7. REBELIÓN PROTESTANTE
1517 - 1648


- Lutero
- Calvino
- Inglaterra
- Los reformadores católicos
- Trento
- Paulo IV
- La Contrarreforma
- La amenaza de los príncipes católicos
- La guerra de los Treinta Años


Lutero.

La Iglesia católica de los primeros años del siglo xvi, un centenar de años después de terminado el cisma, estaba, pues, lastimosamente enferma, así en la cabeza como en los miembros. Ni siquiera el médico más eminente hubiese sabido por dónde empezar la cura. Y entonces surgió lo que la vida europea de los dos últimos siglos habían echado en falta: un personaje genial. Fue éste Martín Lutero, religioso agustino, profesor de teología en la universidad de Wittenherg, cuyo genio destructivo consumó el más vasto repudio de la doctrina tradicional y de la práctica religiosa que presenciara el mundo desde los tiempos de Arrio o de Marción.

Lutero resumía en su persona cuanto de bueno y de malo, cuanto había de más típicamente germánico, como ninguno otro de su raza lo había logrado hasta entonces ni lo lograría en lo sucesivo. Él era Alemania. Tierno de corazón y brutal, sensible, embotado, contradictorio, abstruso, audaz y dogmático, arrogante, no demasiado informado en ninguna de las materias de las que se ocupó, excepto en la cuestión siempre tan importante de la naturaleza humana, de sus aspiraciones y, especialmente, de sus debilidades, y el hecho en aquel entonces importante de los incontables escándalos en la vida eclesiástica, sólo tuvo que alzar su potente voz: "Yo, el Dr. Martín Lutero", coreada por el catolicismo germánico con un clamor aprobatorio que conmovió a la Iglesia hasta sus cimientos.

Lo mismo que otros muchos de su tiempo, Lutero era un monje que nunca hubiera debido serlo, y que bajo la superficie de su ajetreada vida monástica ocultaba insondables profundidades de ansiedad, fruto de la continua lucha por observar sus votos y de la dificultad en mantenerse fiel a ellos y amigo de Dios. Su vida religiosa era subjetiva, como la de toda su época, y de buena parte de la humanidad a partir de entonces. Su conocimiento de la teología era superficial en extremo. Sus únicos mentores eran los escolásticos de la decadencia, siendo nominalista su tendencia y estando, de hecho, convencido de la imposibilidad de cualquier síntesis de razón y fe. Abandonando esas fuentes infecundas Lutero acude a la Sagrada Escritura y a San Agustín, y paulatinamente elabora un sistema al margen de sus dificultades. Los pecados del hombre, así se lo aseguraba su alumbrado descubrimiento, no son culpa del hombre. Éstos no deben constituir, no constituyen, una barrera entre Dios y su propia alma, y se deben a una corrupción universal y esencial de su naturaleza, que es la consecuencia del pecado de Adán. No sólo no puede el hombre evitar el pecado: ni siquiera puede obrar bien aunque lo desee. Sus acciones tienen que ser pecaminosas, aunque él no tiene la culpa de que lo sean. De las penas que en justicia le corresponden por ese cúmulo de maldades, el hombre es redimido por la gracia de Dios; y la condición para obtener la gracia de Dios es la fe, es decir, el hombre habrá de creer que Dios quiere salvarle y habrá de poner su confianza en ello. Tal es la teoría revolucionaria llamada técnicamente justificación por la fe sola. Si esto es verdad, entonces toda la estructura tradicional del cristianismo es una mera ficción, vacía e inútil: la misa, los sacramentos, las renunciaciones del sacerdocio, la jerarquía docente, el papado, las prácticas de penitencia, el ascetismo, los propósitos de dominarse a sí mismo, la propia oración. Nada: todas esas cosas son un estorbo, una enorme farsa, un tremendo sistema de embustes, y, por lo tanto, hay que barrerlas y destruirlas por completo.

La ocasión se le brindó a Lutero con la llegada a Wittenberg, en octubre de 1517, de los predicadores de una indulgencia papal destinada a allegar recursos para la construcción de la basílica de San Pedro, en Roma.

Lutero entabló un debate en torno al tema de las indulgencias y a la mecánica concepción popular de la salvación mediante acciones piadosas y prácticas autorizadas. La controversia así provocada continuó hasta el verano de 1518. En este período se reveló Lutero como predicador genial, ganándose con su furioso ataque contra el papado como máquina financiera, una inmensa multitud de adeptos en toda Alemania.

De Roma llegó la orden imponiéndole silencio y requiriendo su sumisión. Lutero se mofó de ello en un gran sermón sobre "la farsa llamada excomunión". La Iglesia verdadera, explicó, es invisible. Se le concede un plazo de sesenta días para que se presente en Roma. Tras esto, Roma envió al cardenal Cayetano, uno de los más grandes teólogos de la época, dominico ejemplar, para arreglar la cuestión y procurar la sumisión de Lutero o su arresto y traslado a Roma.

Y aquí empieza la historia de lo que no sólo salvó a Lutero, sino que puso en marcha al luteranismo como organización religiosa permanentemente establecida: la intervención de los príncipes católicos, protegiendo al hereje frente al papa. La cosa no se había llevado a cabo con éxito desde los días de Arrio. Ciertamente se había intentado, trescientos años antes de Lutero, por los condes de Provenza, y ya hemos referido cómo el papa organizó una cruzada que desbancó al protector. Ahora se intentó de nuevo, y esta vez con éxito. La época de las cruzadas había terminado. Las conveniencias y la política, no los principios, regían el movimiento de los ejércitos católicos. Incluso el mismo papa no deseaba ofender al soberano de Lutero. Y por idénticas razones, los príncipes católicos no iban a apoyar al emperador en una guerra contra los príncipes luteranos, no fuera a suceder que una victoria católica contribuyese a restablecer en el imperio aquel poder imperial tan temido por ellos.

La situación política favoreció a Lutero y, al desplegarse su genio, el movimiento avanzó de éxito en éxito. Luego de predicar pasó a escribir revelándose como folletista. Pronto todo el mundo leía en Alemania sus escritos breves, que la recién inventada imprenta divulgó como ningún libro había sido divulgado hasta entonces; libros escritos en un convincente estilo popular, lleno de frases logradas y con una ligera despreocupación por cuanto hacía referencia a la honestidad, lo cual resultaba más eficaz que cualquier argumento.

De su papel de protectores de Lutero los príncipes pasaron, invitados por él mismo, al de patrocinadores del movimiento, que en 1526 se convirtió en una especie de departamento de estado, en la primera Iglesia protestante organizada, dominada por el príncipe. Él mismo, con anterioridad, había confiscado todos los bienes eclesiásticos y forzado los monasterios y conventos, los cuales, hay que reconocerlo, fueron abandonados por no pocos religiosos y religiosas con escandalosa rapidez para sumarse al nuevo movimiento, con harta frecuencia, como predicadores y esposas de estos predicadores. A los diez años del reto de Wittenberg, Alemania era el escenario de un caos religioso, en el que había aparentemente naufragado el catolicismo. La confusión se había adueñado de Escandinavia, al tiempo que amenazaba con extenderse también a Polonia.

Calvino

Suiza tuvo también su revolución religiosa, y un luterano francés refugiado en Suiza, Juan Calvino, iniciaría, en la generación posterior a Lutero, una nueva ofensiva que arrebataría a la Iglesia buena parte de Francia, los Países Bajos y Escocia. Era una religión militante, de cruzada, que había eliminado toda la suavidad y disimulo del luteranismo y desarrollaba hasta sus últimas consecuencias la doctrina latente en él, que ni el propio Lutero se había atrevido realmente a afrontar: Dios crea a unos para salvarlos y a otros para mostrar, al condenarlos, su justicia divina. Así, por predestinación y por la exclusiva voluntad de Dios hay dos clases de hombres: los elegidos y los réprobos. El calvinismo rechaza todo patrocinio de la religión por el estado. Sitúa al estado en el plano de los seres humanos que lo gobiernan, y éstos, elegidos o réprobos, están sometidos a la Iglesia. Ni el más soberbio teorizador papal del siglo XIII hubiese podido enseñar a esos primeros calvinistas nada acerca de la primacía de lo espiritual. Y, en Ginebra, la influencia de Calvino estableció un modelo para todos los estados, una república donde los ministros calvinistas gobernaban, juzgaban y castigaban todos y cada uno de los pecados y flaquezas humanas, tal como imaginaban que un día Dios juzgaría y castigaría para la eternidad. En Ginebra fundó Calvino un importante colegio, donde recibieron instrucción los ministros calvinistas, muchos de ellos ex sacerdotes y religiosos, con cuya labor conquistó miles de adeptos para la secta.

Inglaterra.

El tercer elemento principal de la Reforma fue inglés. Inglaterra había resistido al luteranismo del modo más ortodoxo, y el rey Enrique VIII (1509-1547) había combatido a Lutero y recibido de León x, en reconocimiento a su libro La defensa de los siete sacramentos, el título de defensor de la fe. Pero diez años después, aunque su fe seguía siendo la misma, Enrique empezó a planear un cisma. El motivo fue su deseo de que Roma declarase inválido y nulo su matrimonio, y su creciente convencimiento de que, a los ojos de Roma, el matrimonio era perfecto y válido. La única forma de eludirlo sería una repudiación de la primacía pontificia sobre la Iglesia universal. Si los papas no eran primados universales, el episcopado local tendría tanta autoridad como los papas habían reivindicado para sí. La cuestión del matrimonio podía dejarse que la decidieran los obispos ingleses, y Enrique no abrigaba la menor duda acerca de cuál sería la decisión de éstos.

