HISTORIA DE LA IGLESIA

 

EN LA PERSPECTIVA DE LA

HISTORIA DEL PENSAMIENTO

 

Por JOSEPH LORTZ

 

 

TOMO I

ANTIGÜEDAD Y EDAD MEDIA

 

 

EDICIONES CRISTIANDAD

 

Traducción de la edición 23, publicada por

ASCHENDORFF VERLAG, Münster 1965

con el título

GESCHICHTE DER KIRCHE

IN IDEENGESCHICHTLICHER BETRACHTUNG

*

Tradujo al castellano este tomo I

AGUSTIN ANDREU RODRIGO

 

Revisó y unificó toda la obra

JOSE M.a BRAVO NAVALPOTRO


 

EN RECUERDO DE CLEMENTE AUGUSTO CARDENAL VON GALEN QUIEN ME DEVOLVIÓ FIDELIDAD POR FIDELIDAD

 

PROLOGO A LA EDICIÓN 23

 

Esta exposición de la historia de la Iglesia lleva, ya desde su primera edición, la apostilla «en la perspectiva de la historia del pensamiento». Mas no ha de ser entendida en sentido exclusivo; quiere simplemente subrayar su peculiaridad. El concepto «historia del pensamiento» no debe dar pie para equiparar esta historia de la Iglesia a una dogmática con ilustraciones históricas, como han hecho algunos recensores. Lo que yo trato de describir es la propia historia, con su estructura pluriforme y su compleja estratificación, con sus corrientes principales y secundarias y sus contracorrientes, limitándome a las líneas fundamentales, pero de modo que aparezcan en primer plano las fuerzas rectoras, las ideas, el pensamiento.

 

Huelga destacar que con ello no se aboga por un distanciamiento de los hechos. Para que la idea fundamental sea realmente descubierta y comprendida es preciso considerarla en su relación, lo más estrecha posible, con el cuadro histórico concreto de cada época. Con el fin de facilitar esta visión de conjunto, en la presente edición —reelaborada— se ha añadido toda una serie de panorámicas (por ejemplo, sobre el acontecer político); ellas no son, sin embargo, el verdadero objetivo del libro, sino meras ayudas o medios para precisar mejor en cada caso los condicionamientos concretos y el verdadero alcance del desarrollo del pensamiento.

 

La comprobación crítica de lo que realmente ha sucedido es base imprescindible de toda exposición histórica. Pero de ella, por sí sola, lo único que directamente resulta es una yuxtaposición de detalles. Mas el curso de la historia no ha sido en absoluto sólo tal cosa. Ha sido más bien un todo vivo, aun cuando muchas veces resulte bastante difícil indicar en qué consiste este todo y sus muchas y manifiestas contradicciones lo condenen a la imperfección. La tarea de la historiografía es exponer este todo vivo, superando críticamente los hechos. Para comprender la historia es preciso abordarla pensando; esto es, captarla «en la perspectiva de la historia del pensamiento».

 

Esa acotación no pretende situar esta exposición en la historia general del pensamiento exclusivamente. Aquí se trata de historia de la Iglesia. Por eso era necesaria una consideración teológica e histórico-teológica, y las ideas rectoras debían inferirse en lo posible del acervo de la revelación. Esto es lo que yo quiero subrayar: que la historia de la Iglesia es teología. De no ser así, no tendría razón de existir independientemente de la historia profana, salvo por el hecho de ocuparse preferentemente de los avatares de una entidad particular llamada «Iglesia» en vez de hacerlo con la historia de los estados y de la cultura profana.

 

«Historia de la Iglesia es teología»: he aquí una tesis que automáticamente roza una amplia trama de cuestiones. No podemos tratarlas aquí exhaustivamente. Lo decisivo, sin embargo, ya está formulado con decir que la historia de la Iglesia es teología, puesto que, aparte de las fuerzas cognoscitivas naturales del hombre, utiliza unas fuentes y unos criterios de conocimiento particulares, esto es, la revelación. La historia de la Iglesia es historia de salvación.

 

Esto hace de la historia de la Iglesia, como de toda teología, una ciencia especial, pero en ningún caso le quita el carácter de verdadera ciencia, a no ser que este título honorífico se quiera reservar en exclusiva para las ciencias naturales. También la historia profana (en sentido amplio) es una ciencia especial, puesto que no puede existir sin un estudio filosófico de los hechos constatados como tales, su mutua conexión y sus repercusiones. Ahora bien, dicho estudio no proporciona, sin más, conocimientos claros. El hombre sólo consigue la claridad completa cuando en primerísimo término opera con la cantidad. En el campo de la cualidad y, sobre todo, del espíritu todo conocimiento es a su vez misterio.

