SEGUNDA ÉPOCA

 

LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO «CRISTIANO»

 

DESDE CONSTANTINO A LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO DE OCCIDENTE

 

§ 20. CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA ÉPOCA

 

1. El hecho fundamental para la Iglesia en esta segunda época es el cambio radical de sus relaciones con el Estado: la Iglesia fue oficialmente reconocida en paridad con el paganismo. Después del sintomático preludio de Armenia, donde ya en el año 295 el cristianismo se había convertido en religión del Estado, es finalmente Constantino quien asienta las nuevas y decisivas bases del Imperio romano. Después, cuando tras la muerte de sus hermanos su hijo Constancio (351-361) venció al usurpador Magencio y se convirtió en soberano absoluto, prohibió los sacrificios paganos y los templos fueron clausurados. Incluso llegó a pensar en una conversión de los paganos por la fuerza, como luego veremos.

 

Tras el amenazante interludio de Juliano (§ 22) siguió adelante, y acelerado, el proceso de cristianización de toda la vida pública. El emperador Graciano (375-383) rechazó el título de Pontifex Maximus, privó a los sacerdotes paganos (incluidas las vestales) de sus privilegios y retiró definitivamente del Senado[1] el altar de la Victoria. Teodosio (375-395), nombrado emperador por el mismo Graciano, llevó a cabo la represión oficial del paganismo, que por obra del franco Arbogasto, general del emperador Valentiniano, pagano y muy influyente por sus victorias sobre los insurgentes germanos en el año 392, hubiera podido constituir un grave peligro general. Teodosio lo venció en el año 394, prohibió nuevamente los cultos paganos y cerró los templos. El cristianismo se convirtió en la religión del imperio. La celebración de cultos paganos fue declarada delito de lesa majestad. Dado que Teodosio volvió a tener en su mano todo el imperio de Oriente y Occidente, pudo de una vez dar el tiro de gracia al paganismo y al arrianismo.

 

2. Por desgracia, para reprimir el paganismo, en seguida se empleó la violencia. Mientras Constantino, nacido y educado pagano, tuvo cierta consideración con el paganismo, sus sucesores, educados en cristiano, apenas le guardaron ninguna. A esto vino a sumarse el manifiesto literario de Fírmico Materno del año 346 («Del error de las religiones profanas»), que no solamente invitaba a fundir los tesoros de los templos, sino también a aniquilar a todos los que predicaban el paganismo[2].

 

Según la tónica general del evangelio y, más en concreto, según la palabra y el sentido del mandato misionero («como ovejas entre lobos», Mt 10,16; «no pedir fuego del cielo», Lc 9,54), la propagación de la doctrina cristiana por medio de la violencia no puede justificarse.

 

Mientras los cristianos estaban en minoría y en la ilegalidad y eran, por tanto, perseguidos, hubieron de comportarse así por necesidad. Después, tras la liberación de Constantino, los obispos y con ellos las comunidades y la Iglesia como tal empezaron a poseer poder público y a gozar de todos los derechos civiles, es decir, todos los derechos exigibles[3]; y en seguida surgió en una u otra forma la tentación de la violencia. A veces, demasiadas veces, en su celo por la verdad no practicaban lo bastante el precepto del amor, tanto si se trataba de paganos como de herejes o judíos. Entre los propugnadores de la violencia encontramos monjes, obispos e incluso a las «masas», que, por ejemplo, se apoderaron alborotadamente de una iglesia que debía ser entregada a los arríanos.

 

Tampoco faltan, por otro lado, personalidades eclesiásticas que rechazan el empleo de la fuerza. Ambrosio, es cierto, con ayuda de la multitud excitada intervino contra la usurpación de una iglesia por parte de los arríanos y declaró legítima la destrucción de una sinagoga, pero también se pronunció a favor de la excomunión de los obispos galos que habían aprobado la muerte de los herejes; la misma postura descubrimos en el papa Siricio y en Martín de Tours (cf. también la postura de Agustín y de Jerónimo acerca de la verdad)[4].

 

3. Así, pues, la Iglesia imperial nació. Se le ofrecían muy distintas posibilidades de acción, se le presentaban otros cometidos. Pero también el Estado, sobre todo en la «sacra» figura del emperador, disponía ahora de nuevos medios de intervención en la vida interna de la Iglesia. En la gigantesca polémica en torno al arrianismo y al monofisismo, como también al nestorianismo, experimentaremos hondamente esta infausta intromisión (§§ 26 y 27). Al mismo tiempo el imperio iba perdiendo cohesión: Oriente y Occidente comenzaron a tener objetivos diferentes. A esto contribuyó poderosamente la oposición eclesiástica entre el Occidente atanasiano y el Oriente arriano. Ambas mitades del imperio perdieron extensión; los pueblos limítrofes paganos y heréticos (¡los germanos!) fueron avanzando. En el 395 el imperio se divide. Y en el año 410 Roma es saqueada por los visigodos de Alarico. Las tropas romanas se retiran de Bretaña y del Rin. Las Galias, España y África pasan a poder de los germanos. El papa León (451) salva a Roma de Atila. En el 455 se produce un nuevo saqueo de Roma por Genserico. En el 476, el germano Odoacro depone a Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente. Paralelamente, como consecuencia lógica de esta transformación, sobreviene la sintomática extinción interna del paganismo, no sin antes recibir algunos contragolpes, pero también sin dejar de sobrevivir en bastantes detalles y en el subconsciente de muchos.

 

a) En este entorno básicamente modificado, susceptible aún de sucesivas transformaciones, en el que las fuerzas de la Iglesia ya no se empleaban en la lucha por la existencia, la vida interior de ésta pudo desarrollarse con una autonomía mucho más fructífera. De ahí la segunda característica de este período: en Oriente como en Occidente se inicia la primera gran época de la teología, como también de la lucha contra la herejía. En la historia de la Iglesia se suceden los grandes concilios ecuménicos (las controversias trinitarias y cristológicas, las Iglesias heréticas y los cismas del nestorianismo y del monofisismo). A la par, con este perfeccionamiento de la doctrina avanza también la estructuración de la constitución eclesiástica, de la liturgia y del arte (especialmente importante en Oriente).

 

b) Ciertamente, el final de esta época no puede fijarse en el año 476, a partir del cual ya no hubo emperadores romanos de Occidente. Entre la Antigüedad y el Medievo media una zona de transición: se caracteriza por el largo proceso (interceptado por fuertes movimientos de retroceso) de disolución interna y externa del Imperio romano y su cultura, durante el cual paulatinamente se abren camino y configuran las estructuras «medievales».

 

§ 21. CONSTANTINO, PRIMER EMPERADOR CRISTIANO

 

Observación preliminar. La historia no debe ocuparse primariamente del mérito o demérito personal de los que en ella intervienen, sino de su actuación histórica. Pero en la historia de la Iglesia esto no tiene plena validez; el cristianismo asienta categorías absolutas conforme a las que se ha de juzgar toda la acción de sus adictos, independientemente del éxito constatable. Así, en la historia de la Iglesia es importante, y hasta necesario, preguntarse por la fe y la moralidad individual de una persona; aunque siempre se ha de distinguir esto de su función histórica. Sólo de esta manera se puede llegar a un exacto conocimiento de los hechos y a una interpretación del sentido de la historia, aunque sea a través de eventuales contradicciones, cuando, por ejemplo, una personalidad ético-religiosa no es del todo consecuente, bien sea en sí misma, bien sea en el ejercicio de su poder histórico.

 

En Constantino se evidencia sobremanera la gran utilidad de este criterio metódico. Es poco menos que imposible determinar exacta y definitivamente el grado de pureza de su cristianismo. Pero esto no empece nada para afirmar sin ningún género de duda que su figura fue de vital importancia para la historia de la Iglesia, para la expansión del cristianismo y para su estructuración interna.

 

1. Constantino el Grande nació en el año 280; era hijo de Constancio Cloro, que fue César de Diocleciano y luego Augusto de Occidente. Su madre, Elena, venerada más tarde como santa, era de origen humilde, pero una mujer eminente. Influyó sobremanera en la política religiosa de su hijo. Fue soberano absoluto desde el año 325 hasta su muerte, en el 337.

 

2. La victoria de Constantino en el Puente Milvio en el año 312 (§12) fue atribuida tanto por los paganos como por los cristianos a una especial ayuda del cielo. Posteriormente, el mismo Constantino aseguró bajo juramento a Eusebio de Cesarea (el historiador de la Iglesia) que antes de la batalla había visto sobre el sol, ya en su ocaso, una cruz con la inscripción: «Con este (signo) vencerás». Constantino, en efecto, mandó grabar la cruz en los escudos de los soldados. Parece ser que también hizo engalanar su propia bandera con el monograma de Cristo. El vencedor mandó erigir en el Foro de Roma su propia estatua con la cruz.

 

El relato de Constantino se ha de reconocer como auténtico. Pero se discute la historicidad de los hechos, principalmente por la contraposición de las fuentes (Eusebio no lo menciona en su historia de la Iglesia; en cambio, sí lo hace en su biografía de Constantino, bastante posterior). En tiempos recientes tal historicidad vuelve a ser defendida con insistencia. Para enjuiciarla hay que tener presente: 1) el culto al sol practicado antes por Constantino; 2) el relato de Constantino aparece en una época posterior, cuando, desde el punto de vista de la Iglesia, ya se sentían intensamente los magníficos efectos de la victoria de Constantino, cosa que en el año 313 y siguientes no era tan clara. Entonces Constantino aún tenía que afirmar y ampliar su posición. Sólo la derrota de su cuñado Licinio, que nuevamente había molestado a los cristianos (Constantino lo mandó matar en el año 325), le dio la total soberanía, libre ya de peligros. Desde este momento intervino decididamente a favor del cristianismo.

 

3. La victoria del año 312 no hizo todavía de Constantino un cris­tiano. No obstante, el historiador debe aquí hacer un alto: está sucediendo algo de incalculable importancia para la ulterior historia de la humanidad.

 

a) En lo que respecta a la persona de Constantino puede decirse que con la victoria del Puente Milvio se realizó en él (o por lo menos se inició) un cambio, para el que ya estaba interiormente preparado: en la casa paterna ya se tenía simpatía por el cristianismo; su padre no persiguió a los cristianos; y, como éste, Constantino antes de su conversión, como hemos dicho, adoraba al «invicto dios-sol» (Sol invictus), una forma de monoteísmo.

 

Por otra parte, Constantino permitió que continuase el culto a los dioses estatales, siguió siendo él Pontifex Maximus y consintió ser representado como el dios-sol, Helios. De hecho, su comportamiento y su lenguaje fueron a veces de doble sentido, equívocos, hasta el punto de que también los paganos podían reclamarlo como uno de los suyos.

 

No obstante, no sería legítimo dejar rotundamente a un lado, a la ligera, las insistentes afirmaciones de Eusebio en su biografía de Constantino sobre la fe cristiana de su héroe (a quien glorifica sin reparos). En la noticia de que él había leído la Biblia no hay nada de increíble. ¿Llegó a predicar realmente? ¿O Eusebio se refiere únicamente a sus alocuciones, profundamente religiosas, ante la asamblea de los obispos del Concilio de Nicea?

 

Debemos asimismo admitir en justicia que tampoco era posible una ruptura total con todo el pasado pagano, vigente durante la formación del imperio, y lo mismo con el culto al emperador. Para eso estaba la estructura e historia del imperio excesivamente arraigada en el politeísmo, y el poder imperial demasiado ligado a su exaltación sobrehumana.

 

Pero sucedió algo muy significativo; se llevó a cabo una interpretación cristiana del culto al emperador, dándose diversas explicaciones, que fundamentaron e incluso configuraron la imagen del emperador-sacerdote: Constantino como nuevo Moisés, como obispo, vicario de Cristo, santo, igual a los apóstoles.