Entre 1531 y 1531, los años del pontificado de Clemente VII (1523-1534), la reforma inglesa consumó sus actos más esenciales. Se repudió la supremacía papal y se declaró al rey cabeza suprema, en la tierra, de la Iglesia de Cristo en Inglaterra. Esta nueva doctrina habían de reconocerla bajo juramento todos los súbditos. La pena era de muerte para los que se negasen, y pronto una valiente minoría de cartujos, monjes, algunos sacerdotes seculares, el obispo de Rochester, Juan Fisher y Tomás Moro, últimamente canciller del reino, subió al patíbulo antes que abjurar de su fe. Sobre Inglaterra se extendió un reinado de terror que duró varios años.

Fuera de su insubordinación contra la autoridad pontificia, ya definida en Florencia en 1439, Enrique VIII se mantuvo ortodoxo durante el resto de su vida, así como enemigo de las nuevas doctrinas. No obstante, era entre los nuevos herejes donde había encontrado a sus principales instrumentos, y de acuerdo con el espíritu de los mismos disolvió los monasterios, allanó los conventos confiscando sus rentas, naturalmente, e hizo traducir la Biblia oficialmente al inglés repartiendo copias de la misma a todas las iglesias. Murió en 1547, dejando como heredero un niño de nueve años.

Durante los seis años del reinado de Eduardo VI (1547-1553), el partido herético ganó terreno entre los consejeros del soberano anterior y la reforma continental obtuvo su primer triunfo en la isla. La misa quedó prohibida, y en su lugar se proyectó e impuso un rito sin sacrificio. A Eduardo le sucedió su hermana mayor, María, católica a ultranza, y con su advenimiento se produjo un retorno al catolicismo y una enérgica persecución de la herejía (1553-1558).

María, empero, no tuvo descendencia, y la hija menor de Enrique VIII, que la sucedió en el trono, Isabel (1558-1603), volvió a la nueva secta. La restauración católica patrocinada por María vióse contrarrestada y el régimen protestante, en parte calvinista, en parte luterano, de la época de Eduardo VI se impuso de nuevo. Los obispos católicos fueron depuestos todos y encarcelados. Se creó una nueva jerarquía. Al soberano se le declaró una vez más autoridad suprema en los asuntos eclesiásticos; se prohibió de nuevo la misa y volvió a imponerse el servicio religioso eduardino. El castigo para quien se negara a hacer los nuevos juramentos era la pena de muerte. Se obligó a todo el mundo, bajo pena de fuertes multas. a asistir a los nuevos servicios religiosos todos los domingos y fiestas de guardar. Todos los sacerdotes quedaron obligados, bajo pena de reclusión perpetua, a atender a tales servicios. Tiempo vendría en que decir u oir misa o incluso ser sacerdote acarrearía la muerte.

Lutero había iniciado su acción en 1517. Hacia 156o la revolución religiosa, en sus líneas esenciales, se había completado y Europa quedó estructurada aproximadamente sobre la misma base actual. Irlanda, España, Italia, el sur de Alemania y Polonia eran católicas. Francia y los Países Bajos se dividían aún entre una y otra tendencia. El resto de la cristiandad se había rebelado situándose en una permanente oposición a la Iglesia católica, o para expresarlo en términos vulgares, era protestante.

A esta gran revolución se la conoce universalmente con el calificativo de Reforma; pero, si reformar significa corregir los abusos de un sistema, enderezar lo torcido, restaurar las buenas costumbres, tal denominación es engañosa. Lo que Lutero, Calvino y demás herejes hicieron no fue reformar el sistema católico en que ellos se habían formado, sino crear nuevos sistemas, sistemas basados en sus revolucionarias y falsas teorías teológicas. La Iglesia católica, sin embargo, no desapareció. La pérdida de tantos millones de fieles no la destruyó, y en el seno de la Iglesia católica el movimiento para desarraigar los abusos, para sanear la administración y revisar tanto el mecanismo como las creencias para cuya protección existía el mecanismo; ese movimiento que jamás se había paralizado por completo, ni siquiera bajo los peores papas, empezó ahora a vencer todos los obstáculos. Este movimiento es, sin duda alguna, una reforma en el más exacto sentido de la palabra. En efecto, la reforma católica en el siglo XVI fue el triunfo más grande de lo espiritual sobre lo material — de los aspectos más nobles del hombre sobre los más bajos, que desde hacía tanto tiempo venían triunfando — que el mundo haya presenciado jamás. El problema inicial de la perversidad se enfoca, no ya negando, con Lutero, la responsabilidad del hombre, sino reconociéndola, y del modo más absoluto. El único remedio, se declaró, está en el arrepentimiento y la enmienda. Los medios son la oración, la penitencia y una más estrecha unión con Dios, de cuya gracia, realmente, depende todo. Las nuevas sectas solventaban la dificultad de la práctica religiosa haciendo concesiones a la debilidad humana. Pero la Iglesia católica mantuvo el ideal a su eterna altura, y con una política sin concesiones combatió la natural tendencia humana a rebajarlo.

Los reformadores católicos

Esta gran restauración de la espiritualidad católica recibe, generalmente, el nombre de Contrarreforma; y si con ello quiere decirse que fue la réplica de la Iglesia al reto de los reformadores, puede admitirse el término.

Esta renovación de la vida espiritual fue obra principalmente de siete grandes papas: Paulo III (1534-1549), Julio III (1550-1555), Paulo IV (1555-1559), Pío IV (1559-1565), San Pío v (1566-1572), Gregorio XIII (1572-1585) y Sixto V (1585-1590). Fueron estos pontífices verdaderos capitanes de la Iglesia, secundados por toda una pléyade de santos realmente grandes. Estos santos, con las órdenes religiosas que fundaron o reformaron, así como con las muchas almas que influyeron con su santidad, supusieron un ejército de ejecutores de la nueva política pontificia, que, con el gran concilio de Trento, es el logro supremo de esos sesenta años.

Los papas seguían siendo, en muchos aspectos, hijos de la época en la que luchaban por restablecer los ideales católicos, y siguieron haciendo uso de todos los medios que se les ofrecían: las armas de la diplomacia y aun de la guerra, y no sólo la meramente defensiva. Existe, pues, un aspecto político en las actividades de esos papas de la Contrarreforma„ que dificulta no pocas veces el progreso de la misma. Además, no hay que omitirlo, los papas portaestandartes de la reforma eran también hijos del Renacimiento, y algunos de los hábitos señalados anteriormente continuaban dominándoles, si no en su vida privada, sí, en cambio, en su gestión pública de la política de la Iglesia. Paulo por ejemplo, en medio de las complicaciones que suponía su plan de convocación de un concilio general, nunca dejó de lado sus planes de colocar a su familia entre los príncipes reinantes de Italia.

La elección de Paulo III, Alejandro Farnese, tuvo lugar en 1534, a los diecisiete años de haber iniciado Lutero su campaña y catorce después de su solemne condenación y excomunión por León x. Aunque no resulte muy exagerado decir que a León x hubieran tenido que empujarle para que emprendiese alguna acción contra Lutero — es verdad que tampoco advertía la importancia de lo que estaba sucediendo, atado como estaba ya con las complicaciones de la situación política en Alemania —, había, no obstante, intentado en principio unir a los príncipes para contener al heresiarca. La dieta de Worms, que había presenciado el enardecido reto de Lutero, veía también la manifiesta división de los católicos, con sus obispos totalmente indiferentes o, como refirió el legado pontificio, temblando lo mismo que conejos cogidos en la trampa. Se debió en gran parte a los obispos el que el emperador, deseoso de una acción vigorosa, quedase reducido a una minoría de uno solo.

León x murió en diciembre de 1521, tan inesperadamente — contaba sólo cuarenta y seis años — y tan cargado de deudas, que la noticia causó un verdadero pánico financiero. Su sucesor era un sencillo y probo holandés, antiguo profesor de teología en la universidad de Lovaina y sacerdote ejemplar: el cardenal Adriano de Utrecht. Leyendo los memorándums redactados para él por dos de los reformadores pertenecientes al sacro colegio: el alemán Schinner y el italiano Lorenzo Campeggio 1, se aprecian en seguida las causas del mal y, al propio tiempo, se comprende por qué la reforma se hallaba tan en sus comienzos desde hacía tanto tiempo. Los hábitos perniciosos de tantas generaciones habían creado, para esas fechas, un especial interés en el mantenimiento de los abusos. Y si se barría el lodo, ¿podría sostenerse la pared? La venta de cargos, instaban los cardenales, debía cesar y había que reducir el número de funcionarios. Tendrían que fijarse salarios y reducir las pagas. No deberían concederse beneficios sin el consentimiento del beneficiado legítimo. Nadie debería gozar más que de un solo beneficio; a nadie debería concederse una abadía simplemente para tener derecho a una renta. Había que restringir las indulgencias. El papa no debía prescindir de las decisiones de sus tribunales. Los cardenales habían de contar con unos ingresos fijos, y ninguno de ellos debía ser al mismo tiempo obispo. Tampoco deberían hacerse más concesiones de jurisdicción a los príncipes.

