¿LA ETICA CRISTIANA?: EL AMOR
Texto íntegro de la catequesis de Juan Pablo II


CIUDAD DEL VATICANO, 6 oct (ZENIT).- Con frecuencia, el cristianismo es percibido en el mundo contemporáneo como un sistema ético plagado de preceptos y prohibiciones. Se trata de una visión que contradice frontalmente la esencia misma del mensaje evangélico. El cristianismo es, ante todo y sobre todo, amor. Este es el centro de la catequesis que pronunció hoy Juan Pablo II. Ofrecemos a continuación el texto íntegro.

1. La conversión, de la que hemos hablado en las precedentes catequesis, está orientada a vivir el mandamiento del amor. Es particularmente oportuno, en este año del Padre, poner de relieve la virtud teologal de la caridad, según la indicación de la carta apostólica «Tertio millennio adveniente» (cf. n. 50).

El apóstol Juan recomienda: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Juan 4,7-8).

Estas palabras sublimes, al mismo tiempo que nos revelan la esencia misma de Dios, como misterio de caridad infinita, sientan también las bases sobre las que se apoya la ética cristiana, concentrada totalmente en el mandamiento del amor. El hombre está llamado a amar a Dios con un compromiso total y a entrar en relación con los hermanos con una actitud de amor inspirado en el amor mismo de Dios. Convertirse significa convertirse al amor.

En el Antiguo Testamento se puede apreciar ya la dinámica profunda de este mandamiento, en relación con la alianza instaurada por Dios con Israel: por una parte se da la iniciativa de amor de Dios; por otra, la respuesta de amor que él se espera. El libro del Deuteronomio, por ejemplo, representa la iniciativa divina con estas palabras: «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado el Señor de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene» (Deuteronomio 7,7-8). A este amor de predilección, totalmente gratuito, le corresponde el mandamiento fundamental, que orienta toda la religiosidad de Israel: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Deuteronomio 6,5).

2. El Dios que ama no es un Dios lejano, sino que interviene en la historia. Cuando revela a Moisés su nombre, lo hace para garantizar su asistencia amorosa en el acontecimiento salvífico del Éxodo, una asistencia que durará para siempre (cf. Éxodo 3,15). A través de las palabras de los profetas, recordará continuamente a su pueblo este gesto de amor. Leemos, por ejemplo, en Jeremías: «Así dice el Señor: Halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de la espada: va a su descanso Israel. De lejos el Señor se me apareció. Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti» (Jeremías 31,2-3).

Es un amor que asume tonos de una inmensa ternura (Oseas 11,8s.; Jeremías 31,20) y que se sirve normalmente de la imagen paterna, pero que se expresa en ocasiones con la metáfora nupcial: «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho en amor y en compasión» (Oseas 2,21, cf. vv. 18-25).

Incluso después de haber constatado en su pueblo una repetida infidelidad a la alianza, este Dios está dispuesto a ofrecer una vez más su propio amor, creando en el hombre un corazón nuevo, que le hace capaz de acoger sin reservas la ley que se le da, como leemos en el profeta Jeremías: «pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jeremías 31,33). Del mismo modo, se lee en Ezequiel: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ezequiel 36,26).

3. El Nuevo Testamento nos presenta esta dinámica del amor centrada en Jesús, Hijo amado del Padre (cf. Juan 3,35; 5,20; 10,17), el cual se manifiesta a través de él. Los hombres participan en este amor conociendo al Hijo, es decir, acogiendo su enseñanza y su obra redentora.

No es posible alcanzar el amor del Padre, si no se imita al Hijo en la observancia de los mandamientos del Padre: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Juan 15, 9-10). De este modo, se llega a alcanzar también el conocimiento que el Hijo tiene del Padre: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer (Juan 15, 15).

4. El amor nos hace entrar plenamente en la vida filial de Jesús, haciéndonos hijos en el Hijo. «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él» (1 Juan 3,1). El amor transforma la vida e ilumina también nuestro conocimiento de Dios, hasta alcanzar ese conocimiento perfecto del que habla san Pablo: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Corintios 13, 12).

Es necesario subrayar la relación entre conocimiento y amor. La conversión íntima que propone el cristianismo es una auténtica experiencia de Dios, en el sentido indicado por Jesús durante la Última Cena, en la oración sacerdotal: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Juan 17,3). Ciertamente el conocimiento de Dios tiene también una dimensión de orden intelectual (cf. Romanos 1,19-20). Pero la experiencia viva del Padre y del Hijo tiene lugar en el amor, es decir, en último término, en el Espíritu Santo, porque «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5, 5).

El Paráclito es aquel por el que hacemos la experiencia del amor Paterno. Y el efecto más consolador de su presencia en nosotros es precisamente la certeza de que este amor perenne y desmedido con el que Dios nos ha amado antes nunca nos abandonará: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ... Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 8, 35. 38-39). El corazón nuevo, que ama y conoce, palpita en sintonía con Dios que ama con un amor perenne.

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