17.- Conciencia de Jesús

 


a) ¿Previó Jesús su muerte violenta?
 

b) Jesús y el Hijo del hombre


c) La conciencia mesiánica de Jesús


d) El rol de Jesús en el reino


e) La intervención divina


Notas

 

Uno de los asuntos más debatidos por los exegetas es el nivelo de conciencia que tuvo Jesús sobre el resultado de su misión y sobre el puesto que su persona desempeñaba dentro del reino que él anunciaba.

Paralelamente estudiaremos en este capítulo hasta qué punto Jesús preveía el éxito de su misión y el modo concreto de realizarse la llegada del reino y alternativamente qué conciencia tuvo Jesús de que iba a morir violentamente y de que su muerte no iba a ser obstáculo para la realización de su anuncio.

 

a) ¿Previó y predijo Jesús su muerte violenta?

Empezaremos contestando esta segunda pregunta que nos parece menos espinosa. Los cuatro evangelios son unánimes en decir que Jesús previó y predijo su muerte violenta.[1] Los participantes del Jesus Seminar han sido tajantes en negar tanto la previsión como la predicción.

Brown juzga que, sin necesidad de recurrir a un conocimiento sobrenatural, es más plausible pensar que Jesús previó la posibilidad de su muerte y expresó abiertamente esta previsión, aunque admitimos que en los textos de las predicciones sinópticas y juánicas hay muchos elementos redaccionales.

El hecho de que Jesús previera y predijera su muerte violenta aparece en todas las fuentes y en todos los géneros literarios. Brown en la obra citada trae una tabla sinóptica de todas estas predicciones, distinguiendo aquellas que son más directas y explícitas de aquellas que son meramente alusivas y genéricas.

Sanders también opina que en el momento de la última cena, Jesús era ya consciente de que iba a morir, y sin embargo no perdió la esperanza de que, aun así, iba a llegar el reino esperado, y que Jesús bebería en él del fruto de la vid junto con sus seguidores.[2]

Más difícil es saber cuándo empezó Jesús a prever la eventualidad de su muerte. Es más verosímil pensar que al principio de su ministerio Jesús albergaba la esperanza de que iba a tener éxito en su ministerio, y que Israel iba a responder a su llamada preparándose para acoger el reinado de Dios que estaba viniendo.

Pero en algún momento de su ministerio, ante la experiencia de rechazo generalizado y de hostilidad creciente, Jesús comenzó a considerar la posibilidad de que su vida terminase violentamente. Tomó entonces una decisión muy deliberada, la de marchar a Jerusalén y desafiar la institución político-religiosa (Lc 9,51). Al emprender este camino, Jesús conocía los precedentes de tantos profetas que habían muerto asesinados en Jerusalén (Lc 13,34). Tenía que saber también la manera como se las gastaban los romanos con cualquiera que atrajese grandes multitudes y hablase de un reino que no fuese el de César. Conocía todos los precedentes de líderes de movimientos ejecutados por Roma. Tenía bien cercano el final trágico del Bautista.

Sabía de alguna manera que su ministerio había fracasado, y su particular oferta de paz había sido rechazada por su pueblo. Esa oferta de paz era diversa de la oferta que hacían otros grupos; diversa de la causa zelote, que propugnaba la violencia contra los romanos, y diversa de la oferta farisea que consistía en una pureza sectaria y discriminadora. Jesús quiso convertir a los suyos a una noción del reino de Dios que no enfrenta a unos contra otros, romanos y judíos, pecadores y justos; que no busca la expulsión o conversión forzada de los gentiles, ni tampoco el aislacionismo en un ghetto de puros separados de la sociedad. Su visión del Israel renovado la concibe como la semilla de un mundo reconciliado, que ha superado las divisiones. Ante su fracaso, a Jesús, el profeta rechazado, no le quedaba sino llorar. “Si hubieras conocido lo que conduce a tu paz” (Lc 19,41) e invitar a llorar: “No lloréis por mí, sino por vosotras y por vuestros hijos (Lc 24,28). Si el leño verde –inocente- se quema, ¿cómo no arderá el seco –el culpable? (Lc 24,31)

Según el cuarto evangelio, al tomar conciencia del fracaso de su ministerio y de la hostilidad declarada de las autoridades, Jesús dos veces se retiró al desierto y pasó a la clandestinidad. La primera vez cuando “querían prenderle de nuevo y se les escapó de las manos y se marchó al otro lado del Jordán” (10,39-40); la segunda retirada, cuando se decidió ejecutarlo en una reunión oficial del sanedrín: “Jesús ya no andaba en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y allí residía con sus discípulos” (11,54). El desierto y la Transjordania son lugares tradicionales para fugitivos durante toda la historia bíblica. El propio David tuvo que refugiarse en el desierto, primero huyendo de Saúl (1 Sm 22,1). Más tarde se refugió en la Transjordania huyendo de su hijo Absalón (2 Sm 17,22).

La tentación de huir al desierto estaba siempre presente. Hasta en Getsemaní mismo, Jesús podría haber escalado el monte de los Olivos y en un instante poner tierra por medio, desapareciendo una vez más en el desierto. Pero ya se había escondido en el desierto otras veces, y no tenía sentido continuar huyendo. Jesús decide afrontar las consecuencias de las opciones que había tomado en su misión.