El papa comenzó por decir a los cardenales que "los escándalos romanos eran la hablilla del mundo". El sacro colegio había acudido a recibirle en la frontera de los estados pontificios, y fue preciso explicarle que ellos eran los cardenales, pues así por su indumentaria como por sus modales eran simplemente príncipes del Renacimiento. Adriano vi puso en seguida manos a la obra, y lo primero que hizo fue desmontar la estructura financiera de la Iglesia, que León x había dirigido como una banca. Diez mil solicitudes de favores, privilegios y nombramientos aguardaban al nuevo papa. Concedió uno solo. "Aquí tiembla todo el mundo, escribía el embajador de Venecia a los suyos; los cardenales ya han puesto sus barbas a remojar". De la corte que le había legado su predecesor — una corrompida masa de parásitos, libertinos, pendencieros y rufianes — surgieron rugidos de rabia contra el papa "tacaño", e incluso calumnias y complots para asesinarle.

El papa se mantuvo firme y entonces la plaga cedió y la podredumbre se retiró de Roma, capitaneada por los cardenales mundanos. Todas las concesiones a los príncipes sobre el derecho de nombramiento para beneficios menores, hechas a partir de 1492, fueron revocadas ahora. Para proseguir la labor de salvamento del catolicismo alemán, se envió un legado especial a esa nación, con el encargo de declarar, en nombre del papa, que la herejía era una calamidad debida principalmente a los pecados de los prelados y del clero, y que el mal se había propagado del papa a la jerarquía, y de los obispos al pueblo. Era una confesión franca y sencilla, con valor de una garantía respecto al deseo verdadero del papa de reformar la Iglesia. Mas, para la propaganda luterana, fue simplemente un testimonio papal que venía a corroborar la verdad de sus argumentos. La dieta de Nuremberg, en la que hablaron los legados, se negó a poner en ejecución los edictos antiluteranos, declarando que eran "impracticables"; y fue el voto de los sacerdotes católicos lo que inclinó a la dieta en tal sentido, pues eran mayoría en los escaños. A la mayor parte del alto clero alemán le era indiferente en absoluto el progreso del luteranismo, así como durante generaciones le había sido completamente indiferente la suerte del catolicismo. Esta inercia había de representar una de las mayores dificultades para Roma en los setenta años siguientes.

Adriano vi reinó demasiado poco tiempo, por todos los conceptos. Su muerte (14 de septiembre de 1523) sobrevino exactamente a los doce meses y dos semanas de su desembarco en Ostia, y con Clemente VII (Julián de Médicis), primo de León x, el mal retornó de nuevo. Aunque no, por cierto, con la misma fuerza de antes, pues Clemente no era, en modo alguno, personalmente, un indigno. Pero el vigoroso impulso reformador quedó detenido, y es indudable que la reforma no volvió a intentarse con el espíritu radical del papa holandés hasta Paulo iv, treinta años más tarde.

Los once años de reinado de Clemente VII (1523-1534) fueron un continuo desastre. Este papa había sido un admirable arzobispo de Florencia y uno de los contadísimos prelados que tomó completamente en serio los edictos del V concilio de Letrán en pro de la reforma. Pero era timorato y vacilante, y aunque sólo contaba cuarenta y cinco años al ser elegido, careció de la energía necesaria.

Empezó por enviar a Alemania al más hábil canonista de la curia, el antiguo consejero de Adriano vi, Campeggio (febrero de 1524). Bajo su presidencia celebróse un concilio nacional en Ratisbona y se decretaron numerosas reformas, al tiempo que el legado conseguía formar la Unión de Ratisbona, por la que los príncipes se comprometían a no admitir más innovaciones. Luego se produjo el levantamiento de los campesinos y su sangrienta represión. Esto lo interpretó Roma — tan mal informada estaba — como una derrota de Lutero, y el papa envió a Felipe de Hesse un mensaje de felicitación..., sin saber que este príncipe alemán era luterano desde hacía ya dos años.

Luego intervino la política internacional, la eterna oscilación papal entre Francia y los Habsburgos. El papa estuvo pronto en guerra con el único adalid de la fe en Alemania, el emperador, y en 1527 un ejército imperial tomó y saqueó Roma con una brutalidad poco corriente hasta en aquellos tiempos. Durante varios meses el papa fue prisionero del emperador.

Las cartas dirigidas a Alemania fueron escaseando cada vez más, y durante algún tiempo las comunicaciones cesaron por completo. Se reanudaron al llegar a un acuerdo Clemente VII y Carlos v, y entonces, una vez más, empezó a requerirse la celebración de un concilio general. A Clemente, la sola idea de un concilio le causaba pavor. Abrigaba temores de que pudiera significar, por añadidura a las inquietudes que ya le atormentaban, un nuevo motivo de división entre católicos en torno a los papeles respectivos del concilio y del papa. Mejor era dejar que las cosas siguieran en Alemania el mismo curso que en los últimos años, antes que exponerse a que surgieran nuevas divisiones en torno a la cuestión conciliar. No obstante, el papa tuvo que fingir su aquiescencia, puesto que el emperador se mostraba porfiado; pero sólo accedió a condición de que los protestantes volvieran a someterse primero y, después, que prometieran por adelantado atenerse a las decisiones del concilio.

En cuestiones tales como recibir la comunión bajo ambas especies y el matrimonio en el clero, el papa estaba dispuesto a hacer concesiones. Pero el emperador no se fiaba del papa; y cuando los príncipes protestantes se negaron a discutir siquiera un retorno provisional a la sumisión, el proyecto de celebrar un concilio se vino abajo. Lo que Roma no había advertido aún era que el protestantismo ya había pasado a constituir un complejo de intereses creados, una verdadera organización, y no simplemente un problema de teorías erróneas entre los teólogos alemanes.

Las cosas seguían aún en ese estado tan poco satisfactorio cuando (septiembre de 1534 murió el papa.

El conclave que siguió fue casi el más breve que registra la historia. Apenas transcurridas un par de horas, los cardenales habían elegido, por unanimidad, a Paulo III, cardenal Alejandro Farnese. Era éste un débil anciano de sesenta y seis años, con la salud quebrantada, pero, como lo atestiguan los maravillosos retratos del Tiziano, sin merma alguna en su vigor intelectual o en su natural viveza.

A Inocencio viii debía su primera promoción, y Alejandro vi fue quien le abrió el camino de la fortuna al concederle el capelo cardenalicio, en unas circunstancias que nada decían en favor de su buen crédito, cuando sólo contaba veinticinco años Hasta la edad madura vivió la vida liviana de la corte, fue un generoso patrocinador de las artes y adquirió una bien cimentada reputación como uno de los hombres más cultos de su tiempo. Había servido a la Santa Sede admirablemente como administrador y diplomático. Luego, a sus cincuenta años, se había convertido, recibió las órdenes sagradas y dedicó sus grandes facultades a la causa de la reforma. Había ya sido candidato al papado en el conclave de 1521, y de nuevo en el de 1523.

Una vez elegido papa, actuó sin pérdida de tiempo. Un nuevo tono empezó a notarse en todas las instrucciones de Roma a los agentes papales en Alemania. Teología, y no solamente, como venía ocurriendo desde hacía demasiado tiempo, política y diplomacia, era ahora la orden del día. Se convocó a los expertos en cuestiones alemanas y, para remediar la increíble ignorancia de la Curia romana acerca de la situación en aquellas regiones, se encomendó a uno de los más destacados de entre ellos, Vergerio, la misión de recorrer Alemania para informar luego a Roma. Esta misión de Vergerio no fue sino la primera de una serie de ellas que habían de conducir, por último, al establecimiento dentro del imperio de un sistema de embajadores eclesiásticos permanentes, antecesores de las modernas nunciaturas, a través de los cuales se vertería principalmente la actividad reformadora del papado. Aquí, como en todo lo demás, Paulo III se muestra como un innovador.

El papa anunció a su primer consistorio que convocaría el concilio tanto tiempo deseado, y, a despecho de las vacilaciones del emperador, temeroso de que ante la noticia se rebelasen los luteranos, apareció efectivamente la bula de convocación en 1536. El concilio había de celebrarse en Mantua, en mayo de 1537. Los protestantes, puestos en aprieto por esta innegable demostración de la voluntad pontificia de reforma, se rebelaron y, en el Artículo de Esmalcalda, sus teólogos declararon una vez más la guerra al catolicismo, mientras sus príncipes devolvían, sin abrir, las cartas en que se les invitaba al concilio. Los franceses eligieron este momento para reanudar su guerra con el emperador y alegaron los riesgos que supone viajar en tiempo de guerra como razón que les impedía tomar parte en el concilio.

Todo se conjuraba así para detener al papa, mas él perseveró tenazmente en su propósito. Después, en el último momento, cuando sólo faltaban cuatro semanas para la reunión del concilio, el duque de Mantua se negó a darle hospitalidad en su ciudad. El papa se limitó a buscar otro punto de reunión, y al cabo de meses de negociaciones consiguió de la República de Venecia la ciudad de Vicenza para este fin. De nuevo se convocó el concilio, que debía reunirse allí para mayo de 1538. Se preparó el programa, se designaron los legados y llegó la fecha señalada. Pero a Vicenza no acudieron, aparte de los legados, más que cinco obispos. Del resto del episcopado católico no se tuvo ni una señal, ni un delegado, ni una justificación. El papa, aparentemente, se encontraba solo en su afán reformador. Los obispos alemanes se mantenían en su apática y mundana indiferencia. Los franceses hacía tiempo que se mantenían alejados por las intrigas del rey inglés, Enrique VIII, y la disculpa de la guerra. Paulo III aplazó el concilio por un año y aprovechó el intervalo para reconciliar a los franceses con el emperador.

