ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
«SOLLICITUDO REI SOCIALIS»
AL CUMPLIRSE EL VIGÉSIMO ANIVERSARIO DE LA
POPULORUM PROGRESSIO


 

V
UNA LECTURA TEOLÓGICA DE LOS PROBLEMAS MODERNOS

35. A la luz del mismo carácter esencial moral, propio del desarrollo, hay que considerar también los obstáculos que se oponen a él. Si durante los años transcurridos desde la publicación de la Encíclica no se ha dado este desarrollo --o se ha dado de manera escasa, irregular, cuando no contradictoria--, las razones no pueden ser solamente económicas. Hemos visto ya cómo intervienen también motivaciones políticas. Las decisiones que aceleran o frenan el desarrollo de los pueblos, son ciertamente de carácter político. Y para superar los mecanismos perversos que señalábamos más arriba y sustituirlos con otros nuevos, más justos y conformes al bien común de la humanidad, es necesaria una voluntad política eficaz. Por desgracia, tras haber analizado la situación, hemos de concluir que aquella ha sido insuficiente. En un documento pastoral como el presente, un análisis limitado únicamente a las causas económicas y políticas del subdesarrollo y con las debidas referencias al llamado superdesarrollo, sería incompleto. Es, pues, necesario individuar las causas de orden moral que, en el plano de la conducta de los hombres, considerados como personas responsables, ponen un freno al desarrollo e impiden su realización plena. Igualmente, cuando se disponga de recursos científicos y técnicos que mediante las necesarias y concretas decisiones políticas deben contribuir a encaminar finalmente los pueblos hacia un verdadero desarrollo, la superación de los obstáculos mayores sólo se obtendrá gracias a decisiones esencialmente morales, las cuales, para los creyentes y especialmente los cristianos, se inspirarán en los principios de la fe, con la ayuda de la gracia divina. 36. Por tanto, hay que destacar que un mundo dividido en bloques, presididos a su vez por ideologías rígidas, donde en lugar de la interdependencia y la solidaridad, dominan diferentes formas de imperialismo, no es más que un mundo sometido a estructuras de pecado. La suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar.[64] Si la situación actual hay que atribuirla a dificultades de diversa índole, se debe hablar de «estructuras de pecado», las cuales --como ya he dicho en la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia-- se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación.[65] Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres.

«Pecado» y «estructuras de pecado», son categorías que no se aplican frecuentemente a la situación del mundo contemporáneo. Sin embargo, no se puede llegar fácilmente a una comprensión profunda de la realidad que tenemos ante nuestros ojos, sin dar un nombre a la raíz de los males que nos aquejan.

Se puede hablar ciertamente de «egoísmo» y de «estrechez de miras». Se puede hablar también de «cálculos políticos errados» y de «decisiones económicas imprudentes ». Y en cada una de estas calificaciones se percibe una resonancia de carácter ético-moral. En efecto la condición del hombre es tal que resulta difícil analizar profundamente las acciones y omisiones de las personas sin que implique, de una u otra forma, juicios o referencias de orden ético.

Esta valoración es de por sí positiva, sobre todo si llega a ser plenamente coherente y si se funda en la fe en Dios y en su ley, que ordena el bien y prohíbe el mal.

En esto está la diferencia entre la clase de análisis socio-político y la referencia formal al «pecado» y a las «estructuras de pecado». Según esta última visión, se hace presente la voluntad de Dios tres veces Santo, su plan sobre los hombres, su justicia y su misericordia. Dios «rico en misericordia», «Redentor del hombre», «Señor y dador de vida», exige de los hombres actitudes precisas que se expresan también en acciones u omisiones ante el prójimo. Aquí hay una referencia a la llamada «segunda tabla» de los diez Mandamientos (cf. Ex 20, 12-17; Dt 5, 16-21). Cuando no se cumplen éstos se ofende a Dios y se perjudica al prójimo, introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz.

37. A este análisis genérico de orden religioso se pueden añadir algunas consideraciones particulares, para indicar que entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina y al bien del prójimo y las «estructuras» que conllevan, dos parecen ser las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: «a cualquier precio ». En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas sus posibles consecuencias.

Ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran --en el panorama que tenemos ante nuestros ojos-- indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra.

Y como es obvio, no son solamente los individuos quienes pueden ser víctimas de estas dos actitudes de pecado pueden serlo también las Naciones y los bloques. Y esto favorece mayormente la introducción de las «estructuras de pecado», de las cuales he hablado antes. Si ciertas formas de «imperialismo» moderno se consideraran a la luz de estos criterios morales, se descubriría que bajo ciertas decisiones, aparentemente inspiradas solamente por la economía o la política, se ocultan verdaderas formas de idolatría: dinero, ideología, clase social y tecnología.