Moule expresa muy bien esta actitud de Jesús:

Los testimonios que poseemos indican que Jesús... no buscó la muerte; no subió a Jerusalén con la finalidad de morir; pero buscó con una dedicación inflexible un curso de vida que inevitablemente lo condujo a la muerte, de la cual no intentó huir.[3]

Jesús decide salir de la clandestinidad y meterse públicamente en la guarida del enemigo, allí donde las estructuras políticas, sociales y religiosas tenían mayor poder. Forzó la mano al entrar de una manera tan pública en la ciudad, a sabiendas que de esa manera se estaba atrayendo sobre sí la muerte. Realizó su violenta acción profética en el templo y volcó las mesas de los mercaderes a sabiendas de que así suscitaría la alarma de las autoridades judías ¿Pensaba Jesús que Dios iba a intervenir en ese momento para salvarle, y que esa crisis sería el desencadenante de la intervención escatológica de Dios implantando su reino? Sanders no descarta que hasta el último momento Jesús estuviera abierto a la posibilidad de una intervención divina que hubiese podido establecer el reino antes de su muerte. Pero de una u otra forma estaba seguro, que aun en el caso de morir, su muerte iba a ser un servicio a la llegada de ese reino y creía firmemente que Dios vindicaría su causa después de su muerte.[4]

Jesús murió no como resultado de sus doctrinas acerca de la Ley o del templo, sino como consecuencia de la autoproclamación de su rol especialísimo en el reino que anunciaba, ya fuera explícita o implícitamente.

Es muy difícil aceptar un Jesús despreocupado de su propia identidad, un Jesús a quien no le hubiese interesado profundizar en la relación que había entre su persona y el reino que anunciaba. Semejante despreocupación sería inverosímil en cualquier persona, tanto más en alguien como Jesús, que se nos muestra tan profundamente inquisitivo en todos los temas que aborda.

 

 b) Jesús y el “hijo del hombre” escatológico de Dn 7,13

Pasemos ahora a estudiar la segunda pregunta sobre qué tipo de conciencia tenía Jesús de su misión. Estudiaremos primero brevemente el título de Hijo del hombre en labios de Jesús, y después el título de Mesías.

Muchos de los textos evangélicos relacionan la llegada futura del reino con la venida de “alguien” que consumará la historia. La venida del reino es paralela a la venida de un “como hijo del hombre” relacionado con la profecía de Daniel 7,13.

Es cierto que “hijo de hombre” puede ser en arameo simplemente una manera modesta de hablar un hombre de sí mismo, equivalente a la expresión española “un servidor”. Pero curiosamente en el evangelio Jesús es el único que utiliza esta expresión hablando de sí mismo. Uno habría esperado que otros personajes también la usaran al hablar de sí mismos, y sin embargo en el uso de los evangelistas este título está puesto exclusivamente en labios de Jesús.

Tampoco es usado este título en el Nuevo Testamento para referirse a Jesús resucitado (salvo Hch 7,56), lo cual muestra que no es título que haya jugado ningún papel importante en la teología de la primera comunidad. No es ella quien lo pone en labios de Jesús, porque en ese caso lo habría elaborado teológicamente, lo mismo que ha hecho con otros títulos. El uso de este título solo puede proceder de un recuerdo histórico que ya en la primera comunidad cristiana resultaba un tanto anacrónico, y cuyas posibilidades teológicas no fueron especialmente desarrolladas. La comunidad primera desarrolló claramente otros títulos que vehicularon mejor su teología sobre la persona de Jesús: Mesías, Señor, Hijo de Dios… El título de “Hijo del hombre” parece ser más bien una reliquia anacrónica que refleja el modo que tenía Jesús de hablar de sí mismo. Todo confluye para indicar que era el modo preferido de Jesús para autodesignarse.

Ahora bien, este título aparece en los textos evangélicos sobre todo con las afirmaciones de la consumación del reino, conectando con Dn 7,13ss. En estos textos Jesús predice que al fin de los tiempos vendrá en majestad una figura cuyo nombre y características coinciden con los del personaje de la profecía de Daniel.  Se ha discutido mucho sobre si esta figura tomada del libro de Daniel formaba parte del imaginario colectivo judío apocalíptico. Hay al menos dos textos claros que muestran que esta imagen de Daniel tuvo continuidad en la literatura apocalíptica. “Se sentó sobre su trono de gloria  y fue dada la primacía del juicio al Hijo del Hombre […] Todo mal se irá y desaparecerá ante él…”[5]

La primera comunidad vio en Jesús al “hijo del hombre” cuya parusía aguardaba. La pregunta clave es si esta identificación procede de Jesús mismo. Cuando Jesús aludía a la venida del “Hijo del hombre” al final de los tiempos ¿pensaba en alguien distinto de sí mismo? Bultmann y otros muchos autores responden diciendo que Jesús nunca se identificó con ese personaje, sino que anunció la llegada de otro diferente de sí mismo. Pero, con otros muchos autores, nos parece que es inverosímil pensar en la referencia a alguien diferente de Jesús, una vez que hemos establecido que era el modo habitual que tenía Jesús de hablar de sí mismo en la acepción coloquial del término “Hijo del hombre”.

El Bautista anunciaba claramente a alguien que vendría después de él. Si Jesús se hubiese referido a alguien distinto de sí mismo, estaría nuevamente procrastinando la llegada del reino. Más bien en su predicación Jesús “actúa  con la firme persuasión de que el reino de Dios está indisolublemente unido a su persona, en la que no se registra ningún síntoma de una presunta conciencia de precursor”[6]. El precursor anunciaba la llegada de “aquel que había de venir”, no la llegada de un segundo precursor.

En el logion de Mc 8,38 “Quien se avergüence de mí… también el Hijo del hombre se avergonzará de él” puede quedar en duda la identidad entre ambas figuras. La estructura del “secreto mesiánico” es quizás la causante de que el logion en Marcos conserve una cierta ambigüedad. Pero si tenemos en cuenta que la sentencia en el juicio final va a depender de la actitud que se haya tomado con respecto a Jesús en el presente, “la única explicación razonable del logion es la que supone una real identidad entre éste y el Hijo del hombre”.[7] Así de hecho lo ha interpretado Mateo en su versión del dicho marcano: “Quien se declare por mí… yo también me declararé por él” (Mt 10,33).

