CARTA-APOSTÓLICA
«MULIERIS DIGNITATEM»
DEL SUMO PONTIFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA DIGNIDAD
Y LA VOCACION DE LA MUJER
CON OCASIÓN DEL AÑO MARIANO


 

VI

MATERNIDAD - VIRGINIDAD

Dos Dimensiones de la Vocación de la Mujer

17. Hagamos ahora objeto de nuestra meditación la virginidad y la maternidad, como dos dimensiones particulares de la realización de la personalidad femenina. A la luz del Evangelio éstas adquieren la plenitud de su sentido y de su valor en María, que como Virgen llega a ser Madre del Hijo de Dios. Estas dos dimensiones de la vocación femenina se han encontrado y unido en ella de modo excepcional, de manera que una no ha excluido la otra, sino que la ha completado admirablemente. La descripción de la Anunciación en el Evangelio de San Lucas indica claramente que esto parecía imposible a la misma Virgen de Nazaret. Ella, al oír que le dicen: "Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo a quien pondrás por nombre Jesús", pregunta a continuación: "¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?" (Lc. 1, 31. 34). En el orden común de las cosas la maternidad es fruto del recíproco "conocimiento" del hombre y de la mujer en la unión matrimonial. María, firme en el propósito de su virginidad, pregunta al mensajero divino y obtiene la explicación: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti", tu maternidad no será consecuencia de un "conocimiento" matrimonial, sino obra del Espíritu Santo, y "el poder del Altísimo" extenderá su "sombra" sobre el misterio de la concepción y del nacimiento del Hijo. Como Hijo del Altísimo, él te es dado exclusivamente por Dios, en el modo conocido por Dios. María, por consiguiente, ha mantenido su virginal "no conozco varón" (cf. Lc. 1, 34) y al mismo tiempo se ha convertido en madre. La virginidad y la maternidad coexisten en ella, sin excluirse recíprocamente ni ponerse límites; es más, la persona de la Madre de Dios ayuda a todos -especialmente a las mujeres- a vislumbrar el modo en que estas dos dimensiones y estos dos caminos de la vocación de la mujer, como persona, se explican y se completan recíprocamente.

Maternidad

18. Para tomar parte en este "vislumbrar", es necesario una vez más profundizar en la verdad sobre la persona humana, como la presenta el Concilio Vaticano II. El hombre -varón o mujer- es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, es decir, es una persona, es un sujeto que decide sobre sí mismo. Al mismo tiempo, el hombre "no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" 39. Se ha dicho ya que esta descripción -que en cierto sentido es definición de la persona- corresponde a la verdad bíblica fundamental acerca de la creación del hombre -hombre y mujer- a imagen y semejanza de Dios. Esta no es una interpretación puramente teórica o una definición abstracta, pues indica de modo esencial el sentido de ser hombre, poniendo de relieve el valor del don de sí, de la persona. En esta visión de la persona está contenida también la parte esencial de aquel "ethos" que -referido a la verdad de la creación- será desarrollado plenamente por los Libros de la Revelación y, de modo particular, por los Evangelios.

Esta verdad sobre la persona abre además el camino a una plena comprensión de la maternidad de la mujer. La maternidad es fruto de la unión matrimonial de un hombre y de una mujer, es decir, de aquel "conocimiento" bíblico que corresponde a la "unión de los dos en una sola carne" (cf. Gén. 2, 24); de este modo se realiza -por parte de la mujer- un "don de sí" especial, como expresión de aquel amor esponsal mediante el cual los esposos se unen íntimamente para ser "una sola carne". El "conocimiento" bíblico se realiza según la verdad de la persona sólo cuando el don recíproco de sí mismo no es deformado por el deseo del hombre de convertirse en "dueño" de su esposa ("él te dominará") o por el cerrarse de la mujer en sus propios instintos ("hacia tu marido irá tu apetencia": Gén. 3, 16).

El don recíproco de la persona en el matrimonio se abre hacia el don de una nueva vida, es decir, de un nuevo hombre, que es también persona a semejanza de sus padres. La maternidad, ya desde el comienzo mismo, implica una apertura especial hacia la nueva persona; y éste es precisamente el "papel" de la mujer. En dicha apertura, esto es, en el concebir y dar a luz el hijo, la mujer "se realiza en plenitud a través del don sincero de sí". El don de la disponibilidad interior para aceptar al hijo y traerle al mundo está vinculado a la unión matrimonial que, como se ha dicho, debería constituir un momento particular del don recíproco de sí por parte de la mujer y del hombre. La concepción y el nacimiento del nuevo hombre, según la Biblia, están acompañados por las palabras siguientes de la mujer-madre: "He adquirido un varón con el favor de Yahveh" (Gén. 4, 1). La exclamación de Eva, "madre de todos los vivientes", se repite cada vez que viene al mundo una nueva criatura y expresa el gozo y la convicción de la mujer de participar en el gran misterio del eterno engendrar. Los esposos, en efecto, participan del poder creador de Dios.

La maternidad de la mujer, en el periodo comprendido entre la concepción y el nacimiento del niño, es un proceso biofisiológico y psíquico que hoy día se conoce mejor que en tiempos pasados y que es objeto de profundos estudios. El análisis científico confirma plenamente que la misma constitución física de la mujer y su organismo tienen una disposición natural para la maternidad, es decir, para la concepción, gestación y parto del niño, como fruto de la unión matrimonial con el hombre. Al mismo tiempo, todo esto corresponde también a la estructura psíquico-física de la mujer. Todo lo que las diversas ramas de la ciencia dicen sobre esta materia es importante y útil, a condición de que no se limiten a una interpretación exclusivamente biofisiológica de la mujer y de la maternidad. Una imagen así "empequeñecida" estaría a la misma altura de la concepción materialista del hombre y del mundo. En tal caso se habría perdido lo que verdaderamente es esencial: la maternidad, como hecho y fenómeno humano, tiene su explicación plena en base a la verdad sobre la persona. La maternidad está unida a la estructura personal del ser mujer y a la dimensión personal del don: "He adquirido un varón con el favor de Yahveh" (Gén. 4, 1). El Creador concede a los padres el don de un hijo. Por parte de la mujer, este hecho está unido de modo especial a "un don sincero de sí". Las palabras de María en la Anunciación "hágase en mí según tu palabra" (Lc. 1, 38) significan la disponibilidad de la mujer al don de sí, y a la aceptación de la nueva vida.

En la maternidad de la mujer, unida a la paternidad del hombre, se refleja el eterno misterio del engendrar que existe en Dios mismo, uno y trino (cf. Ef. 3, 14-15). El humano engendrar es común al hombre y a la mujer. Y si la mujer, guiada por el amor hacia su marido, dice: "te he dado un hijo", sus palabras significan al mismo tiempo: "este es nuestro hijo". Sin embargo, aunque los dos sean padres de su niño, la maternidad de la mujer constituye una "parte" especial de este ser padres en común, así como la parte más cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el periodo prenatal. La mujer es "la que paga" directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer. Ningún programa de "igualdad de derechos" del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto de un modo totalmente esencial.

La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer. La madre admira este misterio y con intuición singular "comprende" lo que lleva en su interior. A la luz del "principio" la madre acepta y ama al hijo que lleva en su seno como una persona. Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre -no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general-, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer. Comúnmente se piensa que la mujer es más capaz que el hombre de dirigir su atención hacia la persona concreta y que la maternidad desarrolla todavía más esta disposición. El hombre, no obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra siempre "fuera" del proceso de gestación y nacimiento del niño y debe, en tantos aspectos, conocer por la madre su propia "paternidad". Podríamos decir que esto forma parte del normal mecanismo humano de ser padres, incluso cuando se trata de las etapas sucesivas al nacimiento del niño, especialmente al comienzo. La educación del hijo -entendida globalmente- debería abarcar en sí la doble aportación de los padres: la materna y la paterna. Sin embargo, la contribución materna es decisiva y básica para la nueva personalidad humana.