 

b) A esto se añade, además, que Constantino hizo por la Iglesia cosas verdaderamente importantes. Hacer, por ejemplo, que el cristianismo se convirtiera en la fuerza inspiradora de toda la vida del imperio lo delataba como un político de visión amplia y realista. Había vivido muchos años en Asia Menor, el país más cristiano del mundo. Conocía la fuerza interior de la Iglesia y en el cristianismo descubrió la gran potencia constructora del futuro. Conocía también la fatal descomposición interna del Estado. El Estado era de estructura pagana y por eso mismo estaba en contradicción con las fuerzas más progresivas de la época, es decir, con el cristianismo, al que en parte ya se había adherido lo mejor de la intelectualidad del imperio. Constantino se puso del lado del futuro. Para nosotros es evidente que ese futuro no podía consistir en una restauración de las formas del viejo imperio, pero Constantino todavía abrigaba esa esperanza.

 

c) La decisión se le hizo más fácil a Constantino gracias a la oposición política de sus colegas imperiales, que combatían por el paganismo (hasta el año 323 se da en Oriente todo tipo de opresión contra los cristianos, incluso la persecución abierta). Desde el momento en que Constantino llega a ser el soberano absoluto, deja de haber inscripciones paganas en las monedas, llegándose a tomar medidas drásticas contra el paganismo, no obstante la tolerancia religiosa de que gozaba. Y en el año 324 Constantino expresa el deseo de que todos sus súbditos renuncien a la incredulidad pagana y acepten la fe en el Dios verdadero.

 

4. Con el llamado Edicto de Milán del año 313, cada uno gozó de la libertad de elegir la religión que quisiera. La Iglesia quedó libre; hubo que restituirle todo lo que le había sido arrebatado en la persecución de Diocleciano. El clero fue dotado de privilegios (como los que desde antiguo poseían los sacerdotes paganos), a los obispos les fueron otorgados los mismos derechos y honores que correspondían a los senadores, la Iglesia fue reconocida como persona jurídica (capaz de aceptar legados). De esta manera el Estado, prácticamente, admitió junto a sí (sin calcular el enorme alcance de esta medida) una sociedad universal; éste fue de hecho el primer reconocimiento estatal, inaudito en toda la Antigüedad, de la división de la vida humana en dos esferas autónomas (política y religión, Estado e Iglesia), tal como Jesús lo había expresado: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21; véase más adelante). Por su trascendencia, entonces aún imprevisible, y sus. repercusiones históricas, el Decreto de Milán es el edicto de la libertad de conciencia.

 

Esto no significa que la libertad de conciencia estuviera realmente garantizada (cf. el trato dado a los paganos y herejes) ni que la Iglesia obtuviera entonces la plena independencia del Estado. De acuerdo con la inveterada tradición aún vigente, ambas estructuras siguieron estrechamente vinculadas entre sí; sólo al cabo de un largo proceso evolutivo pudo adquirirse la conciencia de la independencia de la Iglesia del poder imperial, que todo lo dominaba. Delimitar el ámbito de uno y otro poder habría de constituir una de las grandes tareas de la historia ulterior, no sólo hasta el término de la lucha de las investiduras, sino, bajo otras formas y por diversos motivos, hasta el día de hoy. En aquel tiempo fue ante todo la fe en el Dios operante a través del emperador la que por medio de Constantino obtuvo una impronta cristiana. De este modo quedó asentado el dogma político del emperador como señor de la Iglesia, que también está presente en la evolución del Imperio bizantino. Y así surgió la primera forma de eclesialismo estatal, que luego, con Justiniano, desembocó en un acusado cesaropapismo.

 

Constantino no persiguió al paganismo. Es cierto que el culto pagano fue prohibido en parte (por inmoral), pero sin perjuicio de la tolerancia religiosa. Constantino trató ante todo de impedir que el pueblo fuese explotado por medio de la superstición pagana. Cuando tuvo lugar la destrucción de los lugares del culto pagano se trató más bien de una deplorable reacción del pueblo cristiano, hasta entonces oprimido.

 

5. Como la vida de los cristianos ya no se veía amenazada por ningún peligro, la imagen exterior de la vida pública cambió rápidamente. La transformación fue enorme; parecían cumplidas las más atrevidas esperanzas. Pero aún habría de probarse de mil maneras que el paganismo todavía no estaba muerto.

 

a) Los más importantes puestos del Estado, de los cuales dependía absolutamente la organización de la vida pública, están ahora ocupados por los cristianos. El domingo, perenne recuerdo de la gloriosa resurrección del Señor, se celebra con todos los honores (legalmente es día de descanso a partir del año 321); el signo de la redención hace su entrada en la vida pública. En el año 315 queda abolida la crucifixión, en el 325 quedan prohibidas las luchas de gladiadores como forma de castigo. También, en otro sentido, se hace más humano el derecho de disposición y de castigo sobre esclavos y niños. Toda una serie de leyes trata de proteger la vida familiar y la moralidad pública. En el año 319 se prohíben los sacrificios paganos privados. En las monedas aparecen emblemas cristianos. No obstante, Constantino aún prohibió que se molestase a los ciudadanos paganos por causa de sus creencias.

 

La vida religiosa interna de los cristianos se expande hacia fuera vigorosamente: las iglesias se multiplican (§ 31), los templos paganos son desatendidos, el culto cristiano se vuelve más rico (sirviendo de modelo las fastuosas ceremonias de la corte imperial). Constantino manda construir una iglesia en Constantinopla (en cuyo lugar Justiniano erigirá más tarde la «Hagia Sophia», santa Sofía) y la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén, la basílica del Redentor en Roma, la magnífica rotonda, hoy santa Constanza, como mausoleo para sus hijas[5] y, sobre todo, con los materiales del circo de Nerón y en su mismo emplazamiento, la antigua basílica de San Pedro, que se mantuvo en pie durante toda la Edad Media hasta el principio del siglo XVI.

 

Todo eso significaba mucho más que un acto de munificencia y mecenazgo; era una manifestación de fe cristiana ante el mundo entero; era la glorificación de los mártires sacrificados por el Estado romano, el reconocimiento de la victoria del primer obispo de Roma sobre el Estado perseguidor de parte, precisamente, de ese mismo Estado romano.

 

Constantino regaló al papa romano el palacio de Letrán; de esta manera el obispo de Roma alcanzó un puesto destacado en el orden social y terreno, que fue asimismo importante para su prestigio eclesiástico.

 

b) Sin embargo, el principal mérito de esta cristianización de la vida no corresponde sólo a los emperadores. Se debe atribuir ante todo a la fuerza interna de la nueva religión. Con todo, hasta una cristianización relativamente completa todavía había mucho camino por andar; los cristianos no dejaban de ser una minoría en el imperio, y al paganismo, no obstante su lenta descomposición interna, no le faltaba fuerza para resistir tenazmente y hasta para reconquistar —momentáneamente— el terreno perdido (§ 22).

 

Aparte de esto, la afluencia de grandes masas a la Iglesia cristiana no dejó de tener naturalmente consecuencias negativas; ahora ser cristiano ya no representaba un peligro, sino una ventaja. Con lo cual el nivel religioso y moral descendió. Más amenazadora aún fue la aceptación, poco menos que inevitable, de ciertos usos y costumbres populares paganos, que si bien fueron «bautizados» por la Iglesia, no pudieron conjurar el latente peligro de la supervivencia de los elementos paganos primitivos (siguieron existiendo, por ejemplo, las fiestas paganas, aunque con signo cristiano).

 

c) Poco menos que imposible de valorar en toda su amplitud es el hecho de que la Iglesia, con y por Constantino, comienza a conformarse y adaptarse al modelo del imperio. En lo positivo y en lo negativo. Que la Iglesia estuviera dominada en gran parte por el Estado habría de ser fuente de muchos inconvenientes y deficiencias. Y como este dominio se desarrolló y se ejerció en forma de cesaropapismo, surgió el peligro de que todo lo que dentro o fuera del imperio apareciese como más o menos hostil a él hubiera de ser considerado a la vez como contrario a la Iglesia imperial, porque se sospechaba que podría ser instrumento de intereses políticos.

 

Y aún más peligrosa fue la infiltración de la política en la misma Iglesia. En el Oriente esta situación se creó no sólo en contra de la antigua Roma, sino también en contra de Alejandría. Y, en el Occidente, la renacida Iglesia imperial del Medievo, en parte secundando y en parte combatiendo al imperio occidental, hubo de desarrollar a la par que padecer este pensamiento político-eclesiástico en sus formas particulares de fuerza política y económica.

 

6. Constantino es llamado con razón el Grande, pero no fue un santo, aun cuando la Iglesia griega lo venere como tal el mismo día que a su madre, santa Elena. Sus crueldades y los homicidios de sus parientes más próximos no admiten paliativos de ninguna clase. El miedo a sus competidores por el trono le dominó de forma desenfrenada, pagana, y mandó eliminar a todos los que podían reivindicar cualquier derecho de sucesión al trono. Que no se hiciera bautizar hasta poco antes de su muerte (lo mismo que su hijo Constancio, muerto en el año 361) puede explicarse en parte por la lamentable costumbre de entonces. Más grave es el hecho de que más de una vez hiciera causa común con los arrianos[6] y los donatistas contra la libertad de la Iglesia[7] y acariciase la idea de fundir todas las religiones en una.

 

7. Uno de los actos de mayores consecuencias de Constantino fue la erección de una capital en Oriente; engrandeciendo y embelleciendo Bizancio creó Constantinopla (ciudad de Constantino). Bizancio no había tenido hasta entonces ninguna importancia política ni cultural. Y lo mismo puede decirse de su posición en la Iglesia: no había sido ninguna fundación apostólica, no tuvo obispo hasta el año 315 y éste era sufragáneo de Heraclea. Con la ampliación y elevación de Bizancio, la acción de Diocleciano, que había trasladado su residencia al Oriente, quedó definitivamente ratificada.

 

Es interesante hacer notar que, en cierto sentido, se tuvieron en cuenta las circunstancias culturales efectivas. Pues en el helenismo primitivo los súbditos superaban al vencedor. El potencial espiritual del Oriente era enorme, y eso explica la fuerza de atracción que ejerció sobre Roma y el Occidente entero hasta el siglo VIII.

 

La fundación de Constantinopla significó: a) la creación de una ciudad cristiana en la que desde un principio no hubo sacrificios paganos, mientras que en Roma continuaba el culto idolátrico; b) la liberación de Roma y del papado de la cercanía de los emperadores, tan peligrosa para la libertad de la Iglesia; pero también c) que la sede episcopal de la nueva residencia dependiera completamente del emperador y, finalmente, d) que se creara un centro eclesiástico en Oriente que naturalmente habría de convertirse en rival de Roma, acelerando y ahondando así el alejamiento de la Iglesia oriental y occidental y preparando, en consecuencia, la separación posterior.

 

Ya en el segundo concilio ecuménico, precisamente en Constantinopla (381), se hicieron notar las repercusiones de la exaltación política en la postura eclesiástica: aquella sede episcopal, tan joven aún, obtiene la primacía de honor después de Roma, porque «esta ciudad es la nueva Roma». Así, crasamente, las categorías mentales políticas son trasplantadas al ámbito eclesiástico y utilizadas para la constitución de la Iglesia.

 

8. Esto es tanto como decir que en Oriente se implantó el cesaropapismo. Entre tanto, los papas romanos, que hasta la alianza de Esteban II con Pipino (752-753) habían sido súbditos políticos del emperador romano de Oriente, se convirtieron en paladines de la libertad de la Iglesia; casi ininterrumpidamente se opusieron a las presiones imperiales, a menudo en medio de gravísimos apuros económicos y políticos. Al mismo tiempo se convirtieron en guardianes de la ortodoxia de la fe proclamada por los concilios ecuménicos de Oriente. Esta afirmación es exacta, aunque desde luego no silenciaremos las excepciones que se deben mencionar (Honorio, § 27).

 

Es indiscutible que muchas veces al clero oriental le faltó el necesario sentido de la independencia. Mas no se debe olvidar, a la hora de enjuiciarlo, que el obispo y (desde el año 381) patriarca de Constantinopla era totalmente dependiente del emperador. La sede episcopal era creación del emperador y el obispo un «advenedizo», mientras que Roma tenía su propia tradición apostólica secular. No obstante, figuras como Atanasio y Crisóstomo (§ 26) ponen de manifiesto también en Oriente la fuerza de la libertad eclesiástico-cristiana. E igualmente en Occidente un hombre como Ambrosio está (ante el emperador Teodosio) animado del mismo espíritu.