 

c) La posible conciencia mesiánica de Jesús

En cuanto al título de Mesías, todo el Nuevo Testamento es unánime en proclamarle el Mesías, el rey ungido de ascendencia davídica. Si Jesús se hubiese proclamado a sí mismo Mesías de una forma explícita, tendríamos aquí una buena razón para explicar el hecho de su ejecución por parte de los romanos. Un sedicente Rey de los judíos no podía por menos que ser condenado a muerte por Roma. Pero podemos optar por una segunda posibilidad. Supongamos que Jesús no se proclamó a sí mismo abiertamente como Mesías, ni tuvo conciencia de esta identidad, pero la gente lo creyó y lo proclamó así. Eso habría sido también razón suficiente para su condena a manos de los romanos, y para su rechazo por parte del establishment judío.

El tema de la conciencia mesiánica de Jesús es uno de los temas que ha hecho correr más tinta en los estudios bíblicos. Un hecho incontrovertible es que, según el evangelio más antiguo, el de Marcos, Jesús no se dedicó a enseñar sistemáticamente en público sobre su identidad mesiánica, sino que más bien imponía silencio a cuantos la intuían

Este hecho que, desde Wrede, se ha venido llamando el “secreto mesiánico”, se ha interpretado como una táctica redaccional de Marcos y/o la comunidad primitiva para explicar la falta de una tradición histórica de la comunidad sobre este tema, y lo incómodo que resultaba este hecho a la vista de la proclamación mesiánica que hizo más tarde la comunidad abiertamente.[8]

En cambio, la teología tradicional ha mantenido siempre otra interpretación de este secreto mesiánico, según la cual Jesús tuvo conciencia de su identidad mesiánica, pero no la quiso revelar clara y explícitamente por miedo a no ser bien comprendido. Según la teología tradicional, el secreto mesiánico no es un recurso redaccional de Marcos, sino un recurso pastoral y catequético del propio Jesús.

La pregunta de si Jesús se arrogó expresamente en vida el título de Mesías no es la única pregunta legítima. Cabe preguntarse también: ¿Hubo entre sus discípulos o entre determinados sectores de la población la creencia de que Jesús era el Mesías? ¿Fue utilizado el título de Mesías por sus seguidores para vehicular el misterio de su identidad?

 Desroche en el Diccionario de mesianismos establece una tipología de los mesianismos y distingue cuidadosamente entre el Mesías pretendiente y el Mesías pretendido.[9] Este último no se arroga el título de Mesías. Son sus seguidores o los discípulos posteriores los que se lo atribuyen, aunque normalmente esta atribución subsiguiente se confiere a una personaje presente históricamente, que todavía no tenía una conciencia mesiánica aunque sí fuera consciente de tener una cierta misión divina. En estos casos “la conciencia colectiva precede así y cataliza la pretensión de la conciencia individual del mesianismo.[10]  El individuo es primero Mesías pretendido antes de ser Mesías pretendiente”. Al final la pretensión mesiánica puede llegar a ser compartida, si el personaje se apropia esta atribución colectiva.[11]

Pero conociendo el medio judío de su época, el número de pretendientes mesiánicos que aparecieron en el siglo I, y las expectativas mesiánicas generalizadas, no podemos por menos que sospechar que muchas de las pretensiones de Jesús no pudieron por menos que ser vehiculadas por sus oyentes dentro de la categoría de Mesías, que era una categoría ambigua, pero asequible.

Precisamente Jesús mantuvo una cierta ambigüedad sobre su identidad mesiánica, para evitar las incomprensiones del pueblo. No quería ser encasillado en preconcepciones inexactas sobre la figura del Mesías, toda vez que dichas preconcepciones no coincidían con el contenido que Jesús mismo daba a su identidad y a su misión. Pero cada vez son más los autores que llegan a la conclusión de que Jesús se presentó de tal modo que pudo despertar razonablemente expectativas mesiánicas por parte de sus oyentes. [12]

Quizás Jesús no juzgó que “Mesías” era el título más adecuado para identificarle, y evitó utilizarlo; pero más tarde los discípulos decidieron que sí era un buen título para vehicular la comprensión de Jesús a la que ellos habían llegado a partir de la luz pascual, y entonces comenzaron a usarlo.

Para juzgar si Jesús consideró que este concepto de “Mesías” no era un buen vehículo para explicar su misión, habría que estudiar previamente cuál era el concepto que se tenía del futuro Mesías en el judaísmo.[13] Vermes distingue entre las expectativas comunes en el judaísmo acerca del Mesías, y las especulaciones más o menos esotéricas de grupos sectarios.[14] Dada la ambigüedad que reviste todo este tema, no es extraño que Jesús no quisiera definirse a sí mismo con un concepto tan etéreo. Pero si nos atenemos al rasgo más universal de la expectativa mesiánica, que, según Vermes, es la filiación davídica, hay textos que afirman que Jesús era hijo de David, y como tal fue aclamado por la gente. Aquí de nuevo se impone el criterio del testimonio múltiple presente en Marcos (10,47-48), en el material propio de los evangelios de la infancia de Lucas (1,27) y Mateo (1,16), en Hechos (13,23), en el testimonio de las cartas paulinas (Rm 1,3-4) y deuteropaulinas (2 Tm 2,8). La carta a los Hebreos enfatiza el hecho de que Jesús, sumo sacerdote, no era descendiente de Leví, sino de Judá. Pocos datos sobre el Jesús histórico gozan de un testimonio múltiple tan numeroso.

