5.
TRIUNFO DEL CRISTIANISMO
EN OCCIDENTE

1123 - 1270


- Renacimiento de la cultura
- Las nuevas órdenes de cistercienses y premonstratenses
- Extensión de la cristiandad
- Las Cruzadas
- La amenaza del emperador Inocencio III y los albigenses; los dominicanos y los franciscanos
- La lucha contra Federico II
- La crisis averroísta y Santo Tomás de Aquino
 


Renacimiento de la cultura.

El concordato de Worms fue un simple compromiso, pero el principio fundamental por el que habían luchado los papas a lo largo de dos generaciones había triunfado: se había conseguido que los reyes se abstuviesen en adelante del uso de su derecho a nombrar los obispos. Habían transcurrido más de seiscientos años desde que, con Clodoveo, esta nociva costumbre arraigó en el nuevo cristianismo de Occidente. El desarraigarla había impuesto una lucha que conmovió al catolicismo germano hasta sus cimientos, pero una lucha que, no deja de ser curioso, desplegó también nuevas energías espirituales, hasta tal punto que los dos siglos de la restauración hildebrandiana son probablemente únicos en la historia por la magnitud del vasto renacimiento social y cultural que supusieron.

El botín de la lucha fue la libertad papal en todas las cuestiones relacionadas con cualquier parte de la Iglesia. Debido a la naturaleza de los acontecimientos se había desarrollado una nueva centralización de la autoridad eclesiástica. El papado había sido el instrumento de las reformas, el apoyo de todos los obispos celosos de la cristiandad que afluían espontáneamente cada vez más, de todas las partes de la Iglesia, a Roma en busca de ayuda contra los déspotas y de solución para sus diversos problemas cotidianos. Para ayudar a la obra de esta nueva centralización, los papas contaban con dos nuevos instrumentos de la mayor importancia : el "cuerpo" permanente de legados que actuaban sobre las jerarquías locales en los grandes concilios provinciales y nacionales que ahora se celebraban continuamente por todo el Occidente, y el derecho canónico recientemente organizado. Diecisiete años, poco más o menos, después del concordato de Worms, apareció el más famoso de todos los textos de derecho canónico, el llamado Decretum de Graciano, profesor de derecho canónico en la naciente universidad de Bolonia. No era una simple compilación de leyes, viejas y nuevas, clasificadas de acuerdo con la materia, sino una obra de jurisprudencia y ciencia legal que trataba del medio por el cual ciertas leyes aparentemente contradictorias habían de conciliarse en la práctica por el legislador, sentando de esta manera los principios de una verdadera ciencia legal de derecho canónico.

Hacia la misma época apareció el manual que ejerció en teología la misma influencia que la obra ele Graciano en el campo del derecho canónico: el Liber Sententiarum de Pedro Lombardo, maestro en las escuelas de París. Durante casi los cuatro siglos venideros había de ser el texto clásico sobre el que basarían sus lecciones todos aquellos que enseñasen teología en cualquier parte de Europa occidental. La aparición de esas dos grandes obras resume y simboliza el rápido avance de ese renacimiento cultural, del que fueron testigos la segunda mitad del siglo XI y la totalidad del XII.

Otro aspecto del mismo, cuyos frutos, sin embargo, no habían de madurar hasta pasado otro medio siglo y mas, fue la renovación del interés por los estudios filosóficos, renovación estimulada y determinada por la aparición de las primeras traducciones latinas de los escritos de Aristóteles. Estas traducciones fueron principalmente obra de clérigos españoles, cuyo interés por las cuestiones filosóficas y científicas se debía a su contacto con los árabes, entre los que se rendía, desde hacía siglos, un verdadero culto a Aristóteles y a los filósofos neoplatónicos. Al mismo tiempo que empezaron a darse a conocer de esta forma al Occidente católico la lógica y la física de Aristóteles, se comenzó la publicación por esos mismos españoles de traducciones de sus comentadores moros y árabes, de Avicena (980-1037) en primer lugar, y más tarde de Averroes (1126-1198), el más grande de todos ellos.

Dos nombres sobresalen entre los iniciadores de este gran resurgir del pensamiento : San Anselmo, el abad benedictino de Bec que en 1093 pasó a ser arzobispo de Cantorbery y gran paladín de los ideales hildebrandianos contra los dos reyes ingleses, Guillermo II y Enrique I, y Pedro Abelardo, uno de los más brillantes maestros de la historia y tino de los creadores de la teología científica, por su empleo de la nueva lógica en el estudio de la doctrina tradicional.

Otro efecto del resurgimiento general es la multiplicación de nuevas parroquias por doquier, la construcción de iglesias, de abadías y de las nuevas catedrales, que todavía permanecen como un desafío al atrevimiento humano. Se renueva la predicación que empieza a formar parte integrante de la tarea del sacerdote, cuando había sido una misión exclusiva del obispo, facilitada por la redacción, a cargo de los teólogos, de nuevas pautas doctrinales para la instrucción del pueblo. La práctica religiosa halla una poderosa ayuda en la nueva tendencia a meditar la vida humana de Jesús y de la Virgen. San Anselmo es, también aquí, un innovador, aunque el exponente más famoso del movimiento es San Bernardo, uno de los predicadores más grandes de todos los tiempos. Es ahora cuando la Salve Regina y el Santa Maria hacen su aparición. La fiesta de la Inmaculada Concepción se celebra también ahora por vez primera y precisamente por San Anselmo. Uno de los frutos de esa predicación es el resurgimiento de la devoción a la Pasión de Nuestro Señor. Empieza a popularizarse el crucifijo y la devoción a las cinco llagas. Se escribe el Jesu dulcis memoria.

Las nuevas órdenes de cistercienses y premonstratenses.

Pero los signos más notables de que ha amanecido una nueva era son las muchas órdenes religiosas que surgen, especialmente los nuevos monjes de la orden del Cister y los nuevos canónigos regulares de Prémontré. Cluny sufría, por el momento, un ligero eclipse. Una excesiva prosperidad y un abad indigno habían sido causa de su decadencia temporal, después de casi dos siglos de fervor y eficaz servicio a la Iglesia. Luego, a la fundación de las dos órdenes semi-eremíticas de Grandmont y La Chartreuse, sucedió el benedictinismo reformado de la abadía de Citeaux, fundada en 1098. El verdadero fundador de la orden, por ser el autor de la Charta caritatis que la organizó, fue el tercer abad de Citeaux, el inglés San Esteban Harding (1134). Pero el más conocido de todos sus monjes fue el abad de Claraval, San Bernardo (1091-1153). La regla seguida era la de San Benito, pero el fin que el monje cisterciense se proponía era la penitencia en expiación del pecado, de sus propios pecados y los de sus hermanos del Inundo. Practicaban una vida duramente ascética ; las abadías se construyeron en parajes desérticos y la orden no contaba con propiedad alguna, excepto lo que les procuraba el trabajo manual, del cual vivían los monjes, al tiempo que les servía de ocupación. En las marismas, los selváticos montes y las tierras incultas del norte de Europa, los cistercienses, durante los cien años siguientes, trabajaron sin cesar, debiendo ser considerados como los pioneros de la agricultura. Sus trabajos transformaron más de un erial en rica tierra de labranza. No era su propósito encargarse de la cura de almas; una severa simplicidad distinguía marcadamente sus iglesias y su liturgia de los antiguos monjes. Los edificios eran lisos, desprovistos de ornamentación. Las cruces y demás objetos del culto eran de madera y hierro. Pero la mayor innovación de Citeaux, llamada a influir en toda la historia posterior, fue su sistema de gobierno. Aparte y por encima de la autoridad autónoma de la abadía estaba la autoridad, no del abad de Citeaux, sino del capítulo general de todos los abades que se reunían anualmente para discutir el estado de la orden. Éste constituía el instrumento más eficaz imaginable contra la relajación, y desde entonces no se ha fundado una orden que no haya copiado en esto, de un modo u otro, a Citeaux.