 

En el campo de la teología este carácter adquiere una importancia mucho mayor, mientras que el aspecto científico, a la par que se torna más profundo, viene a quedar más fuertemente reducido. En la historia de la Iglesia, como consecuencia de la encarnación, topamos con la coexistencia de lo divino y lo humano. Pues la peculiaridad de la problemática histórico-eclesiástica, a diferencia de la historia profana del pensamiento, no solamente se debe a que la Iglesia, en cuanto continuación mística de la encarnación del Logos, es algo divino, sino a que ella misma representa la historia de lo divino en la tierra. Mediante la encarnación, Dios ha querido participar en la historia humana. Por eso, también la historia de la Iglesia se halla bajo la dura y a veces desconcertante ley de las tensiones e imperfecciones, que en ella ejercen un influjo mucho más peligroso que en una comunidad meramente natural.

 

La historia de la Iglesia es la exposición de la suerte que el mensaje de Jesús ha corrido a través de los siglos en el ámbito de la Iglesia por él fundada. Esta limitación, «en el ámbito de la Iglesia por él fundada», es de capital importancia. No todo lo que en el correr del tiempo se ha llamado «cristiano» e incluso «eclesiástico» pertenece de suyo a la Iglesia de Jesús y, por lo mismo, a la exposición de su historia. Ya desde el principio, el mensaje de Jesús y de sus apóstoles no admite confusión con algunas falsas interpretaciones, tanto respecto a la persona del Mesías como a la configuración del reino de Dios y, consiguientemente, a la conformación de la Iglesia. En el mensaje de Jesús se acusa una distinción fundamental entre verdaderos y falsos profetas. Las afirmaciones de los falsos profetas (aquellos que bajo capa de mensajeros de la buena nueva son lobos rapaces) son calificadas de «mentira» y distinguidas de la verdad.

 

Por otra parte, en la misma predicación de Jesús y de sus apóstoles está predicha la falsa interpretación y la división como destino de la futura Iglesia. En este sentido, todo aquello que erróneamente se llama eclesiástico pertenece sin duda al destino de la Iglesia y a su historia, esto es, en sentido de contradicción, de tentación, lastre o acrisolamiento.

 

El libro, desde su primera aparición hace más de treinta años, ha tenido en general una calurosa acogida. Tanto los investigadores como los maestros han reconocido su originalidad. Personalmente, he recogido con especial satisfacción la reseña con que lo ha distinguido un investigador, el malogrado colega Bihlmeyer, de Tubinga[1].

 

En cambio, otro colega, acentuando excesivamente (a mi parecer) su propia seriedad científica, opina que en esta «Historia de la Iglesia» la problemática de la historia eclesiástica se armoniza «católicamente» con demasiada facilidad y ligereza, dejando lo escandaloso fuera de todo análisis e interpretación. En diversas ocasiones he manifestado que nosotros los católicos, en la práctica y muchas veces inútilmente, nos hemos resistido a reconocer ciertos hechos espinosos de la historia de la Iglesia y la historia de los dogmas. Sobre cada caso particular habría que discutir por separado. Pero por lo que respecta a la actitud fundamental, concedo al respetable colega que yo, como historiador católico, siempre he tenido y tengo especial interés en ver y comprobar la unidad de la tradición, como suelen hacerlo algunos historiadores protestantes. Mas esto lo considero como un dato a mi favor. Porque sin tal preocupación el subjetivismo moderno, en el nombre de la ciencia, habría causado nuevos estragos en el patrimonio de la tradición cristiana, aparte los ocurridos ya por otras razones. Sobre el peligro que esta actitud liberal supone para lo cristiano ya se ha discutido lo suficiente, incluso en el campo protestante. Yo, por lo demás, me adhiero naturalmente a la tesis de que sólo a través de la crítica podemos lograr una imagen válida de la historia en general y de la historia de la Iglesia en particular.

