Período segundo

 

EL SIGLO XIII, APOGEO DE LA EDAD MEDIA. GRANDEZA Y LÍMITES DE LA TEOCRACIA PONTIFICIA

 

Visión general

 

La semilla del cristianismo sembrada en el suelo de los pueblos romano-germánicos de Occidente y fecundada por lo conservado de la Antigüedad, había brotado. Puede decirse que la cosecha fue óptima. El siglo XIII es el marco que encierra esta exuberante imagen. Posee una extraordinaria unidad; pero al mismo tiempo es también de una variedad casi infinita, bien lejos de toda uniformidad. Esta época, llena de actividad, está también llena de contrastes, incluso de aquellos (doctrinas erróneas, tendencias nacionales y sociales) que amenazan con hacer saltar su unidad interna. Pero el grandioso marco de una única Iglesia con el papa a la cabeza, más compacta que nunca, mantiene unidas en fecunda tensión las más diversas fuerzas y tendencias (salvo excepciones intrascendentes).

 

La imagen externa y visible de esta tensa unidad es la doble y victoriosa lucha (¡mas no exenta de fatales pérdidas!) del papado contra el Imperio de los Hohenstaufen (§§ 52, 54).

 

La unidad y la riqueza de la vida interior se expresan del modo más eficaz 1) en las nuevas órdenes mendicantes universales, 2) en la síntesis de la alta Escolástica y en su correlato artístico, el gótico.

 

Los más peligrosos gérmenes disgregadores de la Iglesia se presentan en los grandes movimientos heréticos (cátaros y valdenses); la Iglesia, para combatirlos, tiene que andar nuevos caminos. Hacia el fin de este período se da un relajamiento de las fuerzas centrípetas; en todos los campos surgen fuerzas disgregadoras, gérmenes de la futura disolución.

 

§ 52. PRIMER ENCUENTRO ARMADO ENTRE EL PAPADO Y EL IMPERIO

 

El primer enfrentamiento del papado con los Hohenstaufen en defensa de la libertad de la Iglesia tuvo lugar aún en el siglo XII (segunda mitad, tras la muerte de san Bernardo). Los grandes rivales fueron Federico Barbarroja (1152-1190) y Alejandro III (1159-1181).

 

1. Bernardo de Claraval había prevenido a la Iglesia contra la política. Pero la Iglesia no podía elegir libremente. Como cualquier otra potencia, ella ni podía interrumpir la imperiosa evolución de la vida político-eclesial en marcha ni debía, por desgracia, negar fundamentalmente tal desarrollo[1]. En cumplimiento de su originaria misión religiosa (§ 34), en la cual desde Gregorio VII se había admitido legítimamente la idea del poder, y en aras de la libertad indispensable para tal misión, la Iglesia en aquellas circunstancias tenía que aspirar al poder político para poder así mantener dentro de sus límites al poder contrario, que ahora se estaba convirtiendo en un peligroso enemigo, el imperio. Es obvio que esto tenía que acarrear peligros muy graves para la pureza apostólica de la Iglesia. Con cuanto venimos afirmando, naturalmente, no se quieren ni se pueden justificar todas las acciones concretas, decretos y teorías de la curia romana, como tampoco calificar de satisfactoria la proporción de lo apostólico dentro de este propósito de dominio. Para contradecir todo esto bastaría la siempre actual, profunda y justificada crítica de san Bernardo. Se trata de algo fundamental. Y en esto está lo maravilloso de esta Iglesia, metida también en política: en haber generado a un mismo tiempo a Francisco y Domingo, a Tomás y Buenaventura y los importantes movimientos históricos que recibieron sus nombres y que dieron su testimonio precisamente para la Iglesia concreta de este tiempo. El que, por otra parte, la peligrosa pendiente de la idea del poder, más aún, de la política del poder, cobrara con el tiempo mayor vigencia que la soportable por la interioridad evangélica, eso forma parte de la tragedia de la vida divina encarnada en lo humano de la Iglesia y se debe a la incapacidad de sus jefes y miembros. Sólo una Iglesia integrada exclusivamente por santos en el propio sentido de la palabra hubiera estado en condiciones de sustraerse a la decadencia. Pero tal Iglesia no se parece en nada a la anunciada en el evangelio por su propio fundador. Los elementos previamente dados para su crecimiento, de los cuales surgió históricamente el Medievo, hicieron posible la evolución de la Iglesia medieval; pero esta conquista, inevitablemente, tenía que pagarse.

 

El desarrollo de la historia de la Iglesia desde los orígenes del Medievo pasando por la primera hasta la alta Edad Media, visto en su conjunto desde el núcleo central de la Iglesia y desde la cima de la jerarquía, transcurrió con una imponente seguridad interna en sus objetivos. Las valoraciones resumidas, que hasta aquí hemos plasmado en los epígrafes de los diversos apartados y especialmente en las observaciones preliminares de los nuevos capítulos más extensos, están plenamente justificadas. Pero las grandes corrientes no son el todo. Es preciso tener siempre presentes las muchas y penosas dificultades que les oponen las contracorrientes. La multiplicidad de las fuerzas en lucha es grande, y sorprendente la tenacidad que todas ellas muestran. El gran tema que (junto con otros muchos y a través de ellos) se ventila durante todo el Medievo en la historia de la Iglesia es la cuestión de la relación entre Iglesia y Estado, sobre todo en la forma concreta de la investidura. Mas la cuestión de la libertad de la Iglesia frente a grandes y menos grandes fuerzas políticas no quedó verdaderamente zanjada, como hemos visto, en la heroica lucha de la reforma gregoriana contra Enrique IV y Enrique V. Lo decisivo, lo fatalmente trágico consistió precisamente en que, a pesar de darse desde el principio una inserción mutua de lo político y lo eclesiástico en todos los órdenes, inicialmente apenas fue posible dar una solución radical.

 

Es cierto que el sucesor de Enrique V, Lotario de Sajonia (1125-37), había solicitado del papa Honorio (1124-30) la confirmación de su elección y prestado servicios de caballerizo mayor al papa de san Bernardo (Inocencio II), pero también él, en la práctica, concedió por propia iniciativa obispados (como el importante de Milán) y abadías (como Montecasino) y sólo Bernardo de Claraval y Norberto de Xanten pudieron disuadirle muy a duras penas de sus fundamentales pretensiones.

 

2. Ahora bien, las cosas se desarrollaron de tal modo que la anterior lucha entre el imperio y el sacerdocio da la impresión más bien de un simple preludio de lo que vendría después. La tensión creció hasta convertirse en una auténtica lucha por la existencia, que acabaría con la caída de los Staufen, pero que también conmovió profundamente al papado medieval.

 

a) Estamos tan acostumbrados a esta lucha por sus muchas descripciones que corremos el peligro de no apreciar lo bastante su intrínseco poder destructivo. Siempre se dará cierta tensión entre los representantes de ambas fuerzas. Y no vendrán mal algunos distanciamientos profundos. Pero la histórica lucha entre el emperador y el papa en los siglos XII/XIII fue mucho más: sacudió los cimientos de la estructura pública de Occidente, y ello por lo exagerado de las reivindicaciones de ambas partes: de las políticas por parte del papa y de las eclesiásticas por parte de los emperadores. La irresuelta cuestión de la distinción de ambos poderes seguía pesando, como también la de su insuficiente coordinación mutua: una coordinación que naturalmente hubiera debido dar «a cada uno lo suyo», en vez de tender en realidad, de forma velada o abierta, a la subordinación y soberanía, respectivamente.

 

Que estas distinciones y posibilidades de solución no son antihistóricas ni lucubraciones modernas lo demuestran las explicaciones de Gerhoh von Reichersberg († 1169), cuyas ideas fueron bien recibidas por el episcopado inglés. El defiende la libertad e independencia del papa como sucesor de Pedro y representante de Cristo contra la intromisión del emperador, que se erige en sacerdote. Pero también rechaza las intromisiones en sentido contrario. El papa sólo tiene el derecho a la espada espiritual. Rechaza como Bernardo, y aún con mayor dureza, el intento del papa de arrogarse poderes político-temporales (¡arbitrariedades de la curia!). Lo que él propugna, por tanto, es la coordinación; la supremacía de lo religioso y lo eclesiástico está garantizada, pero no se ha de emplear para reivindicar la subordinación de lo político.

 

b) Por parte de la Iglesia, la conciencia de la misión y del poder del papado más allá del papa concreto era una realidad no sólo dentro de los círculos «gregorianos» existentes en Roma, Italia, Francia e Inglaterra, sino también en las grandes órdenes (a excepción de las abadías imperiales) y en Alemania. Ahora bien, desde mediados del siglo creció también la conciencia del poder imperial (de los Staufen) hasta lo que podríamos definir como fundamento ideal de las aspiraciones de «monarquía universal» de los Staufen, es decir, el intento de recuperar la plenitud de poder de Carlomagno en lo político y lo eclesiástico. De apoyo inestimable sirvieron las ideas sobre la dignidad imperial procedentes de Bolonia. Barbarroja se las apropió. La curia pontificia le correspondió con una fuerte hostilidad.

 

c) En su primer viaje a Roma (1154/55) Barbarroja fue coronado emperador por Adriano IV, pero no cumplió su promesa formal de prestar ayuda contra los normandos, que se insolentaban en el sur. Adriano tuvo que reconocer e investir con un feudo a Guillermo I (hijo de Roger II). Comenzó a perfilarse un distanciamiento con el emperador. Pero el distanciamiento se convirtió en agudo antagonismo en la Dieta imperial de Besangon (1157), cuando el legado de Adriano, canciller de la Iglesia romana, cardenal Rolando Bandinelli (luego Alejandro III) habló en términos ambiguos de los beneficia del papa en favor del emperador, lo que el consejero del emperador y canciller Rinaldo de Dassel tradujo por «feudo», y cuando Rolando, a su vez, ante la excitación de la asamblea, replicó preguntando de quién otro había recibido el emperador la corona sino del papa[2].

 

En el manifiesto que Barbarroja publicó sobre lo sucedido en Besangon, rechazó la tesis pontificia sobre la corona imperial como feudo del papa, por estar en contradicción con la ley de Dios, según 1 Pe 2,16ss. Con gran desilusión de Adriano, todo el episcopado alemán se puso de parte del emperador. El papa, en su célebre declaración del año 1158 (donde distingue beneficium de feudo), tuvo que batirse en retirada. Aquí se trató de una cuestión política en la que Adriano intentó ilegítimamente defender sus opiniones sirviéndose de su autoridad doctrinal.

 

Pero a raíz de las exageradas reivindicaciones de los derechos imperiales en la Dieta imperial de Roncaglia, cerca de Piacenza, en el año siguiente (1158), y de su autocrática imposición en Alemania, en la Lombardía y en el Estado de la Iglesia, la tensión entre el papa y el emperador creció todavía más. Adriano murió, inesperadamente, mientras estaba preparando la excomunión del emperador. La ruptura, con ello, no hizo más que aplazarse.

 

3. Y entonces la cristiandad vivió, en una medida desconocida hasta la fecha, el espectáculo de los antipapas. Ya la primera elección tras la muerte de Adriano fue discrepante. La mayoría eligió al cardenal Rolando como Alejandro III (1159-81), de recia personalidad, conocedor de ambos derechos, que había enseñado en Bolonia[3], capaz de ser un digno rival del poderoso Barbarroja. La minoría imperial le opuso a Víctor IV (1159-64), el primero de los cuatro antipapas[4] ensalzados contra Alejandro. Comenzó un cisma que duró diecisiete años. Los papas se excomulgaron mutuamente.

 

Alejandro excomulgó también al emperador y dispensó a sus súbditos de la obediencia: un cuadro que nos muestra una terrible confusión. Pero esta vez la excomunión ya no surtió los mismos efectos que en otro tiempo. A pesar de las mencionadas intromisiones del emperador en el ámbito de la Iglesia, a pesar del posterior ataque masivo de su hijo Enrique contra el Estado de la Iglesia, los obispos alemanes en general se adhirieron a Barbarroja. Lo mismo se demostró también más tarde, cuando Urbano III (1185-87; en la lucha por los bienes toscanos, ocupación de Tréveris) intentó en vano movilizar al episcopado alemán en contra del emperador. Con excomuniones, contra-excomuniones y antipapas se pusieron en juego unos medios y prácticas que por fuerza debían redundar en perjuicio de la Iglesia. Cuando Alejandro huyó a Francia, y España, Hungría, Noruega y las grandes órdenes permanecieron de su parte, e Inglaterra (por cierto, sin reconocer al antipapa) se aproximó al emperador, se perfiló una escisión en toda regla, que luego habría de seguir repitiéndose con nuevas intentonas, hasta culminar —una vez trasladado el centro político de gravedad a Francia— en el gran cisma de Occidente.

 

Ciertamente, la analogía con cuanto se hizo realidad en el siglo XIV, vista en concreto, es por suerte todavía mínima; fueron muchas las fuerzas que no se adhirieron y el antipapa sólo tuvo vigencia dentro del ámbito de dominio del emperador. Pero en procesos que acaban por abrirse paso, los primeros conatos son siempre de capital importancia.

 

Al principio prevaleció el emperador. En el año 1167 conquistó Roma. Pero el papa encontró aliados. Precisamente entonces (1167) se declaró una peste que diezmó el ejército imperial, llevándose también a Rinaldo, el mejor hombre de Barbarroja. De gran importancia fue la liga de las florecientes ciudades de Lombardía, que veían amenazada su independencia por las tropas imperiales. Barbarroja, después de haber sitiado en vano Alejandría, la fortificación de los aliados lombardos (1174), fue derrotado en Legnano (1176). En Venecia firmó la paz con el papa (1177): el antipapa Calixto III regresó a su abadía y el emperador renunció a su pretensión de dominio imperial sobre Roma y con ello sobre el papa, que por cierto había tenido que huir dos veces ante los ejércitos imperiales (una vez a Francia, otra vez a Benevento entre los normandos). El papado resultó vencedor. Mas esta victoria no aclaró del todo la situación del papa. Porque en Alemania Federico apenas modificó su conducta y en Roma el papa tuvo que luchar nuevamente solo contra las fuerzas «democráticas», lo que excedía la medida de sus posibilidades. Después hubo nuevos ataques de Barbarroja. Su política italiana, que culminó con el enlace de Enrique con Constanza, heredera de Sicilia, aumentó la tensión con el papado. Bajo el pontificado de Urbano III (1185-87) pareció inminente un nuevo recrudecimiento de la lucha. Las necesidades de Tierra Santa, la condescendencia de los papas Gregorio VIII (1187) y Clemente III (1187-91) y, más tarde, la misma cruzada trajeron la reconciliación. Tras la victoria de Ikonio (1190) el emperador halló la muerte en el río Salef, en Cilicia.

 

4. La base oficial de las aspiraciones de ambas partes, el concordato de Worms del 1122, fue un compromiso, y fácilmente dio pretexto para reivindicaciones demasiado confusas e insuficientemente fundamentadas. Tras él quedaron aquí y allá reivindicaciones oficialmente no satisfechas, pero a las que no se había renunciado en absoluto. Y esto tanto menos cuanto que la autoconciencia de ambos rivales, como sabemos, había aumentado considerablemente. La cuestión capital de su celosa competencia era siempre la misma: la jerarquía eclesiástica, incluido el papa, no era solamente una entidad espiritual, sino también sujeto de poderes políticos. Al papa le pertenecía el Estado de la Iglesia, mas no podía defenderlo solo. Los obispos (en buena parte también en el norte de Italia) gozaban de los bienes del imperio, y era natural que el emperador les exigiera jurídica y económicamente el cumplimiento de sus obligaciones para con el imperio.

 

Mas la conciencia del poder político del emperador también se había desarrollado. Aunque se reconozca que la idea imperial de Carlomagno y de los Otones se apoyaba en los mismos conceptos básicos que la de los Staufen, difícilmente se podrá negar que éstos se habían desarrollado de forma mucho más aislada y que sus reivindicaciones fueron expresamente formuladas en su mayoría, incluso teóricamente, por la ciencia del derecho, y mucho más drásticamente que antes. La «reforma del imperio» y la restauración de la «gloria del imperio» brindaron el marco apropiado para las aspiraciones del emperador. Pero Barbarroja, más allá de todo eso, aspiraba abiertamente, tanto en el imperio y en la Italia imperial (¡ciudades lombardas!) como en el Estado de la Iglesia, a una posición política y político-eclesiástica que ya había sido válida bajo Enrique III, o sea, mucho antes del concordato de Worms.

 

a) En la idea imperial, tan marcadamente secularizada, confluían las más dudosas tendencias. En el pasado había sido tachada injustamente de «pagana». Pero no puede negarse que su completa realización hubiera significado una amenaza del primado pontificio, vista la evolución de las cosas desde Pipino y la vinculación del primado eclesiástico a la potestas específicamente medieval. Contra esta amenaza se sublevó el papado, y con razón.

 

Los juristas de Bolonia, partiendo del antiguo derecho romano-bizantino, sostuvieron tesis muy atrevidas, que apenas daban cabida a la verdadera independencia de la Iglesia. Rinaldo de Dassel se expresó con toda radicalidad. Desde luego es difícil comprobar hasta qué punto las ideas autocráticas imperiales de Rinaldo fueron compartidas por el em­perador; pero que no le fueron totalmente extrañas lo demuestra la canonización simbólica de su lejano modelo Carlomagno, el señor de la Iglesia, efectuada por Pascual III (1164-68), uno de sus antipapas. El hecho de que a consecuencia de su derrota en Legnano y de su repentina muerte en Oriente no pudiera establecer un verdadero dominio cesaropapista sobre la Iglesia no demuestra que no lo hubiera anhelado.

 

b) Los derechos imperiales proclamados por Barbarroja (1158) en la Dieta imperial de Roncaglia (preparados por los juristas de Bolonia) tenían una meta directamente política: restablecer el poder imperial en la parte italiana del imperio (supresión de la autonomía de las ciudades lombardas, que éstas habían alcanzado en lucha contra la Iglesia; recuperación de las regalías con que estaban investidos los obispos italianos). Pero, dadas las fuerzas que entraban en juego, éstos tuvieron que tener su máxima repercusión en el ámbito eclesiástico y político-eclesiástico. En la práctica, los esfuerzos del emperador se encaminaban a una investidura lo más completa posible. Basándose en la investidura de regalías, exigió el juramento feudal a los obispos, tanto en la Italia imperial como en Alemania. Como él reivindicaba la supremacía sobre Roma y sobre el Estado de la Iglesia, su dominio sobre el norte de Italia necesariamente tuvo que parecerle a la curia una grave amenaza de su propia libertad de movimientos y una inaceptable recaída en los tiempos de la lucha de la Iglesia por su existencia. La libertad de movimiento político se había convertido precisamente en el supuesto básico de la posición de poder espiritual y hierocrático del papa.

 

Todavía más amenazadores, y con razón, debieron parecerle después a la curia los planes de Federico, cuando por el matrimonio de su hijo con Constanza de Sicilia (1186) comenzó a perfilarse un cerco en torno al Estado de la Iglesia. Las manifestaciones de Rinaldo de Dassel no dejan lugar a dudas sobre sus fines remotos. Ciertamente, cuando Barbarroja rechazó las exigencias de Adriano[5], objetando que el reconocimiento de una ilimitada soberanía del papa sobre Roma reduciría su Imperio romano a una mera apariencia y a un simple título, fue cuando se hizo palpable toda la problemática de la idea imperial del Medievo, cuyo contenido, en efecto, jamás pudo ser claramente definido. Mas lo que, pese a toda la exageración hierocrática, permanecía irrefutable fue el derecho del papa a la plena independencia espiritual, cosa que no se podía conseguir sin independencia política.

 

Dado que, como hemos dicho, ambas partes se hallaban en un agudo proceso de autoformación y de toma de conciencia de sí mismas, era natural que las fricciones se transformasen en interminables luchas.

 

c) Barbarroja, que respondía a la imagen de emperador de la época caballeresca, no fue personalmente hostil a la Iglesia. En su primer viaje a Roma liberó la ciudad y al papa de Arnaldo de Brescia; después de haber participado en su juventud en la segunda cruzada, dirigió con religiosa entrega, junto con los reyes de Francia y de Inglaterra, la tercera cruzada (en la cual ya apareció él, no el papa —cf. § 49—, como jefe de Occidente). Pero se trataba de la cuestión fundamental antes mencionada.

