aún más el poder del
Señor, quien, habiéndola colmado con el don de la santidad, la atrae y la conforma a su
pasión y resurrección.
Enseñada
por las múltiples vicisitudes de su historia, la Iglesia está llamada a liberarse de
todo apoyo puramente humano, para vivir en profundidad la ley evangélica de las
Bienaventuranzas. Consciente de que « la verdad no se impone sino por la fuerza de
la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas », (2)
nada pide para sí sino la libertad de anunciar el Evangelio. En efecto, su autoridad se
ejerce en el servicio de la verdad y de la caridad.
Yo
mismo quiero promover cualquier paso útil para que el testimonio de toda la comunidad
católica pueda ser comprendido en su total pureza y coherencia , sobre todo ante la cita
que la Iglesia tiene a las puertas del nuevo Milenio, momento excepcional para el cual
pide al Señor que la unidad de todos los cristianos crezca hasta alcanzar la plena
comunión. (3) A este objetivo tan noble mira también la presente Carta encíclica, que
en su índole esencialmente pastoral quiere contribuir a sostener el esfuerzo de cuantos
trabajan por la causa de la unidad.
4. Esta
es un preciso deber del Obispo de Roma como sucesor del apóstol Pedro. Yo lo llevo a cabo
con la profunda convicción de obedecer al Señor y con plena conciencia de mi fragilidad
humana. En efecto, si Cristo mismo confió a Pedro esta misión especial en la Iglesia y
le encomendó confirmar a los hermanos, al mismo tiempo le hizo conocer su debilidad
humana y su particular necesidad de conversión: « Y tú, cuando hayas vuelto,
confirma a tus hermanos » (Lc 22, 32). Precisamente en la debilidad humana de Pedro
se manifiesta plenamente cómo el Papa, para cumplir este especial ministerio en la
Iglesia, depende totalmente de la gracia y de la oración del Señor: « Yo he rogado
por ti, para que tu fe no desfallezca » (Lc 22, 32). La conversión de Pedro y de
sus sucesores se apoya en la oración misma del Redentor, en la cual la Iglesia participa
constantemente. En nuestra época ecuménica, marcada por el Concilio Vaticano II, la
misión del Obispo de Roma trata particularmente de recordar la exigencia de la plena
comunión de los discípulos de Cristo.
El
Obispo de Roma en primera persona debe hacer propia con fervor la oración de Cristo por
la conversión, que es indispensable a « Pedro » para poder servir a los
hermanos. Pido encarecidamente que participen de esta oración los fieles de la Iglesia
católica y todos los cristianos. Junto conmigo, rueguen todos por esta conversión.
Sabemos
que la Iglesia en su peregrinar terreno ha sufrido y continuará sufriendo oposiciones y
persecuciones. La esperanza que la sostiene es, sin embargo, inquebrantable, como
indestructible es la alegría que nace de esta esperanza. En efecto, la roca firme y
perenne sobre la que está fundada es Jesucristo, su Señor.
I
COMPROMISO ECUMÉNICO DE LA IGLESIA CATÓLICA
El designio de Dios y
la comunión
5. Junto
con todos los discípulos de Cristo, la Iglesia católica basa en el designio de Dios su
compromiso ecuménico de congregar a todos en la unidad. En efecto, « la Iglesia no
es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica
misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar,
actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a
todo en Cristo; a ser para todos 'sacramento inseparable de unidad' ». (4)
Ya
en el Antiguo Testamento, refiriéndose a la situación de entonces del pueblo de Dios, el
profeta Ezequiel, recurriendo al simple símbolo de dos maderos primero separados,
después acercados uno al otro, expresaba la voluntad divina de « congregar de todas
las partes » a los miembros del pueblo herido: « Seré su Dios y ellos serán
mi pueblo. Y sabrán las naciones que yo soy el Señor, que santificó a Israel, cuando mi
santuario esté en medio de ellos para siempre » (cf. 37, 16-28). El Evangelio de
san Juan, por su parte, y ante la situación del pueblo de Dios en aquel tiempo, ve en la
muerte de Jesús la razón de la unidad de los hijos de Dios: « Iba a morir por la
nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios
que estaban dispersos » (11, 51-52). En efecto, la Carta a los Efesios enseñará
que « derribando el muro que los separaba [...] por medio de la cruz, dando en sí
mismo muerte a la enemistad », de lo que estaba dividido hizo una unidad (cf. 2,
14-16).
6. La
unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios. Por esto Dios envió a su Hijo
para que, muriendo y resucitando por nosotros, nos diese su Espíritu de amor. La víspera
del sacrificio de la Cruz, Jesús mismo ruega al Padre por sus discípulos y por todos los
que creerán en El para que sean una sola cosa, una comunión viviente. De aquí se deriva
no sólo el deber, sino también la responsabilidad que incumbe ante Dios, ante su
designio, sobre aquéllos y aquéllas que, por medio del Bautismo llegan a ser el Cuerpo
de Cristo, Cuerpo en el cual debe realizarse en plenitud la reconciliación y la
comunión. ¿Cómo es posible permanecer divididos si con el Bautismo hemos sido
« inmersos » en la muerte del Señor, es decir, en el hecho mismo en que, por
medio del Hijo, Dios ha derribado los muros de la división? La división
« contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo. es un escándalo para el
mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura ».
(5)
El camino ecuménico:
camino de la Iglesia
7. « El
Señor de los tiempos, que prosigue sabia y pacientemente el plan de su gracia para con
nosotros pecadores, últimamente ha comenzado a infundir con mayor abundancia en los
cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión. Muchísimos
hombres, en todo el mundo, han sido movidos por esta gracia y también entre nuestros
hermanos separados ha surgido un movimiento cada día más amplio, con ayuda de la gracia
del Espíritu Santo, para restaurar la unidad de los cristianos. Participan en este
movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a
Jesús como Señor y Salvador; y no sólo individualmente, sino también reunidos en
grupos, en los que han oído el Evangelio y a los que consideran como su Iglesia y de
Dios. No obstante, casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios
única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que
el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios ». (6)
8. Esta
afirmación del Decreto Unitatis redintegratio se debe comprender en el contexto de todo
el magisterio conciliar. El Concilio Vaticano II expresa la decisión de la Iglesia de
emprender la acción ecuménica en favor de la unidad de los cristianos y de proponerla
con convicción y fuerza: « Este santo Sínodo exhorta a todos los fieles católicos
a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en el trabajo
ecuménico ». (7)
Al
indicar los principios católicos del ecumenismo, el Decreto Unitatis redintegratio enlaza
ante todo con la enseñanza sobre la Iglesia de la Constitución Lumen gentium, en el
capítulo que trata sobre el pueblo de Dios. (8) Al mismo tiempo, tiene presente lo que se
afirma en la Declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. (9)
La
Iglesia católica asume con esperanza la acción ecuménica como un imperativo de la
conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad. También aquí se puede
aplicar la palabra de san Pablo a los primeros cristianos de Roma: « El amor de Dios
ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo »; así nuestra
« esperanza... no defrauda » (Rom 5, 5). Esta es la esperanza de la unidad de
los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo.