Luego surgió el obstáculo mayor de cuantos se habían presentado hasta entonces. Persuadido el emperador de que un compromiso con el protestantismo era posible, 13 víspera de la fecha señalada para la aplazada apertura del concilio se comprometió con los luteranos a convocar una reunión de mesa redonda para el arreglo de las diferencias doctrinales. Parecía como si el emperador y los luteranos fuesen a llegar a un acuerdo y presentar al papa el hecho consumado.

La situación exigía que el papa pusiera a contribución todos sus recursos. No tuvo más remedio que suspender el concilio indefinidamente: no era posible exponerse ahora a una repetición de la farsa de 1538. Por otra parte, tenía que vigilar, de un modo u otro, la nueva y peligrosa política de "reunión" antes de que acabase con el poco de auténtico catolicismo que aún quedaba en Alemania. La Alemania católica no debía tomar decisiones en cuestiones de fe sin consultar a la Santa Sede, y, sin embargo, Roma no debía mostrarse dictatorial y arrojar a esos católicos mal preparados en manos de los luteranos. La tarea requería los cerebros más preclaros, las inteligencias más claras de que disponía el papado. En Contarini y en Morone, eclesiásticos de limpio historial, doctos, sagaces, pacientes, caritativos, resueltos y comprensivos con las necesidades que habían provocado el rompimiento, encontró Paulo III unos agentes ideales para este servicio. La gran conferencia acabó en un fracaso. Pero había servido para aplazar el concilio por otros tres años, y en este sentido los luteranos se habían apuntado un éxito. Pero, por otra parte, los católicos alemanes habían aceptado la autoridad de la Santa Sede. Su prestigio al norte de los Alpes alcanzaba un nivel superior al que viniera teniendo durante generaciones, y la fe quedaba a salvo en Alemania.

Paulo III, sin acobardarse por los sucesivos fracasos a lo largo de ocho años, emprendió una vez más la tarea de convocar el concilio.

Trento.

Tampoco durante otros cuatro años logró su empeño. Pero el concilio pudo reunirse al fin en diciembre de 1545, y no en Mantua o en Vicenza, sino en Trento, ciudad imperial situada justamente fuera de la frontera italiana. La reunión, además, no se debió a ningún rey o emperador. Era verdaderamente el concilio del papa; y esto porque sólo su paciencia, su habilidad diplomática y su voluntad de reforma habían hecho factible su celebración.

El emperador no deseaba excesivamente que tuviera efecto el concilio; pero lo necesitaba principalmente para poner coto a los abusos, y nada temía tanto como las definiciones claras en los puntos doctrinales controvertidos. En beneficio de la unidad política estaba dispuesto a transigir con la herejía. El papa insistió en la función dogmática del concilio y dispuso que los dos aspectos de la labor del concilio se estudiasen simultáneamente. Sólo a los obispos se les concedió voto, y el papa envió a tres cardenales para que presidieran, como legados suyos: del Monte (el futuro Julio III), Cervini (el futuro Marcelo II) y el inglés Reginald Pole. Los decretos eran redactados por comisiones de teólogos expertos. Luego pasaban a ser discutidos por los obispos en sesiones privadas y, finalmente, llegados a un acuerdo, eran solemnemente promulgados en sesión pública.

Todo el cuerpo de doctrina católica se discutió a la luz de la crítica protestante, y fue ratificado, a la vez que se publicaban edictos sobre la Sagrada Escritura, el pecado original, la justificación, los sacramentos en general, el bautismo y la confirmación. Al propio tiempo se establecieron nuevas reglas prácticas para el uso de la Biblia, para la enseñanza de la teología, para regular la predicación, en orden a la abolición del abusivo sistema del predicador de colectas para indulgencias, y una multitud de reglamentos, con penas automáticas, para la reforma de la vida episcopal y un mejor control de la vida clerical por los obispos locales.

Hasta el último momento el emperador puso reparo a los decretos dogmáticos, y sobre todo al de la justificación.

Una vez puesto en claro el abismo que separaba la doctrina católica de la teoría protestante, no podía haber esperanza de un arreglo diplomático que permitiese a católicos y protestantes ser miembros de una misma Iglesia. Algo de esta esperanza nunca dejó de perseguir la mente del emperador.

Al terminar el año 1546, los legados, incómodos por la amenaza que representaba la influencia del emperador, empezaron a pensar en trasladar el concilio a alguna ciudad de Italia. El emperador, en réplica, amenazó con ponerse por su cuenta de acuerdo con los protestantes.

Luego, en febrero de 1547, se declaró la peste en Trento y el 11 de marzo el concilio acordó, por una mayoría de dos tercios, trasladarse a Bolonia, con la enérgica protesta de los cardenales y obispos imperiales.

A Paulo III no le causó demasiada satisfacción el traslado, que, según él barruntaba, representaría una grave interrupción de la labor emprendida. Carlos v estaba furioso. Denunció el traslado como una estratagema papal y lanzó la amenaza de convocar un concilio por su cuenta y de celebrarlo en Roma.

Exactamente diez días después de esto, el emperador consiguió la gran victoria de su reinado sobre los protestantes en Mühlberg (24 de abril, 1547). Su gran enemigo, Francisco I de Francia, había muerto tres semanas antes, y Carlos era, por el momento, dueño de Europa como nadie lo había sido desde los días de Carlomagno. Si había que evitar el cisma, el papa tenía que transigir; y el fin de las largas negociaciones fue la suspensión del concilio (febrero de 1548).

Paulo III es el papa que convocó el concilio de Trento. Pero Trento nunca hubiera funcionado si el papa no hubiese creado previamente todo un cuerpo de nuevos expertos inspirados en un gran celo por la reforma, capacitados y deseosos de emprender la tarea técnica y sumamente laboriosa que implicaba la dirección del concilio. Y también, en los once años durante los cuales la tenacidad del papa batalló para que el concilio llegase a tener efecto, batalló con igual afán para reformar su propia casa y los empleados de la curia.

En los sucesivos consistorios Paulo III otorgó el capelo cardenalicio a los más distinguidos eclesiásticos de la época, incluso — en el caso de Contarini, un Tomás Moro veneciano — a un seglar. Jamás se vió un más sabio, más pronto ni más generoso reconocimiento de la síntesis de talento y virtud. Jamás el sacro colegio había ofrecido un conjunto tan destacado como durante este pontificado.

Mientras la Roma oficial soslayaba el nuevo espíritu, los nuevos cardenales trabajaban hasta presentar, en marzo de 1537, al papa su famoso informe, Dictamen de la comisión de cardenales sobre la reforma de la Iglesia, emitido por orden del papa Paulo III. Aquí se halla en embrión toda la reforma que Trento había de decretar más adelante.

Estudiar, planear y decretar la reforma era relativamente fácil. Faltaba que los decretos se cumplieran. Al mostrarse la curia reacia, como ante una táctica lenta de persuasión no queda más alternativa que la destitución, y la destitución del personal técnico sólo hubiera llevado a una paralización de toda la máquina administrativa del gobierno de la Iglesia, la reforma progresaba muy lentamente. Paulo III no se dejó vencer por el desánimo. Conocía demasiado bien a la naturaleza humana para hacerse la ilusión de que los abusos podrían remediarse por la legislación tan sólo. Advirtió a los cardenales que las dificultades serían casi insuperables. mantuvo incesantemente la actividad reformatoria de los mismos y les daba nuevos ánimos cuando vacilaban ante la tarea que les aguardaba. Tampoco esperó el papa a que se reuniese el concilio para lanzarse a la obra de reformar la Iglesia en general. Se han hallado centenares de cartas suyas dirigiendo la reforma de monasterios y conventos en todos los lugares de Europa. La orden del propio Lutero y los dominicos fueron especialmente objeto de la vigilancia del pontífice. La nueva orden de los Teatinos, fundada por San Cayetano y por Juan Pedro Carafa, a quien Paulo III hizo cardenal, recibió el mayor estímulo y procuró al papa un ejército de hombres excelentes, a los cuales encomendó el gobierno y la reforma de las diócesis de Italia, tanto tiempo descuidadas. Alentó y consagró la gran obra de las primeras monjas Ursulinas, y bendijo los comienzos de una obra más grande aún cuando, en 1540, dió su aprobación a la Compañía de Jesús.

El futuro del catolicismo seguía aún pendiente de un hilo cuando falleció Paulo III (10 de noviembre de 1549). Su enorme influencia en pro de la reforma no había tenido aún tiempo bastante para dar sus frutos, y ahora el viejo conflicto entre los dos cabezas de la cristiandad, el papa y el emperador, amenazaba una vez más con echarlo todo a perder. El punto en litigio, suscitado por la misma convocación del concilio reformador, era el de si había que dejar al papa en libertad de elegir los medios por los cuales deberían repararse los daños de los treinta últimos años. ¿Quién había de dirigir la reforma de la Iglesia: el papa o el emperador?

El emperador Carlos v, que era también, no hay que olvidarlo, rey de España, soberano de los territorios que hoy día llamamos Bélgica y Holanda, rey de Nápoles y soberano también del sur de Italia, por la victoria de Mühlberg (1547) se había convertido recientemente, según todas las apariencias, en dueño de Alemania como no lo había sido otro emperador en el transcurso de varios siglos. ¿Aspiraba ahora a dominar a la Iglesia como dominaba al estado? No era infundado el temor que en tal sentido inquietaba al papado. Debido precisamente, en buena parte, a la política del emperador, el concilio había sido suspendido indefinidamente, hacía meses. ¿Volvería a reunirse algún día; y en este caso, sería aún católico el emperador?

