PRIMERA ÉPOCA

 

FUNDAMENTOS DE LA EDAD MEDIA

ÉPOCA DE LOS MEROVINGIOS

 

§ 35. LOS DOS PODERES DEL FUTURO: LOS FRANCOS Y EL PAPADO. GREGORIO MAGNO

 

I. LA IGLESIA DE LOS FRANCOS

 

1. De todas las tribus germánicas establecidas en el territorio del Imperio romano hubo una que se colocó a la cabeza y dominó el futuro gracias al Estado por ella creado: los francos. Dos circunstancias fueron decisivas: a) los francos fueron (junto con los frisones y los bávaros) los únicos germanos que, por no proceder de tierras lejanas, sino por ser más bien vecinos inmediatos, recogieron la herencia del Imperio romano, en parte internándose pacíficamente, en parte combatiendo; no llegaron, por así decir, a abandonar su patria; b) mientras la mayoría de los otros germanos recibieron el cristianismo primeramente como arrianismo, ellos lo recibieron de inmediato en su forma católica. Esto les permitió integrarse en una unidad con la población romana nativa, que era católica. La falta de esta indispensable unidad cristiana fue una de las causas de la caída de los Estados germánicos arríanos.

 

2. El fundador del reino de los francos fue el merovingio Clodoveo (481/82-511), un príncipe de los francos sálicos, en la actual Bélgica. Él y sus hijos extendieron tanto sus conquistas, que casi llegaron a ocupar toda la Galia, o sea, un país que ya era cristiano[1].

 

El bautismo de Clodoveo (498 o 499) estuvo preparado por su experiencia del poder del Dios de los cristianos en la guerra de los alamanes y por su mujer, católica, Crotequilda (Clotilde); también contribuyó la convivencia por algunas décadas de los victoriosos francos con los católicos galos. Clodoveo reconoció la superioridad religiosa y cultural del cristianismo y las ventajas políticas que éste podía aportar a su imperio (unidad; apoyo interno gracias al poder y autoridad de los obispos). El pueblo franco secundó la conversión del rey sin mayores reparos: el cristianismo había ya producido su efecto; el paganismo como profesión de fe ya no tenía firmes raíces. Con todo esto, sin embargo, aún no se ha dicho casi nada de la profundidad religiosa de la nueva profesión de fe.

 

No fue tan obvio, desde luego, que Clodoveo y sus francos aceptasen el cristianismo en la forma católica. Los germanos que irrumpieron en el imperio formaban ya, precisamente por su arrianismo, una cierta unidad. Desde este punto de vista, el Imperio romano católico no dejaba de ser, y de una forma especial, el enemigo común, o sea, justamente por eso el enemigo número uno de los francos. Además, Chilperico, rey de los burgundios y suegro de Clodoveo, era arriano. Que su mujer, Clotilde, fuese católica se debía a que había sido educada en Ginebra en la corte de su tío (donde había burgundios que permanecieron católicos desde el tiempo de la primera conversión). Dos hermanas de Clodoveo se hicieron arrianas; por una de ellas, Audofleda, el rey arriano de los ostrogodos, Teodorico, se convirtió en cuñado de Clodoveo. El arrianismo era la fuerza religiosa predominante en el centro de Europa. La decisión de Clodoveo, pues, fue contraria al curso natural de las fuerzas de la constelación política; debe atribuirse, subrayémoslo, exclusivamente a él. Por otra parte, las consideraciones políticas también jugaron un papel en el sentido de que la aceptación de la fe católica aseguraba a los francos la simpatía de los galorromanos católicos.

 

El bautismo de Clodoveo tuvo incalculables repercusiones en la historia de la Iglesia; la primera consecuencia fue nada menos que la cristianización y catolicización de las otras tribus germánicas anexionadas a su imperio por los francos; surgió una Iglesia nacional franca; desde ella fueron cristianizados los nuevos territorios del imperio franco a la derecha del Rin (hesienses, turingios, bávaros, alamanes), todavía paganos o semipaganos. Más tarde, con Dagoberto († 639), cayeron también los frisones bajo la influencia de la, misión católica.

 

Con el crecimiento del Imperio franco hacia el este, dentro de la actual Alemania, fue apareciendo poco a poco, y cada vez más clara, una cierta diferencia cultural entre la parte oriental, Austrasia, casi puramente germánica, y la occidental, Neustria. Aquí (aproximadamente la actual Francia) los germanos se fundieron con la población nativa galorromana, formando un único pueblo románico, y la lengua materna germánica, al mezclarse con el latín, se convertiría en una lengua románica: el francés. (No hay que perder de vista que la aristocracia, sobre la que se basó la Francia posterior, era en gran parte de ascendencia germánica; pero también aquí se mezcló muy pronto la sangre a causa de los matrimonios entre francos y mujeres románicas).

 

3. En este Imperio de los merovingios francos, el curso de los acontecimientos histórico-eclesiásticos, su florecimiento y decadencia dependió esencialmente de la constitución de la Iglesia nacional o territorial.

 

a) Una primera característica de la Iglesia territorial fue su clausura hacia el exterior; los límites eclesiásticos se correspondían con los políticos (incluso dentro de las partes del reino), o sea, ninguna zona del imperio podía estar sometida a un obispado o una diócesis metropolitana exterior. Siempre que las conquistas merovingias avanzaban hasta una zona eclesiástica extraña había que modificar la antigua división de las diócesis.

 

Aunque la Iglesia territorial también estuvo radicalmente aislada bajo el aspecto jurisdiccional, no por eso quebrantó la unidad moral de la cristiandad: precisamente las últimas investigaciones sobre el patrocinio han constatado la enorme difusión del culto a san Pedro y a los apóstoles en la Galia antigua y en la Galia franca. La Iglesia territorial sabía que también se hallaba ligada a la unidad de la doctrina.

 

A la clausura hacia el exterior correspondía una rigurosa organización de la Iglesia en el interior, y ello bajo la autoritaria dirección de los mismos reyes, que en esto imitaban en parte la postura de los emperadores romanos antiguos y orientales y en parte seguían las viejas tradiciones germánicas (culto de la estirpe y sacerdocio de los reyes). Así, pues, el rey era quien convocaba los concilios merovingios imperiales o nacionales, decidía los temas a tratar y promulgaba los cánones que le placían como leyes obligatorias del imperio. A diferencia de lo que acontecía en los reinos visigodos, el episcopado franco sólo consiguió en mínima parte que se le encomendase la supervisión del orden jurídico y de otros quehaceres públicos. No obstante, la Iglesia influyó poderosamente en la vida pública por su acción caritativa y social, por el derecho de asilo (los criminales que buscaban amparo en el templo no podían ser castigados ni en su cuerpo ni en su vida) y por su contribución a la liberación de los siervos o esclavos.

 

El ingreso en el estado clerical sólo era posible con permiso del rey o del conde, lo que, naturalmente, se basaba en consideraciones fiscales o militares. Más decisiva fue la provisión de los obispados por los reyes francos, circunstancia que podemos rastrear hasta los tiempos de Clodoveo. La elección de los obispos por parte del clero y del pueblo, que los concilios siempre habían exigido, no quedaba del todo excluida, pero sólo significaba una propuesta que el rey podía aceptar o rechazar. Como ya denunció Gregorio de Tours, esto no era sino un principio de simonía, porque tanto el elegido como los electores, por lo general, corrían a obtener el favor real mediante valiosos obsequios. El rey podía, no obstante, nombrar obispos directamente, con lo cual su elección recayó a menudo sobre seglares, como también la concesión de beneficios eclesiásticos se debió muchas veces a motivos políticos. Del rey Chilperico se dice que bajo su reinado fueron pocos los clérigos que alcanzaron la dignidad episcopal.

 

b) Dada esta profunda dependencia, la reacción del episcopado contra el gobierno de la Iglesia por parte del rey nunca llegó a ser unitaria. La resistencia de los obispos, que nunca dejó de hacerse sentir, no acabó por concretarse en una oposición radical, lo cual también se debió, entre otras razones, a que los reyes francos —excepción hecha de un intento de Chilperico I— nunca se entrometieron en el campo de la doctrina de fe.

 

En general, nadie pensó en discutir la posición de los reyes en la Iglesia, pues se entendía que sus funciones eran un modo de protegerla; protección que no era sólo un derecho de los reyes, sino también un deber. Los obispos, no obstante, fueron aún más allá, llegando a alabar el «espíritu sacerdotal» de Clodoveo, como hicieron los padres conciliares reunidos en Orleáns en el año 511, o llegando a apelar a las instrucciones del rey, como hizo Remigio de Reims, porque al rey se le debía obediencia como predicador y defensor de la fe. Venancio Fortunato llamó al rey Childeberto «nuestro rey y sacerdote Melquisedec», porque «llevó a su cumplimiento como seglar la obra de la religión».

 

Por otra parte, el episcopado nunca estuvo incondicionalmente sometido al rey. Los sínodos echaban en cara a los reyes sus pecados y el obispo Germano de París llegó incluso a excomulgar al rey Chariberto por su matrimonio con una virgen consagrada a Dios.

 

Pero, naturalmente, la crítica al poder y a la majestad del rey pronto halló un límite, como testifica el mismo Gregorio de Tours: «Si uno de nosotros quisiera abandonar el camino de la justicia, podría ser reprendido por ti. Pero si tú caes en el error, ¿quién podrá entonces censurarte? Nosotros, sí, te hablamos, pero tú solamente nos escuchas cuando quieres...».

 

Hasta el mismo papa Gregorio Magno se adaptó a las circunstancias cuando en escritos elogiosos y ponderados se dirigió a la reina Brunequilda, cruel y sin escrúpulos, para inducirla a la reforma de la Iglesia franca.

 

4. En tiempos de Clodoveo, de sus hijas y sus nietos, las condiciones de la Iglesia territorial franca evolucionaron favorablemente en lo esencial. Pero sus sucesores, desde Dagoberto († 639), no fueron capaces de mantener la obra a la misma altura.

 

a) Las desavenencias y la incapacidad (por ejemplo, las formas primitivas de administración) causaron grave perjuicio al Imperio franco y a su Iglesia. Es cierto que aún se mantenía en buena parte la misma organización de las diócesis de los tiempos romanos. Pero las susodichas tendencias obraron efectos nocivos: en vez del sentimiento comunitario y del servicio sin discriminaciones, lo que se manifestó fue un insano egoísmo. El robo en conventos, obispados y parroquias fue intensamente practicado desde el rey hasta el último arrendatario de bienes eclesiásticos (para más detalles, cf. § 39).

 

En el período de formación del Estado franco, la Iglesia representó una gran fuerza moral, que se manifestó especialmente en la influencia de los obispos (carácter sagrado; representante de las antiguas tradiciones; conocedor de la administración; cáritas) sobre la población nativa. Los soberanos merovingios quisieron utilizar esta fuerza en servicio del Estado, esto es, de sí mismos. Y aquí, sin duda, hubo evidente peligro para la vida sacramental y la predicación de la palabra. Pero, por encima de todo, lo decisivo era si el ministerio episcopal se ejercitaba o no con la necesaria libertad religiosa y misionera.

 

b) El hecho de que tal peligro no llegase a constituir una amenaza vital se debe a que aún estaba vigente la concepción del ministerio episcopal de los tiempos romanos. A comienzos del siglo VII, el fortalecimiento del Imperio merovingio trajo consigo, por poco tiempo, una mejora de la situación de la Iglesia franca. Hubo sínodos en Neustria, Austria, Burgundia. El más importante fue, sin duda, el sínodo imperial del año 614, que aprobó importantes cánones reformistas, como, por ejemplo, sobre la elección canónica del obispo, que al parecer estuvieron vigentes durante algún tiempo, por supuesto sin necesidad de derogar la aprobación real. Sorprendentemente hubo por entonces muchos santos, cuya fuerza de edificación espiritual no debe en absoluto atribuirse sólo a la Iglesia franca (cf. § 39).

 

La decadencia de la Iglesia franca, iniciada con la disolución del reino tras la muerte de Dagoberto, duró todo un siglo. En el Imperio de Oriente, el proceso de cristianización (cf. § 37) y la evangelización se detuvieron; los frisones, al recuperar la libertad política, retornaron completamente al paganismo.

 

c) El nuevo reforzamiento político fue obra de los mayordomos francos, principalmente de Pipino de Heristal († 714) y su hijo Carlos Martel († 741). Pero la situación de la Iglesia bajo Carlos Martel, de vida precisamente no muy cristiana, se tornó bastante insegura por los peligros antes mencionados (hubo robos de bienes eclesiásticos a favor de los nobles, sus partidarios políticos; un pariente de Carlos Martel recibió, junto con el arzobispado de Ruán, los obispados de París y Bayeux, así como las abadías de San Wandrille y de Jumiéges, como consecuencia de la secularización de obispos y abades). Restablecer el orden e instar a la reforma interna de la Iglesia fue tarea reservada, aparte la iniciativa de sus hijos (primeramente el piadoso Carlomán, que luego entró en un convento, y más tarde Pipino), a los misioneros de la Iglesia anglosajona.

 

II. EL PAPADO

 

1. En los duros y belicosos tiempos de confusión de los siglos VI y VII, como las fronteras variaban continuamente y la presión de los avances germanos se hacía sentir cada vez más fuerte en el interior de Italia, resultaba muy difícil establecer contacto desde Roma con los lejanos católicos del norte. Las comunicaciones solían ser muy raras. Es un impresionante signo de la indestructible fuerza de la Iglesia el hecho de que, a pesar de estar inmersa en la barbarie de aquellos tiempos y, además, gobernada en su mayoría por personas de poco relieve, no le faltase el ánimo ni la capacidad para proseguir, al menos en cierta medida, su tarea misionera en los puntos más importantes y más cargados de futuro y lograr resultados significativos.

 

2. El papa Gregorio Magno (590-604) es el hombre que por sus méritos históricos debe ser mencionado antes que todos los demás. Tan importante como el último gran papa de la Antigüedad decadente (León Magno, § 24), Gregorio Magno es el primer gran papa del nuevo mundo que despierta. Su obra fue decisiva para toda la Edad Media. Una realidad absolutamente fundamental para toda la evolución eclesiástica en Occidente fueron las Iglesias territoriales germánicas. Gregorio, el romano, reconoció que aquí acechaba un peligro de enormes consecuencias; la Iglesia universal podía verse amenazada por la escisión. Tanto más cuanto que no se podía prescindir de la organización de las Iglesias territoriales ni se debía renunciar a ella en interés precisamente de la cristianización. La obra del papa Gregorio marcó una pauta efectiva de solución: había que alcanzar el objetivo ya presente en la Antigüedad eclesiástica, sin el cual no habría habido ni Edad Media ni una Iglesia universal tal como la tenemos hoy: era preciso que el sucesor de Pedro dirigiese a toda la jerarquía con mayor rigor. Aunque la cosecha inmediata no correspondió a la siembra de ese gran hombre, desde el punto de vista histórico no resulta aventurado decir que ya en este primer Gregorio trasluce la gran idea de un Imperio cristiano occidental, mucho antes de que Carlomagno o incluso Gregorio VII revelaran su programa. Es de suma importancia religiosa para la historia de la Iglesia el hecho de que, en una situación de debilidad política tan desesperada —aunque no carente de prudencia política y económico-administrativa— surgiera una nueva (y espiritualizada) idea de Roma y fuera realizada esencialmente por las fuerzas de la fe.

