CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA
VI
«MISERICORDIA... DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN»
10.
Imagen de nuestra generación
Tenemos
pleno derecho a creer que también nuestra generación está comprendida en las palabras
de la Madre de Dios, cuando glorificaba la misericordia, de la que «de generación en
generación» son partícipes cuantos se dejan guiar por el temor de Dios. Las palabras
del Magnificat mariano tienen un contenido profético, que afecta no sólo al pasado de
Israel, sino también al futuro del Pueblo de Dios sobre la tierra. Somos en efecto todos
nosotros, los que vivimos hoy en la tierra, la generación que es consciente del
aproximarse del tercer milenio y que siente profundamente el cambio que se está
verificando en la historia.
La
presente generación se siente privilegiada porque el progreso le ofrece tantas
posibilidades, insospechadas hace solamente unos decenios. La actividad creadora del
hombre, su inteligencia y su trabajo, han provocado cambios profundos, tanto en el dominio
de la ciencia y de la técnica como en la vida social y cultural. El hombre ha extendido
su poder sobre la naturaleza; ha adquirido un conocimiento más profundo de las leyes de
su comportamiento social. Ha visto derrumbarse o atenuarse los obstáculos y distancias
que separan hombres y naciones por un sentido acrecentado de lo universal, por una
conciencia más clara de la unidad del género humano, por la aceptación de la
dependencia recíproca dentro de una solidaridad auténtica, finalmente por el deseo -y la
posibilidad- de entrar en contacto con sus hermanos y hermanas por encima de las
divisiones artificiales de la geografía o las fronteras nacionales o raciales. Los
jóvenes de hoy día, sobre todo, saben que los progresos de la ciencia y de la técnica
son capaces de aportar no sólo nuevos bienes materiales, sino también una participación
más amplia a su conocimiento.
El
desarrollo de la informática, por ejemplo, multiplicará la capacidad creadora del hombre
y le permitirá el acceso a las riquezas intelectuales y culturales de otros pueblos. Las
nuevas técnicas de la comunicación favorecerán una mayor participación en los
acontecimientos y un intercambio creciente de las ideas. Las adquisiciones de la ciencia
biológica, psicológica o social ayudarán al hombre a penetrar mejor en la riqueza de su
propio ser. Y si es verdad que ese progreso sigue siendo todavía muy a menudo el
privilegio de los países industrializados, no se puede negar que la perspectiva de hacer
beneficiarios a todos los pueblos y a todos los países no es ya una simple utopía, dado
que existe una real voluntad política a este respecto.
Pero al
lado de todo esto -o más bien en todo esto- existen al mismo tiempo dificultades que se
manifiestan en todo crecimiento. Existen inquietudes e imposibilidades que atañen a la
respuesta profunda que el hombre sabe que debe dar. El panorama del mundo contemporáneo
presenta también sombras y desequilibrios no siempre superficiales. La Constitución
pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II no es ciertamente el único documento
que trata de la vida de la generación contemporánea, pero es un documento de particular
importancia. «En verdad, los desequilibrios que sufre el mundo moderno -leemos en ella-
están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el
corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del
hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente sin
embargo ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas
solicitaciones tiene que elegir y renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no
raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello
siente en sí mismo la división que tantas y tan graves discordias provoca en la
sociedad»109 .
Hacia
el final de la exposición introductoria de la misma, leemos: «... ante la actual
evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen
con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿qué es el hombre? ¿Cuál es
el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos,
subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio?»110.
En el
marco de estos quince años, a partir de la conclusión del Concilio Vaticano II, ¿ se ha
hecho quizá menos inquietante aquel cuadro de tensiones y de amenazas propias de nuestra
época? Parece que no. Al contrario, las tensiones y amenazas que en el documento
conciliar parecían solamente delinearse y no manifestar hasta el fondo todo el peligro
que escondían dentro de sí, en el espacio de estos años se han ido revelando
mayormente, han confirmado aquel peligro y no permiten nutrir las ilusiones de un tiempo.
11.
