Presupuestos antropológicos

 


 

El concepto de celebración

Lo sagrado y el hombre

El simbolismo del cuerpo

 

 

 

1.- El Concepto de celebración

 

a) El término celebración

No podemos por menos que alegrarnos de que la horrenda expresión “administrar” los sacramentos esté siendo sustituida por la de “celebrar” los sacramentos. Nos parece que el concepto de celebración es el concepto básico en torno al cual hay que articular la comprensión de la liturgia de la Iglesia.

Veamos algunos de los usos de esta palabra en el lenguaje corriente. “Celebro que hayas venido”. “Eso hay que celebrarlo”. Estas expresiones incluyen la idea de una alegría y una gratitud por algo que no depende de nosotros. El ‘hay que celebrarlo’ está ya invitando a tomar algo juntos, a ciertos gestos expresivos de esa alegría. La fiesta no se celebra nunca en la interioridad, a solas, sino en la comunidad y exteriormente, corporalmente.

Podemos celebrar el que alguien que haya ganado un trofeo o que haya sacado un título universitario. Especialmente significativo es celebrar un cumpleaños, porque entonces no se celebran los logros de una persona. En el cumpleaños se celebra a la persona por lo que es, y no por lo que tiene o ha conseguido.

Celebramos los reencuentros. Celebramos acontecimientos, como pueden ser las sesiones de apertura y clausura de los Juegos olímpicos. Podemos celebrar una acontecimiento del pasado, los aniversarios de hechos importantes de nuestra vida, bodas de oro, de plata.

Celebrar en latín viene de la raíz “pisar”, hollar, saltar en círculo, girar. En esto coincide con el hebreo HGG, danzar en movimientos circulares. Este baile es la mejor expresión de la alegría festiva, expresa el eterno retorno, la vuelta a los orígenes, la regeneración del tiempo profano, la irrupción de lo eterno, la inmersión en las fuentes de la existencia.[i] El círculo anual del año litúrgico es símbolo de la eternidad, como la circunferencia que no tiene ni principio ni fin, frente a lo lineal de una vida que nace, crece y muere.

Celebrar significa también “manifestar, expresar, significar”. La Iglesia se manifiesta en la celebración, en la reunión de sus miembros, en la Palabra y los signos, en el memorial. Celebración es sinónimo de liturgia. Otro sinónimo es festejar.[ii]

La palabra celebración ha tenido fortuna aun en el Código de Derecho Canónico (Can 899). La reflexión doctrinal tiene como único objetivo revelar el contenido de la acción sagrada. La Sacrosanctum Concilium hará del término “celebración” una de las claves de su teología de la liturgia. Veamos la lista de las veces en que aparece este término en la constitución del Vaticano II, como sustantivo y como verbo. Aparece este concepto un total de 25 veces; 18 veces como sustantivo y 7 veces como verbo.[iii]

 

b) Historia de la teología de la fiesta

Maldonado hace tres calas en la historia de la teología de la fiesta:

1) La primera es en 1918 Guardini en El espíritu de la liturgia, que reacciona contra la religiosidad de su época entendida como mezcla de moral y devoción subjetiva. Relaciona la liturgia con lo lúdico, cuya esencia es la in-utilidad. No busca utilidad, pero sí tiene sentido. Es in-útil, pero no es in-sensata ni in-significante. Se escapa de la razón instrumental. Esta intuición fue desarrollada por Hugo Rahner, que recoge también las aportaciones del Homo Ludens de Huizinga, pero haciendo ver que el culto incluye lo lúdico, pero lo sobrepasa.[iv]

2) La segunda cala es en 1945. Odo Casel publica un artículo, “La notion de jour de fête”, en el primer número de la revista La Maison Dieu. Casel subraya la categoría de epifanía y sentimiento de eternidad. La fiesta es un tiempo que se reserva el hombre para disfrutar el hecho de ser libre. Se lanza más libremente a lo que le produce placer. El ocio es una actividad festiva. Un tiempo para jugar. Un día dedicado a saborear las realidades y las metas más nobles, levantando la vista sobre lo que es transitorio y perecedero. Refulge en nosotros un reflejo de lo eterno que nos transfigura. En la fiesta hay una epifanía divina. Dios aparece en medio de quieres celebran su culto. Su presencia es activa, renovadora, comunicadora de gracia.

Se celebran los misterios, que hacen presente el acto de redención. “Lo que en el Señor era visible, ha pasado a los misterios”.[v] Para Casel la liturgia es la presencialización de la acción salvadora de Cristo en el memorial actualizador.[vi]

Echa mano de la categoría de “misterio” de los Padres, con fuerte carga helenística, neoplatonizante, ahistórica y antihistórica. En la visión helenística prima la eternidad sobre la historia y sobre la encarnación o kénosis. El tiempo sagrado es el tiempo humano en cuanto referido a una realidad suprahistórica. La conciencia humana del tiempo se carga de una nueva significación, se transfigura. Esto produce una liberación de la estrechez del devenir caduco y fugaz. La eternidad irrumpe en el tiempo.

Pero Casel no es ahistórico. El eje de lo que se celebra es un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo y en la historia, la muerte y la resurrección. En el misterio pascual la muerte se transfiguró en natalicio y alumbramiento.

3) En una dirección diversa, en los años 60 pareció que empezaba a superarse una visión desencarnada y angelical de la liturgia, con sacristías e inciensos, para convertirse en una toma de conciencia y de compromiso. La liturgia dejaba de ser un oasis de paz, una evasión de la realidad. Era el cristianismo de militancia.

Pero han reverdecido nuevas teologías que intentan recuperar lo festivo y lo lúdico como dimensiones del culto y la vida cristiana. ¿Es posible hablar de fiesta cuando las opciones religiosas se interpretan en término de militancia partidista? ¿Tendremos que renunciar a la militancia para evitar la instrumentalización de lo religioso? ¿Cómo integrar fiesta y lucha?

Por otra parte las Iglesias de Occidente han dado prevalencia a lo instructivo y a lo moralizante sobre lo celebrativo; al hacer y el tener, sobre el ser; a lo ético sobre lo estético; a lo pragmático sobre lo festivo. ¿No es una ironía la fiesta y la danza en un mundo agobiado por el hambre, la violencia y la injusticia?

Esta mala conciencia atrofia la capacidad de fiesta del Occidente, y atrofia su fantasía. Privar al hombre de su dimensión festiva es privarle de un elemento irrenunciable de su condición de hombre. Recuperar la capacidad festiva es devolver al hombre su integridad humana.[vii]

Por eso, prosigue Maldonado, en 1968 nace la contracultura, con ocasión de la primavera de Praga.[viii] Es el tiempo de Cox, Moltmann, Mateos. El análisis de lo festivo procede más del campo de la sociología. Se subrayan los elementos de exceso y de burla. No sólo se descubre la afirmación y el asentimiento, sino también la contradicción y el desajuste. Más que expresión de una armonía, la fiesta quiere resquebrajar cualquier situación humana estrecha y opresora. Tiene una dinámica emancipadora en la que tienen su lugar el derroche y la trasgresión. El exceso impugna la banalidad de lo cotidiano y sus penalidades.

Moltmann subraya la gratuidad y la in-utilidad. La raíz de la fiesta está en la soberana libertad de Dios al crear el mundo. No lo hizo por necesidad, sino por gusto, por la complacencia de comunicarse. Crear es hacer surgir el mundo “de la nada”, esto es por el puro placer de hacerlo surgir. El gozo que experimenta el hombre al expresarse libremente es el eco de la complacencia humana de Dios al crear. Lo que permanece para siempre de este tiempo pasajero son los momentos grávidos de dicha, amor... Y esto es gratuito. G. Martin habla del ensanchamiento de la conciencia. Volveremos enseguida sobre estos datos en nuestro próximo epígrafe.

 

c) Fenomenología de la fiesta y la celebración

 1.- Valoración y expresión

Para poder celebrar lo primero que se necesita es juzgar que determinados acontecimientos y realidades son dignos de valoración; de ahí surge la necesidad de expresar esta valoración. La alegría por lo acontecido quiere expresarse, necesita salir fuera. Se buscan gestos que traduzcan la actitud del grupo ante estos acontecimientos. Son gestos simbólicos expresivos de ese acon-tecimiento y del valor que todos le atribuyen. Se exterioriza esa alegría, y al exteriorizarla, aumenta y se plenifica. 

2.- Intercomunicación solidaria

La manifestación se hace para que el grupo en cuanto tal se comunique entre sí, nunca se celebra para que unos individuos aislados se enteren de algo; para eso está el periódico. Nadie celebra o festeja en soledad. La fiesta congrega a unas personas que valoran en común y de la misma forma el acontecimiento que está a la raíz de la existencia de esos valores compartidos. A partir del acontecimiento celebrado, las personas se unen por medio de esos gestos expresivos de una común valoración. La fiesta es siempre fuente de solidaridad. Toda celebración supone que los participantes viven en un ámbito común de valores reconocidos, y creen importante dedicar un tiempo de convivencia, sin prisas, para expresar la alegría que encuentran en esos valores.

La fiesta sirve para empastar a un pueblo. El pueblo de Israel debe su maravillosa perennidad a la celebración de sus fiestas. Las danzas para los vascos, las sardanas para los catalanes en una noche de fiesta, las sevillanas en Andalucía, la fiesta del PC (“fascista el que no bote”, aleluyas coreados con dudoso gusto, “se ve la fuerza del PC”). Con estos ritos, la conciencia de pertenencia se expresa y sale reforzada, con tal que este sentimiento de pertenencia se exprese con naturalidad, sin inhibiciones ni respetos humanos. La gran desgracia para muchas iglesias, es el respeto humano, el corte... No da corte desmelenarse en el fútbol, porque uno está bien identificado con su equipo y con el espectáculo del fútbol, y no se avergüenza de pertenecer al real Madrid, en ningún contexto, dentro o fuera del Bernabeu.

Lo importante de los ritos es que los participantes se identifiquen con ellos y con lo que ellos significan. Los ritos se convierten en algo contraproducente cuando se hacen vergonzantemente, cuando los participantes sienten vergüenza ajena al realizarlos. El concepto de vergüenza ajena es enormemente subjetivo. Los escoceses no tienen vergüenza de ponerse faldas. Algunos de los trajes regionales podrían resultar ridículos. Ver a los musulmanes postrados sacando el trasero se presta a muchos chistes. Para ellos, en cambio, es una acción sublime. Ver a los ultraortodoxos judíos meneándose para arriba y para abajo, moviéndose como los juncos, da impresión de fanatismo. He visto a los judíos jasídicos danzando en corro en la explanada del muro durante horas u horas. Giran repitiendo una frase melódica antifonal; acababan flipando.

Lo importante es la identificación con lo que se está haciendo. Si falta la identificación se produce la vergüenza ajena. Hay una causalidad mutua entre el “corte” y la desidentificación.

A muchos les da corte participar en la iglesia. Las misas de boda en las que nadie responde y nadie canta y nadie comulga, contribuyen a crear una impresión de rutina, ritualismo externo y muerto. Muchos se ponen a la puerta. No les gusta la fila doble cero. La gente no canta, no responde, no hace ademanes ni gestos. Están pasivos, como si no fuese con ellos la cosa. Cantan cuatro viejecitas el “Corazón Santo”. Este tipo de celebración vergonzante no refuerza la identidad, sino que más bien contribuye a alienarnos de ese grupo humano. Decía un macarra: “Prefiero ir al infierno con los de la discoteca, que al cielo con las beatas de la iglesia”.

Vemos, por tanto, que la ritualidad se da no sólo en lo religioso, sino en muchas manifestaciones: los toros son una liturgia y la Nochevieja con sus bragas rojas, y el arroz y los otros ritos laicos de la boda. El fútbol es una liturgia. Cuando los participantes están identificados con ellas, esas liturgias masivas refuerzan enormemente el sentido de identidad. Causando significant et significando causant. De esas manifestaciones impresionantes sale uno expandido, convencido, comprometido.

 

3.- Cambio respecto a lo cotidiano

La fiesta es un cambio respecto al trabajo diario. “Un arriate de flores en un huerto de verduras” (J. Mateos). En la fiesta se da un cierto distanciamiento, aunque no una separación. La distancia permite contemplar lo hermoso de la vida cotidiana, sus perspectivas y su sentido. El distanciamiento permite una vista de conjunto. Son instantes de transfiguración. Lo que habitualmente era gris se llena de brillo. Este distanciamiento se expresa mediante gestos exclusivos, vestidos mejores, comidas más ricas, adornos especiales.