 

§ 22. EL EMPERADOR JULIANO Y LA REACCIÓN PAGANA

 

1. El paganismo no había muerto. Tradiciones antiquísimas no desaparecen sino poco a poco. Especialmente esos núcleos sociales en los que tales tradiciones suelen estar más arraigadas, las antiguas familias nobles, aún estaban adheridas a la vieja religión, bajo la cual había surgido la gloria del imperio. No se debe olvidar que bajo Teodosio († 395), que constituyó a la nueva fe en religión del Estado (§ 23), aún eran paganos la mitad de los súbditos del imperio.

 

También determinadas profesiones fueron centros de resistencia a la cristianización. Para los sacerdotes y los maestros superiores (también los artistas) estaba en juego su existencia. Justamente aquí demostró el nuevo Estado (en parte también por necesidad) una singular falta de lógica, que, por otro lado, trajo consecuencias ventajosas para el patrimonio cultural del Medievo: las más célebres escuelas superiores y la casi total instrucción de las clases más elevadas fueron dejadas en manos de maestros paganos[8] y durante cierto tiempo continuaron siendo provistos los cargos sacerdotales paganos. El esplendor sin igual de las obras culturales del paganismo siguió ejerciendo su maravillosa fuerza de atracción.

 

Del mismo modo que la eventual persecución sangrienta del paganismo contribuía por otra parte a provocar una resistencia más tenaz, así también las funestas escisiones ocasionadas por las herejías en el cristianismo (§§ 26 y 27) disminuyeron por otro lado su fuerza interna y su prestigio externo.

 

2. El paganismo recibió en el siglo III, especialmente entre las personas cultas, nuevo esplendor, renovada fuerza de atracción y un verdadero robustecimiento interior por medio del neoplatonismo[9]. Se trata de una filosofía religiosa idealista o también de una religión filosófica, la última gran creación del genio griego. Reinterpretando y profundizando la antigua religión popular pagana, se logró otra vez un renacimiento real del paganismo. Su mayor éxito en concreto fue ganarse al emperador Juliano (también san Agustín pasó por este sistema).

 

3. Juliano el Apóstata (361-363). La brutalidad homicida que empaña la imagen de Constantino el Grande fue heredada por sus tres hijos. Arrastrados por el miedo a sus competidores, igual que su padre, eliminaron a sus parientes varones, excepto sus dos primos más jóvenes, Galo y su hermano Juliano. Cuando Constancio fue soberano absoluto, mandó matar también a Galo, al que él mismo primeramente había nombrado César, mientras que a Juliano, a instancias de la emperatriz, le fue perdonada la vida y pudo continuar su actividad en el servicio monástico eclesiástico, donde se le había confinado. Es comprensible que esta obligada profesión le hiciese no sólo antipática, sino hasta odiosa la religión a la que aquélla iba unida, la religión profesada por el asesino de su padre. Y, viceversa, pudo parecerle más simpática la religión pagana que aquél había perseguido. Además, el trajín de los obispos arríanos de la corte, así como la desunión de los cristianos, no hubo de causarle buena impresión.

 

Sin embargo, la causa principal de su distanciamiento del cristianismo (que por lo demás sólo conocía en la viciada forma del arrianismo) fue el influjo pagano de sus maestros. En particular el neoplatónico Máximo despertó su entusiasmo, siendo aún estudiante, por la antigua filosofía. A los veintidós años abjuró secretamente del cristianismo y se hizo iniciar en los misterios eleusinos. Llegó su hora cuando Constancio lo hizo César y lo envió a la Galia. Allí hizo cosas tan sobresalientes que sus tropas lo proclamaron Augusto. La lucha contra el odiado Constancio se hizo con ello inevitable. La muerte de éste, ocurrida antes del desenlace bélico, convirtió a Juliano en soberano absoluto.

 

Juliano, siendo emperador, apostató también públicamente. Se adhirió al paganismo y se propuso seriamente hacerlo renacer.

 

4. Juliano era lo bastante inteligente como para no provocar una persecución sangrienta, ya que los mártires sólo hubieran favorecido a la Iglesia. Sin embargo, llegó a haber martirios, debido al furor de la plebe pagana, al capricho de ciertos gobernadores y a la ira del emperador contra cristianos particulares. No menos vituperable es el modo ambiguo, insidioso y mezquino con que Juliano trató de conseguir subrepticiamente de los cristianos la adoración externa de los dioses so pretexto del culto debido al emperador.

 

Privó al cristianismo y a la Iglesia de todos los privilegios de que habían gozado desde Constantino y que, evidentemente, tanto habían favorecido su desarrollo. También trató de debilitar espiritualmente a la Iglesia, prohibiendo que en las escuelas cristianas se enseñara el patrimonio cultural del paganismo. Promovió todo lo que pudiera hacerle competencia a la Iglesia, fuesen sectas cristianas, fuese el judaísmo o el paganismo.

 

Fijó su atención principal en revivificar el paganismo. Su trabajo fue en este sentido un reconocimiento indirecto de la superioridad del cristianismo, al mismo tiempo que demuestra la seriedad moral con que se dedicó a dicha tarea. Lo que él perseguía era un paganismo cristianizado. En los templos paganos, tras su reapertura, debía oficiar un sacerdocio con altas exigencias de pureza, piedad, instrucción y amor al prójimo; el culto debía restaurarse con gran pompa y ser más fecundo religiosa y moralmente mediante la predicación, y otro tanto debía cuidarse la caridad. La orden dada por Juliano de reconstruir el templo de Jerusalén y promover el judaísmo en general fue una tentativa consciente de reducir ad absurdum las profecías cristianas. El mismo participaba todos los días en el sacrificio pagano y trató también de activar sus planes como orador y escritor.

 

5. El ensayo de Juliano no pasó de ser un episodio. Ya en el año 363, apenas cumplidos los treinta y dos años, entró en guerra contra los persas. Nadie es capaz de imaginarse las inmensas dificultades que hubieran podido acarrear al cristianismo las «magníficas cualidades» del Apóstata, como dice san Agustín. Pero su aparición es sumamente instructiva para conocer la situación histórica de la Iglesia en aquel tiempo. Nos permite de un solo golpe de vista descubrir claramente los peligros que bajo aquellas condiciones religioso-culturales acechaban a la Iglesia.

 

Incluso en el caso de Juliano, nada nos autoriza a ver en él solamente lo erróneo y negativo y pasar por alto lo positivo. Como César de las Galias, levantó nuevamente esta provincia con medidas prudentes y justas, y como emperador implantó la austeridad, la justicia y la objetividad en la administración y legislación del imperio. Que a pesar de estos valores y de estas al menos parcialmente acertadas medidas no lograse imponer su criterio ni sofocar al cristianismo, demuestra mucho mejor la fuerza de la Iglesia de Cristo que si ésta hubiera tenido que resistir a un nuevo Nerón.

 

§ 23. EL CRISTIANISMO COMO RELIGIÓN DEL IMPERIO

 

1. Constantino había abierto al cristianismo el camino de la vida pública, poniéndolo en situación de convertirse en religión del imperio. Tanto por su íntimo impulso misionero como por el apoyo de los emperadores, la Iglesia fue poco a poco realizando esta tarea. Una a una fue convirtiendo a todas las regiones del imperio a su gozoso mensaje; progresivamente fue transformando sus organizaciones en una estructura conclusa de considerable importancia política. Los emperadores, tanto por sus ideas cristianas como por prudencia política, aprobaron y favorecieron esta evolución, por un lado apartándose del paganismo y restándole su apoyo moral y material y por otro prestándoselos cada vez más al cristianismo y a la Iglesia; el cristianismo pasó de ser una religión equiparada al paganismo a ser la única reconocida por el Estado.

 

2. Con esto, al joven cristianismo se le presentaba una nueva tarea: surgió el problema de cómo llevar a cabo las tareas políticas según la doctrina de Cristo.

 

a) Como este problema no había existido para la comunidad primitiva (el Estado y sus dirigentes eran paganos), las reflexiones de la ética y el orden políticos no podían tener más que un escaso eco en los escritos del Nuevo Testamento (cf. Mt 22,21; Rom 13,1). Pero ahora había que dar una respuesta sobre qué ideal había que predicar a los cristianos que podían o debían actuar políticamente y qué forma debían revestir las relaciones de estos hombres con los obispos, sucesores de los apóstoles: ¿cómo tienen que habérselas dentro de la Iglesia los obispos y el emperador?

 

b) Dado que los emperadores habían conseguido y garantizaban la libertad de la Iglesia, dado que además concentraban en una sola mano toda forma de determinación política, mientras que el episcopado andaba a menudo desunido, se encontraban de primeras en una situación ventajosa; aparte de esto, y en especial frente a los sucesores de Pedro, los obispos de Roma, podían remitirse al hecho de que toda autoridad procede de Dios (Rom 13,1) y, por consiguiente, se debe obedecer a los emperadores. Por eso, y por encima de la antigua tradición pagana, consideraron como competencia suya poner orden en los asuntos eclesiásticos, siempre en colaboración con el episcopado, pero preferentemente según la voluntad del emperador. A este respecto, pronto se hizo referencia al pueblo de Dios del Antiguo Testamento y a la actuación de los reyes en él[10].

 

c) Esto no puede en modo alguno excusar sus múltiples intervenciones, pero puede esclarecer ese convencimiento fundamental sin el cual no es posible comprender la historia de la Iglesia en las postrimerías de la Antigüedad (ni en la Edad Media): los soberanos cristianos (y los estadistas, añadiríamos hoy), en cuanto dirigentes políticos de la cristiandad, tenían una misión histórico-salvífica. Su objetivo, objetivo que deben cumplir en directa responsabilidad ante Dios, es la realización de la virtud cardinal de la justicia, que en la Escritura se menciona más de ochocientas veces. En este tiempo el rey justo (rex justus) es el soberano querido por Dios, que si bien debe respetar el ámbito del sacerdocio, ostenta no obstante una alta dignidad en la Iglesia.

 

Obviamente, por tanto, los emperadores se arrogaron, por ejemplo, un amplio poder sobre los concilios o pronunciaron la palabra decisiva en las controversias doctrinales de la época. Su palabra —palabra de seglares— tenía una notable importancia espiritual.

 

3. Esta evolución, acompañada de una creciente represión legal, y en parte también ilegal, del paganismo, la completó Justiniano (527-565). El, en quien por última vez se unió el imperio de Oriente y de Occidente (entonces [¿547?] ya san Benito había terminado sus días), marca el punto culminante del cesaropapismo. Justiniano, el emperador del derecho, declara a los no bautizados fuera de la ley y a los herejes inhábiles para desempeñar cualquier cargo. Con ello está ya básicamente expresada la concepción medieval de que sólo el católico es un ciudadano completo, y que todo ataque a la fe o a la Iglesia significa asimismo un ataque al Estado. Esta idea se fue poco a poco condensando en la extensa legislación contra los herejes (Codex Theodosianus, 428). Entre los teólogos fue Agustín ante todo el representante más influyente de la idea de que el Estado no sólo tiene la obligación de proteger a la Iglesia, sino también el deber de obligar a los otros, los herejes, a que acepten la verdad (interpretando exageradamente Lc 14,23). También Ambrosio, a quien en otro contexto hemos conocido en su aspecto contemporizador, propugna la destrucción de las sinagogas, porque «no puede haber ningún lugar donde Cristo sea negado» (cf. también § 21).

 

§ 24. DESARROLLO DE LA ESTRUCTURA DE LA IGLESIA

 

1. El paganismo y con él el Imperio romano, básicamente pagano, no desaparecieron sin haber dejado en su mayor parte a la Iglesia, la potencia del futuro, todo lo valioso que poseían. Lo mismo que los grandes y pequeños escritores eclesiásticos se habían nutrido abundantemente de la riqueza espiritual del paganismo (conocimientos filosóficos y literatura), así también pasaron a la Iglesia las formas constitucionales del imperio. Esta fue la última gran gesta del decadente imperio universal. No pecamos de exagerados al ponderar su decisiva influencia sobre la nueva unión política y político-eclesiástica que habría de conseguirse más tarde como presupuesto básico del futuro Occidente tras la disgregación de la antigua unidad.