He creído oportuno señalar este tipo de análisis, ante todo para mostrar cuál es la naturaleza real del mal al que nos enfrentamos en la cuestión del desarrollo de los pueblos; es un mal moral, fruto de muchos pecados que llevan a «estructuras de pecado». Diagnosticar el mal de esta manera es también identificar adecuadamente, a nivel de conducta humana, el camino a seguir para superarlo.

38. Este camino es largo y complejo y además está amenazado constantemente tanto por la intrínseca fragilidad de los propósitos y realizaciones humanas, cuanto por la mutabilidad de las circunstancias externas tan imprevisibles. Sin embargo, debe ser emprendido decididamente y, en donde se hayan dado ya algunos pasos, o incluso recorrido una parte del mismo, seguirlo hasta el final. En el plano de la consideración presente, la decisión de emprender ese camino o seguir avanzando implica ante todo un valor moral, que los hombres y mujeres creyentes reconocen como requerido por la voluntad de Dios, único fundamento verdadero de una ética absolutamente vinculante.

Es de desear que también los hombres y mujeres sin una fe explícita se convenzan de que los obstáculos opuestos al pleno desarrollo no son solamente de orden económico, sino que dependen de actitudes más profundas que se traducen, para el ser humano, en valores absolutos. En este sentido, es de esperar que todos aquéllos que, en una u otra medida, son responsables de una «vida más humana» para sus semejantes --estén inspirados o no por una fe religiosa-- se den cuenta plenamente de la necesidad urgente de un cambio en las actitudes espirituales que definen las relaciones de cada hombre consigo mismo, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más lejanas y con la naturaleza; y ello en función de unos valores superiores, como el bien común, o el pleno desarrollo «de todo el hombre y de todos los hombres», según la feliz expresión de la Encíclica Populorum Progressio.[66]

Para los cristianos, así como para quienes la palabra «pecado» tiene un significado teológico preciso, este cambio de actitud o de mentalidad, o de modo de ser, se llama, en el lenguaje bíblico: «conversión» (cf. Mc 1, 15; Lc 13, 35; Is 30, 15). Esta conversión indica especialmente relación a Dios, al pecado cometido, a sus consecuencias, y, por tanto, al prójimo, individuo o comunidad. Es Dios, en «cuyas manos están los corazones de los poderosos»,[67] y los de todos, quien puede, según su promesa, transformar por obra de su Espíritu los «corazones de piedra», en «corazones de carne» (cf. Ez 36, 26).

En el camino hacia esta deseada conversión hacia la superación de los obstáculos morales para el desarrollo, se puede señalar ya, como un valor positivo y moral, la conciencia creciente de la interdependencia entre los hombres y entre las Naciones. El hecho de que los hombres y mujeres, en muchas partes del mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos humanos cometidas en países lejanos, que posiblemente nunca visitarán, es un signo más de que esta realidad es transformada en conciencia, que adquiere así una connotación moral.

Ante todo se trata de la interdependencia, percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso, y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como «virtud», es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de poder de que ya se ha hablado. Tales «actitudes y estructuras de pecado» solamente se vencen --con la ayuda de la gracia divina-- mediante una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a «perderse», en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a «servirlo» en lugar de oprimirlo para el propio provecho (cf. Mt 10, 40-42; 20, 25; Mc 10, 42-45; Lc 22, 25-27).

39. El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. Los que cuentan más, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse responsables de los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legítimos derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos. Por su parte, los grupos intermedios no han de insistir egoísticamente en sus intereses particulares, sino que deben respetar los intereses de los demás.

Signos positivos del mundo contemporáneo son la creciente conciencia de solidaridad de los pobres entre sí, así como también sus iniciativas de mutuo apoyo y su afirmación pública en el escenario social, no recurtiendo a la violencia, sino presentando sus carencias y sus derechos frente a la ineficiencia o a la corrupción de los poderes públicos. La Iglesia, en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a esas multitudes pobres, a discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad sin perder de vista al bien de los grupos en función del bien común. El mismo criterio se aplica, por analogía, en las relaciones internacionales. La interdependencia debe convertirse en solidaridad, fundada en el principio de que los bienes de la creación están destinados a todos. Y lo que la industria humana produce con la elaboración de las materias primas y con la aportación del trabajo, debe servir igualmente al bien de todos.

Superando los imperialismos de todo tipo y los propósitos por mantener la propia hegemonía, las Naciones más fuertes y más dotadas deben sentirse moralmente responsables de las otras, con el fin de instaurar un verdadero sistema internacional que se base en la igualdad de todos los pueblos y en el debido respeto de sus legítimas diferencias. Los Países económicamente más débiles, o que están en el límite de la supervivencia, asistidos por los demás pueblos y por la comunidad internacional, deben ser capaces de aportar a su vez al bien común sus tesoros de humanidad y de cultura, que de otro modo se perderían para siempre.

La solidaridad nos ayuda a ver al «otro» --persona, pueblo o Nación--, no como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un «semejante» nuestro, una «ayuda» (cf. Gén 2, 18. 20), para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos.