Si realmente Jesús era de ascendencia davídica, es totalmente inverosímil que este hecho no fuese relacionado, tanto por él como por otros, con el ministerio de Jesús. El testimonio más antiguo sobre el davidismo de Jesús es el de Pablo, que ya en los años 50 daba por supuesto que era suficientemente conocido en la comunidad romana (Rm 1,3-4). El hecho de que Pablo no haya querido explotar este dato teológicamente, indica que se refiere a él de un modo no apologético, sino simplemente fáctico.[15]

Juan termina su relato de la multiplicación de los panes narrando el intento popular de proclamar rey a Jesús. Según Dodd, dadas las circunstancias de los cristianos en el imperio romano a finales del siglo I, lo normal hubiese sido ocultar que Jesús había formado parte de un movimiento revolucionario considerado hostil por Roma. El ambiente no era propicio para inventar o exagerar este tipo de alusiones.[16] El criterio de dificultad favorece la autenticidad del conflicto político con Roma.

Bien puede conservar aquí el cuarto evangelio el recuerdo histórico de una ocasión en que la multitud quiso forzar a Jesús a adoptar un rol que él no quería asumir (Jn 6,15). Ya vimos anteriormente el gran parecido de esta escena de la multiplicación de los panes con la realidad de otros movimientos contemporáneos reprimidos por Roma. Como señala Witherington, este suceso supone el clímax del ministerio galileo tanto en Marcos como en Juan; la multitud pudo haberse decepcionado de que Jesús no aceptase el rol político que querían hacerle jugar.[17]

Sin embargo bien pudo haber Jesús pretendido mediante este signo expresar que el reinado de Dios estaba ya irrumpiendo, y que él era el profeta escatológico anunciado. Simplemente no aceptó las connotaciones políticas y nacionalistas que la multitud y muchos de sus discípulos querían darle, y por eso se retiró al monte.

De una importancia capital de cara a estudiar la pretensión mesiánica de Jesús es el estudio de su entrada triunfal. Catchpole ve en esta escena un puro género literario y niega su historicidad.[18] El argumento preferido de los que rechazan la historicidad de la escena es que, de haberse dado tal manifestación, los romanos sin duda habrían intervenido inmediatamente. Gundry señala muchas posibles respuestas a esta dificultad, todas ellas verosímiles.[19] Basta con pensar, como ya dijimos, que la manifestación no fuera tan espectacular como los evangelistas, utilizando un género literario épico, la han narrado.

Taylor, en cambio, da un gran valor histórico a este pasaje de la vida de Jesús y lo asigna a la tradición petrina.[20] Es evidente que el desarrollo de la tradición en los evangelios posteriores ha ido magnificando la aclamación que el pueblo dirige a Jesús como rey davídico. Pero en Marcos la aclamación no va todavía dirigida a Jesús, como rey, sino al “reino de nuestro padre David que viene”.[21] Esta aclamación, tal como aparece en Marcos, difícilmente puede ser una composición cristiana posterior.[22] Además Marcos es también el único evangelista que no cita expresamente Za 9,9, con lo que no cabe hablar de historización de la profecía.

Sin embargo, aunque Marcos no haya aplicado el título davídico real a Jesús en este pasaje, no cabe duda de que tanto la multitud como Jesús mismo – y más tarde Marcos-, no pudieron por menos que relacionar de algún modo las dos bendiciones al “que viene en nombre del Señor”, y al “reino de nuestro padre David que viene”, sobre todo si es cierto que Jesús era de descendencia davídica. No olvidemos tampoco que poco antes el ciego de Jericó ha aclamado expresamente a Jesús como “Hijo de David” (Mc 10,47-48) con lo que, como ya dijimos, Marcos se muestra buen conocedor de esta tradición.

En cualquier caso, Jesús tenía que ser consciente de que el sólo hecho de haber entrado en Jerusalén a lomos de un asno, rodeado de los peregrinos, tenía forzosamente que ser interpretado de modo mesiánico y hacer recordar a todos el texto de Za 9,9[23]. Hasta hoy el judaísmo sigue esperando que el Mesías llegará a Jerusalén desde el monte de los Olivos montado en un asno. Se trata de un signo profético muy en línea con el signo del templo y el signo de la última cena.

 

d) El rol de Jesús en la instauración del reino

Quizás todo este tema sobre la conciencia mesiánica de Jesús está mal planteado. Lo importante es preguntarse qué rol se atribuía Jesús a sí mismo en la instauración del inminente reinado que proclamaba. ¿Era Jesús simplemente un heraldo del reino, al modo como el Bautista había sido un simple heraldo del próximo juicio de Dios? ¿Era Jesús sólo un mensajero, o era también parte de su propio mensaje? ¿Demandaba Jesús fe en el reino que predicaba, o demandaba también fe en él mismo como introductor del reino, como núcleo de cristalización del reino? Como señala un judío moderno, en el discurso de Jesús, el predicador parece identificarse tan totalmente con su buena nueva (besorah en hebreo), que ésta se ha convertido en carne (basar en hebreo).[24]

A partir del papel que le cupo cumplir a David en la instauración del primer reino, las tradiciones bíblicas persistentemente relacionan reinado y rey. ¿No cabe presumir a priori, que en la restauración del reino predicada por Jesús la gente esperase también la aparición de una persona que cumpliese una función paralela a la que David había cumplido antiguamente en la instauración del primer reino paradigmático? ¿Cabe hablar en Israel de un reino de Dios sin la mediación de un rey humano? Toda la tradición bíblica masivamente ha relacionado el antiguo reino con la figura de David, y relaciona el futuro reino con la figura de un descendiente de David. ¿Pudo Jesús no ser consciente de esta asociación, especialmente si él mismo pertenecía a la dinastía de David?