 

La Iglesia desarrolla su estructura fundamental instituida por Cristo siguiendo la constitución del imperio en los siguientes elementos y formas:

 

a) Las comunidades cristianas al principio fueron exclusivamente comunidades urbanas, bajo un solo obispo (§ 18). De esta manera la zona urbana (civitas), o bien la parroquia urbana (parochia), era lo que más tarde se llamó diócesis o sede episcopal; las zonas circunvecinas, que generalmente eran evangelizadas desde la ciudad, estaban naturalmente sujetas a su vigilancia espiritual. Para este fin, acabadas las persecuciones, se designaron obispos rurales[11], en cuyo lugar actuaron después sacerdotes por encargo del obispo. En el Oriente, desde muy pronto, algunas iglesias urbanas fueron confiadas a los presbíteros. Cuanto más se difundía el mensaje cristiano y cuanto mayor y más variada era la actividad de los sacerdotes en el campo, tanto más independientes se hicieron ambos: las parroquias rurales y los párrocos. El establecimiento de parroquias rurales tuvo lugar en Occidente hacia los siglos V-VI. Por subdivisión de estos distritos se multiplicaron las parroquias, al mismo tiempo que el presbítero que al principio estaba al frente de la única parroquia (arcipreste) ganaba una cierta autoridad. En las ciudades, hasta el siglo XI, la liturgia eucarística la celebraba sólo el obispo, acompañado de los presbíteros.

 

b) Los eclesiásticos eran ordenados para una iglesia determinada y en ella debían permanecer. Generalmente, también era el sacerdote de esta iglesia quien les formaba.

 

A partir del siglo V eran admitidos al estado clerical solamente los libres. (Prescindimos aquí de la evolución medieval). Por el contrario, en los primeros siglos también eran diáconos y presbíteros los esclavos y los libertos; el papa Calixto I (217-222) había sido esclavo. León I prohibió expresamente que un esclavo fuera nombrado obispo. Como motivo aduce que el que ha de obligarse al servicio divino debe estar libre de otras obligaciones. Este cambio de actitud vino condicionado por la incorporación de la Iglesia a la sociedad y al Estado, pero no fue, ni mucho menos, una muestra de profundización y realización del espíritu evangélico.

 

Los eclesiásticos vivían del trabajo de sus manos (artesanía y agricul­tura; el comercio estaba al principio autorizado, pero luego fue prohibido), pero todos participaban de los bienes eclesiásticos, que crecían rápidamente. A esto se han de añadir los diezmos.

 

c) La provincia eclesiástica correspondía a la provincia estatal con su gobernador a la cabeza. El obispo de la capital (metrópoli) se convirtió en metropolitano, y a él correspondía un cierto derecho de vigilancia sobre los obispos de la provincia. Convocaba los sínodos provinciales en su ciudad y los presidía. El Concilio de Nicea, por ejemplo, dictó normas sobre las atribuciones del metropolitano.

 

d) Finalmente, también en la Iglesia oriental se llegó a una amplia uniformidad. A imitación de las diócesis del imperio con su gobernador imperial al frente, se crearon allí exarcados o patriarcados. Eran iglesias cuya tradicional influencia se extendía desde antiguo más allá de la provincia (lo mismo que el poder jurídico de las respectivas ciudades también dominaba políticamente los territorios limítrofes): Antioquía y Alejandría. A éstas se añadió más tarde Constantinopla y en el año 451, durante el Concilio de Calcedonia, Jerusalén.

 

En Occidente no existió esta división: el papa era considerado el patriarca de Occidente. Lo cual fue muy importante para la unidad de la Iglesia occidental.

 

2. El obispo dirigía la vida entera de la comunidad. En las ciudades había desde hacía mucho tiempo una domus ecclesiae: casa de Dios, casa de la comunidad, casa del obispo. Todavía en el siglo IV no encontramos en las ciudades más que una sola iglesia, la del obispo. El obispo era también el alma de la actividad caritativa. Ya en el siglo IV ejercía sobre los eclesiásticos una jurisdicción reconocida por el Estado. El mismo emperador Justiniano, cuando se trataba de una querella contra un eclesiástico, remitía incluso a los seglares al dictamen del juez eclesiástico. En el turbulento período de las primeras migraciones, en todas partes eran los obispos los puntales de la resistencia contra los barbari invasores (§ 33) y después, tras la victoria de éstos, los defensores de la población local frente a los nuevos señores.

 

El obispo no debía ser llamado directamente desde el estado seglar, sino que tenía que recorrer la escala de los distintos ministerios. Su elección la efectuaba el pueblo y los obispos de la provincia, aunque en el Oriente la influencia de la comunidad en la elección decreció rápidamente.

 

En religión, moral, política y economía: en todos los ámbitos de la vida pública crece la influencia del clero. Gracias a su elevada formación y a su influencia sobre el pueblo, los obispos asumen en seguida otros quehaceres superiores, antes desempeñados por funcionarios políticos. El clero hace su entrada en la esfera política. Desde un puesto de servidor de la política poco a poco se eleva, en Occidente, hasta una cierta inde­pendencia frente al Estado. Se anuncia ya la posición del clero en la Edad Media. La postura de san Ambrosio, que apoyado únicamente en su poder espiritual pudo atreverse a prohibir a todo un emperador romano (Teodosio) la entrada en su iglesia y a imponerle una humillante penitencia, muestra la enorme diferencia que por efecto de la potencia espiritual de la sacralidad cristiana media entre las dos épocas, la cristiana y la pagana.

 

Y, por fin, en el año 494, nos encontramos con un pensamiento absolutamente inimaginable para el hombre antiguo. El papa Gelasio I, en una carta dirigida al emperador Anastasio, declara que el poder espiritual es completamente independiente del poder temporal.

 

Esto, por supuesto, era sólo un programa que por muchos siglos ni siquiera en Occidente llegó a realizarse (entre otras cosas porque, de un modo u otro, siguió vigente el sacerdocio real del soberano temporal).

 

3. La necesidad de regular unitariamente las cuestiones disputadas doctrinales, disciplinarias y culturales, así como la de proteger, reforzar o restablecer, por deseo e interés del emperador, la unidad de la Iglesia (¡base de la unidad política!), dio origen a la convocación de sínodos imperiales generales.

 

a) A estas asambleas eran llamados los obispos de toda la ecumene, es decir, de todo el mundo entonces conocido (de ahí el nombre de «concilios ecuménicos»). La convocatoria la hacía el emperador, quien también ejercía un influjo decisivo en su desarrollo. Los órganos estatales cuidaban de la seguridad exterior y del orden. El Estado daba facilidades para el viaje y la estancia. Los ocho primeros sínodos imperiales[12] se celebraron en Oriente, precisamente —lo cual es muy importante— en las cercanías de la residencia imperial. En ninguno de ellos participó un papa directamente; de ordinario solía estar representado por sus legados. En el Concilio de Constantinopla, convocado por Teodosio en el año 381 (un año después de la aniquilación oficial del arrianismo), sólo estuvieron presentes los obispos orientales, sin ninguna representación del papa.

 

Para comprender del todo la función de los concilios en la historia de la Iglesia hay que tener presente que en ellos, sustancialmente, se trataba de problemas dogmáticos y de su formulación teológica, como ya hemos indicado, pero también que su ambiente en ningún caso estaba exclusivamente, ni siquiera principalmente, orientado a lo académico-teológico. Las discusiones tenían un fuerte sello político y político-ecle­siástico; se desarrollaban (sobre todo a partir del siglo V) con toda viveza y colorido entre los partidos e incluso las facciones, que se agrupaban unos en torno al patriarca de Alejandría, otros en torno al obispo de Jerusalén y otros en torno al patriarca de Antioquía o de Constantinopla. En Éfeso, por ejemplo, en el año 431, son las discusiones entre los partidarios de Cirilo de Alejandría y los partidarios de Nestorio de Constantinopla, respaldados por los representantes de la corte imperial, las que dan fuerte relieve al cuadro. En tales discusiones Antioquía era el portavoz de Oriente y Alejandría de Occidente. Necesario es recalcar el entramado político y político-eclesiástico de aquellas discusiones por las enormes consecuencias que de ahí se siguieron para la historia de la Iglesia y especialmente por la escisión que ellas mismas contribuyeron a provocar entre la Iglesia oriental y occidental. El hecho de poner esto de relieve, sin embargo, no debe llevarnos a infravalorar la importancia teológico-dogmática de estos concilios, que nunca será ponderada lo suficiente.

 

b) Importancia especial corresponde al primer Concilio de Nicea (325), convocado por Constantino. Gracias a su decisión respecto a la relación de la divinidad del Padre y del Hijo (§ 26) se salvó la tradición revelada. La divinidad del Hijo, esto es, del Redentor, fue definida como doctrina obligatoria, con lo que quedó afianzada para siempre la base de la teología de la redención. Especialmente con el empleo del término homoousios (consustancial), la cultura griega resultó ser un magnífico sostén de la fe cristiana.

 

Esto vale sin limitación alguna para el Occidente, donde la palabra se tradujo por consubstantialis; en cambio, en el Oriente muchos que confesaban la plena divinidad del Hijo rechazaron precisamente este término no bíblico[13], desde hacía mucho tiempo discutido, pues barruntaban en él cierta concepción modalista (§ 16) en la línea de la ya varias veces condenada doctrina de Pablo de Samosata y de Sibelio (hacia el año 260). El mismo Atanasio mostró al principio cierta reserva respecto a esta expresión. El suceso es altamente significativo, porque nos pone de manifiesto la relación, importantísima para la unidad de la Iglesia como, al revés, para las posibles escisiones, que existe entre doctrina y fórmula doctrinal, entre doctrina y lenguaje. En casi todas las controversias doctrinales de tiempos posteriores, como también en todo intento de superar las escisiones eclesiales y hasta en el actual movimiento Una-Sancta, este problema desempeña un papel extraordinariamente importante. Una y otra vez se puede comprobar que unas mismas expresiones querían decir cosas diferentes; pero también que algunos, con diferentes fórmulas, querían expresar lo mismo que sus adversarios (cf. § 29).

 

4. El patriarca de Occidente, obispo de Roma, cabeza de la única Iglesia apostólica de Occidente, no tenía ningún rival que con parecida autoridad hubiera podido reivindicar su independencia en la línea de una fundación apostólica, como, por ejemplo, Antioquía en Oriente. Por eso pudo, casi sin obstáculos, consolidar su posición como sucesor de Pedro, la piedra fundamental de la Iglesia designada por Jesús. No obstante, también Roma tuvo oponentes eventuales en Cartago (siglo III), Arlés, Milán (siglo VI; véase § 27) y St. Denis (siglo IX); cf. también Aquileya (con título de patriarcado).

 

Los obispos romanos se mostraron como verdaderos vigilantes de la ortodoxia en estos tiempos de controversias sobre la fe. (Las disputas doctrinales de los tres primeros siglos se decidieron casi todas en Roma, por ejemplo, la readmisión de los fornicarios y los lapsi, y otro tanto la controversia del bautismo de los herejes. Otras decisiones deben a Roma su confirmación definitiva, por ejemplo, la fijación del canon de la Sagrada Escritura). La prioridad romana fue solemnemente reconocida por vez primera en el Sínodo de Sárdica (343), al atribuir al obispo de Roma (invocando la fundación de la Iglesia de Roma por Pedro) la facultad de comprobar cualquier deposición de un obispo decretada por un sínodo y, dado el caso, rechazarla.

 

Incluso herejes (como Nestorio y Eutiques) reconocieron indirectamente la importancia y la autoridad del obispo de Roma, al procurar que en Roma sobre todo fuesen atendidas sus opiniones. También los Sínodos de Constantinopla y de Calcedonia confirmaron (en el sentido ya señalado) la alta posición de los obispos de Roma. La duración de los pontificados en estos tiempos era generalmente corta, su número grande y su importancia individual escasa. Muchos fueron los papas que se ocuparon de las controversias contra los herejes (arrianismo, nestorianismo, monofisismo).