Se excluyen así la explotación, la opresión y la anulación de los demás. Tales hechos, en la presente división del mundo en bloques contrapuestos, van a confluir en el peligro de guerra y en la excesiva preocupación por la propia seguridad, frecuentemente a expensas de la autonomía, de la libre decisión y de la misma integridad territorial de las Naciones más débiles, que se encuentran en las llamadas «zonas de influencia» o en los «cinturones de seguridad».

Las «estructuras de pecado», y los pecados que conducen a ellas, se oponen con igual radicalidad a la paz y al desarrollo, pues el desarrollo, según la conocida expresión de la Encíclica de Pablo VI, es «el nuevo nombre de la paz».[68]

De esta manera, la solidaridad que proponemos es un camino hacia la paz y hacia el desarrollo. En efecto, la paz del mundo es inconcebible si no se logra reconocer, por parte de los responsable, que la interdependencia exige de por sí la superación de la política de los bloques, la renuncia a toda forma de imperialismo económico, militar o político, y la transformación de la mutua desconfianza en colaboración. Este es, precisamente, el acto propio de la solidaridad entre los individuos y entre las Naciones.

EL lema del pontificado de mi venerado predecesor Pío XII era Opus iustitiae pax, la paz como fruto de la justicia. Hoy se podría decir, con la misma exactitud y análoga fuerza de inspiración bíblica (cf. Is 32, 17; Sant 32, 17), Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad. El objetivo de la paz, tan deseada por todos, sólo se alcanzará con la realización de la justicia social e internacional, y además con la práctica de las virtudes que favorecen la convivencia y nos enseñan a vivir unidos, para construir juntos, dando y recibiendo, una sociedad nueva y un mundo mejor.

40. La solidaridad es sin duda una virtud cristiana. Ya en la exposición precedente se podían vislumbrar numerosos puntos de contacto entre ella y la caridad, que es signo distintivo de los discípulos de Cristo (cf. Jn 13, 35).

A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuestos al sacrificio, incluso extremo: «dar la vida por los hermanos» (cf. 1 Jn 3, 16).

Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, «hijos en el Hijo», de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra «comunión». Esta comunión, específicamente cristiana, celosamente custodiada, extendida y enriquecida con la ayuda del Señor, es el alma de la vocación de la Iglesia a ser «sacramento», en el sentido ya indicado.

Por eso la solidaridad debe cooperar en la realización de este designio divino, tanto a nivel individual, como a nivel nacional e internacional. Los «mecanismos perversos» y las «estructuras de pecado», de que hemos hablado, sólo podrán ser vencidos mediante el ejercicio de la solidaridad humana y cristiana, a la que la Iglesia invita y que promueve incansablemente. Sólo así tantas energías positivas podrán ser dedicadas plenamente en favor del desarrollo y de la paz. Muchos santos canonizados por la Iglesia dan admirable testimonio de esta solidaridad y sirven de ejemplo en las difíciles circunstancias actuales. Entre ellos deseo recordar a San Pedro Claver, con su servicio a los esclavos en Cartagena de Indias, y a San Maximiliano María Kolbe, dando su vida por un prisionero desconocido en el campo de concentración de Auschwitz-Oswiecim.

 

VI
ALGUNAS ORIENTACIONES PARTICULARES

41. La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal, como ya afirmó el Papa Pablo VI, en su Encíclica.[69] En efecto, no propone sistemas o programas económicos y políticos, ni manifiesta preferencias por unos o por otros, con tal que la dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el mundo. Pero la Iglesia es « experta en humanidad»,[70] y esto la mueve a extender necesariamente su misión religiosa a los diversos campos en que los hombres y mujeres desarrollan sus actividades, en busca de la felicidad, aunque siempre relativa, que es posible en este mundo, de acuerdo con su dignidad de personas.

Siguiendo a mis predecesores, he de repetir que el desarrollo para que sea auténtico, es decir, conforme a la dignidad del hombre y de los pueblos, no puede ser reducido solamente a un problema «técnico». Si se le reduce a esto, se le despoja de su verdadero contenido y se traiciona al hombre y a los pueblos, a cuyo servicio debe ponerse.

Por esto la Iglesia tiene una palabra que decir, tanto hoy como hace veinte años, así como en el futuro, sobre la naturaleza, condiciones exigencias y finalidades del verdadero desarrollo y sobre los obstáculos que se oponen a él. Al hacerlo así, cumple su misión evangelizadora, ya que da su primera contribución a la solución del problema urgente del desarrollo cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre, aplicándola a una situación concreta.[71]

A este fin la Iglesia utiliza como instrumento su doctrina social. En la difícil coyuntura actual, para favorecer tanto el planteamiento correcto de los problemas como sus soluciones mejores, podrá ayudar mucho un conocimiento más exacto y una difusión más amplia del «conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directrices de acción» propuestos por su enseñanza.[72]

Se observará así inmediatamente, que las cuestiones que afrontamos son ante todo morales; y que ni el análisis del problema del desarrollo como tal, ni los medios para superar las presentes dificultades pueden prescindir de esta dimensión esencial.

