SI ALGUNO DICE "AMO A DIOS"
Y ABORRECE A SU HERMANO, MIENTE

Texto íntegro de la catequesis de Juan Pablo II

CIUDAD DEL VATICANO, 20 oct (ZENIT).- No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, ni se puede amar al prójimo sin amar a Dios. Esta es la novedad traída por Cristo hace 2000 años y que Juan Pablo II quiere poner de manifiesto en la celebración del gran Jubileo del año 2000. Ofrecemos a continuación el texto íntegro de las palabras del Santo Padre durante la audiencia general de este miércoles, en las que penetra en la esencia misma del mensaje cristiano.

1. «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Juan 4,20-21).

La virtud teologal de la caridad, de la que hablamos en la catequesis pasada, se expresa en una doble dirección: hacia Dios y hacia el prójimo. Tanto en un aspecto como en el otro, es fruto del dinamismo mismo de la vida de la Trinidad dentro de nosotros.

De hecho, la caridad tiene en el padre su manantial, se revela plenamente en la Pascual del Hijo crucificado y resucitado, es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella, Dios nos hace partícipes de su mismo amor. Si se ama de verdad con el amor de Dios, se amará también al hermano como Él le ama. Aquí está la gran novedad del cristianismo: no se puede amar a Dios, si no se ama a los hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor.

2. La enseñanza de la Sagrada Escritura en este sentido es clara. El amor a los propios semejantes es recomendado ya a los israelitas. «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19,18). Si este precepto en un momento parece restringido sólo a los israelitas, con el tiempo se va entendiendo de manera más amplia, hasta incluir también a los extranjeros que viven con ellos, recordando que el mismo Israel fue extranjero en tierra de Egipto (cf. Levítico 19,34; Deuteronomio 10,19).

En el Nuevo Testamento, este amor es exigido de manera claramente universal: supone un concepto del prójimo que no tiene fronteras (cf. Lucas 10,29- 37) y se extiende también a los enemigos (cf. Mateo 5,43-47). Es importante poner de manifiesto que el amor al prójimo es visto como imitación y prolongación de la bondad misericordiosa del Padre celeste que provee a las necesidades de todos y no hace distinción de personas (cf. Mateo, 5, 45).

Ahora bien, está ligado al amor a Dios: los dos mandamientos del amor representan, de hecho, la síntesis y la cumbre de la Ley y de los Profetas (cf. Mateo 22,40). Sólo quien practica los dos mandamientos no está lejos del Reino de Dios, como Jesús mismo subraya, al responder a un escriba que le interrogaba (cf. Marcos 12,28-34).

3. Siguiendo este itinerario, que une el amor del prójimo al de Dios y ambos a la vida de Dios en nosotros, se puede entender con facilidad cómo se presenta el amor en el Nuevo Testamento como un «fruto» del Espíritu, es más, como el primero de los dones mencionados por san Pablo en la carta a los Galatas: «En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gálatas 5,22).

La tradición teológica distingue, aunque relacionándolos, las «virtudes teologales» de los «dones» y «frutos» del Espíritu Santo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1830-1832). Mientras las «virtudes» son cualidades permanentes conferidas a la criatura en vista de las obras sobrenaturales que tiene que realizar y los «dones» perfeccionan las virtudes tanto teologales como morales, los «frutos» del Espíritu son prácticas de virtud realizados con facilidad por la persona, de manera habitual y con dilección (cf. santo Tomás, «Summa theologiae», I-II, q. 70 a. 1, ad 2). Estas distinciones no se oponen a lo que afirma Pablo, al hablar en singular de «fruto» del Espíritu. El apóstol pretende indicar con ello que el fruto por excelencia es la misma caridad divina que es el alma de todo acto de virtud. Al igual que la luz del sol se expresa en una gama difuminada de colores, también la caridad se manifiesta en múltiples frutos del Espíritu.

4. En este sentido, la carta a los Colosenses dice: «por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (3,14). El himno a la caridad de la primera carta a los Corintios (capítulo 13) celebra esta primacía de la caridad sobre todos los demás dones (1 Corintios 13, 1-3), e incluso sobre la fe y la esperanza (cf. 1 Corintios 13, 13). Al hablar de ella, el apóstol Pablo dice: "La caridad no acaba nunca." (1 Corintios, 13, 8).

El amor al prójimo tiene una connotación cristológica, pues constituye una adecuación al don que Cristo ha hecho de su propia vida: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Juan 3,16). Dado que su medida es el amor de Cristo, puede decirse que es un «mandamiento nuevo», que permite reconocer a los auténticos discípulos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Juan 13,34-35). El significado cristológico del amor al prójimo resplandecerá en la segunda venida de Cristo. Precisamente, entonces, se constatará que la medida para juzgar la adhesión a Cristo es precisamente el ejercicio cotidiano y visible de la caridad hacia los hermanos necesitados: «Tuve hambre, y me disteis de comer...» (cf. Mateo 25,31-46).

Sólo quien se deja involucrar por el prójimo y por sus indigencias, muestra concretamente su amor a Jesús. La cerrazón y la indiferencia hacia los demás, es cerrazón hacia el Espíritu Santo, olvido de Cristo y negación del amor universal del Padre.

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