 

En esta época no existía todavía una titulación especial para el papa. Toda una serie de calificativos, que más tarde sólo se aplicarían al papa, se aplicaban entonces también a los demás obispos. Sin embargo, a partir del siglo VI la expresión «papa» comenzó a reservarse en exclusiva para el obispo de Roma. Pero la poca trascendencia que este título comportaba respecto a la autoconciencia de los grandes papas queda claramente demostrada con el ejemplo del humilde Gregorio I. Evidentemente hay un contraste abismal, al menos en el plano teórico-abstracto, entre esta postura y la alta conciencia que de sí mismos tuvieron Gregorio VII y muchos de sus sucesores.

 

El gran oponente del papa era el emperador romano. Cuanto más atenazado se encontraba el patriarca de Constantinopla por el poder del emperador, tanto más fácilmente el poder de este obispo, crecido por efecto de las decisiones de los Concilios de Constantinopla y de Calcedonia, comportaba un incremento del poder eclesiástico del emperador. Surgió entonces el peligro de que toda la Iglesia cayese en manos del Estado. Frente a todo ello, el primado del obispo de Roma significaba, en última instancia, nada menos que la salvación de la libertad de la Iglesia. Sin Roma, y considerado desde el punto de vista histórico, no se hubiera dado a la larga un gobierno autónomo espiritual de la Iglesia.

 

4. En este tiempo la figura más significativa en la cátedra de Pedro fue León I el Grande (440-461). Vivió en medio de violentas luchas externas e internas (caída del Imperio, irrupción de los bárbaros, monofisismo). Su figura pervive en la historia por la sublime escena de Mantua (452), donde León, sólo en cuanto jefe espiritual y eclesiástico, desarmado, consiguió la retirada del feroz Atila: impresionante muestra de su eminente grandeza y del poder espiritual por él representado[14]. Era un auténtico romano, representante del imperio, y un verdadero papa; consciente de la misión de Roma y del primado romano y, por consiguiente, hondamente preocupado de ejercer realmente la dirección de la Iglesia universal. En el Concilio de Calcedonia (451), tras un sinnúmero de intrigas por la parte contraria, logró por fin con una de sus célebres cartas dogmáticas (al patriarca Flaviano de Constantinopla) la condena del patriarca de Alejandría y la recusación de su doctrina monofisita. Tras su victoriosa lucha contra el intento de Hilario de Arlés († 449) de crear un gobierno eclesiástico independiente de Roma, Valentiniano III, con su edicto del año 445, le confirmó el primado de la silla de Pedro sobre todo el Occidente. Ningún otro obispo de Roma antes de él había sido tan consciente de este poder espiritual universal. Mas esta conciencia de poder quedó equilibrada en la síntesis católica en conformidad con 1 Pe 5,2: «Sin disminuir la autoridad de los superiores ni reducir la libertad de los inferiores».

 

De León I provienen, además de las mencionadas cartas, tan importantes para la historia eclesiástica y dogmática, una serie de vibrantes homilías de corte clásico.

 

El papa Gregorio Magno (590-604), que aún podría agregarse a esta época, pertenece más bien a la siguiente. Es el primer papa de la Edad Media.

 

5. Echando una ojeada retrospectiva, podemos claramente constatar que la conciencia de los obispos romanos sobre su posición primacial crece con el ejercicio. Pero su evolución no dependió ni propia ni exclusivamente de la posibilidad concreta de imponer victoriosamente la idea de la supremacía papal sobre los demás obispos. La idea defendida por Johannes Haller, según la cual el papado se entiende como una pura categoría política, pasa por alto los datos comprobables del Nuevo Testamento y su correspondiente contenido religioso respecto a la idea y verificación del primado papal. Ciertos supuestos esenciales de la evolución de la familia eclesiástica romana son para sus miembros, por tradición viva e ininterrumpida, evidentes. El extraño que pretenda emitir juicio sobre esta familia debe esforzarse por penetrar en el modo como se entienden esas evidencias y no olvidarlas en el análisis.

 

§ 25. FE Y FORMULACIÓN DE LOS DOGMAS

 

1. Jesús había predicado una fe exclusivamente religiosa en una forma únicamente religiosa. Nos trajo una revelación divina, esto es, nos comunicó unas verdades celestiales que nuestro entendimiento nunca hubiera podido encontrar por sí solo y que tampoco ahora era capaz de comprender en su verdadero sentido. No presentó sus enseñanzas en un lenguaje académico, teórico o abstracto, sino en un lenguaje vivo, ético-religioso, profético.

 

Después de los importantes ensayos de Pablo, el primer teólogo cristiano, y de Juan, también los apologetas, Clemente de Alejandría y Orígenes habían tratado de exponer científicamente la fe. Estos primeros intentos hubieron de quedar incompletos, dado que la lucha por la vida frente al Estado en el fuero externo y contra la gnosis en el interno obligaban a la Iglesia a emplear en defenderse sus mejores fuerzas. Sólo en una Iglesia libre podía disponerse de fuerzas suficientes para resolver la gigantesca tarea de la elaboración teológica de la fe. Este trabajo teológico se efectúa, como todo proceso espiritual, gracias al contraste de las diversas opiniones. Pero por sí mismo también tiende a algo ulterior, a un término que por encima de las opiniones en liza coloca la certeza de la única verdad. Esto es lo que en el orden de la fe ocurre cuando la Iglesia define un dogma.

 

En lo que respecta a los movimientos fideístas de los tiempos primeros, como de los tiempos posteriores (especialmente de los reformadores del siglo XVI), es importante observar que la Iglesia siempre ha mantenido explícitamente la doctrina de que la fe no es sólo confianza, sino también asentimiento. Ya los apologetas del siglo II trataron en sus ensayos de desarrollar esta idea a partir de los evangelios y de Pablo.

 

La definición de los dogmas a lo largo de los siglos ha sido uno de los grandes procesos vitales de la Iglesia, de decisiva influencia en su desarrollo. Según la fe cristiana, sin duda, es flujo espontáneo de la infalible dirección del Espíritu Santo. Mas también la gracia obra conforme a las circunstancias naturales. Todo lo cual queda confirmado en este caso por la idea antes indicada: la definición del dogma construye sobre el trabajo de la teología dogmática y sus planteamientos. Por eso es necesario tener ideas claras de la naturaleza de este trabajo y de los rasgos generales de su proceso.

 

Es asimismo significativo que tanto la Iglesia de la Antigüedad como de la Edad Media no pronunciaba tales definiciones sino con suma cautela.

 

El dogma no se definía para desarrollar luego su doctrina, sino para recusar una falsa interpretación de la doctrina; de este modo se fijaba el verdadero sentido de la doctrina de la Iglesia en cada una de sus partes.

 

2. Un dogma definido en el sentido indicado es un artículo de fe formulado conceptualmente al que la Iglesia propone como tal con carácter obligatorio para todos.

 

«Formulado conceptualmente»: con ello se quiere decir que una verdad religiosa, que ya está enunciada en lenguaje sencillo y comprensible (tomado de la Sagrada Escritura), se expresa ahora en un lenguaje más filosófico, más científico. Ejemplos: el Nuevo Testamento nos revela al Padre celestial como Dios y a Jesucristo como Dios. Este hecho de la divinidad de Cristo (ya en el mismo Nuevo Testamento, en el prólogo del Evangelio de Juan, § 6, y entre los apologetas) encuentra una formulación conceptual gracias a la expresión filosófica de Logos. Y la definitiva expresión dogmática se logra en Nicea (325), al proclamar la Iglesia que el Hijo es homoousios (= de la misma esencia) del Padre. Jesús había dicho (Mt 26,26): «Esto es mi cuerpo...».

 

Esta verdad halla su formulación conceptual en la definición de la transustanciación. Los términos «conceptual» y «científico» no deben, en este contexto, ser tomados estrictamente. Tales expresiones, en el fondo, no significan más que esto: que se quiere dar una visión de validez objetiva universal, accesible a todo hombre de buen sentido; pero en ningún caso se piensa en una correspondencia efectiva con el refinado lenguaje técnico filosófico-teológico, aunque la expresión utilizada pertenezca a ese mismo lenguaje. Todo esto que decimos se puede ilustrar con toda la historia de los dogmas, incluida la definición de la transustanciación en el cuarto Concilio de Letrán.

 

La cuestión fundamental, pues, viene a ser ésta: ¿cómo pasaron las verdades reveladas del sencillo lenguaje de la predicación religiosa a formulaciones más científicas?

 

3. El punto de arranque es la tradición eclesiástica. Las tentativas de los diversos teólogos o escuelas teológicas de formular científicamente la revelación obtuvieron unos resultados sustancialmente diferentes, según la actitud intelectual inicial de cada uno de ellos o, dicho con otras palabras, según el elemento revelado que despertaba su particular interés y, consiguientemente, se convertía en punto de partida de sus reflexiones; es decir, según el punto o aspecto que les hacía abordar el problema. Todas las posibilidades viables para dar explicación a un punto doctrinal han estado, de hecho, representadas por las diferentes escuelas a lo largo de los siglos. De un lado, dentro de la teología eclesiástica, preocupada por mantener íntegro el patrimonio revelado y encontrar para él fórmulas abstractas obligatorias, siempre ha habido divergencias legítimas (los griegos parten de las tres personas, los latinos de la unidad); de otro lado, nunca han faltado herejes que por una determinación subjetivista han destacado bien éste, bien aquel otro elemento de la tradición, en menoscabo de los restantes.

 

Desde los primeros anuncios del mensaje cristiano nos encontramos repetidamente con esta idea fundamental: no hay más que una verdad cristiana, y sólo la Iglesia con su carisma da testimonio de ella. Por eso la Iglesia ha excluido como herejes a todos los que han expuesto la doctrina cristiana de forma distinta a como ella la entendía.

 

La misma conciencia se echa de ver en la formulación de los dogmas, en la consiguiente condena de las doctrinas heréticas y en la exclusión de sus representantes de la comunidad eclesial, ¡y naturalmente de la salvación!; aquí incluso se hace patente que esta conciencia es más refleja y está inserta en un contexto más amplio, que con especial claridad deja entrever de qué se trata. Nos hallamos ante el problema que más tarde se habrá de traducir en la cuestión de si la Iglesia es el único camino de salvación.

 

4. A este estado de cosas se han de añadir otros datos complemen­tarios: con una intensidad sorprendente, ya desde el primer capítulo del Evangelio de Juan, y pasando por Justino y muchos Padres de la Iglesia, incluido el intransigente Agustín, toda una serie de teólogos de la Antigüedad, de la Edad Media y hasta el mismo santo Tomás, sostienen la doctrina de que el Logos y su luz o la fuerza de su gracia ha sido y es participada a todos los hombres desde la creación del mundo. La universal y eficiente voluntad salvífica de Dios es reconocida sin titubeo alguno, valientemente. Tal proclamación no descalifica en ningún caso la doctrina de la necesidad salvífica de la Iglesia; también la doctrina del logos spermatikós se apoya en la fe de la redención por Jesucristo. Y toda gracia antes de la Iglesia y fuera de la Iglesia llega a los hombres únicamente por medio de la Iglesia. Esta doctrina no se asienta de una vez, sino poco a poco, pero su línea evolutiva evidencia claramente una dirección unitaria, que discurre además dentro del mismo ámbito de la Iglesia. La doctrina, en su conjunto, contradice el espíritu de la draconiana consigna propugnada después por los jansenistas: «¡Ni una sola gota de gracia cae sobre los paganos!» (Saint-Cyran). León I, en una de sus homilías, formula básicamente la doctrina católica en estos términos: «El sacramento de la redención de la humanidad no ha estado ausente ni en los tiempos más remotos», «más bien desde la fundación del mundo está instituido un único e inmutable medio de salvación». Fácilmente se comprende la dificultad de delimitar y formular con precisión tan polarizadas divergencias.

 

Una indeterminación similar se acusa también en el acto con que la Iglesia excluye a uno de su comunión. Jesús, en su predicación, había expresado la idea de la exclusión de diversas formas («sea para ti como un gentil...», Mt 18,17, y viceversa: «Os echarán de las sinagogas...», Jn 16,2).

