CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA
VII
LA MISERICORDIA DE DIOS EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
En
relación con esta imagen de nuestra generación, que no deja de suscitar una profunda
inquietud, vienen a la mente las palabras que con motivo de la encarnación del Hijo de
Dios, resonaron en el Magnificat de María y que cantan la «misericordia... de
generación en generación». Conservando siempre en el corazón la elocuencia de estas
palabras inspiradas y aplicándolas a las experiencias y sufrimientos propios de la gran
familia humana, es menester que la Iglesia de nuestro tiempo adquiera conciencia más
honda y concreta de la necesidad de dar testimonio de la misericordia de Dios en toda su
misión, siguiendo las huellas de la tradición de la Antigua y Nueva Alianza, en primer
lugar del mismo Cristo y de sus Apóstoles. La Iglesia debe dar testimonio de la
misericordia de Dios revelada en Cristo, en toda su misión de Mesías, profesándola
principalmente como verdad salvífica de fe necesaria para una vida coherente con la misma
fe, tratando después de introducirla y encarnarla en la vida bien sea de sus fieles, bien
sea -en cuanto posible- en la de todos los hombres de buena voluntad. Finalmente, la
Iglesia -profesando la misericordia y permaneciendo siempre fiel a ella- tiene el derecho
y el deber de recurrir a la misericordia de Dios, implorándola frente a todos los
fenómenos del mal físico y moral, ante todas las amenazas que pesan sobre el entero
horizonte de la vida de la humanidad contemporánea.
13. La
Iglesia profesa la misericordia de Dios y la proclama
La
Iglesia debe profesar y proclamar la misericordia divina en toda su verdad, cual nos ha
sido transmitida por la revelación. En las páginas precedentes de este documento hemos
tratado de delinear al menos el perfil de esta verdad que encuentra tan rica expresión en
toda la Sagrada Escritura y en la Tradición. En la vida cotidiana de la Iglesia la verdad
acerca de la misericordia de Dios, expresada en la Biblia, resuena cual eco perenne a
través de numerosas lecturas de la Sagrada Liturgia. La percibe el auténtico sentido de
la fe del Pueblo de Dios, como atestiguan varias expresiones de la piedad personal y
comunitaria. Sería ciertamente difícil enumerarlas y resumirlas todas, ya que la mayor
parte de ellas están vivamente inscritas en lo íntimo de los corazones y de las
conciencias humanas. Si algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande
entre los atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de
fe del Pueblo de Dios dan testimonios exhaustivos de ello. No se trata aquí de la
perfección de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad,
sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la verdad íntima de su
existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el Dios vivo. Conforme
a las palabras dirigidas por Cristo a Felipe 112 , «la visión del Padre» -visión de
Dios mediante la fe- halla precisamente en el encuentro con su misericordia un momento
singular de sencillez interior y de verdad, semejante a la que encontramos en la parábola
del hijo pródigo.
«Quien
me ha visto a mí, ha visto al Padre»113 . La Iglesia profesa la misericordia de Dios, la
Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de fe y también en sus enseñanzas,
contemplando constantemente a Cristo, concentrándose en El, en su vida y en su evangelio,
en su cruz y en su resurrección, en su misterio entero. Todo esto que forma la
«visión» de Cristo en la fe viva y en la enseñanza de la Iglesia nos acerca a la
«visión del Padre» en la santidad de su misericordia. La Iglesia parece profesar de
manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al corazón de Cristo.
En efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite
detenernos en este punto -en un cierto sentido y al mismo tiempo accesible en el plano
humano- de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo
central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre.
La
Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia -el atributo
más estupendo del Creador y del Redentor- y cuando acerca a los hombres a las fuentes de
la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. En este ámbito
tiene un gran significado la meditación constante de la palabra de Dios, y sobre todo la
participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o
reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la
muerte: en efecto, «cada vez que comemos de este pan o bebemos de este cáliz», no sólo
anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos su resurrección, mientras
esperamos su venida en la gloria.114 El mismo rito eucarístico, celebrado en memoria de
quien en su misión mesiánica nos ha revelado al Padre, por medio de la palabra y de la
cruz, atestigua el amor inagotable, en virtud del cual desea siempre El unirse e
identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el
sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso
cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede
experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que
el pecado. Se ha hablado ya de ello en la encíclica Redemptor Hominis ; convendrá sin
embargo volver una vez más sobre este tema fundamental.
