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Orar desde el vientre de la ballena

El libro de Jonás es una novela edificante sobre la vida de este profeta tan simpático y tan humano. Es el único de los profetas procedente de la Galilea, y en este sentido es un precedente de Jesús.

No tenemos ahora tiempo para referirnos a sus fantásticas aventuras. Al principio del libro se nos cuenta su vocación. Dios le llamó para ir a predicar la conversión a la gran ciudad de Nínive, la pecadora. Pero Jonás tuvo miedo. Ya sabía cómo se las gastaban los asirios; por menos de nada empalaban a sus enemigos. Y huyó de Dios en dirección contraria, hacia el mar, embarcándose en el puerto de Jope en dirección hacia Tarsis en el otro extremo del mundo. ¡Cuántas veces también nosotros huimos en dirección contraria a la que nos marca la vocación de Dios! Pero de Dios no se puede huir. "¿A dónde iré lejos de tu espíritu?, ¿a dónde podré huir de tu rostro…? Si me hundo en el abismo, allí te encuentro… Si voy a parar al confín del mar, allí tu mano me conduce" (Sal 139,7-10).

El mar se agitó con una gran tormenta que puso en peligro la embarcación. Los marineros le tiraron a Jonás al mar pensando que él era el responsable de aquella tempestad. Quizás no haya sentimiento tan angustioso como el de caerse al mar en la noche, y ver que el barco se aleja, y saber que en cualquier momento un tiburón puede salir desde el fondo de las aguas oscuras. En nuestro relato fantástico, es una ballena la que se traga a Jonás. Pero quiero fijarme hoy en su oración. La Biblia nos trae el salmo que reza Jonás desde el vientre de la ballena. Es uno de los salmos más hermosos (Jon 2, 3-10).

El salmo comienza describiendo la situación de Jonás. No hay situación desesperada desde la que no podamos volvernos hacia Dios. La imagen del mar agitado es el símbolo más poderoso del caos que en circunstancias de nuestra vida amenaza con tragarnos. Se trata del caos primordial, que el Génesis describe en hebreo como "tohu wabohu": oscuridad, confusión (Gn 1,2), abismo profundo de aguas revueltas que abre su garganta para tragarnos.

Este caos que a veces se insinúa en nuestra vida se designa como "aguas turbulentas". "Sálvame, oh Dios porque las aguas me han entrado hasta mi garganta. Me hundo en la ciénaga, y no tengo ningún asidero. He entrado en el abismo de las aguas y las olas me sumergen" (Sal 69, 1-2). "Todas tus olas han pasado encima de mí" (Sal 42,8).

Jonás en su oración lo describe así: "Las aguas me habían rodeado hasta la garganta. El abismo se abría a mis pies. Un alga estaba enredada alrededor de mi cabeza, en la raíz de las montañas" (Jon 2,6-7).

Los psicoanalistas nos dicen que esta experiencia tiene hondas raíces en el trauma del parto, cuando el feto corre el peligro de asfixiarse. El alga enrollada a su cuello puede ser un símbolo del cordón umbilical que amenaza con ahogar al feto en el momento del parto. Freud habla de una ansiedad que flota libremente, que no se concreta en ningún objeto concreto, con lo cual la parálisis que nos produce es más devastadora.

La sima que se abre a nuestros pies en esas ocasiones tiene también el nombre bíblico de "she’ol" o "abismo". "Mi alma está repleta de males y mi vida está al borde del she’ol; ya me cuento entre los que descienden a la fosa, soy un hombre acabado... Me has rechazado al fondo de la fosa, en las tinieblas, en los abismos..." (Sal 88, 4.7). "Me habías arrojado al fondo en alta mar; me rodeaba la corriente, tus torrentes y tus olas me anegaban" (Jon 2,4).

Las aguas embravecidas pertenecen al dominio de la muerte, y están habitadas por Leviatán y toda clase de monstruos, como los que aparecen en nuestras pesadillas. Emergen desde un abismo profundo por debajo de nuestros pies que chapotean desesperadamente.

Otra imagen favorita para la amenaza de la muerte es la de la ciénaga" (Sal 69,3), las arenas movedizas. "Me sacó de la fosa fatal, de las aguas cenagosas, asentó mis pies sobre la roca y aseguró mis pasos" (Sal 40,3). Estas dos imágenes tienen algo en común. Describen una situación en la cual yo no me puedo librar a mí mismo. Solamente otra persona desde fuera me puede librar de la ciénaga. Mis chapoteos para salir no hacen sino hundirme más aún. La salvación es una realidad trascendente, me tiene que venir de fuera. ¿Cómo podría salvarse un hombre hundido en una ciénaga tirando de su coleta para arriba? Sin un punto de apoyo es imposible salir del abismo. Es sólo Dios quien puede sacarme del abismo y del vientre de la ballena.

"Desde el vientre del abismo pedí auxilio y me escuchó" (Jon 2,3). El pensamiento y los ojos de Jonás como los de todo judío piadoso se dirigen hacia el Templo de Jerusalén. Los nuestros se dirigen al Padre que está en el santuario del cielo. "Cuando se me acababan las fuerzas, invoqué al Señor. Llegó hasta ti mi oración, hasta tu santo templo" (Jon 2,8).

Hasta hoy los judíos oran en dirección a Jerusalén, así como los musulmanes oran mirando a la Meca. Es el lugar donde ubican a Dios en nuestras coordenadas espaciales. De hecho las sinagogas se construyen mirando hacia Jerusalén.

En cambio Jesús adoptó un gesto de oración que debió parecer muy revolucionario a sus contemporáneos. Nos enseñó a orar levantando los ojos hacia el cielo, que es la morada de Dios. Dios no está ya ubicado en ningún punto cardinal de nuestra tierra, ni en ningún templo. Jesús levantó los ojos al cielo antes de bendecir los panes que iba a multiplicar (Mc 6,41) y al comienzo de su oración sacerdotal en la última cena (Jn 17,1). Por eso los cristianos oramos mirando al cielo, y no mirando hacia Jerusalén ni hacia el Vaticano. Pero cometeríamos un error si ubicásemos a Dios allá en el espacio de arriba. Precisamente la imagen del cielo quiere evitar que localicemos a Dios en ningún lugar de nuestro espacio, porque está en todas partes.

Pero todavía Jonás, en el Antiguo Testamento, invocaba al Señor mirando hacia el templo. Y como sucede siempre en toda oración bíblica, al final recobró la paz y la seguridad en Dios. Antes de orar no hacía pie, pero en la oración sus pies han encontrado un asidero.

Muchos textos bíblicos hablan de Dios con imágenes de algo sólido sobre lo que hacer pie, opuesto a la ciénaga en la que nuestros pies se hunden. "El Señor es mi roca, la peña en que me amparo". "¿Quién es Dios fuera de YHWH? ¿Quién Roca, sino sólo nuestro Dios?" (Sal 18,3.32). "Sobre una roca me levantará" (Sal 27,5).

La oración de Jonás, que comenzó como una plegaria en medio de la angustia, termina en un cántico de acción de gracias. Es el efecto inconfundible de toda oración: "Te cumpliré mis votos, mi sacrificio será un grito de acción de gracias: ‘¡La salvación viene del Señor!’" (Jon 2,10).