Prometió a sus discípulos que se sentarían sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus. Dos de sus discípulos le pidieron permiso para sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda en el reino venidero (Mc 10,37). Es evidente que ellos entendieron que Jesús sería el soberano en el reino, igual que era su “rey” en ese momento.[25]

Más que en el análisis de unos logia sueltos, que han podido ser modificados en el proceso de redacción de los evangelios, tendríamos que apoyarnos en el talante de Jesús, en el tipo de autoridad que se arrogaba, en lo absoluto del seguimiento que demandaba de los suyos, en las exigencias que proponía, en la relación especialísima que se atribuía con respecto a Dios, en la vinculación que establecía entre sus palabras y sus exorcismos y curaciones.

Nos apoyamos, por tanto, no en unos logia sueltos, sino en las expectativas suscitadas por Jesús, en el fervor que suscitó en sus seguidores, y en el miedo y rechazo que suscitó en sus enemigos. Nos apoyarnos en el modo como los poderes políticos se deshicieron de él solo, sin desbandar ni diezmar a sus seguidores, mostrando así que era él quien verdaderamente les preocupaba. Sin duda creían que tras haberlo eliminado a él, todo el movimiento se desbarataría como un castillo de naipes. No; ciertamente los adversarios no juzgaban a Jesús como un simple heraldo del reinado que predicaba, sino como el núcleo de cristalización de un nuevo orden subversivo. Si el título sobre la cruz es histórico, la pretensión de realeza tuvo mucho que ver con la condena de Jesús.[26]

Sanders cree que el estatus de Jesús como rey o virrey es una deducción que él llama “fuerte”[27] a partir del hecho de que Jesús dio a sus discípulos un rol en el futuro reino. Ahora bien, si un maestro es más que sus discípulos, ¿cómo no habría de tener el maestro un rol más importante en el reino restaurado? Sanders llega incluso a establecer como una deducción firme que Jesús se pensó a sí mismo como rey,[28] aunque no sea claro con qué tipo de títulos pudo haber explicitado esta conciencia de su identidad. Añade Sanders:

 

Sabemos que, directa o indirectamente, Jesús dio orden a sus seguidores de que pensasen en él como alguien elegido por Dios para una tarea especial, de hecho para la tarea más especial. No se le puede dar ningún título, pero los títulos ciertamente son menos importantes que las realidades sustanciales a las que se refieren.[29]

 Últimamente en Jesús resulta mucho más interesante su persona que su mensaje. Si es verdad que el medio es el mensaje, el verdadero mensaje de Jesús sólo se desprende del modo como vivió su vida, del modo como se presentó a los suyos, del papel que se atribuyo a sí mismo en los acontecimientos que anunciaba, de la autoridad con la que reclamaba una adhesión personal no tanto a sus ideas como a su persona.

Si además aceptamos que Jesús se vio a sí mismo como introductor de una era mesiánica, encontramos la solución a alguna de las aporías con las que nos hemos ido encontrando a lo largo de nuestro trabajo y que no éramos entonces capaces de solucionar. Desde la conciencia de la inauguración de una era mesiánica, se aclara la ambigüedad de Jesús con respecto a la Ley.

Efectivamente si aceptamos que el judaísmo esperaba para los tiempos mesiánicos una nueva interpretación de la Ley[30], se nos aclara la aporía entre la fidelidad de Jesús a la Ley y su superación.

Se nos aclara también el apoyo bíblico que tuvo la comunidad naciente en su dilema sobre si abrirse o no a la evangelización de los gentiles. Ya los profetas habían anunciado que en la era mesiánica los gentiles entrarían a formar parte del pueblo de Dios.

Supuesto que para la era mesiánica se esperaba un nuevo templo que no sería obra de los hombres, se nos aclara también la ambigüedad que muestran tanto Jesús como la primera comunidad cristiana en relación al templo.[31]

En cambio, en la visión típica del Jesus Seminar, Jesús aparece como alguien al margen de las grandes instituciones judías de su época. Es un sabio fundador de una comunidad igualitaria, un reformador social, un filósofo cínico, el predicador de una filosofía de la vida alternativa y exasperante. No es extraño que para los pensadores de éste seminario el enraizamiento de Jesús en el judaísmo sea una realidad incómoda.

También les resulta incómodo a estos pensadores todo lo relacionado con la muerte de Jesús. Necesitan forzosamente minimizar la relevancia de la pasión y muerte de Jesús, y de toda su última semana de vida. Para ello recurren a deshistorizarla, diciendo que se trata de relatos inventados a partir de profecías. Pero en realidad sucedió al revés, fueron esos hechos dramáticos los que llevaron a los discípulos a escanear las Escrituras en busca de textos paralelos relevantes.[32]

El conflicto que provoca Jesús y el que le lleva a la muerte, no es la predicación de una sabiduría universalmente valedera y perenne, sino que tiene que ver con su anuncio de una intervención divina que entra en conflicto con los mayores símbolos y valores específicos del judaísmo: la Ley, el templo, la tierra, la nación[33]. Sólo desde el panorama judío de su época puede Jesús ser comprendido cabalmente.

Señala Ben Witherington en su recensión de una obra de N. T. Wright:[34]

Un Jesús separado de los relatos de la pasión es en gran parte un Jesús “passionless and perhaps pointless”. Un Jesús de innumerables frases cortas, de dichos ingeniosos o de modestas reformas sociales, no se hubiese probablemente metido a purificar el templo, o a dejarse crucificar en una de las fiestas judías más importantes; ciertamente no es verosímil que hubiese generado la variedad de teologías que aparecen en el Nuevo Testamento. Los desconcertantes puntos de vista de Jesús sobre la Ley, el templo, la tierra, la gente y el reino no resultan evidentes al margen de la pasión.[35]

 

         e) La intervención divina

Jesús esperaba una intervención prodigiosa de Dios en la historia, que abriría un eón nuevo. Con su predicación trataba de preparar al pueblo para ese momento. En sus palabras no es clara la naturaleza de esta intervención divina, pero en cualquier caso no podía tratarse de una intervención militar como la del rollo de la guerra de los qumranitas, o como la que esperaban los revolucionarios.