Precisamente
porque existe el pecado en el mundo, al que «Dios amó tanto... que le dio su Hijo
unigénito»115 , Dios que «es amor»116 no puede revelarse de otro modo si no es como
misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es
Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria
temporal.
La
misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también infinita.
Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que
vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan
continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que
prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre
puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la
conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a
la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la
resurrección de Cristo.
Por
tanto, la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste
siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno117 a
medida del Creador y Padre: el amor, al que «Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo»118 es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con
el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a
Dios es siempre fruto del «reencuentro» de este Padre, rico en misericordia.
El
auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una
constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior,
sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer
de este modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin
cesar a El. Viven pues in statu conversionis; es este estado el que traza la componente
más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris. Es
evidente que la Iglesia profesa la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y
resucitado, no sólo con la palabra de sus enseñanzas, sino, por encima de todo, con la
más profunda pulsación de la vida de todo el Pueblo de Dios. Mediante este testimonio de
vida, la Iglesia cumple la propia misión del Pueblo de Dios, misión que es
participación y, en cierto sentido, continuación de la misión mesiánica del mismo
Cristo.
La
Iglesia contemporánea es altamente consciente de que únicamente sobre la base de la
misericordia de Dios podrá hacer realidad los cometidos que brotan de la doctrina del
Concilio Vaticano II, en primer lugar el cometido ecuménico que tiende a unir a todos los
que confiesan a Cristo. Iniciando múltiples esfuerzos en tal dirección, la Iglesia
confiesa con humildad que solo ese amor, más fuerte que la debilidad de las divisiones
humanas, puede realizar definitivamente la unidad por la que oraba Cristo al Padre y que
el Espíritu no cesa de pedir para nosotros «con gemidos inenarrables»119 .
14. La
Iglesia trata de practicar la misericordia
Jesucristo
ha enseñado que el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que
está llamado a «usar misericordia» con los demás: «Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»120 . La Iglesia ve en estas
palabras una llamada a la acción y se esfuerza por practicar la misericordia. Si todas
las bienaventuranzas del sermón de la montaña indican el camino de la conversión y del
cambio de vida, la que se refiere a los misericordiosos es a este respecto particularmente
elocuente. El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto
él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo.
Este
proceso auténticamente evangélico no es sólo una transformación espiritual realizada
de una vez para siempre, sino que constituye todo un estilo de vida, una característica
esencial y continua de la vocación cristiana. Consiste en el descubrimiento constante y
en la actuación perseverante del amor en cuanto fuerza unificante y a la vez elevante: -a
pesar de todas las dificultades de naturaleza psicológica o social- se trata, en efecto,
de un amor misericordioso que por su esencia es amor creador. El amor misericordioso, en
las relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un proceso unilateral.
Incluso en los casos en que todo parecería indicar que sólo una parte es la que da y
ofrece, mientras la otra sólo recibe y toma (por ejemplo, en el caso del médico que
cura, del maestro que enseña, de los padres que mantienen y educan a los hijos, del
benefactor que ayuda a los menesterosos), sin embargo en realidad, también aquel que da,
queda siempre beneficiado. En todo caso, también éste puede encontrarse fácilmente en
la posición del que recibe, obtiene un beneficio, prueba el amor misericordioso, o se
encuentra en estado de ser objeto de misericordia.
Cristo
crucificado, en este sentido, es para nosotros el modelo, la inspiración y el impulso
más grande. Basándonos en este desconcertante modelo, podemos con toda humildad
manifestar misericordia a los demás, sabiendo que la recibe como demostrada a sí
mismo121 . Sobre la base de este modelo, debemos purificar también continuamente todas
nuestras acciones y todas nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y
practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto,
es realmente un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos
profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la aceptan de
nosotros. Si falta esta bilateralidad, esta reciprocidad, entonces nuestras acciones no
son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la
conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo con la palabra y con el
ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente en la magnífica fuente del
amor misericordioso que nos ha sido revelada por El.
