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La oración de todas las cosas

 

Hemos ido examinando a lo largo de este libro distintos ejercicios de oración, pero antes de terminar quisiéramos invitar al lector a transformar su vida entera en oración. Cuando hemos descubierto lo maravilloso que es orar intermitentemente con los ojos cerrados, desearíamos continuar nuestra oración las 24 horas del día.

Ha sido este un deseo profundo de los santos, mantener durante toda la jornada la presencia de Dios, y nunca apartarse de su mirada. La Biblia nos exhorta a que "hay que orar siempre y no desfallecer" (Lc 18,1). "Orad constantemente" (1 Ts 5,17). "Cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre en nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5,19-20).

Hay muchos modos de vivir en oración continua. San Agustín nos invita a fomentar en nosotros continuamente el deseo de Dios. "Tu deseo es tu oración; si el deseo es continuo, continua también es la oración. No en vano dijo el apóstol: "Orad sin cesar". ¿Acaso sin cesar nos arrodillamos, nos prosternamos, elevamos nuestras manos, para que pueda decir: ‘Orad sin cesar’? Si decimos que solo podemos orar así, creo que es imposible orar sin cesar. Pero existe otra oración interior o continua que es el deseo. Cualquier cosa que hagas, si deseas aquel reposo sabático, no interrumpe la oración. Si no quieres dejar de orar, no interrumpas tu deseo. Tu deseo continuo es tu voz, es decir, tu oración continua. Callas cuando dejas de amar".

Otra forma de transformar toda la vida en oración es hacer en cada momento la voluntad divina. Toda la vida puede transformarse en oración si se vive bajo la mirada de Dios y en armonía con su voluntad. "Todo cuanto hagáis de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesucristo, dando gracias por su medio a Dios Padre" (Col 3,17). La religión judía ha multiplicado los preceptos para regular las más insignificantes parcelas de la vida, de modo que nuestro cuidado por hacerlo todo de una manera determinada y no de otra nos obliga a vivir continuamente en presencia de Dios.

Creo que esta intuición es válida, aunque el cristianismo la entiende de una forma distinta del judaísmo. No se trata tanto de vivir conformándonos a cada instante con un elaboradísimo reglamento que nos señala cómo hacer las cosas y cómo no hacerlas, sino de vivir eligiendo de una forma más creativa, aplicando a los casos concretos de cada hora los grandes principios que modelan nuestra vida según el estilo de las bienaventuranzas.

En realidad la vida es una continua sucesión de pequeñas o grandes opciones que de hecho todos realizamos muchas veces al día. La mayor parte las hacemos automáticamente en virtud de opciones fundamentales previas que ya hemos tomado. Muchos inconscientemente se han dicho a sí mismos de una vez para siempre: "Haré siempre lo que sea menos molesto, o lo que me evite conflictos, o lo que me gane la aprobación de mis iguales, o lo que me lleve a ganar más dinero, o lo que me ayude a trepar en la vida".

Una vez fijado el piloto automático en la dirección hacia la que uno quiere encaminarse, se elige automáticamente aquello que está más en consonancia con el fin prefijado. Pues bien, el hombre de oración vive continuamente eligiendo aquello que está más en consonancia con su vocación cristiana genérica y específica. Esta elección no está prefijada en ningún costumbrero, sino que hay que discernirla de un modo creativo.

San Ignacio en sus ejercicios espirituales nos ayuda a que interioricemos los grandes valores del evangelio en su meditación del Rey Temporal, de las banderas y binarios. Con ello estamos programando el piloto automático en todas nuestras grandes y pequeñas decisiones de la vida diaria. Pero para poder vivir así, hace falta haber alcanzado una "indiferencia" básica, que consiste en acallar todas las "afecciones desordenadas".

Los afectos desordenados son apegos irracionales que tenemos a cosas, a personas, a hábitos, a costumbres arraigadas. Cuando estos afectos motivan nuestra vida y regulan nuestras decisiones diarias, perdemos la libertad de elegir. Los afectos segregan múltiples racionalizaciones que nos hacen ver como bueno y conveniente lo que en el fondo es solo un capricho. Así no se puede vivir el ideal ignaciano de "en todo amar y servir".

Para Ignacio no es nuestra actividad la que nos distrae de la oración continua, sino los afectos desordenados que motivan y regulan nuestra acción. Como dice el poeta indio Tagore: "Cuando estén afinadas, Maestro mío, todas las cuerdas de mi alma, cada vez que tú las toques, cantarán amor". Es lo que dicen también los salmos: "A punto está mi corazón, oh Dios, mi corazón a punto. Voy a cantar, voy a salmodiar. ¡Gloria mía, despierta! Despertad, cítara y arpa, despertaré a la aurora" (Sal 57,8). El que se ha liberado de afectos desordenados tiene la cítara bien afinada y puede "amar a Dios en todas las cosas y a todas en él".

De Ignacio se pudo decir que era "contemplativo también en la acción", porque sus múltiples actividades no le distraían de su tarea permanente que consistía en "buscar y hallar a Dios en todas las cosas". Los salmos expresan muy bien este deseo. "Muéstrame tus caminos, Señor, enséñame tus sendas" (Sal 25,4). "Dice de ti mi corazón: ‘Busca su rostro’. Sí, Señor, tu rostro busco, no me ocultes tu rostro" (Sal 27,8-9).

El contemplativo en la acción es consciente de la presencia de su Señor en todas partes, y sabe que no hay lugar ninguno en el universo donde no pueda encontrar la luz de su rostro. "¿A dónde iré lejos de tu aliento? ¿A dónde podré huir de tu rostro? Si hasta los cielos subo, allí estás tú; si en el abismo me acuesto, allí te encuentras. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a lo último del mar, también allí tu mano me conduce, tu diestra me aprehende" (Sal 139, 7-10).

La espiritualidad del Apostolado de la Oración nos invita a comenzar el día haciendo un ofrecimiento de obras, en el cual presentamos al Señor todas las "oraciones, obras, sufrimientos y alegrías" del día que comienza. Es una manera sencilla y fácil de hacer realidad el deseo de convertir toda la vida en oración, pero sólo se pueden convertir en oración aquellas obras bien discernidas, las obras en las que Dios se complace. "Se me ha prescrito en el comienzo del libro hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero y llevo tu voluntad en el fondo de mi ser" (Sal 40,8-9).