La doctrina social de la Iglesia no es, pues, una «tercera vía» entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana. Por tanto, no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la teología y especialmente de la teología moral.

La enseñanza y la difusión de esta doctrina social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Y como se trata de una doctrina que debe orientar la conducta de las personas, tiene como consecuencia el «compromiso por la justicia» según la función, vocación y circunstancias de cada uno.

Al ejercicio de este ministerio de evangelización en el campo social, que es un aspecto de la función profética de la Iglesia, pertenece también la denuncia de los males y de las injusticias. Pero conviene aclarar que el anuncio es siempre mas importante que la denuncia, y que ésta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta.

42. La doctrina social de la Iglesia, hoy más que nunca tiene el deber de abrirse a una perspectiva internacional en la línea del Concilio Vaticano II,[73] de las recientes Encíclicas [74] y, en particular, de la que conmemoramos.[75] No será, pues, superfluo examinar de nuevo y profundizar bajo esta luz los temas y las orientaciones características, tratados por el Magisterio en estos años.

Entre dichos temas quiero señalar aquí la opción o amor preferencial por los pobres. Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes.

Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social,[76] este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede olvidar la existencia de esta realidad. Ignorarlo significaría parecernos al «rico epulón» que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta (cf. Lc 16, 19-31).[77]

Nuestra vida cotidiana, así como nuestras decisiones en el campo político y económico deben estar marcadas por estas realidades. Igualmente los responsables de las Naciones y los mismos Organismos internacionales, mientras han de tener siempre presente como prioritaria en sus planes la verdadera dimensión humana, no han de olvidar dar la precedencia al fenómeno de la creciente pobreza. Por desgracia, los pobres, lejos de disminuir, se multiplican no sólo en los Países menos desarrollados sino también en los más desarrollados, lo cual resulta no menos escandaloso.

Es necesario recordar una vez más aquel principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de este mundo están originariamente destinados a todos.[78] El derecho a la propiedad privada es válido y necesario, pero no anula el valor de tal principio. En efecto, sobre ella grava «una hipoteca social»,[79] es decir, posee, como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes. En este empeño por los pobres, no ha de olvidarse aquella forma especial de pobreza que es la privación de los derechos fundamentales de la persona, en concreto el derecho a la libertad religiosa y el derecho, también, a la iniciativa económica.

43. Esta preocupación acuciante por los pobres --que, según la significativa fórmula, son «los pobres del Señor» [80]-- debe traducirse, a todos los niveles, en acciones concretas hasta alcanzar decididamente algunas reformas necesarias. Depende de cada situación local determinar las más urgentes y los modos para realizarlas; pero no conviene olvidar las exigidas por la situación de desequilibrio internacional que hemos descrito.

A este respecto, deseo recordar particularmente: la reforma del sistema internacional de comercio, hipotecado por el proteccionismo y el creciente bilateralismo; la reforma del sistema monetario y financiero mundial, reconocido hoy como insuficiente; la cuestión de los intercambios de tecnologías y de su uso adecuado; la necesidad de una revisión de la estructura de las Organizaciones internacionales existentes, en el marco de un orden jurídico internacional.

El sistema internacional de comercio hoy discrimina frecuentemente los productos de las industrias incipientes de los Países en vías de desarrollo, mientras desalienta a los productores de materias primas. Existe, además, una cierta división internacional del trabajo por la cual los productos a bajo coste de algunos Países, carentes de leyes laborales eficaces o demasiado débiles en aplicarlas, se venden en otras partes del mundo con considerables beneficios para las empresas dedicadas a este tipo de producción, que no conoce fronteras.

El sistema monetario y financiero mundial se caracteriza por la excesiva fluctuación de los métodos de intercambio y de interés, en detrimento de la balanza de pagos y de la situación de endeudamiento de los Países pobres.

Las tecnologías y sus transferencias constituyen hoy uno de los problemas principales del intercambio internacional y de los graves daños que se derivan de ellos. No son raros los casos de Países en vías de desarrollo a los que se niegan las tecnologías necesarias o se les envían las inútiles.

Las Organizaciones internacionales, en opinión de muchos, habrían llegado a un momento de su existencia, en el que sus mecanismos de funcionamiento, los costes operativos y su eficacia requieren un examen atento y eventuales correciones. Evidentemente no se conseguirá tan delicado proceso sin la colaboración de todos. Esto supone la superación de las rivalidades políticas y la renuncia a la voluntad de instrumentalizar dichas Organizaciones, cuya razón única de ser es el bien común.

