REDEMPTORIS MISSIO
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA MISIÓN DEL REDENTOR



Capítulo VIII

ESPIRITUALIDAD MISIONERA

87. La actividad misionera exige una espiritualidad específica, que concierne particularmente a quienes Dios ha llamado a ser misioneros.

Dejarse guiar por el Espíritu

Esta espiritualidad se expresa, ante todo , viviendo con plena docilidad al Espíritu; ella compromete a dejarse plasmar interiormente por él, para hacerse cada vez más semejantes a Cristo. No se puede dar testimonio de Cristo sin reflejar su imagen, la cual se hace viva en nosotros por la gracia y por obra del Espíritu. La docilidad al Espíritu compromete además a acoger los dones de fortaleza y discernimiento, que son rasgos esenciales de la espiritualidad misionera.

Es emblemático el caso de los Apóstoles , quienes durante la vida pública del Maestro, no obstante su amor por él y la generosidad de la respuesta a su llamada, se mostraron incapaces de comprender sus palabras y fueron reacios a seguirle en el camino del sufrimiento y de la humillación. El Espíritu los transformará en testigos valientes de Cristo y preclaros anunciadores de su palabra: será el Espíritu quien los conducirá por los caminos arduos y nuevos de la misión, siguiendo sus decisiones.

También la misión sigue siendo difícil y compleja como en el pasado y exige igualmente la valentía y la luz del Espíritu. Vivimos frecuentemente el drama de la primera comunidad cristiana, que veía cómo fuerzas incrédulas y hostiles se aliaban «contra el Señor y contra su Ungido» (Act 4, 26). Como entonces, hoy conviene orar para que Dios nos conceda la libertad de proclamar el Evangelio; conviene escrutar las vías misteriosas del Espíritu y dejarse guiar por él hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13) .

Vivir el misterio de Cristo «enviado»

88. Nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo: no se puede comprender y vivir la misión si no es con referencia a Cristo, en cuanto enviado a evangelizar. Pablo describe sus actitudes: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de si mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como un hombre; y se humilló a si mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 5-8).

Se describe aquí el misterio de la Encarnación y de la Redención, como despojamiento total de sí, que lleva a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa el amor. La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz.

Al misionero se le pide «renunciarse a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos»: 172 en la pobreza que lo deja libre para el Evangelio; en el desapego de personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador. A esto se orienta la espiritualidad del misionero: «Me he hecho débil con los débiles ... Me he hecho todo para todos, para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio» (1 Cor 9, 22-23).

Precisamente porque es «enviado», el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. «No tengas miedo ... porque yo estoy contigo» (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre.

Amar a la Iglesia y a los hombres como Jesús los ha amado

89. La espiritualidad misionera se caracteriza además, por la caridad apostólica; la de Cristo que vino «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52); Cristo, Buen Pastor que conoce sus ovejas, las busca y ofrece su vida por ellas (cf. Jn 10). Quien tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia, como Cristo.

El misionero se mueve a impulsos del «celo por las almas», que se inspira en la caridad misma de Cristo y que está hecha de atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas de la gente. El amor de Jesús es muy profundo: él, que «conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 25), amaba a todos ofreciéndoles la redención, y sufría cuando ésta era rechazada.

El misionero es el hombre de la caridad: para poder anunciar a todo hombre que es amado por Dios y que él mismo puede amar, debe dar testimonio de caridad para con todos, gastando la vida por el prójimo. EL misionero es el «hermano universal»; lleva consigo el espíritu de la Iglesia, su apertura y atención a todos los pueblos y a todos los hombres, particularmente a los más pequeños y pobres. En cuanto tal, supera las fronteras y las divisiones de raza, casta e ideología: es signo del amor de Dios en el mundo, que es amor sin exclusión ni preferencia.