9. Jesús
mismo antes de su Pasión rogó para « que todos sean uno » (Jn 17, 21). Esta
unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es
accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo
secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la
comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda
la profundidad de su ágape.
En
efecto, la unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse
juntas unas personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los
vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica.
(10) Los fieles son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en El,
en su comunión con el Padre: « Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con
su Hijo, Jesucristo » (1 Jn 1, 3). Así pues, para la Iglesia católica, la
comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia por
medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna.
Las palabras de Cristo « que todos sean uno » son pues la oración dirigida al
Padre para que su designio se cumpla plenamente, de modo que brille a los ojos de todos
« cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de
todas las cosas » (Ef 3, 9). Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la
unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de
gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el
significado de la oración de Cristo: « Ut unum sint ».
10. En
la situación actual de división entre los cristianos y de confiada búsqueda de la plena
comunión, los fieles católicos se sienten profundamente interpelados por el Señor de la
Iglesia. El Concilio Vaticano II ha reforzado su compromiso con una visión eclesiológica
lúcida y abierta a todos los valores eclesiales presentes entre los demás cristianos.
Los fieles católicos afrontan la problemática ecuménica con un espíritu de fe.
El
Concilio afirma que « la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica
gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con el » y al mismo
tiempo reconoce que « fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos
elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo,
empujan hacia la unidad católica ». (11)
« Por
tanto, las mismas Iglesias y Comunidades separadas, aunque creemos que padecen
deficiencias, de ninguna manera carecen de significación y peso en el misterio de la
salvación. Porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de
salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a
la Iglesia católica ». (12)
11. De
este modo la Iglesia católica afirma que, durante los dos mil años de su historia, ha
permanecido en la unidad con todos los bienes de los que Dios quiere dotar a su Iglesia, y
esto a pesar de las crisis con frecuencia graves que la han sacudido, las faltas de
fidelidad de algunos de sus ministros y los errores que cotidianamente cometen sus
miembros. La Iglesia católica sabe que, en virtud del apoyo que le viene del Espíritu,
las debilidades, las mediocridades, los pecados y a veces las traiciones de algunos de sus
hijos, no pueden destruir lo que Dios ha infundido en ella en virtud de su designio de
gracia. Incluso « las puertas del infierno no prevalecerán contra ella » (Mt
16, 18). Sin embargo la Iglesia católica no olvida que muchos en su seno ofuscan el
designio de Dios. Al recordar la división de los cristianos , el Decreto sobre el
ecumenismo no ignora la « culpa de los hombres por ambas partes », (13)
reconociendo que la responsabilidad no se puede atribuir únicamente a los
« demás ». Gracias a Dios, no se ha destruido lo que pertenece a la
estructura de la Iglesia de Cristo, ni tampoco la comunión existente con las demás
Iglesias y Comunidades eclesiales.
En
efecto, los elementos de santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades
cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión
existente, aunque imperfecta, entre ellas y la Iglesia católica.
En
la medida en que estos elementos se encuentran en las demás Comunidades cristianas, la
única Iglesia de Cristo tiene una presencia operante en ellas. Por este motivo el
Concilio Vaticano II habla de una cierta comunión, aunque imperfecta. La Constitución
Lumen gentium señala que la Iglesia católica « se siente unida por muchas
razones » (14) a estas Comunidades con una cierta verdadera unión en el
Espíritu Santo.
12. La
misma Constitución explicita ampliamente « los elementos de santificación y de
verdad » que, de diversos modos, se encuentran y actúan fuera de los límites
visibles de la Iglesia católica: « Son muchos, en efecto, los que veneran la
Sagrada Escritura como norma de fe y de vida y manifiestan un amor sincero por la
religión, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en el Hijo de Dios Salvador y
están marcados por el Bautismo, por el que están unidos a Cristo, e incluso reconocen y
reciben en sus propias Iglesias o Comunidades eclesiales otros sacramentos. Algunos de
ellos tienen también el Episcopado , celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la
devoción a la Virgen Madre de Dios. Se añade a esto la comunión en la oración y en
otros bienes espirituales, incluso una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo. Este
actúa, sin duda, también en ellos y los santifica con sus dones y gracias y, a algunos
de ellos, les dio fuerzas incluso para derramar su sangre. De esta manera, el Espíritu
suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de trabajar para que todos se unan en
paz, de la manera querida por Cristo, en un solo rebaño bajo un solo Pastor ». (15)
El
Decreto conciliar sobre el ecumenismo, refiriéndose a las Iglesias ortodoxas llega a
declarar que « por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de esas
Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios ». (16) Reconocer todo esto es una
exigencia de la verdad.
13. El
mismo Documento presenta someramente las implicaciones doctrinales. En relación a los
miembros de esas Comunidades, declara: « Justificados por la fe en el Bautismo, se
han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de
cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como
hermanos en el Señor ». (17)
Refiriéndose
a los múltiples bienes presentes en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, el
Decreto añade: « Todas estas realidades, que proceden de Cristo y conducen a El,
pertenecen, por derecho, a la única Iglesia de Cristo. Nuestros hermanos separados
practican también no pocas acciones sagradas de la religión cristiana, las cuales, de
distintos modos, según la diversa condición de cada Iglesia o comunidad, pueden sin duda
producir realmente la vida de la gracia, y deben ser consideradas aptas para abrir el
acceso a la comunión de la salvación ». (18)
Se
trata de textos ecuménicos de máxima importancia. Fuera de la comunidad católica no
existe el vacío eclesial. Muchos elementos de gran valor (eximia), que en la Iglesia
católica son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de gracia
que constituyen la Iglesia, se encuentran también en las otras Comunidades cristianas.
14. Todos
estos elementos llevan en sí mismos la llamada a la unidad para encontrar en ella su
plenitud. No se trata de poner juntas todas las riquezas diseminadas en las Comunidades
cristianas con el fin de llegar a la Iglesia deseada por Dios. De acuerdo con la gran
Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia católica cree
que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya la Iglesia en su realidad
escatológica, que El había preparado « desde el tiempo de Abel el Justo ».
(19) Está ya dada. Por este motivo nosotros estamos ya en los últimos tiempos. Los
elementos de esta Iglesia ya dada existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia católica
y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades, (20) donde ciertos aspectos del misterio
cristiano han estado a veces más eficazmente puestos de relieve. El ecumenismo trata
precisamente de hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la
comunión plena en la verdad y en la caridad.