La rapidez con que se desarrolló la nueva orden supera cualquier ejemplo de un movimiento religioso en los tiempos modernos. Existían 19 abadías en 1122. 70 en 1134, 350 en 1153, 530 hacia fines de siglo.

La orden de Prémontré era también un movimiento reformador, pero de clérigos no monjes, que vivían con todo en comunidad, al tiempo que atendían a la cura de almas en una parroquia. Este tipo de vida monacal había, sido prescrito para el clero por Nicolás II en 1059, y desde entonces se habían llevado a cabo varios intentos para organizar esta vida en común sobre la base de la regla de San Agustín y los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. La orden fundada en Prémontré en 1120 por San Norberto (1080-1134) fue la más famosa y la más afortunada de todas ellas. El espíritu de la regla era tan austero como el del Cister; pero, por primera vez en la historia de la Iglesia, la disciplina intelectual, el estudio y las clases formaron parte de la regla espiritual, en vistas, naturalmente, a la predicación y al servicio de las almas a que el premonstratense se consagraba por sus votos. Como en el caso de los cistercienses, el éxito de la nueva orden fue algo sin precedentes. En vida de su segundo general, el beato Hugo de Fosses, fundáronse más de doscientas nuevas abadías, los primeros seminarios que la Iglesia católica conoció.

Extensión de la cristiandad.

En todas partes empezaron también a construirse hospitales, orfanatos, asilos para ancianos y para penitentes, así como leproserías, fundándose a la vez cofradías de fieles para sostenerlos y congregaciones religiosas para atenderlos. Este movimiento, tendente a procurar una especie de seguridad colectiva para la piedad del seglar, halló también expresión en el sistema por el cual el propio seglar podía ahora afiliarse a las abadías de las nuevas órdenes religiosas, y en el fratres ad succurrendum de los premonstratenses pueden verse los comienzos del movimiento de la "orden tercera", que, en el siglo XIII, había de operar un cambio tan grande en la vida social de la época.

Dos aspectos de la vida cotidiana se vieron especialmente beneficiados por el renacimiento religioso y el legal que de éste se siguió. El antiguo respeto al matrimonio, a su indisolubilidad y santidad, que tanto había sufrido en los siglos de anarquía, fue gradualmente restableciéndose. Con esta campaña por la moral, en el más estricto sentido, libróse una guerra igualmente vigorosa contra la usura y contra la brutalidad de que daban testimonio por igual instituciones como las ordalías y los torneos. También aquí es la Iglesia la que establece y propaga la práctica llamada tregua de Dios, en un intento de salvar a los particulares y no contendientes, de la violencia de las continuas guerras y venganzas personales. Con ello, y por la consagración de la caballería como un servicio religioso, el soldado se compromete a no molestar a las mujeres, ni a los mercaderes ni a los paisanos, así como a no asolar las cosechas o devastar los huertos, y a no luchar en ciertos tiempos de penitencia ni, por respeto a los días santos, desde la noche del jueves hasta la mañana del martes. Al propio tiempo continúa el movimiento en pro de la abolición de la esclavitud y la trata de esclavos, que lentamente transformará al siervo en hombre libre.

El principal teatro de la actividad y expansión misionera durante esos años de restauración general continuó siendo Escandinavia, las tierras entre el Elba y el Vístula, Bohemia y Polonia y los principales actores las nuevas órdenes del Cister y Prémontré. El gran obstáculo para la expansión de la fe lo constituyó la procedencia germana de la mayoría de los misioneros y el carácter germanizante de sus métodos. Bohemia sufrió especialmente por esta razón, lo mismo que el catolicismo germano había sufrido antaño por el hecho de ser sus primeros apóstoles francos. La sede de Praga, por ejemplo, era una dependencia de Maguncia, y de sus diecisiete primeros obispos, siete fueron germanos. La reforma hildebrandiana tardó un siglo en llegar a los checos.

El mismo obstáculo se oponía a la expansión del catolicismo en Polonia ; pero los polacos establecieron un contacto más estrecho y sistemático con la Santa Sede, protegiéndose así contra la germanización. Entre 1050 y HSO 50 se fundaron numerosas sedes en Polonia, y misioneros polacos empezaron la conversión de Pomerania y Prusia.

Los treinta años que siguieron al concordato de Worms y al r concilio ecuménico de Letrán (1223-1153), los años que vieron florecer la mayor parte del progreso que venimos reseñando en las últimas páginas, fueron años de paz entre el papa y el emperador. Antes de ocuparnos de las nuevas hostilidades entre ambos, hemos de completar el cuadro de la época de Hildebrando con una referencia a la nueva ofensiva cristiana contra el Islam. Cuando Gregorio vil fue elegido papa, la cristiandad se hallaba todavía en posición inferior al islam en todos los aspectos materiales. El Mediterráneo era un mar mahometano; la cultura y prosperidad de la España musulmana rivalizaban con todo cuanto podía mostrar el Occidente cristiano, y una nueva raza, los turcos seljúcidas, ejercía fuerte presión en torno a Constantinopla y había invadido las tierras todavía cristianas de Asia Menor, derrotando con enormes pérdidas al emperador bizantino en Manzikert (1071).

En España, el siglo XI había visto el principio de una ofensiva antimahometana francamente victoriosa. Los nuevos reinos cristianos de Castilla y Aragón habían ido ensanchando sus territorios a expensas del territorio musulmán, y las hazañas del gran héroe que conocemos por el nombre de Cid Campeador y la conquista de Toledo (1085), hacen que sea éste un siglo glorioso en la historia de la España católica. De haber sido menor la rivalidad entre los diversos Estados cristianos nacientes, la ofensiva hubiese podido ser más eficaz aún. De hecho, por el este no se extendió más hasta pasado un siglo, pero en el oeste una cruzada liberó Portugal y en 1147 conquistó Lisboa.

Las Cruzadas.

Las victorias islámicas en el este habían impresionado hondamente a San Gregorio VII, que planeó un movimiento general europeo para recobrar las tierras perdidas. Este plan no había de llevarse a efecto en su tiempo, reservándose su ejecución a su discípulo predilecto, Urbano II, en el concilio de Clermont (1095). El papa concedió indulgencia plenaria a todos aquellos que se comprometiesen a luchar por el rescate de los Santos Lugares del poder de los turcos, y los caballeros, soldados y paisanos de Occidente acudieron en inmensos ejércitos y enormes multitudes a la liberación de Jerusalén para salvar sus almas. Jamás había conocido Europa una propaganda tan vasta y lograda como la predicación de esta primera cruzada, y su éxito es una prueba elocuente de la influencia sobre el público medio que la nueva reforma prestaba al papado, y de su popularidad entre todas las clases sociales.

No debe pensarse, con todo, que ese inmenso movimiento se viera milagrosamente libre de las plagas que siempre medran cuando la humanidad se moviliza en masa. Timadores, logreros, aventureros, maleantes de toda índole, falsos profetas, charlatanes y fanáticos religiosos hallaron aquí su hora ignominiosa a la sombra de la gran aventura espiritual. Ni dejaron de necesitar aquellos rudos soldados las virtudes de la justicia y templanza una vez que la fe hubo consagrado su fortaleza al servicio de Dios.

Los grandes ejércitos reclutados avanzaron lentamente hacia el este durante 1o97 y 1o98. Tomaron diversas plazas fuertes á los turcos en Asia Menor y, en 1o98, después de un largo asedio, cayó Antioquía en su poder. El 14 de julio de 1099 conquistaron Jerusalén, la meta de sus sueños, y establecieron varios estados latinos, en torno a los cuales había de girar una grandísima parte de la historia de los dos siglos venideros.