 

En la primitiva Iglesia de la época de los apóstoles había verdaderamente exclusión de la Iglesia. En las controversias doctrinales de los siglos II y III encontramos a menudo el mismo fenómeno. A este respecto la mayoría tenía ideas muy estrictas: la exclusión de un hereje lo entregaba a la condenación (cf. el final de la carta del Sínodo de Sárdica a Constantino, o muchas declaraciones de los sínodos africanos concernientes al bautismo de los herejes). Por otra parte, el Concilio de Nicea, en uno de sus cánones, establece que una excomunión episcopal es controlable y, por tanto, corregible. Gracias a las importantes decisiones tomadas por los concilios ecuménicos, a partir del de Nicea, comienza a ser la excomunión uno de los grandes medios de regular la ortodoxia. Pero la idea del alcance de semejante proscripción o excomunión ha sufrido, como ya se dijo, notables oscilaciones a lo largo de los siglos. En la Edad Media, debido a su empleo demasiado frecuente, perdió poco a poco su eficacia, a pesar de sus en parte durísimas formulaciones (cf. la primera excomunión de Enrique IV, § 48).

 

El quehacer teológico dogmático se ocupó primeramente del misterio de fe trinitario y luego del cristológico.

 

La revelación enseñaba y la fe general de la Iglesia confesaba: I. Un Dios; Padre = Dios; Hijo = Dios; Espíritu Santo = Dios. II. Jesucristo = Dios y hombre.

 

Con respecto a I, lo indiscutido era la unidad: sólo hay un Dios. Tomando como punto de partida esta unidad, los monarquianos (§ 16,1) no daban importancia, o muy poca, a la divinidad del Hijo; en consecuencia, o bien sostenían que el Hijo estaba totalmente absorbido por el Padre, de modo que el Hijo no era más que una apariencia del Padre (modalistas), y así había sido el Padre quien murió en la cruz (patripasianos); o bien negaban que Cristo era una encarnación de Dios, estando solamente colmado de fuerza (dynamis) divina (dinamistas). Como consecuencia última de esta opinión resultaba que el Hijo no era más que una criatura del Padre. Frente a todo esto, la teología eclesiástica se reafirmó en la unidad de Dios y en la trinidad de personas divinas, encontrando para ello la fórmula de que el Hijo es consustancial al Padre.

 

Con respecto a II, el punto de arranque de las controversias sobre este tema vino a ser la afirmación eclesiástica de la divinidad del Cristo que nos ha redimido. Cristo es uno (el redentor), pero Dios y hombre a la vez. ¿Cómo se ha de entender la unión de las dos naturalezas? ¿Ha sido la humanidad absorbida por la divinidad hecha carne o coexisten ambas naturalezas? Nestorio (§ 27), acentuando la dualidad, puso en peligro la unipersonalidad de Jesús: la divinidad habita en el hombre Jesús como en un templo. Y, viceversa, los monofisitas, partiendo de la unidad, llegaron a negar la integridad de las dos naturalezas; la humanidad es absorbida por la divinidad. La Iglesia, por el contrario, afirma: dos naturalezas en una sola persona divina, esencialmente unidas pero no mezcladas.

 

5. Tal vez en ningún otro lugar mejor que en la formulación de los dogmas se pueda descubrir la sabia mesura de la Iglesia, su fiel atenimiento al depósito íntegro de la tradición o la Sagrada Escritura y a la Iglesia misma como autora de la síntesis. La herejía, dominada por sus propios impulsos unilaterales filosóficos o espiritualistas o de fanatismo religioso, llegó a constreñir la predicación de la fe por un lado o por su contrario.

 

La Iglesia fue rechazando la restricción de un lado como del otro y estableciendo como contenido de la fe la íntegra totalidad de las verdades contenidas en la predicación de Jesús y de los apóstoles.

 

6. Ya hemos visto que en esta época la tarea de la formulación de los dogmas fue realizada exclusivamente por la teología oriental, de acuerdo con su naturaleza (filosófica). Por el contrario, en el Occidente, de acuerdo con el carácter occidental, el trabajo se centró menos en la penetración intelectiva. Los occidentales se dedicaron más a los asuntos prácticos y morales. Mientras los griegos se empeñaban en averiguar el fundamento de la esencia divina y divino-humana, los teólogos occidentales se ocuparon preferentemente del proceso de la salvación: ¿Cómo se salva el hombre? ¿Cómo se conjugan la gracia divina y la voluntad humana?

 

De capital importancia es el hecho de haberse adoptado en seguida, junto con el griego, el latín como «lengua del mando» (Worringer)[15]. En la Biblia, el contenido de la fe estaba en su mayor parte formulado en griego. Incluso el trabajo de la formulación de los dogmas en Occidente había discurrido (sobre todo en el caso de Agustín) por los cauces de la cultura griega, de la que también participaban los romanos. Sin embargo, la organización de esta fe fue obra exclusiva del genio latino y se realizó en lengua latina. Y otro tanto la configuración de la liturgia en Occidente. El latín, a partir de la segunda mitad del siglo IV, se convirtió en una especie de paladión de la ortodoxia. Esto es de una importancia decisiva. Nos hallamos ante la única energía espiritual perceptible que en el territorio romano-occidental realmente, aunque inconscientemente, se opuso a la orientalización de la Antigüedad tardía, hasta entonces incuestionablemente aceptada, convirtiéndose así en condición básica para la formación de un Occidente autónomo (H. E. Stier).

 

No obstante, también el genio de la lengua latina comportó y esta­bleció discrepancias, no siempre fáciles de evitar, con la idea griega de la fe. En particular hubo de resultar difícil guardar exacta correspondencia en griego y en latín de los conceptos fundamentales.

 

§ 26. LA CUESTIÓN TRINITARIA

 

1. Arrio († 336), natural de Libia, vivió como piadoso sacerdote en Alejandría, centro de la cultura griega y de la teología cristiana. Aún más importante para su evolución fue el hecho de proceder de Antioquía, sede de una escuela de teología marcadamente propensa a la crítica. Allí tuvo como maestro a su fundador, Luciano.

 

Arrio procedía, pues, de una escuela que en Jesús no veía a Dios, sino a una criatura dotada de fuerzas divinas. Y esto es lo que él enseñó de palabra y por escrito; a Jesús, como máximo, lo situó lo más cerca posible de Dios. La segunda persona de la divinidad, el Hijo, no es consustancial al Padre y, por consiguiente, no es Dios por esencia. El Cristo-Logos, según Arrio, no es nacido del Padre, sino la primera criatura que Dios hace de la nada. Pero íntimamente se ha asimilado tanto a la voluntad del Padre que Dios lo ha adoptado como Hijo.

 

2. Esta doctrina tuvo en Alejandría partidarios incluso entre el pueblo bajo, adhiriéndose a ella además algunos obispos y sacerdotes. Entre los últimos hay que mencionar especialmente a los dos eclesiásticos orientales más importantes de entonces, ambos con el nombre de Eusebio: uno, el obispo de Cesarea en Palestina, el docto historiador de la Iglesia († 339), procedente de la escuela de Cesarea, fundada por Orígenes; otro, el obispo de Nicomedia (de la escuela teológica de Antioquía). Exceptuados los emperadores, ningún otro contribuyó a la propagación de la herejía arriana más que estos dos, en particular Eusebio de Nicomedia († 341).

 

En Alejandría, todo el clero se levantó, bajo la dirección del obispo Alejandro († 328) y de su diácono Atanasio, contra semejante concepción, tan diferente de la fe de los cristianos, e insistentemente predicó la verdadera divinidad de Cristo; el obispo Alejandro, en un sínodo, excluyó a Arrio de la Iglesia.

 

La lucha se extendió y muy pronto afectó a toda la cristiandad. Mas el emperador Constantino quería tanto como necesitaba a toda costa la unidad de la Iglesia. Así, primeramente, trató de sofocar la lucha, enviando una carta a los principales antagonistas, Alejandro y Arrio. Sin éxito. Entonces, posiblemente con la colaboración del papa Silvestre[16], convocó en el año 325 un «concilio ecuménico» en Nicea, Asia Menor (§ 24,3). En su palacio de verano se reunieron unos 250 obispos «de todas partes». Casi todos eran orientales, mas entre ellos también había obispos de más allá de los confines del imperio, por ejemplo, un persa y el «metropolita de los godos». El papa Silvestre estaba representado por Osio de Córdoba y dos sacerdotes.

 

Constantino abrió el concilio propiamente dicho con una solemne sesión, en la cual «entró como enviado de Dios», mientras los obispos, en respetuoso silencio, permanecían de pie delante de sus asientos a lo largo de los muros. Pronunció un discurso, por cierto en latín, porque no dominaba el griego.

 

Aunque luego fue Osio quien lo presidió, el verdadero presidente del concilio fue Constantino, de acuerdo con su convicción de ser, en su calidad de Pontifex Maximus, el señor de la Iglesia. Por lo demás, el discurso del emperador dejó traslucir con toda claridad lo que a él le interesaba: el restablecimiento de la unidad de la Iglesia: «Las escisiones internas de la Iglesia de Dios nos parecen mucho más graves y peligrosas que las guerras».

 

Hubo violentas protestas recíprocas entre ambos partidos, mientras los dos Eusebios, como jefes de una especie de partido intermedio, trataban de imponer fórmulas más o menos ambiguas[17]. Pero Alejandro, el obispo de Arrio, apoyado por Atanasio, y el sacerdote Alejandro de Constantinopla exigieron una definición clara. Los cerca de quince obispos que defendían la doctrina de Arrio o simpatizaban con ella suscribieron finalmente, todos a una (ya que el emperador también estaba de acuerdo), la profesión de fe del concilio: el Hijo es «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza (homoousios) que el Padre». Arrio, junto con algunos obispos adictos (entre ellos Eusebio de Nicomedia), fue exiliado y excomulgado, sus escritos quemados y la posesión de los mismos castigada con pena de muerte.

 

3. Este concilio, importantísimo para la posteridad, dictó también un decreto referente a la fecha de la fiesta pascual, fijando la praxis todavía hoy vigente.

 

También se tocó, aunque de forma poco clara y más bien innocua, otro tema que muy pronto se convertiría en uno de los puntos más conflictivos y lanzaría a la cristiandad a una lucha intestina interminable: las prerrogativas oficiales de ciertas Iglesias antiguas, especialmente la de Alejandría y la de Antioquía, deben seguir existiendo como hasta ahora (patriarcado), porque, como dice el canon correspondiente, así se mantiene también para el obispo de Roma.

 

Otro canon, referido a las mujeres que pueden vivir en la casa de un sacerdote (únicamente madre o hermana), muestra que la práctica del celibato era ya entonces considerada como obligación general.

 

4. Con la condena de la doctrina de Arrio quedó zanjada la cuestión controvertida, pero la lucha no terminó; estaba más bien en sus comienzos. Fue ante todo el apoyo prestado por los emperadores a la herejía lo que provocó el robustecimiento del arrianismo. El propio Constantino hizo volver a Arrio del exilio y desterró a Atanasio como perturbador de la paz. Constancio, enteramente sometido a la influencia de Eusebio de Nicomedia, intentó, una vez conseguida la soberanía del Occidente mediante la muerte de sus dos hermanos, imponer también allí el arria­nismo. No se hizo arriana sólo toda Constantinopla, sino propiamente todo el Oriente. El Occidente, por el contrario, bajo la guía del papa se mantuvo fiel al Niceno: Roma y los obispos occidentales, como Ambrosio (§ 30), fueron los salvadores de la verdadera fe[18]. Ahí se refugió Atanasio; el papa Julio (337-352) declaró en un sínodo romano que este obispo, expulsado del Oriente por mandato del emperador, había sido injustamente privado de su sede episcopal, y lo repuso nuevamente: el papa ejercía jurisdicción también sobre la Iglesia oriental.