Renovación y
conversión
15. Pasando
de los principios, del imperativo de la conciencia cristiana, a la realización del camino
ecuménico hacia la unidad, el Concilio Vaticano II pone sobre todo de relieve la
necesidad de conversión interior. El anuncio mesiánico « el tiempo se ha cumplido
y el Reino de Dios está cerca » y la llamada consiguiente « convertíos y
creed en la Buena Nueva » (Mc 1, 15), con la que Jesús inaugura su misión, indican
el elemento esencial que debe caracterizar todo nuevo inicio: la necesidad fundamental de
la evangelización en cada etapa del camino salvífico de la Iglesia. Esto se refiere, de
modo particular, al proceso iniciado por el Concilio Vaticano II, incluyendo en la
renovación la tarea ecuménica de unir a los cristianos divididos entre sí. « No
hay verdadero ecumenismo sin conversión interior ». (21)
El
Concilio llama tanto a la conversión personal como a la comunitaria. La aspiración de
cada Comunidad cristiana a la unidad es paralela a su fidelidad al Evangelio. Cuando se
trata de personas que viven su vocación cristiana, el Evangelio habla de conversión
interior, de una renovación de la mente. (22)
Cada
uno debe pues convertirse más radicalmente al Evangelio y, sin perder nunca de vista el
designio de Dios, debe cambiar su mirada. Con el ecumenismo la contemplación de las
« maravillas de Dios » (mirabilia Dei) se ha enriquecido de nuevos espacios,
en los que el Dios Trinitario suscita la acción de gracias: la percepción de que el
Espíritu actúa en las otras Comunidades cristianas, el descubrimiento de ejemplos de
santidad, la experiencia de las riquezas ilimitadas de la comunión de los santos, el
contacto con aspectos impensables del compromiso cristiano. Por otro lado, se ha difundido
también la necesidad de penitencia: el ser conscientes de ciertas exclusiones que hieren
la caridad fraterna, de ciertos rechazos que deben ser perdonados, de un cierto orgullo,
de aquella obstinación no evangélica en la condena de los « otros », de un
desprecio derivado de una presunción nociva. Así la vida entera de los cristianos queda
marcada por la preocupación ecuménica y están llamados a asumirla.
16. En
el magisterio del Concilio hay un nexo claro entre renovación, conversión y reforma.
Afirma así: « La Iglesia, peregrina en este mundo, es llamada por Cristo a esta
reforma permanente de la que ella, como institución terrena y humana, necesita
continuamente; de modo que si algunas cosas, por circunstancias de tiempo y lugar,
hubieran sido observadas menos cuidadosamente [...] deben restaurarse en el momento
oportuno y debidamente ». (23) Ninguna Comunidad cristiana puede eludir esta
llamada.
Dialogando
con franqueza, las Comunidades se ayudan a mirarse mutuamente unas a otras a la luz de la
Tradición apostólica. Esto las lleva a preguntarse si verdaderamente expresan de manera
adecuada todo lo que el Espíritu ha transmitido por medio de los Apóstoles. (24) En
relación a la Iglesia católica, en diversas circunstancias, como con ocasión del
aniversario del Bautismo de la Rus', (25) o del recuerdo, después de once siglos, de la
obra evangelizadora de los santos Cirilo y Metodio, (26) me he referido a estas exigencias
y perspectivas. Más recientemente, el Directorio para la aplicación de los principios y
de las normas acerca del ecumenismo, publicado con mi aprobación por el Pontificio
Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, las ha aplicado en el campo
pastoral. (27)
17. En
relación a los demás cristianos, los principales documentos de la Comisión Fe y
Constitución (28) y las declaraciones de numerosos diálogos bilaterales han
ofrecido ya a las Comunidades cristianas instrumentos útiles para discernir lo que es
necesario para el movimiento ecuménico y para la conversión que éste debe suscitar.
Estos estudios son importantes bajo una doble perspectiva: muestran los notables progresos
ya alcanzados e infunden esperanza por constituir una base segura para la sucesiva y
profundizada investigación.
La
comunión creciente en una reforma continua, realizada a la luz de la Tradición
apostólica, es sin duda, en la situación actual del pueblo cristiano, una de las
características distintivas y más importantes del ecumenismo. Por otra parte, es
también una garantía esencial para su futuro. Los fieles de la Iglesia católica deben
saber que el impulso ecuménico del Concilio Vaticano II es uno de los resultados de la
postura que la Iglesia adoptó entonces para escrutarse a la luz del Evangelio y de la
gran Tradición. Mi predecesor, el Papa Juan XXII, lo había comprendido bien rechazando
separar actualización y apertura ecuménica al convocar el Concilio. (29) Al término de
la asamblea conciliar, el Papa Pablo VI, reanudando el diálogo de caridad con las
Iglesias en comunión con el Patriarcado de Constantinopla, y realizando el gesto concreto
y altamente significativo de « relegar en el olvido » -y hacer
« desaparecer de la memoria y del interior de la Iglesia »- las excomuniones
del pasado, consagró la vocación ecuménica del Concilio. Es interesante recordar que la
creación de un organismo especial para el ecumenismo coincide con el comienzo mismo de la
preparación del Concilio Vaticano II (30) y que, a través de este organismo, las
opiniones y valoraciones de las demás Comunidades cristianas estuvieron presentes en los
grandes debates sobre la Revelación, la Iglesia, la naturaleza del ecumenismo y la
libertad religiosa.
Importancia fundamental
de la doctrina
18. Basándose
en una idea que el mismo Papa Juan XXIII había expresado en la apertura del Concilio,3l
el Decreto sobre el ecumenismo menciona el modo de exponer la doctrina entre los elementos
de la continua reforma. (31) (32)No se trata en este contexto de modificar el depósito de
la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir en ellos palabras esenciales,
de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo
con el falso pretexto de que ya no son comprensibles hoy. La unidad querida por Dios sólo
se puede realizar en la adhesión común al contenido íntegro de la fe revelada. En
materia de fe, una solución de compromiso está en contradicción con Dios que es la
Verdad. En el Cuerpo de Cristo que es « camino, verdad y vida » (Jn 14, 6),
¿quién consideraría legítima una reconciliación lograda a costa de la verdad? La
Declaración conciliar sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae atribuye a la
dignidad humana la búsqueda de la verdad, « sobre todo en lo que se refiere a Dios
y a su Iglesia », (33) y la adhesión a sus exigencias. Por tanto, un « estar
juntos » que traicionase la verdad estaría en oposición con la naturaleza de Dios
que ofrece su comunión, y con la exigencia de verdad que está en lo más profundo de
cada corazón humano.
19. Sin
embargo, la doctrina debe ser presentada de un modo que sea comprensible para aquéllos a
quienes Dios la destina. En la Carta encíclica Slavorum apostoli recordaba cómo Cirilo y
Metodio, por este mismo motivo, tradujeron las nociones de la Biblia y los conceptos de la
teología griega en un contexto de experiencias históricas y de pensamiento muy diverso.