Lo extraordinario irrumpe como algo que estaba escondido en lo habitual de cada día. Se manifiesta en toda su novedad y su esplendor, como la base y fundamento de la cotidianeidad. Por eso en toda fiesta el objeto último de la celebración es Dios, al que todo lo que existe le debe su existencia. La fiesta humana es la reactualización de la voluntad divina de existencia. Sólo se arraigan ese tipo de fiestas centradas en la confirmación de la existencia, las otras pasan pronto (Kunzler).

 

4.- El exceso

Es importante también en la fiesta el exceso. Yo en el Perú criticaba a los campesinos que se excedían en los gastos de una boda, un bautismo o una landa. Luego me he dado cuenta de que para ellos era más importante celebrar alguna vez al año que comer todos los días. Es importante ser reina por un día, aunque para ello una mujer tenga que pasar meses de fregatriz. Lo recordará toda su vida y ese recuerdo es más valioso para ella que todo el dinero que se haya podido derrochar en celebrar su dignidad única y trascendente.

 

5.- Supresión de prohibiciones

Junto con el exceso, la fiesta lleva consigo la supresión de prohibiciones. En la fiesta se permiten cosas que estaban prohibidas normalmente. En la fiesta se permite la trasgresión de determinados límites. El día de su cumpleaños le dejan hacer al niño cosas que ordinariamente no le dejan hacer. En un día de fiesta está bien visto hacer cosas que ordinariamente en otro contexto hubieran estado mal vistas. De ahí la presencia en la celebración de la burla, la sátira, la crítica y la farsa. En el fútbol un juez respetable se puede desmelenar gritando desaforadamente. Ese desmelenamiento tiene una función catártica, y drena muchas de las agresividades reprimidas, y al final uno se siente relajado, y en paz. La fiesta permite perder la compostura, besarse, abrazarse, cantar, burlarse del jefe, ser un poco borde. De ahí la conexión de la fiesta con las drogas. Cuando no se sabe celebrar bien, cuando la celebración no es suficientemente expresiva, hay que drogarse para lograr la desinhibición. El abuso de las drogas es consecuencia del fracaso en la capacidad de celebrar.

 

6.- Dilatación de la conciencia

G. Martín añade el dato de la dilatación de la conciencia que tiene lugar en toda fiesta El autor echa mano de algunos elementos de la antipsiquiatría, para referirse al ensanchamiento de la conciencia que supone la celebración, con un efecto terapéutico sobre la in-sanitas (de los que la sociedad considerar anormales) y la sub-sanitas (de los que la sociedad considera normales), para alcanzar la super-sanitas. Al ser suprimidas las censuras cotidianas, que filtran nuestra percepción del exterior, la experiencia subjetiva se intensifica fuertemente y se abre a nuevos campos habitualmente imper-ceptibles.

 

7.- Vivencia totalizante

La fiesta nos da una vivencia totalizante, porque en ella expresamos la dimensión global y unificante de lo que cotidianamente vivimos de un  modo fragmentario La existencia humana aparece así unificada más allá de sus conflictos, sus temores y deseos, sus fracasos y sus utopías.

La fiesta revela que el balance último de la existencia es positivo. Hay en ella una afirmación de la bondad última radical de las cosas. Al representar positivamente la vida y su sentido, hace posible que sea asumida de un modo más auténtico. Desaparece su carácter de destino trágico. Anticipa un futuro feliz. Ratzinger ha dado un sentido cristológico a este aspecto de la liturgia cristiana. Cristo es el SÍ de Dios aceptando el mundo, y el ser que somos. Este es el SÍ que se celebra. Esa bondad proviene de una acontecimiento divino creador, de un acontecimiento liberador situado en el pasado, que reviste un halo mítico. Pero celebrar la bondad última de la creación y de la comunidad liberada es afirmación última del Creador y el liberador.

La fiesta afirma la existencia. Los hombres celebran fiestas para confirmar su propia existencia según sus situaciones y aconte-cimientos: cumpleaños, matrimonios, aniversarios, y también la muerte. La celebran festivamente, sirviéndose de recursos extraordinarios en un marco que va más allá de la cotidianidad. Toda fiesta es de naturaleza religiosa, aunque la dimensión religiosa no se explicite. Una afirmación completa de la existencia sólo es posible si se supera el cuestionamiento que plantean la caducidad y la muerte. Frente a la caducidad que se hace presente en lo cotidiano, la fiesta proclama la liberación de todas las limitaciones temporales.  

8.- La gratuidad

Otro elemento importantísimo que se expresa en la fiesta es el de la gratuidad o la in-utilidad de la que hablaba ya Guardini. La fiesta expresa esta gratuidad siendo también ella gratuita. Con su gratuidad, descubre el carácter gratuito de la vida humana. Solo así la vida puede entrar en comunión con el Misterio, que siempre tiene una última connotación religiosa. Gratuidad es reconocer que las cosas no tendrían que ser necesariamente así. Sólo se puede dar gracias por lo que se percibe como inmerecido. Lo expresa muy bellamente una canción: “Gracias a la vida que me ha dado tanto”. La gratuidad es una vivencia que proviene del campo de lo interpersonal. Al agradecer al fondo último de la existencia, se le está reconociendo una dimensión personal, y así se insinúa ya una dimensión religiosa del hecho. Quien dice “gracias la vida”, implica “gracias al dador de la vida”, porque la palabra “gracias” procede del campo semántico de lo interpersonal.

Una fiesta no es nunca un medio, sino un fin. Cuando se la instrumentaliza, se desvirtúa. Hoy día tendemos a instrumentalizarlo todo, hasta la misma fiesta. Hablamos de una celebración para recaudar fondos, para hacer propaganda de algo. No se entiende que en realidad la fiesta es la mejor propaganda.

De la verdadera celebración salimos renovados, regenerados, con una nueva fuerza para vivir. Pero éste no es el efecto que se busca, sino algo que se nos da por añadidura. Lo inmediato de la celebración se manifiesta como una acción desinteresada, gratuita que agradece un bien ya recibido. La teología festiva de la liturgia y su sentido lúdico (Guardini) han contribuido a un importante cambio de mentalidad en la Iglesia y han servido para interpretar mejor una teología sacramental que se había elaborado desde una perspectiva muy “cosista”.

 

d) Componentes esenciales de la fiesta

Los dos componentes esenciales de la fiesta son la palabra y el gesto simbólico y la palabra. Nunca pueden faltar ambos en ninguna celebración. 

1.- La palabra

La palabra brota del interior de la fiesta, y propone nocionalmente lo que se celebra. Un brindis o la homilía del santo son un momento en que se verbaliza todo lo que está implícito en los signos externos. Evoca lo acontecido, explicita la valoración positiva que todos hacen del acontecimiento, y expresa el sentimiento de gratitud. Tiene una estructura narrativa. La narración verdadera abre al oyente no sólo al pasado, sino también al futuro. Gira en torno a la potencialidad que encierra el acontecimiento celebrado más que en torno a su facticidad en el pasado. Acerca el futuro al presente, anticipando la utopía. Traza un triángulo unitario entre pasado, presente y futuro. Resalta los acontecimientos pasados de modo que su sentido sea integrado en la experiencia actual. Al hacerlo, transforma esos hechos en esperanza de acontecimientos futuros, que están ya prenarrados de algún modo en el acontecimiento fundador y prevividos en la alegría desbordante de la celebración. La palabra debe ser breve y sintética. Nunca puede pretender explicitar lo que tantos signos explicitan ya por sí mismos. Pero no puede faltar nunca. La ausencia de una palabra explicitadora produce una frustración en los participantes, que siempre exigen que alguien diga “unas breves palabras”. 

 

2.- El símbolo

En cuanto al símbolo, encontramos una variedad de posibilidades. Es muy corriente la ofrenda (flores, regalos). También el canto, la danza o el giro. Ya dijimos que esta noción de giro está implícita en el origen semántico de los verbos latino y hebreo. Algunas de las manifestaciones simbólicas circulares son la corona, la guirnalda, los giros de los seises, los giros en torno a la iglesia en la liturgia bizantina del bautismo o la boda, las coronas de los novios. Recuerdo la sensación que me produce el paseo por un claustro, con su circularidad privada de meta, o los giros de los judíos junto al muro de las Lamentaciones. En estos giros se hace una representación dramático ritual de la creación del mundo. En el círculo desaparece el principio y el fin. Los puntos equidistan del centro. La eternidad se evoca como quietud y dinamismo. La fiesta es una irrupción de la eternidad en el tiempo.

La repetición del ritual permite a la comunidad un retorno a sus orígenes, a los acontecimientos fundantes, a sus raíces constitutivas. Este retorno supone una regeneración y una purificación permanente de la comunidad, al recuperar la conciencia de su propia identidad permanente.

Esto sucede en el tiempo, pero en un tiempo cronológico que se rompe, para dar acceso al tiempo sagrado. Palabra y símbolo recuerdan el pasado y anticipan el futuro, convirtiéndose así en memoria colectiva del grupo y fundamento de su sentido e identidad. Hasta aquí una fenomenología de la fiesta, según Taborda.

“La ritualidad parece un ingrediente fundamental de toda celebración. Últimamente se ha pasado de la costumbre de considerar los ritos como realidad negativa a la de agasajarlos y ponerlos de moda en todos los ambientes. Frente al pragmatismo y la represión de lo ritual, propio de la cultura técnica de la modernidad, han surgido nuevas culturas juveniles, populares, étnicas, que exhiben una polícroma gama de ritos y rituales más o menos logrados”.

Es frecuente quejarse de la liturgia alegando que es repetitiva, y que carece de originalidad y creatividad. Olvidamos que de la naturaleza de los rituales es precisamente ser repetitivos. Sólo se puede ser original cuando conservamos un núcleo de identidad. La celebración de un cumpleaños lleva consigo una tarta con velas, que debe ser introducida a oscuras, mientras se canta el “Happy Birthday”. El homenajeado sopla sobre las velas hasta que las apaga, y entonces todos aplauden. A este esquema básico ritual se le pueden introducir elementos originales en el número o la forma de las velas, pero si los cambios introducidos dejan irreconocible el ritual de base, la gente se siente frustrada. Eso ya no es una verdadera fiesta de cumpleaños, sino otra cosa con la que el grupo ya no se identifica, y en la que no se reconoce.

Para que haya cambio, aprendemos en filosofía, hace falta que algo sea distinto y algo permanezca. Si no hay una línea de identidad, ya no hay cambio sino sustitución de una cosa por otra. Decía la filosofía escolástica que en el cambio permanece la sustancia y se cambian los accidentes. Así también para la identidad del rito tiene que permanecer la sustancia.

 

e) Interpretación cristiana de la fiesta

En la liturgia hay celebración porque se expresa el acontecimiento de la acción de Dios en la vida de la comunidad o de uno de sus miembros. Sobre todo se celebran los momentos transicionales de la existencia (nacer, crecer, enfermar) como una gracia recibida, que se quiere reconocer y agradecer explicitando a la vez aquello que les da sentido: el misterio pascual de Cristo. De ahí la memoria-narración del acontecimiento de Cristo.

Los hechos que se valoran en las liturgias sacramentales son los kairoi o coyunturas existenciales-históricas. Siguiendo a Rahner, Taborda afirma que la necesidad salvífica de los sacramentos no viene de que sin ellos Dios no se pueda autocomunicar al ser humano. De hecho Dios puede comunicarse a los hombres mediante su gracia fuera de la celebración de los sacramentos.

Hay siempre una indudable gracia presacramental. Esta gracia se comunica ya en la fe explícita del catecúmeno y en la fe implícita de sus actos de caridad. Pero los sacramentos son necesarios como celebración explícita de la gratuidad del don de Dios en Cristo, que el Espíritu hace presente en toda obra buena realizada por cualquier persona. Sin sacramento no hay todavía justificación,[ix] pero antes del sacramento hay ya un inicio de justificación.[x]

Los sacramentos suponen una gracia que se manifiesta y se expresa; al manifestarla la intensifican. La celebración supone una gracia ya recibida. Si no se ha recibido la gracia no hay nada que celebrar. La gracia se ha recibido de una forma no litúrgica, pero es sólo al celebrarla litúrgicamente cuando esa gracia alcanza plenitud.