Esos estados jamás gozaron de una posición realmente fuerte, y es bastante dudoso que hubiese sido posible establecerlos en esas condiciones, de no hallarse el Islam resquebrajado por escisiones internas en el momento de las cruzadas. En cuanto cesasen estas disensiones, en el momento en que el Islam recobrase su unidad y surgiera un nuevo caudillo, esos estados se hallarían inmediatamente en grave peligro. Para defender el dominio católico sobre los Santos Lugares, surgió entonces la más sorprendente de todas las instituciones del catolicismo medieval, las órdenes religiosas cuyos miembros no eran sacerdotes sino soldados, con los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, más un cuarto de defender con la espada los Santos Lugares. Los más famosos de esos monjes soldados fueron los Caballeros Hospitalarios y los Caballeros del Temple.

Pero, aparte del peligro mahometano, los católicos de Siria tenían un segundo perpetuo enemigo en los emperadores bizantinos, que, aunque muy interesados en que el Occidente atacara en sus reductos al Islam, no contaban con verlos luego instalarse establemente en los territorios que iban liberando. Desde el primer contacto entre cruzados y bizantinos hubo traición por una parte y violencia por la otra, y una contienda funesta para la cruzada que culminó con la conquista y saqueo de Constantinopla por los cruzados, en 1204, que impusieron un latino en el trono de Bizancio.

Consecuencia inmediata de estas disensiones entre latinos y bizantinos fue el éxito alcanzado por la contraofensiva mahometana que reconquistó Edesa en 1144. El desastre cayó en Occidente como un aviso que despertó de nuevo el fervor religioso. fue San Bernardo, que dominaba todos los aspectos de su época como a pocos les ha sido dado, quien predicó de nuevo la cruzada. Pronto se organizaron nuevos ejércitos y el mismo emperador y el rey de Francia abrazaron la cruz. Pero una serie de desastres dejó al ejército diezmado mucho antes de llegar a Jerusalén (1148), no pudiendo ni recuperar Edesa ni tomar Damasco. Éste fue el desdichado final de algo que parecía prometedor. Con él la propia idea de la cruzada recibió un golpe del que nunca llegó a recobrarse en realidad.

El fracaso de la segunda cruzada puede considerarse como un indicio del desgaste sufrido por la energía espiritual de la restauración hildebrandiana. Otro indicio claro de lo mismo lo encontramos en el nuevo ataque a la libertad de la Iglesia, para el cual el agresor encontró no pocos aliados entre los obispos, e incluso entre los cardenales.

Iba a empezar un forcejeo que supondría casi cien años de tensión y lucha, en los que la reforma moral y la restauración de los ideales cristianos que acababan de llevarse a cabo se verían gravemente comprometidos. El mismo siglo había de ver también la aparición de una doble amenaza, no sólo para la Iglesia como expresión suprema de la vida cristiana, sino para su propia existencia, en el súbito resurgimiento y expansión del maniqueísmo y en la difusión de una filosofía materialista y atea en las nacientes universidades. La Iglesia, no obstante, había de conservar su vitalidad. Aunque íntimamente herida por la larga lucha con los príncipes seculares, pudo, sin embargo, superar los demás peligros, fundó las universidades y una nueva filosofía cristiana y creó las dos nuevas órdenes religiosas de los Predicadores y de los Frailes Menores, fundadas, respectivamente, por Domingo de Guzmán y Francisco de Asís.

La amenaza del emperador.

El nuevo forcejeo con el césar no empezó como una lucha por recobrar los derechos sobre la Iglesia, injustamente usurpados por el emperador, sino como una defensa de la libertad recientemente conquistada frente a la tentativa de imponer por la fuerza algo parecido al régimen que había agostado a la Iglesia oriental. El emperador Federico I (1150-1190), llamado Barbarroja, declaró explícitamente que él era el sucesor de Constantino y Justiniano, tanto como de Carlomagno, y reclamó sobre la cristiandad la misma autoridad que ellos habían ejercido en su tiempo sobre el imperio. En apoyo de su pretensión, y para darle una apariencia y forma legal, invocó el recientemente redescubierto derecho romano, con su concepto del estado absoluto y su vasto repertorio de principios y estatutos acomodados a esta doctrina. "La ley es lo que quiere el emperador", declaró su canciller en la dieta de Roncaglia (1158) a los legados papales. El peligro de esas ideas era tanto mayor cuanto las aspiraciones imperiales de Federico no se limitaban a su territorio germano, sino que planeaba seriamente convertirse en emperador efectivo de Italia y de la misma Roma. "Si yo, emperador de los romanos, no tengo derechos en Roma, declaró, entonces no tengo derechos en parte alguna".

Al cabo de varios años de escaramuzas con el papa — Adriano IV (1154-1159)1 — en que las posiciones quedaron bien definidas y el papado hubo de enfrentarse con la realidad de ver a Federico convertido en verdadero emperador de Roma y dueño de la Iglesia, si no se preparaba para la lucha, la guerra empezó en abril de 1159, con la tercera de las ya numerosas invasiones imperiales de Italia. Cinco meses después moría el papa repentinamente, y los partidarios del emperador eligieron un papa por su cuenta, en oposición al papa elegido por la mayoría de los cardenales, Rolando Bandinelli, que se llamó Alejandro III.

El nuevo papa era uno de los discípulos más distinguidos de Graciano y el primero de los grandes canonistas que se sentaba en la sede de San Pedro. fue providencial para la Iglesia que su reinado durase veintidós años (1159-1181). La enorme cantidad de decisiones dictadas por su cultivado intelecto y expuestas en una terminología científica, respuestas a apelaciones procedentes de toda Europa (y de Inglaterra más que de cualquier otra parte), había de constituir la base principal para la primera compilación oficial de derecho canónico, realizada en 1234 por su sucesor, Gregorio IX. En esa actividad, desarrollada día a día por la curia romana, preocupada ahora por todas las iglesias del mundo, empezamos a ver los frutos de la reciente centralización, el ejercicio de su recobrada primacía, que, desde la restauración bajo los papas de la época hildebrandiana, se había convertido en una segunda naturaleza del papado. Alejandro III merece, como legislador y estadista eficaz, ser clasificado entre los más grandes papas : uno de los diez primeros en la larga lista de 260. Su actividad de eficiente reformador culminó en la legislación del concilio general por él convocado en 1179 2.

El gran afán de Alejandro III, como de todos los papas medievales, es la perfección de la vida cristiana, y su mayor problema es cómo lograr que se obedezcan sus mandatos. Las comunicaciones eran difíciles, hasta un punto casi inconcebible hoy día ; el papa medieval no tenía la libertad en la elección de sus subordinados que tienen los papas modernos en general, y aun cuando podía elegir sus obispos, las circunstancias de la época agarrotaban hasta tal punto la actividad del obispo con empleos civiles, políticos y militares, que el ministerio pastoral quedaba siempre oscurecido y, con harta frecuencia, totalmente olvidado. Las leyes mejores languidecieron siempre que no se dispuso de medios para obligar a acatarlas, y las leyes de tipo positivo, no simplemente punitivas, deben operar de otro modo que por el temor a la sanción si han de producir los frutos deseados. "Es el espíritu lo que da vida", en esto como en todo, y aunque el espíritu nunca cesó de batallar a través de la Edad Media, el mundo pesaba; muy a menudo por cierto, demasiado para él en el desarrollo de la burocracia eclesiástica y del gobierno de la Iglesia. El magnífico programa de Alejandro III nunca se llevó realmente a la práctica, y cuarenta años más tarde, en el siguiente concilio general 3, su ilustre sucesor, Inocencio al publicar una colección de leyes más admirable todavía, declara explícitamente repetidas veces que él no hace sino revalidar los cánones de 1179 que en ninguna parte fueron obedecidos.