 

Lo más importante para la historia de la Iglesia son, sin duda, estas dos cosas: primera, que la legítima defensa de su independencia forzó al papado, dada la efectiva situación política, a tomar un camino que defendía los intereses religioso-eclesiásticos sirviéndose de los medios de un orden distinto, extraño: los mismos medios que defienden el bien espiritual también amenazan su pureza. Y segunda: la lucha de ambos poderes se había transformado tanto en un conflicto de competencias, que apenas se le podía poner fin sin la derrota previa de uno de los contrincantes. Y aquí es donde se pone de relieve toda la tragedia, pues, como hemos dicho, la derrota del imperio debería ser a la postre —y así fue de hecho— una debilitación decisiva y fatal del papado.

 

5. También en Inglaterra las reivindicaciones de la Corona tomaron un rumbo que provocó la protesta y la reacción de Roma. El rey Enrique II (1154-1189) logró obtener ventajas de la lucha del emperador con Adriano IV. En tiempo de los antipapas de Barbarroja, en lucha con Alejandro III, prosiguió su juego. La posibilidad de adherirse al antipapa le colocó en una situación favorable, que supo aprovechar. Sus reivindicaciones de Clarendon (1164) en orden a restablecer las «antiquísimas costumbres» de influencia sobre la esfera eclesiástica, son de largo alcance. No sólo contienen los elementos necesarios para ligar totalmente la Iglesia inglesa a la Corona (elección, juramento feudal, aprovechamiento financiero más intensivo de los obispados vacantes), sino también para impedir válidamente la libre unión con Roma y hasta el ejercicio del interdicto y de la excomunión.

 

Verdaderamente, el poder de los príncipes en el ámbito de la Iglesia nunca había sido tan soberano como éste, salvo en las Iglesias territoriales «libres de Roma» de los tiempos anteriores a la primera Edad Media; sólo que ahora hasta se rechaza explícitamente la influencia espiritual lograda en el interregno, y especialmente la romana: la apelación a Roma está prohibida; también los clérigos han de acudir en asuntos temporales ante el juez secular; la elección de obispos depende del rey, al cual deben los obispos prestar juramento de fidelidad y vasallaje. Enrique estaba dispuesto a la renuncia teórica, pero no práctica. (Como víctima de esta lucha murió Tomas Becket, arzobispo de Cantorbery, que inflexiblemente defendió los derechos de la Iglesia[6]).

 

Si además tenemos en cuenta la resistencia que oponían al papa las pequeñas formaciones políticas italianas (¡Sicilia!) y las fuerzas de la ciudad de Roma, hemos de afirmar que la soberanía del papado en el campo político a comienzos de la alta Edad Media sólo existía en un sentido muy limitado.

 

Esto no obstante, nuestra tesis fundamental de la supremacía del papado en este tiempo tiene su razón de ser. La evolución se desarrolló de forma consecuente con la superioridad de la idea religiosa sobre la idea política. Esto fue posible gracias a la nueva configuración radical del mundo que, movidos por esta idea religiosa, efectuaron Bernardo, Francisco, Domingo, Buenaventura y Tomás de Aquino al servicio de la Iglesia gobernada por el papado (y como expresión de todo ello la casi inimaginable fecundidad del gótico).

 

También ahora experimentaremos otra vez, al principio, la pertinaz fuerza del poder secular. Y, sin embargo, el análisis de las fuerzas en juego nos da derecho a concluir que en la lucha, ya ineludible, tenía que sucumbir el imperio; y esto porque estaba orientado hacia atrás, hacia el antiguo derecho imperial (sin olvidar las influencias romano-bizantinas). Barbarroja y sus sucesores Enrique VI y Fernando II llegaron demasiado tarde. En cambio, desde Gregorio VII y el fin de la lucha de las investiduras (§ 48), el poder político y político-eclesiástico del papado había aumentado enormemente; el pensamiento de su supremacía se había convertido ya en una parte esencial de la conciencia occidental; frente a semejante papado el imperio ya no podía adoptar por las buenas la postura de los Otones y Carlomagno.

 

A esto se añade que Occidente ya no constituía una unidad (en sentido universal). La formación de los particularismos «nacionales» había hecho importantes progresos, sobre todo mediante el robustecimiento de la monarquía centralista en Francia[7]. Grave desconocimiento de la situación efectiva supuso la declaración de Rinaldo de Dassel, canciller de Barbarroja, según la cual al lado de su señor los restantes príncipes no eran más que reyes provinciales (reguli). Y de este mismo espíritu procede su otra frase: el emperador puede conferir el papado igual que un obispado de su imperio.

 

En el año 1179, mientras reinaba relativa tranquilidad, dos años antes de su muerte, Alejandro III convocó el undécimo Concilio ecuménico, el tercero de Letrán. En él se manifestó nuevamente la voluntad de independencia del papado. Su atención principal se centró en la plena libertad de la elección del papa. Por eso se exigió para la elección la mayoría de los dos tercios; no se pensó para nada en el emperador (ni en el clero o pueblo de Roma). El canon en cuestión aún está hoy vigente; sólo fue ligeramente completado por Pío XII.

 

6. A la muerte de Barbarroja (1190) la situación del papado se tornó extremadamente peligrosa. Hasta entonces el peligro para Roma provenía únicamente del norte. Los belicosos normandos del sur, contra los cuales los papas anteriores a la reforma gregoriana habían tomado una actitud ofensiva, bajo el pontificado de Gregorio VII y Urbano II se convirtieron en apoyo y protección de los papas. Estos, por su parte, vigilaron celosamente para evitar la formación de un Estado unitario normando. No obstante, esto es lo que sucedió mediante el tratado de 1154 con Guillermo I. Y ahora el nuevo emperador, el poderoso y genial Enrique VI, por su matrimonio con Constanza se había convertido también en señor del reino normando de las dos Sicilias, o sea, del sur de Italia. Además poseía en Alemania un poder realmente considerable. Ya en vida de su padre había ocupado el Estado de la Iglesia. Ahora se efectuó un cambio total en la función político-eclesial del reino siciliano. Sicilia bajo el dominio directo de los reyes alemanes: por primera vez en la historia se vio el papado, o sea, el Estado pontificio, cercado por el temible anillo del poder imperial (Alemania, norte y sur de Italia). Impedir su realización o hacerlo saltar fue desde ahora en adelante, hasta el siglo XVI, el objetivo constante de los papas y de Francia; y, viceversa, la meta de los alemanes, cerrarlo.

 

Tras la derrota política de Tancredo de Sicilia y el rey inglés Ricardo Corazón de León (que tuvo que reconocer su país como feudo del imperio) y tras la coronación de Enrique en Palermo como rey de Sicilia y su negativa a prestar al papa el juramento feudal por Sicilia, pareció que sólo era cuestión de tiempo que el papado dependiera totalmente de Enrique. Frente al poder, a los planes (¡monarquía hereditaria!) y a la energía de Enrique parecía no haber salvación posible. Con menos miramiento aún que su padre, intervino en investiduras por todas partes. Se sintió por entero el señor de la Iglesia, como también de Roma (políticamente alborotada) y del Estado de la Iglesia. Proveyó las sedes episcopales de Alemania, norte de Italia y Sicilia. Si en el siglo VIII había existido el peligro de que el papa se convirtiera en obispo territorial longobardo, ahora existía también la posibilidad de convertirlo en un obispo imperial.

 

La repentina muerte del joven soberano, con sólo treinta y dos años de edad, en el año 1197, lo trastocó todo. Su heredero, el futuro Federico II, sólo tenía tres años de edad. Su auténtico sucesor fue Inocencio III (Ranke). Faltaron los grandes adversarios.

 

El papado estaba libre. Era llegado el momento del apogeo de la soberanía pontificia medieval, del pontificado de Inocencio III.

 

La unión de Sicilia al poder imperial marcó a este papa el objetivo de la lucha para toda su vida. Ya veremos cuántos obstáculos tuvo que vencer en Alemania, Inglaterra y sur de Italia para llevar adelante su obra y cuán poco, sin embargo, pudo al final consolidarla, y también cuán íntimamente consecuente con su pontificado fue la aniquiladora lucha de los papas contra los Staufen. La derrota del imperio será clara, no así la victoria del papado o incluso de la Iglesia. Porque esta victoria fue comprada con la irreparable pérdida del socio imperial universal. Se demostró que una cristiandad occidental universal, espiritual y política, bajo el gobierno directo del papa, apoyado por un «emperador» que ya no era el brazo secular de la Iglesia, tras un éxito harto efímero bajo el pontificado de Inocencio III, sólo era una utopía.

 

§ 53. INOCENCIO III, GUÍA DEL OCCIDENTE CRISTIANO

 

1. Desde Gregorio I, los pilares de apoyo de la Iglesia medieval fueron: el dominio del mundo y la huida del mundo; y no se trató simplemente de una coexistencia pacífica, sino más bien, como sabemos, de una tensa implicación y hasta oposición de esos dos elementos contradictorios: el «dominio del mundo» con los medios del poder terreno-espiritual y la huida del mundo establecida en medio del mundo con sus pretensiones de dominio.

 

Sea como fuere la posibilidad de conciliación objetiva de estos elementos, el hecho es que tal conciliación encontró una expresión concreta y plástica en la persona y la obra de aquel papa que realizó de la forma más brillante y más pura el programa de Gregorio VII, el papa más poderoso del Medievo, Inocencio III (1198-1216). El proclamó la soberanía absoluta del poder papal (§ 55), mandó en el mundo; durante casi todo un siglo dejó a sus sucesores la dirección de todos los grandes asuntos de Occidente. Pero su enorme plenitud de poder, que él afirmó tan enérgicamente[8] en la plena conciencia de su dignidad dada por Dios, sobrehumana en el sentido literal de la palabra, estuvo sustentada por un sobrecogedor sentido de la responsabilidad; esto llegó incluso a apartarle de las ocupaciones del gobierno y de la administración, que tan a menudo le enseñaron a despreciar el mundo, para dedicarse a la meditación. Fue un papa religioso, y no solamente porque aprovechó su retirada involuntaria bajo el pontificado de su predecesor Celestino III (que le apartó de los negocios de la curia)[9] para dedicarse a escribir obras religiosas. Es necesario ver la sustancia religiosa en su propia condición de dominador. Poco a poco todo el mundo reconoció que la lamentación de Walter von der Vogelweide («¡ay dolor, el papa es demasiado joven; compadécete, Señor, de tu cristiandad!») había ignorado por completo el valor religioso del papa elegido por unanimidad a los treinta y siete años. Inocencio III no fue solamente el papa del Poverello de Asís (§ 57), a quien confirmó la misión de reconstruir la Iglesia decadente (a pesar de todo su esplendor). Mediante los decretos del sínodo de Letrán (1215) presentó al Occidente todo un programa de reforma religiosa.

 

Fue un hombre de dotes extraordinarias, de extraordinaria erudición y extraordinaria capacidad de trabajo, una verdadera naturaleza de soberano de dimensiones universales; bien se puede decir: la cúspide del Medievo.

 

2. El poder político del papa ya se había aproximado varias veces a la lejana meta propuesta por Gregorio VII. Esta se alcanzó plenamente con Inocencio III. La idea central del programa de Inocencio III también fue la «libertad» de la Iglesia, en concreto: la libertad de toda tutela secular. Esta libertad era para él el supuesto básico para la recta jerarquización de valores en el mundo y, consiguientemente, para el verdadero desarrollo de la vida de la Iglesia.

 

El contenido y el alcance de esta idea y de su aplicación únicamente puede entenderse de manera auténtica desde el punto de vista medieval.

 

Están muy lejos de toda atenuación espiritualista: la Iglesia es visible y está en este mundo. Es un imperium, y el papa un imperator. Todo el poder le fue dado cuando Pedro recibió la potestad de atar y desatar en el cielo y en la tierra, no solamente en toda la Iglesia, sino en todo el globo terráqueo: Inocencio III es el «realizador de la realeza papal» (Tüchle). Mas con semejante concepción también pasan a primera línea los medios visibles del gobierno espiritual, los castigos mediante excomunión e interdicto, y con una naturalidad que casi nos parece inconcebible, pero que, en todo caso, indica que el punto culminante está cerca y el cambio, tal vez, no muy lejos (puesto que esta difícil síntesis, en sí sobrehumana, de poder, dominio y servicio cristiano queda expuesta a pruebas cada vez más difíciles y crece excesivamente el peligro de la política, del derecho, del dinero).

 

a) La base del poder político del papa era la libertad de Italia. Inocencio, apenas exaltado al solio pontificio, afrontó esta doble tarea: realzar el poder papal severamente menguado por las intromisiones de Enrique VI en el Estado pontificio, en Roma y en el sur de Italia (restableció el Estado pontificio en toda su extensión, incluso agregándole antiguas regiones del imperio)[10] y romper la unión entre Alemania y el sur de Italia. También se alcanzó esta segunda meta. Al morir Enrique (que había intentado inclinar al papa a favor de su monarquía hereditaria y de la unión de Sicilia con Alemania), su viuda, Constanza, cumpliendo sus disposiciones, reconoció la soberanía del papa sobre Sicilia, pidió el enfeudamiento y renunció a los derechos eclesiásticos que correspondían al propietario de la corona desde Urbano II. Constanza murió un año después de Enrique (1198), habiendo designado antes a Inocencio como tutor de Federico, que sólo tenía cuatro años de edad: para el papado se abrieron las máximas posibilidades.

 

b) En la lucha, tan desdichada para Alemania, entre los Staufen y los Güelfos por la sucesión al trono de Enrique VI, el papa se mantuvo neutral al principio, mas luego reclamó el derecho de decisión. Inocencio redactó un informe ex-profeso, donde constaban sus opiniones sobre los derechos del papa y de los pretendientes. Mas cuando luego se decidió por el güelfo Otón IV, llegando a excomulgar a su contrincante, no eligió del todo bien. Porque Otón, con un dramático cambio de frentes, tras el asesinato de su rival Felipe de Suabia (1208) se tornó más peligroso que los Staufen y hasta se convirtió en perjuro frente al papa. Más tarde, en un nuevo cambio de parecer, renovó (y amplió) su total renuncia a la investidura (hecha solemnemente ante el papa) y las promesas relativas al Estado pontificio y Sicilia. Mas después de su coronación como emperador quebrantó nuevamente su palabra (porque los príncipes no habían aprobado sus promesas); incluso trató de apoderarse de Sicilia. Así, Inocencio se vio obligado a lanzar la excomunión contra su propio candidato anterior. Los príncipes alemanes abandonaron a Otón y nombraron emperador a Federico, el heredero de Sicilia.

 

Aquí está el verdadero punto crítico de toda la evolución siguiente: pues, dada la índole de Federico, resurgieron (aunque modificados) los planes de dominio universal de Enrique VI y, con ello, la amenaza inmediata de la autonomía del papado.

 

El papa aprobó la elección después de que Federico prometiera so­lemnemente no unir a la corona alemana su herencia del sur de Italia y renunciara a los derechos que el concordato de Worms había reconocido al rey de Alemania (Bula de Oro de Eger [1213]).

 

c) Inocencio se impuso también como soberano contra el poco fiable rey de Inglaterra Juan sin Tierra (1199-1216). Inocencio le había tolerado, por motivos políticos[11], diversas intromisiones en la Iglesia. La lucha se desencadenó a causa de la elección, efectuada en Roma, del cardenal Esteban Langton (durante mucho tiempo maestro en París) para arzobispo de Cantorbery. Cuando el rey rehusó su reconocimiento, Inocencio quebrantó su resistencia con el interdicto (1209), la excomunión y la deposición (1212). También aquí obró Inocencio con miras claramente políticas: con su aprobación, algunos barones ingleses ofrecieron la corona a Luis, sucesor en el trono de Francia. Este peligro indujo a Juan a someterse al papa, quien inmediatamente prohibió a los franceses la guerra contra Inglaterra. El inglés sometió (1213) Inglaterra e Irlanda al papa (con un tributo anual de mil marcos de plata) y éste se las devolvió en calidad de feudo[12].

 

Éxitos parecidos obtuvo el papa en España y Portugal. Los ideales de Gregorio VII se habían realizado: el papa era señor de todo el Occidente.

 

Procediendo con una lógica inflexible, Inocencio lanzó el interdicto sobre toda Francia (1198), y así acabó manteniendo su predominio sobre el rey francés, Felipe Augusto, cansado de su matrimonio. No obstante, la reconciliación del rey con su mujer Ingeborg, a quien había desposado en 1193, no se efectuó hasta 1213.

 

d) No hay que olvidar que en todo esto el señor de la Iglesia, hombre de pensamiento y acción tan universales, no protegió sólo los intereses generales de la Iglesia universal. Inocencio se reveló también como un príncipe italiano plenamente consciente, aprovechando el incipiente «sentimiento nacional» italiano (si podemos emplear esta expresión para aquel tiempo), que sentía la eliminación del dominio alemán como liberación propia. Esta actitud constituirá muy pronto (el naciente Renacimiento) un rasgo fundamental de toda la actitud italiana, incluso la curial-pontificia[13]; e influirá decisivamente en las condiciones de la vida interna (religiosas y culturales en general) y externa (político-eclesiásticas) de la Iglesia.

 

También la cuestión de las cruzadas fue una de las preocupaciones de Inocencio III; incluso llegó a pensar en ponerse como «verdadero emperador» al frente de la expedición. La idea de la cruzada (favorecida con las mismas gracias espirituales) la extendió Inocencio a la evangelización del nordeste (Livonia; obispo Alberto de Riga).

 

Fallo suyo fue la erección en Bizancio de un Imperio latino, el cual, tras la conquista de la ciudad (1204), reprimió las tradiciones griegas. Con esta desdichada empresa quedaron envenenadas definitivamente las relaciones entre Oriente y Occidente.

 

3. La clausura de este pontificado, el más brillante de la historia de la Iglesia, y al mismo tiempo la más soberbia expresión de la universalidad eclesiástico-estatal del papado en Occidente, fue el cuarto Concilio de Letrán (1215). Bajo la presidencia del papa se reunieron unos mil trescientos sacerdotes (también orientales) y muchos príncipes seculares de todo el Occidente: una demostración palpable de la realización de la única civitas christiana occidental, de la Iglesia como un verdadero Imperio universal, en el cual la plenitud del poder se concentraba exclusivamente sólo en manos del papa.

 

a) Junto con el tema de las cruzadas, Inocencio había impuesto al concilio esta tarea: «reformar la Iglesia». Al hablar de reforma de la Iglesia, no se debe pensar únicamente en algunos defectos estéticos. El curso anterior de toda la historia de la Iglesia, desgraciadamente, nos ha dado pruebas suficientes de cómo la vida de la Iglesia puede enfermar bajo muchos aspectos. En el tiempo inmediato anterior tenemos las duras invectivas de san Bernardo. En el siglo XIII toda Europa se lamentaba de la vida poco apostólica de la jerarquía. La vida y el programa de san Francisco nos muestran cuán necesario era en su opinión un verdadero y profundo renacimiento. El fue quien puso en marcha la reforma, de la cual debía ocuparse el Concilio de Letrán: en el año 1210, Francisco de Asís se presentó por vez primera ante Inocencio, y esto es nuevamente una extraordinaria expresión plástica del sistema de síntesis vigente en la Iglesia: el papa que manda en el mundo entero y el santo más pobre de la Iglesia aspirando al mismo fin, la renovación cristiana.

 

Es cierto que con este encuentro personal y el eficaz impulso histórico dado por Inocencio a la obra de san Francisco aún no se ha dicho nada sobre algo más profundo: la fecundación de la concepción político-eclesiástica del papa por medio de las ideas del Poverello. Pero el hecho de que ambas personalidades sirvieran juntas al único Señor, ya constituye una alianza importantísima.

 

b) Decretos particulares del cuarto Concilio lateranense: fijación de la doctrina de la transustanciación[14]; prohibición inicial de fundar nuevas órdenes; las nuevas organizaciones debían adaptarse a las reglas apostólicas; se prescribió el capítulo general. Se limitaron las indulgencias episcopales, se prohibió imponer nuevos tributos estatales sobre los bienes eclesiásticos sin la aprobación del papa y se dictaron rigurosas medidas contra los herejes, especialmente contra los cátaros. Lo más significativo para conocer el nivel religioso de la Europa pontificia de entonces es la obligación de confesar y comulgar al menos una vez al año: estamos muy lejos de la vida sacramental, que todo lo nutre abundantemente.