Pongamos dos ejemplos: el bautismo y la penitencia. ¿Está ya “en gracia” el catecúmeno antes de ser bautizado? ¿Es en el momento del sacramento cuando se hace hijo de Dios? Entonces, ¿qué pasa cuando un catecúmeno muere? ¿El bautismo de deseo tiene lugar en la hora de la muerte? ¿O hay que suponer que el catecúmeno muere en gracia, porque ya la tenía antes del momento de su muerte? Pero si ya estaba en gracia, ¿qué le añade el bautismo? La celebración de esa gracia.

El segundo ejemplo es el de la reconciliación. El cristiano que ha vivido en pecado grave, de espaldas a Dios, se arrepiente. Según la doctrina tradicional, un acto de perfecta contrición le devuelve ya a la gracia, aun antes de confesarse. Entonces ¿qué le añade la confesión y absolución sacramental? Es la celebración del perdón concedido. Esta celebración es muy importante. Todas las gracias concedidas son gracias que aguardan su consumación sacramental, su visibilización sacramental. Son momentos de un proceso que sólo culmina en el sacramento que ya anticipan.

El sacramento visibiliza la gracia recibida, y al hacerlo la intensifica y la confirma y le da una dimensión eclesial y social. Dos casados se quieren antes de la boda, pero sólo en el momento en que dicen sí, ese amor queda institucionalizado, confirmado, socializado. Un catecúmeno ya está en gracia de Dios, pero esa vida de gracia sólo se hace visible y se socializa en el momento del sacramento.

Además, en la vida de la gracia, cabe hablar de un proceso, de un más y de un menos. Hay casos en que la gracia recibida es sólo incipiente. En el momento del sacramento y gracias a él, esa gracia adquiere una nueva intensidad. Un ejemplo sería el de la fe imperfecta de muchos de los cristianos que vienen a la Iglesia a celebrar los sacramentos. Si no hay fe, si no hay gracia, no habría nada que celebrar. Pero por otra parte la celebración y su preparación pueden ser el medio por el cual esa gracia, a veces todavía muy rudimentaria, alcanza una plenitud. Esa es precisamente la responsabilidad de que nuestras ceremonias sean verdaderamente significativas.

G. Braulik ha escrito un artículo sobre el culto en el mundo del Deuteronomio.[xi] Subraya tres datos: la alegría y la diakonía de la comunidad de hermanos. La fiesta debe reunir a los marginados también. Vosotros fuisteis extranjeros en Egipto. Esta descripción está muy relacionada con el sumario de la Iglesia nacida en Pentecostés: alegría y diakonia, liturgia doméstica y puesta en común de bienes. Un tercer elemento es el memorial de los acontecimientos salvadores de Dios en la historia del pueblo. (Dt 16,1.3). Memoria de un éxodo y una aflicción, pero también de una liberación. Se recita un credo histórico (Dt 26,1-11), o una haggadá narrativa, precedida por la pregunta del niño que quiere saber por qué esa noche es distinta de las demás noches.

También en la Eucaristía la parte central es el relato de la institución, de la autodonación en forma de ágape, de su paso de este mundo al Padre. De aquí su fuerza consecratoria.

El sábado como fiesta es un doble recuerdo: de la creación y de la liberación. Dios descansó y bendijo el sábado, que se dedica a contemplar la belleza de lo que Dios ha hecho. Es una actividad no productivo-instrumental, sino contemplativo-gratuita. El descanso contemplativo de Dios es arquetipo del descanso humano y se transforma en fiesta. Pero además el sábado celebra la liberación de los trabajos pesados de Egipto (Dt 5,12.15).

El domingo es el primer día de la semana. Es recuerdo de la resurrección; ahora el rescate liberador alcanza a la muerte. Cristo es glorificado como Kyrios. En ese día se celebra la Eucaristía. Celebrar es alabar y hacer memoria, es recordar y actualizar la raíz de la historia.

También en la liturgia cristiana es importante la gratuidad. La mentalidad de la Ilustración nos impide captar y vivir esta gratuidad. La razón instrumental está obsesionada por lo utilitario. Parece que ninguna acción descansa sobre sí misma ni tiene valor por sí misma. Los sacramentos no son superfluos. . En una cultura dominada por la razón instrumental, la Iglesia había dado en un utilitarismo sacramental. La nueva teología del sacramento puede ser liberadora. Como dice J. Moltmann, en la experiencia litúrgica la estética debe primar sobre la ética, la gratuidad sobre la eficacia, lo bello sobre lo útil, la fantasía sobre el miedo y el disfrute gozoso de la vida sobre la programación racionalista.[xii]

La fiesta cristiana es gratuita, no sólo porque celebra el don gratuito de Dios, sino porque no es un medio para, sino un fin en sí. No es medio para moralizar, catequizar, o buscar ayudas sobrenaturales. No es medio para la salvación, sino presencia de la salvación.

La fiesta cristiana tiene también una dimensión escatológica. La celebración nos acerca a las ultimidades o postrimerías (SC 8). Maranatha no significa sólo un deseo ‘Ven Señor’, sino una afirmación ‘el Señor viene’. Futurae gloriae nobis pignus datur: se nos da una prenda de la gloria futura. Tras las ultimidades no hay ya nada que venga después. La parusía presente sacramentalmente transparenta en la fiesta litúrgica el final de la existencia y de la historia

Todo lo litúrgico-sacramental acaece como signo, como primicia, si bien la plenitud aún no ha llegado. Tras la fiesta tornamos a la vida cotidiana. Tras el domingo viene el lunes. Tras la celebración hay que volver al trabajo y a la lucha. Pero hay que señalar periódicamente hacia dónde vamos, adónde nos lleva la lucha, sus motivaciones últimas, sus fines definitivos, el telos, el esjaton, el domingo que ya no tendrá un lunes, cuando entraremos definitivamente en su descanso (Hb 4,11). Ante este signo nos llenamos de esperanza. La liturgia no es una evasión de la vida cotidiana, sino una manifestación eficaz de su núcleo más íntimo, que nos devuelve las ganas de seguir viviendo. 


 

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Notas al tema I


[i] Ver el libro de L. Maldonado, La acción litúrgica, cap. 14 “Celebrar”.

[ii] Francisco Taborda, Sacramentos, praxis y fiesta, Madrid 1987. Cf. L. Maldonado, “La teología festiva. Evolución y actualidad”, Salmanticensis 32 (1985) 13-105.

[iii] Ad paschale mysterium celebrandum, Eucharistiam celebrando (6), omnis liturgica celebratio opus Christi (7), liturgia caelestis celebratur (8), valida et licita celebratio (11), alia exercitia quae celebrantur (13), participatio liturgicarum celebrationum (14), celebratio sacrorum mysteriorum (17), celebratio plena, actuosa et communitatis propria (21),in liturgia celebranda (24), celebrationes liturgicae sunt celebrationes Ecclesiae (26), celebratio communis, celebratio particularis, Missae celebratio (27), celebrationes liturgicae (28), celebrationes sacrae (32), celebrationes sacrae, celebrationes liturgicae, celebratio Dei verbi, diaconus dirigat celebrationem (35), celebrationes liturgicae (41), celebratio Missae dominicales (42), celebrare opus salutiferum statutis diebus (102), in annuo circulo celebrando (103).

[iv] (Para la historia de la teología sobre la dimensión festiva de la liturgia, ver L. Maldonado, “La teología festiva. Evolución y actualidad”, Salmanticensis 32 [1985] 73-105).

[v] San León Magno, Sermo 74,2).

[vi] cf. B. Neunheuser, “El misterio de Cristo en la visión de Odo Casel. Cristología de la liturgia en el marco de la ‘Teología de los misterios’”, Phase18 (1978), 259-273).

[vii] J. Bernal Llorente, “El retorno de la fiesta”, capítulo 4 del libro Celebrar, un reto apasionante, San Esteban, Salamanca 2000, p. 77-94.

[viii] Th. Roszak, El nacimiento de una contracultura, Kairós, Barcelona 1970.

[ix] Dz 847.

[x] Dz 801.

[xi] “Die Freude des Festes. Das kultverständnis des Deuteronomiums. Die älteste biblische Festtheorie”, Studien zur Theologie des Deuteronomiums, Stuttgart 1988, 161-219.

[xii] J. Moltmann, Un nuevo estilo de vida: sobre la libertad, la alegría y el juego, Sígueme, Salamanca 1972.

 

2.- Lo sagrado y el hombre

 

El concepto de culto va unido con una concepción de lo sagrado, como realidad sustraída al ámbito de la naturaleza y de la vida secular del hombre, como mediación en el acceso a Dios. Hablamos así de lugares sagrados, tiempos sagrados, personas sagradas, vasos sagrados, vestiduras sagradas.

 

 a) Historia de la diálectica entre fe cristiana y concepto de lo sagrado

Hay una dialéctica entre la fe cristiana y el hecho religioso. Unas veces se subraya más lo que les une, y otras veces se subraya más lo que les separa; se ha acentuado más la radical alteridad del fenómeno cristiano en unas épocas más que en otras. 

1.- El Nuevo Testamento

Los comienzos del cristianismo fueron un momento para marcar diferencias frente al paganismo y frente al judaísmo. Una vez que esas diferencias estén suficientemente bien marcadas, no habrá dificultad en buscar puentes de diálogo. Pero los signos de los tiempos son diferentes según las épocas, y no hay por qué considerar que determinadas impostaciones que fueron buenas en un determinado momento sean buenas siempre.

La impostación del NT es más bien la ruptura con lo cultual, con el mundo sagrado de paganos y judíos. A la hora de explicar y entender la propia vivencia cristiana del culto, los autores del NT no quieren utilizar el vocabulario ni los referentes culturales de lo sagrado,. El único sacerdote es Jesucristo. Los ministros no son sacerdotes, sino episkopoi, presbiteroi, diakonoi, nombres todos sacados del lenguaje de la administración civil, más bien que del mundo sacral.

San Pablo manifiesta cierta prevención contra la fijación de fechas especiales (Rm 14,5; Col 2,16-21). No las condena, pero tampoco las impone. Lo que sí nos dice claramente es que no hay que darles excesiva importancia. Más importante es la caridad y la unión. La domus ecclesiae no es el templo.[i] 

2.- Resacralización

“Más tarde hubo un movimiento de resacralización, que inculturaba el cristianismo en el mundo grecorromano. Se sacralizó con exceso. Volvieron los tabúes; se predicó la separación, el temenos. Al principio el altar quedaba consagrado cuando se celebraba sobre él la Eucaristía, pero luego se hicieron ceremonias barrocas de consagración. Hasta el siglo V los clérigos no usaban ningún traje “clerical”. Luego se impuso un hábito especial. Hasta el siglo IX se celebró la Eucaristía usando pan corriente, luego se exigió el uso de “hostias”.

Esta separación constituyó una traición al cristianismo, en frase de Péguy. La oposición de sagrado y profano hizo mucho daño a la formación de los presbíteros que se consideraban segregados para las cosas sagradas... Hizo daño a los laicos, al valorarse lo cristiano en la medida en la que se alejaba de lo profano, constituía a los laicos en ciudadanos de segunda categoría en una Iglesia clerical en la que sacerdotes y religiosos, segregados de la profanidad, serían la élite.

Influyeron mucho en este proceso de resacralización fenómenos culturales como el barroco de la contrarreforma, que alejó la liturgia de la simplicidad evangélica para recargar sus signos y complicar sus liturgias. La contrarreforma, al oponerse a Lutero, no hizo suyos determinados postulados que ya habían ido empezando a madurar para entonces, como por ejemplo la lengua vernácula para la liturgia. Quedaron estas reformas total y violentamente aplazadas durante casi cuatro siglos, hasta que por fin pudieron emerger a la conciencia del catolicismo en el Vaticano II. 

3.- La nueva sospecha contra la sacralidad

Simultáneamente se estaba dando un distanciamiento frente lo sagrado influido en parte por el espíritu secularizador de la modernidad, y las alergias protestantes.

La secularización quería borrar el dualismo sagrado-profano, para subrayar la secularidad de la naturaleza. Por otra parte el acento de Lutero en la corrupción de la naturaleza le impidió ver cualquier valor en la religiosidad natural, y le llevó a subrayar el radical abismo que separa la fe cristiana de cualquier otro tipo de religiosidad. Además su tendencia a privar a la Iglesia de cualquier corporeidad o visibilidad, le llevó a subrayar el acontecimiento individual de la fe, como respuesta personal a la predicación de la palabra, frente a cualquier otro tipo de mediaciones institucionales.