La Maternidad en relación con la Alianza

19. Volvemos en nuestra reflexión al paradigma bíblico de la "mujer" tomado del Protoevangelio. La "mujer", como madre y como primera educadora del hombre (la educación es la dimensión espiritual del ser padres), tiene una precedencia específica sobre el hombre. Si su maternidad, considerada ante todo en sentido biofísico, depende del hombre, ella imprime un "signo" esencial sobre todo el proceso del hacer crecer como personas los nuevos hijos e hijas de la estirpe humana. La maternidad de la mujer, en sentido biofísico, manifiesta una aparente pasividad: el proceso de formación de una nueva vida "tiene lugar" en ella, en su organismo, implicándolo profundamente. Al mismo tiempo, la maternidad bajo el aspecto personal-ético expresa una creatividad muy importante de la mujer, de la cual depende de manera decisiva la misma humanidad de la nueva criatura. También en este sentido la maternidad de la mujer representa una llamada y un desafío especial dirigidos al hombre y a su paternidad.

El paradigma bíblico de la "mujer" culmina en la maternidad de la Madre de Dios. Las palabras del Protoevangelio: "Pondré enemistad entre ti y la mujer", encuentran aquí una nueva confirmación. He aquí que Dios inicia en ella, con su "fiat" materno ("hágase en mí"), una nueva alianza con la humanidad. Esta es la Alianza eterna y definitiva en Cristo, en su cuerpo y sangre, en su cruz y resurrección. Precisamente porque esta Alianza debe cumplirse "en la carne y la sangre" su comienzo se encuentra en la Madre. El "Hijo del Altísimo" solamente gracias a ella, gracias a su "fiat" virginal y materno, puede decir al Padre: "Me has formado un cuerpo. He aquí que vengo, Padre, para hacer tu voluntad" (cf. Heb. 10, 5. 7).

En el orden de la Alianza que Dios ha realizado con el hombre en Jesucristo ha sido introducida la maternidad de la mujer. Y cada vez, todas las veces que la maternidad de la mujer se repite en la historia humana sobre la tierra, está siempre en relación con la Alianza que Dios ha establecido con el género humano mediante la maternidad de la Madre de Dios.

¿Acaso no se demuestra esta realidad en la misma respuesta de Jesús al grito de aquella mujer en medio de la multitud, que lo alababa por la maternidad de su Madre: "Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron"? Jesús respondió: "Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan" (Lc. 11, 27-28). Jesús confirma el sentido de la maternidad referida al cuerpo; pero al mismo tiempo indica un sentido aún más profundo, que se relaciona con el plano del espíritu: la maternidad es signo de la Alianza con Dios, que "es espíritu" (Jn. 4, 24). Tal es, sobre todo, la maternidad de la Madre de Dios. También la maternidad de cada mujer, vista a la luz del Evangelio, no es solamente "de la carne y de la sangre", pues en ella se manifiesta la profunda "escucha de la palabra del Dios vivo" y la disponibilidad para "custodiar" esta Palabra, que es "palabra de vida eterna" (cf. Jn. 6, 68). En efecto, son precisamente los nacidos de las madres terrenas, los hijos y las hijas del género humano, los que reciben del Hijo de Dios el poder de llegar a ser "hijos de Dios" (Jn. 1, 12). La dimensión de la nueva Alianza en la sangre de Cristo ilumina el generar humano, convirtiéndolo en realidad y cometido de "nuevas criaturas" (cf. 2 Cor. 5, 17). Desde el punto de vista de la historia de cada hombre, la maternidad de la mujer constituye el primer umbral, cuya superación condiciona también "la revelación de los hijos de Dios" (cf. Rom. 8, 19).

"La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo" (Jn. 16, 21). La primera parte de estas palabras de Cristo se refieren a "los dolores del parto", que pertenecen a la herencia del pecado original; pero al mismo tiempo indican la relación que existe entre la maternidad de la mujer y el misterio pascual. En efecto, en dicho misterio está contenido también el dolor de la Madre bajo la Cruz; la Madre que participa mediante la fe en el misterio desconcertante del "despojo" del propio Hijo. "Esta es, quizás, la "kénosis" más profunda de la fe en la historia de la humanidad" 40. Contemplando esta Madre, a la que "una espada ha atravesado el corazón" (cf. Lc. 2, 35), el pensamiento se dirige a todas las mujeres que sufren en el mundo, tanto física como moralmente. En este sufrimiento desempeña también un papel particular la sensibilidad propia de la mujer, aunque a menudo ella sabe soportar el sufrimiento mejor que el hombre. Es difícil enumerar y llamar por su nombre cada uno de estos sufrimientos. Baste recordar la solicitud materna por los hijos, especialmente cuando están enfermos o van por mal camino, la muerte de sus seres queridos, la soledad de las madres olvidadas por los hijos adultos, la de las viudas, los sufrimientos de las mujeres que luchan solas para sobrevivir y los de las mujeres que son víctimas de injusticias o de explotación. Finalmente están los sufrimientos de la conciencia a causa del pecado que ha herido la dignidad humana o materna de la mujer; son heridas de la conciencia que difícilmente cicatrizan. También con estos sufrimientos es necesario ponerse junto a la cruz de Cristo.

Pero las palabras del Evangelio sobre la mujer que sufre, cuando le llega la hora de dar a luz un hijo, expresan inmediatamente el gozo: "el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo". Este gozo también está relacionado con el misterio pascual, es decir, con aquel gozo que reciben los Apóstoles el día de la resurrección de Cristo: "También vosotros estáis tristes ahora" (estas palabras fueron pronunciadas la víspera de la pasión); "pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar" (Jn. 16, 22).

La Virginidad por el Reino

20. En las enseñanzas de Cristo la maternidad está unida a la virginidad, aunque son cosas distintas. A este propósito, es fundamental la frase de Jesús dicha en el coloquio sobre la indisolubilidad del matrimonio. Al oír la respuesta que el Señor dio a los fariseos, los discípulos le dicen: "Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse" (Mt. 19, 10). Prescindiendo del sentido que aquel "no trae cuenta" tuviera entonces en la mente de los discípulos, Cristo aprovecha la ocasión de aquella opinión errónea para instruirles sobre el valor del celibato; distingue el celibato debido a defectos naturales -incluidos los causados por el hombre- del "celibato por el Reino de los cielos". Cristo dice: "Hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos" (Mt. 19, 12). Por consiguiente, se trata de un celibato libre, elegido por el Reino de los cielos, en consideración de la vocación escatológica del hombre a la unión con Dios. Y añade: "Quien pueda entender, que entienda". Estas palabras son reiteración de lo que había dicho al comenzar a hablar del celibato (cf. Mt. 19, 11). Por tanto este celibato por el Reino de los cielos no es solamente fruto de una opción libre por parte del hombre, sino también de una gracia especial por parte de Dios, que llama a una persona determinada a vivir el celibato. Si éste es un signo especial del Reino de Dios que ha de venir, al mismo tiempo sirve para dedicar a este Reino escatológico todas las energías del alma y del cuerpo de un modo exclusivo, durante la vida temporal.

Las palabras de Jesús son la respuesta a la pregunta de los discípulos. Están dirigidas directamente a aquellos que hicieron la pregunta y que en este caso eran sólo hombres. No obstante, la respuesta de Cristo, en sí misma, tiene valor tanto para los hombres como para las mujeres y, en este contexto, indica también el ideal evangélico de la virginidad, que constituye una clara "novedad" en relación con la tradición del Antiguo Testamento. Esta tradición ciertamente enlazaba de alguna manera con la esperanza de Israel, y especialmente de la mujer de Israel, por la venida del Mesías, que debía ser de la "estirpe de la mujer". En efecto, el ideal del celibato y de la virginidad como expresión de una mayor cercanía a Dios no era totalmente ajeno en ciertos ambientes judíos, sobre todo en los tiempos que precedieron inmediatamente a la venida de Jesús. Sin embargo, el celibato por el Reino, o sea, la virginidad, es una novedad innegable vinculada a la Encarnación de Dios.