 

§ 54. FEDERICO II. FIN DE LOS HOHENSTAUFEN

 

I. PRESUPUESTOS CULTURALES Y POLÍTICOS

 

1. El último Staufen importante fue Federico II, hombre genial, pero también fantástico (1212-50). Contra él tuvo el papado que defender una vez más la «libertad» de la Iglesia.

 

Pero con Federico entramos ya, bajo muchos aspectos, en un mundo que anuncia los tiempos modernos. La atmósfera en que ahora se lucha ya no es tan cerradamente cristiana como la del siglo XII. Los ya mencionados gérmenes de descomposición habían surtido su efecto. Los impulsos para un cambio de la conciencia y del pensamiento social, político y eclesiástico han adquirido proporciones enormes, incluso algunas ideas del mundo intelectual de Federico apenas se pueden denominar cristianas; en su ideología ya se puede apreciar claramente una fuerte descomposición interna de la unidad cultural de la alta Edad Media. Pero también aquí, y precisamente en este último acto de la tragedia medieval, en el que las fuerzas protagonistas del Medievo luchan hasta la muerte, nuestro juicio no debe olvidar los fatídicos lazos que envuelven a las fuerzas rivales; al juzgar la radical unilateralidad de la evolución de Federico, hemos de tener muy presente la trágica contradicción en la que siempre se vio envuelto el creciente sentimiento de las legítimas reivindicaciones del Estado independiente frente a las exigencias pontificias.

 

2. La idea imperial de Federico II era ambivalente; y por eso tuvo que irse a pique. Por una parte se atuvo a la concepción recibida de Barbarroja, que quería una fuerza imperial que dominase también sobre la Iglesia. Por otra parte, precisamente él fue el representante de la nueva idea «imperial», que se presentaba con visos de moderna-nacional: a) En su escrito a los reyes de Inglaterra y Francia renunció a la universalidad del imperio; cada príncipe debía cuidar de su país de origen. b) El mismo residió preferentemente en su reino de Sicilia (que organizó y administró modélicamente; el primer Estado burocrático moderno, absolutista, y al mismo tiempo el primer paso importante hacia una organización política impregnada de espíritu laico). c) En cambio, dejó Alemania preferentemente a cargo de los tutores de su hijo. Con ello se promovió de manera decisiva el proceso autonómico de cada uno de los territorios civiles y eclesiásticos del imperio, debilitando consiguientemente el poder central: statutum in favorem principum (1231). A este incremento del poder territorial se añadió, entre los príncipes eclesiásticos, una creciente secularización. Ambas cosas (con sus efectos) constituyeron una de las grandes causas que prepararon los tiempos nuevos, aún lejanos, y, en definitiva, una de las condiciones para el éxito de la Reforma.

 

3. También aquí hay que distinguir muy bien entre realización histórica de impulsos de desarrollo previamente dados y fracaso personal. Federico, en el mejor de los casos, sólo realizó la legalización de la situación ya existente, que a su vez, por propio impulso, evolucionó en contra de los derechos de la soberanía imperial. La salvaguardia del imperio universal solamente hubiera sido posible en unión con el papado. Pero como los conceptos fundamentales de uno y otro no coincidían, o no se podían conciliar, la desgraciada contienda condujo casi inevitablemente a la disolución del imperio universal.

 

La larga y dura lucha, la a veces implacable lucha que Federico tuvo que sostener con el papado, las desmesuradas exageraciones de su figura en la polémica literaria tras la renovada excomunión de 1239 (considerado, por una parte, emperador-mesías; por otra, hereje radical), todo ello condujo a que se exagerasen ciertos aspectos de su pensamiento y él mismo se convirtiera en el enemigo por antonomasia de la Iglesia, en un pagano. Esto son falsas interpretaciones del pensar moderno. Federico murió envuelto en el hábito de los cistercienses y recibió los últimos sacramentos de manos del arzobispo de Palermo.

 

Y, sin embargo, no se debe pasar por alto el aspecto moderno-sincretista de sus ideas. Muchas cosas, sin duda, dependen de aquella concreta situación de guerra a muerte, pero los elementos más importantes llegan a tocar lo fundamental. Su vida fue prácticamente arreligiosa o, mejor dicho, indiferente a todo lo cristiano y religioso; en aquello que los coetáneos admiraron como stupor mundi et immutator mirabilis, en lo extraordinario de su celebrada personalidad, nosotros no podemos por menos de ver fórmulas peligrosas. Las formulaciones cristianas y teológicas con que expresó de forma asombrosa su gran conciencia de sí mismo y dio a conocer al mundo sus decretos, para él sólo fueron medios para sus fines políticos. Vivió en Sicilia, la «tierra prometida del sincretismo», se rodeó por doquier de la exuberante cultura árabe, no cristiana. De este modo introdujo en la vida espiritual, moral y religiosa del Occidente nuevos y peligrosos gérmenes de disolución. Estos elementos, sin embargo, no pudieron imponerse entonces: porque, a pesar de lo dicho, éste fue precisamente el tiempo en que el Occidente religioso celebró sus mayores triunfos en todos los campos y creó sus más imperecederas obras cristiano-eclesiásticas (órdenes mendicantes, teología, catedrales).

 

El gran tema «Federico II» nos muestra otra vez, y con nueva plas­ticidad, algo esencial en el acontecer histórico, su complejidad. La historia tiene siempre varios-estratos y sus corrientes no siempre corren paralelas.

 

II. LA LUCHA

 

1. La lucha de Federico con los papas fue una guerra a muerte. Pero no radicó en una oposición fundamentalmente «ideológica», sino política, o sea, en las exageradas reivindicaciones y apreciaciones de ambas partes.

 

De hecho, la lucha fue inevitable, porque Federico no quiso cumplir su doble promesa, sino, más bien, a) pretendió unir el sur de Italia con Alemania, y b) aplazó una y otra vez la cruzada en que se había comprometido. Es cierto que al principio Federico accedió a todas las exigencias del papa Inocencio III en relación con Sicilia (reconocimiento de la soberanía pontificia, juramento feudal) y con Alemania. Pero el objetivo de reunir en una sola mano Sicilia y el poder del imperio era demasiado seductora, y los lazos religioso-eclesiásticos de Federico, demasiado débiles. De hecho intentó, bajo el pontificado de los siguientes papas (a los cuales no estaba ligado como con Inocencio con lazos inmediatos y garantías personales), asegurar la unión de Sicilia con el imperio, tanto para sí como para su hijo.

 

La negativa de Federico a cumplir su promesa de la cruzada fue fuente continua de fricciones con la curia. Es cierto que el afianzamiento de su poder en Alemania no permitía ninguna ausencia. Pero el varias veces solicitado aplazamiento de su voto de cruzada y la inobservancia del plazo definitivamente fijado no armonizan con su celo por la cruzada, manifestado de palabra. Palabra dada y no mantenida no es más que un pretexto para fines políticos.

 

2. Federico fue tratado con mucha condescendencia por el anciano papa Honorio III (1216-27). Su sucesor Gregorio IX (1227-41) pudo por su energía, talento dominador y bases religiosas situarse en la línea del gran Inocencio, su tío[15]. Como personalidad fue una verdadera complexio oppositorum, una naturaleza decididamente religiosa. Reconoció el significado de las nuevas fuerzas religiosas de la época y la necesidad de conservarlas con todas sus peculiaridades dentro de la Iglesia. Así, fue protector y promotor de los cistercienses, de la fundación de Joaquín de Fiore, de santo Domingo, de santa Isabel de Hungría; promovió también los movimientos religiosos seglares (las llamadas terceras órdenes). Y, ante todo, ya de cardenal, fue un amigo comprensivo para san Francisco. En fin, incrementó notablemente el estudio universitario en Tolosa y en París.

 

Mas también fue el papa de las Decretales y de la Inquisición centralizada pontificia. Y volvió a convertirse, en parte, en un apasionado adversario de Federico II, con quien se había entendido bien como cardenal (pero de quien no obtuvo nada para la sexta cruzada).

 

Cuando Federico —finalmente en plena cruzada— regresó justificadamente a su país a causa de la peste declarada en el ejército de los cruzados, el papa lanzó por dos veces la excomunión contra él y aplicó el interdicto a cualquier lugar donde se acogiera. Federico contestó con enérgicas contraofensivas en Roma (insurrección) y en el Estado pontificio. Luego emprendió la cruzada y fue él, el excomulgado, el que por medio de negociaciones recuperó los Santos Lugares más importantes. En Jerusalén se impuso él mismo la corona, a la que creía tener derecho por su casamiento con la heredera del último rey. En 1230 se reconcilió con el papa. Fue sólo un compás de espera.

 

Los planes del emperador amenazaban por igual la independencia de la Lombardía y la del papado (había incluso pensado fijar la residencia del emperador en la ciudad de Roma). Entonces el papa y Lombardía se unieron. En el año 1239 se renovó la excomunión y la deposición. Por medio de libelos se intentó influir en la «opinión pública». Por parte del papa se decía: el emperador no es un ortodoxo creyente; es la bestia del Apocalipsis, ha llamado a Moisés, Jesús y Mahoma los tres embaucadores del mundo, es el heraldo del Anticristo. El partido imperial proclamaba: el papa actúa política y no religiosamente, él mismo es el Anticristo.

 

Y Federico, a cuyo lado estaban los obispos alemanes y una parte de los cardenales, salió victorioso en toda la línea y emprendió la ofensiva contra Roma. Entonces murió Gregorio.

 

3. Tras un pontificado sin importancia y año y medio de sede vacante, siguió Inocencio IV (1243-54). Procedía de una familia de gibelinos. Tras unas prometedoras negociaciones, creció poco a poco en él la desconfianza hacia el emperador y, así, emprendió nuevamente la guerra, que tomó con él un giro decisivo. El alcance de este nuevo capítulo de la contienda fue mucho más allá de la anterior lucha individual entre los jefes de la cristiandad. Cobró una importancia fundamental.

 

a) Por parte de Federico: en la respuesta a su excomunión dictada en Lyón, como hemos visto, distingue entre «Iglesia» y papado por una parte y cristiandad por otra; comienza haciendo una crítica fundamental de la jerarquía, requiriéndola a que vuelva a la pobreza apostólica. Esta petición ya se había hecho de muchas maneras (valdenses, § 56); desde comienzos de siglo ya la había predicado insistentemente san Francisco y, además, la había puesto humildemente en práctica en sí mismo y en sus hermanos. Ahora, tras haber resonado en la publicidad imperial, entró a formar parte, favoreciendo al emperador, en la lucha de las supremas cabezas de Occidente, asumiendo por vez primera aquellas dimensiones fundamentales ya indicadas. Es preciso no olvidar esta exigencia: se convertirá en lema de todas las críticas antieclesiásticas de las postrimerías de la Edad Media.

 

Es cierto que Federico reconoció teóricamente el poder de dirección espiritual del papa y que su oposición a las ideas pontificias de dominio universal no fue de suyo ningún ataque fundamental a la Iglesia. Pero, por otra parte, sus ataques fueron tan masivos, la sinceridad de sus aseveraciones católicas tan poco fiable, que las exigencias imperiales de reforma fueron esencialmente más allá de la propaganda (así Seppelt).

 

b) Por parte del papa: huyó a Francia, como ya se dijo. En Lyón[16], en el XIII concilio ecuménico (1245), declarado Federico culpable de desprecio de la excomunión eclesiástica, de perjurio, herejía, sacrilegio y persecución de la Iglesia, dictó la excomunión y la deposición del emperador alemán, prohibió la obediencia al emperador bajo pena de excomunión, mandó predicar una cruzada contra él y exigió de los príncipes una nueva elección.

 

Desgraciadamente, en el mismo concilio se demostró cuán peligroso puede resultar para la Iglesia proponerse unas metas políticas demasiado estrechas; tuvo escasa asistencia, y ésta estuvo integrada principalmente por obispos españoles y franceses. Al partido imperial le resultó muy fácil rechazarlo, empleando razones aparentes. Y al punto surgió aquel esquema canonista que muy pronto acarrearía enormes daños a la Iglesia, aunque aquí aún se presentó como una acción aislada: se apeló del papa presente al papa futuro y del concilio actual a un nuevo concilio que fuese verdaderamente ecuménico.

 

c) El propio emperador, por su parte, pasó por completo a la ofensiva: rechazó por principio los plenos poderes del papa en las cosas temporales; y para llevar a cabo la reforma puso como norma la pobreza apostólica.

 

A este radicalismo respondió desgraciadamente el papa con una exageración teocrática de su poder: la supremacía del papa no procede de la donación de Constantino, sino inmediatamente de Cristo, quien transfirió a Pedro los dos reinos. La entrega de Constantino al papa no fue más que la restitución de una posesión ilegal.

 

Ni la mediación del rey Luis de Francia ni la doble elección de un anti-rey quebrantaron la fuerza y la voluntad del emperador. Pero también hay que decir que el emperador hizo notables esfuerzos para liberarse de la acusación de herejía y para que le fuese levantada la excomunión (el papa se evadió), y que la conjura (1246) contra la vida del emperador y de su hijo Enzio, en la que tomaron parte algunos cardenales y también el cuñado del papa[17], no fue lo más indicado para eliminar su desconfianza.

 

En 1250 Federico murió repentinamente en Apulia, a los cincuenta y cinco años de edad. En su lecho mortuorio se reconcilió con la Iglesia.

 

Su hijo Conrado IV murió a los veintiséis años, en el 1254. Y otra vez fue el papa —Inocencio IV— tutor del joven Conradino. Su confusa postura en el asunto de Sicilia se acabó con su muerte en el mismo año.

 

4. Más allá de todos los infelices pormenores de las luchas y pasando por las particulares opiniones y exigencias de los contendientes, donde la razón y la sinrazón se hallan confusamente mezcladas en ambas partes, hay que ver una cosa: la tragedia de esta lucha, en la que las fuerzas determinantes del Medievo cristiano llegaron a consumirse recíprocamente, dilapidando sin consideración alguna el precioso capital de la fe y la fidelidad. El hecho de que una naturaleza tan profundamente religiosa como Gregorio IX pudiera ser tan radicalmente arrastrada a este apasionado conflicto, demuestra muy a las claras lo complicado e insano de la situación. Cuando Gregorio IX, por ejemplo, apeló imprudentemente a la donación de Constantino (1236) y de ahí en adelante se preparó con todos los medios políticos y espirituales disponibles para la lucha a muerte contra el emperador; cuando, por el contrario, Federico no solamente insistió en su independencia, sino que renovando las bases secularizadas de su imperio invadió el campo eclesiástico y amenazó con destruir la base política del papado, entonces fue cuando se evidenció la imposibilidad de salir de una crisis que propiamente sólo podía conducir a la catástrofe.

 

a) Desde hacía unos dos siglos, tanto en la política pontificia como en el pensamiento eclesiástico habíamos comprobado signos inequívocos de una cierta inclinación hacia Francia. Esta tendencia tuvo su momentáneo cumplimiento, en el orden de la política eclesiástica, con Urbano IV (1261‑64), anteriormente patriarca de Jerusalén. Era francés, como su sucesor Clemente IV (1265-68). Entregó Sicilia a Carlos de Anjou, hermano del rey francés Luis IX el Santo (además fueron nombrados varios cardenales franceses). Fue un paso fatal para el papado, que habría de terminar en Aviñón. Porque la ansiada —y al principio conseguida— protección de Francia pasó muy pronto del apoyo al papa a la sumisión del papa.

 

En el año 1268, Conradino, el último Hohenstaufen, también alcanzado por la excomunión, al intentar recuperar Sicilia tras la derrota de Tagliacozzo fue traidoramente prendido y ajusticiado en Nápoles. El papa no participó directamente, pero tampoco había hecho nada para conseguir de su vasallo Carlos de Anjou una decisión más benigna.

 

b) El papado había vencido. «Emperador romano» fue desde entonces un mero título (aunque muy importante) sin contenido real. Mas esta victoria del papado supuso a su vez un peligroso debilitamiento de sus fuerzas. ¡Y aún más que eso! Puede decirse que aquí la suerte sobre el Medievo en su conjunto ya estaba echada: el kairos, el momento oportuno para formar una cristiandad unida en lo político y lo eclesiástico-político había pasado para siempre y la ocasión de aprovecharlo estaba perdida. El Imperio cristiano de Occidente, como realidad de este mundo, había sido atacado en sus raíces y ya nunca se recuperaría de este golpe. Mas la Iglesia, imperecedera por su esencia, debía aún experimentar en los siglos siguientes los peligros internos y externos acarreados por esta «victoria».

 

Dicho en concreto: en lugar del ya desaparecido imperio universal (que en principio servía a toda la cristiandad), surgió la primera potencia nacional fuerte, cuyas intenciones obviamente se orientaban a la defensa del bien nacional: Francia. Carlos de Anjou intentó inmediatamente influir en varias elecciones pontificias y extender su poder, tanto hacia Grecia como hacia el norte y hacia Roma.

 

c) Verdad es que hubo un segundo intento de liberar al papado de esta tenaza francesa. Gregorio X (1271-76) convocó nuevamente un concilio en Lyón en 1274 (el XIV ecuménico). Allí envió sus mensajeros Rodolfo de Habsburgo, el rey alemán, elegido al cabo del largo confusionismo del interregno. Rodolfo prometió cumplir todas las exigencias planteadas por los papas a los Staufen y pidió la coronación imperial. Las negociaciones duraron bastantes años y fracasaron definitivamente debido a las elevadas exigencias pecuniarias de la curia, que Rodolfo no pudo satisfacer. En Lyón se presentaron también mensajeros del emperador griego Miguel Paleólogo y propusieron nuevamente la unión de las Iglesias, seguramente para protegerse contra Carlos de Anjou. Pero tras el corto pontificado de Nicolás III, de la familia de los Orsini (1277-80), único papa que podía hacer frente a los Anjou, Carlos pudo imponer la elección del ex canciller del rey francés Luis el Santo; fue Martín IV (1281-85) un papa que para apoyar un ataque de Carlos de Anjou incluso lanzó la excomunión sobre Miguel Paleólogo, de modo que los griegos desistieron de la unión. A este plan de ataque, sin embargo, le falló la base, debido a las sublevaciones de Sicilia. La dependencia papal quedó demostrada también en que el papa apoyó al de Anjou contra la insurrección de la población rebelde y de su candidato Pedro de Aragón, heredero de las reivindicaciones de los Staufen (vísperas sicilianas [1282], fracaso de los planes de la cruzada). Por fortuna, el de Anjou no pudo al fin imponerse. Porque de lo contrario la suerte del papado se hubiera realizado en el sentido de Enrique VI, sólo que bajo nuevos «protectores» políticos.

 

III. CORRIENTES NACIONALISTAS EN EL COLEGIO CADENALICIO

 

El papa poseía un enorme poder sobre todo el Occidente. Es evidente que la elección de uno u otro papa no fuese indiferente a los respectivos países. Los franceses preferían un francés a un alemán sobre el trono del mundo. De ahí que aumentase considerablemente la importancia política de los «electores» del papa, los cardenales. La elección, que solamente ellos podían efectuar, debía garantizar la independencia eclesiástica del papado. Pero muy pronto surgieron tendencias que propugnaban una participación de los cardenales en el poder de gobierno. Aparecieron los correspondientes partidos. Conocemos su actividad por la erección de antipapas por el partido imperial. Federico II había intentado con cierto éxito actuar contra el papa, con la ayuda de los cardenales. Posteriormente, el propio colegio cardenalicio ofrecería la plataforma desde la cual la influencia política de los Estados particulares volvería a amenazar la independencia del papado.

 

Las diferentes naciones anhelaban tener la mayor cantidad posible de representantes de sus intereses en el supremo senado de la Iglesia: he aquí también una penetración de fuerzas nacionales, centrífugas, que, unidas a las antes mencionadas, influían decisivamente en el ulterior desarrollo. Esto explica el progresivo incremento de partidos políticos entre los cardenales, que muchas veces obstaculizaron por mucho tiempo la elección del papa. Tras la muerte de Clemente IV (1265-1268) hubo tres años de sede vacante. Teniendo presente esta circunstancia, se instituyó el cónclave, como presión para acelerar la elección. Pero los partidismos entre los cardenales, especialmente la importante rivalidad histórica de los Orsini y los Colonna, estaban tan profundamente arraigados, que tras el pontificado de Nicolás IV (1288-92) hubo nuevamente más de dos años de sede vacante (elección del ermitaño Pedro de Morrone, Celestino V [1294]).