A mediados del siglo XX, por influjo de Barth y de otros, la palabra religión y la palabra cúltico pasaron a ser palabras sucias. El cristianismo, se insistía, no era una religión. Los teólogos protestantes y algunos católicos influenciados por ellos, subrayaban la alteridad sustancial entre cristianismo y otras religiones. La teología dialéctica demonizaba la religión como manipulación de lo divino; denostaba como idolátrica cualquier manifestación de religiosidad popular. La fe auténtica para ellos tenía que pasar por la desmitologización y desacralización de los protestantes alemanes frente a los excesos idolátricos de los pobres en Latinoamérica. Pero ¿quiénes eran los teólogos europeos para condenar las formas religiosas de la mayoría de la humanidad a quien Europa ha colonizado durante tantos siglos? Lo popular es lo referente al pueblo pobre. Uno de los eslóganes de la Teología de la liberación es que los pobres nos evangelizan. Eso nos obliga a respetar la religiosidad popular. No se trataría de evangelizar la religiosidad popular, sino de dejarse evangelizar por ella.

Vino a incidir también en esta desvalorización de la liturgia el influjo marxista de la época. Los maestros de la sospecha pintaban a la religión como evasión o como opio. La liturgia dividía al pueblo en su lucha por la liberación. Hay sacerdotes que decían: “O celebraré con todos o no celebraré con ninguno”. Más que celebrar hechos religiosos del pasado, interesaban las liturgias en las que se celebraba la marcha liberadora del pueblo y sus acontecimientos más significativos, los unos de mayo, más bien que la Pascua de Jesús. 

4.- La reacción actual

Hoy día ha habido un pendulazo. Por una parte, los teólogos secularizantes se pasman hoy del retorno de lo religioso y la New Age. Hoy se da una búsqueda escapista de lo místico en las religiones orientales, en el tarot y los horóscopos, en la cabalá judía... A la gente no les interesa un cristianismo secularizado, no religioso.

Por otra parte el diálogo interreligioso nos está alejando de los planteamientos de la teología protestante de Barth y nos hace valorar lo que tenemos en común con otras religiones, y no sólo lo que nos diferencia.

Hoy, sin dejar de subrayar la especificidad de lo cristiano, ni el peligro de idolatría, superstición y magia, se quiere subrayar el continuum entre el cristianismo y la religiosidad natural, tratando de valorar lo que hay de común con otras religiones sin satanizarlo. Se trata de entroncarse en el substrato común de la antropología humana, a la cual no puede sustraerse ningún aspecto de la vida del hombre, ni siquiera su religiosidad.

Por otra parte, es verdad también que el Reino no se limita a la Iglesia, y que la acción de la gracia se extiende a toda la historia del hombre, no solo a la historia sagrada. Pero la Iglesia tiene una dimensión sacramental, y en ese sentido tiene una consistencia propia. Es en esta dimensión sacramental de la Iglesia en la que tienen sentido las celebraciones de los signos sacramentales.[ii]

 

b) El concepto de santidad

1.- La santidad de Dios

Lo sacro, es aplicado en la Biblia a Dios, como el “solo Santo”, el tres veces Santo (Is 6,3). La santidad divina no tiene nada que ver con ausencia de pecado o con cualidades morales, o con los atributos divinos de bondad o misericordia. Se refiere a la trascendencia divina, a lo inefable de Dios. Su ser está tan por encima de toda criatura que ésta en su presencia se siente ínfima, impura; ya no por razón de los pecados que ha cometido, sino por la abrumadora y abisal diferencia que descubre, la sobrecogedora excelsitud de Dios.

La experiencia humana de esta trascendencia se define con un sentimiento de difícil traducción en español. En inglés se habla de “awe”. La Biblia se refiere al “temor de Dios”, o Yir’at YHWH, que no hay que confundir con el miedo. 

Moisés en el desierto escucha que Dios le dice: “No te acerques, descálzate, el terreno que pisas es sagrado” (Ex 35). Abrahán confiesa: “Soy polvo y ceniza” (Gn 18,21). Pedro exclama: “Apártate de mí, que soy un hombre pecador” (Lc 5,8). No puede el hombre ver a Dios y seguir viviendo. Mi rostro no lo puedes contemplar (Ex 33,20).

Hay que acercarse con profundo respeto. San Ignacio nos habla de “reverencia”.[iii] Tener un sentido de lo sagrado, de lo misterioso. Entrar en adoración con cinco partes de nuestro cuerpo tocando el suelo, las palmas de las manos, las rodillas y la nariz. Estremecerse, erizarse. En la versión de los de Emaús: ¿No ardía nuestro corazón?

La Biblia nos habla del cínico, el leits. Se ríe de todo con aire de superioridad. Se las da de estar por encima de todo. Es la contraposición del verdadero sabio. Ante nuestro Criador y Señor. Más allá de todo cuanto podemos pensar sobre él. Sentir el misterio inefable ante el cual no podemos hacer otra cosa que perdernos en el respeto y la adoración.

2.- ¿Santidad de las criaturas?

En la religiosidad natural, la conciencia de este abismo que hay entre Dios y el hombre lleva a “apartar” una serie de realidades para constituirlas en mediaciones divinas para el diálogo con Dios. Supuesto que la realidad está manchada de profanidad, estas realidades mediáticas tienen que ser totalmente sustraídas al uso profano. Personas, lugares, edificios, tiempos, vestidos, objetos son consagrados en exclusiva al uso religioso.

Normalmente en la religiosidad natural la elección de esos elementos mediáticos ha sido hecha por Dios. Es Dios quien ha escogido qué elementos pueden ser utilizados para esta finalidad religiosa. Es la elección divina la que les otorga una santidad, que el hombre sólo puede llegar a conocer a través de una revelación.

En cambio en el Nuevo Testamento ninguna criatura es santa. Sólo en Dios la santidad es esencial. En la criatura la santidad es una relación que nace de la libre donación de Dios.

Pablo habla de los santos, los que han recibido la vida divina, los que han entrado en la esfera de Dios por haber recibido su Espíritu. Llamar santos a los creyentes ha caído en desuso. En cambio llamamos santos a objetos, pero impropiamente. Ningún objeto participa de la vida ni de la santidad de Dios. Sólo puede ser llamado santo por denominación extrínseca. Sólo el hombre puede ser santo, porque sólo el hombre ha sido llamado a compartir la vida divina que Dios le otorga. Dice san Agustín que todos los fieles están ungidos, que todos forman un sacerdocio real.[iv]

La posible santidad que se atribuya a cualquier criatura distinta del hombre no viene de Dios, sino del hombre mismo. El hombre puede destinar determinados objetos a significar su relación con Dios, puede elevarlos a símbolos de su fe, y reservarlos para esa finalidad. Pero el hombre puede en cualquier momento revocar ese uso, y entonces el objeto deja de ser santo. Cuando un cáliz se convierte en una pieza de museo para ser admirada como obra de arte, ha sido sustraída a su finalidad santa y queda desconsagrado automáticamente.

La “consagración” de objetos no es necesaria. El rito de consagración expresa la voluntad del hombre de apartar ese objeto para un uso simbólico de su fe. Pero esa santidad no es permanente, sino transitoria. No pertenece al objeto en sí independientemente del hombre. De hecho hay algunas Iglesias cristianas en las que no existen ritos de consagración de cosas.

Otra cosa es que un objeto, como por ejemplo los iconos, merezca respeto por lo que representa y recuerda, por asociación psicológica espacial o temporal con experiencias religiosas humanas. Pero no les atribuyamos fuerza, ni energía, ni electricidad, ni campos magnéticos.

¿Qué pensar de la costumbre de quemar estampas, o de enterrarlas en la Guenizá? Se puede aprobar como una señal de respeto hacia lo que los objetos representan o han representado, pero siempre desde la subjetividad del hombre, nunca desde la objetividad de la estampa o del objeto sagrado. Es el mismo respeto que nos merecen las fotos de nuestros padres, o los recuerdos entrañables asociados a momentos importantes de nuestra vida.

¿Qué pensar del tabú que rodeaba a determinados objetos, sobre todo relacionados con la Eucaristía? ¿La prohibición de tocar los cálices? ¿Los guantes que tenían que usar los sacristanes? Pedagógicamente contribuía a reforzar el sentido de veneración hacia la trascendencia, pero psicológicamente nos lleva a las fronteras del concepto mágico y pagano del tabú.

Son una ayuda a nuestra vida espiritual, pero una ayuda subordinada a nosotros, no una proyección ante la que nos postramos idolátricamente, como si fuera superior a nosotros mismos. Las bendiciones y consagraciones de objetos pueden ser ocasiones para expresar la fe, pero no les atribuyamos la infusión de una divina virtud estable.

Dicho todo esto, hay que reconocer que el que todo sea bueno, y no haya nada absolutamente profano, no quita el que haya determinadas realidades utilizadas preferentemente en la liturgia. No carece totalmente de sentido el hablar de música sacra o de arte sacro... ¿Es el domingo un día más? ¿Tiene sentido tener lugares reservados para el culto? ¿Tiene sentido consagrar a ciertas personas cualificadas? ¿Hemos de repudiar cualquier ceremonial?

Congar reivindica la necesidad de lo “sagrado pedagógico” y de los signos que simbolicen las realidades ultraterrenas. El cristianismo exige nacer de nuevo por una serie de iniciativas divinas irreductibles al proceso de la creación natural.

La fe bíblica nos invita a sospechar contra lo cúltico, pero eso no implica posicionarnos sistemáticamente contra el culto, haciendo de él una palabra sucia. Se trata de darle su debido lugar. Como en toda otra dimensión, siempre cabe pecar por carta de más o por carta de menos. Lo importante es discernir en cada momento de la historia cuáles son los signos de los tiempos, y si en este momento histórico debemos desacralizar, o debemos insistir en la dimensión cúltica.

3.- El espacio sagrado

Para los cristianos, Dios nos escucha en todos los lugares. Dios se transparenta en todo lugar. Todo lugar es potencialmente sagrado. Por eso el templo cristiano no es la “casa de Dios” (Jn 4,23), sino el lugar de la presencia de la asamblea, la domus ecclesiae.

Israel tenía un templo, un lugar sagrado, pero ya los profetas lo relativizaron (Is 66,1-2). En el NT este proceso llega a su culmen. El velo del templo se ha rasgado, y el templo ha sido destruido. Jesús le hace ver a la samaritana que el lugar de adoración no es “ni en este monte, ni en Jerusalén...” (Jn 4,21.23).

 “En los templos paganos el edificio, el fanum o el temenos, era la morada de la estatua del dios. Es un espacio encantado con vibraciones y energías sobrecogedoras. El campo magnético de la divinidad podía extenderse a cualquier bosquecillo.

En cambio, el templo cristiano es la comunidad de los creyentes que participan de la santidad de Dios. Los cristianos son piedras vivas (1P 2,4-5). Cristo es la piedra angular. “Nosotros somos el templo de Dios vivo” (2 Co 6,16).

Nuestros templos de piedra no son lugares sagrados, sino locales de reunión. El único carácter sagrado es el de su finalidad. En las Constituciones Apostólicas se dice que no es el lugar el que santifica al hombre, sino el hombre el lugar.[v]

Ningún lugar tiene el privilegio de una cercanía especial de Dios. Para el cristiano, si el local deja de utilizarse para un fin religioso, pierde automáticamente su carácter sagrado. En cambio para los judíos la explanada del templo sigue siendo un lugar sagrado hasta hoy.

La iglesia edificio no es casa de Dios, sino casa del pueblo de Dios. La presencia del Santísimo Sacramento no constituye a la iglesia en “casa de Dios”. Colocar el Sagrario en el lugar más prominente de la Iglesia no es costumbre universal ni antigua. En las basílicas romanas siempre está en una capilla lateral. La iglesia no es primariamente un lugar para tener reservada la Eucaristía. En otro tiempo se reservaba el santísimo en la sacristía. Además, Cristo está presente también en la asamblea cristiana, y en la misión. No pude limitarse su presencia a la Eucaristía.

La presencia eucarística del Señor en la Eucaristía es primariamente para ser comido, no para ser visto, ni adorado, ni visitado. La reserva eucarística no tiene otro sentido que posibilitar la comunión a los moribundos, es siempre un alimento para ser comido. La devoción al Santísimo debe estar orientada hacia la comunión.

Además la Eucaristía es incompatible con el individualismo. El símbolo sacramental no es simplemente “comer”, sino “comer juntos”, partir el pan. La realización de la Eucaristía se da en su plenitud en la asamblea reunida en la que se parte el pan eucarístico y se come en comunidad.