Respecto de Federico Barbarroja, con quien siendo todavía legado pontificio ya había tenido ocasión de cruzar las espadas personalmente, Alejandro III adoptó desde el primer instante una postura firme. Se negó a someterse a cualquier especie de arbitraje en la causa entre él mismo y el antipapa impuesto por el emperador, y aunque obligado a abandonar Roma por el ejército imperial, logró evitar que el cisma se propagase a Francia y a Inglaterra. Su genio político hizo también que se sumaran a la causa de la Iglesia las grandes ciudades del norte de Italia, cuya independencia estaba asimismo amenazada por el nuevo espíritu que se manifestaba en Germania. Federico replicó con unas medidas que son un anticipo a las de Enrique viii de Inglaterra contra un papa posterior. Se obligó a todos los obispos, abades, sacerdotes y monjes a repudiar bajo juramento a Alejandro y reconocer al antipapa. El castigo por negarse a ello consistía en la deposición, pérdida de bienes, mutilación y destierro. Una intensa propaganda forzó a que se aceptase la imposición por toda Alemania. Así, por segunda vez en el transcurso de un siglo, Alemania se vió sometida a una especie de catolicismo antipapal. Esta situación había de repetirse una y otra vez durante los dos siglos venideros, dato que hay que tener en cuenta para explicarse el éxito obtenido por el más importante de todos los movimientos contra Roma en la Alemania del siglo xvi.

La guerra prosiguió con fortuna variable durante diecisiete años, hasta que en la gran batalla de Legnano (29 de marzo de 1176) el ejército de las ciudades italianas derrotó por completo al emperador. Por la paz de Venecia (1177), éste reconoció a Alejandro como papa, solicitó la absolución y prometió llegar a un acuerdo en lo tocante a la restitución de las tierras que por derecho pertenecían al papa en Toscana.

Cuatro años después moría Alejandro, después de veintidós de pontificado. A partir de este momento, en los 17 años que siguieron se sucedieron nada menos que cinco papas, todos ellos ancianos achacosos, el último de los cuales rayaba en los noventa años cuando fue elegido. En esos años, buena parte de la obra realizada por Alejandro se vino abajo y, en un momento fatal un papa, Lucio III (1I81-1185), consintió el matrimonio entre el heredero de Barbarroja, Enrique. y la heredera del trono de Sicilia. Si Enrique llegaba un día a emperador, como la dignidad era electiva, y sólo el papa podía consagrar y coronar al emperador electo, el papado se vería en una posición aún peor que en tiempo de Alejandro, pues el reino de Sicilia incluía todo el sur de Italia, siendo su rey a la vez emperador y, por lo tanto, fuerte y quizá hasta poco escrupuloso, quedaba el estado pontificio y la independencia del papa a su merced.

Barbarroja murió en 1190, camino de Tierra Santa para tomar parte en la III Cruzada. Enrique, que ya reinaba en Sicilia desde la muerte de su suegro en 1189, fue elegido emperador. Para hacer frente a este formidable personaje, los cardenales eligieron papa a un anciano de ochenta y cinco años, Celestino III (1191-1198). Durante los siete años siguientes, Enrique VI fue de triunfo en triunfo. Aplastó a sus rivales y vasallos rebeldes, y se hizo realmente dueño de Alemania e Italia central y meridional, ocupando para ello buena parte de los propios estados pontificios. Planeó hacer el Imperio hereditario para su familia, lo cual, de haber tenido efecto, hubiera significado el fin de la independencia papal, y soñaba en una nueva cruzada que había de convertirle también en emperador del Oriente.

Lo que liberó a la Iglesia fue la súbita muerte de Enrique (septiembre de 1197). Pocos meses después, el anciano Celestino III moría también. Enrique había dejado un niño de tres años como heredero del trono de Sicilia. Los cardenales, en cambio, eligieron para el solio pontificio a un joven de treinta y siete años, Lotario de Segni, que se llamó Inocencio III. Había de reinar durante dieciocho años (1198-1216), y su pontificado es generalmente considerado como el momento cumbre del dominio papal en Europa.

Inocencio III y los albigenses; los dominicanos y los franciscanos.

Hay justo motivo para considerar los diecisiete años (1181-1198) que me
dian entre Inocencio III y Alejandro III como el período más crítico de la Edad Media. Y si esto es verdad, Inocencio es, debido a las afortunadas resoluciones que adoptó para afrontar la crisis, el salvador de la civilización medieval y, por ende, de la civilización posterior. De cuantos peligros se cernían entonces sobre la cristiandad, el mayor de todos era el resurgimiento del maniqueísmo, que, iniciado unos cien años antes, había hecho suyo todo el sur de Francia (Provenza) y buena parte del norte de Italia. La situación era más grave en Francia, porque la familia reinante, los condes de Provenza, patrocinaban el movimiento. Éste reapareció con todos sus señuelos habituales. Ahí estaba la antigua solución, tan obvia en apariencia al problema que siempre ha tentado al entendimiento humano : ¿qué es el mal, cómo se origina, cómo podemos librarnos de él? El mal, para el maniqueo, era la materia, y la materia era el mal. Esto llevaba aparejada la creencia en dos dioses, un dios bueno y un dios malo 4, y la práctica de la abstención : abstención de alimentos, del matrimonio y, principalmente, de concebir. Morir de hambre, el suicidio y el aborto eran actos buenos. El "amor libre" y el vicio contra la naturaleza; aunque inconvenientes, eran, sin embargo, menos graves que la fructífera unión conyugal. Se dividían en dos grados : los "perfectos", que practicaban la doctrina ascética en toda su rigidez, y los "oyentes", que se limitaban a comprometerse a un futuro alistamiento entre los "perfectos". Se les admitía en este grado mediante el rito llamado consolamentum, y mientras lo recibieran en el lecho de muerte, tenían asegurada la salvación. El culto se reducía a simples explicaciones de la Biblia, y la jerarquía constaba de una serie de oficiales. Bien organizada como estaba, pronto ganó adeptos entre la culta nobleza de esa tierra de trovadores, lo mismo que entre la adinerada clase mercantil. La secta, llamada de los "albigenses", nombre tomado de la ciudad de Albi (Provenza), construyó por doquier escuelas y abrió talleres para procurar un medio de vida a sus adeptos.

El sur de Francia era una provincia curiosamente orientalizada desde los días de la invasión mahometana, hacía quinientos años, y por el número de judíos que en ella medraban, se la venía llamando la segunda Judea. Hacia fines del siglo XII todo hacía prever que, entre el papado y sus dos grandes apoyos, las iglesias francesa e inglesa, iba a interponerse una nueva cultura anticristiana, militante y activamente hostil.

Inocencio III trató la cuestión como lo requerían su gravedad y urgencia. Intentó la persuasión y ensayó la predicación. Tras el fracaso de los misioneros, fué, naturalmente, a los cistercienses a quienes recurrió en ese siglo cisterciense, así como otros papas posteriores recurrirían a los jesuitas, y asesinados sus legados y puesta de manifiesto la traición y las intenciones anticatólicas del príncipe reinante. Raimundo VI, se decidió a lanzar una cruzada contra Provenza. Durante veinte espantosos años se prolongó la lucha, sin que los papas lograsen siempre mantener a los cruzados dentro de los límites convenientes, encontrándose desde el principio que, unirla al entusiasmo por la fe. iba muy a menudo la codicia de los bienes y tierras de los herejes. En lo político, el resultado de la guerra fue que el rey de Francia se hizo dueño tanto del norte como del sur.

De esta empeñada defensa de la religión y la civilización, del más grave peligro que jamás las habían amenazado, nacieron dos instituciones que habían de tener un gran porvenir : la Inquisición, y una nueva sociedad religiosa, la Orden de predicadores, fundada por un canónigo regular español, Santo Domingo de Guzmán.