Desde el momento de la venida de Cristo la espera del Pueblo de Dios debe dirigirse al Reino escatológico que ha de venir y en el cual él mismo ha de introducir "al nuevo Israel". En efecto, para realizar un cambio tan profundo en la escala de valores, es indispensable una nueva conciencia de la fe, que Cristo subraya por dos veces: "Quien pueda entender, que entienda"; esto lo comprenden solamente "aquellos a quienes se les ha concedido" (Mt. 19, 11) María es la primera persona en la que se ha manifestado esta nueva conciencia, ya que pregunta al ángel: "¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?" (Lc. 1, 34). Aunque "estaba desposada con un hombre llamado José" (cf. Lc. 1, 27), ella estaba firme en su propósito de virginidad, y la maternidad que se realizó en ella provenía exclusivamente del "poder del Altísimo", era fruto de la venida del Espíritu Santo sobre ella (cf. Lc. 1, 35). Esta maternidad divina, por tanto, es la respuesta totalmente imprevisible a la esperanza humana de la mujer en Israel: esta maternidad llega a María como un don de Dios mismo. Este don se ha convertido en el principio y el prototipo de una nueva esperanza para todos los hombres según la Alianza eterna, según la nueva y definitiva promesa de Dios: signo de la esperanza escatológica.

Teniendo como base el Evangelio se ha desarrollado y profundizado el sentido de la virginidad como vocación también de la mujer, con la que se reafirma su dignidad a semejanza de la Virgen de Nazaret. El Evangelio propone el ideal de la consagración de la persona, es decir, su dedicación exclusiva a Dios en virtud de los consejos evangélicos, en particular los de castidad, pobreza y obediencia, cuya encarnación más perfecta es Jesucristo mismo. Quien desee seguirlo de modo radical opta por una vida según estos consejos, que se distinguen de los mandamientos e indican al cristiano el camino de la radicalidad evangélica. Ya desde los comienzos del cristianismo hombres y mujeres se han orientado por este camino, pues el ideal evangélico se dirige al ser humano sin ninguna diferencia en razón del sexo.

En este contexto más amplio hay que considerar la virginidad también como un camino para la mujer; un camino en el que, de un modo diverso al matrimonio, ella realiza su personalidad de mujer. Para comprender esta opción es necesario recurrir una vez más al concepto fundamental de la antropología cristiana. En la virginidad libremente elegida la mujer se reafirma a sí misma como persona, es decir, como un ser que el Creador ha amado por sí misma desde el principio 41 y, al mismo tiempo, realiza el valor personal de la propia femineidad, convirtiéndose en "don sincero" a Dios, que se ha revelado en Cristo; un don a Cristo, Redentor del hombre y Esposo de las almas: un don "esponsal". No se puede comprender rectamente la virginidad, la consagración de la mujer en la virginidad, sin recurrir al amor esponsal; en efecto, en tal amor la persona se convierte en don para el otro 42. Por otra parte, de modo análogo ha de entenderse la consagración del hombre en el celibato sacerdotal o en el estado religioso.

La natural disposición esponsal de la personalidad femenina halla una respuesta en la virginidad entendida así. La mujer, llamada desde el "principio" a ser amada y a amar, en la vocación a la virginidad encuentra sobre todo a Cristo, como el Redentor que "amó hasta el extremo" por medio del don total de sí mismo, y ella responde a este don con el "don sincero" de toda su vida. Se da al Esposo divino y esta entrega personal tiende a una unión de carácter propiamente espiritual: mediante la acción del Espíritu Santo se convierte en "un solo espíritu" con Cristo-Esposo (cf. 1 Cor. 6, 17).

Este es el ideal evangélico de la virginidad, en el que se realizan de modo especial tanto la dignidad como la vocación de la mujer. En la virginidad entendida así se expresa el llamado radicalismo del Evangelio: Dejarlo todo y seguir a Cristo (cf. Mt. 19, 27), lo cual no puede compararse con el simple quedarse soltera o célibe, pues la virginidad no se limita únicamente al "no", sino que contiene un profundo "sí" en el orden esponsal: el entregarse por amor de un modo total e indiviso.

La Maternidad según el Espíritu

21. La virginidad en el sentido evangélico comporta la renuncia al matrimonio y, por tanto, también a la maternidad física. Sin embargo la renuncia a este tipo de maternidad, que puede comportar incluso un gran sacrificio para el corazón de la mujer, se abre a la experiencia de una maternidad en sentido diverso: la maternidad "según el espíritu" (cf. Rom. 8, 4). En efecto, la virginidad no priva a la mujer de sus prerrogativas. La maternidad espiritual reviste formas múltiples. En la vida de las mujeres consagradas que, por ejemplo, viven según el carisma y las reglas de los diferentes Institutos de carácter apostólico, dicha maternidad se podrá expresar como solicitud por los hombres, especialmente por los más necesitados: los enfermos, los minusválidos, los abandonados, los huérfanos, los ancianos, los niños, los jóvenes, los encarcelados y, en general, los marginados. Una mujer consagrada encuentra de esta manera al Esposo, diferente y único en todos y en cada uno, según sus mismas palabras: "Cuanto hicisteis a uno de éstos... a mí me lo hicisteis" (Mt. 25, 40). El amor esponsal comporta siempre una disponibilidad singular para volcarse sobre cuantos se hallan en el radio de su acción. En el matrimonio esta disponibilidad -aún estando abierta a todos- consiste de modo particular en el amor que los padres dan a sus hijos. En la virginidad esta disponibilidad está abierta a todos los hombres, abrazados por el amor de Cristo Esposo.

En relación con Cristo, que es el Redentor de todos y de cada uno, el amor esponsal, cuyo potencial materno se halla en el corazón de la mujer-esposa virginal, también está dispuesto a abrirse a todos y a cada uno. Esto se verifica en las Comunidades religiosas de vida apostólica de modo diverso que en las de vida contemplativa o de clausura. Existen además otras formas de vocación a la virginidad por el Reino, como, por ejemplo, los Institutos Seculares, o las Comunidades de consagrados que florecen dentro de los Movimientos, Grupos o Asociaciones; en todas estas realidades, la misma verdad sobre la maternidad espiritual de las personas que viven la virginidad halla una configuración multiforme. Pero no se trata aquí solamente de formas comunitarias, sino también de formas extracomunitarias. En definitiva la virginidad, como vocación de la mujer, es siempre la vocación de una persona concreta e irrepetible. Por tanto, también la maternidad espiritual, que se expresa en esta vocación, es profundamente personal.

Sobre esta base se verifica también un acercamiento específico entre la virginidad de la mujer no casada y la maternidad de la mujer casada. Este acercamiento va no sólo de la maternidad a la virginidad -como ha sido puesto de relieve anteriormente- sino que va también de la virginidad hacia el matrimonio, entendido como forma de vocación de la mujer por el que ésta se convierte en madre de los hijos nacidos de su seno. El punto de partida de esta segunda analogía es el sentido de las nupcias. En efecto, una mujer "se casa" tanto mediante el sacramento del matrimonio como, espiritualmente, mediante las nupcias con Cristo. En uno y otro caso las nupcias indican la "entrega sincera de la persona" de la esposa al esposo. De este modo puede decirse que el perfil del matrimonio tiene su raíz espiritual en la virginidad. Y si se trata de la maternidad física ¿no debe quizás ser ésta también una maternidad espiritual, para responder a la verdad global sobre el hombre que es unidad de cuerpo y espíritu? Existen, por lo tanto, muchas razones para entrever en estos dos caminos diversos -dos vocaciones diferentes de vida en la mujer- una profunda complementariedad e incluso una profunda unión en el interior de la persona.

"Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto"

22. El Evangelio revela y permite entender precisamente este modo de ser de la persona humana. El Evangelio ayuda a cada mujer y a cada hombre a vivirlo y, de este modo, a realizarse. Existe, en efecto, una total igualdad respecto a los dones del Espíritu Santo y las "maravillas de Dios" (Act. 2, 11). Y no sólo esto. Precisamente ante las "maravillas de Dios" el Apóstol-hombre siente la necesidad de recurrir a lo que es por esencia femenino, para expresar la verdad sobre su propio servicio apostólico. Así se expresa Pablo de Tarso cuando se dirige a los Gálatas con estas palabras: "Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto" (Gál. 4, 19). En la primera Carta a los Corintios (7, 38) el apóstol anuncia la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio -doctrina constante de la Iglesia según las palabras de Cristo, como leemos en el evangelio de San Mateo (19, 10-12)-, pero sin ofuscar de ningún modo la importancia de la maternidad física y espiritual. En efecto, para ilustrar la misión fundamental de la Iglesia, el Apóstol no encuentra algo mejor que la referencia a la maternidad.