 

5. Atanasio († 373) fue nombrado obispo de Alejandría en el año 328. Fue el alma de la oposición contra el arrianismo y de la lucha por el símbolo niceno. En su juventud, bajo la dirección del ermitaño (= ana­coreta) Antonio (§ 32), se había hecho fuerte para las más duras privaciones. Del mismo modo que trabajó incansablemente (pero con flexibilidad, pacíficamente) en favor de la verdadera doctrina, así también sufrió por ella, imperturbable e invicto, muchas incomodidades. Bajo cuatro emperadores tuvo que marchar al destierro cinco veces (dos a Occidente: Roma y Tréveris; tres veces a Egipto)[19]. El destierro desempeñó un importantísimo papel en las luchas dogmáticas de la época.

 

En el exilio, Atanasio no fue solamente defensor del Niceno, sino que tanto en Roma como en Tréveris dio a conocer la nueva gloria de la Iglesia, aún desconocida en el Occidente: el monacato, nacido en Egipto, que renuncia al mundo. Escribió la vida de Antonio el Ermitaño, la cual en su traducción latina ejerció gran influencia en Occidente. Atanasio es uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia griega (§ 27).

 

6. En el período siguiente Juliano el Apóstata volvió a favorecer el microbio del arrianismo. También fue arriano Valente, su sucesor. Cuando Gregorio Nacianceno llegó a ser obispo de Constantinopla, únicamente podía oficiar en una insignificante capilla, porque todas las otras iglesias de la ciudad estaban en poder de los arrianos.

 

a) El ocaso del arrianismo sobrevino cuando surgieron las divisiones en su seno. Algunos arrianos enseñaban que Cristo era completamente desemejante de Dios, otros le concedían una cierta similitud (semiarrianos). Bajo la influencia de los Capadocios (Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Basilio de Cesarea), los semiarrianos se unificaron con los católicos. El arrianismo sufrió un rudo golpe cuando Teodosio subió al trono. En su edicto del año 379, con palabras muy duras, amenazó con castigar «a los insensatos y locos» y reprimir la «vergüenza de su fe herética». A los arrianos les cerró las iglesias de Constantinopla y en el año 381 convocó allí el segundo concilio ecuménico, que confirmó solemnemente el símbolo de Nicea[20]. Esto significó el ocaso definitivo del arrianismo.

 

b) Una parte de los semiarrianos, que confesaban la divinidad del Hijo, se la negaban al Espíritu Santo (pneumatómacos). Mas Atanasio y los Capadocios defendían también la consustancialidad del Espíritu Santo. El concilio que acabamos de mencionar se adhirió a su opinión y condenó a los pneumatómacos.

 

En el credo niceno-constantinopolitano (el actual credo de la misa) se dice que el Espíritu Santo procede «del Padre y del Hijo». Sin embargo, este filioque no es originario, sino que fue añadido por primera vez el año 589, en un concilio de Toledo. Anteriormente sólo se decía que el Espíritu Santo tiene su origen en el amor recíproco del Padre y del Hijo. La apostilla de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo expresa esa misma fe, pero con mayor claridad.

 

7. Gran importancia histórica revistió el arrianismo germánico. Los godos cristianos se habían establecido antes del año 325 en la margen izquierda del bajo Danubio. Perseguidos por su rey hacia el año 348 y acorralados luego por los hunos, su obispo Wulfila, consagrado en Constantinopla, de mentalidad arriana, pidió al emperador Constancio que le concediera, a él y a sus germanos, asilo en el Imperio romano. Ésta petición les fue satisfecha a condición de que sirvieran como soldados mercenarios. El emperador Valente (364-378) continuó esta política aún con mayor energía.

 

Estos godos arríanos difundieron el arrianismo entre los pueblos germánicos limítrofes. Se trata de los germanos orientales, los verdaderos protagonistas de las invasiones bárbaras, que en sus correrías llevaron el arrianismo a la Galia meridional y a España (visigodos), al África septentrional (vándalos) y a Italia (ostrogodos, longobardos). Las tribus germánicas del interior, alejadas de estas influencias, permanecieron paganas. A ellas pertenecen los francos, los cuales se hicieron católicos directamente (sin pasar primero por el arrianismo).

 

El arrianismo de los pueblos germanos no puede equipararse sin más con el arrianismo especulativo y racionalista de los griegos[21]; en muchos casos no son más que semiarrianos. Si sus diferencias con la doctrina ortodoxa pueden reducirse del todo o en su mayoría a divergencias terminológicas es aún una cuestión abierta. Vehículo de difusión de este arrianismo de los germanos fue, en cualquier caso, la traducción de la Biblia al gótico, hecha por Wulfila, y la liturgia gótica.

 

Algunas tribus germánicas de fe arriana fueron muy intransigentes en materia de religión, llegando a perseguir a los católicos, por ejemplo, en la Galia meridional, en España y especialmente en el África «romana», donde la persecución fue muy fuerte y duradera (los vándalos a las órdenes de Genserico y de sus sucesores: la matanza de los católicos el domingo de Pascua del año 484; entonces había en Cartago no 164, sino sólo tres obispos católicos).

 

En el año 517 se hicieron católicos los burgundos, que eran arríanos; en el 590 los visigodos, y en el 650 los longobardos. El arrianismo de los ostrogodos y de los vándalos sucumbió con sus reinos (por obra de Justiniano). Sólo así pudo ser conjurado el inmenso peligro que, según las famosas palabras de san Jerónimo, había hecho gemir a todo el orbe, asombrado por la victoria de la herejía[22].

 

8. Cuando se habla del «arrianismo» como fenómeno histórico no se puede pensar solamente, como ya se ha dicho, en la doctrina arriana propiamente dicha. El arrianismo fue además una vasta corriente de pen­samiento que penetró poderosamente la realidad política y político-eclesiástica, y dentro de dicha corriente se hubo de luchar durante siglos, y con denodadas fuerzas, por la cristiandad. La definición de Nicea fue de importancia inestimable, fundamental. Pero logró reprimir al arrianismo sólo por poco tiempo, y para una gran parte de la cristiandad sólo superficialmente. La polémica contra Atanasio, en tantos aspectos victoriosa, con el cúmulo de sus absurdas y obstinadamente repetidas acusaciones y hábiles intrigas, demuestra la gran influencia que ejercía el partido arriano. Las raíces de esta fuerza prendían en su unilateralmente acentuado monoteísmo. Y en parte se comprende. El mismo cristianismo había vencido precisamente bajo el signo del monoteísmo.

 

9. La lucha contra el arrianismo desembocó en un sinnúmero de pequeños y peligrosos cismas. Ante todo, al lesionar el amor, debilitó la fuerza de la unidad. Mas, por el lado contrario, también contribuyó a la consolidación de la síntesis organizativa de la Iglesia católica. Con motivo de tantas y tan interminables disputas, se trató de buscar una instancia decisoria que pudiera decir la última palabra. En la parte ortodoxa del Sínodo de Sárdica (343) se manifiesta esta necesidad reconociendo el supremo poder judicial del obispo de Roma. El hecho de que los obispos arríanos que acudieron a Sárdica no tomaran parte en el sínodo, sino que se reunieran aparte y dictaran condenaciones por su cuenta, demuestra cuán grave era la escisión en la Iglesia, incluso en este mismo sínodo.

 

10. Aparte de Atanasio, también los otros tres grandes maestros eclesiásticos que el Oriente dio a la Iglesia en el siglo IV, los llamados «Capadocios», fueron importantes paladines de la fe nicena contra el arrianismo. Son los dos hermanos Basilio el Grande, obispo de Cesarea († 379), y Gregorio, obispo de Nisa († ca. 394), y su común amigo Gregorio, nacido en Nacianzo, posteriormente patriarca de Constantinopla († ca. 390).

 

Antes de servir a la Iglesia como obispos, vivieron juntos en el desierto, estudiando especialmente las obras de Orígenes. Basilio escribió entonces una regla monástica, que pronto se convirtió en la regla fundamental de todos los monasterios orientales. También escribió un opúsculo, A los jóvenes, sobre el correcto estudio de la literatura pagana. Fue bautizado siendo ya de edad avanzada (como Ambrosio).

 

Entre los históricamente más efectivos defensores de la fe nicena figura también el riguroso asceta Epifanio, abad del convento y metropolitano de Salamina (hacia el 315-403), pero no tuvo ningún aprecio de la teología especulativa, creyendo más bien que las raíces de la herejía se hallan en la filosofía.

 

Otra gran figura entre los teólogos y doctores de la Iglesia de esta época es Juan Crisóstomo († 407). Su fama se debe a su maravillosa elocuencia, que dejaba fluir incansable en sus largos sermones (de hasta dos horas de duración). La fama de su púlpito hizo que la corte lo promoviera mediante artimañas a la sede de Constantinopla. Pero allí manifestó también su arrojo e intrepidez. Aquellos que sólo pretendían deleitarse con sus hermosas frases tuvieron que escuchar también amargas verdades sobre sus indignas acciones (los obispos cortesanos) y sus frivolidades (la emperatriz Eudoxia). Caído en desgracia, el gran obispo fue finalmente exiliado a orillas del Mar Negro, donde murió dando testimonio del evangelio y de los inalienables derechos y deberes de la Iglesia.

 

§ 27. LA CONTROVERSIA CRISTOLÓGICA.

 

I. EL NESTORIANISMO

 

1. Para poder explicar la impecabilidad del Redentor y la unidad en Cristo, Apolinar de Laodicea († hacia el año 390) creyó que había que acentuar lo menos posible la humanidad de Jesús; de este modo llegó a negar la plenitud de la naturaleza humana en Cristo; él y sus discípulos vieron en el Logos divino (no en un alma humana) el inmediato principio vivificante de Jesús.

 

Esta doctrina había sido rechazada en Constantinopla en el año 381. Como resultado de esta condena eclesiástica y de las disputas trinitarias quedó claramente establecido que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

 

2. Se planteaba la cuestión del modo como ambas naturalezas completas se unen en esucristo para constituir la unidad del Dios-hombre.

 

En las controversias cristológicas, pues, no se trata de determinar si en Cristo hay dos naturalezas, sino de saber cómo están unidas; más concretamente: cómo hay que entender la unión de la segunda persona divina, el Logos, con el hombre psico-físico Jesús de Nazaret. Es en este problema donde se centran todos los esfuerzos. Y el peligro consiste en acentuar unilateralmente bien el elemento divino, bien el elemento humano de Jesucristo.

 

3. La teología de Antioquía y la de Alejandría dieron respectivamente dos respuestas básicamente diferentes. Para enjuiciar rectamente las distintas opiniones y sus correspondientes condenas hay que tener presente que la terminología era todavía muy imprecisa y sólo con el tiempo fue poco a poco esclareciéndose (naturaleza, persona, esencia, hipóstasis).

 

a) La escuela de Antioquía parte de la autonomía y la integridad de la naturaleza humana; para salvar este principio mantiene claramente separadas ambas naturalezas. Por eso enseña que no están intrínsecamente unidas, sino sólo extrínsecamente, a la manera de dos piezas de madera apretadas la una contra la otra hasta lograr un contacto perfecto, pero permaneciendo intactas entre sí. Esto significaba que los atributos del Logos no podían predicarse del hombre Jesús de Nazaret.

 

Mas con esta interpretación peligraba la unidad esencial del Redentor y hasta la misma redención; pues así no cabe una verdadera encarnación del Logos, sino que el Logos simplemente habita en un hombre, entre hombre y Dios sólo hay una unidad moral. Asistimos aquí a una exageración de la plena humanidad de Cristo frente a los apolinaristas, que precisamente la negaban o comprometían. Y la consecuencia resultó inevitable: Jesucristo consta de dos personas, de la segunda persona divina y del hombre Jesús. Tal fue la teoría de Teodoro de Mopsuestia de Antioquía († 429).

 

b) Esta doctrina tuvo gran importancia en la historia de la Iglesia, al ser mantenida por su discípulo Nestorio de Antioquía, patriarca de Constantinopla en el año 428 († 451 como exiliado en el desierto egipcio), quien en sus predicaciones dedujo de ella con todo rigor que María no podía ser llamada Madre de Dios.

 

4. En cambio, la teología alejandrina siguió el camino inverso, evitando así la unilateralidad de la escuela de Antioquía. Partió del hecho tanto de la plena humanidad de Jesús como de su condición divino-humana. Enseñó la auténtica unión de ambas naturalezas en una persona, sin mezcla alguna, subrayando que la unión era física y real. Esta teoría estuvo principalmente representada por el patriarca Cirilo de Alejandría († 444).