 

3. Fueron aquéllos unos tiempos caóticos para Italia. Pocas décadas habían transcurrido desde que Justiniano, en una devastadora guerra de dieciocho años (535-553), les arrebatase Italia a los godos arríanos, aniquilándolos. Roma había sido sitiada repetidas veces[2]. Los Imperios de Oriente y de Occidente se unieron de nuevo. En el año 554 llegó a Rabean un gobernador bizantino (exarca) como jefe político del país (¡también del papa!). Residió allí unos doscientos años.

 

Pero ya en el 568 llegaron a Italia los longobardos arrianos (la última tribu puramente germánica que se afianzó en territorio romano), amenazando continuamente a Roma y con ello la independencia del papa. Durante siglo y medio subsistió el peligro de que el papa descendiera a la categoría de obispo territorial longobardo.

 

4. Cuando se busca una razón capaz de explicar los caracteres personales del papa Gregorio, la estructura de su programa y la posibilidad de sus éxitos, no se halla otra que su romanidad. Romanidad significa aquí no tanto cultura romana como sabiduría romana y rica humanidad; Gregorio quería que los subordinados fuesen tratados como hombres adultos: «Los hombres somos todos iguales por naturaleza». Gregorio, además, fue heredero del arte de gobierno de la antigua Roma (lo había aprendido y ejercitado en su anterior carrera al servicio del Estado), que tan genialmente había sabido atraerse y gobernar bajo un mando unitario a pueblos de tan distinta raza y tan lejanos lugares, respetando sabiamente sus peculiaridades; una actitud que en el monje Gregorio arraigó aún más profundamente por influjo de la mesurada regla de san Benito.

 

Esta romanidad, caracterizada desde el punto de vista tanto racional como operativo por su capacidad práctica de buen orden y mando, alcanzó en Gregorio tan extraordinaria profundidad en el sentido cristiano que en él ya no vivió ni fructificó por su propio dinamismo, sino por el cumplimiento de aquellas exigencias cristianas, aparentemente inconcretas, de realizar el lema de Mt 23,11: «el más grande de vosotros sea servidor vuestro».

 

Durante toda su vida el romano Gregorio permaneció íntimamente identificado con la antigua idea de imperio y de su representante, el emperador de Oriente. Pero no por eso dejó de querer la independencia de la Iglesia. Desde la terraza de su palacio de Letrán dirigió personalmente la defensa de su querida patria, Roma, contra los longobardos. No obstante, luego prefirió (en vez de secundar las exigencias del emperador y del exarca) conseguir la retirada del rey Agilulfo por medio de un elevado tributo anual. Frente a sus bárbaros y brutales enemigos jamás olvidó su carácter sacerdotal, tratando de ganarlos para la verdadera fe. Así obtuvo al fin que el hijo mayor del rey y heredero del trono recibiera el bautismo católico (la mujer del rey Agilulfo, la princesa bávara Teodolinda, era católica).

 

5. La gloria especial de Gregorio en la historia de la Iglesia proviene de su actividad misionera. Esta estuvo particularmente dirigida a los anglosajones. Pero él fue muy consciente de la importancia y del papel directivo de los francos. Las fuentes nos permiten afirmar que la misión británica se dirigió indirectamente a los francos. Gregorio, en efecto, en el año en que comenzó la misión de Inglaterra (595), escribió a Chilperico II, rey de Austrasia, la frase profética: «Como la dignidad del rey supera a la de todos los demás hombres, así el esplendor del imperio (de los francos) excede al de todos los demás reinos».

 

a) Al dar a cada uno de los pueblos de más allá del Mar del Norte una Iglesia estrechamente unida con el centro, con Roma, creó, por así decir, dos polos desde los cuales la vida religioso-eclesiástica católica pudo abarcar como una corriente los pueblos germánicos situados en el medio, preparando así, de forma decisiva, el gran trabajo del futuro. Como auténtico conductor de hombres sabía muy bien que de la noche a la mañana no se puede lograr una transformación interior, una conversión real de todo un pueblo, y mucho menos empleando la fuerza. Por eso defendió el principio genuinamente católico de que en la medida de lo posible hay que aceptar los usos y costumbres tradicionales de los pueblos y, en vez de eliminarlos, llenarlos de espíritu cristiano: «No se les puede quitar todo a los incultos. Quien quiere alcanzar la cota más elevada, sube paso a paso, no de una vez».

 

La inteligencia de aquellas escasas posibilidades espirituales y psicológicas de las misiones le llevó, por ejemplo, a permitir el uso de imágenes sagradas (¡pero no su adoración religiosa!) como medio de instrucción para los incultos que no sabían leer. (Calvino, en sus fervores puritanos, no tendrá en su día comprensión alguna para estas sanas ideas).

 

b) En esta misma línea estuvo también su prudente adaptación a las circunstancias eclesiásticas territoriales de los pueblos germánicos. A pesar de las escandalosas anomalías que se daban en la Iglesia merovingia (simonía en la provisión de las sedes episcopales, inmoralidad en el clero, etc.), respetó los derechos de los reyes en cuanto a la convocatoria de los concilios y el cumplimiento de sus acuerdos. Trató de conseguir la necesaria reforma con ellos y por ellos. No por propia iniciativa —como hubieran hecho muchos de sus predecesores y especialmente sus sucesores—, sino a petición del rey Childeberto, nombró vicario apostólico al obispo de Arlés. Supo también a la perfección cómo habituar a los germanos a la autoridad especial del papa, como, por ejemplo, cuando envió al propio rey la llave del sepulcro del príncipe de los apóstoles con una reliquia incrustada de la cadena que debió de llevar san Pedro estando prisionero. Apoyado en la secreta fuerza de la veneración que los germanos sentían por san Pedro, Gregorio se convirtió en una autoridad paterna exenta de todo paternalismo, que pudo llamar «hijos» a los poderosos reyes bárbaros y como tales corregirlos en caso de necesidad.

 

Así también se comportó con la Iglesia visigoda de España, que poco antes de su pontificado se había convertido del arrianismo a la fe católica. A su amigo Leandro de Sevilla le envió el palio, y al rey Recaredo, en agradecimiento por su declaración de lealtad, algunas preciosas reliquias y un escrito sobre los deberes de un rey cristiano. Pero en ningún momento hizo peligrar el primado de jurisdicción papal planteando exigencias inoportunas o incluso despóticas.

 

6. De esta manera enderezó la misión por el único camino fructífero que para bien de la cristiandad jamás debió ser abandonado: en vez de una rígida uniformidad según el modelo de la Iglesia-madre romana, autorizó y predicó una amplia y prudente adaptación (acomodación) para que la fe cristiana se encarnara realmente en el pensamiento y en la vida de los nuevos pueblos que se acercaban a Cristo. De este mismo espíritu están llenas las palabras que Gregorio dirigió a Agustín de Canterbury: «Hermano, tú conoces las costumbres de la Iglesia romana, en la cual has sido educado y que tú querrías conservar. Pero es mi deseo que, cuando encuentres algo en la Iglesia romana o gala o en cualquiera otra Iglesia que pueda agradar más a Dios todopoderoso, lo selecciones con cuidado y lo introduzcas en la Iglesia de los anglos, todavía joven en la fe... Porque los usos y costumbres no son estimables por su lugar de origen, sino el lugar de origen por sus usos y costumbres. Por lo cual elige de todas las Iglesias cuanto sea piadoso, religioso, correcto...».

 

Gregorio fue un pastor de almas de gran talla. Lo documenta ya cuanto se ha dicho, aunque todo ello se refiera más a la estructura externa y a la fundamentación formal (naturalmente, sin olvidar las actitudes espirituales de fondo que las determinan). Pero junto a ello y sobre todo ello —como ya se ha insinuado— fue un hombre de gran vida religiosa interior. Las raíces más hondas de su fortaleza han de buscarse en su piedad, esto es, en su fe.

 

Heredero de una rica familia, renunció a su brillante carrera para entrar (en diferentes etapas[3], por decirlo así) en el convento (¿de benedictinos?) que él mismo había fundado en su palacio romano. Hacia el año 575 ya había formado parte de una comunidad de vida monástica, pero sólo tras su regreso del apocrisiarado[4] y de la fundación de otros seis conventos en sus latifundios de Sicilia, renunció en el año 587 a sus derechos patrimoniales, aún considerables, y se hizo definitivamente monje.

 

Hay que tener muy presente lo que esto significa. ¡Conventos en Roma! ¡En la Roma de los templos y de los anfiteatros, en la Roma en otro tiempo dominadora del mundo, monjes que despreciaban y huían del mundo! ¡Y saliendo de un convento, equipado con todas las tradiciones de la noble romanidad, el salvador de Roma, el que dio forma a la Iglesia universal!

 

La unión de monacato y cura de almas no fue cosa corriente ni en el monacato antiguo ni en el contemporáneo; pero sí lo fue para el monje-papa, el romano Gregorio. Dio al monacato la providencial tarea misionera que ni el mismo san Benito había previsto como actividad específica de sus monjes.

 

Su espíritu ascético está atestiguado también en sus escritos, algunos de los cuales dominaron toda la Edad Media, haciéndola fecunda en muchos aspectos (por ejemplo, su regla pastoral para el clero, sus homilías, más de 800 cartas). Naturalmente, la alta y profunda espiritualidad de la antigua teología eclesiástica se había perdido. En comparación, las obras de Gregorio, en su contenido como en su forma, fueron de modesta categoría (aunque los viejos monjes, por múltiples caminos, supieron extraer de su exuberante estilo alegórico un vigoroso y sano alimento, muy de otra manera que nosotros). Indudablemente, su fuerza religiosa es enorme y se expresa en formas del todo válidas para las gentes de entonces (incluidos los monjes).

 

7. Muy en consonancia con el carácter de Gregorio discurrió también su organización del papado, del cual ha venido a ser a lo largo de la historia el representante ideal. La particularidad de su pontificado consiste en que, por una parte, está totalmente en la línea que va de León Magno a Gregorio VII y, por otra, parece contradecir en puntos esenciales esa misma poderosa corriente histórica. A este respecto es muy significativa la discusión de Gregorio con Juan el Ayunante (595), quien siendo obispo de Constantinopla se atribuyó el título de «patriarca ecuménico». El título como tal no era nuevo. Como expresión de la dignidad del patriarca de la capital del imperio, cuyo rango era superior al del patriarca de Alejandría y de Antioquía, había sido consentido durante mucho tiempo en la misma Roma e incluso por Gregorio, en contraposición con la postura de León Magno. Pero tal título podía también entenderse en el sentido de un episcopus universalis, lo que implicaba una inaceptable limitación del primado romano. Contra ello protestó Gregorio en una carta dirigida a su amigo el patriarca Juan, por otra parte altamente respetado por su piedad. En ella reivindicaba para sí el primado de la Silla de Pedro, a la vez que rechazaba el título de «obispo universal» como expresión de una injusta y poco caritativa presunción. En contra de la praxis bizantina y en conformidad con la -primera carta de Pedro (5,1-3), y fiel a su propia exhortación al clero («¡más servir que mandar!»), Gregorio se llamaba a sí mismo servus servorum Dei. Tampoco esta denominación, que en adelante emplearían los obispos de Roma para designarse a sí mismos, era nueva ni tenía un significado preciso. Ya León Magno había calificado su servicio como servitus y el emperador Justiniano, el poderoso dominador de la Iglesia, creyó poder considerarse a sí mismo como ultimus servus minimus. Pero en el caso de Gregorio este calificativo fue algo más que una fórmula de devoción o una exaltación de su cargo por vía contraria. De su alcance nos informa una carta que dirigió en el año 598 al patriarca Eulogio de Alejandría. En ella no solamente rechaza para sí el título de universalis papa, sino que explícitamente rehusa la expresión epistolar «como vos habéis mandado», que Eulogio había empleado en una carta dirigida a Gregorio. Porque —así precisa el propio Gregorio— «él no ha mandado nada, sino simplemente se ha preocupado de comunicar al patriarca lo que le ha parecido útil». El primado —al cual también se atiene Gregorio, igual que sus predecesores— debe, por tanto,, ejercerse, en su opinión, en forma de servicio, no de dominio. Gregorio rige la Iglesia en cuanto que sirve a los hermanos (cf. Lc 22,26ss).

 

De esta forma de entender el servus servorum Dei, típica de Gregorio, hay que distinguir la otra, según la cual el papa sirve a la Iglesia en cuanto que la rige. Es preciso tener presente esta importante distinción para comprender la íntima tensión existente entre historia y revelación en la evolución de la idea del primado desde Gregorio I hasta Gregorio VII; desde este primer papa-monje, que rechazó para el sucesor de Pedro el título de universalis papa como orgullosa presunción, degradante para los hermanos en el ministerio, hasta aquel otro monje sobre la sede del príncipe de los apóstoles, quien, no obstante su indiscutible humildad y su insuperable disposición al servicio, en su célebre Dictatus Papae (§ 48) reclamó el mismo título como derecho exclusivo del papa. Especial título de honor de este gran papa de aquella época de transición es, pues, que él mismo, siendo romano, supiera desprenderse de la romana envoltura del principatus espiritual, poniendo en práctica la simplicidad y genuinidad evangélica del ministerio de Pedro.

 

Este mismo espíritu, unido a una sana política realista, fue el que al parecer guió a Gregorio cuando, frente a la autoridad del emperador, llegó a tomar una postura notablemente distinta de la de sus predecesores y sucesores. Tratándose de la fe, Gregorio no sabe retroceder. Mas cuando se trata de asuntos —como el ingreso de los soldados en el estado monacal— que atañen por igual al ámbito secular y eclesiástico o corresponden a la autoridad «político-eclesiástica» del emperador, entonces se contenta, si es necesario, con una obediencia tolerante. Y así indica claramente al emperador Mauricio que el edicto de exclusión de los soldados de la vida monástica es contrario a la voluntad de Dios. Con esta dura protesta cree haber cumplido con su deber. Por lo demás acata y promulga la ley imperial. El emperador, como cristiano y como protector de la Iglesia, debe ser personalmente responsable de su determinación ante Dios.

 

8. Sobre una personalidad semejante hubo de recaer, poco menos que automáticamente, la dirección política de Roma al desaparecer el Senado.

 

Además, como con el incremento de la riqueza del patrimonio de Pedro también había ido creciendo el poder externo del papa, es comprensible que en la invasión de los longobardos no fuese considerado como el verdadero representante del Imperio romano de Oriente el exarca Imperial de Rávena, sino la imponente personalidad del papa: el prestigio político del papado crece. Con la nueva ordenación económica del patrimonio de Pedro (posesiones en el triángulo formado por Perusa, Ceprano y Viterbo), Gregorio puso de hecho los cimientos de los futuros Estados de la Iglesia (naturalmente, sin que en sus propósitos estuviera la idea de semejante estructura).

 

La evolución que acabamos de describir, sin duda, también puede entenderse (con Erich Caspar) en el sentido de que el papa, que en un principio superó la crisis desde el punto de vista económico, social y caritativo poniendo a contribución los bienes eclesiásticos, se convirtió sin advertirlo en jefe político. Pero no hay que olvidar un supuesto evidente: que lo religioso y lo pastoral en Gregorio no fue en absoluto consecuencia de lo económico y lo político. Disponer de trigo y de dinero para los necesitados, los prófugos y los prisioneros, tal fue para él el objetivo de su labor económica. Fue el padre y con ello el prototipo de obispo de la primera Edad Media.