Fuentes de inquietud
De ahí
que aumente en nuestro mundo la sensación de amenaza. Aumenta el temor existencial ligado
sobre todo -como ya insinué en la Encíclica Redemptor Hominis - a la perspectiva de un
conflicto que, teniendo en cuenta los actuales arsenales atómicos, podría significar la
autodestrucción parcial de la humanidad. Sin embargo, la amenaza no concierne únicamente
a lo que los hombres pueden hacer a los hombres, valiéndose de los medios de la técnica
militar; afecta también a otros muchos peligros, que son el producto de una civilización
materialística, la cual -no obstante declaraciones «humanísticas»- acepta la primacía
de las cosas sobre la persona. El hombre contemporáneo tiene pues miedo de que con el uso
de los medios inventados por este tipo de civilización, cada individuo, lo mismo que los
ambientes, las comunidades, las sociedades, las naciones, pueda ser víctima del atropello
de otros individuos, ambientes, sociedades. La historia de nuestro siglo ofrece abundantes
ejemplos. A pesar de todas las declaraciones sobre los derechos del hombre en su
dimensión integral, esto es, en su existencia corporal y espiritual, no podemos decir que
estos ejemplos sean solamente cosa del pasado.
El
hombre tiene precisamente miedo de ser víctima de una opresión que lo prive de la
libertad interior, de la posibilidad de manifestar exteriormente la verdad de la que está
convencido, de la fe que profesa, de la facultad de obedecer a la voz de la conciencia que
le indica la recta vía a seguir. Los medios técnicos a disposición de la civilización
actual, ocultan, en efecto, no sólo la posibilidad de una auto-destrucción por vía de
un conflicto militar, sino también la posibilidad de una subyugación «pacífica» de
los individuos, de los ambientes de vida, de sociedades enteras y de naciones, que por
cualquier motivo pueden resultar incómodos a quienes disponen de medios suficientes y
están dispuestos a servirse de ellos sin escrúpulos. Piénsese también en la tortura,
todavía existente en el mundo, ejercida sistemáticamente por la autoridad como
instrumento de dominio y de atropello político, y practicada impunemente por los
subalternos.
Así
pues, junto a la conciencia de la amenaza biológica, crece la conciencia de otra amenaza,
que destruye aún más lo que es esencialmente humano lo que está en conexión íntima
con la dignidad de la persona, con su derecho a la verdad y a la libertad.
Todo
esto se desarrolla sobre el fondo de un gigantesco remordimiento constituido por el hecho
de que, al lado de los hombres y de las sociedades bien acomodadas y saciadas, que viven
en la abundancia, sujetas al consumismo y al disfrute, no faltan dentro de la misma
familia humana individuos ni grupos sociales que sufren el hambre. No faltan niños que
mueren de hambre a la vista de sus madres. No faltan en diversas partes del mundo, en
diversos sistemas socioeconómicos, áreas enteras de miseria, de deficiencia y de
subdesarrollo. Este hecho es universalmente conocido. El estado de desigualdad entre
hombres y pueblos no sólo perdura, sino que va en aumento. Sucede todavía que, al lado
de los que viven acomodados y en la abundancia, existen otros que viven en la indigencia,
sufren la miseria y con frecuencia mueren incluso de hambre; y su número alcanza decenas
y centenares de millones. Por esto, la inquietud moral está destinada a hacerse más
profunda. Evidentemente, un defecto fundamental o más bien un conjunto de defectos, más
aún, un mecanismo defectuoso está en la base de la economía contemporánea y de la
civilización materialista, que no permite a la familia humana alejarse, yo diría, de
situaciones tan radicalmente injustas.
Esta
imagen del mundo de hoy, donde existe tanto mal físico y moral como para hacer de él un
mundo enredado en contradicciones y tensiones y, al mismo tiempo, lleno de amenazas
dirigidas contra la libertad humana, la conciencia y la religión, explica la inquietud a
la que está sujeto el hombre contemporáneo. Tal inquietud es experimentada no sólo por
quienes son marginados u oprimidos, sino también por quienes disfrutan de los privilegios
de la riqueza, del progreso, del poder. Y, si bien no faltan tampoco quienes buscan poner
al descubierto las causas de tales inquietudes o reaccionar con medios inmediatos puestos
a su alcance por la técnica, la riqueza o el poder, sin embargo en lo más profundo del
ánimo humano esa inquietud supera todos los medios provisionales. Afecta -como han puesto
justamente de relieve los análisis del Concilio Vaticano II- los problemas fundamentales
de toda la existencia humana. Esta inquietud está vinculada con el sentido mismo de la
existencia del hombre en el mundo; es inquietud para el futuro del hombre y de toda la
humanidad, y exige resoluciones decisivas que ya parecen imponerse al género humano.