Así
pues, el camino que Cristo nos ha manifestado en el sermón de la montaña con la
bienaventuranza de los misericordiosos, es mucho más rico de lo que podemos observar a
veces en los comunes juicios humanos sobre el tema de la misericordia. Tales juicios
consideran la misericordia como un acto o proceso unilateral que presupone y mantiene las
distancias entre el que usa misericordia y el que es gratificado, entre el que hace el
bien y el que lo recibe. Deriva de ahí la pretensión de liberar de la misericordia las
relaciones interhumanas y sociales, y basarlas únicamente en la justicia. No obstante,
tales juicios acerca de la misericordia no descubren la vinculación fundamental entre la
misericordia y la justicia, de que habla toda la tradición bíblica, y en particular la
misión mesiánica de Jesucristo. La auténtica misericordia es por decirlo así la fuente
más profunda de la justicia. Si ésta última es de por sí apta para servir de
«árbitro» entre los hombres en la recíproca repartición de los bienes objetivos
según una medida adecuada el amor en cambio, y solamente el amor, (también ese amor
benigno que llamamos «misericordia») es capaz de restituir el hombre a sí mismo.
La
misericordia auténticamente cristiana es también, en cierto sentido, la más perfecta
encarnación de la «igualdad» entre los hombres y por consiguiente también la
encarnación más perfecta de la justicia, en cuanto también ésta, dentro de su ámbito,
mira al mismo resultado. La igualdad introducida mediante la justicia se limita, sin
embargo al ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos, mientras el amor y la
misericordia logran que los hombres se encuentren entre sí en ese valor que es el mismo
hombre, con la dignidad que le es propia. Al mismo tiempo, la «igualdad» de los hombres
mediante el amor «paciente y benigno» 122 no borra las diferencias: el que da se hace
más generoso, cuando se siente contemporáneamente gratificado por el que recibe su don;
viceversa, el que sabe recibir el don con la conciencia de que también él, acogiéndolo,
hace el bien, sirve por su parte a la gran causa de la dignidad de la persona y esto
contribuye a unir a los hombres entre sí de manera más profunda.
Así
pues, la misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas
entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto de lo que es humano y de la
recíproca fraternidad. Es imposible lograr establecer este vínculo entre los hombres si
se quiere regular las mutuas relaciones únicamente con la medida de la justicia. Esta, en
todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar por decirlo así, una
notable «corrección» por parte del amor que -como proclama san Pablo- es «paciente» y
«benigno», o dicho en otras palabras lleva en sí los caracteres del amor misericordioso
tan esenciales al evangelio y al cristianismo. Recordemos además que el amor
misericordioso indica también esa cordial ternura y sensibilidad, de que tan
elocuentemente nos habla la parábola del hijo pródigo123 o la de la oveja extraviada o
la de la dracma perdida124 . Por tanto, el amor misericordioso es sumamente indispensable
entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre
amigos; es también indispensable en la educación y en la pastoral.
Su
radio de acción no obstante, no halla aquí su término. Si Pablo VI indicó en más de
una ocasión la «civilización del amor»125 como fin al que deben tender todos los
esfuerzos en campo social y cultural, lo mismo que económico y político, hay que añadir
que este fin no se conseguirá nunca, si en nuestras concepciones y actuaciones, relativas
a las amplias y complejas esferas de la convivencia humana, nos detenemos en el criterio
del «ojo por ojo, diente por diente»126 y no tendemos en cambio a transformarlo
esencialmente, superándolo con otro espíritu. Ciertamente, en tal dirección nos conduce
también el Concilio Vaticano II cuando hablando repetidas veces de la necesidad de hacer
el mundo más humano,127 individúa la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo
precisamente en la realización de tal cometido. El mundo de los hombres puede hacerse
cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las
relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el «amor misericordioso» que
constituye el mensaje mesiánico del evangelio.
El
mundo de los hombres puede hacerse «cada vez más humano», solamente si en todas las
relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del perdón,
tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor
más fuerte que el pecado. El perdón es además la condición fundamental de la
reconciliación, no sólo en la relación de Dios con el hombre, sino también en las
recíprocas relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se eliminase el perdón,
sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno
reivindicaría sus propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos de distintos
géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia humana
en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes o en una
arena de lucha permanente de los unos contra los otros.