La presencia de la reserva eucarística no debe dotar a la iglesia de un aura sacral. Un cristiano no debe sentirse cohibido por la presencia de Cristo. En su vida mortal la gente “se agolpaba contra él y lo apretujaba”.[vi]

Pero hay que huir de la exageración contraria. En los años sesenta se sacaron consecuencias radicales de estos principios que hemos enumerado, y esto llevó a la disolución del mismo concepto de liturgia. El templo no puede ser un lugar meramente funcional, una sala de conferencias, o un salón multiuso. Es la psicología del hombre la que necesita espacios donde le sea más fácil recogerse. A ello contribuye mucho que sean lugares que favorezcan la oración, con su silencio, con su belleza, con las asociaciones de ideas y sentimientos que van creando. Y deben ser lugares también que favorezcan la reunión comunitaria, grandes, espaciosos, bellos, con buena visión, con buena acústica, que creen sentido visual de comunidad.

Aun para la oración personal, yo suelo aconsejar tener un rincón de oración para orar en el cuarto. Si oramos en la mesa de los papeles nos van a venir muchas distracciones. Es verdad que podemos y debemos orar durante todo el día, hacer de nuestro trabajo oración, orar con los ojos abiertos. Pero necesitamos momentos intensos que expresen eso que vivimos durante el día. Esos momentos tienen su propia ecología. San Ignacio hablaba de las “adiciones” que ayudan para orar mejor. Podemos llamar santo cuanto contribuye a crear ese espacio psicológicamente más favorable a la oración explícita, o a la reunión litúrgica explícita.

El templo, como veremos, debe ser eco plástico y visual de la asamblea que se reúne en él y de sus diversas funciones. Hay que saber distribuir bien sus espacios de luz y de penumbra, su acústica, visibilidad, las zonas para los distintos ministerios, en las que sobresale el trinomio altar, sede, ambón. El presbiterio no debe tener verjas ni demasiadas escaleras.

En la nueva Jerusalén que baja del cielo ya no habrá templo, pero mientras caminamos hacia ella seguimos necesitando espacios y casas de oración y de liturgia. No adelantemos acontecimientos.

En Chirinos, Perú, un caserío perdido en la montaña, estaban construyendo una nueva iglesia. Eran los años setenta. Yo era un sacerdote joven muy secularizado. Les sugerí que en lugar de construir un templo tradicional, construyeran un salón cívico multiuso. Los campesinos se negaron en rotundo a la sugerencia de un sacerdote europeo secularizado. Querían un lugar “religioso”. Son ellos los que tenían razón, y era yo el que estaba equivocado. Sólo lo he descubierto más tarde.

4.- Tiempos sagrados

Algo parecido podemos decir en lo que respecta al tiempo sagrado. Es cierto que ya no hay que buscar los días fastos o nefastos, ni hace falta tener sacerdotes expertos en la ciencia esotérica de los calendarios, que tanto poder proporciona al clero. El velo del templo ha sido rasgado, y el acceso a Dios más allá del velo es ya permanente. Cualquier día es bueno para buscar y hallar al Señor que se nos entrega continuamente. No hay tiempos santos. Pero el hombre psicológicamente necesita unos tiempos en los cuales celebrar comunitariamente. Estos tiempos tienen que estar acordados de antemano.

Todo tiempo es bueno y accesible a Dios. Pero psicológicamente el hombre tiene sus cadencias. La cansina monotonía de los días exige días especiales, una fiesta semanal, una fiesta anual, unas horas del día especiales (amanecer y puesta del sol). La periodificación se hace necesaria.

El ritmo de las fiestas viene fijado en parte por la astronomía –solsticios y equinoccios-, por las cosechas y por el calendario del Jesús histórico. También las fiestas judías tienen una doble dimensión de celebración de la naturaleza y de la historia de salvación. Pascua es Egipto y primicias, Pentecostés es don de la ley y cosecha, Tabernáculos es siembra y desierto. El sábado judío es a la vez recuerdo de la creación, fiesta de la naturaleza, y recuerdo de la liberación de Egipto.

En el cristianismo todos los días son días de fiesta, porque todos los días se celebra la Eucaristía El Viernes Santo es el único día en que la Iglesia está de luto y por eso no celebra la Eucaristía. Sin sacralizar estos tiempos, hay que reconocer la necesidad que el hombre tiene de días especiales.

En la Eucaristía diaria se celebran todos los misterios de Jesús, encarnación, muerte, resurrección y ascensión, pero pedagógicamente es bueno tener días especiales en los que se celebre un misterio concreto con especial relieve. La fijación de la fecha es convencional. Es el hombre quien fija la fecha, no es Dios. No tiene por qué ser ese día especial y es inútil pelearse por los calendarios, pensando que uno es el correcto y el otro no lo es (Col 2,16; Rm 14,5). Las disputas sobre la fecha de la Pascua y de la Navidad son absurdas. No se trata de acertar con la fecha debida dispuesta por Dios, porque la fijación de la fecha es convencional, y la Iglesia podría cambiarla en cualquier momento.

Es importante articular bien la diferencia entre lo ordinario y lo festivo, entre la vida y la liturgia celebrativa. En el cristianismo el verdadero culto se hace en la vida. La liturgia es celebración de lo que ocurre en la vida.

Habría con todo que evitar el peligro actual del consumismo que tiende a universalizar lo extraordinario. Si todos los días hay flores en la mesa, si todos los días se toma Coca cola, ¿cuándo queda oportunidad para el derroche?. Conviene marcar la diferencia entre lo ordinario y lo festivo, de modo que lo festivo pueda ser momento de transfiguración.

 

c) El culto en la religiosidad natural

Nos hemos referido ya a al concepto de personas y cosas sagradas,. Ahora queremos considerar también las acciones sagradas, el conjunto de ritos en los que se expresa esta adoración y reconocimiento que religan al hombre con Dios. Es lo que siempre se ha llamado el “culto” religioso.

Como siempre existe un concepto de culto en la religiosidad natural. Una vez más lo valoraremos de una forma dialéctica. Primeramente lo afirmaremos, desde la perspectiva de un diálogo religioso y la asunción de lo que es común a la antropología humana. Más tarde lo negaremos, para apreciar la singularidad del cristianismo, en su oposición a cualquier forma de idolatría, y en la afirmación de la prioridad absoluta que tiene la iniciativa divina. Finalmente, de un modo sintético, veremos como la noción específicamente cristiana de liturgia engloba cuanto había de valioso y bueno en la religiosidad del hombre, y no hay por qué establecer una dicotomía excesivamente radical que nos sectarice y nos cierre a un auténtico diálogo religioso. Es más, la perspectiva de la religiosidad natural podrá librarnos de determinadas radicalizaciones a las que ha estado tentado el cristianismo en sus épocas más radicales.

En los párrafos anteriores, al analizar el concepto de personas y cosas sagradas, vimos cómo la Divinidad es esencialmente inalcanzable. El hombre reconoce un Ser superior del que se sabe dependiente. La adoración es el reconocimiento y la aceptación de este vínculo, permitiendo que Dios sea Dios en su esfera numinosa.

Pero el hombre sabe que no puede acceder a Dios desde su vida secular alienada. Siente a la vez la necesidad de acercarse a Dios y el miedo de hacerlo. La excesiva intimidad con Dios puede matar al hombre. No puede uno ver a Dios y seguir viviendo. El contacto físico con el arca de la alianza fulmina al que la toca, aunque sea con buena intención (2 Sm 6,6-11).

Por eso el hombre necesita un protocolo estricto. El culto es una forma ordenada y fijada de convivir con lo santo. Respeta las normas que Dios mismo ha impuesto a los que se quieren acercar a él. Lo cultual es lo cuidadoso. No cabe ahí la más mínima espontaneidad. Hay que respetar el protocolo, hasta en los más mínimos detalles. En la liturgia preconciliar se consideraba pecado mortal omitir una sola de las palabras del canon de la Misa.

Por eso, en Israel y en todas las otras religiones, el culto ha sido ordenado por Dios. Es él mismo quien ha establecido este nivel de encuentro entre sí mismo y los hombres, para salvaguardar así la identidad tanto divina como humana. Al margen de esas rúbricas dictadas por Dios, todo hombre siente su acercamiento a Dios como un peligro de muerte.

Ya hemos visto cómo el culto acota parcelas de realidad para dedicarlas a esta mediación divina, sustrayéndolas a cualquier otro uso profano. Solamente allí Dios puede hacerse propicio, solamente allí escucha nuestras oraciones, solamente allí podemos tributarle nuestra adoración.

El hombre alienado y pecador debe acercarse a Dios en profundo respeto, quitándose el sombrero, ofreciéndole un regalo simbólico, pero al mismo tiempo presentándole su indigencia. Pensemos en el campesino que con el sombrero quitado, entraba en presencia del señor feudal, con un pequeño regalo con el que expresaba su reconocimiento de vasallo ante el estatus superior del señor. Últimamente, a cambio de este acto de vasallaje, y de ese pequeño obsequio que portaba en sus manos, el campesino buscaba conseguir del señor algún favor mucho más importante, aunque sólo fuese el reconocimiento de la tenencia de sus tierras o el librarse de alguna exacción o de alguna violencia.

 

d) La contestación contra el culto de la religiosidad natural

Este manera de concebir el culto va a ser atacada en muchos frentes diversos, no sólo desde el ateísmo, sino también desde la religiosidad de Israel, el Nuevo Testamento y la mentalidad moderna. Veamos algunas de sus críticas más aceradas. 

1.- La acusación de magia

Un primer ataque contra esta noción del culto surge de los que ven en él acciones manipulativas y mágicas, que tratarían de forzar a Dios a comportarse como nosotros queremos que se comporte. Los ritos obtienen su eficacia sólo por la realización mecánica y exacta de las rúbricas, sin tener en cuenta las disposiciones personales.

En esta visión mágica, el culto sería el modo de predisponer a Dios a favor del hombre, y el conseguir los objetivos que deseamos de él. Se supone un Dios indispuesto, a quien hay que disponer bien. Los actos de culto alejan su ira y le predisponen a bendecirnos. Hay una noción mercantilista en todo este intercambio. El hombre se acerca a Dios para rendirle su adoración, pero en el fondo hay una motivación egoísta que intenta lograr la condescendencia divina y lograr así la salvación y el descenso de un torrente de bendiciones sobre el hombre.

La acción humana queda en primer lugar. Aunque se reconozca que el culto ha sido concedido por Dios en un primer momento, se pasa a considerarlo como realidad autónoma, que actúa automáticamente a partir de sí misma. El hombre puede forzar así la gracia de Dios, y conseguirla como respuesta mecánica a sus actos de culto. Éstos serían simplemente una forma original de comportamiento humano que mediante acciones simbólicas quiere asegurarse una bendición en un mundo de fuerzas imponentes e indisponibles. Esto nos acerca al pelagianismo y a la magia al mismo tiempo.

Pero en realidad, el culto no puede ser el modo de disponer bien la indisponibilidad de Dios con acciones eficaces, que actuarían por sí mismas al margen de la relación personal con él. La crítica bíblica ataca a los que desdeñan la libertad personal del Dios de la alianza, tratando de manipularlo. Para la Biblia este tipo de culto está excesivamente configurado por el hombre y sus obligaciones y necesidades. Según los protestantes la crítica profética al culto del templo, alcanzaría también al culto católico del opus operatum sacramental

Pero no necesariamente hay que considerar el culto como algo que procede del hombre. Schaeffler defiende la legitimidad del culto cuando se asigna a Dios la iniciativa. La presencia benedicente de Dios no es el hombre quien la produce. Es un Dios benevolente el que tiene la iniciativa de acercársele. La religiosidad natural ha captado esta benevolencia divina, aun sin una revelación sobrenatural. La liturgia quiere representar esta iniciativa divina que ya ha acontecido y que permanece incesantemente, mediante una acción representativa humana que la transparenta. El culto pertenece al alfabeto y la gramática de la religión natural, y también el cristianismo tiene que aceptar este común denominador con la religiosidad natural del hombre. No hay que exagerar la diferencia entre el culto cristiano y el culto de la religión natural, haciendo de ella una caricatura horrible.

2.- La acusación de amoralidad

Otra fuente de oposición al culto y a la religiosidad natural viene de una imagen racional de Dios. Según ella, lo que Dios busca del hombre es un comportamiento ético y no unas acciones rituales. Los profetas en sus invectivas protestan contra un culto vacío. “Me alaban con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. “Este es el ayuno que yo quiero”. “¡Qué templo podéis construirme!” Jesús relativizaba el culto y denostaba a los fariseos que devoraban los bienes de las viudas bajo excusa de largas oraciones.