 

IV. EVOLUCIÓN SIMULTÁNEA EN LOS PAÍSES ORIENTALES

 

A pesar de todas estas tensiones y confusiones en Occidente, no había muerto totalmente la idea de una reunificación con la Iglesia de Oriente. El papa Gregorio X (1271-76), profundamente religioso, estuvo lleno del espíritu de las cruzadas de los primeros tiempos. Pero la situación en Oriente era radicalmente distinta.

 

En pertinaz y dura lucha los emperadores bizantinos habían logrado, paso a paso, fortalecer nuevamente su poderío y pisar terreno firme en el Peloponeso (Mistra, sobre la antigua Esparta). El primer emperador de los Paleólogos (1259-1463) consiguió muy pronto (1261) eliminar el Imperio latino de Bizancio e hizo que la Roma de Oriente (entre los búlgaros, los seléucidas y las potencias occidentales) se convirtiera en una especie de gran potencia. Esto brindó a la Iglesia oriental, con sus ricas tradiciones y su variada cultura monástica, un nuevo ámbito de desarrollo. La mencionada unión de las Iglesias de Lyón (1274) tuvo también gran importancia para la defensa o, más bien, el rechazo de los señores francos en Grecia, quienes, como descendientes de los cruzados, habían establecido allí sus dominios. Estas motivaciones, de marcado carácter político, y la aversión contra Occidente que había dejado tras de sí la conquista de Bizancio (1204) y el Imperio latino hicieron fracasar la unión de las Iglesias tan pronto como las esperanzas políticas puestas en ella resultaron ilusorias.

 

Bizancio, abandonada a sí misma, no logró resistir a los otomanos, que invadieron y se apoderaron de Asia Menor, y así fue perdiendo una provincia tras otra. En adelante, la Roma oriental sólo podía oponer a su ocaso una valentía heroica, pero, desligada del Occidente, tan sólo era capaz de prolongar su agonía, mas no de evitarla. El año 1453 no fue más que el trágico resultado de los anteriores fallos del Oriente y del Occidente.

 

§ 55. EL DERECHO CANÓNICO. PLENOS PODERES DEL PAPA

 

1. El desarrollo de los estudios jurídicos en Bolonia (§ 51s) favoreció al derecho eclesiástico o canónico. Los papas, desde la Antigüedad, habían ratificado los cánones de los concilios; también, a veces, habían decidido (como León I, § 24), mediante cartas o «decretales», importantes cuestiones dogmáticas o disciplinarias, tal como era su derecha y obligación, en cuanto guías de la Iglesia establecidos por Cristo y guardianes del tesoro de la fe. Ya hemos visto en múltiples sucesos de la historia cómo la conciencia de los papas fue aumentando en paralelo con el aumento de este derecho y cómo, por el contrario, este derecho fue unas veces reconocido, otras discutido por la cristiandad y, en especial, por los reyes y emperadores.

 

a) Pues bien, el desarrollo hasta este momento había sido enorme y la gran cantidad de declaraciones reclamaba precisamente ser recopilada y examinada en su conjunto. Al codificar las decisiones eclesiásticas, era natural que se incluyeran también las decisiones papales. Esto ya lo había hecho el Pseudo-Isidoro (§ 42); y esto mismo hizo en el siglo XII el monje Graciano, verdadero fundador del derecho eclesiástico, compilando lo que luego se llamaría «Decreto de Graciano»[18]. En el siglo XIII se añadieron a su colección nuevas recopilaciones, entre las que se cuentan especialmente las jurisprudencias de Alejandro III e Inocencio III y, posteriormente, las de Gregorio IX y Bonifacio VIII. Juntas todas ellas, constituyeron finalmente el código oficial de la Iglesia, el Corpus Iuris Canonici, el cual fue siendo engrosado en sus distintas partes entre el 1140 y el 1503 en una evolución orgánica y, como expresión del dominio universal del romano pontífice, entró en pie de igualdad al lado del antiguo derecho romano y justiniano e incluso, a veces, lo superó en importancia. Lo principal de este derecho (en sus partes esenciales y antes de su abuso formal y jurídico, a partir del siglo XIV) no eran las fórmulas, sino el estar dominado por la idea de la justicia interior y la equidad.

 

b) Desde Gregorio VII en adelante, las iglesias particulares de los diferentes países ya no dependían tanto como antes de sus señores feudales. Como hemos visto, sin embargo, no faltaron intentos (siempre renovados, incluso masivos) de los príncipes cristianos de disponer de los bienes de la Iglesia en beneficio propio (especialmente concediendo sedes episcopales y abadías). Pero en definitiva fue el papa quien pudo ejercer, por el curso de los acontecimientos, un creciente influjo en la designación de los cargos de todas las iglesias. Desde Alejandro III los obispos debían ser confirmados por el papa. Mas, por otra parte, el derecho de confirmación de los obispos, durante todo el siglo XIII, también fue competencia de los metropolitanos[19].

 

Inocencio III consiguió que los obispos y arzobispos le prestasen el juramento de obediencia. Se enviaron legados papales a cada una de las iglesias particulares[20] haciendo así inmediatamente efectivo el supremo poder del papa. Para comprender la sorprendente continuidad de todo el proceso, a pesar de los retrocesos, basta con sólo pensar en san Bonifacio, que ya hizo que todas estas instituciones aflorasen de algún modo en la Iglesia franca; sólo que, desde la reforma gregoriana, todas ellas se estructuraron de forma mucho más sistemática y así cobraron una enorme autoridad efectiva.

 

2. La elevada posición espiritual del sucesor de Pedro y la fuerza religioso-eclesiástica dimanada de ella hicieron que ya con anterioridad tanto los monasterios como los países se colocaran bajo la protección especial del papa, esto es, de san Pedro (en el territorio que luego sería alemán, el primero fue Fulda, y en la Borgoña, Cluny). Con ello entraron en una especie de dependencia «política» material del obispo de Roma, a quien más tarde (a partir del siglo X, en principio como agradecimiento) entregaban dádivas y ofrendas por esta protección; al mismo tiempo quedaban desligados de otras dependencias (seculares o eclesiales) y asegurados de toda intromisión que de este lado pudiera venir: quedaron exentos.

 

a) La exención puede tener diversos contenidos (cf. en § 34 lo referente al «sistema de iglesias privadas»). Su elaboración o la fijación jurídica de la misma, en el sentido del poder pontificio de disposición general sobre cada uno de los conventos e iglesias de la ecumene en los tiempos de la alta y baja Edad Media, comenzó bajo el pontificado de Alejandro III.

 

b) El poder directamente político-eclesial de los papas, que con tanta pujanza creció desde el siglo XII, pero especialmente en el siglo XIII, aceleró este movimiento y amplió su alcance: algunas iglesias, monasterios y obispos se dirigieron a Roma para obtener la concesión de prerrogativas, dispensas, etc., o volvieron a presentar ante el tribunal romano una sentencia poco grata (apelaciones). La curia pontificia de Letrán se convirtió en el tribunal del mundo. Inocencio III lo proclamó abiertamente: «El Señor ha entregado a san Pedro el dominio no sólo sobre toda la Iglesia, sino sobre todo el mundo». Mas aquellos requerimientos significaban un enorme trabajo y se hizo necesaria la creación de una burocracia cada vez mayor. Justo era que las cargas pecuniarias derivadas de este trabajo fuesen cubiertas por los peticionarios y apelantes, dado que los ingresos del Estado de la Iglesia no alcanzaban para esto ni de lejos. Así se establecieron para toda la cristiandad tributos eclesiásticos ordinarios y extraordinarios en favor de los papas y se fijaron unas tasas para cada uno de los requerimientos presentados ante el tribunal pontificio[21].

 

3. Se había logrado brillantemente la centralización de la Iglesia y de todas las iglesias particulares en torno al papado (§ 35). Pero en aquel desarrollo latían graves peligros para la vida religiosa, que habrían de manifestarse muy pronto, demasiado pronto: Gregorio VII había desterrado la simonía, Bernardo había prevenido contra la política y el dinero y otro tanto habían hecho Gero de Reichersberg, Walter Mappes († 1209) y Tomás Becket († 1170)[22]. Mas ahora surgía más amenazador que nunca el peligro de que la jerarquía se viera excesivamente envuelta en lo mundano, en la política y el derecho y en el dinero (no sólo como consecuencia de la debilidad moral de los hombres, sino por la lógica interna de los hechos)[23]. El inmanente declive de la idea de poder se hizo sentir inmediatamente, como también la grave hipoteca (crecida con el desarrollo histórico, difícilmente evitable, típicamente medieval) cargada sobre la Iglesia por el poder político y la riqueza económica. Todos estos peligros son inherentes a la estructura visible de la Iglesia querida por su fundador, el cual expresamente no quiso sacarla del mundo (Jn 17,15), peligros que hacen especial referencia a la incesante tarea de la vigilancia y el control de sí mismo en la penitencia (metanoia).

 

A menudo hemos podido comprobar en qué medida en todo esto había una inmanente amenaza para la Iglesia. La amenaza creció con la reforma gregoriana y, luego, con la victoria del papado sobre los Staufen. A partir de la baja Edad Media, desde Aviñón y desde la consiguiente elaboración particular de los derechos pontificios sobre cada una de las iglesias (§ 64), se convirtió en un peligro gravísimo.

 

Sólo los santos podían aquí traer la salvación. Dios ya se los había regalado a su Iglesia y, con ellos, le había dado un tesoro que ahora, antes del gran derrumbamiento, rejuveneció la Iglesia y que un día, pasados los tiempos oscuros, la haría resurgir de nuevo.

 

§ 56. CATAROS Y VALDENSES

 

I. TENDENCIAS NEOMANIQUEAS

 

1. Ya sabemos (§ 34, II) por qué surgieron de nuevo las herejías en los siglos XII y XIII. Las dos más importantes, cátaros y valdenses, son por su origen de naturaleza muy diferente y revisten distinta importancia para el conocimiento de la vida de la Iglesia; sin embargo, tienen cierto parentesco.

 

El origen de los cátaros, incierto durante mucho tiempo, parece que ahora se ha situado con seguridad en los Balcanes (Bulgaria-Bosnia), adonde los emperadores bizantinos habían hecho trasladar restos de los antiguos maniqueos. Por las rutas abiertas por los cruzados parece ser que predicadores de sus ideas religiosas, que se apellidaban con el nombre de un tal Bogomil, remontaron el curso del Danubio. Los cátaros fueron extraños a toda la estructura de la sociedad medieval y por ello encerraban un gran peligro revolucionario, en sentido prevalentemente subversivo.

 

Los valdenses, en cambio, brotaron de dentro de la Iglesia, como reacción ante ciertas tendencias de su evolución. Se apoyaban en principios cristiano-evangélicos.

 

2. Los cátaros (en griego: katharos = puro), hacia el año 1150, estaban muy extendidos en el sur de Francia y en las cercanías de Albi (de ahí «albigenses»). Su doctrina era dualista, esto es, rechazaban como malo todo lo relacionado con la materia (matrimonio, consumo de carne, propiedad privada). Para ellos lo único valioso era el espíritu y lo espiritual. Al igual que algunos gnósticos, reinterpretaban la historia y la doctrina de la salvación a base de los susodichos conceptos paganos: negaban la resurrección, la encarnación (Cristo solamente poseyó un cuerpo aparente = docetismo), sostenían la oposición entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

 

Como condenaban como cosa mala la materia y el cuerpo, fueron acérrimos enemigos de los sacramentos de la Iglesia, en especial del sacramento del altar[24]. Para ellos el instrumento principal de la gracia, que debía traer consigo el pleno perdón de los pecados, era el Consolamentum, es decir, la imposición de manos de un miembro que practicase estrictamente la mortificación prescrita. Existía, pues (como en muchos antiguos sistemas dualistas: § 16), una gradación de miembros según la realización más o menos perfecta de los medios de la gracia y, consiguientemente, de la iluminación o redención: unos eran los «perfectos», otros los simples «creyentes». Precisamente esta diferenciación hizo que los cátaros pudieran captarse amplias capas del pueblo. Como consecuencia de una buena organización interna, de una verdadera jerarquía, la secta tuvo una gran capacidad de resistencia y causó mucho daño a la Iglesia. Su principal fuerza de atracción consistía en su justificada crítica a la riqueza y el poder de la Iglesia, a la secularización de algunos obispos y sacerdotes, en la tentadora fuerza que siempre poseen los espiritualistas y, en parte, en su propia modestia.

 

3. Con sus principios, los cátaros amenazaban disolver la sociedad entera. Su peligrosidad para el Estado se puso de manifiesto ante todo por rehusar el juramento y el servicio militar. Con su crítica radical a la Iglesia y con el rechazo de todo lo institucional dentro de ella, se convirtieron en sus enemigos más directos, en una verdadera y propia «anti-iglesia».

 

La Iglesia intervino de diversos modos: predicación de san Bernardo (incluso en el mismo Albi) y refutaciones por escrito, por ejemplo, de Pedro el Venerable, entre otros. Embajada de conversión de un cardenal legado en 1177. Incluso después de la «cruzada» de Alejandro III contra ellos (1181), Inocencio III volvió a intentarlo con una embajada de conversión de dos cistercienses. No consiguieron nada. Al ser uno de ellos asesinado, parecía que ya no quedaba otro medio que la espada. Así surgieron las horrendas guerras de los albigenses[25], en parte totalmente contrarias al espíritu cristiano. Lo que aún quedaba en pie de la secta cayó en manos de la Inquisición; sus residuos pervivieron, sin embargo, hasta el siglo XIV.

 

Para comprender la situación y el escaso éxito de los intentos de conversión hay que considerar varias cosas: las solemnes legaciones no fueron apoyadas en la fuerza de la predicación del evangelio a los pobres de espíritu, sino más bien en representación de la única Iglesia salvadora; eran todavía una expresión demasiado violenta del espíritu de las cruzadas, las cuales perseguían, sí, la conversión, pero exigiéndola y, en la práctica, sustituyéndola muchas veces por una medida de fuerza.

 

II. MOVIMIENTOS DE POBREZA

 

1. San Bernardo no entró en el convento de Cluny porque ya no respondía a los ideales ascéticos de la Regla de san Benito. En su libro sobre la meditación había prevenido contra el poder y la riqueza de la Iglesia. Santa Hildegarda de Bingen había visto igualmente los peligros que aquí se escondían. Quejas parecidas (especialmente contra la curia y los prelados en general) llegaban también de los más diferentes países de la cristiandad.

 

Todo esto apunta, como ya hemos visto[26], más allá de toda crítica moralizante, a conceptos decisivos sobre la esencia de la Iglesia. La Iglesia jerárquico-monástica creía, por decirlo así, que el mundo estaba tan profunda y definitivamente convertido que ella misma parecía representar el reino de Dios (civitas Dei) y la Jerusalén celestial en la tierra. Ahora bien, a raíz del movimiento de renovación del siglo XII afloraron algunos grupos cristianos que no solamente no tenían acceso a aquellas formas de la Iglesia imperial y reformista, sino que consideraban insuficiente el «estado de perfección» monástico.

 

2. Parecidas consideraciones llevaron a un rico comerciante de Lyón, Pedro Valdés, a distribuir toda su fortuna entre los pobres (1173). Tomó como modelo el encargo del Señor en Mt 10,9ss y comenzó a llevar una vida apostólica y pobre como predicador ambulante de penitencia. Reunió a su alrededor hombres y mujeres del mismo pensar y los envió de dos en dos a predicar la penitencia[27]. En boca de los valdenses, el lema «¡Vuelta a la Iglesia pobre de los apóstoles!» tenía un sentido esencialmente religioso. La Sagrada Escritura era el todo para ellos (como descripción de la vida del redentor pobre; sobre todo con las advertencias de Cristo al joven rico: Mt 6,19.21); con ellos comenzó propiamente el gran movimiento bíblico laico del Medievo. El fervor de estos «pobres de Lyón» era bueno, ejemplarmente evangélico; en realidad se sentían enviados como ovejas en medio de lobos. Todo esto, sin embargo, constituía una peligrosa provocación para el mundo cristiano y, en primer lugar, para la jerarquía y las abadías.

 

a) Por desgracia, estos inflamados solían carecer de los necesarios conocimientos para la predicación. Esta les fue prohibida primeramente por el arzobispo de Lyón y luego por el Concilio de Letrán (1179).

 

Este choque entre los representantes de una «vida apostólica» carismática y los representantes del ministerio apostólico no dejó de tener su tragedia. Falsa interpretación y desconfianza por parte de la Iglesia, radicalismo y confusión por parte de los «pobres de Lyón», todo ello hizo que se desaprovechase la oportunidad de fecundarse mutuamente. Sucedió lo que en el transcurso de la historia de la Iglesia frecuentemente hemos tenido que lamentar: los incomprendidos se endurecieron en sus tendencias erróneas. (Esto no justifica en absoluto a aquellos que no acogieron con suficiente amor lo nuevo que estaba naciendo).

 

b) Las ideas de los valdenses fueron variadas y estuvieron confusamente mezcladas; diferían mucho según los distintos países y según sus diferentes etapas de evolución. Allí donde sus comunidades no estaban aún organizadas, continuaron largo tiempo participando en la vida de la Iglesia. Muchas veces no manifestaban su oposición a las ideas de la Iglesia con una exacta teoría (teológica), sino con su conducta concreta. Por ejemplo, en la práctica hacían depender la validez de los sacramentos de la dignidad del sacerdote que los administraba (como por lo demás hicieron antes los gregorianos).

 

Vistas en conjunto, sus ideas descansaban en un concepto espiritualizante (a veces espiritualista) de la Iglesia. Partiendo de sus principios, todos tendían a rechazar la sucesión apostólica de los obispos y también la vida monástica.

 

Para ellos la vida apostólica y la llamada carismática era como una especie de sucesión, en la cual podían establecer una jerarquía de obispos, sacerdotes y diáconos. No faltaban siquiera influencias del ideal monástico[28]. No obstante, su actitud fundamental era inequívocamente laica.

 

La imagen es mucho más radical en las corrientes afines del norte de Italia, donde se impuso con más fuerza la influencia de los cátaros: negación del purgatorio, consiguiente rechazo de la oración por los difuntos y las misas por sus almas; rechazo del culto a los santos, de las indulgencias, del juramento, del servicio militar y de la pena de muerte (= ¡rechazo de la unión de la Iglesia con los poderes civiles!). Reducción de los sacramentos al bautismo, la eucaristía y la penitencia: preanuncio de futuros modelos heréticos de Iglesia.

 

He aquí por primera vez un movimiento que, en diverso grado, rechaza como tal la Iglesia encarnada en la historia y se remite a una Iglesia misteriosa, que estaría unida a los apóstoles por sucesión directa.

 

3. Como los valdenses no se preocuparon ni poco ni mucho de las prohibiciones, en el año 1184 fueron excomulgados por Lucio III. Con ello, naturalmente, no quedaba resuelto el problema. Inocencio III reconoció que también aquí había valores positivos importantes, y así intentó, y con éxito, que una parte del movimiento volviera otra vez al seno de la Iglesia. A pesar del estilo molesto de los agresivos predicadores ambulantes, Inocencio se mantuvo firme en la legitimidad y necesidad de la predicación, del anuncio, muy en contra del pernicioso silencio de clérigos, canonistas y monjes, «los perros mudos».

 

Mas el principal vencedor fue Francisco de Asís (§ 57), cuando den­tro de la Iglesia realizó el ideal de la pobreza evangélica y de la predicación ambulante.

 

En Valdés y su movimiento vemos, por vez primera en el Medievo, que el laicado participó amplia e independientemente en la solución de los problemas religiosos del tiempo: he aquí otro y (como demuestra este intento herético) alarmante signo de un tiempo nuevo, que tratará de combatir el clericalismo característico de la Edad Media[29].

 

III. ORGANIZACIÓN DE LA LUCHA CONTRA LA HEREJÍA

 

1. Ya el antiguo Imperio romano-cristiano había producido una extensa legislación antiherética. Agustín, a causa de la pertinacia y la brutalidad de los donatistas, modificó su idea primitiva (§ 30) y defendió el empleo de la fuerza contra los herejes. En el Occidente cristiano existía, sí, la legislación de Justiniano contra los herejes (§ 23) y las correspondientes disposiciones de Carlomagno, pero aún faltaba una verdadera y básica reglamentación penal. Y por desgracia, a pesar de la íntima compenetración de lo estatal con lo secular en la Edad Media, difícilmente se podía pasar sin ella. La exclusión de la Iglesia, en un tiempo en que la herejía ya no era, de hecho, un mero pecado de conciencia, sino también un atentado contra la existencia de la sociedad, ya no bastaba. Otra vez nos encontramos en la historia ante una de esas estremecedoras y trágicas encrucijadas, donde la vital defensa de la verdad parece hacerse necesaria de una forma que, en su realización concreta, sólo podemos mirar con terror, aun cuando la buena intención de los responsables puede hacerse comprensible histórica y políticamente.