 

El trabajo llenó su vida. Y realizó su trabajo luchando con un cuerpo aquejado de continuas enfermedades. Gregorio apenas podía caminar: es el espíritu el que vivifica, el espíritu lleno de fe.

 

9. De los sucesores de Gregorio I en el trono pontificio sólo poseemos escasas y pálidas noticias. De cierta celebridad goza solamente Honorio I (625-638), competente discípulo del papa Gregorio e influyente en el campo tanto político como eclesiástico, cuya desacertada postura en la disputa de los monoteletas (§ 27, 32) llevó al sexto concilio ecuménico y a León II a decir de él que «trató de socavar la pureza de la fe»».

 

Mientras en este mismo tiempo se preparan nuevos éxitos en la evangelización de los germanos del norte y del oeste, en el suroeste surge la enorme y amenazadora potencia del Islam. En este contexto debe verse la vida de Gregorio y de sus sucesores.

 

§ 36. EL CRISTIANISMO CELTA INSULAR. VISIGODOS, ANGLOSAJONES Y OTROS GERMANOS

 

I. OBSERVACIONES FUNDAMENTALES SOBRE LA EVANGELIZACIÓN DE LOS GERMANOS

 

1. La conversión de los germanos abarca en su totalidad un período de tiempo no inferior a los ochocientos años. Evidentemente, las condiciones de la conversión fueron en cada caso muy distintas y por eso su realización fue también muy diferente: diferente en el tiempo de la caída del antiguo Imperio romano y los inicios del Medievo; diferente en la Antigüedad, al tiempo de la guerra de los marcomanos, al efectuarse simultáneamente una invasión más o menos pacífica de las masas germanas en la zona del imperio e incluso en la administración romana; diferente entre los germanos occidentales, en el territorio de la actual Alemania, y diferente entre los germanos del norte, en Dinamarca y Escandinavia, convertidos en su mayor parte mucho más tarde; y diferente, en fin, entre los germanos orientales, que por sus correrías hacia el sur y el sureste entraron completamente en la esfera de influencia cristiano-romana. Aun en el ámbito de la futura Alemania hubo diferencias esenciales entre la cristianización de los ostfalianos, quienes al retirarse los germanos orientales tuvieron por vecinos a los peligrosos eslavos que venían detrás, y la cristianización de las regiones de Colonia, Tréveris o Maguncia, conquistadas por los francos, donde a pesar de la ruina general hubo algún contacto con el cristianismo, que allí tenía ya un vigoroso desarrollo.

 

2. En la evangelización de los germanos las conversiones fueron por lo general masivas, como consecuencia de la conversión de la nobleza o del príncipe. Estas conversiones en masa plantean problemas extraordinariamente difíciles en cuanto a su valoración cristiana[5]. La conversión, según el evangelio, es ante todo metanoia, cambio de pensar. Pero en una conversión masiva el peligro de que el cambio de pensamiento sea insuficiente, de que el acto se realice sólo en el exterior, es sumamente grave. La historia de la vida religiosa de los primeros siglos cristianos del Medievo occidental lo confirma abundantemente. Pero el latente peligro de esa insuficiente realización de la vida moral cristiana o de esa grosera perturbación y aun ofuscación de la espiritualidad del cristianismo no fue ciertamente mayor que el peligro de la falsa interpretación judaica y gnóstica del cristianismo en la Antigüedad, sino más bien menor; las conversiones en masa también tenían un valor positivo propio: en la fidelidad del séquito se ponía de manifiesto la realidad de la comunidad, que nutrida con la idea de la «comunión de los santos» podía resultar muy fecunda. Cuando los germanos —convencidos de la fuerza de Cristo, aunque muy raras veces en plena posesión teórica de la verdad de la revelación— se acercaban a recibir el bautismo en su nombre, también él estaba realmente entre ellos (cf. Mt 18,20).

 

Así, pues, para valorar rectamente la evangelización de los germanos, hay que desembarazarse de la idea de que toda decisión, para ser moralmente válida, tiene que pasar por la conciencia individual que juzga teóricamente la doctrina cristiana. Es cierto que la aceptación y la comprensión deben efectuarse siempre de algún modo a través de la persona individual. Pero la aceptación del reino de Dios no está reservada a los sabios y menos aún a aquellos que son capaces de darse perfecta cuenta teológica del contenido de la fe.

 

Sabemos además que por lo menos algunas conversiones colectivas estuvieron precedidas de minuciosas reflexiones sobre el pro y el contra en diversos things o asambleas solemnes, donde la causa cristiana era expuesta por algunos ya convertidos o próximos a la conversión, o donde los mismos misioneros predicaban la doctrina cristiana. (Naturalmente, no faltan relatos ilustrativos de que con todo ello las conversiones no estaban a salvo de un concepto harto superficial del cambio de religión).

 

Finalmente, el bautismo fue para estos hombres, espiritualmente inmaduros, justamente el comienzo de su conversión. Se puede establecer un paralelismo con el bautismo de los niños. Los germanos fueron admitidos en el seno de la Iglesia, dispensadora de la vida sobrenatural; primero les era entregada (traditio) la fe y luego, durante largos períodos de tiempo, seguía la instrucción a cargo de los misioneros y, al fin, la correspondiente conversión interior.

 

3. En todo tiempo ha influido la personalidad cristiana del misionero como el instrumento más importante para la propagación de la verdad cristiana. Lo mismo sucedió en la evangelización de los germanos. Los misioneros capaces de llevarla a cabo, dispuestos a arrostrar las para nosotros inimaginables penalidades de aquella misión itinerante en la Germania tan poblada de bosques, fueron, en su mayor parte, germanos. Destruyeron santuarios paganos, comieron la carne de los animales sagrados y bautizaron en el sagrado manantial de los dioses (por ejemplo, Wilibrordo en Helgoland), para demostrar así el poder de Dios y la impotencia de los ídolos. Y en todo ello, por regla general, mostraron una prudente y pedagógica capacidad de discernimiento, que se correspondía con las magistrales directrices misioneras de Gregorio I. Hay que hacer constar que sólo unos pocos misioneros se desviaron de las instrucciones recomendadas y del espíritu de prudente acomodación, dejándose arrastrar por el fanatismo y por perjudiciales actos de violencia.

 

Por encima de todo, los misioneros se sentían impulsados por el mandato misionero sobrenatural de Jesús. Cuando uno piensa en las dificultades de la misión de aquellos tiempos, no puede por menos de reconocer con asombro cuán impregnados de ardiente amor divino estu­vieron especialmente aquellos misioneros venidos en cadena ininterrumpida (a pesar de los fracasos y contratiempos) de las lejanas Islas Británicas, totalmente desinteresados por las cosas del mundo[6]. ¡Altamente significativo a este respecto fue el papel que desempeñó la oración en la misión de san Bonifacio!

 

4. Las circunstancias antedichas son sobre todo aplicables a la conversión de las tribus del interior de Germania. Para los germanos orientales y para los francos establecidos definitivamente en la Galia la conversión discurrió en general de muy otra manera. El paso al cristianismo no fue en este caso el resultado de la demostración de la fuerza superior del Dios de los cristianos, pues fueron precisamente los cristianos romanos los que sucumbieron a estos germanos. El que estas tribus llegaran a tomar contacto efectivo con el cristianismo durante largos años, aun antes de su conversión, se debió más bien al hecho de que el territorio que ellas invadieron ya estaba impregnado de cristianismo; el aire que respiraron, podríamos decir, fue aire cristiano.

 

a) Decir que algunos germanos, aunque sólo en una significativa minoría, abrazaron el cristianismo por la fuerza, contra su voluntad, es algo psicológicamente inconcebible, una fábula. La violencia sólo se empleó en una medida relativamente escasa, y únicamente en Noruega, Islandia, la Rusia varega y en algunos puntos de la misión sajona (§ 40). Es evidente que a la conversión (como también a la resistencia) de ciertas tribus contribuyeron poderosamente las consideraciones políticas. Esto ha sido así en todas las formaciones nacionales de la historia universal: la unión siempre se ha obtenido a base de una idea religiosa. Consideraciones políticas realistas contribuyeron en el Imperio romano a la decisión de Constantino el Grande, también fueron codeterminantes en el caso de los fritigios (visigodos) y en Clodoveo; el caso volvió a repetirse en la misión de los frisones y los sajones y en la cristianización de las tribus escandinavas. Pero las «consideraciones políticas» no tienen por qué ser completamente contrarias ni a la creación de una convicción religiosa unitaria ni al mantenimiento de su pureza.

 

Salvo escasas defecciones, las tribus, una vez convertidas, permanecieron fieles a su fe. Por lo cual es imposible que se convirtieran a la Iglesia sólo exteriormente. Exterioridades las hubo todavía por mucho tiempo y en cantidades alarmantes. No obstante, puede decirse que la confesión cristiana fue por lo general sinceramente aceptada, se consolidó y echó raíces cada vez más profundas. Pero hemos de guardarnos muy bien de entender el concepto de «convencimiento interior» en un sentido demasiado abstracto y olvidar que se trata de pueblos espiritualmente muy jóvenes, con un modo de pensar utilitario, muy influido por lo natural.

 

b) El empleo de la violencia tampoco está atestiguado por mártires, quienes en tal caso habrían derramado su sangre por su fe pagano-germana. Un baño de sangre como, por ejemplo, el de Cannstatt no se dio como acto de la misión a los alamanes. La historia de la misión de los germanos nos habla de mártires cristianos, no paganos. La sola presión política como medio misionero jamás se vio, a la larga, coronada por el éxito. El intento del merovingio Dagoberto I de cristianizar a los frisones por un edicto de bautismo fracasó estrepitosamente[7]. Mas en los pocos casos en que la desesperada situación política externa obligó a someterse a la religión del vencedor, una vez cambiada la situación política, inmediatamente tuvo lugar la reacción; algo así sucedió con los frisones, por obra de Radbod, tras la muerte de Pipino. La victoria se logró al fin únicamente por la libre aceptación de la nueva religión. Lo que no excluye que la predominante y duradera supremacía política contribuyera luego a que la nueva confesión, aceptada al principio contra la propia voluntad, pudiera echar fuertes raíces.

 

c) Llegados a este punto del análisis hemos de hacer una consideración general de gran importancia. Los reyes franco-merovingios no aceptaron la rigurosa legislación de la época romana sobre los herejes, lo que equivale a decir que básicamente no conocieron coacción religiosa alguna. Sus leyes, naturalmente, prohibían a los cristianos retornar al paganismo y difundirlo. De la misma manera, los visigodos arríanos tampoco se vieron obligados a aceptar la fe católica en las partes de la Galia conquistada por los francos; perdieron, eso sí, su libertad de culto, fueron desposeídos, por ejemplo, de las iglesias y los objetos sacros (contra lo cual, naturalmente, protestó el arzobispo Avito de Vienne, † hacia el año 527). Tampoco fueron perseguidos los judíos (como en el reino visigodo).

 

La prueba más convincente de la libertad de la conversión en el sentido que venimos diciendo nos la da el hecho ya sabido de que los germanos se convirtieron al cristianismo relativamente aprisa, a veces incluso con sorprendente rapidez. Y aquí, de nuevo, quien nos da la prueba más elocuente es la tribu que no sólo trató de conservar lo germánico en su mayor pureza (relativa), sino que con mayor obstinación se opuso al cristianismo: los sajones.

 

II. LA CONVERSIÓN DE CADA UNA DE LAS TRIBUS

 

Irlanda e Inglaterra

 

1. Los visigodos, al tener su primer encuentro con Bizancio, entraron también en contacto con el cristianismo (§ 26, Wulfila o Ulfilas). Pero entonces Bizancio era arriana. Y muchas tribus germanas recibieron, junto con el arrianismo, otras concepciones propias del Oriente: su concepción política. Esto no se sale del ámbito de las posibilidades de la Antigüedad tardía; por ninguna parte entre estas tribus se echan de ver nuevos impulsos creativos conducentes a la Edad Media. El mismo intento, débil e ilusorio intento, pronto dejado de lado, del príncipe visigodo Ataúlfo de cambiar el nombre de «Romanía» por «Gothia» demuestra un alto grado de dependencia interna, un límite espiritual que, juntamente con el desgarramiento religioso, debió haber obstruido a estos Estados el camino hacia el futuro.

 

a) Los visigodos, que asolaron Roma y marcharon luego a España para establecerse, ya eran en su mayor parte cristianos de confesión arriana; de ellos recibieron otras tribus germánicas —los suevos y burgundios— la fe cristiana. Así es como en el siglo VI había en España, al lado de la zona católica, otros dos reinos germanos arríanos: los suevos y los visigodos.

 

El camino hacia la confesión católica no era fácil. Hermenegildo († 585), hijo del rey visigodo, estaba casado con una princesa franca católica. Esta no solamente rehusó hacerse arriana, sino que su marido se hizo católico y se rebeló contra su padre (liga con los francos y con Bizancio). Mas en la confrontación armada venció el rey arriano Leovigildo y, rompiendo su juramento, mandó ajusticiar a su hijo prisionero. Pero el hijo menor del rey, y su sucesor, Recaredo, se pasó igualmente al catolicismo en el año 587; bajo su gobierno, a finales el siglo VI, se realizó la unión con la Iglesia.

 

Importante es la estructura propia de la Iglesia territorial en España, con una fusión completa de ambos campos por el derecho del rey de proveer las sedes episcopales, convocar los concilios (en los que también participaban seglares: concilla mixta) y determinar asimismo su desarrollo. Pero lo decisivo fue la función de esta unión; de ninguna manera significó una simple dependencia de la Iglesia, sino más bien un incremento de la efectividad espiritual. Según Isidoro de Sevilla, como más adelante veremos, la función eclesiástica del rey se limitó a proporcionar por medio de su poder (terrore suo) autoridad a la palabra del sacerdote y a apartar al pueblo del mal. La influencia de los obispos fue muy grande, más que nada por su participación en la elección del rey, pues entre los visigodos no pudo imponerse el derecho hereditario de la dignidad real.

 

b) En el breve período de tiempo hasta la invasión de los mahometanos (711) la Iglesia de España alcanzó un primer florecimiento de la actividad espiritual muy notable para aquella época. Lo atestigua el arzobispo Isidoro de Sevilla († 633), el escritor latino más célebre del siglo VII, compilador y transmisor de la antigua ciencia eclesiástica y al mismo tiempo precursor de la idea papal de la alta Edad Media.

 

Después de la irrupción de los árabes, los indígenas iberorromanos y godos en su mayoría permanecieron fieles a la fe cristiana bajo el nombre de mozárabes[8]. Su separación del resto de la Iglesia favoreció el desarrollo de un rito propio (el «mozárabe»), que se continuó hasta finales del siglo XI. Sólo en Asturias se mantuvo un reino cristiano independiente, desde el cual se inició más tarde la «reconquista».

 

2. Incomparablemente más importantes para el progreso de la historia del Occidente fueron las dos iglesias de las Islas Británicas. Ambas intentaron una tras otra la evangelización de los germanos del continente.