 

El problema está en dilucidar qué se entiende por crítica. No es lo mismo pensamiento «crítico» que pensamiento «criticista». Pese a su afinidad externa, se trata de dos tipos básicamente diferentes de actividad mental. El «criticista» desconoce la sana espontaneidad del encuentro directo con los datos, y desconoce lo que dentro de lo científico hay de precientífico, que es inseparable. La legitimidad de esta distinción se basa, entre otras cosas, en que el conocimiento humano no es sólo una actividad del intelecto, sino también reclama las fuerzas de la voluntad y del sentimiento, y (como consecuencia de esto) en que un factor no menos importante del acto de conocer es eso que se llama intuición. A la intuición se le debe reconocer valor científico, siempre que sus resultados resistan la revisión crítica. Esto no significa que todo lo que se capta intuitivamente pueda ser a posteriori verificado no éticamente, pero sí que puede que en ninguna parte se demuestre una contradicción con lo establecido críticamente. En este sentido, el pensamiento de conjunto, que no procede por adiciones cuantitativas, es científicamente legítimo. En él esencialmente se basa el tratamiento crítico de la historia, de la historia de la Iglesia sobre todo, desde el punto de vista de la historia de las ideas (cf. a este respecto mis explicaciones en «Trierer Theologische Zeitschrift» 61 [1952] 312-327).

 

Las veinte primeras ediciones de este libro, aparecidas entre 1929-30 y 1960, no se diferencian sustancialmente una de otra.

 

Sólo la aparición del Tercer Reich motivó la ampliación del apartado consagrado a la cristianización de los germanos (§§ 34-36) y la inserción en el párrafo final («Perspectivas», entonces § 116) de un apartado sobre «Iglesia y Nacionalsocialismo». La ampliación de los §§ 34-36, aunque algo resumida, todavía se encuentra en el texto actual; la inserción del párrafo final volví a suprimirla ya en 1937.

 

El texto de la presente edición es enteramente nuevo, salvo mínimos pasajes. Mas la refundición no afecta ni al marco, ni a la subdivisión, ni a las categorías básicas de la exposición. Sigo pensando que la división en «Antigüedad», «Edad Media» y «Edad Moderna» es un índice válido que responde a los hechos objetivos y sirve para articular objetivamente la vida de la Iglesia en la historia. Esta división programática, como es lógico, no se ha de llevar demasiado lejos; es preciso tener en cuenta los reparos que se indican en el texto (Introducción).

 

La remodelación consiste sobre todo en una mayor diferenciación de los temas expuestos y es fruto de una reflexión constante, a lo largo de varios decenios, sobre los distintos materiales y sus mutuas relaciones. Raro sería, evidentemente, que una meditación tan prolongada sobre la inmensa problemática del desarrollo de la historia de la Iglesia no hubiera hecho descubrir con progresiva intensidad sus profundidades y sus abismos. La dificultad residía en exponerlo todo de forma satisfactoria en un libro de dimensiones necesariamente reducidas.

 

Una exposición resumida de la historia de la Iglesia debe intentar efectivamente presentar el curso de los acontecimientos con cierta homo­geneidad. Pero para esta tarea es de todo punto esencial distinguir lo importante de lo menos importante, acentuar unas cosas y pasar por alto otras; el arte consistirá precisamente en saber omitir con acierto.

 

Es evidente que en la selección influye mucho el juicio subjetivo; de acuerdo con los conocimientos del autor y su campo de especialización, determinados temas importantes aparecerán con más relieve que otros.

 

Tengo por principio que tal falta de homogeneidad es no sólo materialmente inevitable, sino necesaria. La historia no es el pasado, sino el pasado que llega vivo hasta el presente. Ciertos acontecimientos, fuerzas e ideas del pasado mantienen, unos más que otros, esta pervivencia; algunos, por consiguiente, deben ser expuestos con mayor énfasis. A Bernardo de Claraval, por ejemplo, le he dedicado diez páginas; a santa Hildegarda, sólo una. Sin duda, de esta extraordinaria mujer de Bingen se podrían decir muchas más cosas y más importantes. Pero que algo sea historia depende esencialmente no sólo, ni en la misma medida, de su existencia histórica, sino también, y de forma decisiva, de su repercusión histórica; y, desde este ángulo, Bernardo es incomparablemente superior a su gran contemporánea.

 

En particular he creído necesario destacar dos grupos de problemas:

 

1) Los católicos estamos muy lejos de haber superado lo que hay de problemático en la espiritualidad medieval. Su impronta de objetivación y la consiguiente lucha entre «Sacerdotium» e «Imperium» requieren una atención extremadamente crítica. En ambos casos, conocer las ideas adquiridas desde tales supuestos es premisa para comprender el Medievo tardío más profundamente, como un precedente no accidental de la Reforma y como ayuda para el diálogo con los hermanos cristianos separados.