Querían que la única palabra de Dios fuese « hecha accesible de este modo según
las formas expresivas propias de cada civilización ». (34) Comprendieron pues que
no podían « imponer a los pueblos, cuya evangelización les encomendaron, ni
siquiera la indiscutible superioridad de la lengua griega y de la cultura bizantina, o los
usos y comportamientos de la sociedad más avanzada, en la que ellos habían
crecido ». (35) Así hacían realidad aquella « perfecta comunión en el amor
[que] preserva a la Iglesia de cualquier forma de particularismo o de exclusivismo étnico
o de prejuicio racial, así como de cualquier orgullo nacionalista ». (36) En este
mismo espíritu, no dudé en decir a los aborígenes de Australia: « No tenéis que
ser un pueblo dividido en dos partes [...] Jesús os invita a aceptar sus palabras y sus
valores dentro de vuestra propia cultura ». (37) Puesto que por su naturaleza la
verdad de fe está destinada a toda la humanidad, exige ser traducida a todas las
culturas. En efecto, el elemento que determina la comunión en la verdad es el significado
de la verdad misma. La expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de
las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje
evangélico en su inmutable significado. (38)
« Esta
renovación tiene, pues, gran importancia ecuménica ». (39) Y es no sólo
renovación del modo de expresar la fe, sino de la misma vida de fe. Se podría preguntar:
¿quién debe realizarla? El Concilio responde claramente a este interrogante :
corresponde a « la Iglesia entera, tanto los fieles como los pastores; y afecta a
cada uno según su propia capacidad, ya sea en la vida cristiana diaria o en las
investigaciones teológicas e históricas ». (40)
20. Todo
esto es sumamente importante y de significado fundamental para la actividad ecuménica. De
ello resulta inequívocamente que el ecumenismo, el movimiento a favor de la unidad de los
cristianos, no es sólo un mero « apéndice », que se añade a la actividad
tradicional de la Iglesia. Al contrario, pertenece orgánicamente a su vida y a su acción
y debe, en consecuencia, inspirarlas y ser como el fruto de un árbol que, sano y lozano,
crece hasta alcanzar su pleno desarrollo.
Así
creía en la unidad de la Iglesia el Papa Juan XXII y así miraba a la unidad de todos los
cristianos. Refiriéndose a los demás cristianos, a la gran familia cristiana,
constataba: « Es mucho más fuerte lo que nos une que lo que nos divide ». Por
su parte, el Concilio Vaticano II exhorta: « Recuerden todos los fieles cristianos
que promoverán e incluso practicarán tanto mejor la unión cuanto más se esfuercen por
vivir una vida más pura según el Evangelio. Pues cuanto más estrecha sea su comunión
con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrán aumentar la
fraternidad mutua ». (41)
Primacía de la
oración
21. « Esta
conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas
por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento
ecuménico y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual ». (42)
Se
avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se
tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que
no están en plena comunión con nosotros. Del amor nace el deseo de la unidad, también
en aquéllos que siempre han ignorado esta exigencia. El amor es artífice de comunión
entre las personas y entre las Comunidades. Si nos amamos, es más profunda nuestra
comunión, y se orienta hacia la perfección. El amor se dirige a Dios como fuente
perfecta de comunión -la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo-, para
encontrar la fuerza de suscitar esta misma comunión entre las personas y entre las
Comunidades, o de restablecerla entre los cristianos aún divididos. El amor es la
corriente profundísima que da vida e infunde vigor al proceso hacia la unidad.
Este
amor halla su expresión más plena en la oración común. Cuando los hermanos que no
están en perfecta comunión entre sí se reúnen para rezar, su oración es definida por
el Concilio Vaticano II como alma de todo el movimiento ecuménico. La oración es
« un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad », una
« expresión auténtica de los vínculos que siguen uniendo a los católicos con los
hermanos separados ». (43) Incluso cuando no se reza en sentido formal por la unidad
de los cristianos, sino por otros motivos, como, por ejemplo, por la paz, la oración se
convierte por sí misma en expresión y confirmación de la unidad. La oración común de
los cristianos invita a Cristo mismo a visitar la Comunidad de aquéllos que lo invocan:
« Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos » (Mt 18, 20).
22. Cuando
los cristianos rezan juntos la meta de la unidad aparece más cercana. La larga historia
de los cristianos marcada por múltiples divisiones parece recomponerse, tendiendo a la
Fuente de su unidad que es Jesucristo. ¡El es el mismo ayer, hoy y siempre! (cf. Hb 13,
8). Cristo está realmente presente en la comunión de oración; ora « en
nosotros », « con nosotros » y « por nosotros ». El dirige
nuestra oración en el Espíritu Consolador que prometió y dio ya a su Iglesia en el
Cenáculo de Jerusalén, cuando la constituyó en su unidad originaria.
En
el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración
común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo. Si los
cristianos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en
torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo
que los une. Si se encuentran más frecuente y asiduamente delante de Cristo en la
oración, hallarán fuerza para afrontar toda la dolorosa y humana realidad de las
divisiones, y de nuevo se encontrarán en aquella comunidad de la Iglesia que Cristo forma
incesantemente en el Espíritu Santo, a pesar de todas las debilidades y limitaciones
humanas.
23. En
suma, la comunión de oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al
cristianismo. En efecto, no se debe olvidar que el Señor pidió al Padre la unidad de sus
discípulos, para que ésta fuera testimonio de su misión y el mundo pudiese creer que el
Padre lo había enviado (cf. Jn 17, 21).
Se
puede decir que el movimiento ecuménico haya partido en cierto sentido de la experiencia
negativa de quienes, anunciando el único Evangelio, se referían cada uno a su propia
Iglesia o Comunidad eclesial; una contradicción que no podía pasar desapercibida a quien
escuchaba el mensaje de salvación y encontraba en ello un obstáculo a la acogida del
anuncio evangélico. Lamentablemente este grave impedimento no está superado. Es cierto,
no estamos todavía en plena comunión. Sin embargo, a pesar de nuestras divisiones,
estamos recorriendo el camino hacia la unidad plena, aquella unidad que caracterizaba a la
Iglesia apostólica en sus principios, y que nosotros buscamos sinceramente: prueba de
esto es nuestra oración común, animada por la fe. En la oración nos reunimos en el
nombre de Cristo que es Uno. El es nuestra unidad.
