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Tres veces oré pidiendo a Dios que me curase

En el capítulo anterior vimos cómo Dios escuchó la oración de Ezequías y le devolvió la salud. Sin embargo no todos los enfermos se sanan. El modo que tiene Dios de escuchar nuestra oración no es siempre concediéndonos la salud. Dios tiene otras maneras diferentes de escuchar nuestra oración y lo vamos a ver claro en un ejemplo de la vida de San Pablo.

San Pablo tenía una enfermedad crónica que le limitaba muchísimo en sus viajes apostólicos. No sabemos muy bien de qué se trataba. Esta enfermedad se manifestaba en ataques agudos que lo incapacitaban. Uno de estos ataques lo tuvo, por ejemplo, durante su estancia en Galacia, y así en una carta posterior agradeció a los gálatas los cuidados que le proporcionaron entonces. "Una enfermedad me dio ocasión para evangelizaros. No obstante la prueba que suponía para vosotros mi cuerpo, no me mostrasteis desprecio ni repulsa... Os hubierais arrancado los ojos, de haber sido posible, para dármelos..." (Ga 4,13-15).

Algunos interpretan estas últimas palabras en sentido literal y piensan que se trataba de una enfermedad de los ojos; otros hablan de una enfermedad recurrente como la malaria; otros piensan en una enfermedad psicológica como aquella depresión que tuvo al comienzo de su ministerio en Corinto (1 Cor 2,3; 1 Ts 3,7; Hch 18,9).

No sabemos qué enfermedad tenía San Pablo, pero al menos nos consta que era una enfermedad un tanto vergonzosa, que le incapacitaba mucho y que interfería con la agenda de sus viajes y sus ministerios. Pablo se refiere a esta enfermedad llamándola: "un aguijón en mi carne, un enviado de Satanás que me abofetea para que no me engría" (2 Cor 11,7).

¿Cuál fue la reacción de San Pablo ante esta enfermedad? Su primera reacción fue la misma que vimos en Ezequías. Se volvió hacia Dios en oración y le pidió que le curase. "Tres veces rogué al Señor que se alejase de mí la enfermedad" (2 Cor 12,8). San Pablo fue insistente, no se dio fácilmente por vencido. Cada vez que la enfermedad arruinaba sus planes apostólicos y tenía que cancelar visitas y compromisos, acudía a Dios. "Señor, si me curas, voy a poder multiplicar mucho mis actividades, voy a poder viajar más, escribir más cartas, convertir más personas, fundar nuevas comunidades..."

Y un día el Señor le respondió y le dijo que no se iba a curar nunca de aquella enfermedad: "Te basta mi gracia, porque mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad" (2 Cor 12,9). Probablemente no se trata de que Dios "le hablase" a San Pablo, sino de que en un momento de oración, la inteligencia de Pablo fue iluminada para comprender con claridad la respuesta a su desconcierto. Recordaría aquella vez en que fue precisamente un ataque de esta enfermedad la que fue una oportunidad para evangelizar a los Gálatas (Ga 4,13). El gran éxito del viaje de Juan Pablo II a Tierra Santa fue precisamente su debilidad. Judíos y musulmanes se quedaron impresionados por esa visita tan distinta de la de los cruzados dominadores.

"Por tanto, con mucho gusto seguiré gloriándome, sobre todo, en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis debilidades, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo, porque cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Cor 12,10).

También Dios nos habla claramente a nosotros, cada vez que de repente se nos aclara algo que antes no entendíamos. Puede ser a través de alguien que nos dice una palabra decisiva, o a través de una lectura clave, o en el silencio de un rato de oración. Pero nosotros también podemos usar ese género literario -"Dios me ha dicho"-, aunque nunca hayamos tenido visiones, ni hayamos escuchado palabras con nuestros oídos. Es una manera de atestiguar lo íntimo y personal que es nuestro contacto con Dios.

Lo que Dios le vino a decir a San Pablo fue: "Me eres más útil enfermo que sano. Tu enfermedad te hace sentirte débil y te impide engreírte. Si vas por la vida sólo cosechando éxitos vas a terminar por creértelo y entonces ya no te vas a apoyar en mí, sino en tus propias fuerzas. Para que la plenitud de mi poder pase a través de ti, es necesario que experimentes tu propia debilidad, tus limitaciones, tu torpeza. Tu debilidad no me estorba, sino que al revés, es preciosa para mí. No siempre lo que te estorba a ti me estorba también a mí. Sólo cuando experimentes tu debilidad, serás cauce limpio al poder de mi gracia, cable conductor de mi energía hacia los demás".

El Señor no quiso curar a Moisés de su tartamudez (Ex 4,10), ni a Jacob ni a Ignacio de Loyola de sus cojeras respectivas (Gn 32,32), ni a Timoteo de su gastritis crónica (1 Tm 5,23), ni a Sansón de su ceguera (Jc 16,21).

Por supuesto que hay enfermedades tan dolorosas que nos deshumanizan, y no nos hacen mejores instrumentos de Dios. Hay enfermedades que destruyen y despersonalizan al hombre. En este caso nunca debemos cansarnos de pedir a Dios que nos cure, ni dejar de usar todos los medios a nuestro alcance, ni resignarnos pasivamente a la enfermedad. Pero a veces Dios nos hace comprender que la enfermedad, aunque de suyo sea algo malo, puede contribuir a una causa superior.

¡Cuántas personas se han encontrado con Dios a raíz de una enfermedad que les tumbó y les hizo interrumpir su vida atareada! Cuando estamos postrados en la cama, nuestros ojos pueden mirar al cielo más fácilmente. Las causas superficiales que nos tenían completamente pillados, se revelan ahora tan huecas como las pompas de jabón.

Al comprender esto, sufrimos de una manera distinta. Ya no es un sufrimiento ciego, absurdo, destructivo, sino un sufrimiento que nos humaniza. No destruye ya nuestra humanidad, sino solo nuestro deseo de suficiencia y autonomía. Entonces es cuando nos convertimos en colaboradores humildes al servicio del Señor.