La Inquisición era un tribunal nuevo, instituido por el papado y responsable ante el mismo, cuya misión era descubrir y castigar a los católicos que abrazasen la herejía. Mucho antes de que la Iglesia decretase ningún castigo particular contra los herejes, la opinión pública se había mostrado en toda Europa bárbaramente hostil a los mismos, y muchos de ellos habían hallado la muerte en severas depuraciones. Los príncipes tampoco se habían mostrado menos crueles, y, en cierto modo, fue bajo su presión como los papas, desde últimos del siglo XII, habían empezado a decretar otros castigos para la herejía, aparte de la excomunión. Los últimos pasos se dieron con el edicto del concilio de Letrán de 1215, que castigaba con la confiscación de bienes y el destierro a todos los herejes: y el establecimiento por Gregorio IX (1227-1241), en 1233, de los tribunales especiales que habían de entender en el asunto. Los inquisidores adoptaron un procedimiento muy parecido al de los nuevos tribunales de justicia de Inglaterra, y en torno de la institución fue creándose gradualmente un nuevo sistema de leyes y de enjuiciamiento criminal. En dos importantes aspectos vióse éste influido por el resurgir contemporáneo del derecho romano, a saber : en la introducción de la pena de muerte para el hereje convicto, y en el uso de la tortura en el interrogatorio de los acusados.

Santo Domingo era un canónigo regular español, a quien la casualidad de un viaje diplomático puso en contacto con la misión cisterciense destinada a los albigenses, hacia el año 1205. En seguida comprendió que la pompa oficial de los legados y sus ayudantes era un gran impedimento para su labor y, además, que los católicos vacilantes sólo podrían mantenerse en la fe ayudados por unos sacerdotes que la conocieran a fondo tanto para defenderla como para sentirla, y que en su vida fueran tan despegados de las riquezas y comodidades como los ascetas de la secta. En el grupo de predicadores congregados en torno suyo tenían cabida todos esos ideales, y de esa afortunada asociación nació una orden religiosa totalmente distinta, la primera orden religiosa propiamente dicha. Hasta aquí habían existido canónigos regulares y monjes, y en algunos casos los varios monasterios estuvieron vinculados por un superior común, el abad de Cluny, o el Capítulo General de Citeaux. Pero el monje estaba ligado al monasterio particular, y cada, monasterio, en los dos casos citados, gozaba de una autonomía efectiva. Los frailes predicadores no eran una simple colección de masas, sino un ejército de sacerdotes, organizado en provincias bajo un Maestro General, y dispuestos a acudir donde se les necesitase, y sin la obligación de residir en ese o en aquel convento. Su permanencia, no estaba ligada a un convento particular, sino a las órdenes y la voluntad de su superior. Esto constituyó una innovación sorprendente y sumamente provechosa, adoptada por todas las órdenes desde entonces.

Los hermanos de Santo Domingo no se dedicaron generalmente a la cura de almas, como los canónigos regulares de Prémontré, sino a la obra específica de la predicación. Esta dedicación suponía para los miembros de la nueva institución una especial obligación de estudio, como parte de su vida y disciplina religiosa, en un grado desconocido para las órdenes anteriores. También esto significó un cambio de muy vasto alcance, y antes de que el siglo terminase, la Orden había adquirido ya ese carácter; que todavía conserva, de sociedad de teólogos profesionales. Sus estatutos fueron una interesante combinación de Citeaux y Prémontré, con una especial flexibilidad para acomodarse a las nuevas necesidades. No es extraño, por tanto, que su expansión fuese rápida y que pronto toda Europa conociese la nueva institución.

Con todo, su expansión no fue tan rápida como la de otra nueva orden contemporánea, la de los frailes menores. Si la aparición de los dominicos, a los que, por cierto, Inocencio III no pudo ver organizados en vida 5, demostró la necesidad de una reeducación en la fe, la de los frailes menores puso de manifiesto el creciente espíritu mundano de los cristianos cuya fe se conservaba ortodoxa, y un cierto descontento entre los fieles piadosos por el bajo nivel espiritual del clero en general.

La prolongada lucha entre papa y emperador había brindado infinidad de oportunidades para que se pusiera de manifiesto que las costumbres de la cristiandad estaban todavía lejos de alcanzar la perfección. La antigua codicia y rapacidad, el desprecio de las leyes matrimoniales, la sempiterna preocupación de los prelados por las cuestiones de este mundo, el descuido en que tenían su elemental obligación de maestros y padres espirituales, originaron, a través del renacimiento del siglo xii, una multitud de movimientos más o menos anticlericales, con una aspiración común : el retorno a una imaginaria época perfecta del cristianismo, en que, de haber sacerdotes, eran perfectos, y en que las distinciones jerárquicas importaban poco, si es que importaban algo. A menudo esos movimientos eran tan heréticos como anticlericales. El predicado por Pedro de Bruys, por ejemplo, proclamaba la abolición de toda religión organizada y denunciaba la misa como vana exhibición. El más famoso de todos esos grupos del siglo xii fue el llamado de los valdenses, nombre tomado de su fundador, Pedro Valdo, un comerciante lionés convertido. Los valdenses eran, en primer lugar, ortodoxos en materia de fe, con la única pretensión de una vida en la que nadie fuese propietario.

La propiedad debía venderse y el producto entregarse en caridad. Así empezaron a practicar la pobreza y a predicarla. Como eran seglares, pronto se les prohibió predicar en muchos lugares, por lo cual muchos de ellos se rebelaron y empezaron a acusar a la autoridad eclesiástica, cayendo pronto todo el movimiento bajo la sospecha de herejía.

Los movimientos en pro de una vida de rigurosa pobreza dedicada a predicar la misma vida al prójimo no eran, por tanto, una novedad cuando, un día de 1208, un joven ciudadano de Asís, Juan Bernadone, comúnmente llamado Francisco, o el Francés, debido a su primitiva afición a las modas francesas y al estilo de vida francés, compareció ante Inocencio III y pidió la bendición papal para esa forma de vida en la pobreza. Este nuevo recluta de la vida apostólica era hijo de un rico comerciante, y su generosidad, su ingenio, sus dotes poéticas y musicales, su maravillosa alegría natural y buen humor lo habían convertido, desde hacía tiempo, en el jefe de la juventud de Asís. Luego se había vuelto hacia Dios, en una entrega sin reservas. Con un puñado de amigos, viviendo en chozas construidas con ramas y barro, predicó la penitencia por el pecado y la felicidad de una perfecta imitación de Cristo. Su sustento lo confiaba a la caridad del pueblo.

El movimiento era, empero, absolutamente ortodoxo. Había una notable lealtad a la Iglesia, a sus ministros y a sus sacramentos. En él se unían toda la austeridad de los valdenses con la poesía de los trovadores y el catolicismo más conservador. El papa bendijo la obra y todo el grupo se ordenó, Francisco de diácono y los demás de órdenes menores. En seguida se dispersaron para predicar por todos los pueblos y ciudades de Italia central.

No era éste un apostolado erudito, destinado a reconquistar a los que se habían pasado a la herejía o a fortalecer a los católicos que vacilaban en su fe. Era una misión para los propios católicos que llevaban una vida moralmente desordenada, en los que lo mundano y la prosperidad material habían sofocado los impulsos de la caridad. Lo que San Bernardo había hecho para el monje y el clérigo con sus sermones latinos, esta nueva orden de los hermanos menores (frailes menores) lo hizo para el hombre corriente en el idioma vulgar. Ellos le expusieron, con toda la simplicidad y ternura del evangelio, los sucesos de la vida de Nuestro Señor, le invitaron a mirarse en el evangelio como en un espejo y a hacer la enmienda necesaria.