Una religión que sitúe su centro en los valores éticos, no puede aceptar que la adoración a Dios en el mundo se lleve a cabo por medio de prácticas rito-cultuales. La adoración de Dios en espíritu y verdad no conoce tiempos o espacios sagrados. Se realiza en el servicio a cuanto es verdadero, bueno y hermoso, en la vida cotidiana.

Ésa sería la única liturgia verdadera. Los ritos serían sólo métodos pedagógicos para mantener esta actitud de veneración en la vida. La Misa sería simplemente una lección catequística multimedial para mantener los procesos sociopolíticos de cambio, que es donde el hombre da culto a Dios.

La liturgia se limitaría a ser un apoyo catequético y expresivo para la fe. Ayudaría sólo en la medida en que estimula nuestra fe. Sólo la fe tendría eficacia salvífica, no los sacramentos. No cabría hablar de la eficacia de los signos, sino sólo de su valor pedagógico y motivador. Pero entonces ¿es la liturgia necesaria? ¿No bastaría con el kerigma y la diaconía?

Esta crítica del culto parte del hecho de que Dios no necesita esos servicios del hombre. “Si tuviera hambre, no te lo diría, porque míos es el mundo y cuanto encierra. ¿Acaso como carne de toros o bebo sangre de machos cabríos?” (Sal 50,12-13). No es ese el tipo de ofrendas que Dios quiere.

Pero esta crítica, que es bien legítima, puede olvidar que la verdadera liturgia no es el servicio del hombre a Dios, sino el servicio de Dios al hombre. No puede ser una obra del hombre dirigida a Dios, ni el complemento humano de una acción de Dios que fuese insuficiente por sí misma.

Tendremos ocasión de insistir en este tema cuando hablemos de la polaridad entre liturgia y vida en el cristianismo. Veremos que éste supone no la abolición de lo sagrado, sino la reconciliación de lo sagrado y lo profano en el sacerdocio de Jesús como acción e iniciativa divina que se actualiza en nuestro culto. 

3.- La acusación de degradación de la dignidad del hombre

La visión de un Dios venerable y temible ha hecho crisis total en el giro antropológico del mundo moderno y postmoderno. No sólo los declaradamente ateos, sino los secularistas que conservan todavía cierta sensibilidad hacia el misterio, e incluso los creyentes y practicantes, encuentran que esta visión de Dios y del culto son degradantes y humillantes para Dios y para el hombre.

Se ha dado lo que Martín Velasco llama una metamorfosis de lo sagrado.[vii] Lo sagrado es ahora no ya el trascendimiento de la persona, sino sólo una aureola de la profundidad y dignidad del hombre individual, del círculo de los suyos, o de la humanidad en su conjunto. Se trata de una “religión sin Dios”, o una religión del hombre divinizado, que invita a trascender el egoísmo mediante el don de sí y el sacrificio, pero no desde la aceptación de una autoridad o una tradición exteriores al hombre concreto.

Al cerrarse a la Trascendencia “mayor” de una Divinidad numinosa, lo más que la modernidad está dispuesta a admitir es una trascendencia “menor” (Luckmann), no vertical (Ferry) que consiste en “el aura que rodea al sujeto, la dimensión de profundidad de su conciencia, la inviolabilidad de su dignidad, la sublimidad de la belleza que es capaz de gustar”.[viii] Los ritos adecuados a la perspectiva de esta trascendencia menor pueden ser técnicas de concentración y rela-jación, ejercicios físicos y mentales, dietas vegetarianas vividas místicamente, mantras y músicas, energías y vibraciones, peregri-naciones a parajes naturales estremecedores.

¿Se trata en realidad de una auténtica liturgia? Se mantienen de hecho ciertas referencias al vocabulario de lo sagrado en términos éticos, estéticos, de relación de ayuda, con formas de espiritualidad estilo New Age, o con liturgias civiles como la del entierro de Paco Rabal bajo el olivo de su pueblo. Sustituyen al culto a Dios, entendido como Absoluto o como “trascendencia mayor”. ¿Podemos hablar en estos casos de un “retorno de lo religioso”?

 

e) Cristianismo y religiosidad natural

El cristianismo ha guardado siempre una actitud ambigua y dialéctica con respecto al culto de la religiosidad natural. En determinadas épocas de la historia lo ha utilizado como base a partir de la cual explicar al hombre la especificidad de la liturgia cristiana. Se partía de esa definición de culto, para luego introducir las modificaciones cristianas. En otras épocas, en cambio, se ha partido de la especificidad de la liturgia cristiana, de la ruptura radical, para sólo después intentar dialogar con el culto de la religiosidad natural. Se trata de vías alternativas que responden a los signos de los tiempos. 

1.- Asunción del planteamiento del culto de la religiosidad natural

El adjetivo de culto “público” que se ha venido usando en la Iglesia occidental acentuaba aún más el paralelismo con la religión natural. Hasta la encíclica Mediator Dei de Pío XII, la teología de liturgia se asentaba sobre la categoría del culto. La liturgia era el culto público de la Iglesia. Ahora bien este concepto de culto es demasiado genérico. Es una realidad que se da en todas las religiones y tiene un sesgo moralista y juridicista. Se insiste en la “oficialidad” de un culto ajustado a unas rúbricas, dictadas por la Sagrada Congregación de Ritos. De aquí a confundir la liturgia con la rúbrica no había más que un paso.

Por otra parte, este planteamiento se mueve en la esfera moralizante de las obligaciones éticas del hombre. Se clasificaba la “religio” como una de las virtudes, encuadrada dentro de la justicia. La justicia consiste en darle a cada uno suyo. Pues bien a Dios hay que darle lo que le corresponde, y lo que le corresponde es nuestro tributo de adoración, el culto debido, la latría. Este culto debido es un culto público sancionado por la Iglesia y conducido por personas específicamente consagradas a esta tarea. La religio así entendida es la virtud moral suprema.

El culto sería la tercera obligación del hombre con Dios, paralela a la fe en las verdades reveladas y el cumplimiento de los mandamientos. Como vemos, esta manera de entender la liturgia subraya el movimiento ascendente del hombre hacia Dios, expresándole el reconocimiento debido mediante determinados gestos o símbolos, pero no expresa el movimiento descendiente de Dios hacia el hombre que es el que posibilita que el hombre pueda ascender a Dios. Por eso el concepto de culto no es el concepto más apropiado para apoyar sobre él toda la teología de la liturgia. 

2.- Superación del concepto de culto

La Sacrosanctum Concilium va a dar un giro radical a este planteamiento, superando la concepción latréutico-cultual. La constitución subraya la dimensión catabática de la liturgia, en cuanto acogida de la acción santificadora de Dios. No se trata tanto de lo que el hombre hace por Dios, sino de lo que Dios ha hecho por el hombre. Dios es sólo perfectamente glorificado cuando el hombre es santificado. La liturgia es la glorificación de Dios mediante la santificación del hombre. En palabras del propio concilio, “es la obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” (SC 7). La finalidad de este culto es “la obra de la redención de los hombres y la perfecta glorificación de Dios”. Sólo cuando el hombre es redimido puede Dios ser perfectamente glorificado. Al actuarse la redención de los hombres en la liturgia, se está actuando simultáneamente la glorificación de Dios

El sacramentario Veronense dice que “en Cristo se nos ha dado la plenitud del culto divino”. Cristo en su misterio pascual realizó esta obra de doble vertiente, redención y glorificación. Cristo ha entregado a la Iglesia este misterio para que lo recuerde, lo celebre y lo actualice. La Iglesia no posee este misterio como un objeto, sino que lo celebra como un sacramento, es decir, como un misterio escondido.

Uno de los cambios principales del concilio fue sustituir el concepto de “culto” por el de “mysterion”.[ix] La liturgia vuelve a entenderse como celebración de los misterios. La actualización de la historia de salvación, de los acontecimientos históricos por los que Dios efectuó nuestra salvación, y que al ser recordados y celebrados vuelven nuevamente a activarse para nosotros en el hic et nunc de la celebración. Se trata fundamentalmente de la celebración del Misterio Pascual.

Al celebrar este acontecimiento salvífico, la liturgia se convierte ella misma en un acontecimiento salvífico.[x] Esta referencia al misterio pascual, como iremos haciendo ver, no se limita sola y exclusivamente a la Eucaristía, sino que volveremos a encontrarla en todos los sacramentos, en el año litúrgico y también en la Liturgia de las Horas.

La constitución subraya el carácter de actualización o presentización. Reitera las expresiones hacer presente: praesens facere (SC 102), representar: repraesentari (SC 6), estar presente: adesse (SC 7), pero sobre todo ejercer:  exercere (SC  2,6,7).

Por eso en la liturgia cristiana habría que revisar el significado general que tienen las palabras en la antropología; ni el signo sacramental es mero signo, ni el memorial es mero memorial, ni la palabra es mera palabra. Estas tres categorías (signo, memoria, palabra) deben ser recuperadas por el teólogo en su densidad, en su gravidez bíblica, en cuanto que realizan y actualizan lo que expresan. Se recupera el sentido eficaz de palabra en hebreo: dabar - דבר, el valor realista del símbolo, y el carácter actualizador de memorial en hebreo, el  zeker - זכר-veterotestamentario.

 

 

Bibliografía sobre lo sagrado

Acquaviva, S. S., El eclipse de lo sagrado en la civilización industrial, Bilbao 1972.

Berger, P.L., Una gloria lejana, Herder, Barcelona 1993.

Congar, Y., “Situación de lo sagrado en régimen cristiano”, en AA.VV., La liturgia después del Vaticano II, Taurus, Madrid 1969, 479-507.

Duch, L., “Liturgia y retorno de lo sagrado”, Phase 31 (1991), 67-76.

Elíade, M., Lo sagrado y lo profano, Madrid 1973.

Elíade, M., Mito y realidad, Madrid 1968.

Ferry, L., El hombre-Dios o el sentido de la vida, Tusquets, Barcelona 1997.

Frazer, J.-G., La rama dorada, FCE, Madrid 1981.

Lyonnet, S., “La naturaleza del culto en el Nuevo Testamento”, en AA.VV., La liturgia después del Vaticano II, Taurus, Madrid 1969, pp. 439-478.

Maisonneuve, J., Ritos religiosos y civiles, Herder, Barcelona 1988.

Martín Velasco, J., Introducción a la fenomenología de la religión, Cristiandad, Madrid 1997.

Martín Velasco, J., Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander 1998.

Mateos, J., Cristianos en fiesta, Cristiandad, Madrid 1972. Ver en especial pp. 105-123.

Otto, R., Lo Santo, Alianza, Madrid 1985.

 

Notas al tema II


[i] Sobre este tema del culto en el NT ver un artículo de S. Lyonnet, “La naturaleza del culto en el Nuevo Testamento”, en AA.VV., La liturgia después del Vaticano II, Taurus, Madrid 1969, pp. 439-478

[ii] Ver el artículo de Congar en AA.VV., La liturgia después del Vaticano II, Taurus, Madrid 1969, 479-507.

[iii] Ejercicios espirituales, 23.

[iv] Quaest. Evang. 2,40; PL 35,1355).

[v] (Const. Apost. 8,34.8).

[vi] J. Mateos, Cristianos en fiesta

[vii] J. Martín Velasco, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo.

[viii] Ibid., p. 27

[ix] SC 2, 5, 6bis,16, 17,19,35,48,52,61, 102, 103, 104, 106.

[x] La categoría del misterio pascual podemos leerla en SC 5, 6bis, 61, 104,106.

 

 

 

3.- El simbolismo del cuerpo

El hombre es animal simbólico. El símbolo no es un recurso circunstancial para el hombre, sino que es consustancial al ser humano. Es anterior al lenguaje y al conocimiento racional discursivo.

Las actitudes espiritualistas son una amenaza letal para la liturgia. Piensan los espiritualistas que si Dios es espíritu, el encuentro con él debe abstraerse de todo lo que no sea espíritu, y por consiguiente del mundo visible.