12.
¿Basta la justicia?
No es
difícil constatar que el sentido de la justicia se ha despertado a gran escala en el
mundo contemporáneo; sin duda, ello pone mayormente de relieve lo que está en contraste
con la justicia tanto en las relaciones entre los hombres, los grupos sociales o las
«clases», como entre cada uno de los pueblos y estados, y entre los sistemas políticos,
más aún, entre los diversos mundos. Esta corriente profunda y multiforme, en cuya base
la conciencia humana contemporánea ha situado la justicia, atestigua el carácter ético
de las tensiones y de las luchas que invaden el mundo.
La
Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este profundo y ardiente deseo de una
vida justa bajo todos los aspectos y no se abstiene ni siquiera de someter a reflexión
los diversos aspectos de la justicia, tal como lo exige la vida de los hombres y de las
sociedades. Prueba de ello es el campo de la doctrina social católica ampliamente
desarrollada en el arco del último siglo. Siguiendo las huellas de tal enseñanza procede
la educación y la formación de las conciencias humanas en el espíritu de la justicia,
lo mismo que las iniciativas concretas, sobre todo en el ámbito del apostolado de los
seglares, que se van desarrollando en tal sentido.
No
obstante, sería difícil no darse uno cuenta de que no raras veces los programas que
parten de la idea de justicia y que deben servir a ponerla en práctica en la convivencia
de los hombres, de los grupos y de las sociedades humanas, en la práctica sufren
deformaciones. Por más que sucesivamente recurran a la misma idea de justicia, sin
embargo la experiencia demuestra que otras fuerzas negativas, como son el rencor, el odio
e incluso la crueldad han tomado la delantera a la justicia. En tal caso el ansia de
aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total,
se convierte en el motivo fundamental de la acción; esto contrasta con la esencia de la
justicia, la cual tiende por naturaleza a establecer la igualdad y la equiparación entre
las partes en conflicto. Esta especie de abuso de la idea de justicia y la alteración
práctica de ella atestiguan hasta qué punto la acción humana puede alejarse de la misma
justicia, por más que se haya emprendido en su nombre. No en vano Cristo contestaba a sus
oyentes, fieles a la doctrina del Antiguo Testamento, la actitud que ponían de manifiesto
las palabras: «Ojo por ojo y diente por diente»111 . Tal era la forma de alteración de
la justicia en aquellos tiempos; las formas de hoy día siguen teniendo en ella su modelo.
En efecto, es obvio que, en nombre de una presunta justicia (histórica o de clase, por
ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le
despoja de los elementales derechos humanos. La experiencia del pasado y de nuestros
tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede
conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma
más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones. Ha sido
ni más ni menos la experiencia histórica la que entre otras cosas ha llevado a formular
esta aserción: summum ius, summa iniuria. Tal afirmación no disminuye el valor de la
justicia ni atenúa el significado del orden instaurado sobre ella; indica solamente, en
otro aspecto, la necesidad de recurrir a las fuerzas del espíritu, más profundas aún,
que condicionan el orden mismo de la justicia.
Teniendo
a la vista la imagen de la generación a la que pertenecemos, la Iglesia comparte la
inquietud de tantos hombres contemporáneos. Por otra parte, debemos preocuparnos también
por el ocaso de tantos valores fundamentales que constituyen un bien indiscutible no sólo
de la moral cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el
respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al matrimonio en
su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. El permisivismo moral
afecta sobre todo a este ámbito más sensible de la vida y de la convivencia humana. A
él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas, la falta de
responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del hombre con el hombre, la
disminución del sentido del auténtico bien común y la facilidad con que éste es
enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a veces se transforma en
«deshumanización»: el hombre y la sociedad para quienes nada es «sacro» van decayendo
moralmente, a pesar de las apariencias. |