 

Sin embargo, tanto el método de trabajo como los resultados fueron muy diversos. La actividad iro-escocesa fue una auténtica evangelización itinerante, como luego veremos. Muy importante fue su influjo sobre el monacato, sobre la organización de la penitencia y sobre la fundamentación de la vida cristiana en el continente. Pero no pudo transmitir a éste lo que ella misma, en cuanto Iglesia monástica, no poseía; la organización eclesiástica no recibió la impronta duradera del cristianismo en su parte decisiva hasta la misión anglosajona.

 

b) La Iglesia más antigua es la formada por la cristiandad celta de Britania. Nació en el curso de la conquista romana (¿tal vez también con cristianos fugitivos de Lyón y de Vienne?), pero según el testimonio de Tertuliano se extendió más allá de las regiones ocupadas por los romanos (finales del siglo II). La presencia de los obispos británicos (Londres, Lincoln, York) en los concilios del siglo IV en la Galia, Bulgaria (Sárdica) e Italia (Ariminianum, 358) confirma la existencia de una organización eclesiástica en las Islas Británicas.

 

Este cristianismo se derrumbó como Iglesia (y con él la cultura romana) al mismo tiempo que la soberanía romana, como consecuencia de los ataques del Norte (pictos), del Oeste (iro-galos) y del Este (anglos y sajones) a finales del siglo IV y comienzos del siglo V. En el ano 410, con las legiones romanas que se retiraban, vinieron por vez primera al continente los cristianos nativos de la Isla (celtas). Los encontramos no sólo en la Bretaña continental, sino también en el siglo VI en España (en «Galicia», al norte de España) con sus propios obispos (británicos).

 

Los cristianos que quedaron en Inglaterra se retiraron hacia la zona montañosa del Oeste, donde muy pronto se reorganizaron como Iglesia (Germanus de Auxerre actuó allí contra la herejía pelagiana hacia el ano 429).

 

c) De la vitalidad de este floreciente resto de la Iglesia británica dio testimonio su fuerza misionera: de ella procedió directa o indirectamente la misión de Escocia y de Irlanda. De gran importancia fue también, ya en estos primeros tiempos, la influencia de Roma.

 

El británico Ninian, formado en Roma y consagrado obispo por el papa Siricio, fundó ya en el año 395 el monasterio de Candida Casa (Escocia sudoccidental, frente a la isla de Man), siguiendo el modelo del monasterio de San Martín de Tours, como central misionera para los pictos asentados en Escocia.

 

También en los confusos inicios de la misión irlandesa podemos descubrir la influencia de Roma; aparte de Ninian, se preocupó de los escoseses de Irlanda el obispo Palladius por encargo del papa Celestino († 432).

 

d) La auténtica conversión de Irlanda fue obra del hijo de un diácono británico, san Patricio. Raptado por los piratas irlandeses y llevado a la verde Erín, logró huir al continente. Llegó hasta Italia y completó su formación teológica probablemente en Lerín y en Auxerre.

 

Desde aquí, junto con otros compañeros británicos y galos, partió a la misión de Irlanda alrededor del año 431. Desarrolló su actividad primeramente en Irlanda del norte (hacia el año 444 fundó la que luego sería sede metropolitana de Armagh). En el sudoeste y el sudeste trabajaron discípulos de Patricio, obispos galos. Siguiendo el modelo galo, Patricio dio a Irlanda originariamente una constitución diocesana. Pero ésta no pudo mantenerse luego por una doble razón. Irlanda nunca había sido ocupada por los romanos y por eso le faltaba aquella división administrativa en que se apoyó la organización eclesiástica en las zonas romanas o transitoriamente ocupadas por los romanos. En segundo lugar, las fuerzas monásticas eran tan preponderantes, que fue su propio carácter el que, desde mediados del siglo VI en adelante, se impuso en la constitución eclesiástica; se llegó a la formación de una Iglesia puramente monacal, o sea, los conventos eran los únicos centros de la administración eclesiástica y los monjes, en su calidad de obispos y sacerdotes, los encargados de la cura de almas.

 

La Iglesia de la misión irlandesa era además una Iglesia completamente nacional y tribal. La parroquia monástica se correspondía con el distrito del clan, cuyo jefe era el fundador, protector y propietario del monasterio. La dignidad abacial pasaba por herencia de generación en generación a sobrinos o primos. El clan se sentía responsable de la manutención y del crecimiento de su comunidad monástica: todo décimo hijo pertenecía al convento. Y, a la inversa, el convento servía a la tribu de iglesia y escuela.

 

Los conventos irlandeses dependieron en gran parte de abades que no eran sacerdotes y hacían que los necesarios ritos de la consagración fueran celebrados por obispos-monjes. Estos obispos sufragáneos fueron los que en sus peregrinaciones hicieron generoso uso de sus facultades de consagración, provocando numerosos conflictos con la jerarquía del continente.

 

e) Después de la retirada de las tropas romanas de Britania y del consiguiente aislamiento ocasionado por la irrupción de los sajones, anglos y jutlandeses, todos ellos paganos, hacia el año 450, esta Iglesia tuvo ya pocas posibilidades de mantener contacto con Roma. Sin embargo, sus representantes no quisieron otra cosa que mantener en pie la fe recibida de los príncipes de los apóstoles, por quienes sentían una profunda veneración y cuyos sepulcros eran la meta de sus peregrinaciones. En tiempos del papa Bonifacio IV (608-615) es nada menos que Columbano el Joven, misionero en el continente, quien atestigua la estrecha unión de la Iglesia celta con la Cathedra romana.

 

Mas no por eso se abstuvo de echar en cara al papa con toda franqueza el fallo de su predecesor Virgilio: «La importancia de la sede apostólica lleva consigo la obligación de mantenerse alejada de toda impureza de la fe, porque en caso contrario la 'cabeza' de la Iglesia se convierte en 'cola' y los simples cristianos pueden juzgar el papado».

 

La Iglesia celta insular no estuvo, pues, desligada de Roma, aunque en ella se afirmó el primado de lo pneumático o espiritual sobre lo jurisdiccional durante más tiempo que en las restantes Iglesias de Occidente.

 

f) Así, pues, a pesar de que también aquí cobró peligrosa vigencia esa peculiar mezcolanza medieval de lo eclesiástico y lo mundano, o sea, la degeneración del obispo de pastor de almas en terrateniente, el cristianismo monástico de Irlanda alcanzó desde muy pronto un apogeo extraordinario y se convirtió en foco de amplia irradiación para la historia de la Iglesia (la isla de los santos). Aquí se hizo patente (como luego en los siglos VII y VIII en los conventos anglosajones) una síntesis modélica de formación espiritual y actitud ascético-religiosa, sumamente interesante para la construcción de la Iglesia medieval. Los monasterios irlandeses desempeñaron un papel incomparable en la conservación y transmisión de la cultura grecorromana. Jamás una legión romana puso el pie en Irlanda. Sin embargo, fue un terreno fecundo para muchos valores de la cultura romana. Debido también a que la invasión de los bárbaros no afectó a esta isla en el Occidente, la continuidad de la cultura romana jamás se vio aquí interrumpida. Todas estas circunstancias, más efectivas aún gracias al aislamiento impuesto por la irrupción de los sajones y de los anglos, favorecieron el desarrollo de toda suerte de particularidades eclesiásticas (cómputo de la Pascua, eucaristía, traje talar y peinado del cabello; y lo más importante: la práctica de la penitencia, como luego veremos).

 

Esta progresiva superioridad cultural se mostró, por ejemplo, en el conocimiento de la lengua griega, que en otras partes se había perdido, y de algunas obras platónicas y neoplatónicas. Su difusión se echa de ver en aquellos doctos de la primera Edad Media denominados Escotos (Escoto Eriúgena, hacia el año 877; Sedulio Escoto, 858; Mariano Escoto, 1082; Duns Escoto, 1308; también fue irlandés el docto obispo Virgilio de Salzburgo, § 38, II).

 

3. Por impulsos ascéticos muchos de estos monjes partieron de sus conventos hacia otras tierras, viajando en grupos (he aquí el motivo, tan multiforme como importante en la historia de la religión y de la Iglesia, de la peregrinación religiosa: peregrinatio; § 31, 5).

 

a) Tanto en su tierra como fuera de ella fueron pastores de almas Si se encontraban entre paganos, se hacían misioneros. Todo el trabajo realizado por estos monjes está vinculado en gran parte a los nombres de los dos Columbanos: Columbano el Viejo († 597), del célebre monasterio de Hi o Jona, fue el apóstol y evangelizador de los pictos de Escocia. Esta gran obra de conversión de la Iglesia monástica irlandesa se extendió luego hacia el Sur, a los anglos y a los sajones al norte del Támesis.

 

Columbano el Joven († 615), del convento de Bangor de Irlanda, fue el renovador de la Iglesia franca. Entre los años 590-612, es decir, durante el pontificado de Gregorio I, fundó monasterios en la Galia, la zona de los alemanes, y en la Italia septentrional. Los principales fueron Luxeuil en Burgundia y Bobbio en el norte de Italia. Se convirtieron en planteles de misioneros galos y francos, que ejercieron una influencia renovadora en su propia Iglesia franca y, junto con los misioneros irlandeses, llevaron el cristianismo a los germanos aún paganos que habían caído bajo el dominio de los francos. Así, las peculiaridades surgidas en Irlanda fueron trasplantadas primeramente a la Galia y luego a Alemania y dieron allí su impronta a la vida monástica, a la concepción de la ascética cristiana.

 

Especialmente importante fue su influjo en la praxis de la penitencia; significó nada menos que la transformación de la práctica de la penitencia pública, vigente en la Iglesia antigua, en confesión privada, con fuerte acentuación de la penitencia satisfactoria. De este modo se introdujo, por ejemplo, la confesión frecuente y en los «libros penitenciales» apareció una especie de tarifa reguladora de los distintos tipos de penitencia individual.

 

Columbano fue ayudado por compañeros de Irlanda, de los cuales conocemos algunos nombres eminentes. Con Columbano llegó al continente Galo († hacia el 640), el cual fundó una ermita donde más tarde se construyó el monasterio de St. Gallen. San Kilián (¿† 689?) evangelizó la actual Franconia (Wurzburgo)[9]. Es insegura la procedencia de Pirmino, fundador de la abadía de Reichenau (724), quien indudablemente provenía de uno de los mencionados conventos. Y, además, los santos misioneros irlandeses Fridolín, Fursa, Foillan y Disibod, entre otros.

 

b) Los resultados de esta misión iro-escocesa no fueron en absoluto unitarios. Tanto en el Imperio franco occidental como en Germania la vida ascética y sacrificada de estos monjes dio un fuerte impulso a la profundización de la vida cristiana, y entre los paganos fueron muchos los convertidos. Pero también hubo toda una serie de deficiencias.

 

Como la misión trabajó en parte bajo directa protección de los francos, en la Germania no franca despertó la sospecha de que servía los intereses francos. Las tensiones políticas provocaron por esto muchos y sensibles retrocesos.

 

Los irlandeses insistían con excesiva obstinación en sus particularidades patrias, por ejemplo, en la celebración de la fiesta de la Pascua según su cómputo particular; así, nunca dejaron de ser en cierto sentido extraños al continente; no se adaptaron suficientemente a la jerarquía local y tampoco a los poderes temporales, con los que tuvieron continuos roces.

 

La afluencia de refuerzos de la patria no fue suficiente ni en número ni en regularidad.

 

La misión careció de planificación; los misioneros individuales (o grupos de misioneros) no trabajaron lo bastante unidos entre sí, ni quienes de entre ellos eran obispos organizaron obispados en los cuales pudieran incardinarse los sacerdotes por ellos ordenados. Aquí se advierte claramente el fallo esencial de la misión iro-escocesa: faltó el sistema de ordenación y apoyo. Dicho en términos históricos concretos: faltó el factor eclesiástico universal, faltó la colaboración con el centro, con Roma[10], única institución cuyo universalismo podía proporcionar la unidad interior necesaria para el futuro. Precisamente esta circunstancia hubo de ser la que llevó la misión anglosajona a resultados duraderos entre los frisones y los francos.

 

4. Como ya se ha dicho, la conversión de los anglos y sajones, los pueblos germánicos que irrumpieron en Inglaterra hacia el año 450, fue iniciada primero por la Iglesia británica y poco después por la irlandesa. Pero fueron principalmente los iro-escoceses quienes, desde Jona y el convento de Lindisfarne, en la Umbría nórdica, convirtieron a la gran mayoría de los anglosajones.

 

Se puede decir, no obstante, que la conversión del resto de los anglosajones (en Kent y en Sussex), y especialmente la inclusión de los celtas británicos, fue en la Edad Media el primer gran éxito de la Iglesia continental después de la conversión de los francos: la creación de una Iglesia británica anglosajona estrechamente vinculada a Roma. Ese es el mérito de Gregorio Magno. La Inglaterra cristiana es una creación de sus enviados. Por eso esta Iglesia fue la más vigorosamente romana del Occidente. Y por eso cien años después, desde ella, Bonifacio reorganizará la Iglesia franca y la unirá estrechamente con el centro de la Iglesia.

 

En la evangelización, el papa Gregorio procedió siguiendo un plan muy preciso. El relato, según el cual Gregorio habría comprado y educado esclavos anglosajones con el fin de emplearlos más tarde en la misión, tiene una base a todas luces legendaria. Pero el relato, en el fondo, contiene algo de verdad. El año 595 Gregorio mandó al administrador del patrimonio pontificio en la Galia hacer acopio de jóvenes anglosajones para el servicio en los monasterios. Parece ser que Gregorio estaba al corriente de la buena disposición de los anglosajones para la conversión y tomó personalmente la iniciativa, porque el episcopado franco del norte no se ocupaba de las misiones. Así, pues, en el año 596 envió a las Islas Británicas cuarenta benedictinos de su propio convento romano de san Andrés, entre ellos el rudo, innecesariamente rudo Agustín. Ya en el año 597 se produjo la primera conversión en masa. En el 601 el rey Etelberto de Kent fue ganado para el cristianismo por obra de su mujer católica franca, Berta[11]. Por lo demás, el cristianismo (no obstante la reacción de los paganos tras la muerte de Etelberto, 616) hizo progresos lentos pero seguros, aunque no llegó a realizarse la grandiosa organización eclesiástica que se planeaba (Londres y York como metrópolis, con doce sedes sufragáneas cada una). También aquí los monasterios fueron los centros de la evangelización. La estima general de que disfrutaban se pone de manifiesto, entre otras cosas, en que reyes y reinas frecuentemente abdicaban de sus coronas para terminar su vida como monjes o monjas. En los siglos del primer entusiasmo cristiano esto sucedió no menos de 33 veces; y desde el siglo VII al XI se habla por lo menos de 23 reyes santos y de 60 reinas y princesas santas en los siete reinos anglosajones.

 

El trabajo realizado o dirigido por el espíritu universalista de Gregorio Magno fue proseguido por sus sucesores sólo en escasa medida. Su obra entre los anglosajones se vio seriamente amenazada, por las interminables controversias entre la Iglesia romano-anglosajona y la iro­escocesa. Por una parte, el tradicionalismo y la terquedad celta y, por otra, la tendencia romana a la uniformidad provocaron una oposición que sobrecargó seriamente las fuerzas de la Iglesia. En vano se intentó en los Concilios de la Unión (602-603) uniformar el cómputo de la Pascua y los ritos del bautismo y la confirmación. No faltaron lamentables acusaciones de herejía (¡la forma de tonsura y el cómputo de la Pascua irlandeses como signos de «herejía»!). Mas, por fortuna, a la Iglesia anglosajona le sobrevino la profundidad religioso-ascética de la Iglesia iro-escocesa, que llevó su evangelización desde el norte de las Islas Británicas a los anglos y sajones hasta el Támesis.