La Reforma tenía un componente maniqueo que alejaba al mundo pecaminoso de la relación con Dios. A esto contribuye también el intelectualismo de la Ilustración. No saben encontrar en la liturgia nada provechoso salvo acciones didácticas al servicio de la palabra que es único ámbito en el que el hombre se encuentra con Dios. Hay que reducir las ceremonias al mínimo “para hacer una concesión a la estupidez humana” (Zwinglio). Para el espiritualismo nada de lo creado es sagrado, nada de lo creado conduce a Dios ni es portador de santidad. El mundo es profano, lo accesible a los sentidos no es portador de santidad. En el fondo esta actitud cuestiona la comunicación misma de Dios con la creación. 

a) El cuerpo humano como símbolo

La presencia mutua entre las personas en este mundo se hace posible si existe un espacio intermedio. Lo material que hay entre ellos es vehículo de comunicación: la corporeidad a través de la cual nos exteriorizamos, nos permite salir fuera. El hombre lleva un secreto en lo profundo, que sólo se puede expresar aproximativamente. Pero el hombre tiene la capacidad de relacionarse, y la persona se define esencialmente a partir de su relación. La presencia se da sólo cuando hay una relación, una manifestación hacia fuera. Lo inanimado no puede entrar en relación y no puede estar presente.

El hombre necesariamente se relaciona a través de las realidades exteriores a él, y primeramente a través de su cuerpo. El primer afectado por nuestra acción simbólica es nuestro cuerpo, porque él es el lugar de la relación. No hay más que observar cómo nuestras actitudes, gestos, miradas y hasta el timbre de nuestra voz cambian, según la relación que tengamos con lo que no es nosotros mismos. Si queremos entrar en relación con los demás o con Dios hemos de recuperar nuestro cuerpo.

Cuando un amigo se encuentra entristecido, el apretón de manos o el abrazo afectuoso nos acercan más a él que muchas palabras. Nuestros gestos hablan más que nuestras palabras. Y en la liturgia también. Lo que hacemos cuenta más que lo que decimos. “Podemos predicar hasta desfallecer que la Iglesia no es solamente una jerarquía, pero si de hecho todo está clericalizado en nuestras asambleas, muestra palabra se la lleva el viento. Se nos puede llenar la boca de expresiones como comunidad fraterna y comunión, pero si luego la asamblea no forma comunidad agrupándose, por ejemplo, en lugar de dispersarse por la nave, si nadie tiene una mirada para su vecino, nuestro discurso no vale nada”.[i]

El cuerpo del hombre es el símbolo real de su persona, porque es en el cuerpo donde el hombre se hace presente. El yo personal necesita del cuerpo para penetrar en el espacio y el tiempo. El cuerpo es el instrumento que necesita el alma para manifestarse, y para entrar en comunicación. El cuerpo es el símbolo primigenio del hombre.

Puede también el hombre asumir los objetos de su entorno y de esa manera expande su cuerpo más allá de sus límites. Nos situamos y nos manifestamos también a través de otras realidades materiales tales como ropas, instrumentos, espacios, que son prolongación de nuestro cuerpo. La línea de los miembros se une al utensilio. Una bandeja en la mano prolonga el brazo en actitud de ofrenda. Un martillo da pujanza al golpe que da el brazo. Cuerpo, vestido y utensilio son los tres primeros caparazones que rodean nuestro cuerpo. Más allá está también la casa como espacio expresivo y comunicador. Luego la ciudad, el paisaje, la patria.

El hombre, pues, se da a conocer mediante su elección de unas cosas u otras, mediante el modo como se viste o como amuebla su casa. Todas estas cosas son símbolo real de su persona, y manifiestan su presencia. El hombre deja su huella en el mundo de su entorno y lo configura, convirtiéndolo así en prolongación de su ser y en manifestación de su ser.

Ese espacio intermedio garantiza al mismo tiempo la alteridad, y la preservación de la identidad, garantiza que el yo no sea absorbido por el tú. Incluso en la relación más amorosa nunca se da una fusión o a una disolución del yo en el tú. En el espacio intermedio están ambos presentes pero siguen siendo conscientes de sí mismos. El mundo del entorno repercute en cómo se siente un hombre en la medida en que le permite expresarse mejor y comunicarse mejor.

Todo lo que hacemos tiene una dimensión simbólica. En todo lo que hacemos y tenemos hay un lenguaje implícito, quizás inconsciente para nosotros mismos, pero muy elocuente para los demás. Ellos ven en todo lo que hacemos la imagen que intentamos cultivar y proyectar.

El mejor modelo de símbolo que podemos escoger es el cuerpo, como símbolo de la persona. No es una realidad distinta de la persona porque forma parte de ella. Permite exteriorizar la persona, manifestarla, comunicarla de una manera más inmediata y verdadera que cualquier lenguaje que esté compuesto de signos.

Decir que la cara es el espejo del alma significa decir que la cara es un símbolo natural, que expresa algo misterioso y oculto, que no puede darse a conocer de otro modo. Dicen que a partir de los cincuenta años cada uno tiene la cara que se merece, la que ha ido construyendo día a día, la que refleja todos los avatares de la vida. 

b) Dimensión simbólica del sacrilegio

En la expresión simbólica de lo inexpresable hay también la posibilidad de la mentira. Es verdad que normalmente hablamos de mentira en el contexto del lenguaje y decimos que mentir es decir lo contrario de lo que uno siente. Pero también en el lenguaje corporal cabe la mentira, que consiste en dar expresión simbólica a lo que no existe. Pongamos por ejemplo el caso del beso. El beso es la manera de expresar corporalmente el amor y la amistad. En cambio, el beso de Judas viene a expresar engañosamente la amistad, cuando en realidad es su signo que ha sido acordado previamente con los sumos sacerdotes como señal de traición. Las lágrimas son símbolo de una emoción profunda, pero el hombre también puede valerse de “lágrimas de cocodrilo” para exteriorizar afectos inexistentes.

Lo que la palabra religiosa “sacrilegio” expresa es esta violación del mundo de lo simbólico por parte de quien hace unos gestos que no son expresión auténtica de sus actitudes interiores. Así, por ejemplo, comete un sacrilegio quien expresa la comunión con Cristo comiendo su cuerpo, cuando en realidad no se encuentra en verdadera comunión con él.

Con el cuerpo es más difícil mentir que con el lenguaje. El lenguaje corporal es complexivo; no se reduce a un gesto único, sino que todo nuestro cuerpo habla simultáneamente. Puedo forzar una sonrisa cuando estoy triste, pero mis ojos seguirán revelando mi tristeza al que es buen lector del lenguaje corporal. Por mejor actor dramático que sea, siempre habrá una parte de mi cuerpo que se escape a mi control, y revele mi verdadero estado de ánimo. 

c) Naturaleza de los símbolos

Hay que distinguir entre señales y símbolos. La señal es artificial, convencional (semáforo verde o rojo), pone en relación un significante y un significado; rojo = prohibición de pasar. Posibilita el conocimiento de la realidad significada. Remite a una realidad distinta de sí misma, con la que el hombre convencionalmente ha establecido una relación, que ha sido aceptada socialmente. En este sentido, el lenguaje y la escritura no son sino un sistema de signos.

En cambio, el símbolo es natural. Pone en relación mutua a dos sujetos, no a dos objetos. Establece entre ellos un reconocimiento. No remite una realidad distinta, sino que remite al propio sujeto con el que está unido mediante una relación objetiva, que no es convencional, que uno no proyecta ni crea, sino que encuentra en la naturaleza.

La realidad a la que accedemos por el símbolo es una realidad a la que no existe un acceso directo. El símbolo participa de la realidad de lo simbolizado, está enraizado en ella y de algún modo lo hace presente. La realidad a la que remite el símbolo no es por supuesto una idea abstracta a la que podemos llegar por el discurso o la abstracción, sino a un sujeto real y misterioso.

El símbolo es irreductible al lenguaje. Nunca el lenguaje podrá comunicar la plenitud de lo que comunica el símbolo, lo que Ricoeur llama el exceso de significación. El símbolo, “realizando un cortocircuito del lenguaje, es como la expresión exasperada de aquello que está siempre por decir, porque es indecible”.[ii] 

d) Valor cognitivo del símbolo

Los símbolos tienen a la vez un valor cognitivo y un valor expresivo. Me ayudan a conocer a los demás en su reducto íntimo más misterioso, y al mismo tiempo me ayudan a expresar y a comunicar a los demás mi reducto más misterioso, de modo que me conozcan

En primer lugar los símbolos nos ayudan a captar las verdades profundas de los demás a las que no tenemos otro acceso. Los sentidos son más receptivos que el entendimiento. Acogen las sensaciones que les llegan, están realmente abiertos. No necesitan seleccionar los datos ni reordenarlos dentro de categorías preestablecidas, como hace la razón. La aproximación a la realidad que hacen los sentidos es más ingenua y directa, también más pasiva, pero más penetrante.

En los símbolos se nos da una capacidad perceptiva de lo inmediato, que nos abre mejor a la trascendencia del otro y de ese modo posibilita la función integradora y social del lenguaje. Lo real del hombre se alcanza muy limitadamente a través de la observación y las funciones comparativas y cuantificacionales de la ciencia o por medio de los sistemas lógicos de la razón.

Si lo real para el hombre es algo significativo y espiritual, símbolo y rito son el único medio para captarlo y expresarlo. El mismo lenguaje, cuando trata de describir hondas experiencias humanas, tiene que remitirse últimamente a otros modos de expresión distintos del lenguaje. “No tengo palabras para decirte”. “Dígaselo con flores”. 

e) Valor expresivo del símbolo

La liturgia es un conjunto de símbolos y gestos incorporados a la acción sensible para expresar la fe: alimento comido, aceite aplicado, agua vertida, luz encendida. En realidad deberíamos hablar más de acciones simbólicas que de símbolos, porque lo que simboliza de verdad no es simplemente el pan, el aceite, el agua o la vela, sino la acción de comer, la unción, el baño, la acción de encender. Mientras estas realidades estaban en reposo, no eran aún símbolos. Tenían meramente una capacidad para simbolizar. Es sólo cuando son utilizadas en una acción por un sujeto, cuando ejercen su dinamismo simbólico y son capaces de comunicar algo a nuestra subjetividad

Pongamos un ejemplo. Siempre ha sido muy común en la Iglesia el encender una vela para acompañar un rato de oración. En este caso, el símbolo no es la vela, sino el acto de prenderla. Una vez prendida, la vela continúa ejerciendo su función simbólica, incluso cuando el que la encendió ya se ha marchado del templo.

Encender velas es una de las acciones simbólicas más antiguas y tradicionales que habría que rescatar. La gente llega a un santuario y quieren expresar su experiencia de estar allí. Quiere orar, pero sus palabras son muy pobres. Entonces enciende una vela que habla por sí misma. Cuando abandona el santuario, la vela queda encendida, y a través de ella la persona se mantiene en oración, aun cuando haya pasado a ocuparse de otros asuntos.

Los ritos encauzan los afectos y configuran las emociones. Ayudan a que se expresen las experiencias profundas y pasen de ámbitos inconscientes a conscientes mediante represen-taciones diversas: el dibujo en los niños traumatizados.[iii]

Los ritos liberan, encauzan las fuerzas arquetípicas positivas y protegen de las negativas. Gracias a ellas recibimos fuerza para superar las crisis graves. Una persona privada de poderse expresar en celebraciones rituales puede caer en depresión profunda. 

f) Ritualización

Las acciones simbólicas tienen una dimensión social. No podría ser de otro modo, supuesto que el hombre es un animal social. A pesar de que los símbolos no son convencionales, sino que pertenecen a la naturaleza de la realidad, tienen que integrarse dentro de un sistema cultural. Nunca son totalmente espontáneos.

Un sistema cultural es un cosmos de significantes para interpretar las experiencias de los hombres de esa cultura. Sobre la base de la naturaleza, cada cultura articula un conjunto de símbolos y los ritualiza, dándoles una dimensión regulada y repetitiva.

“El rito puede ser un dispositivo cautelar instituido para delimitar cuidadosamente las circunstancias, los tiempos, los lugares en los que se mueven las personas, evitando confusiones”. En un contexto ritual el hombre y la mujer se pueden dar un beso que fuera de lo ritual resultaría improcedente. En las gradas del estadio se puede gritar de una manera que fuera del estadio se consideraría una grosería imperdonable. “Este marco es un cauce que canaliza y aprovecha energías y evita las extralimitaciones y el desorden”.

Según la interpretación freudiana, rito es el gesto reiterado, obsesivo, realizado con vistas a descargar un estado de angustia. Lavarse las manos compulsivamente, morderse las uñas, fumar. Es un acto reductor de la tensión psicológica, que se repite continuamente de un modo rígido, para defenderse de un deseo poderoso que nos produce un miedo profundo. Se defiende uno retornando a los orígenes, a la infancia, a lo totémico. Ese gesto protector y enmascarador ahuyenta el objeto deseado, pero al mismo tiempo lo acerca no en su realidad sino en forma de sustitución o sucedáneo. Pero este rito impide la madurez, nos paraliza en el pasado.