Un reflejo de la misma analogía -y de la misma verdad- lo hallamos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. María es la "figura" de la Iglesia 43: "Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre (...) Engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre (...) a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom. 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno" 44. "La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios" 45. Se trata de la maternidad "según el espíritu" en relación con los hijos y las hijas del género humano. Y tal maternidad -como ha se ha dicho- es también la "parte" de la mujer en la virginidad. La Iglesia "es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo" 46. Esto se realiza plenamente en María. La Iglesia, por consiguiente, "a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera" 47.

El Concilio ha confirmado que si no se recurre a la Madre de Dios no es posible comprender el misterio de la Iglesia, su realidad, su vitalidad esencial. Indirectamente hallamos aquí la referencia al paradigma bíblico de la "mujer", como se delinea claramente ya en la descripción del "principio" (cf. Gén. 3, 15) y a lo largo del camino que va de la creación -pasando por el pecado- hasta la redención. De este modo se confirma la profunda unión entre lo que es humano y lo que constituye la economía divina de la salvación en la historia del hombre. La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es "humano", sin una adecuada referencia a lo que es "femenino". Así sucede, de modo análogo, en la economía salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente en relación con toda la historia del hombre no podemos dejar de lado, desde la óptica de nuestra fe, el misterio de la "mujer": virgen-madre-esposa.

VII

LA IGLESIA - ESPOSA DE CRISTO

"Gran Misterio"

23. Las palabras de la Carta a los Efesios tienen una importancia fundamental en relación con este tema: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (/Ef/05/25-32).

En esta Carta el autor expresa la verdad sobre la Iglesia como esposa de Cristo, indicando además que esta verdad se basa en la realidad bíblica de la creación del hombre, varón y mujer. Creados a imagen y semejanza de Dios como "unidad de los dos", ambos han sido llamados a un amor de carácter esponsal. Puede también decirse, siguiendo la descripción de la creación en el Libro del Génesis (2, 18-25), que esta llamada fundamental aparece juntamente con la creación de la mujer y es llevada a cabo por el Creador de la institución del matrimonio, que según el Génesis 2, 24 tiene desde el principio el carácter de unión de las personas ("communio personarum"). Aunque no de modo directo, la misma descripción del "principio" (cf. Gén. 1, 27; 2, 24) indica que todo el "ethos" de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer debe corresponder a la verdad personal de su ser. Todo esto ya ha sido considerado anteriormente. El texto de la Carta a los Efesios confirma de nuevo la verdad anterior y al mismo tiempo compara el carácter esponsal del amor entre el hombre y la mujer con el misterio de Cristo y de la Iglesia. Cristo es el esposo de la Iglesia, la Iglesia es la esposa de Cristo. Esta analogía tiene sus precedentes; traslada al Nuevo Testamento lo que estaba contenido en el Antiguo Testamento, de modo particular en los profetas Oseas, Jeremías, Ezequiel e Isaías 48. Cada uno de estos textos merecerá un análisis por separado. Citemos al menos un texto. Dios, por medio del profeta, habla a su pueblo elegido de esta manera: "No temas, que no te avergonzarás, ni te sonrojes, que no quedarás confundida, pues la verg³enza de tu mocedad olvidarás y la afrenta de tu viudez no recordarás jamás. Porque tu Esposo es tu hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre: y el que te rescata, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra se llama (...). La mujer de la juventud ¿es repudiada? dice tu Dios. Por un breve instante te abandoné pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido, dice Yahveh tu Redentor (...). Porque los montes se correrán y las colinas se moverán más mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá" (Is. 54, 4-8. 10).

Por haber sido creado el ser humano -hombre y mujer- a imagen y semejanza de Dios, Dios puede hablar de sí por boca del profeta, sirviéndose de un lenguaje que es humano por esencia. En el texto de Isaías que hemos citado, es "humano" el modo de expresarse el amor de Dios, pero el amor mismo es divino. Al ser amor de Dios, tiene un carácter esponsal propiamente divino, aunque sea expresado mediante la analogía del amor del hombre hacia la mujer. Esta mujer-esposa es Israel, como pueblo elegido por Dios, y esta elección tiene su origen exclusivamente en el amor gratuito de Dios. Precisamente mediante este amor se explica la Alianza, presentada con frecuencia como una alianza matrimonial que Dios, una y otra vez, hace con su pueblo elegido. Por parte de Dios es un "compromiso" duradero; El permanece fiel a su amor esponsal, aunque la esposa le haya sido infiel repetidamente.

Esta imagen del amor esponsal junto con la figura del Esposo divino -imagen muy clara en los textos proféticos- encuentra su afirmación y plenitud en la Carta a los Efesios (5, 23-32). Cristo es saludado como esposo por Juan el Bautista (cf. Jn. 3, 27-29); más aún, Cristo se aplica esta comparación tomada de los profetas (cf. Mc. 2, 19-20). El apóstol Pablo, que es portador del patrimonio del Antiguo Testamento, escribe a los Corintios: "Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2 Cor. 11, 2). Pero la plena expresión de la verdad sobre el amor de Cristo Redentor, según la analogía del amor esponsal en el matrimonio, se encuentra en la Carta a los Efesios: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (5, 25); con esto recibe plena confirmación el hecho de que la Iglesia es la Esposa de Cristo: "El que te rescata es el Santo de Israel" (Is. 54, 5). En el texto paulino la analogía de la relación esponsal va contemporáneamente en dos direcciones que constituyen la totalidad del "gran misterio" ("sacramentum magnum"). La alianza propia de los esposos "explica" el carácter esponsal de la unión de Cristo con la Iglesia y, a su vez, esta unión -como "gran sacramento"- determina la sacramentalidad del matrimonio como alianza santa de los esposos, hombre y mujer. Leyendo este pasaje rico y complejo, que en su conjunto es una gran analogía, hemos de distinguir lo que en él expresa la realidad humana de las relaciones interpersonales, de lo que, con lenguaje simbólico, expresa el "gran misterio" divino.

La "novedad" evangélica

24. El texto se dirige a los esposos, como mujeres y hombres concretos, y les recuerda el "ethos" del amor esponsal que se remonta a la institución divina del matrimonio desde el "principio". A la verdad de esta institución responde la exhortación "maridos, amad a vuestras mujeres", amadlas como exigencia de esa unión especial y única, mediante la cual el hombre y la mujer llegan a ser "una sola carne" en el matrimonio (Gén. 2, 24; Ef. 5, 31). En este amor se da una afirmación fundamental de la mujer como persona, una afirmación gracias a la cual la personalidad femenina puede desarrollarse y enriquecerse plenamente. Así actúa Cristo como esposo de la Iglesia, deseando que ella sea "resplandeciente, sin mancha ni arruga" (Ef. 5, 27). Se puede decir que aquí se recoge plenamente todo lo que constituye "el estilo" de Cristo al tratar a la mujer. El marido tendría que hacer suyos los elementos de este estilo con su esposa; y, de modo análogo, debería hacerlo el hombre, en cualquier situación, con la mujer. De esta manera ambos, mujer y hombre, realizan el "don sincero de sí mismos".

El autor de la Carta a los Efesios no ve ninguna contradicción entre una exhortación formulada de esta manera y la constatación de que "las mujeres (estén sumisas) a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer" (5, 22-23a). El autor sabe que este planteamiento, tan profundamente arraigado en la costumbre y en la tradición religiosa de su tiempo, ha de entenderse y realizarse de un modo nuevo: como una "sumisión recíproca en el temor de Cristo" (cf. Ef. 5, 21), tanto más que al marido se le llama "cabeza" de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, y lo es para entregarse "a sí mismo por ella" (Ef. 5, 25), e incluso para dar la propia vida por ella. Pero mientras que en la relación Cristo-Iglesia la sumisión es sólo de la Iglesia, en la relación marido-mujer la "sumisión" no es unilateral, sino recíproca.