Un tema delicado, pero capital, es el de la relación que existía entre el ministerio de Jesús y la intervención divina esperada. Ya hemos estudiado en el capítulo anterior la tensión existente entre presente y futuro. Pero nos queda por ver otro aspecto de esta relación. Si la intervención divina estaba ya ocurriendo y tenía que llegar a su plenitud inevitablemente, ¿qué sentido tenía el ministerio de Jesús? ¿Se trataba meramente de preparar al pueblo para acoger esta intervención cuando se produjese?  ¿Se trataba de ir creando las condiciones idóneas para que esa intervención pudiera consumarse?

Todos sabemos lo que acabó sucediendo. Jesús fue rechazado, el reinado que proponía no fue asumido por las autoridades, el mundo continúa viviendo sometido al pecado y a la muerte. El único hecho escatológico acontecido es la resurrección de Jesús que desde un eón nuevo, desde una nueva existencia resucitada, influye en el curso de la historia y en las vidas de las personas que acogen su reinado. Pero el mundo no ha cambiado sustancialmente y el influjo positivo de la Iglesia sobre la marcha de la historia conserva muchas ambigüedades, aunque pueda ostentar realizaciones admirables.

Algunos exegetas han visto en Jesús una dimensión de reforma social. Theissen y otros han sugerido que Jesús creó un tipo de comunidad fraterna contracultural, opuesta a las relaciones sociales dominantes en los poblados de Galilea, basadas en los vínculos de aldea, clan y familia. Esta comunidad propuesta se articularía en torno a la fraternidad sin distinción de sexos ni de funciones sociales.[36] Las reformas sociales promovidas por Jesús habrían sido el catalizador de la llegada del reino. Otros en cambio propugnan que no existe un único modelo social cristiano. Duquoc, por ejemplo, afirma: “Yo no estoy seguro de que haya que entender en el sentido de un modelo a la comunidad de discípulos que se creó en torno a Jesús; fue necesaria en el momento para poner en cuestión el carácter cuasi-natural, y por lo tanto, sagrado de las formas existentes, pero no sacralizó una nueva forma destinada a subvertir socialmente el mundo […] La idea de fraternidad, en su puesta en práctica , se vería atenuada en la medida misma en que se reveló incompatible con la lógica mayoritaria de una sociedad aún imbricada en las necesidades del mundo antiguo que todavía perduraba”.[37]

¿Qué hubiese sucedido si el pueblo judío y sus dirigentes hubiesen acogido a Jesús como enviado divino y hubiesen aceptado organizar Israel de acuerdo con el modelo propuesto por Jesús? De hecho Jesús preparó un grupo de doce discípulos como futuros dirigentes del Israel reconstituido. ¿Significa eso que el Israel reconstituido iba a ser una realidad terrena y no ultramundana? ¿Pensaba Jesús en una nueva teocracia?

¿Es posible en el eón presente un reino de Dios instaurado en medio de la sociedad humana? ¿Es imaginable en este mundo una sociedad que no esté estructurada por el pecado, la ambición, la competición, la marginación de los débiles, las guerras? ¿No comporta el reino de Dios un cambio de eón, es decir, un cambio cósmico que introduzca nuevas condiciones de existencia en las que no reine el pecado? ¿Es posible un mundo sin pecado en la humanidad actual? ¿No requeriría una humanidad nueva fuera del espacio y del tiempo presente?

Hay textos claros en el evangelio que afirman que la intervención divina que Jesús esperaba y preparaba daría lugar a un nuevo eón ultraterreno, con la integración de los patriarcas resucitados, fuera de las actuales dimensiones de espacio y tiempo, en circunstancias en las que cesaría la procreación y el matrimonio. En este caso, esas condiciones futuras del reinado de Dios ¿no hacen irrelevantes las reformas sociales, las estructuras eclesiásticas, la constitución de un grupo de Doce?

O ¿preveía Jesús tras su posible fracaso y muerte un tiempo intermedio antes de la llegada del eón nuevo, para el cual fuera necesario preparar una comunidad alternativa como semilla y levadura, cabeza de puente, ensayo de humanidad nueva que adelantase ya aquí en este eón las condiciones de vida del eón futuro?

En cualquier caso, Jesús tenía conciencia de que su ministerio iba a durar muy poco, y de ahí el sentido de urgencia tan grande que había en sus palabras. Bien sea porque fuera a llegar ya el eón nuevo con la intervención divina decisiva, bien sea porque estaba próxima la muerte de Jesús a manos de sus enemigos, el tiempo del ministerio se iba a terminar muy pronto y Jesús tenía urgencia de culminar su tarea al servicio del reino antes de que fuera demasiado tarde.

No podía morir sin antes haber explicado suficientemente su visión del reino de Dios, sin antes haber dejado un grupo de discípulos suficien-temente instruido y organizado, sin antes haber puesto en movimiento una dinámica que pudiese sobrevivirle.

Por eso no había tiempo siquiera para que un discípulo fuera a enterrar a su padre. No se podía perder el tiempo entonces con los gentiles porque la tarea urgente inmediata era preparar al pueblo de Israel para el momento decisivo. La hora de los gentiles vendría más tarde, una vez que Dios hubiera restaurado el nuevo Israel. A posteriori vemos cuán justificada estaba esta urgencia de Jesús. El tiempo a su disposición fue brevísimo. De no haberlo aprovechado bien, hubiese muerto antes de haber instruido plenamente a sus discípulos y antes de dejar plantada la semilla de la nueva comunidad escatológica.