Freud era muy enemigo de los rituales. Para él ritual era un máscara que debía ser arrancada. Ofrecía un refugio al hombre para que no tener que analizar sus sentimientos más profundos ni enfrentarse con ellos.

Puede ser que en ocasiones muchos grupos hayan distorsionado los ritos para hacer de ellos repeticiones mecánicas que impiden crecer. Pero hoy hay toda una escuela psicológica que, siguiendo a Erikson, hacen un análisis positivo de la génesis de la ritualización.

En la escuela de Erikson, las formalizaciones de la experiencia y de la conducta que tienen lugar en los rituales, contribuyen al desarrollo de la identidad propia, sobre todo de cara a contextos sociales que cambian con rapidez. En la comprensión de los rituales religiosos hay primerísimas experiencias biográficas y conductas cotidianas. La expresión ritual ayuda a construir el sentido maduro de identidad y a superar el narcisismo. Hace madurar la relación con los otros, fortalece y cohesiona el yo y le ayuda a autoafirmarse.

Smolarski habla de rituales tales como comer pavo el día de Navidad, apagar las velas en la tarta de cumpleaños, estar en pie mientras suena el himno nacional. “La repetición y el ritual son parte del misterio de la vida humana. Al participar en una acción ritual que sigue un patrón reconocible, acción que se repite cada vez que una reunión similar tiene lugar, la gente se puede sentir más cómoda con lo que está haciendo y estar en sintonía con la razón última del por qué están haciendo aquello que están haciendo”.[iv]

Frente a la interpretación freudiana, la interpretación fenomenológico-existencial considera que el rito es “la expresión con toda la persona, incluido su cuerpo y su entorno, de una impresión profunda, es decir de la profundidad última del hombre, de su finitud religada a la trascendencia”. Integración unificadora respecto al fondo de sí mismo de los estratos, etapas y tiempos. Se realiza una dilatación insospechada. Remembranza y memorial y anticipación. De ahí la importancia para la madurez de la persona y su integración, y el desequilibrio que produce la desaparición o trivialización de los ritos. Si bloqueamos lo simbólico y ritual hay el peligro de una vida atomizada.

Un buen funeral ayuda a despedir a un difunto. Es el reconocimiento social de la muerte, una gran ayuda psicológica. Encauza el duelo no permitiendo que se extralimite (el botaluto del Perú). Angustia de los que no tienen un cadáver del que despedirse, o no pueden certificar la muerte de un desaparecido. Se pueden liberar tensiones conflictivas inconscientes.[v]

 

g) Gesto y palabra en la liturgia cristiana

El gesto humano tiene su autonomía respecto a la palabra. La gestualidad no es un ejercicio para traducir la palabra a gestos, para doblar o reforzar su mensaje, para ilustrarlo. Es un lenguaje autónomo que tiene su propia expresividad aporta algo distinto de lo que pueden aportar otros lenguajes.

“Frente a la lengua hablada analítica y sucesiva, secuencial, la comunicación gestual es más concentrada, sintética y sincrónica, totalizante. Su encarnación es más densa. Muchas veces el gesto se emplea cuando la palabra resulta impotente para transmitir lo que se desea comunicar. Por eso el lenguaje gestual se sitúa más bien del lado del silencio y de un cierto apofatismo. El silencio apofático es el clima propio de la experiencia religiosa y el terreno mejor abonado para que surja la palabra verdadera, esencial, pregnante. El gesto no viene tanto a subrayar la palabra cuanto a reforzar y adensar el silencio. Por eso no debe seguir a la palabra, sino precederla, como sucede en la imposición de manos de la ordenación. Entonces suscita un clima para que la palabra sea bien recibida. Crea como una caja de resonancia en la que la palabra logra toda una amplitud que permite a sus ondas alcanzar, sacudir los corazones, es decir, el núcleo último y central de la persona”.

Aunque más adelante dedicaremos un tema especial para tratar de los gestos en la liturgia, resumiremos ahora la relación que existe entre la liturgia cristiana y lo que nos ha explicado la antropología cultura a propósito de lo simbólico.

La tradición litúrgica es una de las típicas áreas de emergencia de lo simbólico, es decir de aquel conjunto de elementos sensibles a través de los cuales los hombres gustan de los dones de Dios, y aprehenden significados que trascienden las realidades tangibles siguiendo el dinamismo de las imágenes.

Dice San Agustín: “Los signos de las realidades divinas son desde luego visibles, pero en ellos se veneran realidades invisibles”.[vi] “Porque todo lo que sugieren los símbolos toca e inflama el corazón mucho más vivamente de cuanto pudiera hacerlo la realidad misma, si se nos presentara sin los misterioso revestimientos de estas imágenes... Yo creo que la sensibilidad es lenta para inflamarse, mientras está trabada en las realidades puramente concretas; pero si se las orienta hacia símbolos tomados del mundo corporal y se la transporta desde ahí al plano de las realidades espirituales significadas por estos símbolos, gana en vivacidad, ya por el mismo hecho de este paso, y se inflama más, como una antorcha en movimiento, hasta que una pasión más ardiente la arrastre hasta el reposo eterno”.[vii]

 

h) Un ejemplo: el banquete

Un bonito ejemplo es el significado antropológico del banquete. En la historia de la humanidad existen una especie de sacramentos primitivos, que diversamente modulados están presentes incluso en nuestro mundo moderno y secularizado. Estos sacramentos de la creación brotan en momentos relevantes de la vida humana y se convierten en hendiduras de lo cotidiano, a través de las cuales se puede observar el ser del hombre en su apertura al absoluto. Entre estos momentos están momentos como el nacimiento, la muerte, el acto sexual y la comida. En estas experiencias el hombre bordea sus propios límites, barrunta lo distante e inmenso, y se percibe en constante interacción y renovación como ser biológico y propiamente humano (comida).

El hecho de comer revela ante todo que el hombre es un ser de necesidades. Según Simone Weil, tenemos necesidad de pan. Somos seres que tomamos continuamente nuestra energía del exterior, pues a medida que la recibimos la agotamos con nuestros esfuerzos. Si nuestra energía no es renovada continuamente, nos quedamos sin fuerza y somos incapaces de cualquier movimiento. Dice Xabier Basurko que el hombre debe mendigar su ser en las cosas, debe “morder en la realidad”. Y añade Levinas, que al entrar en comunión con el universo material mediante la comida, el ser humano percibe oscuramente que él no se fundamenta en sí mismo, que vive recibiendo. La existencia humana se apoya en la compañía de las cosas, se nutre en su mismo torrente de vida, se funda en esa comunión con el cosmos”.[viii]

Aparte de la comida, propiamente dicha, en el sentido general del término, todo lo que genera un estímulo es para nosotros fuente de energía. Hay un pan de este mundo: dinero, progreso, consideración, recompensas, celebridad, poder, seres queridos, todo lo que estimula nuestra capacidad de actuar es como el pan. Pero hay una energía trascendente cuya fuente está en el cielo y se derrama sobre nosotros en el momento en que lo deseamos. Es realmente una energía y actúa por mediación del alma y el cuerpo.

Debemos reconocer nuestra indigencia. No somos autosuficientes. No nos podemos abastecer a nosotros mismos. La fuente de energía nos viene de fuera y por eso tenemos que depender y tenemos que pedir. Es un pedir que resulta humillante para el hombre soberbio.

Hay que pedir no sólo energía espiritual, sino también la energía material, proteínas, vitaminas, minerales, hidratos de carbono, energía para nuestro sistema nervioso, fósforo para el cerebro, calcio para los huesos, hierro para la sangre.

Comer y beber significa también un proceso de interiorización, de incorporación. El alimento se interioriza en mí. Lo ingiero, lo digiero, lo asimilo, lo incorporo: pasa del orden de mi tener al orden de mi ser.

De aquí se desarrolla en el hombre el principio de la comensalidad. El comensal biológico es además comensal social: el acto de alimentación alcanza el nivel propiamente humano, no el de los cerdos, cuando deja de ser una acción individualista y se abre a la convivencia, la hospitalidad, la comensalidad, y alcanza su sentido pleno en el compartir. Entonces los comestibles se transforman en dones significativos de la amistad y fraternidad.

La comida es un momento de encuentro con el cosmos, y también de comunión privilegiada con otros seres humanos. Esa doble dimensión cósmico-humana hace entrever al hombre un nuevo horizonte de realidad, una nueva dimensión. De la misma manera que la dimensión humana ha enriquecido el hecho biológico de comer como los cerdos, y le ha dado un nuevo sentido, así también el hombre intuye que podría haber también sentidos superiores, y abrirse a la relación con el dador de todo bien, a quien debe el alimento que le sustenta y la amistad y fraternidad que le rodea. El hombre experimenta la trasparencia de lo espiritual en la realidad sensible, y percibe que las cosas son más que lo que son, símbolos de otro nivel de realidad.

Tomar algo juntos no significa que tengamos hambre o sed. Es una manera de sentarse en torno a la comida o bebida, para charlar, para cerrar un trato, para hacer una pausa en el trabajo. Las comidas de trabajo son una monstruosidad antropológica. Aceptar o rechazar una copa, es rechazar una amistad. Cuando estamos enfadados con alguien, nos negamos a tomar una copa con él.

A lo largo de la historia esta dimensión social del alimento ha llegado a alcanzar un sentido místico. A través del alimento el hombre ha experimentado la comunión con la divinidad, ha tenido acceso a la intimidad con los seres superiores, más estrecha que la del diálogo de la oración.

El hombre ansía encontrar un pan de inmortalidad. Que no haya que volver a comer. Parecido es el sentido del ayuno, como vía de purificación, pero Jesús escogió el banquete. La liturgia actual al colocar el pan y el vino en la mesa los reconoce como frutos de la tierra y del trabajo de los hombres, naturaleza humanizada, un resumen cósmico-cultural de gran expresividad simbólica. Significan a la vez lo que nosotros hacemos con nuestro esfuerzo y trabajo solidario, y lo que nos es dado, lo que el mundo y nosotros mismos somos como don misterioso, regalo originario que ha surgido generosamente de las manos de Dios creador.

El pan y el vino se prestan a una nueva red de significaciones. El pan representa el alimento cotidiano, el vino la propina, la fiesta. Lo cotidiano y lo festivo se juntan en la mesa, y son asumidos en la eucaristía cristiana.

Esta actitud hacia los alimentos lleva en todas las religiones a bendecir la mesa y a dar gracias. Estos ritos domésticos de la mesa están en la raíz de la plegaria eucarística cristiana. Las comidas inclusivas de Jesús expresan  el sustrato antropológico del banquete, como manifestación del Reino ya presente, y prefiguran la culminación de ese Reino en el ésjaton.

Para este tema del significado antropológico de la comida, puede el lector encontrar sugerencias muy válidas en el libro de R. Aguirre, La mesa compartida. Estudos del Nuevo Testamento desde las ciencias sociales, Sal Terrae, Santander 1994. Algunos de los conceptos expresados en esta sección sobre el banquete los he tomado de una síntesis de Bachillerato de Sadi Omar Vila, antiguo alumno mío en Belén. Otros libros sugerentes sobre el significado antropológico de las comidas de Jesús son el de J. Neyrey, The Passion according to Luke; a Redaction Study of Luke’s Soteriology, Nueva York 1985, especialmente el capítulo “Meals, Table Fellowship and Etiquette”. Se puede ver también el estudio del propio Neyrey “Ceremonies in Luke-Acts. The case of meals and Table Fellowship”, en J.H. Neyrey (ed.), The Social World of Luke-Acts, Hendrickson, Peabody MA 1991.

 

Notas al tema III

[i] J. Lebo, Pour vivre la liturgie, Cerf, Paris 1986, p. 14

[ii] D. Borobio, “El modelo simbólico de sacramentología”, Phase 138 [1983], 477.

[iii] Maldonado, L., El sentido litúrgico. Nuevos paradigmas, Madrid 1999, 121-135.

[iv] D.C. Smolarski, Los sacramentos, dossiers CPL 78, Barcelona 1998, p. 49.

[v] Los entrecomillados en esta sección están tomados de L. Maldonado, El sentido litúrgico. Nuevos paradigmas, Madrid 1999.

[vi] De cath. rud. 26,50.

[vii] Epístola 55,11.21 PL 33, 124.

[viii] Citado por J.M. Bernal, Celebrar, un reto apasionante p.278.

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