En relación a lo "antiguo", esto es evidentemente "nuevo": es la novedad evangélica. Encontramos diversos textos en los cuales los escritos apostólicos expresan esta novedad, si bien en ellos se percibe aún lo "antiguo", es decir, lo que está enraizado en la tradición religiosa de Israel, en su modo de comprender y de explicar los textos sagrados, como por ejemplo el del Génesis (c. 2) 49.

Las cartas apostólicas van dirigidas a personas que viven en un ambiente con el mismo modo de pensar y de actuar. La "novedad" de Cristo es un hecho; constituye el inequivocable contenido del mensaje evangélico y es fruto de la redención. Pero al mismo tiempo, la convicción de que en el matrimonio se da la "recíproca sumisión de los esposos en el temor de Cristo" y no solamente la "sumisión" de la mujer al marido, ha de abrirse camino gradualmente en los corazones, en las conciencias, en el comportamiento, en las costumbres. Se trata de una llamada que, desde entonces, no cesa de apremiar a las generaciones que se han ido sucediendo, una llamada que los hombres deben acoger siempre de nuevo. El Apóstol escribió no solamente que: "En Jesucristo (...) no hay ya hombre ni mujer", sino también "no hay esclavo ni libre". Y sin embargo exclamdowncuántas generaciones han sido necesarias para que, en la historia de la humanidad, este principio se llevara a la práctica con la abolición de la esclavitud! Y ¿qué decir de tantas formas de esclavitud a las que están sometidos hombres y pueblos, y que todavía no han desaparecido de la escena de la historia?

Pero el desafío del "ethos" de la redención es claro y definitivo. Todas las razones en favor de la "sumisión" de la mujer al hombre en el matrimonio se deben interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos en el "temor de Cristo". La medida de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que es el Esposo de la Iglesia, su Esposa.

La Dimensión Simbólica del "Gran Misterio"

25. En el texto de la Carta a los Efesios encontramos una segunda dimensión de la analogía que en su conjunto debe servir para revelar "el gran misterio". Se trata de una dimensión simbólica. Si el amor de Dios hacia el hombre, hacia el pueblo elegido, Israel, es presentado por los profetas como el amor del esposo a la esposa, tal analogía expresa la condición "esponsal" y el carácter divino y no humano del amor de Dios: "Tu esposo es tu Hacedor (...), Dios de toda la tierra se llama" (Is. 54, 5). Lo mismo podemos decir del amor esponsal de Cristo redentor: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn. 3, 16). Se trata, por consiguiente, del amor de Dios expresado mediante la redención realizada por Cristo. Según la carta paulina, este amor es "semejante" al amor esponsal de los esposos pero naturalmente no es "igual". La analogía, en efecto, implica una semejanza, pero deja un margen adecuado de no-semejanza.

Lo anterior se pone fácilmente de manifiesto si consideramos la figura de la "esposa". Según la Carta a los Efesios la esposa es la Iglesia, lo mismo que para los profetas la esposa era Israel; se trata, por consiguiente, de un sujeto colectivo y no de una persona singular. Este sujeto colectivo es el pueblo de Dios, es decir, una comunidad compuesta por muchas personas, tanto mujeres como hombres. "Cristo ha amado a la Iglesia" precisamente como comunidad, como Pueblo de Dios; y, al mismo tiempo, en esta Iglesia, que en el mismo texto es llamada también su "cuerpo" (cf. Ef. 5, 23), él ha amado a cada persona singularmente. En efecto, Cristo ha redimido a todos sin excepción, a cada hombre y a cada mujer. En la redención se manifiesta precisamente este amor de Dios y llega a su cumplimiento el carácter esponsal de este amor en la historia del hombre y del mundo. Cristo entró en esta historia y permanece en ella como el Esposo que "se ha dado a sí mismo". "Darse" quiere decir "convertirse en un don sincero" del modo más completo y radical: "Nadie tiene mayor amor" (Jn. 15, 13). En esta concepción, por medio de la Iglesia, todos los seres humanos -hombres y mujeres- están llamados a ser la "Esposa" de Cristo, redentor del mundo. De este modo "ser esposa" y, por consiguiente, lo "femenino", se convierte en símbolo de todo lo "humano", según las palabras de Pablo: "Ya no hay hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gál. 3, 28).

Desde el punto de vista ling³ístico se puede decir que la analogía del amor esponsal según la Carta a los Efesios relaciona lo "masculino" con lo "femenino", dado que, como miembros de la Iglesia, también los hombres están incluidos en el concepto de "Esposa". Y esto no puede causar asombro, pues el Apóstol, para expresar su misión en Cristo y en la Iglesia, habla de sus "hijos por quienes sufre dolores de parto" (cf. Gál. 4, 19). En el ámbito de lo que es humano, es decir, de lo que es humanamente personal, la "masculinidad" y la "femineidad" se distinguen y, a la vez, se completan y se explican mutuamente. Esto se constata también en la gran analogía de la "Esposa", en la Carta a los Efesios. En la Iglesia cada ser humano -hombre y mujer- es la "Esposa", en cuanto recibe el amor de Cristo Redentor como un don y también en cuanto intenta corresponder con el don de la propia persona.

Cristo es el Esposo. De esta manera se expresa la verdad sobre el amor de Dios, "que ha amado primero" (cf. 1 Jn. 4, 19) y que, con el don que engendra este amor esponsal al hombre, ha superado todas las expectativas humanas: "Amó hasta el extremo" (Jn. 13, 1). El Esposo -el Hijo consubstancial al Padre en cuanto Dios- se ha convertido en el hijo de María, "hijo del hombre", verdadero hombre, varón. El símbolo del Esposo es de género masculino. En este símbolo masculino está representado el carácter humano del amor con el cual Dios ha expresado su amor divino a Israel, a la Iglesia, a todos los hombres. Meditando todo lo que los Evangelios dicen sobre la actitud de Cristo hacia las mujeres, podemos concluir que como hombre -hijo de Israel- reveló la dignidad de las "hijas de Abraham" (cf. Lc. 13, 16), la dignidad que la mujer posee desde el "principio" igual que el hombre. Al mismo tiempo, Cristo puso de relieve toda la originalidad que distingue a la mujer del hombre, toda la riqueza que le fue otorgada a ella en el misterio de la creación. En la actitud de Cristo hacia la mujer se encuentra realizado de modo ejemplar lo que el texto de la Carta a los Efesios expresa mediante el concepto de "esposo". Precisamente porque el amor divino de Cristo es amor de Esposo, este amor es paradigma y ejemplo para tod amor humano, en particular para el amor del varón. 26. En el vasto trasfondo del "gran misterio", que se expresa en la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia, es posible también comprender de modo adecuado el hecho de la llamada de los "Doce". Cristo, llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente libre y soberano. Y lo hizo con la misma libertad con que en todo su comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de la mujer, sin amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la legislación de su tiempo. Por lo tanto, la hipótesis de que haya llamado como apóstoles a unos hombres, siguiendo la mentalidad difundida en su tiempo, no refleja completamente el modo de obrar de Cristo. "Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza..., porque no miras la condición de las personas" (Mt. 22, 16). Estas palabras caracterizan plenamente el comportamiento de Jesús de Nazaret; en esto se encuentra también una explicación a la llamada de los "Doce". Todos ellos estaban con Cristo durante la última Cena y sólo ellos recibieron el mandato sacramental: "Haced esto en memoria mía" (Lc. 22, 19; 1 Cor. 11, 24), que etá unido a la institución de la Eucaristía. Ellos, la tarde del día de la resurrección, recibieron el Espíritu Santo para perdonar los pecados: "A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn. 20, 23). Nos encontramos en el centro mismo del Misterio pascual, que revela hasta el fondo el amor esponsal de Dios. Cristo es el Esposo, porque "se ha entregado a sí mismo": su cuerpo ha sido "dado", su sangre ha sido "derramada" (cf. Lc. 22, 19-20). De este modo "amó hasta el extremo" (Jn. 13, 1). El "don sincero", contenido en el sacrificio de la Cruz, hace resaltar de manera definitiva el sentido esponsal del amor de Dios. Cristo es el Esposo de la Iglesia, como Redentor del mundo. La Eucaristía es el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la Esposa. La Eucaristía hace presente y realiza de nuevo, de modo sacramental, el acto redentor de Cristo, que "crea" la Iglesia, su cuerpo. Cristo está unido a este "cuerpo", como el esposo a la esposa. Todo esto está contenido en la Carta a los Efesios. En este "gran misterio" de Cristo y de la Iglesia se introduce la perenne "unidad de los dos", constituida desde el "principio" entre el hombre y la mujer.