Las instituciones y las Organizaciones existentes han actuado bien en favor de los pueblos. Sin embargo, la humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil de su auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional, al servicio de las sociedades, de las económicas y de las culturas del mundo entero.

44. El desarrollo requiere sobre todo espíritu de iniciativa por parte de los mismos Países que lo necesitan.[81] Cada uno de ellos ha de actuar según sus propias responsabilidades, sin esperarlo todo de los Países más favorecidos y actuando en colaboración con los que se encuentran en la misma situación. Cada uno debe descubrir y aprovechar lo mejor posible el espacio de su propia libertad. Cada uno debería llegar a ser capaz de iniciativas que respondan a las propias exigencias de la sociedad. Cada uno debería darse cuenta también de las necesidades reales, así, como de los derechos y deberes a que tienen que hacer frente. El desarrollo de los pueblos comienza y encuentra su realización más adecuada en el compromiso de cada pueblo para su desarrollo, en colaboración con todos los demás.

Es importante, además, que las mismas Naciones en vías de desarrollo favorezcan la autoafirmación de cada uno de sus ciudadanos mediante el acceso a una mayor cultura y a una libre circulación de las informaciones. Todo lo que favorezca la alfabetización y la educación de base, que la profundice y complete, como proponía la Encíclica Populorum Progressio,[82] --metas todavía lejos de ser realidad en tantas partes del mundo-- es una contribución directa al verdadero desarrollo.

Para caminar en esta dirección, las mismas Naciones han de individuar sus prioridades y detectar bien las propias necesidades según las particulares condiciones de su población, de su ambiente geográfico y de sus tradiciones culturales. Algunas Naciones deberán incrementar la producción alimentaria para tener siempre a su disposición lo necesario para la nutrición y la vida. En el mundo contemporáneo,--en el que el hambre causa tantas víctimas, especialmente entre los niños-- existen algunas Naciones particularmente no desarrolladas que han conseguido el objetivo de la autosuficiencia alimentaria y que se han convertido en exportadoras de alimentos.

Otras Naciones necesitan reformar algunas estructuras y, en particular, sus instituciones políticas, para sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o autoritarios, por otros democráticos y participativos. Es un proceso que, es de esperar, se extienda y consolide, porque la «salud» de una comunidad política --en cuanto se expresa mediante la libre participación y responsabilidad de todos los ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la promoción de los derechos humanos-- es condición necesaria y garantía segura para el desarrollo de «todo el hombre y de todos los hombres».

45. Cuanto se ha dicho no se podrá realizar sin la colaboración de todos, especialmente de la comunidad internacional, en el marco de una solidaridad que abarque a todos, empezando por los más marginados. Pero las mismas Naciones en vías de desarrollo tienen el deber de practicar la solidaridad entre sí y con los Países más marginados del mundo.

Es de desear, por ejemplo, que Naciones de una misma área geográfica establezcan formas de cooperación que las hagan menos dependientes de productores más poderosos; que abran sus fronteras a los productos de esa zona; que examinen la eventual complementariedad de sus productos; que se asocien para la dotación de servicios, que cada una por separado no sería capaz de proveer; que extiendan esa cooperación al sector monetario y financiero.

La interdependencia es ya una realidad en muchos de estos Países. Reconocerla, de manera que sea más activa, representa una alternativa a la excesiva dependencia de Países más ricos y poderosos, en el orden mismo del desarrollo deseado, sin oponerse a nadie, sino descubriendo y valorizando al máximo las propias responsabilidades. Los Países en vías de desarrollo de una misma área geográfica, sobre todo los comprendidos en la zona «Sur» pueden y deben constituir --como ya se comienza a hacer con resultados prometedores-- nuevas organizaciones regionales inspiradas en criterios de igualdad, libertad y participación en el concierto de las Naciones.

La solidaridad universal requiere, como condición indispensable su autonomía y libre disponibilidad, incluso dentro de asociaciones como las indicadas. Pero, al mismo tiempo, requiere disponibilidad para aceptar los sacrificios necesarios por el bien de la comunidad mundial.

 

VII
CONCLUSIÓN

46. Los pueblos y los individuos aspiran a su liberación: la búsqueda del pleno desarrollo es el signo de su deseo de superar los múltiples obstáculos que les impiden gozar de una « vida más humana».

Recientemente, en el período siguiente a la publicación de la Encíclica Populorum Progressio, en algunas áreas de la Iglesia católica, particularmente en América Latina, se ha difundido un nuevo modo de afrontar los problemas de la miseria y del subdesarrollo, que hace de la liberación su categoría fundamental y su primer principio de acción. Los valores positivos, pero también las desviaciones y los peligros de desviación, unidos a esta forma de reflexión y de elaboración teológica, han sido convenientemente señalados por el Magisterio de la Iglesia.[83]

Conviene añadir que la aspiración a la liberación de toda forma de esclavitud, relativa al hombre y a la sociedad, es algo noble y válido. A esto mira propiamente el desarrollo y la liberación, dada la íntima conexión existente entre estas dos realidades.