¿Intervino Dios? La gran decepción de Schweitzer fue comprobar que Jesús se había equivocado, y que en realidad nada ocurrió de cuanto Jesús preveía y esperaba. Pero ¿es verdad que nada ocurrió? ¿Es verdad que el mundo sigue exactamente igual que antes de Jesús? Hemos llegado al punto en el que se entrecruzan la historia y la teología.

Para los discípulos de Jesús, la intervención decisiva de Dios fue la resurrección de Jesús, que es un hecho escatológico, es decir un hecho que no pertenece ya a nuestro eón, pero que influye decisivamente en la historia humana. En la humanidad recreada de Jesús ha visto la teología cristiana el comienzo de una nueva humanidad y de una nueva comunidad sin fronteras, de un Israel restaurado que se abre a acoger a los gentiles.

Lucas en su teología es el que más ha insistido en que la donación del Espíritu en Pentecostés es la instauración del reino escatológico mediante la constitución de la comunidad cristiana que vive ya una nueva estructuración social, y es por ello la célula germinal del mundo nuevo anunciado por Jesús. La salvación aportada por Jesús no es simplemente la salvación de “almas” individuales, sino la constitución de una comunidad alternativa, en la que los pobres son bienaventurados, los hambrientos son saciados, los pequeños son los más importantes; donde no hay ya clases sociales, ni señores y siervos. Esta comunidad está llamada a vivir en un mundo que continúa hundido en el reino del pecado, la injusticia, la violencia, la estructuración en clases, la marginación de los pobres, la corrupción de los poderosos, la competición. El proyecto sigue siendo muy hermoso, pero hay que reconocer que históricamente la Iglesia no se ha organizado a sí misma como comunidad alternativa, sino que ha reproducido miméticamente las mismas estructuras mundanas que estaba llamada a reemplazar.

Pero algo irreversible ha sucedido con la Pascua de Jesús. Su humanidad resucitada, a través del don del Espíritu que es poder de salvación, es ya un ámbito escatológico salvífico, situado no al final de la historia humana, sino en simultaneidad con ella, y capaz de influir sobre ella. Esto es lo más original de la escatología cristiana. El mundo nuevo, como realidad trascendente, no tiene lugar después del final de este mundo, sino coextensivamente con él. Pero por el mero hecho de coexistir con él se constituye en un factor decisivo que incide positivamente en su desarrollo.

Lo suelo explicar con una metáfora. Imaginemos un hombre sumergido en una ciénaga, que consigue sacar la cabeza fuera. El resto del cuerpo todavía chapotea en el barro, pero la cabeza está ya fuera, y puede respirar un aire puro y transmitir el oxígeno a los miembros todavía sumergidos. En ese sentido la resurrección de Jesús es un hecho escatológico. No pertenece a la historia, pero ejerce su influjo en la historia. Algo de nosotros, nuestra cabeza, ha resucitado y vive ya las condiciones de la vida definitiva, y desde esa nueva dimensión es capaz de influir salvíficamente en la historia de quienes aún estamos sumergidos. Sólo así comprendemos el valor soteriológico de la resurrección, valor que la concepción anselmiana ignoraba por centrarse sólo en la muerte expiatoria de Jesús.

A través del Espíritu del resucitado la soberanía de Dios, es decir, su poder de salvación, se ejerce de una manera nueva. La comunidad del resucitado, plenamente inserta en la historia con todas sus contradicciones, es ámbito privilegiado, aunque no exclusivo, donde se ejerce esta oferta de gracia y salvación.

Es posible “entrar en el reino” ya ahora, es decir, entrar en la esfera de influencia donde se ejerce el poder salvífico de Dios, perteneciendo a la comunidad escatológica del resucitado, aunque se viva todavía en un mundo sometido a las contradicciones de poderes maléficos hostiles a Dios.

Jesús creyó que su misma muerte no sería óbice para el adviento del reino, y efectivamente su muerte fue parte del proceso que conduciría a su resurrección, el gran acontecimiento escatológico y salvífico. La muerte de Jesús no sólo no supuso la frustración de la venida del reino, sino que fue el factor decisivo que precipitó su venida.

 

NOTAS al capítulo 17

 

[1] Una vez más podemos encontrar una buena exposición de este tema en R. E. Brown, op. cit., vol. 2, 1468-69, con bibliografía.

[2] E. P. Sanders, Gesù e il Giudaismo, p. 417.

[3] C.F. D. Moule, The Origin of Christology, Cambridge 1977, p. 109.

[4] Gesú e il Giudaismo, p. 427.

[5] I Enoc 69,26-29. Ver también una cita de 4 Esdras 13,1-11: “El viento trazó algo parecido a la figura de un Hijo de Hombre que salía del corazón del mar […] Vi oómo lanzaba de su boca un como río de fuego y de sus labios un aliento flamígero”.

[6] J. Ruiz de la Peña, La otra dimensión, 129.

[7] Ibid., 129.

[8] Para una crítica sintética y lúcida de Wrede, cf. B. Witherington, The Christology of Jesus, Fortress, Minneapolis 1990, 263-267.

[9] H. Desroche (ed.), Dieux d’hommes. Dictionnaire des Messianismes et Millénarismes de l’Ère chétienne, Paris.Den Haag 1969; Sociologie de l’espérance, Paris 1973.