Si Cristo, al instituir la Eucaristía, la ha unido de una manera tan explícita al servicio sacerdotal de los apóstoles, es lícito pensar que de este modo deseaba expresar la relación entre el hombre y la mujer, entre lo que es "femenino" y lo que es "masculino", querida por Dios, tanto en el misterio de la creación como en el de la redención. Ante todo en la Eucaristía se expresa de modo sacramental el acto redentor de Cristo Esposo en relación con la Iglesia Esposa. Esto se hace transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la Eucaristía -en la que el sacerdote actúa "in persona Christi"- es realizado por el hombre. Esta es una explicación que confirma la enseñanza de la Declaración Inter insigniores, publicada por disposición de Pablo VI, para responder a la interpelación sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial 50.

El Don de la Esposa

27. El Concilio Vaticano II ha renovado en la Iglesia la conciencia de la universalidad del sacerdocio. En la Nueva Alianza hay un solo sacrificio y un solo sacerdote: Cristo. De este único sacerdocio participan todos los bautizados, ya sean hombres o mujeres, en cuanto deben "ofrecerse a sí mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios" (cf. Rom. 12, 1), dar en todo lugar testimonio de Cristo y dar razón de su esperanza en la vida eterna a quien lo pida (cf. 1 Ped. 3, 15) 51. La participación universal en el sacrificio de Cristo, con el que el Redentor ha ofrecido al Padre el mundo entero y, en particular, la humanidad, hace que todos en la Iglesia constituyan "un reino de sacerdotes" (Ap. 5, 10; cf. 1 Ped. 2, 9), esto es, que participen no solamente en la misión sacerdotal, sino también en la misión profética y real de Cristo Mesías. Esta participación determina, además, la unión orgánica de la Iglesia, como Pueblo de Dios, con Cristo. Con ella se expresa a la vez el "gran misterio" de la Carta a los Efesios: la Esposa unida a su Esposo; unida, porque vive su vida; unida, porque participa de su triple misión ("tria munera Christi"); unida de tal manera que responda con un "don sincero" de sí al inefable don del amor del Esposo, Redentor del mundo. Esto concierne a todos en la Iglesia, tanto a las mujeres como a los hombres, y concierne obviamente también a aquellos que participan del "sacerdocio ministerial" 52, que tiene el carácter de servicio. En el ámbito del "gran misterio" de Cristo y de la Iglesia todos están llamados a responder -como una esposa- con el don de la vida al don inefable del amor de Cristo, el cual, como Redentor del mundo, es el único Esposo de la Iglesia. En el "sacerdocio real", que es universal, se expresa a la vez el don de la Esposa. Esto tiene una importancia fundamental para entender la Iglesia misma en su esencia, evitando trasladar a la Iglesia -incluso en su ser una "institución" compuesta por hombres y mujeres insertos en la historia- criterios de comprensión y de juicio que no afecten a su naturaleza. Aunque la Iglesia posee una estructura "jerárquia" 53, sin embargo esta estructura está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo. La santidad, por otra parte, se mide según el "gran misterio", en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo, y lo hace "en el Espíritu Santo", porque "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom. 5, 5). El Concilio Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda la tradición, ha recordado que en la jerarquía de la santidad precisamente la "mujer", María de Nazaret, es "figura" de la Iglesia. Ella "precede" a todos en el camino de la santidad; en su persona la "Iglesia ha alcanzado ya la perfección con la que existe inmaculada y sin mancha" (cf. Ef. 5, 27) 54. En este sentido se puede decir que la Iglesia es, a la vez, "mariana" y "apostólico-petrina" 55.

En la historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos, había, junto a los hombres, numerosas mujeres, para quienes la respuesta de la Esposa al amor redentor del Esposo adquiría plena fuerza expresiva. En primer lugar, vemos a aquellas mujeres que personalmente se habían encontrado con Cristo y le habían seguido, y después de su partida "eran asiduas en la oración" juntamente con los Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén hasta el día de Pentecostés. Aquel día, el Espíritu Santo habló por medio de "hijos e hijas" del Pueblo de Dios cumpliéndose así el anuncio del profeta Joel (cf. Act. 2, 17). Aquellas mujeres, y después otras, tuvieron una parte activa e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la edificación de la primera comunidad desde los cimientos -así como de las comunidades sucesivas- mediante los propios carismas y con su servicio multiforme. Los escritos apostólicos anotan sus nombres, como Febe, "diaconisa de Cencreas" (cf. Rom. 16, 1), Prisca con su marido Aquila (cf. 2 Tim. 4, 19), Evodia y Síntique (cf. Fil. 4, 2), María, Trifena, Pérside, Trifosa (cf. Rom. 16, 6. 12). El Apóstol habla de los "trabajos" de ellas por Cristo, y estos trabajos indican el servicio apostólico de la Iglesia en varios campos, comenzando por la "iglesia doméstica"; es aquí, en efecto, donde la "fe sencilla" pasa de la madre a los hijos y a los nietos, como se verificó en casa de Timoteo (cf. 2 Tim. 1, 5).

Lo mismo se repite en el curso de los siglos, generación tras generación, como lo demuestra la historia de la Iglesia. En efecto, la Iglesia defendiendo la dignidad de la mujer y su vocación ha mostrado honor y gratitud para aquellas que -fieles al Evangelio- han participado en todo tiempo en la misión apostólica del Pueblo de Dios. Se trata de santas mártires, de vírgenes, de madres de familia, que valientemente han dado testimonio de su fe, y que educando a los propios hijos en el espíritu del Evangelio han transmitido la fe y la tradición de la Iglesia.

En cada época y en cada país encontramos numerosas mujeres "perfectas" (cf. Prov. 31, 10) que, a pesar de las persecuciones, dificultades o discriminaciones, han participado en la misión de la Iglesia. Basta mencionar a Mónica, madre de Agustín, Macrina, Olga de Kiev, Matilde de Toscana, Eduvigis de Silesia y Eduvigis de Cracovia, Isabel de Turingia, Brígida de Suecia, Juana de Arco, Rosa de Lima, Elizabeth Seton y Mary Ward. El testimonio y las obras de mujeres cristianas han incidido significativamente tanto en la vida de la Iglesia como en la sociedad. También ante graves discriminaciones sociales las mujeres santas han actuado "con libertad", fortalecidas por su unión con Cristo. Una unión y libertad radicada así en Dios explica, por ejemplo, la gran obra de Santa Catalina de Siena en la vida de la Iglesia, y de Santa Teresa de Jesús en la vida monástica.

También en nuestros días la Iglesia no cesa de enriquecerse con el testimonio de tantas mujeres que realizan su vocación a la santidad. Las mujeres santas son una encarnación del ideal femenino, pero son también un modelo para todos los cristianos, un modelo de la "sequela Christi" -seguimiento de Cristo-, un ejemplo de cómo la Esposa ha de responder con amor al amor del Esposo.

VIII

LA MAYOR ES LA CARIDAD

Ante los Cambios

28. "Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación" 56. Estas palabras de la Constitución conciliar Gaudium et spes las podemos aplicar al tema de la presente reflexión. La llamada particular a la dignidad de la mujer y a su vocación, propia de los tiempos en los que vivimos, puede y debe ser acogida con la "luz y fuerza" que el Espíritu da generosamente al hombre, también al hombre de nuestra época, tan rica de múltiples transformaciones. La Iglesia "cree que la clave, el centro y el fin" del hombre, así como "de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro" y afirma que "bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre" 57.