El conclave que siguió a la muerte de Paulo III fue, así, uno de los más notables que conocieron muchas generaciones, debido a la hora crítica en que tuvo lugar. Fue notable, también, por el número de cardenales que tomaron parte en él, cincuenta y uno de los cincuenta y cuatro que componían el sacro colegio, y por su larga duración. Sus diez semanas de agitación interna terminaron el 8 de marzo de 1550, con la elección de Giovanni Maria del Monte, legado presidente en el concilio de Trento, que tomó el nombre de Julio III.

La figura de Julio III ocupa un elevado puesto en la historia por su gestión como reformador. En primer lugar reunió de nuevo el gran concilio, por el cual había trabajado hasta esclavizarse materialmente durante la mayor parte de tres años. Sus primeras actuaciones como papa fueron dedicadas al concilio. Conviene tener presente que la posición del nuevo papa no era nada ventajosa. No había sido el candidato del partido reformador en el conclave. No poseía, entre los cardenales, un número de adictos personales con los que poder contar. Tendría que maniobrar entre los varios partidos, sin la ayuda de ningún partido propio. Y el emperador había cursado, efectivamente, órdenes a sus súbditos, entre los cardenales, para que cerrasen el paso a del Monte. El rey de Francia no estaba, tampoco, más dispuesto a tolerarle.

Para Carlos v fue una sorpresa increíble el hecho de que el papa relegase al olvido las tormentosas escenas de Trento, donde, insultado y vilipendiado por los embajadores imperiales, había tenido que defender la libertad del concilio contra la injerencia del emperador; sorpresa increíble cuando acudió simplemente en busca de la cooperación del emperador para poner de nuevo en marcha el concilio. Carlos supo colocarse a la altura de la generosidad del papa; y, mientras el rey de Francia se negaba por adelantado a reconocer nada de lo que el concilio pudiera decretar, los preparativos se llevaron adelante con firme pulso y el 1.° de mayo de 1551 tuvo lugar la primera sesión pública de la segunda convocatoria.

No fue hasta septiembre cuando los obispos llegaron en número suficiente para que el concilio fuese una realidad; pero a partir de ese momento la labor se desarrolló admirablemente, con reuniones diarias de teólogos y canonistas para preparar el material, y de obispos para discutir y decidir lo que los expertos habían propuesto. Así fueron elaborándose gradualmente los decretos sobre la sagrada eucaristía, la penitencia, la extremaunción y toda una serie de decretos reformatorios destinados a mejorar el carácter del episcopado y robustecer la autoridad de los obispos ante el clero relajado. La experiencia de las sesiones precedentes, bajo Paulo III, hizo que el concilio se desenvolviera con mayor facilidad que antes, pero la mayor ayuda de todas, indudablemente, estaba en la presencia en la sede de San Pedro de un hombre que había sido el primer presidente del concilio. La probada sabiduría y experiencia de Julio III, la firme constancia de su guía y apoyo, su determinación de proteger la labor de los obispos, quedan bien de manifiesto en todos los pormenores de la historia del concilio.

El concilio prosiguió sus sesiones hasta dos días antes de cumplirse el año de su inauguración. En ese momento, la súbita renovación de la guerra religiosa en Alemania obligó a suspenderlo. Y ya no hubo ocasión. en vida de Julio III de reunirlo otra vez. Pero el reformador que alentaba en el pontífice no desesperó por ello. Ahora contaba sesenta y cinco años, su salud empezaba a quebrantarse y la gota le atormentaba de continuo. Además, se había visto envuelto en una pequeña pero desastrosa guerra con los Farnesios por la posesión de Parma, que había minado grandemente su prestigio y achicado sus recursos. La reforma, sin embargo, era antes que todos los demás problemas. Podía no existir la posibilidad de reunir el concilio, pero al menos la labor preparatoria podía continuar. Se creó una importante comisión de técnicos y se la mantuvo en constante actividad, estudiando y examinando los problemas teológicos y prácticos que quedaban por resolver. Estaban todavía entregados a esa labor, acumulando un vasto repertorio de conocimientos que en su día había de representar una valiosa aportación al concilio, cuando (23 de marzo de 1555) el papa sucumbió, víctima de la gota que desde tanto tiempo le venía atormentando.

Julio III, lo mismo que Paulo III, nunca llegó a despegarse por entero de los hábitos del mundo semipagano del Renacimiento en que se había formado. Su sucesor, no obstante, pertenecía al grupo de los más estrictos reformadores, era uno de aquellos a los que Paulo III había otorgado el capelo para hacer de él un jefe del movimiento reformador. Era éste el cardenal Cervini, que, junto con Julio III y Reginald Pole, había presidido el concilio. Al ser elegido papa conservó su mismo nombre de Marcelo. El júbilo que a todos produjo la nueva de su elección trocóse pronto en tristeza, pues en el plazo de un mes el nuevo papa había muerto.

Paulo IV.

El conclave que siguió elevó al trono papal a un anciano de setenta y nueve años, Juan Pedro Caraffa, Paulo IV.

Su breve pontificado (1555-1559) se yergue en medio del siglo xvi cual un alto dique. Con él, al fin, se logra desterrar del papado el paganismo renacentista y se destierra la última asociación del secularismo con esa alta dignidad. Su celo elemental, su ardor, su sincera entrega de inagotable energía al fin propuesto, su desprecio por las componendas y las medias tintas, toda su devoción a ese designio de purificar la Iglesia y convertirla una vez más en el instrumento preciso al servicio de Dios, encontraron ahora, al cabo de cincuenta años de impaciente espera, la gran oportunidad.

El reinado de Paulo IV señala el fin de esa condescendencia con lo mundano, que había empañado hasta la ejecutoria de los mejores papas. Si Roma, la Roma papal, tiene hoy día, y ha tenido durante siglos, algo de la apariencia de un monasterio; si los modernos papas, cualesquiera que sean sus faltas como individuos y como papas, han vivido todos, principalmente, como sacerdotes, en un marco de oración y un cierto decoro religioso, esta restauración se debe en la mayor medida a Paulo IV. Pues él aisló, y aisló para siempre, con la tajante violencia de su vigor, esa larga tradición por la que el espíritu mundano en el clérigo encumbrado se consideraba más bien como algo natural. A partir de él nunca ha vuelto a manifestarse con ese franco e inconsiderado descaro que, antes de su pontificado, había representado durante generaciones como una segunda naturaleza. Su tesón imprimió tan profundamente la pauta de una vida austera, que ni siquiera sus mundanos adversarios se atrevieron a destruirla cuando se produjo la reacción.

La plebe romana, con el tácito consentimiento de las autoridades, pudo profanar los monumentos a él dedicados cuando el anciano papa yacía agonizante; pero él había establecido tan firmemente la ley de una vida decente sobre su trono, que no ha habido plebe, ni afán mundano de altas dignidades eclesiásticas que desde entonces haya podido desterrarla.

Su carrera había empezado en los calamitosos días de Alejandro vi, y en esa corte vivió, sin por ello contaminarse. Fue durante bastantes años nuncio en Londres, y luego, por un período más largo aún, nuncio en España. Era napolitano por su nacimiento, y sólo su pasión por la reforma superaba su aversión a los españoles, que ahora gobernaban su país natal. Era un patriotismo que, en último término, había de envolver a su pontificado en desastres políticos, con repercusiones adversas en sus proyectos religiosos. Había sido arzobispo de Nápoles y renunció a esa importante sede para fundar, con San Cayetano, la orden llamada de los teatinos, trabajando como simple religioso en los barrios bajos de Roma y de Venecia, predicando, catequizando y administrando los sacramentos. Paulo III lo nombró cardenal y, cuando la Inquisición fue reorganizada, fue a Caraffa a quien colocó a la cabeza de este tribunal.

Jamás hubo una voluntad tan férrea y rígida; jamás, debemos añadir, existió tal intolerancia con cualquier apetencia contraria a sus nobles fines. Era un hombre para el cual tacto significaba traición. De todos los problemas de la época, después de la herejía y el relajamiento del clero, ninguno le soliviantaba tanto como la mediatización de la Iglesia por los príncipes católicos. Para acabar con ello, era capaz de removerlo todo; y, por desgracia, las únicas armas que consideraba útiles eran las que, siglos atrás, se habían puesto herrumbrosas y caído en desuso. Paulo IV fue un Inocencio IV nacido con tres siglos de retraso.

Este vigoroso reformador no volvió a reunir el concilio. Toda la prudente cautela de Paulo III y de Julio III para llevar a los soberanos católicos a una aceptación de la política papal, había irritado su rigorismo hasta ponerlo furioso. Tampoco en la historia del concilio — sus retrasos, interminables negociaciones y compromisos — había visto razón alguna para variar su opinión de que esos métodos eran indignos de la causa en litigio y, además, estériles. Él poseía otros métodos, y si cuando era cardenal no había vacilado en reprochar a los papas, echándoles en cara lo que había de mundano en su modo de vida, ahora, cual imponente figura del Antiguo Testamento, púsose, látigo en mano, a fustigar la marcha de la reforma, a cuyo lento progreso había asistido, durante veinticinco años, con no contenida impaciencia.