Por último, lo mismo que Cristo, él debe amar a la Iglesia: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella» (Ef 5, 25). Este amor, hasta dar la vida, es para el misionero un punto de referencia. Sólo un amor profundo por la Iglesia puede sostener el celo del misionero; su preocupación cotidiana --como dice san Pablo-- es «la solicitud por todas las Iglesias» (2 Cor 11, 28). Para todo misionero y toda comunidad «la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia».173

El verdadero misionero es el santo

90. La llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad. Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad: «La santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia».174

La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión. Todo fiel está llamado a la santidad y a la misión. Esta ha sido la ferviente voluntad del Concilio al desear, «con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia, iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura».175 La espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad.

El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo «anhelo de santidad» entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana, particularmente entre aquellos que son los colaboradores más íntimos de los misioneros.176

Pensemos, queridos hermanos y hermanas, en el empuje misionero de las primeras comunidades cristianas. A pesar de la escasez de medios de transporte y de comunicación de entonces, el anuncio evangélico llegó en breve tiempo a los confines del mundo. Y se trataba de la religión de un hombre muerto en cruz, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1, 23). En la base de este dinamismo misionero estaba la santidad de los primeros cristianos y de las primeras comunidades.

91. Me dirijo, por tanto, a los bautizados de las comunidades jóvenes y de las Iglesias jóvenes. Hoy sois vosotros la esperanza de nuestra Iglesia, que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de la santidad. Sólo de esta manera podréis ser signos de Dios en el mundo y revivir en vuestros países la epopeya misionera de la Iglesia primitiva. Y seréis también fermento de espíritu misionero para las Iglesias más antiguas.

Por su parte, los misioneros reflexionen sobre el deber de ser santos, que el don de la vocación les pide, renovando constantemente su espíritu y actualizando también su formación doctrinal y pastoral. El misionero ha de ser un «contemplativo en acción». El halla respuesta a los problemas a la luz de la Palabra de Dios y con la oración personal y comunitaria. El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, sino es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: «Lo que contemplamos ... acerca de la Palabra de vida ..., os lo anunciamos» (1 Jn 1, 1-3).

El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas. Jesús instruye a los Doce, antes de mandarlos a evangelizar, indicándoles los caminos de la misión: pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de justicia y de paz, caridad; es decir, les indica precisamente las Bienaventuranzas, practicadas en la vida apostólica (cf. Mt 5, 1-12). Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la « Buena Nueva» ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza.

CONCLUSIÓN

92. Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, si todos los cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitaciones y desafíos de nuestro tiempo. Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con «María, la madre de Jesús» (Act 1, 14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu.

En vísperas del tercer milenio, toda la Iglesia es invitada a vivir más profundamente el misterio de Cristo, colaborando con gratitud en la obra de la salvación. Esto lo hace con María y como María, su madre y modelo: es ella, María, el ejemplo de aquel amor maternal que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres. Por esto, «la Iglesia, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino ... procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María».177

A la «mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico»,178 confío la Iglesia y, en particular, aquellos que se dedican a cumplir el mandato misionero en el mundo de hoy. Como Cristo envió a sus Apóstoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, así, mientras renuevo el mismo mandato, imparto a todos vosotros la Bendición Apostólica, en el nombre de la Santísima Trinidad. Amén.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 7 de diciembre, XXV aniversario del Decreto conciliar Ad gentes, del año 1990, decimotercero de mi Pontificado.

Joannes Paulus PP. II


172 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 24.

173 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterotum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 14.

174 Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici, 17: l.c., 419.

175 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia.

176 Cf. Discurso a la Asamblea del CELAM en Puerto Príncipe, Haití, 9 marzo de 1983: AAS 75 (1983), 771-779; Homilía en Santo Domingo, República Dominicana, para la apertura de la «novena de años», promovida por el CELAM, 12 de octubre de 1984: Insegnamenti VII/2 (1984), 885-897.

177 Enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 2: AAS 79 (1987), 362 s.

178 Ibid., 22: l.c., 390.