La
oración « ecuménica » está al servicio de la misión cristiana y de su
credibilidad. Por eso debe estar particularmente presente en la vida de la Iglesia y en
cada actividad que tenga como fin favorecer la unidad de los cristianos. Es como si
nosotros debiéramos volver siempre a reunirnos en el Cenáculo del Jueves Santo, aunque
nuestra presencia común en este lugar, aguarda todavía su perfecto cumplimiento, hasta
que, superados los obstáculos para la perfecta comunión eclesial, todos los cristianos
se reúnan en la única celebración de la Eucaristía. (44)
24. Es
motivo de alegría constatar cómo tantos encuentros ecuménicos incluyen casi siempre la
oración y, más aún, culminan con ella. La Semana de Oración por la unidad de los
cristianos, que se celebra en el mes de enero, o en torno a Pentecostés en algunos
países, se ha convertido en una tradición difundida y consolidada. Pero además de ella,
son muchas las ocasiones que durante el año llevan a los cristianos a rezar juntos. En
este contexto, deseo evocar la experiencia particular de las peregrinaciones del Papa por
las Iglesias, en los diferentes continentes y en los varios países de la oikoumene
contemporánea. Soy bien consciente de que el Concilio Vaticano II orientó al Papa hacia
este particular ejercicio de su ministerio apostólico. Se puede decir aún más. El
Concilio hizo de este peregrinar del Papa una clara necesidad, en cumplimiento del papel
del Obispo de Roma al servicio de la comunión. (45) Estas visitas casi siempre han
incluido un encuentro ecuménico y la oración en común de los hermanos que buscan la
unidad en Cristo y en su Iglesia. Recuerdo con una emoción muy especial la oración con
el Primado de la Comunión anglicana en la catedral de Canterbury, el 29 de mayo de 1982,
cuando en aquel admirable templo veía un « elocuente testimonio, al mismo tiempo,
de nuestros largos años de herencia común y de los tristes años de división que
vinieron a continuación »; (46) tampoco puedo olvidar las realizadas en los Países
escandinavos y nórdicos (1-10 de junio de 1989), en América, África, o aquélla en la
sede del Consejo Ecuménico de las Iglesias (12 de junio de 1984), organismo que tiene
como objetivo llamar a las Iglesias y a las Comunidades eclesiales que forman parte
« a la meta de la comunión visible en una sola fe y en una sola comunión
eucarística expresada en el culto y en la vida común en Cristo ». (47) Y ¿cómo
podría olvidar mi participación en la liturgia eucarística en la iglesia de san Jorge,
en el Patriarcado ecuménico (30 de noviembre de 1979), y la celebración en la Basílica
de san Pedro durante la visita a Roma de mi venerable Hermano, el Patriarca Dimitrios I (6
de diciembre de 1987)? En aquella circunstancia, junto al altar de la Confesión,
profesamos juntos el Símbolo niceno-constantinopolitano, según el texto original griego.
No se pueden describir con pocas palabras los aspectos concretos que han caracterizado
cada uno de estos encuentros de oración. Por los condicionamientos del pasado que, de
modo diverso, pesaban sobre cada uno de ellos, todos tienen una propia y singular
elocuencia; todos están grabados en la memoria de la Iglesia, guiada por el Paráclito en
la búsqueda de la unidad de todos los creyentes en Cristo.
25. No
sólo el Papa se ha hecho peregrino. En estos años muchos dignos representantes de otras
Iglesias y Comunidades eclesiales me han visitado en Roma y he podido rezar con ellos en
encuentros públicos y privados. Ya he mencionado la presencia del Patriarca ecuménico
Dimitrios I. Quisiera ahora recordar también el encuentro de oración con los Arzobispos
luteranos, primados de Suecia y Finlandia, en la misma Basílica de san Pedro, para la
celebración de Vísperas, con ocasión del VI centenario de la canonización de santa
Brígida (5 de octubre de 1991). Se trata de un ejemplo, porque la Iglesia es consciente
de que el deber de orar por la unidad es propio de su vida. No hay un acontecimiento
importante y significativo que no se beneficie con la presencia recíproca y la oración
de los cristianos. Me es imposible enumerar todos estos encuentros, aunque cada uno
merezca ser nombrado. Verdaderamente el Señor nos lleva de la mano y nos guía. Estos
intercambios, estas oraciones han escrito ya páginas y páginas de nuestro « Libro
de la unidad », « Libro » que debemos siempre hojear y releer para
hallar inspiración y esperanza.
26. La
oración, la comunidad de oración, nos permite reencontrar siempre la verdad evangélica
de las palabras « uno solo es vuestro Padre » (Mt 23, 9), aquel Padre, Abbá,
al cual Cristo mismo se dirige, El que es Hijo unigénito de la misma sustancia. Y
además: « Uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos » (Mt
23, 8). La oración « ecuménica » manifiesta esta dimensión fundamental de
fraternidad en Cristo, que murió para unir a los hijos de Dios dispersos, para que
nosotros, llegando a ser hijos en el Hijo (cf. Ef 1, 5), reflejásemos más plenamente la
inescrutable realidad de la paternidad de Dios y, al mismo tiempo, la verdad sobre la
humanidad propia de cada uno y de todos.
La
oración « ecuménica », la oración de los hermanos y hermanas, expresa todo
esto. Ellos, precisamente por estar divididos entre sí, con mayor esperanza se unen en
Cristo, confiándole el futuro de su unidad y de su comunión. A esta situación se
podría aplicar una vez más felizmente la enseñanza del Concilio: « El Señor
Jesús, cuando pide al Padre 'que todos sean uno [...] como nosotros también somos uno'
(Jn 17, 21-22), ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la
verdad y el amor ». (48)
La
conversión del corazón, condición esencial de toda auténtica búsqueda de la unidad,
brota de la oración y ésta la lleva hacia su cumplimiento: « Los deseos de unidad
brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y
de una efusión libérrima de la caridad. Por ello, debemos implorar del Espíritu divino
la gracia de una sincera abnegación, humildad y mansedumbre en el servicio a los demás y
espíritu de generosidad fraterna hacia ellos ». (49)
27. Orar
por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división
entre los cristianos. En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe
tener con el Señor en la oración, no puede excluirse la preocupación por la unidad. En
efecto, sólo de este modo ésta formará parte plenamente de la realidad de nuestra vida
y de los compromisos que hayamos asumido en la Iglesia. Para poner de relieve esta
exigencia he querido proponer a los fieles de la Iglesia católica un modelo que me parece
ejemplar, el de una religiosa trapense, María Gabriela de la Unidad, que proclamé beata
el 25 de enero de 1983. (50) Sor María Gabriela, llamada por su vocación a vivir alejada
del mundo, dedicó su existencia a la meditación y a la oración centrada en el capítulo
17 del Evangelio de san Juan y la ofreció por la unidad de los cristianos. Este es el
soporte de toda oración: la entrega total y sin reservas de la propia vida al Padre, por
medio del Hijo, en el Espíritu Santo. El ejemplo de sor María Gabriela nos enseña, nos
hace comprender cómo no existen tiempos, situaciones o lugares particulares para rezar
por la unidad. La oración de Cristo al Padre es modelo para todos, siempre y en todo
lugar.