Un desarrollo solamente económico no es capaz de liberar al hombre, al contrario, lo esclaviza todavía más. Un desarrollo que no abarque la dimensión cultural, trascendente y religiosa del hombre y de la sociedad, en la medida en que no reconoce la existencia de tales dimensiones, no orienta en función de las mismas sus objetivos y prioridades, contribuiría aún menos a la verdadera liberación. El ser humano es totalmente libre sólo cuando es él mismo, en la plenitud de sus derechos y deberes; y lo mismo cabe decir de toda la sociedad.

El principal obstáculo que la verdadera liberación debe vencer es el pecado y las estructuras que llevan al mismo, a medida que se multiplican y se extienden.[84]

La libertad con la cual Cristo nos ha liberado (cf. Gál 5, 1) nos mueve a convertirnos en siervos de todos. De esta manera el proceso del desarrollo y de la liberación se concreta en el ejercicio de la solidaridad, es decir, del amor y servicio al prójimo, particularmente a los más pobres. «Porque donde faltan la verdad y el amor, el proceso de liberación lleva a la muerte de una libertad que habría perdido todo apoyo».[85]

47. En el marco de las tristes experiencias de estos últimos años y del panorama prevalentemente negativo del momento presente, la Iglesia debe afirmar con fuerza la posibilidad de la superación de las trabas que por exceso o por defecto, se interponen al desarrollo, y la confianza en una verdadera liberación. Confianza y posibilidad fundadas, en última instancia, en la conciencia que la Iglesia tiene de la promesa divina, en virtud de la cual la historia presente no está cerrada en sí misma sino abierta al Reino de Dios.

La Iglesia tiene también confianza en el hombre, aun conociendo la maldad de que es capaz, porque sabe bien --no obstante el pecado heredado y el que cada uno puede cometer-- que hay en la persona humana suficientes cualidades y energías, y hay una « bondad» fundamental (cf. Gén 1, 31), porque es imagen de su Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo, «cercano a todo hombre»,[86] y porque la acción eficaz del Espíritu Santo «llena la tierra» (Sab 1, 7).

Por tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Aunque con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también --ante las urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo-- por temor, indecisión y, en el fondo, por cobardía. Todos estamos llamados, más aún obligados, a afrontar este tremendo desafío de la última década del segundo milenio. Y ello, porque unos peligros ineludibles nos amenazan a todos: una crisis económica mundial, una guerra sin fronteras, sin vencedores ni vencidos. Ante semejante amenaza, la distinción entre personas y Países ricos, entre personas y Países pobres, contará poco, salvo por la mayor responsabilidad de los que tienen más y pueden más.

Pero éste no es el único ni el principal motivo. Lo que está en juego es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia. El panorama actual --como muchos ya perciben más o menos claramente--, no parece responder a esta dignidad. Cada uno está llamado a ocupar su propio lugar en esta campaña pacífica que hay que realizar con medios pacíficos para conseguir el desarrollo en la paz, para salvaguardar la misma naturaleza y el mundo que nos circunda. También la Iglesia se siente profundamente implicada en este camino, en cuyo éxito final espera.

Por eso, siguiendo la Encíclica Populorum progressio del Papa Pablo VI,[87] con sencillez y humildad quiero dirigirme a todos, hombres y mujeres sin excepción, para que, convencidos de la gravedad del momento presente y de la respectiva responsabilidad individual, pongamos por obra, --con el estilo personal y familiar de vida, con el uso de los bienes, con la participación como ciudadanos, con la colaboración en las decisiones económicas y políticas y con la propia actuación a nivel nacional e internacional-- las medidas inspiradas en la solidaridad y en el amor preferencial por los pobres. Así lo requiere el momento, así lo exige sobre todo la dignidad de la persona humana, imagen indestructible de Dios Creador, idéntica en cada uno de nosotros.

En este empeño deben ser ejemplo y guía los hijos de la Iglesia, llamados, según el programa enunciado por el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret, a «anunciar a los pobres la Buena Nueva ... a proclamar la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Y en esto conviene subrayar el papel preponderante que cabe a los laicos, hombres y mujeres, como se ha dicho varias veces durante la reciente Asamblea sinodal. A ellos compete animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia

Quiero dirigirme especialmente a quienes por el sacramento del Bautismo y la profesión de un mismo Credo, comparten con nosotros una verdadera comunión, aunque imperfecta. Estoy seguro de que tanto la preocupación que esta Encíclica transmite, como las motivaciones que la animan, les serán familiares, porque están inspiradas en el Evangelio de Jesucristo. Podemos encontrar aquí una nueva invitación a dar un testimonio unánime de nuestras comunes convicciones sobre la dignidad del hombre, creado por Dios, redimido por Cristo, santificado por el Espíritu, y llamado en este mundo a vivir una vida conforme a esta dignidad.