 

2) La suerte del cristianismo, hoy como mañana, depende más que nunca de su unidad y, otro tanto, de la superación de los problemas intelectuales y espirituales planteados por la Reforma. Ya hay hoy, afortunadamente, intentos en este sentido bajo el signo del movimiento o, mejor dicho, del encuentro ecuménico. Desde aquí es, no cabe duda, desde donde puede estar justificado un estudio más detallado de la historia de la Reforma. Y en esta línea aún podría irse mucho más lejos y escribir una historia radicalmente ecuménica de la Iglesia. Pero para eso todavía queda un largo camino. El diálogo de las distintas confesiones tiene antes que tocar estratos más profundos. Tenemos antes que acercarnos de forma más viva al patrimonio cristiano de los otros. Lo cual se conseguirá con tanta mayor seguridad cuanto más intensamente nos interroguemos a nosotros mismos. Mas la triste experiencia de la historia es que muchas veces ni la cristiandad, ni las Iglesias, ni los mismos católicos han cumplido satisfactoriamente su tarea. Y esto, para nosotros en concreto, significa que en el curso de la historia no siempre hemos realizado lo católico con suficiente plenitud y pureza. Debemos, por tanto, revisar con mayor seriedad que hasta ahora la idea que tenemos de nuestro patrimonio y la forma histórica en que lo hemos vivido, para ver si ésta se ha quedado, y en qué medida, por debajo de la plenitud católica de la fe primitiva fundacional y así descubrir lo que habría que afirmar y exponer con mayor profundidad y mayor plenitud, esto es, más católicamente.

 

Y esto se complementa con la pregunta, dirigida a nuestros hermanos evangélicos, por lo que hay de católico en su patrimonio. Pues sólo en la medida en que en muchas partes hay algo de católico es posible el auténtico encuentro e incluso la unión.

 

Consideraciones de este tipo me han inducido a describir con cierta minuciosidad la historia y las particularidades de las Iglesias orientales, dada su riqueza cristiana y católica.

 

El clima espiritual en que hoy se escribe la historia ha cambiado radicalmente en los últimos cincuenta años. El cambio se debe al cúmulo progresivo de conocimientos que nos han suministrado las ciencias naturales. La astronomía, la paleontología y la física (por hablar sólo de estas) han desvelado ante el hombre unas dimensiones de tiempo verdaderamente impresionantes; cifras y hechos, «conocidos» ya hace cuarenta años, han sido ahora confirmados universalmente por la ciencia, hasta el punto de que la vieja imagen del mundo, en la cual descansaban muchas de nuestras ideas fundamentales, sin excluir las religiosas, se tambalea. Las cifras que aduce la ciencia para la edad del universo, de la vida o del hombre hacen que la historia que conocemos quede reducida a un lapso tremendamente insignificante.

 

La tensión entre esa enormidad de tiempo y estos pocos miles de años debe ser tomada en cuenta tanto por los escritores como por los observadores de la historia.

 

Mas esa misma tensión, para el historiador de la Iglesia, se torna aún más aguda. El marco temporal del universo, que proclama la gloria de Dios, no está cubierto más que en una mínima parte por la historia de la Iglesia. Valga un ejemplo ilustrativo: si la historia de la tierra estuviera escrita en un volumen de 3.000 páginas, la historia de la vida sobre la tierra sólo ocuparía la última página. Si esta página tuviese tres columnas con 1.000 líneas cada una, la historia de la humanidad sólo ocuparía la última línea de la tercera columna; y de esta línea, a la historia de la Iglesia sólo le corresponderían un par de letras...

 

Esto, que parece abrumador, en realidad nos lleva a una de las ideas básicas del cristianismo y de su historia: el mensaje cristiano no se anuncia como fuerza, sino como mundo de lo invisible, de lo oculto, de lo menospreciado, de pobreza espiritual en el sentido de los salmos. No obstante, dentro de esa desesperante inferioridad cuantitativa respecto al «mundo» se alberga la semilla del evangelio, cuyo crecimiento describe la historia de la Iglesia, el germen del reino prometido al pequeño rebaño para el fin de los tiempos (Lc 12,32). Ciertamente, es un desafío ingenuo, un verdadero scandalon, pero absolutamente seguro de la victoria gracias al poder de aquel que se ha revelado a sí mismo.

 

Exponer en síntesis un todo temporal y objetivamente tan dilatado como la historia de la Iglesia tiene algo de seductor. El intento de rastrear las fuerzas rectoras de un acontecer tan pluriforme, de descubrir en semejante revoltijo, tan aparente como real, algo así como el sentido de la sucesión, aunque sólo sea en zonas y sectores aislados, es razón sobrada para estimular al observador. Pero en el científico responsable no cesa de surgir, cada vez más fuerte, un sentimiento de agobio. La enorme cantidad de hechos o de fuentes de información de los mismos, literalmente inabarcables para una sola persona, hace que en muchos, muchísimos casos, se tenga que recurrir a los resultados del trabajo de otros. Tal es el caso de este compendio, hasta el punto de que honradamente, expresando a la par mi profundo agradecimiento, debo reconocer una dependencia esencial de otros y confesar que la obra se nutre de múltiples lugares de segunda y tercera mano.