Diálogo ecuménico
28. Si
la oración es el « alma » de la renovación ecuménica y de la aspiración a
la unidad; sobre ella se fundamenta y en ella encuentra su fuerza todo lo que el Concilio
define como « diálogo ». Esta definición no está ciertamente lejos del
pensamiento personalista actual. La actitud de « diálogo » se sitúa en el
nivel de la naturaleza de la persona y de su dignidad. Desde el punto de vista
filosófico, esta posición se relaciona con la verdad cristiana sobre el hombre expresada
por el Concilio. En efecto, el hombre « es la única criatura en la tierra a la que
Dios ha amado por sí misma »; por tanto « no puede encontrarse plenamente a
sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo ». (51) El diálogo es paso
obligado del camino a recorrer hacia la autorrealización del hombre, tanto del individuo
como también de cada comunidad humana. Si bien del concepto de « diálogo »
parece emerger en primer plano el momento cognoscitivo (dia-logos), cada diálogo encierra
una dimensión global, existencial. Abarca al sujeto humano totalmente; el diálogo entre
las comunidades compromete de modo particular la subjetividad de cada una de ellas.
Esta
verdad sobre el diálogo, expresada tan profundamente por el Papa Pablo VI en la
Encíclica Ecclesiam suam, (52) fue también asumida por la doctrina y la actividad
ecuménica del Concilio. El diálogo no es sólo un intercambio de ideas. Siempre es de
todos modos un « intercambio de dones ». (53)
29. Por
este motivo, el Decreto conciliar sobre el ecumenismo pone también en primer plano
« todos los esfuerzos para eliminar palabras, juicios y acciones que no respondan,
según la justicia y la verdad, a la condición de los hermanos separados, y que por lo
mismo hagan más difíciles las relaciones mutuas con ellos ». (54)
Este
Documento afronta la cuestión desde el punto de vista de la Iglesia católica y se
refiere al criterio que ella debe aplicar en relación con los demás cristianos. Sin
embargo, en todo esto hay una exigencia de reciprocidad. Seguir este criterio es un
compromiso indispensable de cada una de las partes que quieren dialogar y es condición
previa para comenzarlo. Es necesario pasar de una situación de antagonismo y de conflicto
a un nivel en el que uno y otro se reconocen recíprocamente como asociados. Cuando se
empieza a dialogar, cada una de las partes debe presuponer una voluntad de reconciliación
en su interlocutor, de unidad en la verdad. Para realizar todo esto, deben evitarse las
manifestaciones de recíproca oposición. Sólo así el diálogo ayudará a superar la
división y podrá acercar a la unidad.
30. Se
puede afirmar, con viva gratitud hacia el Espíritu de verdad, que el Concilio Vaticano II
fue un tiempo providencial durante el cual se realizaron las condiciones fundamentales
para la participación de la Iglesia católica en el diálogo ecuménico. Por otra parte,
la presencia de numerosos observadores de varias Iglesias y Comunidades eclesiales, su
profunda implicación en el acontecimiento conciliar, los numerosos encuentros y las
oraciones en común que el Concilio ha hecho posibles, han contribuido a que se dieran las
condiciones para el diálogo. Durante el Concilio, los representantes de las Iglesias y
Comunidades cristianas experimentaron la disposición para el diálogo del episcopado
católico del mundo entero y, en particular, de la Sede Apostólica.
Estructuras locales de
diálogo
31. El
diálogo ecuménico, tal y como se ha manifestado desde los días del Concilio, lejos de
ser una prerrogativa de la Sede Apostólica, atañe también a las Iglesias locales o
particulares. Las Conferencias episcopales y los Sínodos de las Iglesias orientales
católicas han instituido comisiones especiales para la promoción del espíritu y de la
acción ecuménicos. Oportunas estructuras análogas trabajan a nivel diocesano. Estas
iniciativas manifiestan el deber concreto y general de la Iglesia católica de aplicar las
orientaciones conciliares sobre ecumenismo: este es un aspecto esencial del movimiento
ecuménico. (55) No sólo se ha emprendido el diálogo, sino que se ha convertido en una
necesidad declarada, una de las prioridades de la Iglesia; en consecuencia, se ha
perfilado la « técnica » para dialogar, favoreciendo al mismo tiempo el
crecimiento del espíritu de diálogo. En este contexto se quiere ante todo considerar el
diálogo entre cristianos de las diferentes Iglesias o Comunidades, « entablado
entre expertos adecuadamente formados, en el que cada uno explica con mayor profundidad la
doctrina de su Comunión y presenta con claridad sus características ». (56) Sin
embargo, conviene que cada cristiano conozca el método adecuado al diálogo.
32. Como
afirma la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa, « la verdad debe
buscarse de un modo adecuado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social,
es decir, mediante la investigación libre, con la ayuda del magisterio o enseñanza, de
la comunicación y del diálogo, en los que unos exponen a los otros la verdad que han
encontrado o piensan haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la
verdad; una vez conocida la verdad, hay que adherirse a ella firmemente con el
asentimiento personal ». (57) El diálogo ecuménico tiene una importancia esencial.
« Pues, por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico
y una estima más justa de la doctrina y de la vida de cada Comunión; además, también
las Comuniones consiguen una mayor colaboración en aquellas obligaciones en pro del bien
común exigidas por toda conciencia cristiana, y se reúnen, en cuanto es posible, en la
oración unánime. Finalmente, todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo sobre
la Iglesia y emprenden valientemente, como conviene, la obra de renovación y de
reforma ». (58)
Diálogo como examen de
conciencia
33. En
la intención del Concilio, el diálogo ecuménico tiene el carácter de una búsqueda
común de la verdad, particularmente sobre la Iglesia. En efecto, la verdad forma las
conciencias y orienta su actuación en favor de la unidad. Al mismo tiempo, exige que la
conciencia de los cristianos, hermanos divididos entre sí, y sus obras se conformen a la
oración de Cristo por la unidad. Existe una correlación entre oración y diálogo. Una
oración más profunda y consciente hace el diálogo más rico en frutos. Si por una parte
la oración es la condición para el diálogo, por otra llega a ser, de forma cada vez
más madura, su fruto.