A quienes comparten con nosotros la herencia de Abrahán, «nuestro padre en la fe» (cf. Rom 4, 11 s.),[88] y la tradición del Antiguo Testamento, es decir, los Judíos; y a quienes, como nosotros, creen en Dios justo y misericordioso, es decir, los Musulmanes, dirijo igualmente este llamado, que hago extensivo, también, a todos los seguidores de las grandes religiones del mundo.

El encuentro del 27 de septiembre del año pasado en Asís, ciudad de San Francisco, para orar y comprometernos por la paz --cada uno en fidelidad a la propia profesión religiosa-- nos ha revelado a todos hasta qué punto la paz y, su necesaria condición, el desarrollo de «todo el hombre y de todos los hombres», son una cuestión también religiosa, y cómo la plena realización de ambos depende de la fidelidad a nuestra vocación de hombres y mujeres creyentes. Porque depende ante todo de Dios.

48. La Iglesia sabe bien que ninguna realización temporal se identifica con el Reino de Dios, pero que todas ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo anticipar la gloria de ese Reino, que esperamos al final de la historia, cuando el Señor vuelva. Pero la espera no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida social, nacional e internacional, en la medida en que ésta --sobre todo ahora-- condiciona a aquélla. Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la historia, para hacer «más humana» la vida de los hombres, se habrá perdido ni habrá sido vano. Esto enseña el Concilio Vaticano II en un texto luminoso de la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal ...; reino que está ya misteriosamente presente en nuestra tierra».[89]

El Reino de Dios se hace, pues, presente ahora, sobre todo en la celebración del Sacramento de la Eucaristía, que es el Sacrificio del Señor. En esta celebración los frutos de la tierra y del trabajo humano --el pan y el vino-- son transformados misteriosa, aunque real y substancialmente, por obra del Espíritu Santo y de las palabras del ministro, en el Cuerpo y Sangre del Señor Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, por el cual el Reino del Padre se ha hecho presente en medio de nosotros.

Los bienes de este mundo y la obra de nuestras manos --el pan y el vino-- sirven para la venida del Reino definitivo, ya que el Señor, mediante su Espíritu, los asume en sí mismo para ofrecerse al Padre y ofrecernos a nosotros con él en la renovación de su único sacrificio, que anticipa el Reino de Dios y anuncia su venida final.

Así el Señor, mediante la Eucaristía, sacramento y sacrificio, nos une consigo y nos une entre nosotros con un vínculo más perfecto que toda unión natural; y unidos nos envía al mundo entero para dar testimonio, con la fe y con las obras, del amor de Dios, preparando la venida de su Reino y anticipándolo en las sombras del tiempo presente.

Quienes participamos de la Eucaristía estamos llamados a descubrir, mediante este Sacramento, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo en favor del desarrollo y de la paz; y a recibir de él las energías para empeñarnos en ello cada vez más generosamente, a ejemplo de Cristo que en este Sacramento da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13). Como la de Cristo y en cuanto unida a ella, nuestra entrega personal no será inútil sino ciertamente fecunda.

49. En este Año Mariano, que he proclamado para que los fieles católicos miren cada vez más a María, que nos precede en la peregrinación de la fe,[90] y con maternal solicitud intercede por nosotros ante su Hijo, nuestro Redentor, deseo confiar a ella y a su intercesión la difícil coyuntura del mundo actual, los esfuerzos que se hacen y se harán, a menudo con considerables sufrimientos, para contribuir al verdadero desarrollo de los pueblos, propuesto y anunciado por mi predecesor Pablo VI.

Como siempre ha hecho la piedad cristiana, presentamos a la Santísima Virgen las difíciles situaciones individuales, a fin de que, exponiéndolas su Hijo, obtenga de él que las alivie y transforme. Pero le presentamos también las situaciones sociales y la misma crisis internacional, en sus aspectos preocupantes de miseria, desempleo, carencia de alimentos, carrera armamentista, desprecio de los derechos humanos, situaciones o peligros de conflicto parcial o total. Todo esto lo queremos poner filialmente ante sus «ojos misericordiosos», repitiendo una vez más con fe y esperanza la antigua antífona mariana: « Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios. No deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien líbranos siempre de peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».

María Santísima, nuestra Madre y Reina, es la que, dirigiéndose a su Hijo, dice: «No tienen vino» (Jn 2, 3) y es también la que alaba a Dios Padre, porque «derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 52 s.). Su solicitud maternal se interesa por los aspectos personales y sociales de la vida de los hombres en la tierra.[91]

Ante la Trinidad Santísima, confío a María todo lo que he expuesto en esta Carta, invitando a todos a reflexionar y a comprometerse activamente en promover el verdadero desarrollo de los pueblos, como adecuadamente expresa la oración de la Misa por esta intención: «Oh Dios, que diste un origen a todos los pueblos y quisiste formar con ellos una sola familia en tu amor, llena los corazones del fuego de tu caridad y suscita en todos los hombres el deseo de un progreso justo y fraternal, para que se realice cada uno como persona humana y reinen en el mundo la igualdad y la paz».[92] Al concluir, pido esto en nombre de todos los hermanos y hermanas, a quienes, en señal de benevolencia, envío mi especial Bendición.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de diciembre del año 1987, décimo de mi Pontificado.

