El árbol simboliza el misterio de la vida y de la cruz

Alocución de S.S. Juan Pablo II a una delegación de Alemania

19 de diciembre de 1998

Venerados hermanos en el episcopado; queridos hermanos y hermanas:

1. Os agradecemos sinceramente el regalo del árbol de Navidad, que habéis traído a Roma desde vuestro país. Este abeto de la Selva Negra es un signo de vuestra adhesión al Sucesor de Pedro y, a la vez, un saludo expresivo de la Iglesia de Friburgo en Brisgovia a cuantos en Navidad se unen al centro del cristianismo tanto desde la ciudad de Roma como desde toda la tierra.

(...)

2. Cuando, en los días pasados, contemplé la plaza de San Pedro desde la ventana de mi despacho, el árbol suscitó en mi reflexiones espirituales. Ya en mi país amaba los árboles. Cuando los vemos, comienzan a hablar. Un poeta, que nació cerca de vuestro país y vivió a orillas del lago de Costanza, veía en los árboles predicadores eficaces: «No imparten enseñanzas o recetas, anuncian la ley fundamental de la vida».

Con su florecimiento en primavera, su madurez en verano, sus frutos en otoño y su muerte en invierno, el árbol nos habla del misterio de la vida. Por este motivo, ya desde los tiempos antiguos, los hombres recurrieron a la imagen del árbol para referirse a las cuestiones fundamentales de su vida.

3. Por desgracia, en nuestra época el árbol es también un espejo elocuente de la forma en que el hombre a veces trata el medio ambiente, la creación de Dios. Los árboles que mueren son una constatación callada de que existen personas que evidentemente no consideran un don ni la vida ni la creación, sino que sólo buscan su beneficio. Poco a poco resulta claro que donde los árboles se secan, al final el hombre sale perdiendo.

4. Al igual que los árboles, también los hombres necesitan raíces profundas, pues sólo quien está profundamente arraigado en una tierra fértil puede permanecer firme. Puede extenderse por la superficie, para tomar la luz del sol y al mismo tiempo resistir al viento, que lo sacude. Por el contrario, la existencia de quien cree que puede renunciar a esta base queda siempre en el aire, por tener raíces poco profundas.

La sagrada Escritura cita el fundamento sobre el que debemos enraizar nuestra vida para poder permanecer firmes. El apóstol san Pablo nos da un buen consejo: estad bien arraigados y fundados en Jesucristo, firmes en la fe, como se os ha enseñado (cf. Col 2, 7).

5. El árbol colocado en la plaza de San Pedro orienta mi pensamiento también en otra dirección: lo habéis puesto cerca del belén y lo habéis adornado. ¿No impulsa a pensar en el paraíso, en el árbol de la vida y también en el árbol del conocimiento del bien y del mal? Con el nacimiento del Hijo de Dios comenzó una nueva creación. El primer Adán quiso ser como Dios y comió del árbol del conocimiento. Jesucristo, el nuevo Adán, era Dios; a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomo la condición de esclavo, pasando por uno de tantos (cf. Flp 2, 6 ss): desde el nacimiento hasta la muerte, desde el pesebre hasta la cruz. El árbol del paraíso trajo la muerte; del árbol de la cruz surgió la vida. Así pues, el árbol está cerca del belén e indica precisamente la cruz, el árbol de la vida.

6. Señor obispo; queridos hermanos y hermanas, una vez más os expreso mi profundo agradecimiento por vuestro regalo navideño. Aceptad a cambio el mensaje del árbol, como lo formuló el salmista: «Su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas, y cuanto emprende tiene buen fin» (Sal 1, 2 ss).

Con esta reflexión, os deseo a vosotros, a vuestros seres queridos y a vuestros amigos, una Navidad santa y alegre. Que con la ayuda de Dios todo lo que emprendáis al comienzo del Año nuevo tenga éxito. Os imparto de corazón mi bendición apostólica.