34. Gracias
al diálogo ecuménico podemos hablar de mayor madurez de nuestra oración común. Esto es
posible en cuanto el diálogo cumple también y al mismo tiempo la función de un examen
de conciencia. ¿Cómo no recordar en este contexto las palabras de la Primera Carta de
Juan? « Si decimos: 'No tenemos pecado', nos engañamos y la verdad no está en
nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él [Dios] para perdonarnos los
pecados y purificarnos de toda injusticia » (1, 8-9). Juan nos lleva aún más allá
cuando afirma: « Si decimos: 'No hemos pecado', le hacemos mentiroso y su Palabra no
está en nosotros » (1, 10). Una exhortación que reconoce tan radicalmente nuestra
condición de pecadores debe ser también una característica del espíritu con que se
afronta el diálogo ecuménico. Si éste no llegara a ser un examen de conciencia, como un
« diálogo de las conciencias », ¿podríamos contar con la certeza que la
misma Carta nos transmite? « Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero
si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. El es
víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también
por los del mundo entero » (2, 1-2). El sacrificio salvífico de Cristo se ofrece
por todos los pecados del mundo, y por tanto también los cometidos contra la unidad de la
Iglesia: los pecados de los cristianos, tanto de los pastores como de los fieles. Incluso
después de tantos pecados que han contribuido a las divisiones históricas, es posible la
unidad de los cristianos, si somos conscientes humildemente de haber pecado contra la
unidad y estamos convencidos de la necesidad de nuestra conversión. No sólo se deben
perdonar y superar los pecados personales, sino también los sociales, es decir, las
« estructuras » mismas del pecado que han contribuido y pueden contribuir a la
división y a su consolidación.
35. Una
vez más el Concilio Vaticano II nos ayuda. Se puede decir que todo el Decreto sobre el
ecumenismo está lleno del espíritu de conversión. (59) El diálogo ecuménico presenta
en este documento un carácter propio; se transforma en « diálogo de la
conversión », y por tanto, según la expresión de Pablo VI, en auténtico
« diálogo de salvación ». (60) El diálogo no puede desarrollarse siguiendo
una trayectoria exclusivamente horizontal, limitándose al encuentro, al intercambio de
puntos de vista, o incluso de dones propios de cada Comunidad. Tiende también y sobre
todo a una dimensión vertical que lo orienta hacia Aquél, Redentor del mundo y Señor de
la historia, que es nuestra reconciliación. La dimensión vertical del diálogo está en
el común y recíproco reconocimiento de nuestra condición de hombres y mujeres que han
pecado. Precisamente esto abre en los hermanos que viven en comunidades que no están en
plena comunión entre ellas, un espacio interior en donde Cristo, fuente de unidad de la
Iglesia, puede obrar eficazmente, con toda la potencia de su Espíritu Paráclito.
Diálogo para resolver
las divergencias
36. El
diálogo es también un instrumento natural para confrontar diversos puntos de vista y
sobre todo examinar las divergencias que obstaculizan la plena comunión de los cristianos
entre sí. El Decreto sobre el ecumenismo describe, en primer lugar, las disposiciones
morales con las que se deben afrontar las conversaciones doctrinales: « Los
teólogos católicos, afianzados en la doctrina de la Iglesia, deben seguir adelante en el
diálogo ecuménico con amor a la verdad, caridad y humildad, investigando juntamente con
los hermanos separados sobre los misterios divinos ». (61)
El
amor a la verdad es la dimensión más profunda de una auténtica búsqueda de la plena
comunión entre los cristianos. Sin este amor sería imposible afrontar las objetivas
dificultades teológicas, culturales, psicológicas y sociales que se encuentran al
examinar las divergencias. A esta dimensión interior y personal está inseparablemente
unido el espíritu de caridad y humildad. Caridad hacia el interlocutor, humildad hacia la
verdad que se descubre y que podría exigir revisiones de afirmaciones y actitudes.
En
relación al estudio de las divergencias, el Concilio pide que se presente toda la
doctrina con claridad. Al mismo tiempo, exige que el modo y el método de enunciar la fe
católica no sea un obstáculo para el diálogo con los hermanos. (62) Ciertamente es
posible testimoniar la propia fe y explicar la doctrina de un modo correcto, leal y
comprensible, y tener presente contemporáneamente tanto las categorías mentales como la
experiencia histórica concreta del otro.
Obviamente,
la plena comunión deberá realizarse en la aceptación de toda la verdad, en la que el
Espíritu Santo introduce a los discípulos de Cristo. Por tanto debe evitarse
absolutamente toda forma de reduccionismo o de fácil « estar de acuerdo ».
Las cuestiones serias deben resolverse, porque de lo contrario resurgirían en otros
momentos, con idéntica configuración o bajo otro aspecto.
37. El
Decreto Unitatis redintegratio señala también un criterio a seguir cuando los católicos
tienen que presentar o confrontar las doctrinas: « Han de recordar que existe un
orden o 'jerarquía' de las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su
conexión con el fundamento de la fe cristiana. Así se preparará el camino por el cual
todos, por esta emulación fraterna, se estimularán a un conocimiento más profundo y a
una exposición más clara de las riquezas insondables de Cristo. (63)
38. En
el diálogo nos encontramos inevitablemente con el problema de las diferentes
formulaciones con las que se expresa la doctrina en las distintas Iglesias y Comunidades
eclesiales, lo cual tiene más de una consecuencia para la actividad ecuménica.
En
primer lugar, ante formulaciones doctrinales que se diferencian de las habituales de la
comunidad a la que se pertenece, conviene ante todo aclarar si las palabras no
sobrentienden un contenido idéntico, como, por ejemplo, se ha constatado en recientes
declaraciones comunes firmadas por mis Predecesores y por mí junto con los Patriarcas de
Iglesias con las que desde siglos existía un contencioso cristológico. En relación a la
formulación de las verdades reveladas, la Declaración Mysterium Ecclesiae afirma:
« Si bien las verdades que la Iglesia quiere enseñar de manera efectiva con sus
fórmulas dogmáticas se distinguen del pensamiento mutable de una época y pueden
expresarse al margen de estos pensamientos, sin embargo, puede darse el caso de que tales
verdades pueden ser enunciadas por el sagrado Magisterio con palabras que sean evocación
del mismo pensamiento. Teniendo todo esto presente hay que decir que las fórmulas
dogmáticas del Magisterio de la Iglesia han sido aptas desde el principio para comunicar
la verdad revelada y que, permaneciendo las mismas, lo serán siempre para quienes las
interpretan rectamente ». (64) A este respecto, el diálogo ecuménico, que anima a
las partes implicadas a interrogarse, comprenderse y explicarse recíprocamente, permite
descubrimientos inesperados. Las polémicas y controversias intolerantes han transformado
en afirmaciones incompatibles lo que de hecho era el resultado de dos intentos de escrutar
la misma realidad, aunque desde dos perspectivas diversas. Es necesario hoy encontrar la
fórmula que, expresando la realidad en su integridad, permita superar lecturas parciales
y eliminar falsas interpretaciones.
Una
de las ventajas del ecumenismo es que ayuda a las Comunidades cristianas a descubrir la
insondable riqueza de la verdad. También en este contexto, todo lo que el Espíritu
realiza en los « otros » puede contribuir a la edificación de cada comunidad.
(65) Y en cierto modo a instruirla sobre el misterio de Cristo. El ecumenismo auténtico
es una gracia de cara a la verdad.