 

Un cambio definitivo se efectuó en el sínodo de Whitby (664), donde el anglosajón Wilfrido de York discutió sobre cuestiones controvertidas con el abad-obispo irlandés Colman de Lindisfarne ante el rey Oswin. La última decisión la tomó el rey, decisión que refleja a la perfección todo el ambiente: «Y yo os digo: puesto que éste (o sea, Pedro) es el portero, no quiero estar en contradicción con él..., para que cuando llegue a la puerta del paraíso haya allí alguien que me abra y no se me vaya precisamente el que tiene la llave». El abad Colman y los suyos abandonaron inmediatamente el país, mientras que Wilfrido y su sucesor Acca, con el apoyo real, declararon una guerra implacable a los usos y costumbres irlandeses en todas las zonas. Todo debía estar regulado según el modelo romano.

 

No obstante, los irlandeses continuaron luchando por su independencia. La plena integración no se efectuó hasta los siglos XI-XII, desgraciadamente no sin una grave difamación de la antigua y venerable Iglesia de Irlanda, que pese a numerosos defectos había realizado grandes cosas en el campo de la actividad misionera. La tragedia y el fracaso —no exento de culpa— de estas discusiones se hizo nuevamente patente cuando Alejandro III (1159-1181) sometió la «bárbara nación» de los irlandeses al dominio del rey inglés, ¡para que ésta, después de la necesaria reeducación, se haga digna «en el futuro de llevar con todo derecho el nombre de la religión cristiana»!

 

Desde el año 664, pues, la Iglesia anglosajona fue una Iglesia territorial unida a Roma; se impuso el espíritu romano-católico, que Bonifacio habría de llevar en seguida al continente franco. El griego Teodoro vino de Roma como arzobispo a la sede de Cantorbery (669-690).

 

En la cristianización de Inglaterra participaron de forma destacada los monasterios de monjas, con sus abadesas de alto rango social y espiritual. Cien años después de su fundación, la Iglesia inglesa fue la más floreciente de todo el Occidente. En sus monasterios, cultural y espiritualmente muy activos, nos presenta sabios, misioneros y santos (§ 37). Entre los sabios hay que destacar a Beda el Venerable († 735), que escribió una historia eclesiástica de los ingleses, compilaciones exegéticas y selectas Quaestiones con capítulos verdaderamente teológicos, independientes, sobre el libre albedrío, lo que le hace ser uno de los precursores de la Escolástica (Beda fue declarado doctor ecclesiae por el papa León XIII). Por esta fecundidad, y especialmente por su grandiosa actuación misionera en el continente, tan importante desde el punto de vista histórico, esta Iglesia demuestra con cuánta rapidez, dadas las circunstancias, pudo el cristianismo conquistar lo profundo de las almas de estos germanos y hacerlo fructificar creativamente[12].

 

§ 37. VIDA Y ACTIVIDAD SOCIAL DE LA IGLESIA EN LA ÉPOCA MEROVINGIA

 

1. El evangelio cuenta con un cierto orden espiritual, social y moral. En períodos de bajo nivel o de ocaso cultural, cuando llegan a faltar estos órdenes, el fruto de la palabra de Dios (en la medida en que la podemos conocer por sus frutos) ha de ser en general menos copioso. La formación del alma cristiana de los pueblos occidentales fue una tarea de gigantes, y su realización la Iglesia sólo podía lograrla poco a poco y con múltiples retrocesos, y aun así no del todo. Al considerar estos primeros siglos, debemos siempre pensar en las extraordinarias dificultades que obstaculizaban una auténtica cristianización. A pesar de todo, aun a pesar de los contactos preliminares con la Iglesia galo-romana, las dificultades fueron poco menos que insoslayables en aquella inestable fase de transición política y social, agravada con las conversiones colectivas de hombres que ansiosamente preguntaban por las ventajas y beneficios de la nueva religión[13]. Por Bonifacio y por muchas otras fuentes sabemos que la cristianización fue a menudo muy superficial y durante siglos arrastró consigo muchos elementos paganos. Esto es una constatación objetiva de los hechos, pero constatación que en aquel lejano siglo VI no implica la misma censura que cuando comprobamos más tarde, tras largos siglos de vida cristiana, un fracaso semejante en forma de decadencia moral y religiosa (cf. Renacimiento).

 

2. Algunas etapas importantes de esta evolución: hacia el año 556 en el Imperio franco se prohibió el culto pagano público; se prescribió por ley el descanso dominical y festivo. La vida cristiano-eclesiástica comenzó, incluso entre los germanos, a crearse una expresión propia, a imprimir su carácter a la vida diaria, al curso del año, a los usos y costumbres. En el ámbito estrictamente religioso se introdujo la confesión al principio de la cuaresma y la práctica de la comunión tres veces o, cuando menos, una vez al año. También se extendió la práctica de la comunión dominical (bajo las dos especies; el comulgante recibía la eucaristía en la mano derecha). La participación de los fieles en la misa (dominical) parece haber sido muy diversa según las circunstancias, el mayor o menor celo de los obispos, la efectividad de los sínodos y sus correspondientes prescripciones legales. En suma, se puede constatar una «buena» participación, sin que esto deba tomarse como una adecuada descripción del fervor religioso de los diversos estratos de la población. En general se puede afirmar con certeza que la fe cristiana se impuso en el Imperio de los francos con suficiente corrección o que tras un lamentable desmoronamiento se levantó de nuevo, aunque lentamente y con muchos residuos subcristianos (§ 38); pero tanto la piedad como la moralidad dejaron mucho que desear.

 

3. La piedad de aquel tiempo cobró un colorido especial por una muy  veneración de los santos en forma de veneración de sus reliquias.

 

La veneración de los santos se practicó de forma puerilmente egoísta, con una confianza ilimitada (pero también exagerada hasta la superstición) en la virtud santificadora de los restos mortales de los santos. El santo, cuyas reliquias descansan en la iglesia, era el protector de la comunidad, el «santo patrón». Por ello era también el auténtico dueño de los bienes de la parroquia, por cuyo bienestar y malestar se preocupa. Se comprende así que con frecuencia no se vacilase en entrar en posesión de un auxilio tan poderoso, incluso por medio del robo. El estado de cosas en este sentido llegó a ser en los siglos VII y VIII verdaderamente ruinoso y deplorable. «En el siglo VIII el robo de reliquias fue algo usual en toda la cristiandad» (Schnürer).

 

Tanto en la veneración de los santos como de sus reliquias tuvo un papel muy importante el temor; por eso en la primera Edad Media no se dividieron las reliquias; bastaba con las reliquias de contacto (del sepulcro o del relicario). La veneración de las reliquias constituyó una característica particular de toda la Edad Media[14]. Y siempre se vio tarada por una excesiva exterioridad y, a veces, una cosificación casi mágica. Esto no ha dejado de ser un motivo muy serio de meditación para la Iglesia. ¿No traspasó esta acomodación los límites permitidos por el evangelio? ¿No se fomentó con ello una religiosidad legalista y moralista que, al derrumbarse objetivamente, tuvo efectos nocivos en la disolución de la piedad de la tardía Edad Media?

 

Por otra parte, la veneración de las reliquias, durante muchos siglos hasta la Reforma, atrajo a los grandes santuarios oleadas de creyentes de toda Europa: a Roma, donde descansa san Pedro, portero del cielo; a Conques de la Santa Fe (que se hizo famosa después de ser llevada allí tras el robo de Avranches); a Santiago de Compostela, a Cantorbery, a los santos «nacionales» de los francos (ya con Clodoveo I) y a san Martín de Tours (316/17-397) con su manto[15].

 

4. En la moralidad hubo más sombras que luces. Especialmente en el siglo VII la línea fue descendente. A principios del siglo VIII, «todo lo que había sido iniciado (por la Iglesia) estuvo en peligro de perecer de nuevo» (Hauck).

 

a) El mal comenzó en la cúspide. Muchos miembros de la casa real franca se mancharon con actos de increíble y asesina crueldad. Las noticias del historiador de esta época, Gregorio de Tours, nos demuestran lo terriblemente natural que resultaba todo esto en el siglo VI.

 

La causa inmediata de estas crueldades inhumanas de los soberanos francos y de sus mujeres fue la «desdichada mentalidad germánica», según la cual el imperio o una parte del imperio, tras la muerte de su señor, tenía que ser dividido en partes iguales, como una propiedad privada, entre todos sus hijos. La rivalidad, de forma indiscriminada, cura de almas a él inherente. En el culto se ofrecía y predicaba al pueblo la salvación día tras día (como en los monasterios) o cuando menos los domingos y días festivos a lo largo de todo el año eclesiástico. Esta continua asistencia dio rápidos frutos en algunas partes y, a la larga, cristianizó y eclesializó a todo el pueblo.

 

La fuerza específica que permitió a la Iglesia sacar provecho de su potencialidad religiosa y llevarla a muchos ininterrumpidamente fue su organización en diócesis y ligas metropolitanas, heredadas del tiempo de los romanos. Ella fue también la que la hizo muy superior al arrianismo germano (§ 26). Los obispos del Imperio franco —a fines del siglo VI había 125 bajo 11 metropolitanos— trabajaban bastante unidos. Otro medio, probado ya desde antiguo, fueron los sínodos, en buena parte los sínodos provinciales, pero sobre todo los concilios imperiales convocados por el rey (más de 30 en el siglo comprendido entre el 511 y el 614). En el siglo VI los sínodos demostraron una enorme efectividad interna. Se afrontaron cuestiones religiosas, morales y culturales en general (naturalmente, también seculares). La preocupación de los obispos se centró tanto en el clero como en el pueblo. El episcopado (a una con determinados misioneros) constituyó en este tiempo el factor moral más sobresaliente. Los mismos obispos (y sacerdotes casados no deben ser totalmente excluidos de esta alabanza, ya que la regulación romana del celibato aún no se había impuesto ni mucho menos en todas partes. En particular entre los germanos, el celibato todavía no era obligatorio. Y, en fin, incluso entre los obispos que se enriquecieron con los bienes de la Iglesia o los heredaron, no faltaron quienes sostuvieron iglesias y monasterios, fundando incluso otros nuevos. En última instancia, se trataba en todo caso de sus bienes (§ 34, IV: derecho de la iglesia privada).

 

5. La atención pastoral del campo se prestaba desde la ciudad (civitas) y era competencia del obispo, sus presbíteros y diáconos (§ 24). Y así se mantuvo en parte hasta el siglo VIII.

 

Mas los germanos eran un pueblo campesino. Cuando con su irrupción en el Imperio romano las ciudades y la cultura ciudadana decayeron (su disolución se debe también a otras causas), la vida volvió otra vez al campo. Este suceso rejuveneció a Europa. La moral cristiana, orientada de suyo a la comunidad natural-sobrenatural, pudo así conformar las comunidades familiares y rurales y, partiendo de estas raíces, efectuar luego la construcción de toda la vida europea. Hacia el 500 aproximadamente comenzaron a surgir en el campo parroquias independientes, las parroquias rurales. Estas parroquias, en comparación con la población residente en ellas, eran muy extensas y no siempre exactamente delimitadas. Las divisiones se hicieron más tarde. Su desarrollo fue muy distinto en Oriente, en Roma y entre los germanos.

 

En los países germanos, la gran parroquia rural constituyó el centro eclesial, siguiendo el modelo de las antiguas formaciones políticas de las centurias, los distritos y las marcas o también de las instituciones cultuales paganas. Así, primeramente aparecieron las iglesias parroquiales corporativas o gremiales. Con la organización del señorío territorial y la creciente feudalización, la iglesia privada pasó a ser más y más la base de la organización eclesiástica del campo. Por muy nociva que fuera la figura jurídica del sistema de la iglesia privada para la vida de la Iglesia en su conjunto, la creación y el desarrollo de la parroquia rural fue esencialmente fruto de tal sistema.

 

Se creaba una parroquia. Los obispos levantaban un templo a costa de sus propios bienes o de los bienes de la Iglesia. O bien los ricos terratenientes erigían junto a sus residencias (al principio para su uso privado) una capilla (iglesia privada, propia). O bien una corporación o gremio (marca) fundaba una iglesia para sí. La iglesia se dotaba con bienes raíces. En ella había un sacerdote permanente, o bien la cura de almas era atendida por clérigos itinerantes, en los primerísimos tiempos también por corepíscopos u obispos delegados (§ 24). De la misma iglesia parroquial se fundaban luego otras iglesias que solían depender por largo tiempo de la iglesia madre mediante los derechos parroquiales y los diezmos. Más tarde, el sacerdote de una iglesia rural recibió el título de parochus, párroco; él mismo debía elegir e instruir adecuadamente a sus sucesores. En la época merovingia, por lo demás, la actividad pastoral del bajo clero, al principio reclutado preferentemente entre los individuos no libres del propio feudo, no puede estimarse muy elevada. El señor feudal, si para herrero elegía al más forzudo, para el oficio eclesiástico elegía al más débil o al más ingenioso (cf. U. Stutz).

 

6. La erección de parroquias rurales fue, por tanto, la más importante hazaña espiritual y social de la Iglesia en la primera Edad Media: mediante la persona del «párroco» se logró poner en continuo contacto con los ignorantes del campo un hombre «instruido» espiritualmente, esto es, preparado para la predicación de la revelación cristiana. Junto con los monasterios, aunque en un plano inferior, tenemos aquí un vivo foco de luz y calor para la naciente cultura occidental.

 

7. La salud espiritual de una gran comunidad o de un conjunto de tales comunidades no puede medirse exclusivamente por resultados extraordinarios particulares. También éstos deben integrarse en un análisis exhaustivo. De hecho, el valor y la fuerza de la múltiple actividad de la Iglesia en el Imperio franco se evidenció en una serie de santos obispos de este período, que por lo demás, y significativamente, fueron en su mayoría galorromanos: Cesáreo de Arlás (503-542), Avito de Vienne († 518), Remigio de Reims († 533?). Célebre fue el obispo Nicecio de Tréveris († 566), nacido en Reims, hombre verdaderamente apostólico e intrépido (esto significaba entonces mucho más que hoy), quien, al igual que san Ambrosio, tuvo clara conciencia de que el poder moral de la Iglesia es muy superior al poder político externo y que dijo la verdad incluso a los reyes (excomulgó a Teodeperto y a Clotario). Junto a él tenemos a su coetáneo san Germán, obispo de París (555-576), que excomulgó al rey Chariberto por su matrimonio con una monja. Otros nombres: Ricario (en el año 625 fundó la abadía benedictina de Céntula en la Picardía), Audoin (Normandía, † 684), Didier (obispo de Vienne, † 607) y Eloy (Eligius, obispo de Noyon, 640-659).