Pronto empezaron a aparecer no nuevas leyes -- las leyes eran ya bastantes, declaró el papa —, sino nuevas disposiciones para el cumplimiento de las ya existentes y comisiones para asegurar su observancia. Las dispensas por carecer de la edad reglamentaria los que habían sido elegidos obispos dejaron de concederse, y las alienaciones de bienes de la Iglesia se declararon nulas: sobre esto se advirtió severamente a los cardenales en las primeras semanas del pontificado. A Sicilia fueron enviados obispos de confianza, acompañados de jesuitas como auxiliares, para reformar los monasterios y conventos de mujeres. Otros fueron enviados a España con una misión análoga. La práctica de conceder abadías a no religiosos, in commendam, fue abolida, prohibiéndose al penitenciario dar estas dispensas. Empezó a manifestarse el más estricto rigor en los nombramientos de obispos, y, en un solo día, de cincuenta y ocho que eran los propuestos, el papa los rechazó a todos. Atajó el viejo mal de los religiosos que abandonaban sus órdenes para buscar otro empleo clerical con una terrible ley que les privaba de cualesquiera beneficios, rentas, grados o dignidades adquiridos a partir de ese momento — y esto sin tener para nada en cuenta su categoría actual —, y les ordenaba reintegrarse a sus monasterios so pena de suspensión inmediata. Todas las dispensas que permitían a esos monjes y frailes pasar a otras órdenes fueron invalidadas, aun cuando hubiesen sido concedidas por los mismos papas. En lo futuro, sólo las órdenes eremíticas de los cartujos y los camaldulenses podrían admitir válidamente a tales religiosos. La propia Roma fue escenario de redadas de estos infortunados que fueron arrestados a docenas. Tampoco su categoría logró salvarles. Unos fueron enviados al calabozo, otros a galeras.

A los obispos se les ordenó que renunciasen a todos los beneficios que no fuesen los de sus respectivas sedes, y se obligó al más riguroso cumplimiento de los nuevos decretos que prescribían la residencia en las propias sedes. Se descubrió que en Roma vivían ciento trece obispos titulares de diócesis. Eludieron la primera orden que se dió para que regresaran a sus sedes, y entonces se publicó otra con la pena de deposición más los castigos ya establecidos para los monjes errantes si en el plazo de un mes no la habían cumplido. Apenas transcurridas seis semanas, habían partido todos los obispos.

Los obispos que llevaban una vida reprensible recibieron un trato más severo todavía. Uno de ellos, el obispo de Polignano, fue condenado a reclusión perpetua, con un castigo anual encima, de tres meses a pan y agua.

Todo el aspecto financiero de recaudación fue revisado. Se abolieron las gratificaciones que los que tenían concedido el palio percibían por tal concepto, y el papa puso término al viejo problema de la Dataría aboliendo todos sus derechos, a pesar de haberse afirmado que su reforma nunca podría afrontarla la Santa Sede: hasta tal punto dependía ésta de los ingresos que le proporcionaba dicho organismo. El hecho de que con ello perdió inmediatamente dos tercios de su renta no detuvo ni por un instante a Paulo IV. Y no tuvo más miramientos con las personas. A pesar de los excelentes nombramientos hechos por los papas desde 1534, quedaban todavía algunos cardenales del antiguo estilo, poco recomendables. El anciano papa declaró a los mismos cardenales que poco antes le habían elegido, que no había entre ellos ninguno en quien pudiera confiarse realmente. A los no ordenados les concedió tres meses para que recibieran el sacramento o renunciasen. Se les conminó a enviar una lista de los beneficios que disfrutaban, se les permitió elegir uno de ellos y los restantes se consideraron vacantes y fueron concedidos a otros. En sus propios nombramientos, el papa se negó por completo a prestar la menor atención a los deseos de los príncipes católicos. Deliberada y explícitamente, los dejó de lado: incluso las demandas del rey de Francia cuando, en la guerra contra Felipe II de España, Francia era la única aliada del papa.

El fin de su reinado fue, sin embargo, trágico. Los asuntos políticos, así como el gobierno de los estados pontificios, los había dejado Paulo iv en manos de su sobrino, el cardenal Carlo Caraffa, a fin de poder disponer él libremente de todo su tiempo para dedicarlo a los asuntos de la Iglesia y su reforma. El sobrino, un César Borgia de menor altura, aspiraba al establecimiento de los Caraffa en algún principado arrancado a los estados de la Iglesia, como se habían establecido los della Royere, los Borgia y los Farnesio. El papa, sólo él en toda Roma, ignoraba los ambiciosos sueños de su sobrino y lo mal que andaban las cosas. Pero, al fin, llegó un día en que también él se enteró. En una escena terrible rompió con su sobrino y rompió para siempre con toda su familia.

La ambición del sobrino produjo un efecto bueno: el furor que su descubrimiento provocó hizo que terminara para siempre, si no ya el nepotismo, al menos el nepotismo en gran escala. Ya nunca más los parientes de un papa intentaron establecerse como familia reinante. Pocos meses después de esta tragedia moría Paulo IV (18 de agosto de 1559).

Hasta el día de Navidad no lograron los cardenales ponerse de acuerdo sobre quién había de sucederle. Eligieron a Juan Ángel Medici, un milanés, que se llamó Pío IV. El nuevo papa era un hombre de sesenta años, cuya carrera había sido más útil que brillante, pues había ido abriéndose paso lentamente a través de la curia como canonista en funciones. Era por naturaleza moderado, de tendencia conciliadora, y estaba dotado de una gran capacidad de adaptación. A los dos años su diplomacia había reconciliado a los príncipes católicos con la Santa Sede y conseguido la reapertura del concilio de Trento (18 de enero de 1562).

Esta vez el concilio no se interrumpió hasta su conclusión, y en los dos años siguientes publicó decretos sobre el resto de la doctrina de la Iglesia y una abundante legislación reformadora de la disciplina, que había de establecer el modelo de vida católica para los tres siglos venideros.

Para el cargo de secretario de estado, Pío IV — él mismo era en muchos aspectos un tipo del Renacimiento — eligió a uno de sus sobrinos, Carlos Borromeo, un joven de veintiún años, a quien otorgó, junto con el capelo, la sede de Milán. En este joven prelado halló el siglo de Trento el nuevo tipo perfecto de obispo que los decretos conciliares intentaban crear. Las reformas a que San Carlos se entregó durante veinte años en la gran archidiócesis habían de ser la aplicación modelo de la legislación de Trento que inspiraría, incluso en sus pormenores, a otros obispos de todo el mundo hasta nuestros días.

Pío IV murió en 1565, legando a la Iglesia la conclusión del concilio de Trento y un pacífico entendimiento con las potencias católicas. Su sucesor fue uno de los pocos papas de los tiempos modernos que han sido canonizados: Michele Ghislieri, un dominico, que tomó el nombre de Pío v.

Fue, así, a un hombre de vida santa, un modelo de piedad y desapego de lo mundano, y un hombre tan enérgico como el propio Caraffa, a quien correspondió inaugurar la aplicación práctica de la nueva legislación. San Pío v hizo de la obediencia a los decretos del concilio la única norma de su vida, y sus seis años de pontificado (1566-1572) aseguraron el que la obra realizada en Trento no se sumiera en esa esterilidad que había sido el sino del concilio precedente, el v de Letrán (1512-1517).

La Contrarreforma.

San Pío v y sus dos sucesores inmediatos, Gregorio XIII (1572 - 1585) y Sixto V (1585-1590), son los papas que inician la ofensiva contra la herejía, hasta entonces victoriosa. No sólo robustecen la vida católica mediante una enérgica imposición de los decretos de Trento, fundando por doquier colegios y seminarios para la educación del nuevo clero, sino que entran definitivamente en el campo de la política nacional e internacional, procurando constantemente, mediante el nuevo servicio diplomático que ellos crearon, fundar alianzas entre príncipes católicos para lograr la derrota de los protestantes y la extirpación de la herejía.

San Pío v excomulgó y degradó a Isabel de Inglaterra. Gregorio XIII envió contra ella un ejército a Irlanda y, hasta el fin de su reinado, la combatió en el continente. Sixto v subvencionó la Armada Invencible. Así se hacía en Francia, y lo mismo en Alemania. Dondequiera que existiese la esperanza de una ofensiva católica contra los regímenes protestantes recientemente establecidos, esos papas estaban dispuestos a apoyarla con dinero, si no con armas.

Su obra perdurable fue, no obstante, la reforma de la vida católica y la aplicación constructiva de los decretos de Trento; y, en esto, sus principales auxiliares fueron las nuevas órdenes religiosas.

Esta renovación de la vida espiritual se remonta a los primeros años del siglo. Sus primeros síntomas pueden apreciarse, antes de producirse la rebelión de Alemania, en la Roma corrompida del reinado de León x, en la sociedad llamada Oratorio del divino amor, donde se reunían los prelados de la corte papal, sacerdotes y seglares para entregarse a una vida más espiritual, de donde salieron, además, los fundadores 2 del nuevo tipo de orden religiosa, los llamados teatinos (1524). Eran éstos religiosos que vivían bajo los tres votos, pero efectuando la labor del clero parroquial, predicando, visitando enfermos y administrando los sacramentos, en los suburbios de las grandes ciudades italianas. Hacían un voto de pobreza singularmente riguroso, pues no les era siquiera permitido mendigar.