 

En particular quiero repetir aquí mi agradecimiento a mi venerado maestro, fallecido ya hace tiempo, P. Pierre Mandonnet, OP, de la Universidad de Friburgo/Suiza. Sirva este único nombre como exponente de muchísimos otros, de cuyas lecciones y libros también es deudora la presente «Historia de la Iglesia».

 

Agradezco igualmente la múltiple ayuda de mis colaboradores en el Instituto para la Historia de Europa, de Maguncia, del departamento de Historia de la religión occidental. Gran número de becarios y asistentes, con los cuales he mantenido durante años un cotidiano intercambio de ideas a la hora de nuestra pausa académica («pausa del café») y en mi seminario sobre Lutero, han tomado parte en la génesis de esta refundición de la «Historia de la Iglesia». A todos ellos, evangélicos y católicos, procedentes de distintos países de Europa y América, les saludo desde aquí con la amistad de siempre.

 

Agradecimiento especial merecen, en fin, los que de diversas formas han contribuido directamente a la aparición de este libro: la condesa Von Brockdorff, que leyó conmigo las pruebas de imprenta, confeccionó las citas y preparó el índice de materias, el doctor Hermann Schüssler, Horst Neumann, P. Daniel Olivier, P. Gabriel Llompart, Joseph Schülzle, doctor Karl Pellens, que particularmente se encargó de los mapas, y el profesor Boris Ulianich. Que entre todos mis primeros asistentes subraye mi agradecimiento a Peter Manns les parecerá natural a todos los antiguos y actuales miembros de nuestro círculo.

 

Parte del material del § 72, sobre los judíos de Maguncia, tengo que agradecerla cordialmente a mi colega Eugen Rapp, de Maguncia.

 

Los mapas que se incluyen en el libro no pretenden sustituir a las obras especializadas; sólo quieren ofrecer una primera orientación geográfica para situar los principales datos.

 

El material ilustrativo presenta asimismo testimonios evangélicos. Supongo que no es menester justificarlo: pertenece al patrimonio común.

 

La publicación del segundo volumen pone probablemente fin a mi trabajo en este libro. ¿Habrá algún discípulo mío que asuma la tarea de perfeccionarlo? Ya he indicado antes, al hablar de un aspecto concreto importante, en qué sentido sería esto deseable. Pero la tarea va a llegar mucho más lejos. Nuestro globo se queda pequeño. Por primera vez en la historia que conocemos, la humanidad comienza a vivir intensamente como comunidad (o, más bien, a juzgarse una comunidad), pese a todas las divisiones y hostilidades que la acosan. Todos los pueblos a una, amigos como enemigos, saben todo lo que cada día sucede en el mundo. Apenas hay ya sucesos aislados. Todo afecta inmediatamente a todos y repercute sobre todos. Esto genera una situación de conciencia que rompe por sí misma muchas limitaciones, hasta hoy normales, incluso en el campo de la formación intelectual, y que forzosamente va a exigir ser también tenida en cuenta en el campo de la ciencia y la valoración históricas. Al igual que otras visiones de la historia, también la historia de la Iglesia deberá tenerla presente. Con el trabajo de la Una sancta, por una parte, y la deseuropeización de la vida y los métodos misioneros, por otra, saldrá a la luz con mayor amplitud que hasta ahora la suerte de las Iglesias extraeuropeas, la historia de las Iglesias greco-ortodoxas, monofisitas y nestorianas, como también la vida de las «misiones» por todo el mundo (campo ahora reducido por el comunismo) y las historia de las confesiones surgidas directa o indirectamente de la Reforma y últimamente reunidas con las ortodoxas en el Consejo Mundial de las Iglesias. En estas exposiciones de conjunto deberán asimismo tener cabida las relaciones (esperemos que también el diálogo) con la sinagoga y las otras grandes religiones no cristianas...

 

¿Una perspectiva apasionante?... Sí, pero más todavía un tremendo quehacer. Clarísimamente se vislumbra un peligro fundamental, que ya hoy amenaza: la cantidad puede apagar el espíritu...

 

La cuestión es si un solo individuo podrá, y cuándo, alcanzar esa meta sin que la exposición quede ahogada por la amplitud de la materia. ¿O será el trabajo en equipo la única solución?

 

JOSEPH LORTZ

Maguncia, Domus Universitatis