Los frailes menores obtuvieron el éxito más extraordinario que ninguna otra orden conociera jamás. Donde los dominicos fundaban sus conventos por decenas, aquéllos los fundaban por centenares. A los diez años de su aprobación por Inocencio III había cinco mil franciscanos, y en I22I acudieron al capítulo general quinientos nuevos aspirantes en busca de admisión. Para que un movimiento con tan rápido desarrollo conservara su genuina orientación, se necesitaba algo más que el contacto personal con San Francisco y las generalidades evangélicas de la primera regla. Por esto se redactó una nueva regla, más detallada, en gran parte bajo la inspiración del cardenal Ugolino, más tarde papa, Gregorio IX (1227-1241). La gran característica de la orden era su extraordinaria devoción por la pobreza ; y en esto, antes de la muerte de Santo Domingo, los frailes predicadores se apresuraron a imitarla. La pobreza personal, desde luego, había ya distinguido al primitivo monacato. En estas nuevas órdenes la innovación consistió en que no sólo el fraile no podía poseer, sino que hasta la propia orden como tal rechazaba la propiedad, confiando enteramente en lo que la providencia de Dios quisiera procurarle. En este aspecto eran los dominicos los imitadores. Éstos, a su vez, prestaron ayuda a San Francisco cuando los frailes menores emprendieron el estudio de la teología, al desarrollarse su obra y unirse a ellos algunos sacerdotes. Muy pronto las dos órdenes, aunque cada una de ellas conservase su objeto, espíritu y sistema de gobierno, desarrollaron en todas partes casi el mismo tipo de labor. Codo con codo con los dominicos, los franciscanos enseñaban teología y filosofía en las universidades, y en la mayoría de las ciudades donde una de las órdenes tenía convento e iglesia, podía hallarse a la otra también. En adelante, mientras en aquellas partes donde ambas florecieran, la Iglesia poseyó lo que posteriormente ha venido faltando: un cuerpo activo de predicadores profesionales y de diestros confesores. No es fácil encarecer la importancia de estas dos órdenes para la prosperidad general del catolicismo en el último período de la Edad Media.

Una causa muy particular de su éxito fue el establecimiento de la orden tercera, verdadera orden religiosa abierta al pueblo, por medio de la cual hombres y mujeres, lo mismo casados que solteros, que continuaban en el mundo ejerciendo sus profesiones y formando sus familias, vivían bajo la dirección de los franciscanos, según una versión modificada de la propia regla de los frailes. Vivían dentro del espíritu de la orden, compartiendo todas las ventajas espirituales de esta estrecha relación con ella, y ayudados en su vida por un constante empeño de introducir en la misma algo de los ideales de la propia orden.

Los predicadores y los frailes menores fueron las principales, pero en modo alguno las únicas órdenes de frailes.

Para completar el cuadro de la asombrosa influencia del movimiento, habrá que mencionar también a los carmelitas, a los servitas y a los ermitaños de San Agustín, y a las congregaciones de seglares unidas a ellos. Y por lo menos habrá que citar a dos asociaciones sumamente fervorosas que trabajaban por la redención de los que habían caído cautivos de los moros : los frailes trinitarios y los de la orden de Nuestra Señora de la Merced.

Tal panorama ofrecía el deseo general de servir a Dios y estar unido a Él a través de su Iglesia. A pesar de ello, la lucha más espectacular por independizar a la Iglesia de la mediatización laica, en todo lo relacionado con el alma humana y, por consiguiente, en todos los asuntos propios de la misma Iglesia y en muchos de las mismas naciones cristianas, hubo de proseguir con sostenida violencia.

Inocencio III es el papa bajo cuyo mandato la monarquía papal, es decir, la soberanía efectiva del papa sobre toda la vida pública de la cristiandad, se considera generalmente que alcanzó su cenit. La Iglesia era ahora, por fin, un estado del mundo, no tanto internacional como supranacional, con su magistratura y sus leyes, su burocracia centralizada, su sistema financiero y sus ejércitos preparados para contener por la fuerza de las armas, por la amenaza y por la realidad de una guerra santa, cualquier rebelión contra las reglas doctrinales y morales o contra las directrices políticas del papado.

Fué, no obstante, una gran suerte para este papa-jurista el no haber tenido que hacer frente a un adversario tal como Barbarroja lo fuera en la generación precedente, o como el nieto de Barbarroja, Federico II había de serlo en los años venideros. Federico, en la época de Inocencio, era el rey niño de Sicilia 6, el vasallo del papa y pupilo suyo celosamente protegido, mientras en Alemania los príncipes rivales contendían por el imperio en una guerra civil, brindando al papa las mejores oportunidades para la proclamación de su doctrina de que el emperador es tal por gracia del papa, y el imperio existe para servir a la Iglesia. Aquí hay una revocación de lo convenido, cuatrocientos años antes, bajo el primero de esos emperadores medievales, Carlomagno. Entonces el emperador había prácticamente gobernado la Iglesia. Ahora el papa, el Vicario de Cristo, se proponía gobernar el estado, y esto en todas partes. Media Europa estaba ya bajo la soberanía feudal del papado, y el reinado de Inocencio vió también a Inglaterra sometida a esta soberanía. En Francia, una disputa entre el rey y el papa por una cuestión matrimonial llevó al cumplimiento de la amenaza de destitución, y el rey de León fue excomulgado por una causa similar. En todas partes donde este papa intervenía se apuntaba, aparentemente, un triunfo. Incluso la gran tragedia del reino, la impía subversión de la IV Cruzada en provecho de Venecia y el saqueo de Constantinopla que se siguió, pareció capaz de encauzarlos para bien, una vez constituido el imperio latino en Oriente.

Su pontificado se clausuró gozando el papa de soberanía en todas partes, y el iv concilio ecuménico de Letrán (1215) pudo presentar el más amplio panorama material y espiritual que jamás había conocido el cristianismo, con un programa perfectamente elaborado y detallado, de ulteriores consecuencias.

Hasta qué punto serían éstas llevadas a la práctica dependía, en último término, del interés y buena voluntad de los obispos de todo el mundo, y de que el papado estuviera lo bastante libre de otras preocupaciones para vigilar a los obispos. Los cuarenta años que siguieron, no obstante, habían de encontrar a los papas más atareados que nunca en la lucha por la existencia contra otro rival imperial. También, hay que tenerlo presente, el espíritu de la soberanía papal estaba cambiando rápidamente. Los papas benedictinos de la época de Hildebrando no sólo habían sido apóstoles de la reforma, sino que habían luchado con armas espirituales principalmente, y su intención sacerdotal y pastoral nunca se había empañado. Pero ahora era el canonista, el jurisperito, el estadista eclesiástico quien empezaba a predominar en los papas sucesivos, y de ahí que en adelante no sea tan evidente en la personalidad de los mismos aquella feliz síntesis de soberano, reformador y guía espiritual que había simbolizado la pugna del siglo precedente. No carece de significación el hecho de que, mientras de los once papas del grupo anterior, dos han sido canonizados y otros dos beatificados, de los quince que tuvieron que hacer frente a los Hohenstaufen, ninguno ha sido siquiera citado hasta el presente para tal reconocimiento de santidad. Estos papas posteriores, aunque ninguno de ellos indigno, recurrieron a las armas de este mundo. Supieron manejarlas y salieron victoriosos, pero al precio terrible del prestigio de su ministerio, cuando no. todavía, del prestigio de su propia sede.