Las otras nuevas órdenes contemporáneas fueron la de los barnabitas, fundada por San Antonio María Zaccaria (1532) para las misiones rurales en las poblaciones del norte de Italia, y la de los Somaschi, que fundaron orfanatos y cuidaban de los niños abandonados y descarriados. Estas dos órdenes no llegaron a alcanzar gran importancia fuera de Italia, lo mismo que la nueva reforma franciscana de San Pedro de Alcántara quedó circunscrita a España. Pero existían otras órdenes cuya influencia había de ser universal.

La primera de éstas en el tiempo fue la franciscana reformada, que se llamó de los capuchinos, y empezó a funcionar en los últimos tiempos del reinado de Clemente vii, proporcionando a los papas de los ciento cincuenta años siguientes un ejército de predicadores populares, celosos y bien preparados, los cuales desarrollaron una labor inestimable entre las masas populares de Italia, de Francia y de Alemania. Ni siquiera los jesuitas tuvieron una participación mayor que la de estos nuevos franciscanos en las victorias de la Contrarreforma.

España, mediado el siglo, fue escenario de un gran resurgimiento de la orden carmelitana y de la vida contemplativa, que de un modo continuado fue progresando desde entonces. Sus actores fueron Santa Teresa de Jesús (1515-1582) y San Juan de la Cruz (1542-1591).

La más famosa de todas las nuevas órdenes fue también española en su origen: la Compañía de Jesús. No era sólo una nueva orden, sino una orden de tipo distinto, de religiosos que prescindían del principio clásico de la vida en comunidad y del coro. Dondequiera que se hallase un jesuita, allí estaba la orden. Todo el individualismo característico de la época fue aprovechado por la Compañía y puesto al servicio de la religión. La disciplina de la orden, que reflejaba las tendencias autoritarias en boga, era algo nuevo en su severidad militar y proporcionó el instrumento más perfectamente subordinado que el papado tuviera jamás a su disposición. La instrucción era larga: una disciplina de la voluntad al servicio de la voluntad de Dios, puesta de manifiesto en la ejecución de cualquiera de las órdenes que diese el superior, era su principal objeto. El jesuita debía estar perfectamente impuesto en lo mejor que el Renacimiento podía brindar. Dondequiera que la Santa Sede los necesitase, allá iban los jesuitas, dispuestos a realizar cualquier labor que se ofreciera. Desde el primer momento gozaron de una merecida reputación como predicadores. controversistas, confesores y educadores, y sin darse cuenta viéronse pronto envueltos, al igual que sus superiores los papas, en toda la actividad político-religiosa de las postrimerías del siglo XVI.

En los nombres de sus primeros grandes santos — Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Francisco de Borja, Pedro Canisio, Luis Gonzaga, Roberto Belarmino — queda reflejada toda la historia de un aspecto de la Contrarreforma. San Ignacio no sólo fundó la Compañía y la dotó de instrumento tan maravillosamente eficaz como los Ejercicios Espirituales, sino que, como director espiritual, su personalidad influyó progresivamente en toda la espiritualidad del catolicismo. San Pedro Canisio fue para Alemania un segundo San Bonifacio, y San Roberto Belarmino dió a la vida católica teológica una orientación que se mantuvo a lo largo de otros dos siglos y más.

Es verdad que el papel de la Compañía se ha exagerado, así por los que la detestan como por sus enemigos, pues ha sido, desde el principio, blanco de contradicción y raramente se ha escrito sobre ella con esa serenidad práctica que constituye su propio rasgo característico. Pero, sin la Compañía de Jesús, la Contrarreforma hubiera llegado a ser poco más que una solemnidad de piadosas resoluciones.

Una fuerza más oculta que esta compañía militante, y tan vital como ella para el éxito final de Trento y de todo cuanto Trento propugnaba, fue la influencia del sacerdote florentino San Felipe Neri (1515-1595), que durante cuarenta años, desde su humilde alcoba de Roma, dirigió la espiritualidad del gran mundo de la curia. A su labor, la dirección personal de un sinnúmero de almas, tanto como al indomable tesón de Paulo iv, se debe el destierro definitivo de la vida desarreglada de esas altas esferas. El enérgico papa arrojó a los demonios, y en el saneamiento colaboró San Felipe Neri, de un modo simple, sin ostentación, casi en broma, forjando un nuevo tipo de oficial de elevada espiritualidad, una nueva casta, de la que habían de salir nuncios, cardenales, legados y papas. En la obra del Oratorio Romano, que fundó San Felipe, se conserva lo mejor de la vieja tradición humanista y se abre un refugio para los espíritus religiosos que no pudieron sentirse captados por los rígidos teatinos, o por las severas virtudes militares de la gran Compañía española.

La amenaza de los príncipes. católicos.

En el programa que se había preparado para Trento figuraba un importante capítulo que el concilio no se atrevió realmente a afrontar, a saber: la reforma de los príncipes católicos. Los hechos habían de demostrar que nada de cuanto hiciera el gran concilio tenía más importancia que esto; y, sin embargo, de haberse procedido a la discusión de las espinosas cuestiones relacionadas con este asunto, el concilio hubiera envuelto, sin duda, a la Iglesia en tantos cismas, casi, como príncipes había. Pues, bajo este capítulo, el concilio se hubiera visto obligado a hacer declaraciones claras y precisas sobre la plena autoridad papal en cuestiones de moralidad pública tanto como privada: a reiterar las reivindicaciones formuladas, en circunstancias harto diferentes, por los papas de la Edad Media ; a exigir un explícito reconocimiento de la Iglesia, dentro de su campo de la fe y la moral, como sociedad libre e independiente, y a exigir para esta independencia garantías concretas y definidas. Y para cualquier príncipe del 1562, el dar tales seguridades hubiera sido ir contra la corriente general de las tendencias políticas de la época.

Por muy imposible que resultara esta reforma de momento, y por más que pudiera asegurarse que forzar su realización hubiese sido inoportuno. todavía fueron peores, poco menos que desastrosas, las últimas consecuencias adonde condujeron las tendencias absolutistas que quedaron entonces sin reprimir. A la larga, el absolutismo de los príncipes católicos había de arruinar la influencia del catolicismo en el sur, con tanta certeza como los protestantes la habían derribado en el norte, y había de infligir a la religión unos ultrajes que todavía se sienten como un obstáculo real. Y el descuido de reformar la moralidad pública de los estados católicos repercutió en último término sobre el propio papado. Era en un poder temporal no reformado en el que el papado tenía que apoyarse, siendo el precio de este apoyo, como siempre, las concesiones. El oportunismo, a despecho de Paulo IV y de San Pío v, se infiltró de nuevo en los consejos pontificios. En ellos alentaba algo mundano, que desempeñó su papel pernicioso en la corte pontificia y en los conclaves. Una vez que la crítica situación de vida o muerte del siglo xvi hubo pasado, reapareció, a trechos, en el propio papado un aseglaramiento mitigado y un nuevo nepotismo que prodigó el oro y la categoría social de príncipes romanos entre los parientes del papa. Es entonces cuando empieza la gran época de las familias de los Borghesi, Barberini, Pamfili, Chigi, etc., los afortunados parientes de Paulo v (1605-1621), Urbano viii (1623-1644), Inocencio x (1644-1655) y Alejandro vii (1655-1667).

Uno de los mejores ejemplos de la dificultad, y aun de la amenaza, que el príncipe católico podía representar para el papado reformador — el príncipe católico entusiasta de la reforma, pero decidido, a causa de la concepción absolutista de su autoridad, a dirigir él mismo la propia reforma —, lo ofrece el caso de Felipe II de España (1556-1598). Durante cuarenta años fue casi el único príncipe en cuya fidelidad a la fe podía ponerse una confianza ilimitada. Casi el único de los grandes príncipes, católicos o protestantes, para el cual la religión era un asunto de convicción profunda, íntima, personal.

Pero el rey hacía lo posible para conservar en sus manos toda la cuestión de la disciplina eclesiástica. Al poder real le corresponderá descubrir a los herejes, juzgarlos, castigarlos. Será a través del estado como los monasterios habrán de inspeccionarse y reformarse, y como los decretos de Trento, que el rey ha convertido en ley de la nación, habrán de imponerse. El rey gozaba ya del derecho de nombrar todos los obispos y, a través del mecanismo de la Inquisición, ejercía una estrecha vigilancia sobre las acciones de los mismos.

Pío IV se mostró, por necesidad tanto como por naturaleza, conciliador; San Pío v, independiente; Gregorio XIII, nuevamente conciliador, viendo principalmente en Felipe II un aliado convencido contra los herejes del norte. Pero entre Sixto v y Felipe, las disensiones ocasionadas por la determinación del papa a hacer real la independencia de la Santa Sede, llevaron al rey más de una vez al borde de la excomunión y enfrentaron a España con la perspectiva de un interdicto.

La crisis se produjo en los dos años que siguieron a la muerte de este papa. La política del rey de introducir a sus propios candidatos en el sacro colegio le había resultado tan bien, que ya figuraban entre los cardenales catorce súbditos suyos, tres de los cuales eran parientes próximos del mismo rey. En los cuatro conclaves de esos dos años, los que siguieron a la muerte de Sixto v (27 de agosto de 1590), de Urbano vii (27 de septiembre de 1590), de Gregorio XIV (13 de octubre de 1591) y de Inocencio Ix (30 de diciembre de 1591), la injerencia del rey fue mayor que nunca, y ello con vistas a asegurarse la exclusión de cualquier cardenal que pudiera resultar un papa demasiado independiente. Al reunirse el segundo de esos conclaves, envió una instrucción al sacro colegio en la que excluía a varios de sus miembros. En Gregorio xiv tuvo Felipe el papa de sus deseos. Pero la Providencia intervino, y después del siguiente y breve pontificado, la elección de Clemente VIII (1592-1605), a quien Felipe había puesto el veto tres veces, dió a la Iglesia un papa con toda la independencia de Sixto v y la flexibilidad de Pío IV. El serio inconveniente de un papa excesivamente vinculado al católico rey de España se había conjurado.