Por
esto, la Iglesia debe considerar como uno de sus deberes principales -en cada etapa de la
historia y especialmente en la edad contemporánea- el de proclamar e introducir en la
vida el misterio de la misericordia, revelado en sumo grado en Cristo Jesús. Este
misterio, no sólo para la misma Iglesia en cuanto comunidad de creyentes, sino también
en cierto sentido para todos los hombres, es fuente de una vida diversa de la que el
hombre, expuesto a las fuerzas prepotentes de la triple concupiscencia que obran en él
128 , está en condiciones de construir. Precisamente en nombre de este misterio Cristo
nos enseña a perdonar siempre. ¡Cuántas veces repetimos las palabras de la oración que
El mismo nos enseñó, pidiendo: «perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a
nuestros deudores», es decir, a aquellos que son culpables de algo respecto a
nosotros!129 Es en verdad difícil expresar el valor profundo de la actitud que tales
palabras trazan e inculcan. ¡Cuántas cosas dicen estas palabras a todo hombre acerca de
su semejante y también acerca de sí mismo! La conciencia de ser deudores unos de otros
va pareja con la llamada a la solidaridad fraterna que san Pablo ha expresado en la
invitación concisa a soportarnos «mutuamente con amor»130 . ¡Qué lección de humildad
se encierra aquí respecto del hombre, del prójimo y de sí mismo a la vez! ¡Qué
escuela de buena voluntad para la convivencia de cada día, en las diversas condiciones de
nuestra existencia! Si desatendiéramos esta lección, ¿qué quedaría de cualquier
programa «humanístico» de la vida y de la educación?
Cristo
subraya con tanta insistencia la necesidad de perdonar a los demás que a Pedro, el cual
le había preguntado cuántas veces debería perdonar al prójimo, le indicó la cifra
simbólica de «setenta veces siete»131 , queriendo decir con ello que debería saber
perdonar a todos y siempre es obvio que una exigencia tan grande de perdonar no anula las
objetivas exigencias de la justicia. La justicia rectamente entendida constituye por así
decirlo la finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón, y ni
siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el mal, para con
el escándalo, la injuria, el ultraje cometido. En todo caso, la reparación del mal o del
escándalo, el resarcimiento por la injuria, la satisfacción del ultraje son condición
del perdón.
Así
pues la estructura fundamental de la justicia penetra siempre en el campo de la
misericordia. Esta, sin embargo, tiene la fuerza de conferir a la justicia un contenido
nuevo que se expresa de la manera más sencilla y plena en el perdón. Este en efecto
manifiesta que, además del proceso de «compensación» y de «tregua» que es
específico de la justicia, es necesario el amor, para que el hombre se corrobore como
tal. El cumplimiento de las condiciones de la justicia es indispensable, sobre todo, a fin
de que el amor pueda revelar el propio rostro. Al analizar la parábola del hijo pródigo,
hemos llamado ya la atención sobre el hecho de que aquél que perdona y aquél que es
perdonado se encuentran en un punto esencial, que es la dignidad, es decir, el valor
esencial del hombre que no puede dejarse perder y cuya afirmación o cuyo reencuentro es
fuente de la más grande alegría 132 .
La
Iglesia considera justamente como propio deber, como finalidad de la propia misión,
custodiar la autenticidad del perdón, tanto en la vida y en el comportamiento como en la
educación y en la pastoral. Ella no la protege de otro modo más que custodiando la
fuente, esto es, el misterio de la misericordia de Dios mismo, revelado en Jesucristo.
En la
base de la misión de la Iglesia, en todas las esferas de que hablan numerosas
indicaciones del reciente Concilio y la plurisecular experiencia del apostolado, no hay
más que el «sacar de las fuentes del Salvador»:133 es esto lo que traza múltiples
orientaciones a la misión de la Iglesia en la vida de cada uno de los cristianos, de las
comunidades y también de todo el Pueblo de Dios. Este «sacar de las fuentes del
Salvador» no puede ser realizado de otro modo, si no es en el espíritu de aquella
pobreza a la que nos ha llamado el Señor con la palabra y el ejemplo: «lo que habéis
recibido gratuitamente, dadlo gratuitamente»134 . Así, en todos los cambios de la vida y
del ministerio de la Iglesia -a través de la pobreza evangélica de los ministros y
dispensadores, y del pueblo entero que da testimonio «de todas las obras del Señor»- se
ha manifestado aún mejor el Dios «rico en misericordia». |