 

El santo obispo Gregorio de Tours († 594) fue uno de los hombres más influyentes de la época merovingia. Su Historia de los francos es ciertamente demasiado crédula para aquellos primeros tiempos, en particular por sus relatos maravillosos, pero por lo demás constituye nues­tra fuente más fidedigna para el siglo VI. En Venancio Fortunato (nacido en Treviso, educado en Rávena, muerto antes del año 610 como obispo de Poitiers) tuvo la Iglesia merovingia su último poeta romano relevante. Sus himnos eclesiásticos (por ejemplo, el Vexilla regis prodeunt) ayudaron a las celebraciones litúrgicas de numerosas iglesias nuevas[16] o se utilizaron (como el himno Pange lingua) para la veneración de una reliquia de la Cruz. La perfección formal de estas poesías nos da una impresión directa de la fuerte influencia que aún ejercía la cultura antigua, mientras el Norte se hundía ya en la barbarie.

 

8. Tampoco faltó en estos tiempos la ascesis heroica. Entre los monjes, monjas y ermitaños revistió a veces un carácter violento. No obstante, para los rudos hombres de la época supuso una especie de predicación sumamente efectiva[17].

 

a) Mencionemos sólo algunos nombres: Leonardo (siglo VI), Goario (hacia el 500), Huberto († 727), Lamberto († hacia el 705), Emerano († hacia el 730), Corbiniano († 725), Prayecto († 676), Ruperto (al parecer de la estirpe de los príncipes francos, † 732).

 

Numerosas fundaciones de monasterios fueron muestra de la fuerza de atracción del ideal monástico. El convento de Poitiers, fundado por Radegunda, contaba a su muerte con más de 200 monjas.

 

Junto a la crueldad y ruda indignidad de algunos soberanos, que encontraron compañeras de la misma condición, igualmente abominables (Chilperico, † 584, y Fredegunda), hubo luminosas figuras de santos, como santa Radegunda (de Turingia, 518-587), esposa del inmoral y violento Clotario I, cuya importancia espiritual se deduce del simple hecho de que un hombre como Venancio Fortunato recibiera inspiración del mero trato con ella. Aquí deben figurar también la reina Batilda (esclava anglosajona, † 680), Bililda (siglo VIII), Gertrudis de Ni-velles (pariente de Pipino de Heristal, † hacia el 653), Adelgunda († hacia el 695), Odilia (hija de un duque alamán, † hacia el 720) y Erentrudis (sobrina de Ruperto, † hacia el 718).

 

b) Algunos sínodos organizaron la asistencia a los pobres, la cual se convirtió en un deber moral y sirvió para combatir la miseria y eliminar la mendicidad. Desde el año 350 aproximadamente había también leproserías e inclusas, a las que favorecieron ahora piadosas instituciones.

 

Mejoró la suerte de los esclavos. Lo más importante a la larga fue el reconocimiento de la libertad interior, lo que condujo a una equiparación en el terreno religioso y facilitó su reconocimiento en el plano social: el esclavo se convirtió paulatinamente en siervo de la gleba. Pero contra la esclavitud no se procedió de forma revolucionaria. Allí donde los obispos y monasterios requerían la ayuda de siervos para trabajar sus tierras, estos fueron tratados por lo general humanamente. Los obispos nunca dejaron de esforzarse por su liberación. Sin embargo, en este punto hubo de todo: no sólo un sensible progreso, sino también significativas vacilaciones. En realidad, la liberación sólo fue efectiva en forma de una nueva relación de servidumbre respecto a la Iglesia.

 

Con la conversión de la población del imperio a la fe cristiana y a medida que el clero fue imponiéndose como guía espiritual, las cuestiones que nos ocupan pasaron cada vez más (directa o indirectamente) al ámbito de responsabilidad de los clérigos. Una solución plenamente válida debía satisfacer por igual a las exigencias espirituales y a las seculares. No debe sorprendernos que esto no se consiguiera del todo. Donde sí se logró mucho fue en el aspecto espiritual-caritativo, aunque no con total desinterés (pensión vitalicia para los ancianos o los que se encontraban en apuros económicos, los cuales legaban sus propiedades inmuebles a la Iglesia; créditos de los monasterios a cambio de pignoración de los bienes y a veces también de la libertad). Muy meritoria fue la lucha de la Iglesia contra la usura: no obstante, la prohibición radical del cobro de intereses y la consiguiente proscripción de las transacciones monetarias en general ocasionó después graves perjuicios.

 

c) Tampoco se dio una respuesta unitaria a la cuestión de si los no libres podían asumir cargos eclesiásticos. Los papas León I y Gelasio condicionaron la admisión de los no libres a su libertad. De hecho, muchos esclavos y colonos huidos de sus señores hallaron frecuentemente acogida y protección en el clero o en un monasterio[18]. Si el señor los reclamaba, los clérigos menores eran restituidos; mas los diáconos y sacerdotes podían compensar o resarcir a su señor. Los sacerdotes conservaban su dignidad, pero perdían sus ingresos. En el Imperio franco, el obispo que conscientemente ordenara de diácono o de sacerdote a un esclavo tenía que resarcir a su señor con el doble. De hecho, las más de las veces era entregado al señor en calidad de sacerdote propio. Con la difusión del sistema de la iglesia privada en el siglo VII se multiplicaron los casos en que los siervos eran ordenados para el servicio de las iglesias privadas. Sólo con la legislación carolingia quedó suprimida esta anomalía.

 

La Iglesia protegió también en esta época a las mujeres, especialmente a las viudas. La fábula de que el llamado concilio «enemigo de las mujeres», el Concilio de Mácon (un sínodo general franco convocado en el año 585 por el rey Guntram bajo la presidencia del santo obispo Prisco de Lyón), negase el alma de las mujeres, se basa en la falsa interpretación del argumento presentado por uno de los participantes del concilio, a saber: que no se puede llamar a la mujer hominem, pues homo quiere decir varón, no hombre (= ser humano)[19].

 

9. A pesar de todo, esta época, como hemos dicho varias veces, no logró un progreso duradero.

 

Ya conocemos varias de las diferentes causas. Pero si deseamos una amplia explicación de esta diferencia, deberemos oír la respuesta contenida en la obra de aquel hombre que, descontento con el susodicho fracaso, buscó los medios para remediar la situación: según Bonifacio, la causa principal radica en el fracaso de los obispos francos, y principalmente en un defecto objetivo de su orientación fundamental. Entre ellos no hubo un pensamiento eclesiástico-universal y canónico, sino más bien un deseo de poder esencialmente egoísta. Faltó la vinculación considerada por Bonifacio como necesaria para las iglesias, la colaboración con la jefatura apostólica, con el centro de la Iglesia, con el papa. Como los papas de entonces, Bonifacio vio que las iglesias territoriales eran un presupuesto indispensable para la construcción de la Iglesia. Pero el aislamiento de Roma implicaba el peligro de una escisión o de una atrofia particularista en muchos sentidos.

 

§ 38. LA MISIÓN ANGLOSAJONA ENTRE LOS GERMANOS

 

I. WILLIBRORDO

 

1. A principios del siglo VIII no estaban aún aseguradas las bases del Occidente cristiano:

 

a) ni por parte cristiano-eclesiástica: pues precisamente en este sector hubo aquí, en el continente, síntomas muy graves de debilidad (véase más adelante); los paganos frisones y sajones se volvieron ofensivamente contra el Occidente; las iglesias territoriales autónomas, situadas unas junto a otras, favorecían más bien una evolución secesionista;

 

b) ni por parte de la constelación política: que distaba mucho de tener un seguro equilibrio. Por una parte, una potencia política mundial amenazaba la existencia del cristianismo y, por otra, estaba en juego su unidad. Los centros peligrosos eran: el Islam; la política antipapal de Bizancio (el emperador León, el iconoclasta, § 39); la oposición de las fuerzas políticas dentro del Imperio franco y sus desavenencias con los principados fronterizos; las pretensiones de los longobardos sobre Roma e Italia.

 

En el Imperio de los francos la situación se estabilizó tras la victoria sobre los árabes (Poitiers, 732) con la subida al trono del mayordomo de palacio Carlos Martel, lograda con la ayuda de la nobleza y del episcopado. Estos nobles, sin embargo, recibieron la debida recompensa con la asignación de bienes eclesiásticos. La Iglesia territorial franca quedó, pues, aún más estrechamente vinculada al status político del imperio.

 

2. La pregunta —que retrospectivamente podríamos formular— se refiere a cómo y por qué el Imperio franco pudo ser el centro de integración de una unidad occidental. La Iglesia territorial franca estaba excesivamente aislada para lograrlo; sólo una integración de toda la Iglesia podía hacer tangible la unidad.

 

El haber preparado esto es, precisamente, el mérito de san Bonifacio. El aproximó las dos potencias, el «papado» y el «Imperio franco» (que solamente tenían confusas ideas el uno del otro), hasta tal punto que hubo posibilidad de una firme alianza. La evolución política fue la que convirtió dicha posibilidad en un hecho. Es cierto que cuando el papa Gregorio III en el año 739 se dirigió por vez primera a Carlos Martel pidiéndole protección, el mayordomo, aliado con los longobardos, se negó, Pero con la auténtica unión entre el papa Esteban II y el rey Pipino en el año 753/54 llegó «uno de los grandes momentos de la historia universal; en ese instante se creó el Estado guerrero-sacerdotal, que es la base de toda la evolución europea» (Ranke).

 

3. Aparecieron los misioneros benedictinos de la Iglesia anglosajona, predicando con la cruz en alto, primeramente ante los frisones (costa del Mar del Norte, desde Bélgica hasta el Weser). El rudo sentido de independencia de este pueblo se opuso a la cristianización durante mucho tiempo. Tras los fracasados esfuerzos del obispo de York Wilfrido († 709) y algunos otros, en el año 689 Willibrordo († 739), discípulo de Wilfrido, desembarcó en esta tierra con otros once compañeros. Trabajó en connivencia con el mayordomo franco Pipino el Mediano, a quien visitó personalmente, y de acuerdo con el papa. Dos veces viajó a Roma. En su segundo viaje (695) fue consagrado arzobispo por el papa Sergio (687-701). Por indicación de Pipino estableció su sede en Utrecht. En el año 698 santa Irmina (¿de la nobleza franca?) fe regaló solar y bienes para fundar el convento de Echternach (en el actual Gran Ducado de Luxemburgo). Lo convirtió en seminario de misioneros. En cierto sentido Echternach fue el punto de partido de la misión definitiva de la actual Alemania. Pues muy probablemente Willibrordo envió desde allí, en el año 719, a Bonifacio hacia el Este, cuando Bonifacio rehusó seguir trabajando en la misma misión frisona.

 

También allí, tras una vida llena de trabajos y éxitos, fue enterrado el «apóstol de los frisones». En los siglos siguientes Echternach se convirtió en un importantísimo centro de cultura y de religión cristiana (¡producción de libros!) y luego, a través de los siglos, fue una célebre abadía del imperio.

 

II. BONIFACIO

 

El discípulo y compañero de san Willibrordo tenía que superar a su maestro. Bonifacio es el propagador, purificador y organizador de la Iglesia en la Germania y en el reino de los francos occidentales.

 

1. Winfrido (así se llamaba) nació hacia el 672 (¿quizá también de la nobleza anglosajona?). De muchacho ya llevó el hábito de san Benito. Cumplidos ya los cuarenta años, dejó el convento para entregarse al trabajo misionero, para el cual vivió casi otros cuarenta años. Su primer viaje a los frisones, donde tras todo el trabajo de Willibrordo creía poder encontrar un buen punto de partida para sus intentos de conversión, no tuvo éxito alguno. Precisamente entonces, en el año 716, Radbod, duque frisón pagano, había reconquistado la Frisia sometida a los francos cristianos. Un segundo viaje llevó a Winfrido desde Inglaterra directamente a Roma. Allí, en el año 719, el papa Gregorio II, después de concederle el nombre romano de Bonifacio (por un mártir de Cilicia), lo admitió en la familia papal (aunque no en sentido jurídico) y lo envió a la Germania con el mandato general de misionar (hasta el 721 con Willibrordo en Frisia; el 722 en Hessen; fundación de un primer convento: Amóneburg).

 

Bonifacio, como los monjes de los monasterios anglosajones en ge­neral, estuvo fuertemente enraizado en el espíritu popular de su pueblo. Como consecuencia, él, el «nuevo» sajón, se sintió especialmente atraído por sus compañeros de tribu en el continente, por los sajones. Aunque él mismo no llegó a evangelizar estas tribus (porque el papa Gregorio III, en el año 737/38, con buen criterio no autorizó su plan orientado en este sentido), la misión sajona, no obstante, fue siempre la aspiración secreta de su vida, a la que estuvo especialísimamente dedicada su oración y la de sus amigos. Sus diversos trabajos misioneros deben ser en buena parte valorados como etapas preparatorias de su camino hacia los sajones.

 

2. En su segundo viaje a Roma (722) Bonifacio prestó juramento de fidelidad a Gregorio II[20], similar al que hasta entonces sólo los obispos de los alrededores de Roma estaban obligados a prestar, y fue consagrado obispo de misión (sin sede fija).

 

Ahora sí llegaron los grandes éxitos. Cerca de Geismar, la encina de Donar cayó a manos del heraldo de la fe: un verdadero juicio de Dios a los ojos de los paganos presentes. La misión de Hessen fue coronada con la fundación del convento de Geismar. Hacia el año 724 pudo darse por terminada la verdadera evangelización de los paganos. Siguió luego el intento de purificar y profundizar la vida cristiana. En Hessen, y más todavía en Turingia, quedaban aún cristianos de los primeros tiempos. Pero el nivel de esta cristiandad inmadura o abandonada a sí misma era terriblemente bajo en sus burdas manifestaciones externas, que a veces llegaban a concretarse en múltiples formas de superstición y paganismo. Bonifacio también tuvo entonces que luchar, como durante toda su vida, contra el antiguo clero, totalmente desatendido, que dentro del Imperio franco se correspondía con unos obispos de la misma guisa, terratenientes y casados.

 

Con la ayuda de gran número de colaboradores provenientes de Inglaterra (entre otros Lull y Burchard), a quienes se sumaron valiosos elementos de los conventos femeninos ingleses (santa Tecla; santa Lioba, pariente y amiga suya), completó el santo su obra misionera al este del Rin y en la actual Franconia con la erección de varios conventos (también conventos de monjas: Tauberbischofsheim, Kitzingen y Ochsenfurt, que se convirtieron en las primeras instituciones cristianas para la educación de muchachas en Alemania). La vastedad de su campo de trabajo le obligó, con harto sentimiento, a emplear también sacerdotes insuficientemente formados.

 

3. Mientras tanto, en la curia romana se reconoció la importancia de la obra de Bonifacio y se le elevó a la dignidad de arzobispo (732), pero sin asignarle una archidiócesis. Un tercer viaje a Roma [738/39] le sirvió para presentar un minucioso programa de la tarea que quedaba por hacer. Se trataba principalmente de la organización eclesiástica. El trabajo se inició con la ayuda de Odilio, duque de Baviera, en la Iglesia bávara.

 

A pesar de la actividad de Ruperto de Worms en Salzburgo, de Emerano en Ratisbona y de Corbiniano en Freising, en la Iglesia bávara sólo había entonces un obispo: el de Passau. Bonifacio dividió la Iglesia bávara en cuatro obispados (Salzburgo, Passau, Freising y Ratisbona). Posteriormente se agregó Eichstatt. Nuevos conventos se convirtieron en focos de vida religioso-eclesiástica. Los sínodos provinciales ayudaron a eliminar deficiencias y fomentaron todo tipo de bienes.