 

Los puntos de vista del pueblo, las manifestaciones de la teología práctica y el derecho consuetudinario se anticiparon en cierto modo a la ley. El material conocido es escaso. El obispo Vaso de Lieja (980-1048) criticó las brutales medidas tomadas en Francia contra herejes reales o supuestos; san Bernardo condenó la persecución de judíos y el mal trato multitudinario y el asesinato de herejes en Colonia (1144), porque la fe ha de venir por la reflexión, no por la fuerza; pero también dijo que a los herejes les esperaba la hoguera. (Los levantamientos contra los judíos eran muy frecuentes)[30]. El primero que impuso castigos legales contra los herejes fue Federico Barbarroja. La pena de muerte por herejía está expresamente documentada en Aragón, en el año 1197. Luego fue proclamada por Luis VIII en Francia, por Federico II en sus dominios y por el papa (1231) en Italia.

 

2. Decisiva para combatir a los herejes fue la institución de la Inquisición episcopal. Una bula papal del año 1184 previo el apoyo del brazo secular, decisión aprobada por Barbarroja. En ella no se menciona la pena de muerte. Los herejes fueron terriblemente tratados en las guerras albigenses (1209-1218). Poco después (1229) la Inquisición episcopal adquirió su forma definitiva en un sínodo celebrado justamente en Tolosa: el obispo debía ordenar la búsqueda de los herejes y, una vez convictos, si se mantenían obstinados, entregarlos al brazo secular[31].

 

a) Gregorio IX convirtió esta institución en pontificia, dándole carácter permanente y sometiéndola directamente a la Santa Sede. Los dominicos fueron nombrados inquisidores. Gregorio y, más tarde, Inocencio IV adoptaron, precisamente, la correspondiente disposición de Federico II. Como castigo adecuado para los herejes pertinaces se prescribió explícitamente la pena de muerte, que debía ejecutar el brazo secular. Inocencio IV autorizó (1252) el empleo del tormento durante el proceso.

 

En conjunto, el intensivo tratamiento formal-jurídico de la materia por parte de los órganos eclesiásticos nos deja perplejos. Parece abrirse paso un radical cambio de conciencia respecto a la predicación de la buena nueva. Un detalle significativo se puede ver en la designación precisamente de los dominicos como inquisidores; efectivamente, la misión especial de la nueva orden era la conversión de los herejes (§ 57).

 

Por otra parte, hay que subrayar que esta tarea fue tomada en serio, o sea, que la Iglesia no se quedó en una simple reacción negativa; antes bien intentó, por medio de las órdenes mendicantes, superar el peligro positivamente, recuperando a los herejes.

 

b) La Inquisición fue una institución terrible. Por ella se vertió mucha sangre inocente, por ella se perpetraron muchas crueldades. No fue ni un medio apropiado para poner en claro el verdadero estado de cosas, dado que también empleó el tormento, ni especialmente adecuada para promover un cambio de pensar (y esto lo demostraron, sobre todo, los mismos representantes de la institución, cuando desconfiaban terriblemente de la retractación así arrancada); tampoco fue una expresión del espíritu de Jesús, a menos que se pueda dudar en general de la seriedad de la fe de aquellos que la manejaban. Pero no sería históricamente serio querer achacar a la Iglesia en exclusiva los abusos de la Inquisición. «Culpables» fueron igualmente las ideas de la época, todavía rudas y brutales en algunos aspectos, pero naturalmente también la unión vital de lo religioso y lo estatal; también, en fin, hay que destacar con toda energía el alto concepto de la verdadera fe que aquí se manifiesta: es el supremo bien sobre la tierra, a nada comparable, y menos a la vida corporal. La Inquisición y la quema de herejes desapareció, no con los reformadores (ellos también la aprobaron), sino con la Ilustración del siglo XVIII.

 

3. De esta Inquisición pontificia hay que distinguir la española, posterior, fundada en 1481, que en su origen y ejecución fue una institución principalmente estatal, en la cual la Iglesia compartía naturalmente la responsabilidad.

 

De hecho se logró, en principio, reprimir violentamente todas las nacientes herejías como fenómenos de la vida pública. Pero con ello no quedaba en absoluto extirpado el veneno herético. La herejía se tornó un movimiento subterráneo.

 

En Alemania, la Inquisición pontificia se retiró tras el asesinato de Conrado de Marburgo (1233), que actuó como primer juez de herejes; pero en el siglo XIV cobró gran importancia, al multiplicarse los procesos de magia y brujería.

 

§ 57. LA VIDA RELIGIOSA. ORDENES MENDICANTES

 

Mientras en las herejías mencionadas, en la figura de Federico II y en la literatura se preparó y en parte se realizó la indicada disolución de lo genuinamente medieval, apuntándose a la vez en ello algo nuevo, se desarrollaron también otros elementos de orientación distinta, a veces opuesta, que directamente tendían a profundizar y enriquecer lo auténticamente medieval, es decir, lo religioso-eclesiástico.

 

Desde el comienzo de la Edad Media y luego desde el renacimiento de Cluny y sus instituciones paralelas, las diferentes órdenes habían realizado un trabajo enorme. Pero también había crecido su poder y su riqueza; por eso estaban un tanto secularizadas; o bien, por su cambio de estructura (abandono del trabajo corporal; predominio del culto), había disminuido su fecundidad. Citeaux, como rigurosa reforma monástica, había permanecido dentro del marco de lo tradicional y transmitido una gran cantidad de nuevos impulsos; pero su época creadora había pasado. Las órdenes caballerescas habían ido sustituyendo cada vez más el ideal de la piedad por objetivos políticos y militares. Pero la fuerza interior de la Iglesia se había conservado intacta: el monacato no sólo volvió a renovarse, sino que precisamente ahora (al sentir que el mundo envejecía = iam senescente) desplegó por vez primera, y con nuevas formas, toda la riqueza de su ideal ascético. Los principales representantes de este impulso fueron san Francisco de Asís y santo Domingo, cuyas respectivas órdenes muy pronto descubrieron su afinidad. Este auge representó, por el mero hecho de su existencia, una crítica áspera y efectiva al estado y a las formas de vida de la Iglesia de entonces, pero no tuvo en absoluto un sentido polémico (como ya pudimos comprobar en Bernardo), sino que brotó, majestuosa y positivamente, de su propio medio. Especialmente la obra de Francisco fue una verdadera creación.

 

Tanto en Domingo como en Francisco lo nuevo caló tan hondo que es preciso distinguirlo hasta de lo nuclear del monacato tradicional si no se quiere falsear sus intenciones. Las nuevas órdenes guardaron cierta afinidad con el antiguo monacato; no obstante, lo que las hizo nuevas y «no monásticas» fue que en ellas había una unión oficial del estado de vida regular[32] con el ministerio pastoral de la cura de almas, la predicación y la enseñanza.

 

I. FRANCISCO DE ASÍS

 

1. Francisco es el más grande santo de la Edad Media. En él todo fue sencillo, auténtico y esencial; fue comprensible para todos; y tan sumamente amable que incluso hoy todo el mundo, católico como no católico, se inclina admirado ante él. El Poverello de Asís es, por sí solo, una luminosa y victoriosa apología de la Iglesia católica y, naturalmente, también una poderosa llamada de atención a la misma Iglesia.

 

Francisco de Asís fue asimismo una de las figuras más originales que recuerda la historia: figura nacida por entero de la gracia y de la propia interioridad, de ninguna manera explicable por el ambiente espiritual del que procede. Y, no obstante, de un modo que podríamos llamar providencial, dio respuesta justa a las cuestiones más profundas de su época[33].

 

Francisco nació en el año 1182; fue hijo de un acaudalado comerciante de tejidos, o sea, de un típico representante de la burguesía que entonces surgía orgullosa en las ciudades italianas[34]. Como Valdés, también él despreció el dinero. Su pensamiento se dirigió hacia todo lo grande y puro al mismo tiempo. Quiso hacerse caballero. Y lo consiguió. Pero en vez de seguir a un señor del mundo, se hizo caballero de Jesucristo; e igual que el caballero sigue a su señor, él siguió a su divino Maestro: al pie de la letra, sin subterfugios; la fidelidad caballeresca es un rasgo fundamental de su piedad. Con razón se le llama Poverello; porque, en vez de elegir una esposa terrena como los otros caballeros, se desposó con la «dama pobreza»[35].

 

2. A esta sublime concepción de la vida llegó pasando por la cárcel (fue prisionero de guerra) y por una grave enfermedad. Tuvo que atravesar graves crisis interiores. Pero las horas de Damasco fueron saludables y fecundas. Abrieron y roturaron su interioridad de tal modo, que el fondo de su ser se tornó terreno abonado en anhelante espera del misterio de la gracia. Comenzó sin gran programa. Oyó al crucifijo de san Damián que le decía: «Francisco, ve y reconstruye mi casa, que, como ves, se desmorona». Entendió estas palabras al pie de la letra. (Este fue haciéndose progresivamente el distintivo más característico de su personalidad). Repasó, pues, la capilla con sus propias manos.

 

Vio leprosos; se obligó a sí mismo a estar con ellos y servirlos. Y sucedió que «lo amargo (que nunca dejó de ser amargo) se hizo dulce para él».

 

Luego vino la gran hora de su vida: oyendo misa escuchó en el evangelio el mandato de Jesús a sus discípulos: salir pobremente a predicar penitencia. Desde entonces éste fue su programa. Con fidelidad literal, sin pros ni contras, tenía que cumplirse: a) no poseer nada, y b) predicar. El ideal de pobreza de san Francisco no se limitó a «no poseer nada», sino que se orientó positivamente: debía estar al servicio de la idea del reino de Dios y del cuidado de las almas.

 

Su padre, el rico comerciante Bernardone, no pudo soportar que su hijo dilapidase todos sus bienes y lo repudió. La contestación de Francisco fue: ahora ya puedo verdaderamente rezar «Padre nuestro que estás en los cielos».

 

3. En el año 1209, con doce compañeros que se le habían agregado, se presentó Francisco en Roma ante Inocencio III. El papa muy bien pudo ver en estos hombres sencillos que le pedían permiso para predicar un parecido con los valdenses. El mismo creía que el nuevo ideal de pobreza (¡la difundida calificación de pauperes sonaba entonces a herejía!), que no permitía a la comunidad poseer nada, era irrealizable. No obstante, confirmó verbalmente el programa de Francisco. Esta palabra del papa fue suficiente para el santo, que durante toda su vida no hizo mucho aprecio de decretos ni privilegios. Para él significó la certeza de hallarse en el camino recto. Y éste fue precisamente su programa: no necesitar de una complicada «regla», sino, como él llanamente dice: vivir el evangelio.

 

Francisco anhelaba el martirio. Después de que el Capítulo general de la comunidad, hecha muy numerosa en muy breve tiempo, organizó el trabajo misionero en el año 1219, el propio Francisco marchó al Oriente (donde llegó a ser escuchado por el sultán; pero, aparte esto, su intento misionero no tuvo ningún éxito directo). Fue el comienzo de las misiones de ultramar. Y el abandono del espíritu de las «cruzadas»: el paso de la conversión ofensiva, forzada, a la predicación de la buena nueva sólo por espíritu de amor servicial en seguimiento de Cristo[36].

 

a) Los franciscanos se convirtieron luego en la gran orden misionera de la alta y baja Edad Media.

 

Durante su ausencia, hallándose en Palestina, sobrevino entre los hermanos de la comunidad aquella desavenencia por la cual Francisco tanto tendría que sufrir. No se trató, como se ha creído durante mucho tiempo, de una discrepancia entre la orientación más suave y la más rigurosa (en el sentido de la escisión posterior entre observantes y conventuales; cf., por ejemplo, § 65). Más bien los hermanos decidieron entonces una ordenación del ayuno más rigurosa, legalmente establecida, como un desafío lanzado contra los cátaros, ante quienes querían aparecer, por decirlo así, como competidores.

 

A su regreso, Francisco defendió la libertad cristiana de los Hermanos Menores[37]. Sólo entonces (1221) les dio una regla. Su contenido esencial era «abandonar el mundo», vivir según el evangelio. Concretando más, exigía obediencia, pobreza y castidad. Esta regla fue sustituida en 1223 por la regla definitiva, que —¡cosa nueva!— fue confirmada por el papa. En ella colaboró el cardenal Hugolino, el futuro papa Gregorio IX. Su mérito es el de haber dado forma estable a la vida que libremente brotaba de Francisco y que así se salvó para la posteridad.

 

b) Porque la primitiva idea concebida por Francisco, la que primeramente puso en práctica y a la que durante toda su vida estuvo ligado su corazón, preveía un pequeño, controlable círculo de hermanos, que podían vivir sin casa ni iglesia propia (solían dormir en las iglesias), que anualmente se reunían y luego, al modo evangélico (Lc 10,lss), eran enviados a predicar por todo el mundo. El fuego del amor era tan grande que admitían a casi todos los que lo solicitaban. Pero ¿cómo iban a ser instruidos para el servicio de Dios? Su rápido y sorprendente crecimiento hizo imposible su reunión anual, como también la renuncia a las casas; igualmente, se vio la necesidad de un tiempo de prueba. La cantidad representó un peligro para su sublime ideal. Pero la regla lo salvó. Hugolino aportó la indispensable acomodación de la fraternidad primitiva a las necesidades conventuales. Se introdujo el noviciado. Lógicamente, hubo necesidad de tener lugares fijos, donde fuera posible hacer ejercicios y pruebas, así que los hermanos aceptaron iglesias y residencias fijas. Pero mientras vivió el santo, atendieron su rigurosa advertencia de que allí solamente podían estar como huéspedes, extraños y peregrinos.

 

c) Francisco no se opuso a estas necesidades. se opuso, en cambio, a la reducción del ideal heroico. Sufrió mucho por la obligada mitigación del estilo de vida primitivo, que la gran masa de los hermanos ya no podía observar en todo su libre y espontáneo rigor. El no lo creyó inevitable; antes bien, previó que con ello peligraba el perfecto cumplimiento del encargo recibido directamente de Dios y estrictamente obligatorio. Y, no obstante, se doblegó ante la voluntad de la Iglesia. Sabía —¡y con qué mortificante penetración!— lo mal que estaban las cosas en la Iglesia. Casi nunca hizo mención a sacerdotes y obispos sin recordar también su condición de pecadores. Para él, sin embargo, la adhesión incondicional a la Iglesia romana era condición previa de todo cristianismo. Quiero, dice, «honrar a los sacerdotes como a mis señores, aunque me persigan». Posiblemente, en el transcurso de la historia de la Iglesia jamás se ha mostrado tan esplendorosa como en Francisco la misteriosa fuerza de la obediencia viva, heroica. El logró realizar una amplia reforma de la Iglesia. Y él sigue siendo incluso hoy una fuerza espiritual capaz de conmover de forma misteriosa y vivificante, sencillamente porque supo renunciar a sí mismo; a todo esto, cátaros y valdenses han desaparecido, porque criticaron, pero no se sometieron.

 

d) Francisco no fue sacerdote; se consideró indigno de serlo. Se quedó en diácono. Aunque vivió plenamente de la Iglesia, aunque la predicación de la buena nueva llenó gran parte de su vida, todo su modo de ser conservó un algo típicamente no clerical. Con ello abrió al laicado, que entonces despertaba, grandes posibilidades de realización en la Iglesia. Su propia orden no ha continuado esta línea en la medida que le correspondía. Ciertamente, los primeros Hermanos Menores, siguiendo las instrucciones de Francisco, permanecieron cada cual en su propia profesión. Pero quisieron permanecer célibes y así vivieron, más bien dando un ejemplo de santificación de la profesión, no de santificación de la vida de familia (cf. a este respecto los efectos de la «tercera orden», § 58, 1 b).

 

4. Desde el año 1224 Francisco estuvo casi siempre enfermo. Sufría enormes dolores (enfermedad de la vista y del estómago). En medio de estas pruebas le llegó la hora de la suprema dicha; en el 1224, en el monte Alvernia, recibió las llagas del Señor (stigmata); así se convirtió también corporalmente en una imagen del Amor crucificado. En medio de sus dolores compuso poco después el Cántico de las Criaturas, lleno de alabanza y de acción de gracias.

 

Murió pobre y desnudo el 3 de octubre de 1226. Dos años después fue canonizado por Gregorio IX.

 

5. El objetivo concreto que Francisco dio a su orden no fue la mendicación, sino la predicación y el trabajo; la mendicación debía ser el último recurso para sobrevivir. La retirada del mundo no debía consistir en entrar en un convento (Cayetano Esser); los hermanos debían permanecer entre los hombres, ganarse su manutención entre ellos y predicarles con la palabra y el ejemplo.

 

a) La piedad de Francisco fue ante todo adoración. Durante largas horas la llama de su amor interior se vertía en el desbordante «Dios mío y todas las cosas». Cuando oraba, toda su persona era oración, escribe su biógrafo Tomás de Celano. En el Señor Jesucristo veneraba ante todo su encarnación: la dulzura del Niño de Belén (celebró la primera Navidad con «belén» en el bosque de Greccio, en el año 1223), los dolores del crucificado y la cercanía personal (video corporaliter) del sacramento del altar.

 

b) Francisco irradiaba por todas partes filiación divina. El ser hijo de Dios le selló, en lo más íntimo de su ser, con la libertad del cristiano, que no consiste en ser señor de todas las cosas, sino servidor y hermano de todas las cosas y todos los hombres, los animales, las plantas y las rocas, el agua, el sol y la luna. De esto tenemos en la vida y en las palabras de este incomparable santo pruebas profundamente conmovedoras, que no deben en ningún caso ser descalificadas como sentimentalismo; pertenecen más bien a lo propiamente incomprensible de Francisco, que quería ser un loco para este mundo, que había comprendido profundamente que no puede haber cristianismo que no sea un scandalon. Su alegría natural y su alborozo estaban firmemente asentados en la continua —para nosotros pavorosa— ascética del santo.

 

Francisco es un milagro de la síntesis católica. Apenas hay otra personalidad en la historia de la Iglesia (¿y tal vez en toda la historia?) cuya rica vida interior esté tan profundamente basada en la experiencia personal. Y, no obstante, justamente este hombre estuvo, hasta la última fibra de su ser, anclado en las fuerzas vitales de la objetiva institución de salvación que estaba ante él y dominaba el mundo: la Iglesia. Apenas hay otro genio en el cual, como en él, el ímpetu de sus propias fuerzas no haya traspasado ni por un momento ni en lo más mínimo la línea del solo y puro servicio para afirmar el propio yo.

 

6. La orden de Francisco («los Hermanos Menores»)[38] se distinguió de las anteriores por las siguientes características: 1) la orden como tal no debía poseer nada; 2) no había stabilitas loci; 3) la orden estaba estructurada unitariamente partiendo de un centro (capítulo general y ministro general), en rigurosa relación de obediencia. El cuidado de la perfecta obediencia[39], la cual era como el «ámbito» en que el «hermano menor» vivía su vida regular, preocupó a Francisco mucho más que el tema de la pobreza (el ingreso en la comunidad se denominaba, por ejemplo, «admisión a la obediencia»). De él, el más libre hijo de Dios, procede la exigencia de «obediencia ciega». Esto debe meditarse, antes de dar a esta palabra, desconsideradamente, un contenido indigno. También aquí se trata, en lo más hondo, de excluir todo egoísmo. Por eso la suprema forma de la obediencia es ir «entre sarracenos (al martirio), donde ni la carne ni la sangre toman ya parte alguna» (Celano). La autoridad de los superiores (minister et servus!), y naturalmente la del ministro general[40], Francisco la entiende en sentido totalmente espiritual, como servicio obligatorio al subordinado, para que pueda cumplir la voluntad de Dios.

 

a) La palabra de la Escritura que caracteriza a san Francisco y los comienzos de su hermandad es la de «nuevo» y «renovar». Hay que renovar el seguimiento de Cristo, o sea, como dicen los contemporáneos, la vida de la Iglesia primitiva, su fe y su pobreza, su sencillez y humildad: hermanos menores. En este sentido, «nueva» fue la figura y la obra del santo en su tiempo.