Con estas palabras la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual nos indica el camino a seguir al asumir las tareas relativas a la dignidad de la mujer y a su vocación, bajo el trasfondo de los cambios significativos de nuestra época. Podemos afrontar tales cambios de modo correcto y adecuado solamente si volvemos de nuevo a la base que se encuentra en Cristo, aquellas verdades y aquellos valores "inmutables" de los que él mismo es "Testigo fiel" (cf. Ap. 1, 5) y Maestro. Un modo diverso de actuar conduciría a resultados dudosos, por no decir erróneos y falaces.

La Dignidad de la Mujer y el Orden del Amor

29. El texto anteriormente citado de la Carta a los Efesios (5, 21-33), donde la relación entre Cristo y la Iglesia es presentada como el vínculo entre el Esposo y la Esposa, se refiere también a la institución del matrimonio según las palabras del Libro del Génesis (cf. 2, 24). El mismo texto une la verdad sobre el matrimonio, como sacramento primordial, con la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén. 1, 27; 5, 1). Con la significativa comparación contenida en la Carta a los Efesios adquiere plena claridad lo que determina la dignidad de la mujer tanto a los ojos de Dios -Creador y Redentor- como a los ojos del hombre, varón y mujer. Sobre el fundamento del designio eterno de Dios, la mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo creado de las personas halla un terreno para su primera raíz. El orden del amor pertenece a la vida íntima de Dios mismo, a la vida trinitaria. En la vida íntima de Dios, el Espíritu Santo es la hipóstasis personal del amor. Mediante el Espíritu, Don increado, el amor se convierte en un don para las personas creadas. El amor, que viene de Dios, se comunica a las criaturas: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom. 5, 5). La llamada a la existencia de la mujer al lado del hombre -"una ayuda adecuada" (Gén. 2, 18)- en la "unidad de los dos" ofrece en el mundo visible de las criaturas condiciones particulares para que "el amor de Dios se derrame en los corazones" de los seres creados a su imagen. Si el autor de la Carta a los Efesios llama a Cristo Esposo y a la Iglesia Esposa, confirma indirectamente mediante esta analogía la verdad sobre la mujer como esposa. El Esposo es el que ama. La Esposa es amada; es la que recibe el amor, para amar a su vez. El texto del Génesis -leído a la luz del símbolo esponsal de la Carta a los Efesios- nos permite intuir una verdad que parece decidir de modo esencial la cuestión de la dignidad de la mujer y, a continuación, la de su vocación: la dignidad de la mujer es medida en razón del amor, que es esencialmente orden de justicia y caridad 58.

Sólo la persona puede amar y sólo la persona puede ser amada. Esta es ante todo una afirmación de naturaleza ontológica, de la que surge una afirmación de naturaleza ética. El amor es una exigencia ontológica y ética de la persona. La persona debe ser amada ya que sólo el amor corresponde a lo que es la persona. Así se explica el mandamiento del amor, conocido ya en el Antiguo Testamento (cf. Dt. 6, 5; Lev. 19, 18) y puesto por Cristo en el centro mismo del "ethos" evangélico (cf. Mt. 22, 36-40; Mc. 12, 28-34). De este modo se explica también aquel primado del amor expresado por las palabras de Pablo en la Carta a los Corintios: "La mayor es la caridad" (cf. 1 Cor. 13, 13).

Si no recurrimos a este orden y a este primado no se puede dar una respuesta completa y adecuada a la cuestión sobre la dignidad de la mujer y su vocación. Cuando afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez, no expresamos sólo o sobre todo la específica relación esponsal del matrimonio. Expresamos algo más universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de las relaciones interpersonales, que de modo diverso estructuran la convivencia y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres. En este contexto amplio y diversificado la mujer representa un valor particular como persona humana y, al mismo tiempo, como aquella persona concreta, por el hecho de su femineidad. Esto se refiere a todas y cada una de las mujeres, independientemente del contexto cultural en el que vive cada una y de sus características espirituales, psíquicas y corporales, como, por ejemplo, la edad, la instrucción, la salud, el trabajo, la condición de casada o soltera.

El texto de la Carta a los Efesios que analizamos nos permite pensar en una especie de "profetismo" particular de la mujer en su femineidad. La analogía del Esposo y de la Esposa habla del amor con el que todo hombre es amado por Dios en Cristo, es decir, todo hombre y toda mujer. Sin embargo, en el contexto de la analogía bíblica y en base a la lógica interior del texto, es precisamente la mujer la que manifiesta a todos esta verdad: ser esposa. Esta característica "profética" de la mujer en su femineidad halla su más alta expresión en la Virgen Madre de Dios. Respecto a ella se pone de relieve, de modo pleno y directo, el íntimo unirse del orden del amor -que entra en el ámbito del mundo de las personas humanas a través de una Mujer- con el Espíritu Santo. María escucha en la Anunciación: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti" (Lc. 1, 35).

Conciencia de una Misión

30. La dignidad de la mujer se relaciona íntimamente con el amor que recibe por su femineidad y también con el amor que, a su vez, ella da. Así se confirma la verdad sobre la persona y sobre el amor. Sobre la verdad de la persona se debe recurrir una vez más al Concilio Vaticano II: "El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" 59. Esto se refiere a todo hombre, como persona creada a imagen de Dios, ya sea hombre o mujer. La afirmación de naturaleza ontológica contenida aquí indica también la dimensión ética de la vocación de la persona. La mujer no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás.

Desde el "principio" la mujer, al igual que el hombre, ha sido creada y "puesta" por Dios precisamente en este orden del amor. El pecado de los orígenes no ha anulado este orden, no lo ha cancelado de modo irreversible; lo prueban las palabras bíblicas del Protoevangelio (cf. Gen. 3, 15). En la presente reflexión hemos señalado el puesto singular de la "mujer" en este texto clave de la Revelación. Es preciso manifestar también cómo la misma mujer, que llega a ser "paradigma" bíblico, se halla asimismo en la perspectiva escatológica del mundo y del hombre expresada por el Apocalipsis 60. Es "una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Ap. 12, 1). Se podría decir: una mujer a la medida del cosmos, a la medida de toda la obra de la creación. Al mismo tiempo sufre "con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz" (Ap. 12, 2), como Eva "madre de todos los vivientes" (Gén. 3, 20). Sufre también porque "delante de la mujer que está para dar a luz" (cf. Ap. 12, 4) se pone "el gran dragón, la serpiente antigua" (Ap. 12, 9), conocida ya por el Protoevangelio: el Maligno, "padre de la mentira" y del pecado (cf. Jn. 8, 44). Pues la "serpiente antigua" quiere devorar "al niño". Si vemos en este texto el reflejo del evangelio de la infancia (cf. Mt. 2, 13. 16) podemos pensar que en el paradigma bíblico de la "mujer" se encuadra, desde el inicio hasta el final de la historia, la lucha contra el mal y contra el Maligno. Es también la lucha a favor del hombre, de su verdadero bien, de su salvación. ¿No quiere decir la Biblia que precisamente en la "mujer", Eva-María, la historia constata una dramática lucha por cada hombre, la lucha por su fundamental "sí" o "no" a Dios y a su designio eterno sobre el hombre?

Si la dignidad de la mujer testimonia el amor, que ella recibe para amar a su vez, el paradigma bíblico de la "mujer" parece desvelar también cuál es el verdadero orden del amor que constituye la vocación de la mujer misma. Se trata aquí de la vocación en su significado fundamental, -podríamos decir universal- que se concreta y se expresa después en las múltiples "vocaciones" de la mujer, tanto en la Iglesia como en el mundo. La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer -sobre todo en razón de su femineidad- y ello decide principalmente su vocación.

Tomando pie de esta conciencia y de esta entrega, la fuerza moral de la mujer se expresa en numerosas figuras femeninas del Antiguo Testamento, del tiempo de Cristo, y de las épocas posteriores hasta nuestros días.

La mujer es fuerte por la conciencia de esta entrega, es fuerte por el hecho de que Dios "le confía el hombre", siempre y en cualquier caso, incluso en las condiciones de discriminación social en la que pueda encontrarse. Esta conciencia y esta vocación fundamental hablan a la mujer de la dignidad que recibe de parte de Dios mismo, y todo ello la hace "fuerte" y la reafirma en su vocación. De este modo, la "mujer perfecta" (cf. Prov. 31, 10) se convierte en un apoyo insustituible y en una fuente de fuerza espiritual para los demás, que perciben la gran energía de su espíritu. A estas "mujeres perfectas" deben mucho sus familias y, a veces, también las Naciones.