 

En el Imperio franco propiamente dicho Bonifacio no pudo empren­der la organización de la Iglesia erigiendo nuevas diócesis hasta después de la muerte de Carlos Martel (741), bajo la protección de Carlomán y del menos fervoroso Pipino. En Hessen-Turingia erigió los obispados de Würzburgo, Erfurt y Büraburg (742). Para ellos pidió expresamente al papa las bulas de confirmación, cosa que hasta entonces nunca había sucedido. En cuanto estuvo en su mano, pues, Bonifacio transmitió a la Iglesia franca su vinculación personal con el papa, contraída por él mediante su juramento de fidelidad del año 722, extendiendo así la jurisdicción papal a esta Iglesia; un proceder de incalculable importancia.

 

4. Bonifacio se convirtió de hecho en el primado del reino franco-oriental (Austrasia). Ello se hizo patente en la decisiva participación que tuvo en el primer concilio general franco-oriental del año 743 (el llamado Concilium Germanicum, convocado por Carlomán, quien publicó sus decretos y les dio con ello fuerza de ley). Allí hizo que los obispos prestaran juramento de fidelidad al papa: una nueva ampliación de la jurisdicción pontificia. A los monasterios se les exigió la introducción de la regla de san Benito; se reguló la educación del clero y del episcopado, que según las descripciones de las cartas del santo estaban en su mayor parte increíblemente corrompidos desde el punto de vista moral (prohibición de la caza y del servicio de las armas). Los bienes arrebatados a las iglesias debían serles devueltos (pero no sucedió así).

 

5. En seguida, el radio de acción del santo se amplió nuevamente. Por el Concilio de Soissons (744) y por el primer concilio general franco (745), Bonifacio apareció (naturalmente con la aprobación del mayordomo) incluso como jefe supremo de la Iglesia de Neustria y, por las decisiones conciliares, también como su reformador.

 

Pero la introducción de la constitución de metropolitanos, también entonces expresamente decretada, fracasó ante la oposición del antiguo episcopado franco, pese al éxito de las gestiones con el papa. El mismo Bonifacio no llegó a ser metropolitano con sede en Colonia, como se había decretado, sino que recibió el obispado de Maguncia (746).

 

En su enérgico proceder contra indignos miembros del clero, Bonifacio encontró la natural oposición. Los obispos francos autóctonos, casados en su mayoría, que sólo pensaban en el dinero, el placer y el poder, se mostraron contrarios desde los primeros años hasta el fin de la vida del misionero. No venció totalmente la resistencia, pero sí inició la reforma y la organización canónica con clara visión del objetivo, de modo que ellos mismos pudieran luego desarrollarse orgánicamente. Logró lo que se propuso: la renovación de las Iglesias de Germania y de la Galia y, de acuerdo con las tradiciones de la Iglesia de su patria inglesa, fundada por Roma, su unión con el centro determinado por voluntad divina. En un sínodo del año 747, Bonifacio logró que los obispos francos anunciasen que «ellos habían decidido mantener firmemente su unidad con la Iglesia de Roma y la sumisión de la misma».

 

6. Como escuela modelo y seminario para toda Alemania, Bonifacio fundó en el año 746 el monasterio de Fulda, nombrando abad del mismo al bávaro Sturm. Para el monasterio obtuvo, mediante indulto papal, exención completa en el sentido de independencia canónico-eclesiástica de cualquier obispo diocesano (he aquí otra notable ampliación del poder pontificio en la Iglesia territorial franca[21]). El monasterio de Fulda fue también (como los monasterios ingleses) un centro de formación. Fulda fue la alegría del anciano misionero, convirtiéndose en un centro de actividad religiosa, económica, científica y artística. Bonifacio fue enterrado también en Fulda, cuando, retornando a su primer amor, haciendo un viaje de misión a la Frisia (su obispado de Maguncia ya lo había asegurado previamente para su discípulo Lull), murió martirizado junto con algunos compañeros en el año 754, a la edad aproximada de ochenta años.

 

7. En los últimos decenios, a san Bonifacio se le ha negado el título honorífico de «apóstol de los alemanes». El concepto de «alemanes» no se corresponde, efectivamente, con el de «germanos», los evangelizados por Bonifacio; tampoco fue él el único que trajo la luz del evangelio a las tribus de las que posteriormente se formó el pueblo alemán; además, fue misionero en una época en que la tarea misionera ya no se centraba preferentemente en los paganos. No obstante, este título tiene su razón de ser: a) primero porque fue muy relevante la región en que el santo evangelizó a los paganos (partes de Frisia, Hessen, Turingia); b) porque, además, purificando y reavivando antiguos centros eclesiásticos, consiguió logros decisivos; c) porque, mediante la organización eclesiástica, dio nueva vida real y duradera a toda la Iglesia franca; d) y finalmente, lo más importante: 1) porque de forma profunda e indeleble inculcó nuevamente en la conciencia de la Iglesia franca el ideal cristiano y, más concretamente, el sacerdotal, según las normas de la Iglesia antigua; y 2) porque toda su tarea, como él mismo dice, fue una legatio romana, porque trabajó expresamente como representante del papa. En resumen, él penetró hasta el centro mismo de la Iglesia[22]; solamente así pudo prestar apoyo a las débiles iglesias territoriales. El hecho de que Bonifacio «como legado del papa fortaleciera la influencia de Roma en la Iglesia alemana por él dirigida, únicamente se le puede reprochar si se piensa de un modo completamente antihistórico» (Heuss). Porque con ello «dio tanto a la cristiandad alemana como a toda la cristiandad occidental el impulso vital decisivo, potente y fecundo, por el cual se alcanzó el esplendor de la Iglesia y con él la civilización de la Edad Media» (Sohm).

 

Naturalmente, no hay que olvidar que Bonifacio tuvo que realizar todo su trabajo de reforma dentro del marco característico de las iglesias territoriales. Pues Carlomán y Pipino consideraron la reforma de la Iglesia como cosa enteramente suya. Las declaraciones del mayordomo de Austrasia en el año 743 en el Concilium Germanicum y las de su hermano Pipino en Soissons en el año 744 exigen esta interpretación. Los obispos reunidos figuraron como consejeros, el mayordomo promulgo las decisiones eclesiásticas en sus capitularía como leyes. Esto se debe a que en los concilios también tomaban parte los grandes del mundo.

 

8. En cuanto a la situación religioso-política del Imperio franco antes de san Bonifacio (§ 37), su trabajo puede considerarse válido también para el Occidente: la revitalización de los sínodos, su proceder contra los usos y costumbres paganos, el nombramiento de obispos celosos de la reforma y, entre otras cosas, su intento de designar arzobispos. Estos obtenían su poder mediante la recepción del Pallium, enviado directamente del papa. Esto dio origen a relaciones frecuentes, ordinarias y regulares con el más importante y autorizado defensor de la idea de la antigua Iglesia y con el centro de pensamiento y de acción de la Iglesia universal: como hemos visto, un medio esencial para lograr la unidad del Occidente, tan ansiada como necesaria para el saludable desarrollo del cristianismo.

 

Todo esto, sin embargo, no quiere decir que las tribus evangelizadas por Bonifacio se convirtieran en su mayoría a un cristianismo pleno y conforme a la revelación bíblica. Según posteriores manifestaciones del santo, su juicio del año 742 sobre la situación moral y religiosa de su rebaño sigue siendo más o menos válido: «Los pueblos de Germania han sido en cierto modo sacudidos y llevados al buen camino».

 

§ 39. ALIANZA DEL PAPADO CON LOS FRANCOS. EL ESTADO DE LA IGLESIA. RUPTURA CON BIZANCIO

 

1. Al hablar de Gregorio Magno ya pudimos comprobar que su mirada se volvía hacia los pueblos bárbaros de Europa, para congregarlos por medio de la evangelización en torno a Roma, la cathedra Petri. Esta tendencia fue seguida cada vez más intensamente por los papas del siglo VIII. Fue un movimiento paralelo a la confrontación con los emperadores romanos de Oriente y a un progresivo alejamiento de ellos, y se expresó en la experiencia de que «todo el Occidente tiene gran confianza en nosotros y en san Pedro, a quien todos los reinos de Occidente veneran como a Dios en la tierra», y están dispuestos a defender al papa contra el emperador iconoclasta. Efectivamente, las milicias de Pentápolis y Venecia respondieron a una llamada semejante del papa Gregorio II, del cual son las palabras anteriormente citadas, dirigidas al emperador León III.

 

No es posible comprobar si dichas manifestaciones estuvieron ya inspiradas en la idea de un nuevo Imperio occidental en unión con la Iglesia o si la amenaza económica y política del Oriente, junto con la idea religiosa de la evangelización nórdica (¡la legatio romana de Bonifacio!) bajo el reinado y con la ayuda de los príncipes francos, hizo surgir un nuevo programa eclesiástico-político. La evolución efectiva, que habría de culminar primero en la alianza entre el papado y los francos y, después, en el nuevo Imperio romano occidental y la vinculación del papado con él, es en todo caso deducible de los acontecimientos históricos.

 

De momento, aquí nos ocupamos sólo de las primeras etapas: Gregorio II ya tuvo planeado un viaje a los pueblos del Norte. Gregorio III aún llamó en vano a Carlos Martel en el año 739, para que se hiciera cargo de la protección de san Pedro. La realización efectiva se abrió camino gracias a la decisión del papa Zacarías, como veremos, y a los viajes de los papas a través de los Alpes y, luego, a los de los reyes nórdicos hacia Roma, donde de manos del vicario de san Pedro y junto a su sepulcro recibían, mediante unción consecratoria, la dignidad imperial universal.

 

Desde un principio hubo una gran tensión (decisiva en sus efectos históricos) entre los objetivos y el concepto de los obispos romanos por una parte y de los francos por otra. Los papas elevaron al mayordomo de los francos a la dignidad real y luego lo hicieron emperador, a fin de que como patricio romano protegiera la Iglesia de san Pedro. La autoridad casi absoluta del rey franco sobre su Iglesia territorial, que pronto se convertiría en Iglesia imperial, pretendió mucho más. Pero, desde luego, esto no respondía en absoluto al ideal eclesiástico-universal de los papas.

 

Según la diversa situación política objetiva, las pretensiones de am­bas partes se hacían respectivamente más acusadas o se replegaban: pero la tensión como tal se mantuvo e hizo que la evolución avanzase, tal como ahora podremos seguirla a lo largo de la historia de la Edad Media. La alianza entre el papado y los francos y luego entre el papado y el imperio hizo que el Medievo alcanzara su apogeo. Pero los problemas inherentes a ese proceso no se solucionaron del todo y por eso el Medievo se quebró, por así decir, en sí mismo.

 

El análisis y las consideraciones que siguen no deben interpretarse en un sentido político excesivamente realista. Los francos ocuparon el lugar de los «griegos», esto es, de los romanos de Oriente; pero se diferenciaban fundamentalmente de ellos por la susodicha veneración de los germanos (no exenta de infantilismo) hacia Pedro, el portero del cielo, y por el consiguiente reconocimiento real (que, no obstante, no debe entenderse en sentido demasiado estricto) de sus sucesores y representantes, los papas.

 

2. Bonifacio había vinculado estrechamente la Iglesia franca con Roma. Al obispo de Roma, el papa Zacarías, se dirigió Pipino en el ano 751. Una vez que Carlomán abandonó el gobierno, Pipino fue el único dueño del poder político, pero todavía no estaba asegurado contra la competencia de sus hijos, que entre tanto habían alcanzado la mayoría de edad. A la larga, sólo la dignidad real podía proteger eficazmente su posición de fuerza. Por eso él, que ya era «señor» de la Iglesia territorial franca, preguntó al papa «si quien ya poseía el poder real no debería también ser rey». La pregunta implicaba indirectamente el reconocimiento, hasta entonces inaudito, de una autoridad del papado con carácter vinculante en el plano estatal. Zacarías accedió a elevar al mayordomo a la dignidad real. Pipino fue elegido rey. Los obispos le confirieron una unción que otorgó al reino franco una consagración cristiano-eclesial y con ello una nueva autoridad. Dadas las circunstancias, esto significó al mismo tiempo una unión del rey franco con Roma.

 

Nada importa si fue Bonifacio quien ungió a Pipino o si esta unción la realizaron otros obispos francos; en cualquier caso, aquí encontró su continuación la obra más personal de Bonifacio y aquí se inició aquella grandiosa alianza de Carlomagno con la Iglesia, que daría origen a la verdadera Edad Media.

 

3. Esta alianza entre el papado y los francos se completó, reinando aún Pipino, con el papa Esteban II (752-757). Italia todavía pertenecía nominalmente al Imperio romano de Oriente; en Rávena residía el representante del emperador (§ 35), pero su influencia política se había debilitado enormemente. No obstante, el papa continuaba siendo súbdito político de Bizancio; hasta los documentos papales se databan al modo bizantino, y los papas de la época, a pesar de la mutua hostilidad, guardaron a los emperadores bizantinos fidelidad durante un tiempo sorprendentemente largo. Por otra parte, el prestigio secular y el valor político real del papa crecieron parejos (§ 35). Pero los longobardos querían Rávena y Roma y, a ser posible, toda Italia. Gregorio III fue el primer papa que solicitó de Carlos Martel ayuda y protección contra ellos, pero en vano. Cuando la presión de los longobardos se hizo cuestión de vida o muerte (conquista del exarcado de Rávena y de Pentápolis por el rey Aistulfo, 749-756) y nuevamente no llegó ayuda alguna del emperador, el papa Esteban II se dirigió a aquel soberano que, en buena parte, debía su corona al papado. Conducido y protegido por los legados francos, en Pavía se separó no sólo del rey longobardo (¡muy a pesar de este último!), sino también de los legados del emperador romano oriental, y en el Imperio de los francos tuvo con Pipino dos encuentros de suma importancia para la historia universal, primero en Ponthion y luego en Quierzy. Concluidas las negociaciones, en la Pascua del año 754 y en la abadía real de St. Denis consagró a Pipino por segunda vez (y al mismo tiempo a su mujer y a sus dos hijos; así, pues, también al que luego sería Carlomagno).

 

4. Que con esto no quedaran del todo eliminadas las profundas tensiones existentes es evidente por sí mismo y por las peculiaridades de la constelación histórica; ya iremos conociéndolas.

 

a) Incluso esta misma unión (y con ello la futura unidad del Occi­dente) no quedó asegurada de una vez para siempre. Los lazos de los papas con el supremo señor político de la Roma oriental no estaban definitivamente rotos. Los papas, como ya se ha dicho, siguieron aún mucho tiempo fechando sus documentos según los años del reinado del Basileus, «nuestro señor»; en Constantinopla, a pesar del grave escándalo que provocó el proceder del obispo de Roma, se entendió la unión con los francos ante todo como un intento de defensa contra el enemigo común, los longobardos. De hecho, el peligro por este lado era muy grande: el piadoso Carlomán abandonó inesperadamente su convento, a instancias del longobardo Aistulfo, para hacer fracasar la unión del papa con Pipino; del éxito se hubieran beneficiado también sus hijos adultos. De acuerdo con Pipino, el papa mandó encerrar en un convento franco al monje fugitivo, antiguo mayordomo, junto con sus dos hijos.