 

La hermandad de san Francisco, convertida luego en una auténtica orden eclesiástica, fue, en su núcleo esencial, pura creación de una personalidad que, guiada y adoctrinada directamente por Dios (eso lo dice él a menudo), superó espontáneamente las anteriores formas de vida monástica y, sin preocuparse mucho de los detalles organizativos, trató de realizar una nueva forma de seguimiento de Cristo. Por consiguiente, lo decisivo no fue en modo alguno una regla fija y pormenorizada, sino la «vida» de los hermanos. Y esta vida debía tener sólo un modelo, como ya hemos visto: el evangelio.

 

b) La evolución de la orden tras la muerte de Francisco está dominada por la dificultad de acomodar el ideal heroico a las posibilidades de la época y de su extensión por todo el mundo. De aquí surgió la disputa sobre el concepto más riguroso o más suave de la pobreza. La base para su desarrollo posterior fue una bula de Gregorio IX (1230): está permitido el uso de los bienes regalados a la orden; mas los donantes conservan la propiedad.

 

El verdadero peligro apareció en las últimas décadas del siglo, cuando el radicalismo se transformó en extrañas formas sectarias o espiritualistas; estas formas estaban muy cerca, incluso geográficamente, de los movimientos heréticos de la época (sur de Francia y centro de Italia).

 

Esta exageración espiritualista constituyó, sin duda, el mayor y más serio peligro. Pero también se dio el peligro contrario, el de la tranquila, demasiado tranquila, vida comunitaria de los conventuales (por eso más alejados interiormente de Francisco).

 

La crueldad con que sus primeros compañeros, inmediatamente des­pués de la muerte del seráfico Padre, fueron perseguidos por representantes de la tendencia moderada y el orgulloso afán de dominio, la impetuosidad y la insubordinación a la Iglesia (§ 65), que más tarde caracterizaron la lucha entre ambos partidos, fueron la más crasa tergiversación de los ideales del obediente y pacífico Poverello. Sin embargo, estos excesos, que a veces nos parecen incomprensibles, pusieron a su vez de manifiesto cómo y con qué radicalidad el ideal sobrehumano del santo había roto el equilibrio de las fuerzas; también son una muestra de la prudencia con que obró la jerarquía reglamentando aquel ideal; y a su manera prueban, en fin, la enorme fuerza, más aún, lo paradójico del fenómeno «Francisco», vivir el cual, a lo largo de los siglos, constituyó para la «orden» una enorme tarea.

 

Considérese esto: fueron precisamente los franciscanos, alejados radicalmente del mundo, quienes en su renuncia al mundo descubrieron este mundo y se convirtieron en la gran orden dedicada al cuidado de las almas (a diferencia y en contraposición a la afirmación superficial del mundo hecha por la jerarquía y el clero secular); precisamente las órdenes mendicantes se convirtieron en los pilares de la Escolástica (que como «ciencia» ya representa un altísimo valor intramundano).

 

c) La orden de los franciscanos tuvo una difusión enorme. Poco después de la muerte de Francisco ya había en Alemania dos provincias autónomas. Su tarea principal era y continuó siendo la cura de almas, especialmente entre la gente sencilla. Al poco tiempo, no obstante, aumentaron en la orden los representantes de la ciencia.

 

Los órganos directivos eran el Capítulo general, en el que debían tomar parte los ministros de todas las provincias, y los capítulos provinciales anuales, en los que debían participar todos los hermanos de la correspondiente región.

 

Hablando en general, a la orden le ha quedado muy poco de su primitiva libertad e inseguridad; casi toda ella se orientó a la vida conventual, donde realizó grandes cosas en los más diversos campos de la cura de almas. Sin embargo, también hay que decir que la primitiva libertad interior siempre ha tratado de manifestarse[41].

 

Poco después de comenzar a predicar, Francisco ganó para su causa a santa Clara (procedente de una ilustre familia de Asís). En ella encontraron su expresión más pura los ideales del santo. A su alrededor se congregaron otras compañeras, y de las «pobres hermanas de san Damián» se formó la segunda orden de san Francisco.

 

II. LA ORDEN DE LOS DOMINICOS

 

1. Gracias a sus escritos y a las muchas noticias auténticas sobre su vida, conocemos perfectamente la personalidad de san Francisco. En cambio, de santo Domingo, su gran contemporáneo, de espíritu similar dentro de sus muchas diferencias y algo mayor que él, sabemos poco; lo conocemos principalmente por su obra, la Orden de Hermanos Predicadores.

 

a) Domingo (nacido hacia el 1170 en Castilla, de rancia estirpe española, muerto el 1221 en Bolonia) fue miembro de un capítulo catedralicio reformado (regular) y sacerdote. Desde el 1204 anduvo con su obispo por el mediodía de Francia. Aquí tuvieron ambos ocasión de conocer la herejía, la lucha contra ella y su fracaso hasta el momento. El modo como él y su obispo reaccionaron es muy ilustrativo para conocer su personalidad, su forma de actuar y su éxito: ambos estaban llenos de amor y de preocupación por las almas; comprendieron que la verdad cristiana no podía imponerse por la fuerza; reconocieron la penuria de fe de los herejes; para ayudarles, aprendieron de ellos. Como ellos, emprendieron la predicación apostólica ambulante en la pobreza, erigieron casas o institutos para la educación de muchachas y para la instrucción de predicadores. El primero de estos centros misioneros se fundó cerca de Tolosa (Francia) en el año 1206, con unos cuantos predicadores y hermanas, centro que Domingo transformó luego (1217) en un convento de agustinas regulares. De la predicación contra los herejes nació una agrupación mayor, una orden de sacerdotes, que, según la idea de Domingo, sin atarse a ninguna iglesia concreta, viviendo de la mendicación, debía dedicarse al cuidado de las almas bajo la dirección del obispo diocesano. Inocencio III exigió la aceptación de una regla ya existente. Aceptada la regla de los agustinos, Honorio III confirmó después, en el 1216, la todavía pequeña congregación (más tarde se efectuó una asimilación a la regla originariamente planeada). La predicación quedó como tarea principial de la orden.

 

b) Desde su primer cuartel general en el centro del movimiento herético, en Tolosa, Domingo enviaba a sus hermanos, casi siempre de dos en dos, a predicar por las ciudades (la herejía, con sus incidencias sociales, se propagaba principalmente desde ellas). Pero para la predicación de la fe (no sólo de la penitencia) se requería una formación teológica. Por eso numerosos hermanos se dirigieron a París. El primer Capítulo general adoptó la regla de rigurosa pobreza de san Francisco: los dominicos formaron la segunda gran orden mendicante.

 

2. En el mismo siglo XIII surgió una nueva orden mendicante, la de los eremitas de san Agustín. En 1238 comenzaron a regresar a Europa, procedentes de Tierra Santa, muchos monjes carmelitas. En los tiempos de las cruzadas las antiguas ermitas del Carmelo habían experimentado un nuevo florecimiento monástico. En el siglo XII se había establecido allí un grupo de ermitaños, formando una especie de orden bajo una regla[42], pero en el siglo XIII tuvieron que huir ante la amenaza de los sarracenos, y así, poco después, se fundaron los primeros conventos de carmelitas en Europa. Cuando en la Edad Media se habla de las «cuatro órdenes», se hace referencia a las cuatro órdenes mendicantes mencionadas.

 

a) El cuarto Concilio de Letrán (en pugna con Inocencio III) había prohibido, por una parte, fundar nuevas órdenes y exigido, por otra, centralizar las ya existentes, prescribiéndoles celebrar Capítulo general cada tres años (modelo: los cistercienses). Esta fue una medida de gran alcance. Es cierto que grupos aislados dentro de las órdenes se convirtieron en peligrosos adversarios de la curia pontificia, pero en conjunto las órdenes fueron un incomparable medio para dirigir unitariamente los esfuerzos papales en pro de la Iglesia universal.

 

En la educación de nuevas fuerzas religiosas prestaron una contribución esencial, tanto para su tiempo como para todo el Medievo (incluso en sus postrimerías). Y para la Iglesia siguen siendo, aún hoy, una de sus fuerzas puntales, por cierto sin paralelo alguno en cualquiera de los otros ámbitos de la vida.

 

b) Las órdenes mendicantes, con su modo de vivir, no sólo representaron una acerba crítica para el clero secular, sino que, naturalmente, entraron también en competencia con él. Como servían al pueblo con su predicación y otras formas de pastoral y le proporcionaban lo que el bajo clero secular ni le ofrecía ni las más de las veces podía ofrecerle, y como esto lo hacían libremente y por amor de las armas, sin pedir recompensa, gozaban del favor popular. Como, además, estaban directamente sometidas al papa, se convirtieron en una especie de cuerpo extraño entre los clérigos seculares, organizados bajo los obispos.

 

Partiendo de aquí, muy pronto surgieron (y se incrementaron con el paso de los siglos) un sinnúmero de controversias intraclericales, que provocaron graves daños a la vida religioso-eclesial. La grave querella entre los mendicantes y el clero secular (y también con el clero monástico de las abadías) es un lugar común en la descripción de la vida de la baja Edad Media.

 

§ 58. LA PIEDAD POPULAR

 

1. La obra de Gregorio VII fecundó también indirectamente la vida religiosa del mundo seglar. A finales del siglo XII y en el siglo XIII se hizo ésta tan fuerte, adquirió un carácter tan propio, que la fisonomía de la época quedó esencialmente determinada por ella. Esta mayor actividad religiosa fue de la mano con el florecimiento de la vida intelectual en las ciudades. Durante mucho tiempo, y a causa del fallo del clero, no pudo verse satisfecha y cayó en la tentación de ayudarse a sí misma por caminos erróneos (valdenses, § 56). Además de esto, el alto clero, que era el poseedor de la riqueza y (como el episcopado) el señor y dueño de la ciudad, era el adversario natural del pueblo, que tendía a la libertad y al autogobierno. La enemiga social y política, pues, constituyó un obstáculo natural para la educación religiosa.

 

a) Una respuesta efectiva a las nuevas necesidades religiosas del mundo seglar se dio con las órdenes mendicantes y su predicación penetrante, popular, sugestiva e inspirada en el evangelio, pues a un mismo tiempo ellas respetaban la ley —vital ley— de la forma, ya que aseguraban las fuerzas fácticas de la tradición y el orden en la Iglesia. Uno de los grandes méritos del Poverello es el haber preservado de la total anarquía esta fuerza capital del futuro (en el que se vislumbraban fuerzas explosivas peligrosas, tanto social como religiosamente) y haberla ligado a una actividad ordenada en el seno de la Iglesia, para bien de la comunidad occidental.

 

Francisco procedía del laicado ciudadano (urbano), rico e inquieto. Su religiosidad, como hemos visto, llevaba una impronta no clerical. Su trabajo se orientó también hacia los seglares (junto con los hermanos de la «orden»). Su predilección fue desde un principio para el pueblo sencillo. Y esto siguió siendo así en su orden. El pueblo, en correspondencia, tampoco le escatimó su amor. La masiva afluencia a las casas de los franciscanos lo demostró. No se quiere decir con esto que todas las necesidades fueran audazmente satisfechas ni que todas las posibilidades fueran aprovechadas. También la historia de la Iglesia sabe de ocasiones perdidas, y esto en todos los sectores.

 

b) Pero no todos podían, querían ni debían entrar en el convento; muchos seglares trataban de vivir una vida de «perfección» cristiana en el mundo, como expresamente se pide a todos en el Nuevo Testamento, en el mandamiento de amar a Dios y al prójimo y hacerse discípulos del Señor. Anteriormente, ya se habían formado comunidades seglares de oración integradas por laicos, cuya finalidad era promover la vida religiosa de sus miembros. Con Francisco experimentaron un nuevo impulso: surgieron congregaciones de «hermanos (o hermanas) de penitencia», la llamada posteriormente «tercera orden» de san Francisco, los terciarios.

 

Sus miembros permanecían en el mundo, pero se obligaban a la mortificación, a determinadas oraciones y a obras de misericordia. La fuerza del movimiento terciario (no solamente franciscano) fue tan grande que, posteriormente, llegó a reclamarse la pertenencia de personalidades de gran relevancia religiosa a alguna de las terceras órdenes casi con la mayor naturalidad, por ejemplo, santa Isabel de Turingia († 1231), Luis IX de Francia, el rey san Fernando de Castilla († 1252), Dante, Giotto.

 

La fuerza del ideal monástico hizo, no obstante, que los terciarios, que vivían en celibato, volvieran a reunirse en comunidades «claustrales» (los llamados «terciarios regulares»).

 

También apareció una «tercera orden» de santo Domingo. Ambas recibieron, en el curso del siglo XIII, una «regla» concreta, con su correspondiente profesión, que las ligaba más sólidamente a su correspondiente orden; sus miembros llevaban también el hábito de la orden. Con todo, no se puede hablar de una orden monástica, puesto que sus miembros no estaban sujetos a obediencia. De esta manera la orden tercera ha sido propiamente —si se nos permite hablar así— la que ha conservado más puro el primitivo ideal franciscano. De las posteriores realizaciones, naturalmente, es necesario prescindir.

 

Un carácter especial revistió el nuevo ideal de la imitación de Cristo en el fuerte movimiento femenino del noroeste de Europa, en las beguinas, que al principio no estaban integradas en ninguna orden masculina. En el curso de su evolución se vieron obligadas a aceptar una regla tercera (la franciscana o la agustina).

 

c) Con el tiempo, aparte de los terciarios, también otras congregaciones de seglares se convirtieron en foco de irradiación de vida religiosa: hermandades del santo rosario, del escapulario, hermandades marianas (desde comienzos del siglo XIII, especialmente en el norte de Italia y en Francia, pero también junto al Rin).

 

2. Como consecuencia de las cruzadas cobró nueva fuerza la devoción a la pasión del Redentor. Aparecieron formas especiales de esta devoción, que aún hoy perduran, por ejemplo, en la práctica del viacrucis y en los himnos a las cinco llagas. Su punto de origen lo tenemos en los relatos de los peregrinos de los primeros tiempos del cristianismo. Esta piedad se fue haciendo tanto más intensa cuanto más débil se iba haciendo la cristiandad (y con ello el reino de Dios en la tierra) en la perniciosa lucha papa-emperador. La primera descripción de la práctica del viacrucis procede del año 1187; la pervivencia de esta devoción fue obra de los franciscanos, que tenían a su cargo el cuidado de los Santos Lugares de Palestina.

 

a) Las cruzadas reavivaron también aquella forma de piedad, que ya había sido característica en el primitivo Medievo occidental: la veneración de las reliquias (§§ 13, 34, 39). Toda la tierra de Palestina, en efecto, estaba consagrada por la vida del Señor y sus apóstoles. Consiguientemente se trajeron de allí numerosas «reliquias», muchas de las cuales eran sin duda no auténticas. En tiempos posteriores, todo aquello que originariamente era una mera reliquia de contacto y tenía un sentido innocuo y natural se entendió en un sentido masivo y, con ello, se malinterpretó.

 

b) Las peregrinaciones fueron santificadas por el ejemplo del mismo Jesucristo (a Jerusalén para la celebración de la Pascua). En la piedad griega, especialmente en la rusa, este primitivo e importantísimo medio de expresión religiosa experimentó notables variaciones. Ya conocemos la función de las peregrinaciones en el Medievo primitivo: alimentar la fe. Esta función se conservó hasta las postrimerías del Medievo. Aun en medio de la manifiesta descomposición del tráfico de las peregrinaciones, que hizo de él un importante factor en la preparación de la Reforma, las peregrinaciones como tales fueron cultivadas y defendidas de forma dogmáticamente correcta y religiosamente fecunda por espíritus iluminados (por ejemplo, santo Tomás Moro; cf. a este respecto la práctica de las peregrinaciones en la época de la reforma intraeclesial de los siglos XVI y XVII).

 

3. El siglo XII, gracias a la orden de san Bernardo, puede llamarse el siglo del culto a la Madre de Dios (todas las iglesias cistercienses estaban dedicadas a la santísima Virgen); el siglo XIII llegó a ser en cierto sentido el siglo del Santísimo Sacramento del Altar. Esta forma de piedad genuinamente católica es ya una característica de san Francisco a comienzos del siglo. Más tarde apareció la festividad del Corpus[43], que el papa Urbano IV extendió a toda la Iglesia, y para la cual escribió santo Tomás de Aquino (§ 59) su maravilloso e inagotable Oficio, tan rico en ideas como en sentimientos. Por supuesto, todas estas magnas realizaciones no nos dan, sin más ni más, una imagen válida de la época ni mucho menos de la piedad popular. Esto vale también para la devoción al Sacramento del Altar. Es cierto que en Tomás encontramos todos los elementos que, según la tradición del Nuevo Testamento, hacen brotar esta devoción de un concepto teológicamente sano de la Eucaristía, el sacrificio que se consuma. Pero el pueblo y el clero bajo estaban aún muy lejos de esta idea sacramental (y de su praxis correspondiente; cf. antes IV Concilio de Letrán, § 53). Ni el uno ni el otro poseían los profundos conocimientos teológicos necesarios para ello. Por diversas causas esta piedad llevó más bien la impronta esencial de un concepto objetivo-estático.

 

4. Esto es también aplicable a la práctica de la penitencia de la época, aunque en este caso, sin duda, la fiel entrega a la causa de Dios respondía con relativa pureza a la predicación evangélica de penitencia de los frailes mendicantes.

 

Naturalmente, la concepción material de la contrapartida humana en el negocio de la penitencia siguió proliferando. Hallamos manifestaciones de esto en la idea de las cruzadas meritorias. Se introdujo también una modalidad que la Iglesia había de pagar muy cara: la institución de la indulgencia. Aunque la teoría de las indulgencias es correcta en principio, a menudo es presentada (especialmente en las promesas de recompensa) con demasiada inexactitud y descuido. Es facilísimo que su excesiva aplicación en la práctica (ya en el tiempo de las cruzadas) dé pie a una concepción demasiado masiva.

 

a) Cuando nos ocupamos de santos que nos han descrito sus ideales en sus obras literarias o, como en el caso de san Benito, por medio de una regla, resulta relativamente fácil caracterizar su piedad. Pero también entre los santos (como en toda la historia) existe un amplio sector de anonimato, del que sólo podemos captar detalles muy imprecisos, pero que es de vital importancia, como el humus de la tierra nutricia. Por eso son tan importantes las innumerables vidas de santos, desde el principio de la Edad Media hasta su apogeo. Demuestran la existencia de una atmósfera general de santidad; en algunas cosas pueden parecemos extrañas, pero son, a pesar de todo, una imponente demostración de fe cristiana y una imprescindible ilustración de lo que propiamente fue el hombre religioso medieval.

 

b) A diferencia de las naciones románicas (a las cuales el latín no les era del todo extraño), los alemanes se vieron muy pronto obligados a expresar sus sentimientos piadosos en su lengua materna, señal clara (aunque al principio un tanto torpe) de la necesidad de interiorizar su religión. En el siglo XII los cantos religiosos alemanes[44] estaban muy extendidos. A este mismo anhelo obedecía el afán popular de representar como drama viviente los acontecimientos de la historia de la salvación. Esto fue el principio de la representación sacra, derivada de la liturgia[45].

 

c) Anteriormente habían sido sólo los obispos y los conventos el centro de la actividad caritativa. Desde las cruzadas, pero especialmente con el florecimiento del comercio y los fuertes cambios sociales, la caritas del siglo XIII tuvo que hacer frente a nuevas tareas. También aquí fueron fructíferos el ejemplo y la predicación de las órdenes mendicantes. El cuidado de los necesitados, los leprosos y los peregrinos recibió nuevos impulsos de los maravillosos amantes de los pobres y de la humildad. Surgieron congregaciones eclesiales e incluso verdaderas órdenes: la Orden del Espíritu Santo, fundada en Montpellier en el año 1180 como congregación secular; los Antonitas, cuya única finalidad consistía en servir a los pobres y los enfermos, o también redimir a los cristianos de las manos de los infieles (por ejemplo, la Orden de los Trinitarios, fundada por san Juan de Mata [† 1213] y san Félix de Valois [† 1212] en la diócesis de Meaux; la Orden de los Mercedarios, confirmada en el año 1235; una congregación de Terciarios [1265]).