Durante toda la segunda mitad del siglo XVI los legados papales, jesuitas y capuchinos, batallaron heroicamente en Alemania, Suiza y Polonia por salvar para el catolicismo lo que aún quedase sin haber sido arrastrado por las nuevas herejías y por recuperar todo lo posible de los países que se habían perdido. El éxito que consiguieron fue considerable, aunque el norte de Alemania y Escandinavia se mantuvieron hostiles hasta el fin. Los desalentados católicos de la Alemania meridional sólo necesitaban, al parecer, la experiencia de unos sacerdotes realmente entregados a su vocación y perfectamente preparados para que se afirmasen en su antigua fe. El mayor obstáculo estaba todavía en los prelados nativos de alta alcurnia y en las disposiciones políticas de los príncipes católicos. Cuando Carlos v abdicó en 1556, el título imperial y los territorios germánicos hereditarios de su linaje no pasaron a su hijo, Felipe II (que entonces se convirtió en regente de Esparta, los Países Bajos, Milán, Nápoles y las nuevas tierras de América), sino a su hermano Fernando I. El nuevo emperador, aunque católico, mostróse todavía más inquieto que Carlos v ante las repercusiones que en sus planes de unidad alemana habría de tener la ofensiva de un genuino resurgimiento católico. Así se reanudó la vieja política de un vago e indefinido entendimiento entre las dos fuerzas religiosas que dividían el imperio.

Fernando murió en 1564, y su hijo y sucesor, Maximiliano II (1564-1576), se mostró manifiestamente favorable al protestantismo. El largo reinado del siguiente emperador, su hijo, el débil y excéntrico Rodolfo II (1576-1612), fue un gran desastre para la Iglesia. Los protestantes vieron que se les ofrecía la ocasión, y el compromiso establecido en Augsburgo en 1555 fue tan sistemáticamente violado que, hacia fines de siglo, parecía que los reformadores sólo tenían que presentar sus exigencias a costa de los católicos para ser complacidos. El heredero de Rodolfo fue su hermano Matías. Sus intrigas le despojaron, antes de que terminase el reinado. de todo, excepto del título imperial ; en la práctica, un cambio de gobernante que, una vez más, no representó ventaja alguna para sus súbditos católicos.

La única esperanza estaba en el siguiente heredero. el primo de Matías, Fernando, duque de Estiria. y en la cooperación de Fernando con los duques católicos de Baviera, que a lo largo de dos generaciones habían sido el puntal de la Contrarreforma en Alemania. Fernando, discípulo de los jesuitas, se había mostrado resuelto hasta la crueldad a impedir la penetración protestante en su estado católico. Había cerrado sus escuelas y desterrado a los profesores y misioneros. Al ser elegido emperador, en 1618, se propuso salvar el resto de sus dominios en la misma forma. Naturalmente, la elección de un católico tan activo, que era también un gobernante de probada competencia, después de cincuenta años de decadencia y vacilación, fue un reto que los protestantes no pudieron ignorar. Eligieron como rival al elector palatino, Federico, un príncipe calvinista cuya esposa era hija de Jaime 1 de Inglaterra. Esta elección originó la terrible guerra de los Treinta Años (1618-1648), el último gran acontecimiento en la historia de la Contrarreforma, pues dejó a ambas partes completamente extenuadas, la población de Alemania reducida a la mitad o quizá a un tercio y regiones enteras del país arrasadas, convertidas en parajes desérticos sólo frecuentados por los lobos, que erraban libremente por los mismos lugares donde antes se levantaban pueblos y ciudades.

La guerra de los Treinta Años.

La guerra de los Treinta Años, que nunca fue una guerra puramente religiosa, se convirtió al fin en una cuestión puramente política, en la que Francia y la casa de Habsburgo libraron otra de las batallas de su antigua enemistad. Su consecuencia religiosa fue la de confirmar en Alemania la norma adoptada en Augsburgo en 1555, de que en materia religiosa el pueblo alemán debía seguir la religión de sus príncipes respectivos; y como en el imperio había nada menos que trescientos cuarenta y tres príncipes autónomos, ello representó un increíble mosaico de variadas y pequeñas tiranías religiosas.

Contra la adopción de este principio cínico, inmoral y esencialmente antirreligioso, el papa Inocencio x (1644-1655) protestó enérgicamente, negando toda validez al tratado de Westfalia (1648), que lo había ratificado. Estos tratados, además, contenían innumerables cláusulas que disponían de bienes eclesiásticos y de jurisdicciones civiles que pertenecían a los príncipes eclesiásticos. Toda esa nueva ordenación, nuevas expoliaciones a la Iglesia y condonación de viejas expoliaciones, fue llevada a cabo prescindiendo por completo de la opinión o los deseos del papa. No se le hizo más caso en Westfalia en 1648 que en Versalles en 1919. Ni pudo él, tampoco en 1648, hacer más que elevar su protesta.

En este aspecto, la paz de 1648 señala realmente el fin de una época o, mejor, constituye la señal definitiva de que los tiempos en que la Iglesia católica, representada por su cabeza el papa, era una fuerza reconocida en la vida pública de Europa, había terminado. Al cabo de más de un milenio, el estado volvía a resolver sus cuestiones como si la Iglesia no existiera, y la Iglesia se vería ahora considerada, cada. vez más incluso por las potencias católicas, simplemente como una asociación colectiva de los que compartían las mismas creencias en materia religiosa: ya no sería la Iglesia, sino una iglesia. Los ciento cuarenta años que van desde la paz de Westfalia hasta la Revolución francesa se hallan dominados por el desarrollo de este nuevo principio anticatólico, en virtud del cual, por la negación en él implícita de la autoridad de la Iglesia como guía moral en las cuestiones públicas, los príncipes católicos tienden de nuevo a esclavizar al catolicismo, a ahogar su voz independiente y, fraccionando a la Iglesia en una serie de cuerpos nacionales, a convertirlo, cada cual dentro de sus dominios, en un mero órgano del estado. No se negará la doctrina católica tradicional sobre la encarnación, la redención, la gracia, o los sacramentos, así como tampoco la primacía papal. Los príncipes, en estas cuestiones, se jactan de su ortodoxia y continúan reprimiendo y castigando el protestantismo. Pero en ese otro campo, esa negación práctica del derecho de la Iglesia a enseñar y hacerse oir, son tan peligrosos para la existencia de la propia Iglesia como pueda serlo cualquier protestante.

Al mismo tiempo empieza a manifestarse el inevitable segundo estado del protestantismo, esto es, un cristianismo que rechaza totalmente la creencia dogmática, que se convierte en una simple cuestión de "buena voluntad para los hombres", que niega la existencia (o cognoscibilidad) de lo sobrenatural y se convierte en un mero culto de moralidad y benevolencia. Esta nueva derivación, el deísmo, ve en el catolicismo a su inevitable enemigo: si el catolicismo vive, no puede él sobrevivir, y el siglo XVIII se convierte en escenario de una enconada lucha, en la que los deístas toman la ofensiva y en la que cuentan con la ventaja de que los mejdres entendimientos de la época son sus aliados.

El deísmo — y la francmasonería, la nueva secta internacional en la que aquél halla su expresión social — no queda en modo alguno circunscrito a la Europa protestante. En el primer cuarto del siglo XVIII, en la reacción general contra la religión que sigue a la muerte de Luis XIV (1643-1715), adquiere gran influencia en Francia y, de aquí, se extiende a España y al reino español de Nápoles.

Hacia la mitad del siglo XVIII la Iglesia católica se encuentra más aislada de la vida europea que nunca en su historia. Los monarcas católicos no ven en ella sino un instrumento político, la intelectualidad está conjurada contra ella, la lealtad de los obispos y el clero en los países católicos es precaria y dudosa, y la necesidad de una reforma de la vida religiosa en todos los países en que Roma ha quedado reducida a la impotencia, se hace otra vez urgente.

La tragedia final, y la prueba de las trabas que los príncipes han puesto a la Iglesia, es la supresión, impuesta al papa Clemente xiv, de los mejores defensores del catolicismo: la Compañía de Jesús (1773). El catolicismo ha alcanzado en Occidente el mismo punto en que desapareció de Oriente: ¿cómo puede sobrevivir en estados absolutistas, mientras sus ideales no se impongan a esos estados ? Una solución al problema, una momentánea liberación del círculo vicioso, la proporciona la revolución, que arruinó las viejas monarquías absolutistas, dejando a la Iglesia arruinada también, es cierto, pero, por vez primera desde hacía siglos, libre, aunque tan poco acostumbrada a la libertad que, durante otro siglo aproximadamente, anda vacilante y da algunos traspiés en medio de la inesperada luz.
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1 Este cardenal fue a Inglaterra seis años más tarde para presidir, con Wolsey, la vista de la causa de nulidad del matrimonio de Enrique VIII.
2 San Cayetano y Juan Pedro Caraffa (Paulo IV).