La lucha

El nuevo enemigo era el joven rey de contra Federico II. Sicilia, Federico, elegido emperador en 1213 por voluntad de Inocencio III. Condición de su elección había sido el que Federico jamás uniría sus dos dignidades, pero en 1220 tuvo un hijo, al que había de entregar Sicilia al ser elegido rey de romanos y futuro emperador. Y así originó en Sicilia el estado elaborado más despóticamente que se había conocido en la Europa occidental desde el tiempo del imperio romano. Federico dispuso de once años, los once años que duró la regencia de su viejo tutor, el papa Honorio III (1216-1227), durante los cuales fue cimentando sin tregua su intento de dominar el papado. Pero el sucesor de Honorio, Gregorio IX, el amigo y protector de San Francisco, estaba fundido en otro molde. Pariente de Inocencio III 7, era un erudito, un canonista y un experto diplomático. Inmediatamente puso manos a la obra y, mediante un perentorio requerimiento a Federico, puso fin a la farsa, prolongada durante once años, de la solemne promesa anual del emperador de que partiría en la Cruzada, y de su desdeñoso incumplimiento anual de tal promesa. El emperador, en réplica, denunció al papa y fue excomulgado. Acto seguido partió hacia Oriente con un ejército y, mediante un tratado con el sultán, coronóse rey de Jerusalén en la iglesia del Santo Sepulcro. El papa había aprovechado la oportunidad para invadir su reino vasallo de Sicilia. del que Federico fue solemnemente despojado. El emperador regresó para encontrarse con el territorio en poder de las tropas pontificias. Una breve guerra las arrojó de allí, y Sicilia quedó a merced de la venganza de Federico. Gregorio lo excomulgó de nuevo e intentó levantar a la cristiandad contra él, pero en vano. Luego, por la paz de San Germano (1230), el emperador cedió de pronto en todos los puntos, fue absuelto y rehabilitado.

Transcurrieron diez molestos años, en que Federico consolidó su poder en su propio reino y, mientras compraba la paz en Alemania mediante liberales concesiones a los príncipes, se hizo dueño del norte de Italia como antes de Sicilia. Poco podía hacer Gregorio IX, fuera de negociar y argüir. En 1239 renovó la excomunión. Durante dos años se prolongó el duelo, replicando el emperador a las excomuniones pontificias con diversos alegatos, mientras los escritores de ambos bandos trataban con violentos folletos de atraerse la simpatía de la cristiandad. Gregorio murió el 21 de agosto de 1241, cuando las tropas de Federico se hallaban, en su avance, sólo a nueve millas de Roma.

En los dos años siguientes la Iglesia careció de papa 8, mientras Federico retenía prisioneros a dos de los once cardenales y los demás se dispersaban, temiendo por sus vidas. Al fin intervino el rey de Francia, San Luis IX, y habiendo puesto en libertad el emperador a sus prisioneros, se procedió a la elección. El nuevo papa fue también un canonista, después de Alejandro III el más grande de todos hasta entonces, Sinibaldo Fieschi, que tomó el nombre de Inocencio IV (1243-1254).

La actuación de Federico y sus manifiestos no dejaban lugar a dudas en cuanto a sus intenciones. Se proponía dominar en la Iglesia, lo mismo que en el reino de Sicilia. El anticlericalismo, acaso natural de un soberano enfrentado con las reivindicaciones eclesiásticas de su época, se alió entonces con la vieja doctrina pagana del estado omnipotente, y el emperador invitó a todos los príncipes de la cristiandad a que se le unieran en una cruzada para destruir a la Iglesia como sociedad independiente del estado.

Las intenciones de Inocencio no se manifestaron con menor claridad. Pretendía la destrucción de Federico y de cuanto éste representaba. En 1245 convocó un concilio general en Lyon, donde se juzgó y condenó a Federico. Tal como había procedido Inocencio III con los condes de Toulouse, así procedería Inocencio IV con Federico II. Predicóse una gran cruzada y se intentó alzar a toda Alemania contra él, mientras el papa buscaba aliados en Italia, poniendo ejércitos en pie de guerra y prodigando subvenciones.

La guerra se desarrollaba con éxitos alternos, hasta que, tras una serie de derrotas, mientras meditaba Federico nuevos planes y una reanudación de la contienda, le alcanzó la muerte el 13 de diciembre de 1250. Cuatro años después moría su hijo mayor, Conrado, dejando sólo un niño como sucesor y nombrando al papa como tutor del mismo. Pero la guerra no había terminado aún. Otro de los hijos de Federico, Manfredo, resistió todavía y hacia últimos del mismo año (1254) infligió una grave derrota al ejército pontificio.

Cinco días después moría Inocencio IV. Su sucesor, Alejandro IV (1254-1261), mostróse débil y vacilante, y durante los siete años de su pontificado, Manfredo fue de victoria en victoria. Hacia 1261 la influencia del papado era tan menguada como en los días que precedieron a la elección de Inocencio III, setenta años antes. La causa de la Iglesia se salvó gracias a la elección sucesiva de dos capacitados papas franceses, Urbano IV (1261-1265) y Clemente IV (1265-1268), ambos hábiles administradores. Reorganizaron la curia y con no menor acierto las finanzas papales. Negociaron nuevas alianzas y al fin consiguieron la cooperación activa, aunque indirecta, del rey de Francia, San Luis IX, que hasta entonces se había mantenido decididamente al margen de la titánica lucha. Ahora permitió a su hermano, Carlos de Anjou, que aceptase el ofrecimiento papal del trono de Sicilia, y en 1265 llegó Carlos a Italia y procedió a desalojar a Manfredo.

El 20 de enero de 1266 Manfredo fue derrotado en medio de una gran carnicería. También él cayó, en Benevento, y Carlos se convirtió en rey de Sicilia de hecho. Inició su mandato con tal despotismo, que movió a su patrocinador el papa a formular enérgicas protestas. Sus oprimidos vasallos buscaron un caudillo y llamaron de Alemania al joven duque de Suabia, Conradino, hijo de Conrado IV y nieto de Federico II, que se puso en marcha en septiembre de 1267, recibiendo, una tras otra, en las ciudades de su paso, una benévola acogida. También Roma se pasó a él, y Carlos fracasó en su intento de reconquistarla. Pero el 23 de agosto de 1268, la encarnizada batalla de Tagliacozzo puso fin a la larga lucha. Conradino fue derrotado y, después de una especie de proceso, Carlos le hizo decapitar públicamente en Nápoles.

Esto señaló el fin de los Hohenstaufen, aunque no, desde luego, el fin de las zozobras para el papado, que había logrado liberarse del enemigo germano, pero llamando al francés. Ahora quedaba por ver hasta qué punto el francés se mostraría dispuesto a continuar siendo el subordinado y sumiso vasallo del papa. Ya en el primer año de la nueva alianza se habían observado indicios de próximas desazones. En este momento tuvo que soportar la Iglesia el gran desastre de ver vacante, a la muerte de Clemente IV (1268), la sede romana durante tres años. Era la segunda vez que esto ocurría en los últimos treinta años.

Durante esos años de lucha contra los Hohenstaufen había ido tomando cuerpo un debate no menos importante para la suerte del catolicismo. Se trataba de una gran controversia filosófico-teológica, que se centraba en torno a la cuestión de si la fe debía o no transformarse por el empleo de nuevos métodos en su explicación y defensa. Era el antiguo problema de apologistas y gnósticos que volvía ahora a plantearse. La causa de este replanteamiento fue el descubrimiento gradual, por los católicos de la Europa occidental, de todo el cuerpo de doctrina aristotélico; descubrimiento que quedó más o menos completado en el primer cuarto del siglo XIII.

Nosotros apenas si podemos medir el influjo ejercido sobre las generaciones que lo presenciaron, por el gradual descubrimiento de la genial obra aristotélica. En ella se encerraba una enciclopedia de la ciencia humana, una amplia y detallada observación, descripción y análisis de la vida en todas sus formas: El mundo físico, el hombre, la vida y el pensamiento humanos, la naturaleza y causas de las cosas, la causa primera de todas las causas, el fin del hombre y los ideales de la conducta humana, todo ello estaba sistemáticamente expuesto por Aristóteles. Hacía la impresión de una guía para la vida del hombre tan completa como pretendía serlo el cristianismo, y era puramente racional. ¿Cómo podía ajustarse toda esa nueva ciencia a la fe tradicional? ¿Es que los católicos tenían que ignorarla? ¿Podían ignorarla? Y si no, ¿podían continuar siendo católicos y atenerse a ella?