 

Pero los francos en absoluto consideraron definitiva la alianza sin poner ningún reparo; por ejemplo, del importante título de «patricio» no hicieron uso hasta después de la conquista del reino longobardo, cuando dicho título representó no solamente deberes, sino también derechos.

 

La íntima tensión entre sacerdotium e imperium se evidenció ya al principio de la alianza: el informe romano sobre lo sucedido en Ponthion-Quierzy es esencialmente diferente del franco en la forma y en el contenido.

 

No obstante, aquí había ocurrido algo decisivo. Se habían asentado las bases para el futuro, en el sentido de la alianza eclesiástico-política medieval.

 

b) Se estableció una serie de acciones llenas de simbolismo y se formuló una serie de exigencias y reconocimientos históricamente vinculantes: Pipino había prestado al papa servicios de caballerizo mayor, que en el ceremonial cortesano bizantino únicamente podían prestarse al emperador (¡por primera vez aparece una vaga indicación del papa como emperador!). Por su parte, Esteban, al día siguiente, vestido de saco y ceniza, se había arrojado a los pies de Pipino y le había rogado, por los méritos del príncipe de los apóstoles, que le librara de las manos de los longobardos. Hay que tener muy en cuenta que el socio de Pipino en este convenio en definitiva no es el papa, sino Pedro, el portero celestial, cuyos «bienes» robados deben ser restituidos a su legítimo propietario. Con lo cual Pipino asume la defensa de los privilegios de Pedro[23].

 

Las fuentes no nos ofrecen un cuadro unitario y claro. Lo nuevo está junto a lo viejo de forma inmediata, más aún, inconciliable. Se puede casi palpar con las manos que todo está en devenir. Unas veces parece percibirse confusamente una íntima contradicción o divergencia, otras parece que conscientemente se pretende no salir de la ambigüedad.

 

Cualesquiera que hayan sido en concreto las intenciones de fondo, el poder profético-espiritual del sumo sacerdote logró aquí una legitimación política, esto es, un poder político: lo eclesiástico-pontificio, con gran estilo, penetró directamente en lo político-temporal. La unión y, en cierto modo, la mezcla de ambas esferas, básica para toda la Edad Media, se dio ya ahí, aceptada por ambas partes, aunque, como ya se ha dicho, arrastrando ciertas confusiones y, sobre todo, sin que las tensiones más hondas pudieran ser eliminadas.

 

c) El proceder de Esteban significó de hecho, aunque no formalmente, la ruptura con Bizancio, es decir, la ruptura con el antiguo Imperio romano: desde este momento el papado siguió, en medida siempre creciente, su propio camino político. El papa exigió que se le restituyera la zona del imperio como posesión jurídica, confirió a Pipino el título de patricius, que hasta entonces había sido concedido exclusivamente por el emperador, y con ello «transfirió al rey de los francos y a su casa la función protectora del exarca imperial de Rávena. De hecho, Pipino atravesó dos veces los Alpes (754 y 756) para proteger al papa. Entregó a la Sede romana las zonas arrebatadas por él a los longobardos (Pipino mandó que las llaves de las ciudades conquistadas fueran depositadas en el sepulcro de san Pedro). El papa se convirtió en un soberano temporal; por medio de esta «donación de Pipino» se fundó el «Estado de la Iglesia» con Roma incluida (756). El papa, pues, se hallaba políticamente bajo la protección de los reyes francos. Pero no tardaría en llegar el momento en que este poder de protección habría de convertirse en una supremacía política (cf., a este respecto, el mapa 17).

 

5. Estas concepciones (bajo muchos aspectos tan diversas, pero al principio aún no claramente delimitadas) sobre la esencia y la misión de cada uno de los dos «supremos» poderes y su relación mutua encontrarán a lo largo de los siglos una expresión literaria cada vez más rica, primero en forma de documentos (auténticos o inauténticos), luego de tratados teóricos y, finalmente, de libelos y escritos polémicos.

 

Como siempre ocurre en tan complicados procesos, lo más importante son los fundamentos y la tendencia evolutiva que en ellos se apunta.

 

a) Uno de los principales objetivos de la Iglesia de Roma fue su independencia de la presión del Estado, o sea, del emperador romano o romano-oriental. Este motivo quedó plasmado en la leyenda de san Silvestre, esto es, en una narración fabulada según la cual el papa Silvestre I había bautizado a Constantino el Grande y le había librado con ello de la lepra; en agradecimiento el emperador había hecho al papa valiosos regalos (por ejemplo, el palacio de Letrán).

 

b) Esta leyenda encontró su redacción literaria definitiva en un documento falsificado: la llamada «Donación de Constantino», que habría de revestir fatal importancia para la evolución del Occidente, especialmente para la relación sacerdotium e imperium. Por desgracia no se ha podido poner definitivamente en claro ni el tiempo ni el lugar de origen de tal documento. Junto a tendencias romano-papales se encuentran también elementos que permiten deducir influencias francas. En el orden político y político-eclesiástico esta falsificación fue utilizada únicamente por los papas, esporádicamente en el siglo X, más intensamente en el siglo XI y de forma general desde el siglo XII. Ya Otón I y excepcionalmente Otón III (en un documento del año 1001) la consideraron una falsificación. Pero luego fue tenida por auténtica durante todo el Medievo. En el siglo XV, por fin, fue demostrada su falsedad (entre otros, por Nicolás de Cusa, § 71).

 

c) El documento se hace pasar por decreto imperial a favor del papa Silvestre y sus sucesores «hasta el fin de este tiempo terreno». En agradecimiento por los favores (incluso el bautismo) que por mediación de Silvestre le han sido otorgados por el príncipe de los apóstoles, quiere el emperador, de acuerdo con sus grandes y con todo el pueblo romano, entregar al representante (vicarius) del Hijo de Dios en la tierra, confiriéndole el poder, la dignidad y el honor imperial, el pleno poder soberano, exaltando así la sede del bienaventurado Pedro por encima de su propio trono. Eclesiásticamente el papa debe tener el principado sobre los cuatro patriarcados de Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén, así como sobre todas las Iglesias del globo terráqueo: la iglesia del Salvador, construida por Constantino en su palacio (de Letrán), tiene, por consiguiente, el rango de cabeza de todas las iglesias del mundo.

 

Este reconocimiento se concreta en las siguientes donaciones: Sil­vestre y sus sucesores reciben Letrán como sede; reciben además las insignias de la dignidad imperial (de las cuales Silvestre solamente quiere aceptar la blanca clámide frigia como símbolo de la resurrección del Señor); al clero romano se le concede el rango de senadores con todos sus privilegios.

 

Por respeto a san Pedro, se continúa diciendo, Constantino ha hecho el servicio de «strator», o sea, ha llevado de las riendas el palafrén (caballo) del papa.

 

Constantino, además, constituye al papa en soberano —fuera de los muros del palacio de Letrán— de la ciudad de Roma, de las provincias de Italia y de todo el Occidente.

 

Consiguientemente, la «donación» termina con la decisión de Constantino de trasladar su sede a Bizancio. Porque no sería justo que un emperador de la tierra gobernara allí donde el emperador del cielo ha establecido la soberanía de los sacerdotes y la cabeza suprema de la religión cristiana.

 

Esta «donación de Constantino» fue después recogida como la pieza principal en la llamada «Recopilación de Decretales» del Pseudo-Isidoro (cf. § 41, II, 3).

 

6. Es evidente que también nosotros debemos tomar postura ante tan masivas y falsas afirmaciones, que tanta trascendencia histórica tuvieron.

 

a) En la Edad Media fueron frecuentes las falsificaciones de docu­mentos[24]. El actual concepto de falsificación de un documento era desconocido en aquellos siglos, ajenos por entero al modo de pensar histórico. A menudo se trataba de formular un derecho auténtico, pero no garantizado por escrito. En otros casos se trataba de robustecer la propia posición por medio de documentos inventados. En las piezas falsas de la recopilación pseudoisidoriana se traslucen las dos formas de pensar. Lo decisivo es la datación anticipada contraria a la verdad (o también la invención de documentos «antiguos») con el fin de dar a las ideas hierocráticas sostenidas el carácter de dignidad apostólica o proto-cristiana.

 

Las decretales pseudoisidorianas desempeñaron después un papel muy importante en la creación de la supremacía papal, específica de la Edad Media. El hecho de que muchas de las piezas contenidas en ellas sean inauténticas se considera como un grave cargo contra el catolicismo. Pues, desde el punto de vista histórico, la evolución hacia el pleno poder típicamente medieval del papado se realizó, efectivamente, también con la ayuda de aquellas piezas falsas. De ahí que un juicio puramente espiritualista crea poder discutir el derecho del efectivo desarrollo de la soberanía del papa. Pero es precisamente este juicio moderno de los sucesos de entonces el que resulta burdamente antihistórico; vista la conexión entonces existente entre poder material, político y espiritual (entre los representantes del sacerdotium, del regnum y del imperium), tal juicio es insostenible. Además, el núcleo central de toda esa tendencia era la exaltación de lo religioso-eclesiástico, más concretamente lo papal, sobre lo mundano. No obstante toda esta gravosa problemática, que veremos con detalle dentro de este complejo, no podemos sin más ni más negar la legitimidad histórica de dicho núcleo central.

 

b) Ante todo: el primado dogmático de jurisdicción, que no está condicionado por el tiempo histórico, es totalmente independiente de esos falsos apoyos. El fundamento bíblico (incluida la tendencia orgánica de desarrollo, esencial a la Iglesia) no tiene nada que ver con ellos. Que, por otra parte, también dichas falsificaciones hayan contribuido a robustecer la idea del papado es otro testimonio histórico de cómo el camino de la revelación por la historia y la forma de su crecimiento histórico ha ido siempre muy unido a la respectiva situación histórica. Un resultado de esta evolución, «el poder absoluto del papa en lo temporal», acabará en la alta y tardía Edad Media exagerando la implicación de lo eclesiástico y lo temporal de una forma que resultará las más de las veces gravemente nociva para lo religioso-eclesiástico. Pero en cuanto al resultado esencial, el primado de jurisdicción, también esta evolución participa en el misterio de la felix culpa.

 


[1] Semejante juicio sobre los siglos V y VI no lo podemos acentuar en exceso, ni aun para un país como la Galia, en el cual penetró muy pronto el mensaje cristiano y la organización eclesiástica se había conservado relativamente intacta desde la época romana. Cf. a este propósito los datos relativos a la densidad de la cristianización, § 34.

[2] Desde aquel tiempo quedó abandonado e insalubre el campo romano, anteriormente feraz y floreciente.

[3] Poco a poco se sometió a todo el rigor de la regla: la llamada observantia parva.

[4] Apocrisario era en aquel tiempo el título de los legados papales en Bizancio.

[5] Las conversiones masivas que encontramos en la Antigüedad (por ejemplo, en Jerusalén tras la venida del Espíritu Santo) no son auténticos modelos que podamos emplear aquí. Los supuestos de la conversión y el mismo proceso, en aquel tiempo, deben buscarse en la aceptación interior de la verdad.

[6] Mas no por eso hay que menospreciar el comprensible interés natural de los monjes y de las monjas anglosajones en que prosperasen sus fundaciones en el continente después de haberlas logrado.

[7] Ha sido muy discutida la historicidad de este mandato.

[8] De mosta rabi = convertidos en árabes.

[9] Se discute su procedencia de Irlanda.

[10] No obstante, Columbano se dirigió a Roma, a Gregorio Magno, para conseguir un apoyo contra los obispos francos.

[11] No conocemos exactamente la fecha de su bautismo. Ya en el año 596 había acogido obsequiosamente a los misioneros cristianos.

[12] El empuje misionero anglosajón se manifestó, todavía mucho más tarde, entre los germanos del Norte: entre los suecos y noruegos (aquí por obra de su rey, Olaf Trygvasson, educado cristianamente en Inglaterra y muerto en el año 1000, al cual también se debe la conversión de Islandia). Mas en algunos casos también este rey germánico empleó la violencia.

[13] Según la concepción básica de la religiosidad germánica, en el sentido del do ut des.

[14] La importancia del culto de las reliquias en la economía interna de la piedad cristiana puede ilustrarse comparándola con la piedad de la Iglesia oriental: lo que para el Occidente es la reliquia, para el Oriente es el icono, el cual ciertamente presupone una comprensión racional de la realidad venerada en la fe. Las primeras noticias del culto de los iconos proceden de finales del siglo V.

[15] Martín era hijo de un tribuno romano y discípulo de Hilario de Poitiers († 367); siendo catecúmeno repartió su capa, que luego se convirtió en una joya del imperio sobre la cual se prestaban los juramentos y que se solía llevar consigo a las batallas. Fue el más glorioso apóstol de la Galia, coronado con el éxito contra el arrianismo y contra los restos de paganismo.

[16] En la Alemania sudoccidental se han comprobado 844 construcciones de iglesias en el primitivo Medievo. El número total de iglesias en Alemania a mediados del siglo IX 1puede fijarse con toda probabilidad en las tres mil quinientas.

[17] También nos habla de esto Gregorio de Tours en innumerables capítulos de su Historia Francorum.

[18] Pero, según una disposición de Gregorio Magno, un esclavo, antes de ingresar en el monasterio, tenía que ser rescatado por el mismo monasterio, y si luego lo abandonaba, tenía que volver a la esclavitud.

[19] Por lo demás, esta noticia de la Historia Francorum no es indiscutible desde el punto de vista histórico.

[20] En este juramento: «A ti, santo apóstol Pedro y a tu sucesor... Gregorio y sus sucesores..., por este tu santo cuerpo», él no prometió solamente la fe y la unidad católica, la fidelidad y la obediencia al sucesor de Pedro, sino también «no hacer causa común con los extraviados» e informar minuciosamente a Roma. De actuar en contra de esta promesa, sería considerado culpable del juicio eterno y del castigo de Ananías y Safira. Esta declaración de juramento «la he escrito con mi propia mano... y, como es costumbre, la he depositado sobre el santo cuerpo de san Pedro y la he jurado delante de Dios, juez y testigo». Un dato significativo de las intenciones político-eclesiásticas del misionero germánico, que pensaba (y debía actuar) de modo tan decididamente eclesiástico-universal, es que había tachado de la fórmula de juramento la referencia habitual al derecho romano y al emperador romano de Oriente.

[21] Antes que Fulda, ya había obtenido el privilegio de la exención Bobbio, el monasterio de Columbano; pero aquí se había tratado simplemente de asegurar la vida monástica contra eventuales ataques del exterior (según el modelo irlandés).

[22] Y Esto también en lo concerniente a lo humano-personal: «Cualquier alegría o dolor que me saliera al paso, acostumbraba comunicarlo al sumo sacerdote sucesor de los apóstoles».

[23] Responde a esta concepción el hecho de que Pipino, en el mismo año, hiciera que la liturgia romana fuera obligatoria para la Iglesia franca, sustituyendo la antigua y venerable liturgia gálica.

[24] En el ámbito directamente histórico-eclesiástico, ya el papa Nicolás I, en su largo escrito de protesta dirigido al emperador Miguel III (865), reprochó a los griegos la falsificación de las cartas pontificias como algo que sucedía frecuentemente. Las gestiones de los concilios y las asambleas habidas bajo Focio confirman este juicio.