En nuestros días los éxitos de la ciencia y de la técnica permiten alcanzar de modo hasta ahora desconocido un grado de bienestar material que, mientras favorece a algunos, conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso unilateral puede llevar también a una gradual pérdida de la sensibilidad por el hombre, por todo aquello que es esencialmente humano. En este sentido, sobre todo el momento presente espera la manifestación de aquel "genio" de la mujer, que asegure en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano. Y porque "la mayor es a caridad" (1 Cor. 13, 13).

Así pues, una atenta lectura del paradigma bíblico de la "mujer" -desde el Libro del Génesis hasta el Apocalipsis- nos confirma en que consisten la dignidad y la vocación de la mujer y todo lo que en ella es inmutable y no pierde vigencia, poniendo "su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre" 61. Si el hombre es confiado de modo particular por Dios a la mujer, ¿no significa esto tal vez que Cristo espera de ella la realización de aquel "sacerdocio real" (1 Ped. 2, 9), que es la riqueza dada por El a los hombres? Cristo, sumo y único sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, y Esposo de la Iglesia, no deja de someter esta misma herencia al Padre mediante el Espíritu Santo, para que Dios sea "todo en todos" (1 Cor. 15, 28) 62.

Entonces se cumplirá definitivamente la verdad de que "la mayor es la caridad" (1 Cor. 13, 13).

IX

CONCLUSION

"Si Conocieras el don de Dios"

31. "Si conocieras el don de Dios" (Jn. 4, 10), dice Jesús a la samaritana en el transcurso de uno de aquellos admirables coloquios que muestran la gran estima que Cristo tiene por la dignidad de la mujer y por la vocación que le permite tomar parte en su misión mesiánica.

La presente reflexión, que llega ahora a su fin, está orientada a reconocer desde el interior del "don de Dios" lo que El, creador y redentor, confía a la mujer, a toda mujer. En el Espíritu de Cristo ella puede descubrir el significado pleno de su femineidad y, de esta manera, disponerse al "don sincero de sí misma" a los demás, y de este modo encontrarse a sí misma.

En el Año Mariano la Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el "misterio de la mujer" y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las "maravillas de Dios", que en la historia de la humanidad se han cumplido en ella y por medio de ella. En definitiva, ¿no se ha obrado en ella y por medio de ella lo más grande que existe en la historia del hombre sobre la tierra, es decir, el acontecimiento de que Dios mismo se ha hecho hombre?

La Iglesia, por consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres "perfectas" y por las mujeres "débiles". Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es "la patria" de la familia humana, que a veces se transforma en "un valle de lágrimas". Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable.

La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del "genio" femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina.

La Iglesia pide, al mismo tiempo, que estas inestimables "manifestaciones del Espíritu" (cf. 1 Cor. 12, 4 ss.), que con grande generosidad han sido dadas a las "hijas" de la Jerusalén eterna, sean reconocidas debidamente, valorizadas, para que redunden en común beneficio de la Iglesia y de la humanidad, especialmente en nuestros días. Al meditar sobre el misterio bíblico de la "mujer", la Iglesia ora para que todas las mujeres se hallen de nuevo a sí mismas en este misterio y hallen su "vocación suprema".

Que María, que "precede a toda la Iglesia en el camino de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo" 63, nos obtenga también este "fruto" en el Año que le hemos dedicado, en el umbral del tercer milenio de la venida de Cristo.

Con estos deseos imparto a todos los fieles y, de modo especial, a las mujeres, hermanas en Cristo, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, del año 1988, décimo de mi Pontificado.

Joannes Paulus PP II


39 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 24.

40 Carta Encíc. Redemptoris Mater, 18: l.c., 383.

41 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 24.

42 Cf. Alocuciones de los miércoles 7 y 21 de abril de 1982: Insegnamenti V, 1 (1982), pp. 1126-1131 y 1175-1179.

43 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 63; S. Ambrosio, In Lc. II, 7: S. Ch. 45, 74; De instit. virg. XIV, 87-89: PL 16, 326-327; S. Cirilo de Alejandría, Hom. 4: PG 77, 996; S. Isidoro de Sevilla, Allegoriae 139: PL 83, 117.

44 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 63.

45 Ibid., 64.

46 Ibid., 64.

47 Ibid., 64. Sobre la relación María-Iglesia, que aparece de modo constante en la reflexión de los Padres de la Iglesia y de la Tradición cristiana, cf. Carta Encíc. Redemptoris Mater, 42-44, así como las notas 117-127: l.c., 418-422. Cf. además Clemente de Alejandría, Paed. 1, 6: S. Ch. 70, 186 s.; S. Ambrosio, In Lc. II, 7: S. Ch. 45, 74; S. Agustín, Sermo 192, 2: PL 38, 1012; Sermo 195, 2: PL 38, 1018; Sermo 25, 8: PL 46, 938; S. León Magno, Sermo 25, 5: PL 54, 211; Sermo 26, 2: PL 54, 213; Ven. Beda, In Lc. I, 2: PL 92, 330. "Ambas madres -escribe Isaac de Stella, discípulo de S. Bernardo-, ambas vírgenes, ambas conciben por obra del Espíritu Santo (...). María (...) ha engendrado al cuerpo su Cabeza; la Iglesia (...) da a esta Cabeza su cuerpo. Una y otra son madres de Cristo; pero ninguna de ellas lo engendra enteramente sin la otra. Por tanto, justamente (...) lo que se ha dicho en general de la virgen madre Iglesia, se dice singularmente de la virgen madre María; y cuanto se dice especialmente de la virgen madre María se refiere en general a la virgen madre Iglesia; y lo que se dice de una de las dos se puede referir indiferentemente tanto a la una como a la otra" (Sermo 51, 7-8: S. Ch. 339, 202-205).

48 Cf. por ejemplo Os. 1, 2; 2, 16-18 Jr. 2, 2; Ez. 16, 8; Is. 50, 1; 54, 5-8.

49 Cf. Col. 3, 18; 1 P. 3, 1-6; Tt. 2, 4-5; Ef. 5, 22-24; 1 Cor. 11, 3-16; 14, 33-35; 1 Tm. 2, 11-15.

50 Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial Inter insigmores (15 de octubre de 1976): AAS 69 (1977), 98-116.

51 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

52 Cf. ibid., 10.

53 Cf. ibid., 18-29.

54 Cf. ibid., 65; también 63; Carta Encic. Redemptoris Mater, 2-6: l.c., 362-367.

55 "Este perfil mariano es igualmente -si no lo es mucho más- fundamental y característico para la Iglesia, que el perfil apostólico y petrino, al que está profundamente unido... La dimensión mariana de la Iglesia antecede a la petrina, aunque esté estrechamente unida a ella y sea complementaria. María, la Inmaculada, precede a cualquier otro, y obviamente al mismo Pedro y a los Apóstoles, no sólo porque Pedro y los Apóstoles, proveniendo de la masa del género humano que nace bajo el pecado, forman parte de la Iglesia "sancta ex peccatoribus", sino también porque su triple munus no tiende más que a formar a la Iglesia en ese ideal de santidad, en que ya está formado y figurado en María. Como bien ha dicho un teólogo contemporáneo, «María es "Reina de los Apóstoles", sin pretender para ella los poderes apostólicos. Ella tiene otra cosa y más» (H. U. von Balthasar, Neue Klarstellungen, trad. ital., Milano 1980, p. 181): Alocución a los Cardenales y Prelados de la Curia Romana, 22 de diciembre de 1987: L'Osservatore Romano, 23 de diciembre de 1987.

56 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 10.

57 Ibid., 10.

58 Cf. S. Agustín, De Trinitate, L, VIII, VII, 10-X, 14: CCL 50. 284-291.

59 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 24.

60 Cf. en el Apéndice de las obras de S. Ambrosio, In Apoc. IV, 3-4: PL 17, 876; Ps. Agustín, De symb. ad catech. sermo IV: PL 40, 661.

61 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 10.

62 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 36.

63 Cf. Ibid., 63.