[10] Sin ir muy lejos podemos constatar un fenómeno parecido en el pueblo judío y en nuestros días. Es el caso del famoso rabino carismático Menahem Mendel Scheneerson, el Lubavitzer, de la rama Habad, dentro del judaísmo hasídico. Sus seguidores le han atribuido el título de Mesías, y él mismo ha guardado una actitud ambigua al respecto. Nunca se proclamó Mesías explícitamente, pero no obstaculizó el que otros lo creyeran.[10] Muchos de sus seguidores creyeron que no moriría antes del advenimiento de la redención. A su muerte en 1994 son todavía muchos los que se resisten a creer que esté verdaderamente muerto y esperan que resucitará para introducir la nueva era. Las semejanzas, al menos aparentes, entre su historia y la de Jesús de Nazaret son realmente notables, si pensamos que se trata de dos judíos que vivieron a veinte siglos de distancia. En el caso de Jesús, sus seguidores acabaron abandonando su identidad judía, pero en el caso de los seguidores del rabino Schneersohn forman parte del núcleo más fundamentalista del judaísmo ultraortodoxo, cf. M. Friedman, "Messiah and Messianism in Habad Hassidic Sect", en David A. Joel (et al.), Gog and Magog Wars, Yediot Aharanot-Hemed, 2001, 174-229 (en hebreo);

[11] Ch. Grappe, “Jesús Messie prétendu ou Messie prétendant”, en D. Marguerat, E. Norelli y J. M. Poffet (eds.), Jésus de Nazareth. Nouvelles approches d’une énigme, Ginebra 1998, p. 274.

[12] Ver una lista de algunos de estos autores tales como Aune, Meyer, Hengel, Sanders, o Borres,  en J. H. Charlesworth, “The Dead Sea Scrolls and the Historical Jesus”, en Charlesworth, (ed.), Jesus and the Dead Sea Scrolls, Doubleday, Nueva York 1993, p. 51, nota 112.

[13] J. Neusner, W. S. Green y E, Frerichs (eds.), Judaisms and Their Messiahs at the Turn of the Christian Era, Cambridge 1987; J. M. Ábrego (ed.), El Mesianismo en la Biblia, Reseña Bíblica 50, Estella 2006.

[14] Cf. Jesús el judío, 139-166.

[15] Sobre este tema, cf. J. P. Meier, Un judío marginal, vol. 1, 230-233. Para Meier, aunque no es posible comprobar que Jesús fuera biológicamente descendiente de David, “ya antes de los acontecimientos pascuales algunos discípulos probablemente le creyeron “Hijo de David”.

[16] Cf. C. H. Dodd, Historical Tradition in the Fourth Gospel, Cambridge U. P., Cambridge 1963, p. 215. Hay una traducción española: La tradición histórica en el cuarto evangelio, Madrid 1978.

[17] Cf. op. cit., p. 100.

[18] Cf. Catchpole, D. R., “The ‘Triumphal’ Entry”, en E. Bammel y C.F. D. Moule (ed.), Jesus and the Politics of his Day, Cambridge U. P., Cambridge 1984, 319-324.

[19] Op. cit., p. 632.

[20] Cf. V. Taylor, Evangelio según San Marcos, Madrid 1979; ver también I. H. Marshall, Commentary on Luke, New International Greek Testament Commentary, Exeter 1978.

[21] En cambio Lucas habla del “rey” que viene (Lc 19,38), Juan habla del “rey de Israel” (Jn 12,13), y Mateo del “Hijo de David” (Mt 21,9).

[22] Cf. R. H. Gundry, Mark. A Commentary on His Apology for the Cross, Eerdmans, Grand Rapids MI 2000, 631-634.

[23] Cf. C. A. Evans, “Jesus and Zecchariah’s Messianic Hope”, en B. Chilton y C. A. Evans (ed.), Authenticating the Activities of Jesus, Brill, Leiden 1998, 373-388.

[24] S. Ben Chorin, Mon frère Jésus, Seuil, Paris 1983, p. 64.

[25] B. D. Ehrman, Jesús el profeta judío apocalíptico, Paidos, Barcelona 2001, p. 269-270.

[26] Sobre la historicidad del letrero sobre la cruz, cf. R. H. Gundry, op. cit., 958-959.

[27] Cf. Gesú e il Giudaismo, p. 414 y 212.

[28] Ibid., p. 417.

[29] Ibid., p. 418.

[30] Ibid., p. 212.

[31] Ibid., p. 216.

[32] A. Díez Macho ha mostrado que, según el género deráshico del Nuevo Testamento, los hechos y dichos del Señor van por delante de las citas del Antiguo Testamento, mientras que en Qumrán el texto escriturístico es norma del evento y no un comentario que se le añade, cf. “Derash y Nuevo Testamento”, Sefarad 35 (1975).

[33] B. F. Meyer sintetiza su estudio de la autoconciencia de Jesús en tres puntos: Jesus’ proclamation was thematically bound up with the fundamental thematic of Israel (covenant, people, law, judgement, restoration, king-temple-cult). The self-understanding of Jesus was that of a bearer of the supreme mission to Israel. The whole of his activity was designed to elicit an act of faith-recognition, cf. “Jesus’ Ministry and Self-Understanding”, en B. Chilton y C. A Evans, Studying the Historical Jesus. Evaluations of the State of Current Research, New Testament Tools 19, Brill, Leiden 1994, 351-352.

[34] N. T. Wright, Jesus and the Victory of God, Fortress, Minneapolis 1996.

[35] B. Witherington, “The Wright Quest for the Historical Jesus”, The Christian Century, November 19-26, 1997, 1075-1078.

[36] Cf. G. Theissen, Theissen, G., Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Sígueme, Salamanca 1995; El movimiento de Jesús. Historia social de una revolución de los valores, Sígueme, Salamanca 2005; F., Vouga, Los primeros pasos de cristianismo. Escritos, protagonistas, debates, Verbo Divino, Estella 2001.

[37] Cf. Ch. Duquoc, El único Cristo, Sal Terrae, Santander 2005, p.151.