 

5. En todo esto se hizo patente la bienhechora influencia de la Iglesia en la educación del pueblo. La vida del pueblo asumió ampliamente las formas eclesiales. Significativos son a este respecto los gremios y las corporaciones. La bendición eclesiástica del matrimonio, que ya existía en Oriente desde mucho tiempo atrás, fue recomendada encarecidamente en el siglo XIII por Alejandro III e Inocencio III y por varios sínodos (sin que fuera estrictamente obligatoria y, por consiguiente, tampoco general). Con ello la vida de los cristianos se acercó mucho más a la de la Iglesia. Además, incluso en las cuestiones del derecho civil, los seglares dependían en gran medida de la jurisdicción de los obispos. Como medio nuevo y más eficaz para elevar la educación piadosa del pueblo, hay que mencionar otra vez la actividad predicadora, mucho más acrecentada que en otros tiempos.

 

a) Pero también aquí, por desgracia, hay un reverso de la medalla. Junto con la fe, que impregnaba la vida del pueblo, apareció la superstición. Junto con el profundo culto a los santos se dio el indiscriminado reconocimiento de reliquias, como ya hemos visto en las cruzadas, y el ansia creciente de milagros y el milagrerismo o creencia en los milagros (por ejemplo, los llamados milagros de sangre, como fenómeno concomitante de la creciente devoción al Sacramento del Altar). El contacto con el Oriente por medio de las cruzadas y quizá también influencias cátaras reavivaron la más terrible superstición, la manía de las brujas. Hacia fines del milenio la Iglesia ya había intervenido enérgicamente contra esta superstición, pero ahora todo un santo Tomás de Aquino considera posible el comercio carnal entre hombres y demonios. Las consecuencias más terribles y perniciosas de esta locura se experimentarán en los siglos XIV y XV; pero ya en el año 1252, como hemos visto, Inocencio IV había permitido el empleo del tormento en el proceso de las brujas y en el 1275 tuvo lugar en Tolosa la primera quema de brujas. Por el contrario, de una auténtica piedad y de un verdadero espíritu de penitencia nacieron (en esencia) los movimientos de los flagelantes, que por esta época recorrieron toda Europa.

 

b) Si echamos una ojeada al abundante material que, en noticias literarias y en obras de arte, nos habla de la fe de aquellos tiempos, no podemos menos de quedar maravillados ante la riqueza de su piedad y de su fe, dispuesta a todo sacrificio. Y en esto sí participó plenamente la piedad del pueblo.

 

A pesar de todo, aún no está resuelta la cuestión de si realmente se logró crear una piedad laical auténtica, resistente, llena de contenido y en armonía con el evangelio. Ya hemos visto cómo en la reforma gregoriana, y luego en los siglos XII y XIII, lo laical fue directamente estimulado y despertado muchas veces por los grandes movimientos de piedad. Pero nuevamente hemos de recordar dos cosas: a menudo, demasiado a menudo, la piedad seglar fue encauzada por caminos clericales y, aún más, monásticos, o sea, que no se intentó suficientemente la santificación de la vida familiar y profesional. Y también con harta frecuencia se presenta ante nosotros, irresuelta, la mezcla específicamente medieval, tan peligrosa por su naturaleza, de lo espiritual con lo terreno. Su posterior evolución en las postrimerías del Medievo nos ofrecerá una solución aún menos pura.

 

§ 59. APOGEO DE LA ESCOLÁSTICA

 

1. Posibilidad, necesidad, realidad, utilidad y peligros de la teología constituyen uno de los grandes —fatídicos— temas de la historia de la Iglesia en general y de la Iglesia occidental en particular. Ya en la Sagrada Escritura las cuestiones resumidas en los susodichos términos aparecen como un factor decisivo para la predicación cristiana, especialmente en Pablo y en Juan. El problema puede formularse brevemente así: ¿cuándo o en qué lugar de la Escritura su palabra religioso-profética (expresada, por ejemplo, en fórmulas exclusivistas o valoraciones superlativas) es una afirmación teológica en sentido estricto, esto es, debe tomarse en sentido literal?

 

a) La lucha por lo «literal» y lo «estrictamente teológico» (o sea, la lucha por una terminología precisa y adecuada) en afirmaciones, diferenciaciones o también negaciones constituye el núcleo último de todo estudio teológico. La mayor proximidad o lejanía de la terminología (utilizada en cada caso) respecto a la palabra o los símbolos de la Sagrada Escritura determina, dentro de la teología, diferentes grados no sólo de comprensión científica de la materia revelada, sino también de valoración cristiana de las formulaciones abstractas de la verdad revelada en la Biblia.

 

b) Después de que el pensamiento cristiano antiguo había tocado las más altas cumbres con Orígenes, los Capadocios y Agustín, tuvo el Medievo que iniciar, como heredero menor de edad del legado (greco) agustiniano, un pesadísimo camino hasta reelaborar una teología occidental independiente. Más allá de los simples tradicionalistas y recopiladores, los primeros intentos los encontramos en Beda el Venerable y Escoto Eriúgena. Un nuevo impulso, cualitativamente importante, lo dieron Bernardo de Claraval y Abelardo. Cuando Bernardo echó en cara a Abelardo que iba más allá de sus límites, esto es, de los límites señalados a los hombres, quedó indicado claramente el grado de desarrollo: la filosofía y teología dialécticas, la Escolástica, eran una respuesta a la búsqueda del hombre occidental, que se hacía mayor de edad (incluido naturalmente el seglar). La teología propiamente «monástica» de Bernardo planteó expresamente un doble problema, que afectaba la misma esencia de lo teológico: primero, si se puede hacer teología científica prescindiendo de una terminología abstracta, rigurosamente elaborada; segundo, si no puede ocurrir que dicha terminología abstracta, en ciertos casos, no acerque a la verdad, sino, al contrario, dé pie a un alejamiento del clima de la palabra bíblica y, con ello, de la comprensión de su plenitud.

 

Bien puede decirse que el logro máximo de la alta Escolástica, cuya duración fue relativamente corta, consistió en alcanzar una insuperable y proporcionada «univocidad» en el artificioso lenguaje conceptual y a un mismo tiempo expresar la riqueza de la Escritura y su paradójica incomprensibilidad en forma creyente.

 

c) La alta Edad Media se caracteriza por su gran unidad interna. Una significativa demostración de esta unidad es la armonía entre la fe y la ciencia que proclama. La exposición científica de esta convicción dio como resultado la alta Escolástica.

 

La alta Escolástica fue la coronación de un largo desarrollo, que comenzó con el discurso de Pablo en el Areópago y en el que participaron, en diversa medida, los apologetas del siglo II y todos los teólogos cristianos posteriores que mantuvieron viva la fuerza del pensamiento. Fue la conclusión provisional de un esfuerzo de siglos por determinar correctamente la relación entre razón y revelación, logró una formulación válida y duradera —al menos en los puntos decisivos— del problema de la teología y dio la solución (clásica) al problema fundamental del mundo griego (§ 15).

 

Con esto no se quiere dar la impresión de una línea de desarrollo plenamente unitaria (que no existe) ni defender la opinión de que después de la Escolástica en el campo católico ya no se ha planteado fundadamente ninguna otra cuestión esencial. ¡Si todo nuestro saber creyente es fragmentario (1 Cor 13,9), cuánto más lo será el esfuerzo de la razón por describirlo!

 

La Escolástica construyó su sistema sobre las afirmaciones de la Escritura, bien comentando sus libros, bien recogiendo sentencias dimanadas de las glosas a la Escritura. Pero no nos ofrece solamente una enseñanza. Presenta, en sus «sumas», todo un orden cristiano, hasta el punto de convertirse en un «espacio vital» para el espíritu (Guardini).

 

d) La alta Escolástica creció en las universidades del siglo XIII como ulterior y vivo desarrollo de la nueva ciencia aparecida en el siglo XII (§ 51). En las universidades (especialmente en París) no se enseñaba en francés o italiano, sino en latín; eran visitadas por maestros y discípulos de todo el Occidente. Constituían una expresión viviente de la cultura eclesiástica unitaria, supranacional y universal de la alta Edad Media.

 

Dada la libertad de movimientos de los maestros y estudiantes, el espíritu que se cultivaba en París se transmitió también a otras universidades de Occidente. Las universidades contribuyeron así en gran medida a fomentar y robustecer la espiritualidad unitaria del Occidente. En su nacimiento como en su florecimiento desempeñaron los papas un importantísimo papel. Sin los privilegios y prebendas pontificios, a muchos (a la mayoría) no les hubiera sido posible visitar estas escuelas superiores, y mucho menos a los maestros ejercer allí su docencia.

 

Las universidades más antiguas son las de Bolonia, París, Salerno, Montpellier, Oxford. Los maestros estaban organizados por facultades; los estudiantes, por naciones. Todos los alumnos tenían que estudiar primeramente filosofía (facultad de artes), antes de tener acceso a las facultades superiores. En la facultad de teología la lectura y el estudio de la Sagrada Escritura era la base para todo lo demás. En Alemania aparecieron las primeras universidades en el siglo XIV (Praga [1347], luego Viena, Heidelberg, Colonia, Erfurt, Würzburgo). Las órdenes fundaron muy pronto sus Estudios Generales (véase mapa núm. 27).

 

2. El florecimiento de la teología científica en las universidades guardó estrecha relación con el extraordinariamente rápido progreso de toda la vida intelectual de Occidente desde el siglo XII (tan significativamente distinto del lento ritmo del despertar espiritual en los siglos siguientes a la invasión de los bárbaros). Para este florecimiento espiritual general, como para el teológico en particular, el gran factor fecundante volvió a serlo el Oriente, y en concreto Aristóteles, el máximo representante del pensamiento griego.

 

a) Hasta el siglo XII pocas de sus obras fueron conocidas en Occidente. Ahora comenzaron a conocerse también sus escritos metafísicos, físicos y éticos. El máximo resultado de la avanzadísima filosofía del pueblo mejor dotado para pensar irrumpió —por decirlo así— de golpe en el pensamiento occidental.

 

b) Esto implicaba una fecundación profunda, pero también un grave peligro. Muy bien puede decirse que en Aristóteles el anima naturaliter christiana había llegado a resultados que en gran parte «concordaban» con la doctrina cristiana. Pero Aristóteles fue un pagano; su idea de lo divino no era clara ni profunda, su distinción entre Dios y el mundo más bien imprecisa. Sus doctrinas, además, habían sido explicadas de forma enteramente panteísta por los filósofos árabes y judíos (por ejemplo, Averroes, nacido en 1126 en Córdoba y muerto en 1198 en Marruecos; Moisés Maimónides, nacido en 1135 en Córdoba y muerto en 1204 en El Cairo). Precisamente de manos de esos filósofos recibió el Occidente las obras de Aristóteles.

 

c) El pensamiento cristiano logró eliminar estas escorias y obtener un Aristóteles «cristiano», consiguió —digamos— «bautizarlo». El máximo mérito a este respecto corresponde al dominico Alberto Magno (descendiente de una familia de caballeros de Suabia, maestro en París y luego, desde el 1248, en el Estudio General de los dominicos de Colonia; muerto en 1280 siendo obispo de Ratisbona; canonizado y declarado doctor de la Iglesia el 8 de enero de 1932). La sorprendente amplitud de su saber le convirtió en el mayor científico de la Edad Media. El, el gran escolástico, fue también uno de los primeros en comprender la importancia de la observación «exacta» y amorosa de la naturaleza[46].

 

Fue maestro del máximo pensador católico, santo Tomás de Aquino. A su lado un número creciente de pensadores occidentales, en su mayoría pertenecientes a las órdenes mendicantes, por ejemplo, Alejandro de Hales († 1245, franciscano desde 1230), se esforzó por profundizar especulativamente en las tesis cristianas con la ayuda de Aristóteles.

 

d) Aristóteles no solamente había tratado cuestiones aisladas de filosofía, sino que había indagado las relaciones de todo lo existente hasta en sus últimos elementos. Elevándose desde esta base, había presentado toda la amplitud del ser en una sistemática estructura de pensamiento.

 

Sirviéndose de este trabajo especulativo de Aristóteles, la alta Escolástica se propuso: 1) conocer el contexto de la revelación del modo más científico posible y 2) presentarlo a) en un plan unitario y b) exhaustivo. La construcción mental aristotélica era una imagen del mundo natural. La Escolástica hizo de ella, incluyendo la revelación, una imagen del más acá y el más allá, de este y el otro mundo.

 

3. La vida de la teología en el siglo XIII fue extraordinariamente rica y polifacética. Pero la palma corresponde por entero a un solo hombre: Tomás de Aquino, de la Orden de Predicadores.

 

Tomás († 1274) nació hacia 1226 de una familia de condes de la Italia meridional. Tuvo que imponer su vocación venciendo una fuerte oposición externa; en Nápoles ingresó en la orden de los dominicos. Marchó a Colonia con Alberto Magno, del cual fue discípulo en París, Roma, Bolonia, Pisa y Nápoles. Entre sus numerosas obras, las más importantes son la Summa theologica y la anterior Summa contra gentiles (= contra los filósofos mahometanos).

 

Tomás es el más sabio de los santos y el más santo de los sabios. En él alentaba el afán aristotélico de conocer las relaciones íntimas de todo ser, y un extraordinario poder de unificación y sistematización. Y todo ser fue para él un camino hacia Dios. No permitió que la filosofía irrumpiese en el contenido de la revelación, sino que él enseñó a la filosofía a callar humildemente ante el misterio divino.

 

En el artículo 13 de la cuestión 12 de la primera parte de la Suma teológica, donde trata del conocimiento intelectual de la existencia de Dios, él, que construye la prueba con tanta sobriedad y aparente frialdad analítica, confiesa: Deo quasi ignoto coniungimur: estamos unidos a Dios como a un desconocido. En otro pasaje (De potentia Dei, 7,5 ad 14) dice: «Este es el supremo conocimiento humano de Dios: saber que no le conocemos». Y hacia la mitad de la tercera parte de la colosal Suma teológica, todavía en la plenitud de sus fuerzas, deja la pluma a un lado, porque todo lo que él escribe es como tamo ante la realidad divina.

 

Tomás poseía también un claro talento arquitectónico de escritor. Su gran obra, que debía constituir la suma de la ciencia teológica para «principiantes», es, en su estructura como en las soluciones particulares, de una armonía clásica: una maravilla de síntesis unitaria, múltiple y orgánica. Tomás tenía también lo que faltó a muchos de sus sucesores: un cierto sentido histórico (naturalmente no como se entiende hoy). Aunque su pensamiento estaba íntegramente orientado hacia la verdad ahistórica, en su teología encontramos notables elementos de la historia de nuestra salvación y conocimientos sobre su desarrollo esencial (Congar). También dominaba críticamente todo el trabajo realizado hasta entonces, y exigía expresamente que no se pasase a la solución aislada de un problema antes de conocer las soluciones dadas ya con anterioridad[47].

 

El propio Tomás fue un seguidor modélico de este método. La gran prueba en este sentido la tenía en su postura ante san Agustín, y la superó. En sus métodos especulativos, ciertamente, desplazó a Platón y Agustín hacia la periferia en beneficio de Aristóteles. Pero en su sistema, sin embargo, conservó a la vez todo san Agustín, con su pensamiento personal y su comprensión más intuitiva de la realidad divina y la realidad psíquica. Así, su agudo y denodado método de análisis racional evitó el intelectualismo y el racionalismo. Esto cobra toda su importancia si consideramos la estrecha relación, hace poco descubierta, entre Agustín y Aristóteles.

 

Tanto para su encuadramiento histórico, es decir, para conocer su función histórico-espiritual, como para entender el inusitado aprecio actual de la doctrina de santo Tomás por parte de la Iglesia es muy importante no perder de vista que sus opiniones y métodos fueron tenidos por nuevos y hasta por subversivos en aquella época y, como tales, alabados y combatidos. Tomás, con su gigantesca obra, tendió sobre todo a ayudar a la Iglesia a vencer dos grandes peligros: 1) venció el ataque de los filósofos árabes, remitiéndose a su primitiva fuente, Aristóteles, en vez de combatirlos vanamente desde fuera; 2) llevó a feliz término la lucha con la herejía de la época, que él llamaba la herejía maniquea. En realidad se trataba de los cátaros.

 

Para su justa valoración también es fundamental entender que Tomás mismo no quiso elaborar, o creyó no haber elaborado, un sistema concluso, no susceptible de nuevo desarrollo. Antes bien, él fue consciente de la perfectibilidad de su doctrina (Hufnagel).

 

La característica de la Escolástica se puede observar magníficamente en la Suma teológica de santo Tomás. Cada uno de sus artículos muestra los elementos que hemos reconocido como esenciales de la Escolástica. 1) Se aducen las opiniones que parecen contradecir la tesis y se resuelven con una distinción de conceptos; 2) se hace uso del depósito de la tradición; 3) en una exposición positiva se presenta la comprensión científica del contenido de fe.

 

Tomás no solamente fue un pensador claro. También un gran hombre de oración. Estudiar y escribir eran para él un acto de culto a Dios. La misma pluma que transcribió tan sutiles definiciones de conceptos escribió también cánticos profundamente sentidos. Tomás es la demostración viviente del íntimo parentesco de la Escolástica con la mística de la alta Edad Media (§69).

 

Tomás es el maestro de la gracia. Nadie anunció con mayor claridad que él la doctrina básica de la religión cristiana, a saber: que todo lo que sirve para la salvación viene de la gracia. En la explicación del célebre pasaje de Rom 3,28, al cual Lutero en el texto de su traducción posteriormente añadió la palabra «sola», este mismo término sola ya lo encontramos en Tomás. En su magnífica plegaria de acción de gracias después de la misa (Gratias tibi ago) se revela abundantemente la confesión católico-evangélica del «pecador y al mismo tiempo justo», que no da lugar a la justificación por las obras ni al mérito propio de la ley[48]. Pero este mismo hombre fue monje durante toda su vida, defendió el libre albedrío del hombre y su colaboración en el proceso de la salvación y reconoció a la Iglesia jerárquica sacramental como la nave necesaria para alcanzar la eterna salvación.

 

4. San Buenaventura († 1274), de la orden de los Menores, muy apreciado y, a veces, literalmente citado por santo Tomás, es otra muestra de la afinidad de la Escolástica y la mística. Poco después de los dominicos, también los franciscanos llegaron a París como maestros y estudiantes. Buenaventura fue su máximo representante en el siglo XIII. A la edad de treinta y seis años fue hecho ministro general de la orden, que entonces se hallaba en una situación sumamente peligrosa. El antecesor de Buenaventura como general, Juan de Parma, había sucumbido a la seducción del «joaquinismo» espiritualista (§ 62, 3). Este peligro quiso atajarlo el teólogo Buenaventura, tratando de conservar para la Iglesia cuanto de legítimo había en la herencia de Joaquín de Fiore. Y, efectivamente, logró restablecer la paz entre los dos partidos de la orden. Con este fin escribió una biografía (verdaderamente normativa) de san Francisco. También tuvo cierta importancia su colaboración para la unión de los griegos en el Concilio de Lyón (donde murió).

 

Buenaventura fue un místico ardiente. Ante el crucificado se abismaba en sí mismo y desde allí se elevaba, en triple ascensión mística, hasta la unión con el Santísimo. Pero también fue, esencialmente, un pastor de almas con una infatigable y meritoria actividad de predicador ante los más diversos auditorios, ante frailes, ante estudiantes, ante la corte de París... En el aspecto filosófico-teológico acusó preferentemente (como en general la escuela franciscana, a diferencia de la dominicana, orientada en sentido aristotélico) influencias platónico-agustinianas; su misma teología fue acentuadamente cristológica. También vio claramente el peligro de la teología filosófica en santo Tomás; opinaba que no se debía mezclar tanta agua de la filosofía con el vino de la teología. Teología y oración no fueron en él conceptos dispares: «nos dedicamos a la teología para ser buenos».

 

La adhesión de cada una de las órdenes (especialmente de los franciscanos y dominicos) a una determinada escuela filosófico-teológica estimuló, por una parte, el progreso de las ciencias, dada la competencia de los sistemas. Pero, por otra, la obstinada vinculación a determinadas opiniones doctrinales acabó, de muchas formas, cristalizando en una inerte dictadura de escuela. Y así, a consecuencia de todo esto, hubo en la Iglesia verdaderas luchas de competencia que, a finales del Medievo y en los tiempos modernos (controversias sobre la gracia), hipotecaron indirectamente la unidad de la Iglesia. Cuando, por ejemplo, las tesis teológicas se equiparaban prácticamente a la doctrina de fe, o parecían estar muy íntimamente ligadas a ella, este elemento nocivo se hacía mucho más visible.