Joannes Paulus PP. II.


64 Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 25.

65 Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 16: «Ahora bien la Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras Naciones y bloques de Naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior. Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas. Una situación --como una institucion, una estructura, una sociedad--no es, de suyo, sujeto de actos morales; por lo tanto, no puede ser buena o mala en sí misma» AAS 77 (1985), p. 217.

66 Carta Encíc. Populorum Progressio, 42: l.c., p. 278.

67 Cf. Liturgia Horarum, Feria III Hebdomadae IIIae Temporis per annum. Preces ad Vesperas.

68 Carta Encíc. Populorum Progressio, 87: l.c., p. 299.

69 Cf. Ibid., 13; 81: l.c., p. 263 s.; 296 s.

70 Cf. Ibid., 13: l.c., p. 263.

71 Cf. Discurso de Apertura de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), pp. 189-196.

72 Congr. para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 72: AAS 79 (1987), p. 586, Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 4: AAS 63 (1971) p. 403 s.

73 Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, parte II, c. V, secc. II: «La construcción de la comunidad internacional» (nn. 83-90).

74 Cf. Juan XXIII, Carta Encíc. Mater et Magistra (15 de mayo de 1961): AAS 53 (1961), p. 440; Carta Encíc. Pacem in terris (11 de abril de 1963), parte IV: AAS 55 (1963), pp. 291-296; Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 2-4: AAS 63 (1971), pp. 402-404.

75 Cf. Carta Encíc. Populorum Progressio, 3; 9: l.c., p. 258; 261.

76 Ibid., 3: l.c., p. 258.

77 Carta Encíc. Populorum Progressio, 47: l.c., 280; Congr. para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberaración, Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 68: AAS 79 (1987), pp. 583 s.

78 Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 69; Pablo VI, Carta Encíc. Populorum Progressio, 22: l.c., p. 268; Congr. para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 90: AAS 79 (1987), p. 594; S. Tomás de aquino, Summa Theol. IIa IIae, q. 66, art. 2.

79 Cf. Discurso de Apertura de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), pp. 189-196; Discurso a un gmpo de Obispos de Polonia en Visita «ad limina Apostolorum» (17 de diciembre de 1987), 6: L'Osservatore Romano edic. en lengua española (10 de enero de 1988).

80 Porque el Señor ha querido identificarse con ellos (Mt 25, 31-46) y cuida de ellos (Cf. Sal 12[11, 6; Lc 1, 52 s.)

81 Carta Encíc. Populorum Progressio, 55: l.c., p. 284: «... es precisamente a estos hombres y mujeres a quienes hay que ayudar, a quienes hay que convencer que realicen ellos mismos su propio desarrollo y que adquieran progresivamente los medios para ello»; cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 86.

82 Carta Encíc. Populorum Progressio, 35: l.c., p. 274: «la educación básica es el primer objetivo de un plan de desarrollo».

83 Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre los aspectos de la Teología de la Liberación, Libertatis nuntius, (6 de agosto de 1984), Introducción: AAS 76 (1984), pp. 876 s.

84 Cf. Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 16: AAS 77 (1985), pp. 213-217; Cong. para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la libertad cristiana y liberación, Libertatis conscientia (22 de marzo de 1886), 38; 42: AAS 79 (1987), pp. 569; 571.

85 Congr. para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la a cristiana y liberación, Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 24: AAS 79 (1987), p. 564.

86 Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22; Juan Pablo II, Carta Encíc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 8: AAS 71 (1979), p 272.

87 Carta Encíc. Populorum Progressio, 5: l.c., p .259: «Pensamos que este programa puede y debe juntar a los hombres de buena voluntad con nuestros hijos católicos y hermanos cristianos»; cf. también nn. 81-83, 87: l.c., pp. 296-298; 299.

88 Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Declaración Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 4.

89 Gaudium et spes, 39.

90 Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 58; Juan Pablo II, Carta Encíc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 5-6; AAS 79 (1987), pp. 365-367.

91 Cf. Pablo VI, Exhort. Apost. Marialis cultus (2 de febrero de 1974), 37: AAS 66 (1974), pp. 148 s.; Juan Pablo II, Homilía en el Santuario de N.S. de Zapopan, México (30 de enero de 1979), 4: AAS 71 (1979), p. 230.

92 Colecta de la Misa «Pro Populorum Progressione»: Missale Romanum ed. typ. altera 1975, p. 820.