Estas cuestiones comenzaron a debatirse apasionadamente por todas partes a partir, aproximadamente, de la fundación de la universidad de París en 1205, la primera y más famosa de todas las universidades y por largo tiempo una de las tres instituciones de trascendencia europea, junto con el imperio y la monarquía papal. Teólogos y filósofos se combatían mutuamente con gran ardor.

Complicaba aún más la cuestión el hecho de que ninguno de los controversistas poseía el verdadero texto de Aristóteles, o el suficiente conocimiento del griego para desconfiar de la fidelidad de las traducciones que habían de utilizar. Es cierto que hacia 1220 comenzaron a aparecer traducciones directas del griego, pero hasta entonces el texto latino no era con frecuencia sino una traducción de una traducción árabe hecha sobre otra siríaca, ésta, a su vez, hecha del original. Numerosos fragmentos no aristotélicos y neoplatónicos pasaron con frecuencia como de Aristóteles. Estas obras neoplatónicas tenían una apariencia a primera vista más conforme con la doctrina y la práctica católicas. Hacían hincapié en creencias tales como la inmortalidad del alma y la realidad de la Providencia, y además los sistemas se ofrecían como un medio práctico por el cual el alma podía unirse en éxtasis con Dios. Lo pernicioso de estos sistemas, que no aparecía tan manifiesto, estaba en que eran a menudo, en el fondo, realmente panteístas, lo mismo que Aristóteles era en apariencia materialista, fatalista y ateo.

Complicó todavía más aún la situación el hecho de que ese conjunto doctrinal aristotélico, de ciencia, lógica y filosofía, llegase al Occidente introducido por árabes, moros y judíos. Era en el ámbito musulmán, mucho más culto que el Occidente cristiano, y que anduvo muy cerca de destruir la cristiandad y arruinar por completo su vida cultural, donde, desde hacía quinientos años, se había desarrollado el culto a Aristóteles, y era allí donde habían surgido los grandes comentadores, a través de cuya erudición el Occidente pudo por vez primera conocer e interpretar al propio Aristóteles. Los nombres de dos de ellos, por lo menos, deben quedar consignados aquí: Avicena (980-1037) y Averroes (1126-1198). El conflicto surgido en las universidades del siglo XIII, y del que venimos hablando, puede en verdad resumirse como un duelo entre averroísmo y catolicismo.

La primera medida de la autoridad fue la prohibición del estudio de Aristóteles, exceptuados sus tratados de lógica, medida en modo alguno innatural ni ilógica, dado el general confusionismo que se había creado. La primera de esas prohibiciones se dió en 1210. Veinte años después, Gregorio IX la renovó, pero con alguna modificación. Paulatinamente el estudio iba poniendo en claro lo que había de estimable en la nueva enciclopedia y dónde residía exactamente el peligro ideológico. Allí donde estaba prohibido, se mantuvo la censura, pero con la salvedad de "hasta su corrección". La corriente que buscaba la "corrección" de los textos y la clasificación exacta de las doctrinas siguió adelante hasta que, finalmente, se alcanzó el punto en que los papas hicieron obligatorio el estudio de la Física y la Metafísica de Aristóteles para todos los candidatos a un grado. El aristotelismo se había convertido, como todavía sigue siéndolo, en la más valiosa ayuda humana para la explicación y defensa racional de la Revelación.

La crisis averroísta y Santo Tomás de Aquino.

Tres nombres de grandes santos van unidos a esta revolución y a la lucha católica contra el inminente peligro de averroísmo que amenazaba al cristianismo : San Alberto Magno (1193-1280), San Buenaventura (1221-1274) y Santo Tomás de Aquino (1225-1274). El primero y el último eran dominicos, el segundo franciscano.

Es mérito de San Buenaventura haber sido el primero en atacar el averroísmo y combatirlo con las armas naturales de la dialéctica. Nunca llegó a completar realmente su obra, pues a la edad de treinta y seis años quedó alejado de las universidades para, como general de su orden durante diecisiete años, convertirse en el segundo fundador de la misma (1257).

San Alberto era un intelectual de un tipo completamente distinto. Una especie de Aristóteles católico, científico tan completo como acabado teólogo, el cual, con espíritu aristotélico, se dedicó a aprender y a hacer asequible a los otros cuanto podía saberse del universo creado y de la relación de éste con su Creador. No era un polemista, y aunque el problema averroísta ocupó naturalmente gran parte de su pensamiento y es el tema de una de sus obras más famosas, la influencia que él ejerció fue indirecta: la de buscar a tal problema otra solución, y precisamente aristotélica. Fue San Alberto quien enseñó al más grande de todos los pensadores católicos, Santo Tomás de Aquino. En éste, al fin, encontró Aristóteles al pensador católico perfectamente preparado para comprenderlo, para distinguirlo de los comentadores, para conocer dónde su pensamiento estaba incompleto, y desarrollarlo dentro de la mentalidad aristotélica y demostrar que estaba en armonía con la doctrina católica. Es indudable que contribuyó grandemente a la futura historia de todo el pensamiento europeo por el uso que hizo de la distinción, científicamente expuesta por San Alberto, entre filosofía y teología, y por su insistencia sobre los derechos de la filosofía como ciencia independiente. Razón y fe son cosas distintas ; y la razón tiene sus derechos. La razón es suprema autoridad dentro de su campo propio, pero por ser limitado este campo, hay cosas que la razón no puede descubrir y verdades que, cuando son conocidas de otro modo que a través de la razón, la razón no puede demostrar que son ciertas.

Para sus contemporáneos, la síntesis de Santo Tomás, contenida en su Summa Theologica, fue algo revolucionario. En muchas de sus concepciones capitales abandonó los métodos apologéticos tradicionales y se puso abiertamente enfrente de la otra escuela antiaverroísta fundada por San Buenaventura y que, en cierto modo, él mismo seguía dirigiendo. Los innovadores del pensamiento raramente viven para ver triunfar sus nuevas ideas. Santo Tomás no fue una excepción de esta regla, y por mucho tiempo después de su muerte sus discípulos tuvieron que sostener una doble lucha contra los averroístas y contra los otros católicos que les hacían oposición. Aunque Roma nunca condenó a Santo Tomás, los teólogos de París sí lo hicieron en más de una ocasión, así como también algunos prelados de su propia orden. Sólo a los cincuenta años de su muerte quedó su posición asentada como enteramente ortodoxa. No exageramos al afirmar que este lento reconocimiento del genio enviado por Dios para salvar al catolicismo de la emboscada más sutil que jamás se le tendió y para construir la más valiosa de todas las concepciones sobre la fe y la razón ; esta lentitud en darse cuenta de lo que Santo Tomás era y lo que había realizado, es una de las tragedias más grandes del catolicismo medieval. Verdadera tragedia, que no se debía a la mala voluntad ni a la necedad de ningún hombre.
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1 El único inglés que llegó al trono pontificio.
2 Considerado el III de Letrán.
3 Considerado el IV de Letrán, 1215.
4 Es éste un modo de expresarlo sumamente elemental, pero que en esencia responde a la verdad.
5 Fue su sucesor Honorio III, quien, en 1216, los aprobó.
6 El heredero del emperador Enrique VI, que murió en 1197.
7 Como Inocencio lo era de Clemente III y como el propio Gregorio de Alejandro IV, y como Alejandro IV de Bonifacio VIII. Es de notar el creciente nepotismo.
8 Hay que exceptuar los once días de pontificado de Celestino IV, en el verano de 1241.