 

6. Especial mención merece la Escolástica inglesa, con su postura más bien empirista-positivista. Roberto Grosseteste (1175-1253), que siendo obispo de Lincoln tanto había hecho por la disciplina de la Iglesia y que incluso frente al rey y al papa se había negado a conceder prebendas a pretendientes indignos, fue como teólogo un conservador. Fue, sin embargo, el primer inglés que aceptó íntegramente a Aristóteles y tradujo muchas cosas del griego. En 1246, por ejemplo, publicó la primera traducción completa de la Etica a Nicómaco. Por su polifacética actividad científica llegó a ser el «padre de la Universidad de Oxford». El franciscano Rogerio Bacon (nacido hacia 1214 y muerto hacia 1292) estuvo fuertemente influido por él. Bacon fue la cabeza más avanzada de su tiempo; un espíritu polifacético (interesado también en la historia) con sorprendentes visiones del futuro progreso (científico y técnico). Descubrió muchas lagunas y defectos del substrato del pensamiento medieval y fue contrario del mencionado turare in verba magistri; intentó promover la teología dándole mayor base de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia. Mas con sus concepciones sobre una ciencia universal, dentro de la cual la tradición debería ir acorde con la razón y la experiencia («científico-natural»), chocó con fuerte oposición, pero se vio favorecido por el papa Clemente IV (1265-1268).

 

§ 60. EL GÓTICO

 

1. La comprensión de una época se trasluce de la forma más directa (aunque no la más clara) en su producción artística. Ya sabemos con cuánta fuerza el espíritu occidental se expresó en el románico (§ 46). Pero este arte aún estaba muy fuertemente ligado a los elementos estilísticos y al sentido de las formas de épocas anteriores, no precisamente medievales.

 

Cuando la vida espiritual de Occidente maduró y se hizo independiente, creó un lenguaje artístico propio: el gótico. Sin duda, este estilo nació y creció orgánicamente del románico, pero el resultado fue nuevo: expresión de una nueva situación de conciencia a la par que de un nuevo modo de sentir y crear las formas artísticas. También el arte de la alta Edad Media, como expresión de la cultura de la época, fue sobre todo religioso y eclesiástico. Su manifestación más clara se encuentra en las iglesias, en las catedrales góticas (y en las esculturas de santos).

 

En ellas se reflejan todas las fuerzas fundamentales del siglo XIII eclesiástico: fe, fuerza de fe, interioridad de fe, claridad de pensamiento, mística, audacia. Todo ello unido en lo que es de valor universal y, a su vez, combinado con la diferenciación más acusada de la creación personal (especialmente en las esculturas). Pues también aquí es preciso tener muy presente que el proceso de maduración espiritual no puede, naturalmente, conservar íntegra toda la intrínseca armonía del reflejo objetivo de lo que se percibe (armonía que en el románico nos envuelve, como protegiéndonos, de manera sublime). La emoción de progresar debía también traducirse en la emoción de preguntar. Pero el preguntarse nunca puede estar del todo libre del «poner-en-duda». Esto se confirma también en el maravilloso éxtasis del gótico[49].

 

2. El estilo arquitectónico del gótico sigue, como la evolución de toda la vida medieval, la tendencia de la síntesis. Lo que en el estilo románico era ancho, masivo y estático, que sobrecargaba toda la planta y era soportado por la solidez material de los muros gruesos, macizos y sin aberturas, ahora se reduce, en una artística visión de conjunto, a unos cuantos puntos de sostén. Bóvedas y columnas han pasado, por decirlo así, del estado de reposo al de movimiento, en una circularidad de fuerzas que se apoyan mutuamente. A los ojos del arquitecto, la construcción se presenta como un organismo que se desarrolla de una célula germinal. La impresión del edificio terminado es la de una alada aspiración hacia arriba. Cada uno de los elementos y grupos de motivos se enlazan e interseccionan de múltiples maneras, formando un contrapunto que con el tiempo (en el siglo XV) se intensificaría hasta presentar una variedad desconcertante casi barroca. En su coherente configuración, las catedrales góticas son el correlato artístico de las sumas teológicas, y unas y otras, una adecuada expresión del libre, activo y a un tiempo reposado dinamismo de estos siglos extraordinariamente vivos. Su impulso ascensional y su ligereza, el encanto de su interior, en el que el sol penetra a través de «místicos» rosetones y ventanales de misteriosos e ígneos colores, responde por entero al sentido medieval de la oración abismada en Dios.

 

En este triunfo de todo lo que en su esencia implique dinamismo se manifiesta significativamente una reconquista de lo que hasta entonces ya se poseía con evidente naturalidad. Entre las esculturas medievales existen piezas maestras, por ejemplo, monumentos de obispos, cuya esbeltísima figura parece tender hacia la «luz de lo alto» tan ansiosamente como otras, penosamente oprimidas, parecen preguntar, y existen otras (como, por ejemplo, las «columnas de los ángeles» de la catedral de Estrasburgo) en las que el mismo dinamismo se manifiesta en un inagotable canto de alabanza de Dios.

 

De diversas maneras se expresa en el gótico un nuevo sentimiento de la naturaleza, del mundo, de la vida, con cierto carácter natural-realista, que claramente se aleja de las alegorías del románico.

 

3. La concentración del peso de los elementos arquitectónicos de una iglesia sobre determinados puntos tuvo como consecuencia inmediata la reducción y la perforación de las superficies. Donde esto no era adecuado, como, por ejemplo, en la bóveda, se tenía la posibilidad de construir superficies muy ligeras y sutiles. Esto dio la impresión de ingravidez y dejó espacio, en las paredes laterales, para grandes ventanales. La presión de la bóveda y los haces de columnas que la sustentan se repartió hacia el exterior por medio de botareles y arbotantes. Surgidos por imperativos de la construcción y, como tales, de una belleza rígidamente lógica en el gótico primitivo, estos arbotantes se convirtieron en elementos ornamentales sumamente sugestivos y característicos de todo el conjunto. Algunas veces (como en el coro de Nuestra Señora de París) llegan a ser un himno en piedra viva.

 

a) Las torres se remataron con pináculos calados, que apuntaban al cielo (en Francia y en Inglaterra menos), coronados con una cruz florida.

 

El interior presenta tres naves (a veces, cinco). En general, las naves laterales son más bajas que la nave central (si son de la misma altura, se tiene construcción en galería [= Hallenbau]).

 

b) Los portales, los arbotantes y el interior se adornan cada vez más con abundantes y a menudo excesivas esculturas. Esta inmensa e increíble cantidad de esculturas es sólo comprensible en una época en que la mayoría de los operarios realizaban sus obras con sus propias manos, esto es, eran artistas; era una época en que podían serlo más fácilmente, porque una tradición firme les ofrecía un cierto patrimonio estable, tanto en los contenidos como en las normas artísticas[50].

 

Junto a obras de menor importancia, las que se han conservado comprenden una magnífica plétora de creaciones maestras. Su carácter artístico está condicionado: 1) formalmente, porque fueron hechas ex profeso en función de una parte concreta del edificio (hornacinas en el portal; delante de una columna; delante de un estrecho pilar entre dos puertas; grupos en relieve sobre los portales), o sea, para una determinada sección arquitectónica. Sacadas de su sitio (hoy las piezas más valiosas suelen llevarse a los museos), pierden gran parte de su efecto artístico y religioso; 2) en su contenido, por medio de una emotiva espiritualización, que por cierto va evolucionando poco a poco (en los siglos XIV y XV) de la rigidez inicial hasta un verdadero delirio de movimiento, forma y sentimientos (hasta el sentimentalismo).

 

A la ornamentación de estos templos contribuyen las vidrieras artísticas en los ventanales de las paredes laterales, en los «rosetones» del portal principal y de los portales laterales. Parece ser que en la actualidad ya se va desentrañando poco a poco el secreto de la luminosidad de las vidrieras y de sus peculiares leyes artísticas.

 

4. El gótico apareció en el norte de Francia, donde la reforma de la Iglesia arraigó muy pronto (Isla de Francia; St. Denís es el primer templo gótico). Monumentos especialmente importantes del gótico central son: «La Sainte Chapelle» y «Notre Dame» de París; St. Quen y la catedral de Ruán, las catedrales de Chartres, Amiéns, Friburgo y Estrasburgo; en Alemania, Ulm, Viena y Colonia (partes muy importantes restauradas en el siglo XIX); la abadía de Westminster en Londres y la catedral de Salisbury en Inglaterra; las catedrales de León, Barcelona, Burgos y Sevilla en España.

 

a) El nombre de «gótico» proviene de los tiempos del Renacimiento, cuando ya no se comprendía estas maravillas de la arquitectura, y se las quería tildar de «bárbaras». Hoy se reconoce en el gótico una de las más portentosas creaciones del genio artístico del hombre. Demasiado a menudo suele pasarse por alto algo muy evidente: estas creaciones son esencialmente un producto del espíritu católico, eclesiástico-sacramental y jerárquico.

 

b) No podemos más que aludir a lo mucho que para la educación religiosa del Occidente han supuesto las catedrales góticas con su impresión de conjunto, con sus estatuas, con sus imágenes de las vidrieras y de los relieves, que en series ininterrumpidas nos relatan la historia sagrada del Antiguo y el Nuevo Testamento. Del mismo modo, sólo podemos hacer mención de la gran fuerza de fe y del mucho amor de Dios que se manifestó en la disponibilidad con que todas las clases cooperaron y con que miles de operarios, a menudo desconocidos y siempre mal remunerados, trabajaron en la construcción de estas maravillas de la arquitectura.

 

c) El arte gótico fue también, en parte, expresión del nuevo espíritu laical (y secular). El simple hecho del gran número de artistas laicos nos lleva por fuerza a esta conclusión. Las innumerables muestras anecdótico-mundanas que se encuentran en las esculturas accesorias de los arbotantes, gárgolas de los tejados, sillas corales, etc., también nos hablan en ese sentido. Una documentación decisiva nos la ofrece una de las más importantes obras de escultura del Medievo alemán: las figuras de los fundadores en el coro de la catedral de Naumburg; donde comúnmente, en el lugar del santo misterio, deberían verse apóstoles, santos obispos, mártires y confesores, aquí hay exclusivamente figuras mundanas, héroes guerreros y mujeres llenas de majestad y de encanto y, junto a ellos, hasta la figura de un asesino (sobre el cambio paralelo experimentado en la literatura, cf. § 56).

 


[1] Por lo demás, esta situación forzada se deduce con suficiente claridad de las mismas amonestaciones del propio san Bernardo, el monje político.

[2] Rolando fue expulsado de Alemania junto con la legación pontificia.

[3] Rolando también fue teólogo y, como tal, influido por Abelardo.

[4] El cuarto fue elevado al papado por la nobleza romana. Aunque la elección de los otros tres en sí misma no se debió a Barbarroja, fue él quien hizo posible la existencia de estos antipapas, puesto que los utilizó como instrumento en la lucha político-eclesiástica, manifestando expresamente que no reconocía a Alejandro III.

[5] Reconocimiento de los plenos derechos de soberanía sobre el Estado de la Iglesia (sin vigilancia imperial); transformación del juramento de vasallaje de los obispos italianos en un juramento de fidelidad; reconocimiento de la posesión papal de los bienes matildianos, del ducado de Spoleto, de Córcega y de Cerdeña como partes del Estado de la Iglesia.

[6] Más tarde, cuando Enrique tuvo que defenderse contra sus hijos rebeldes, se recrudecieron nuevamente las exigencias curiales y hasta se habló de, Inglaterra como feudo de san Pedro.

[7] Resurgimiento de la monarquía desde Luis VI (1108-1137), Luis VII (cruzada), Felipe II Augusto (1180-1223), conflicto con Inocencio III a causa de su divorcio; por eso las guerras contra los albigenses (§ 56) fueron dirigidas por el papa y no por el rey. De modo parecido evolucionaron las cosas en Inglaterra.

[8] De él procede la espantosa expresión, realmente ditirámbica, de que el papa está entre Dios y el hombre, es menos en cuanto Dios, pero más en cuanto hombre. No obstante, lo que sigue «en el texto salvaguarda tales palabras mediante una profesión de humildad, la cual, según Sant 4,6, es la única a la que se concede.

[9] El motivo de Celestino es una patente hostilidad de familias, que hay que mencionar como señal del futuro nepotismo, del cual, por lo demás, tampoco el mismo Inocencio III quedó inmune.

[10] Esto es, recuperación de territorios incluidos en la donación de Carlomagno.

[11] Juan había apoyado a Otón IV (hijo de una princesa inglesa), pretendiente al trono, también favorecido por el papa.

[12] Como señor feudal, Inocencio interpuso su veto contra la Magna Charla (1215). Este paso fue una de las principales causas de la profunda aversión inglesa hacia el papado, que durante la Reforma favorecería la apostasía general.

[13] La gran interrupción de esta línea por los papas franceses de finales del siglo XIII y de Aviñón (§§ 54ss) no supone ninguna contradicción: debe entenderse más bien como una rivalidad y una reacción del poder nacional francés en la Iglesia.

[14] El término se había acuñado en el siglo XII.

[15] En su calidad de legado de Honorio III, había proclamado en las ciudades del norte de Italia las leyes de Federico II contra los herejes.

[16] Políticamente Lyón no pertenecía a Francia, pero se encontraba por entero en el ámbito de su influencia; fue el rey francés el que protegió al papa contra el soberano alemán. Y esto sucedió aunque Luis IX había rechazado formalmente, por motivos de neutralidad, la súplica de acogida y protección de Inocencio IV.

[17] Según Seppelt, no cabe duda alguna de que Inocencio estaba enterado del atentado y lo aprobó.

[18] El título exacto define muy bien el contenido y el método: Concordantia discordantium canonum (concordancia de los cánones discordantes). Canonistas in-signes fueron: Paucapalea, discípulo de Graciano (de él toman el nombre de «paleas» los añadidos al decreto), Rolando Bandinelli (futuro papa Alejandro III), Esteban de Tournai († 1203), Huguccio († 1210), autor de una Summa in Decretum Gratiani; Gandolfo de Bolonia compuso, entre el 1160/1170, las glosas a Graciano. Respecto al título, cf. el sic et non de Abelardo (§ 51).

[19] La confirmación del papa fue un derecho formalmente reconocido sólo a partir de 1418. En el mismo año, el juramento de obediencia de todo el episcopado se convirtió en una obligación para con el papa (hasta entonces únicamente obligaba a los metropolitanos).

[20] Cf., por ejemplo, la legación enviada a Alemania bajo Barbarroja, presidida por el cardenal Rolando (§ 52); cf. también las legaciones contra los herejes en el mediodía de Francia (§ 57; Domingo).

[21] Por la correspondencia de san Bonifacio tenemos noticia de la existencia de tales derechos romanos de cancillería.

[22] También en 1245, en Lyón, fueron principalmente los ingleses los que protestaron contra la explotación financiera de su Iglesia por parte de la curia.

[23] A este propósito es necesario pensar también en el trabajo y en la postura Psicológica de la burocracia curial y en el ambiente como tal, contra los cuales ya se había dirigido expresamente la crítica de san Bernardo.

[24] Muchas formas de hacer visible el sacramento del altar (elevación dé la hostia santa durante la misa, procesiones con el sacramento) fueron también (no solamente) parte de la acción llevada a cabo por la Iglesia para combatir a estos herejes.

[25] De ellas fueron víctimas no sólo los herejes, sino a veces toda la población de una ciudad. Por un celo poco inteligente y cruel, parece ser que un legado pontificio, a la pregunta del jefe de la expedición, pronunció la terrible frase: «Matadlos a todos; Dios sabrá encontrar a los suyos». En las instrucciones que san Bernardo escribió para los caballeros templarios («Alabanza del nuevo ejército de combatientes») se encuentran masivos paralelos de esta ideología.

[26] Cf. el movimiento de los Pauperes Christi y los primeros predicadores ambulantes (§ 51); sobre Bernardo, cf. § 50.

[27] Valdés hizo que dos clérigos le tradujesen la Sagrada Escritura al provenzal.

[28]

[29] También entre los valdenses existieron los «perfectos»; emitían los clásicos votos, pero renunciaban al trabajo manual para dedicarse a la cura de almas.

[30] Sobre las persecuciones de los judíos, cf. § 72.

[31] Hay que añadir las prescripciones sobre la vestimenta de los herejes y judíos arrepentidos: como distintivos, cruces o manchas amarillas, que debían llevarse en lugares bien visibles.

[32] Más tarde se podrá hablar de un estado de «voto»; Francisco, en cambio, no habla ni una sola vez de votum, sino siempre de «prometer» (promittere), es decir: prometer la regla.

[33] La originalidad de san Francisco no excluye, naturalmente, que se encuentren en él una serie de motivos que también se encuentran en otras organizaciones anteriores y contemporáneas; cf., por ejemplo, los diversos principios de la «vida apostólica» (especialmente la exigencia de la pobreza) y de la concepción del «evangelio» como regla (§ 50,7c).

[34] La vida en Alemania, incluso en el tiempo de la creciente economía ciudadana, era preferentemente agrícola, como la civilización caballeresca.

[35] Bernardo de Claraval había elegido a la Domina Chantas.

[36] Los primeros mártires franciscanos fueron los de Marruecos. Cuando Francisco recibió la noticia, pronunció esta frase, profunda frase expresiva de su ideal: «Ahora puedo decir en verdad que tengo cinco hermanos (= verdaderos hermanos menores)».

[37] Esta fue la verdadera tragedia de la vida del santo: ver que su familia adquiría una variedad de formas y unas proporciones tales que él ya no la podía conocer ni guiar como padre, ver que muchos en ella no vivían como debían vivir.

[38] Por parte no franciscana encontramos también la profunda denominación 39 obres del Crucificado».

[39] Francisco habla a menudo de no “obrar en contra de la obediencia”  sino de caminar “fuera de la obediencia”.

[40] Ministro significa servidor.

[41] ¡El intento, varias veces renovado, de darle a la orden unos estatutos generales definitivos!

[42] Dado el origen de la orden, esta regla se acerca mucho a la de san Basilio.

[43] Debe su origen a las visiones de Juliana de Lieja, priora de un convento de monjas agustinas († 1258), y allí se celebró por vez primera. También la fiesta de la Santísima Trinidad la vemos por vez primera en Lieja (a comienzos del siglo X); se afirmó en el siglo XIII y en el siglo XIV se decretó para toda la Iglesia.

[44] Son los llamados Leisen (abreviación de Kyrie eleison). Del siglo XII proceden, por ejemplo, Christ ist entstanden (Cristo ha resucitado) y Nun bitten wir den Heiligen Geist (ahora rogamos al Espíritu Santo).

[45] En este período hubo las representaciones pascuales (consistentes, por ejemplo» en las preguntas y respuestas entre el ángel, las mujeres y los discípulos), que al principio se efectuaban dentro de la iglesia y más tarde ante la fachada. Luego se añadieron las representaciones de la pasión y de la natividad (búsqueda de albergue).

[46] Por eso, en sus leyendas, el pueblo lo convirtió en mago; la investigación de la naturaleza era algo misterioso en la Edad Media.

[47] Mas esto, ciertamente, no para tomar simple conocimiento de los sistemas anteriores, sino para comprobar lo que es verdadero; también puede decirse que para medirlas con la verdad.

[48] «...que te has dignado saciarme a mí, pecador... ciertamente no por mis méritos... sino por tu misericordia... con el precioso cuerpo y sangre de tu Hijo».

[49] El gran abanico del desarrollo temporal y espacial del gótico hace que tales juicios generales sean exactos si se limitan al conjunto de elementos esenciales; Pero, en cada caso particular, hay que hacer muchas subdivisiones. En ciertas construcciones clásicas encontramos unidos, por ejemplo, movimiento y quietud equilibrada, a veces incluso en obras posteriores (por ejemplo, en St. Quen de Rouen, siglo XIV).

[50] El hecho de que en general el arte, hasta principios del siglo XIX, viviera únicamente de una concepción tradicional y continuase creciendo orgánicamente en este sentido, constituye el motivo principal de su impresionante seguridad en las distintas etapas de su progresivo desarrollo, un desarrollo que, siempre dentro de esa seguridad, ha dejado siempre camino abierto a todas las nuevas posibilidades.