39. Finalmente,
el diálogo pone a los interlocutores frente a las verdaderas y propias divergencias que
afectan a la fe. Estas divergencias deben sobre todo ser afrontadas con espíritu sincero
de caridad fraterna, de respeto de las exigencias de la propia conciencia y la del
próximo, con profunda humildad y amor a la verdad. La confrontación en esta materia
tiene dos puntos de referencia esenciales: la Sagrada Escritura y la gran Tradición de la
Iglesia. Para los católicos es una ayuda el Magisterio siempre vivo de la Iglesia.
La colaboración
práctica
40. Las
relaciones entre los cristianos no tienden sólo al mero conocimiento recíproco, a la
oración en común y al diálogo. Prevén y exigen desde ahora cualquier posible
colaboración práctica en los diversos ámbitos: pastoral, cultural, social, e incluso en
el testimonio del mensaje del Evangelio. (66)
« La
cooperación de todos los cristianos expresa vivamente aquella conjunción por la cual
están ya unidos entre sí y presenta bajo una luz más plena el rostro de Cristo
siervo ». (67) Una cooperación así fundada sobre la fe común, no sólo es rica
por la comunión fraterna, sino que es una epifanía de Cristo mismo.
Además,
la cooperación ecuménica es una verdadera escuela de ecumenismo, es un camino dinámico
hacia la unidad. La unidad de acción lleva a la plena unidad de fe: « Con esta
cooperación, todos los que creen en Cristo aprenderán fácilmente cómo pueden conocerse
mejor los unos a los otros, apreciarse más y allanar el camino de la unidad de los
cristianos ». (68)
A
los ojos del mundo la cooperación entre los cristianos asume las dimensiones del común
testimonio cristiano y llega a ser instrumento de evangelización en beneficio de unos y
otros.
1. Palabras al final
del Vía Crucis del Viernes Santo (1 abril 1994), 3: AAS 87 (1995), 88.
2. Conc. Ecum. Vat. II,
Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1.
3. Cf. Carta ap. Tertio
millennio adveniente (10 noviembre 1994), 16: AAS 87 (1995 ), 15.
4. Congregación Para
La Doctrina De La Fe, carta communionis notio, a los Obispos de la Iglesia católica sobre
algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (28 mayo 1992), 4: AAS 85
(1993), 840.
5. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 1.
6. Ibid.
7. Ibid., 4.
8. Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.
9. Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1 y 2.
10. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.
11. Ibid., 8.
12. Conc. Ecum. Vat.
II. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.
13. Ibid.
14. N. 15.
15. Ibid.
16. Conc. Ecum. Vat.
II. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 15.
17. Ibid., 3.
18. Ibid.
19. Cf. S. Gregorio
Magno, Homiliae in Evangelia 19, 1: PL 76, 1154 citado en Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 2.
20. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
21. Ibid., 7.
22. Cf. ibid.
23. Ibid., 6.
24. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, 7.
25. Cf. Carta ap.
Euntes in mundum (25 enero 1988): AAS 80 (1988), 935-956.
26. Cf. Carta enc.
Slavorum apostoli (2 junio 1985): AAS 77 (1985), 779-813.
27. Cf. Directoire pour
l' application des principes et des normes sur l'oecuménisme (25 marzo 1993): AAS 85
(1993) 1039-1119.
28. Cf. en particular
el Documento llamado de Lima: Bautismo, Eucaristía, Ministerio (enero 1982): Ench. Oecum.
1, 1392-1446, y el Documento n. 153 de « Fe y Constitución » Confessing the
« One » Faith, Gínebra 1991
29. Cf. Discurso de
apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 octubre 1962): AAS 54 (1962), 793.
30. Se trata del
Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, creado por el Papa Juan
XXIII con el Motu proprio Superno Dei nutu (5 junio 1960), 9: AAS 52 (1960), 436 y
confirmado por los documentos sucesivos: Motu proprio Appropinquante Concilio (6 agosto
1962), C. III, a. 7, § 2, I: AAS 54 (1962), 614; cf. Pablo VI, Const. ap. Regimini
ecclesiae universae (15 agosto 1967), 92-94: AAS 59 (1967), 918-919. Este Dicasterio se
denomina actualmente Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos:
cf. Const. ap. Pastor bonus (28 junio 1988). V, art. 135-138: AAS 80 (1988), 895-896.
31. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.
32. Discurso de
apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 octubre 1962): AAS 54 (1962), 792.
33. Conc. Ecum. Vat.
II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1.
34. Carta enc. Slavorum
apostoli (2 junio 1985), 11: AAS 77 (1985), 792.
35. Ibid., 13, l.c.,
794.
36. Ibid, 11, l.c.,
792.
37. Discurso a los
aborígenes (29 noviembre 1986), 12: AAS 79 (1987), 977.
38. Cf. S. Vicente De
Lerins, Commonitorium primum, 23: PL 50, 667-668.
39. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.
40. Ibid, 5.
41. Ibid, 7.
42. Ibid., 8.
43. Ibid.
44. Cf. ibid., 4.
45. Cf. Carta ap.
Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994) 24: AAS 87 (1995), 19-20.
46. Discurso en la
catedral de Canterbury (29 mayo 1982), 5: AAS 74 (1982), 922.
47. Consejo Ecuménico
de las Iglesias, Reglamento, III, 1 citado en Ench. Oecum. 1, 1392.
48. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.
49. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 7.
50. María Gabriela
Sagheddu, nacida en Dorgali (Cerdeña) en 1914. A los 21 años entra en el Monas- terio
Trapense de Grottaferrata. Conociendo, a través de la acción apostólica del Abbé Paul
Couturier la necesidad de oraciones y ofrecimientos espirituales por la unidad de los
cristianos, en 1936, con ocasión del Octavario por la unidad, decide ofrecer su vida por
esta causa. Después de una grave enfermedad muere el 23 de abril de 1939.
51. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.
52. Cf. AAS 56 (1964),
609-659.
53. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.
54. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
55. Cf. Código de
Derecho Canónico, can. 755; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can.
902-904.
56. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
57. Conc. Ecum. Vat.
II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 3.
58. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
59. Cf. ibid., 4.
60. Carta enc.
Ecclesiam suam (6 agosto 1964), III: AAS 56 (1964), 642.
61. Conc. Ecum. Vat.
II. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 11.
62. Cf. ibid
63. Ibid; cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, sobre la doctrina
católica acerca de la Iglesia (24 junio 1973), 4: AAS 65 (1973), 402.
64. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, sobre la doctrina católica acerca de la
Iglesia (24 junio 1973), 5: AAS 65 (1973), 403.
65. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
66. Cf. Declaración
cristológica común entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente:
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (18 noviembre 1994), 5.
67. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 12.
68. Ibid. |