 

Después de que el papa Celestino, a petición de Cirilo, había con­denado ya en el año 430 la doctrina de Nestorio en un sínodo romano, Teodosio II convocó, a petición del propio Nestorio, un sínodo general en Éfeso para el año 431. Allí fue Nestorio excluido de la Iglesia, del sacerdocio y de toda dignidad eclesiástica. María fue proclamada Madre de Dios.

 

Desgraciadamente, Cirilo, patriarca de Alejandría, procedió con cierta impaciencia en la apertura del concilio. El y el obispo de Éfeso con sus obispos no esperaron la llegada del patriarca de Constantinopla con sus sufragáneos. Así, tras la llegada de éste, se organizó una especie de contraconcilio, en el cual se revocó la condena de Nestorio, condenando, en cambio, a Cirilo. Mas cuando llegaron los legados del papa fueron otra vez confirmadas las primeras sentencias, con la aprobación del emperador.

 

Todas estas complicaciones llegaron incluso a generar manifestaciones tumultuosas, que nos permiten entrever el ambiente de tensión y hostilidad que reinaba entre los partidos y las Iglesias.

 

II. EL MONOFISISMO

 

1. Exagerando la doctrina de la unión real de las dos naturalezas en la única persona de Jesucristo, el eminente monje Eutiquio († 451), enérgico contradictor del nestorianismo, y el patriarca Dióscoro de Alejandría († 454) llegaron a pensar (en un sentido muy próximo al de Apolinar) que la unión de las dos naturalezas es tan íntima que no sólo garantiza la unidad de la persona de Cristo, sino que hace de las dos una sola naturaleza. Y como precisamente se trataba de asegurar la redención, lo que predicaron fue la unidad de la naturaleza divina: monofisismo; la naturaleza humana está absorbida en la divina.

 

a) Esta herejía fue combatida en Occidente y en Oriente. Pero precisamente aquí se evidenció la complejidad de las fuerzas contrapuestas que entraban en liza. Se produjo una desordenada y confusa mezcolanza de fervor en defensa de las decisiones de Éfeso (o también de miedo ante el más mínimo indicio de todo cuanto pudiera significar desacato a ellas), de arrogancia político-eclesiástica y de intrigas cortesanas. El excesivo celo teológico se manifiesta acaso con la máxima claridad en el mencionado patriarca Dióscoro de Alejandría, sucesor de Cirilo, el héroe del Concilio de Éfeso.

 

Lo más bochornoso del caso es comprobar cómo algunas fuerzas por completo irreligiosas tuvieron suficiente influencia para hacer proclamar ora una ora otra de las doctrinas y condenar la contraria, marcando su respectiva impronta en el gobierno de la Iglesia. Creció la oposición entre Antioquía y Alejandría y lo mismo entre la ascendente Nueva Roma (Constantinopla) y Alejandría.

 

Diferentes grupos, tras una primera condena de la doctrina monofisita, la hicieron salir victoriosa en un sínodo en Constantinopla (448) y nuevamente en un concilio convocado por el emperador, de tendencias monofisitas, celebrado en Éfeso (449) bajo la presidencia del patriarca Dióscoro; en él hubo amenazas, privación del derecho de voto y presiones morales; los legados del papa León I fueron rechazados como presidentes (y ni siquiera se permitió leer su epístola dogmática): el mismo León I lo calificó como el «sínodo de los ladrones», condenándolo.

 

b) La muerte del emperador facilitó sustancialmente la decisiva resolución dogmática. Su hermana Pulquería, convertida en emperatriz, junto con su esposo Marciano, puso fin a la cábala de la corte y así pudo convocarse el Concilio de Calcedonia en el año 451; es cierto que en él participaron casi exclusivamente obispos orientales, pero los delegados del papa ocuparon la presidencia y fueron los primeros en hablar y los primeros en firmar. Se leyó y aclamó con entusiasmo la carta que el papa León había dirigido en el año 449 al patriarca de Constantinopla («Pedro ha hablado por boca de León»). No faltaron alborotos. Pero la carta del papa León se impuso. Se proclamó «un Señor con dos naturalezas (substantiae) en una persona, sin mezcla ni separación». Dióscoro fue depuesto y exiliado.

 

c) Dado que Nestorio había minimizado la divinidad de Jesús, lo más fácil era que los monofisitas tomaran como maldición nestoriana cualquier atenuación de su excesiva insistencia en lo divino. Y así, efectivamente, reaccionaron los monofisitas de Alejandría. El pueblo y los monjes venidos del desierto hasta protestaron alborotadamente, y en uno de esos tumultos, en el año 457, fue muerto el patriarca Proterio junto con sus partidarios. También en Palestina, con el apoyo de la emperatriz Eudoxia, se impusieron los monjes insurgentes, hasta que el ejército sofocó cruentamente su poderío.

 

2. Sin embargo, el monofisismo fue la herejía más fuerte y más popular de la Antigüedad cristiana. Esto se debió también a motivos muy concretos de carácter político o político-eclesiástico, es decir, al cambio del orden jerárquico (vigente hasta entonces en Oriente) en favor de la residencia imperial, exaltada ahora como la Nueva Roma, con lo que quedaba rebajada la posición jerárquica de Alejandría. Así, sucedió que Alejandría, junto con la Iglesia de Egipto (con pocas excepciones), rechazó Calcedonia. Los monofisitas consiguieron apoderarse de casi todas las sedes episcopales en los patriarcados de Alejandría y Antioquía (Iglesia siríaca).

 

Por cierto que los patriarcas heréticos tuvieron que abandonar sus sedes bajo el emperador León I (457-474), pero a su muerte fueron repuestos (por el usurpador Basilisco, 475-476): la lucha se trasladó al plano político.

 

El emperador Zenón (474-491) propuso una fórmula de compromiso, que retrocedía al estado de cosas anterior a Calcedonia: el llamado Henotikón (482); sólo tendrían validez los decretos de Éfeso, Constantinopla y Nicea (Calcedonia, por tanto, era indirectamente condenada). Pero cuando el papa Félix II (483-492) decretó la excomunión y destitución del patriarca Acacio, consejero del emperador, sobrevino la ruptura completa entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente, el llamado cisma acaciano (484-519), durante el cual el monofisismo se difundió con gran pujanza por todo el Oriente. El emperador Justino restableció la paz en el año 519 (llegándose entonces a un solemne reconocimiento del primado romano por parte de los obispos griegos), pero el monofisismo no dejó de ser en lo sucesivo un peligro para la unidad del imperio. El emperador Justiniano intentó con dos edictos[23] y con el quinto Concilio ecuménico de Constantinopla (553) reconciliar a los monofisitas con la Iglesia imperial. En vano: algunas Iglesias territoriales monofisitas (y nestorianas) del Oriente permanecieron en abierta oposición a Bizancio. Tampoco en Occidente fue reconocido por todos el decreto conciliar del año 553. Durante cierto tiempo, las provincias eclesiásticas de Milán y de Aquileya estuvieron separadas de la sede romana.

 

Esto significa que, poco a poco, el monofisismo se impuso en la mayor parte de las iglesias del Imperio bizantino, mientras que por su parte el nestorianismo se difundió en Persia, la India y Arabia septentrional, llegando hasta Siberia.

 

3. Ni siquiera la memoria de un especialista puede retener los detalles de la lucha teológico-dogmática posterior a Calcedonia. Mas esto también tiene un motivo interno de consuelo: y es que entre ambas partes contendientes existía una estrecha afinidad de propósitos. Es cierto que sus fórmulas contradictorias implicaban nada menos que una amenaza mortal para la verdadera fe, y por eso era preciso encontrar la fórmula correcta y atenerse a ella. Todo ello, sin embargo, no hacía desaparecer el íntimo parentesco de lo que las partes hostiles realmente pretendían, como lo demuestra la ulterior evolución de la doctrina de las Iglesias cismáticas hasta nuestros días; el nestorianismo no logró siquiera encontrar un nombre que expresara sus contenidos concretos.

 

En esta circunstancia es más importante comprender la modalidad de la lucha. Junto con la defensa coherente de la doctrina ortodoxa se dan inseguridades, compromisos y reservas mentales; hay destituciones y reposiciones de patriarcas sucesivos en Alejandría y Constantinopla, preeminencia del obispo de Éfeso, engaño de los legados papales, reacción de todo el Oriente contra la condena de Acacio por Roma y, en consecuencia, un nuevo acercamiento entre los obispos orientales a pesar de sus notables divergencias mutuas; fuerte intervención de los emperadores monofisitas (por ejemplo, la deposición de un patriarca ortodoxo de Constantinopla), oscilaciones de los patriarcas, proclives al burdo compromiso (como Macedonio [496-511], precisamente frente a un papa como Gelasio), nuevas y cautelosas tomas de contacto con Roma y retorno a la postura intransigente de Gelasio bajo el papa Símaco. El común acuerdo oficial conseguido finalmente entre los patriarcas de Constantinopla, Antioquía y Jerusalén sobre la doctrina ortodoxa y la comunión de todos ellos con Roma fueron nuevamente perturbados por peligrosas acciones monofisitas, apoyadas por la corte[24].

 

En resumen: una inmensa confusión y oposición de personas (emperadores, patriarcas, obispos, monjes y masas populares soliviantadas), ideas, intereses e intrigas, rivalidades y violencias de todo tipo (religioso, eclesiástico, político y humano, demasiado humano), las más de las veces insuficientemente frenadas por el carácter común cristiano; unas maquinaciones más bien rastreras, hasta terriblemente fratricidas, y todo eso — repitámoslo una vez más— ¡directamente en busca de la única verdad salvadora!

 

4. El monofisismo se ha conservado hasta hoy en diversos grupos de Iglesias de Siria (jacobitas), Armenia, India, y en la Iglesia copta y etiópica. Pero su evolución demuestra que lo que el monofisismo efectivamente deseaba defender está asegurado en la Iglesia católica: ciertas partes se han unido a ella; y en aquellas que todavía permanecen separadas, las diferencias se reducen en última instancia a cuestiones de terminología.

 

III. EL MONOTELISMO

 

1. Tras la resolución del Concilio de Calcedonia sólo queda sin solventar una cuestión: ¿cómo se puede explicar la impecancia o ausencia de pecado en Cristo, siendo como es un hombre verdadero?

 

Sergio, patriarca de Constantinopla (610-658), quiso solucionar la dificultad diciendo que Cristo sólo tuvo una voluntad, la divino-humana: monotelismo. Esta opinión contradecía la doctrina de la integridad de las dos naturalezas; fue condenada en el sexto Concilio ecuménico de Constantinopla (680-681), el cual proclamó la existencia de dos voluntades, definiéndolo con las mismas expresiones que el calcedonense había empleado para las dos naturalezas. La voluntad humana de Cristo sigue siempre a la divina.

 

2. En esta última fase de las controversias tuvo el papa Honorio (625-638) una desafortunada actuación. Tal vez no bien informado por el patriarca, y sin oír a los adversarios de éste, tomó una decisión que fue expresamente condenada en el sexto concilio ecuménico: «Honorio, el anterior obispo de la vieja Roma», fue condenado como culpable de he­rejía. La condena fue repetida por el papa León II (682-683) y por ulte­riores concilios e incluida por Gregorio II (715-731) en el juramento de la coronación de los papas. Por cierto que el sexto concilio ecuménico había aducido la razón de la condena, haciendo depender la una de la otra, a saber: porque Honorio había seguido en todo la herejía de los monoteletas. Y precisamente esto no corresponde a la verdad, como demuestran sus dos escritos al patriarca Sergio. Honorio, ciertamente, empleó la expresión herética de los monoteletas, recusando la expresión ortodoxa, pero lo que él realmente rechazó fue, de forma poco menos que inequívoca, una voluntad humana en Jesús que pudiera contradecir a la divina. Con razón, pues, el papa León II declaró justificada la condena en el sentido preciso de que Honorio no cumplió su deber, al no haberse enfrentado con la herejía con suficiente claridad.

 

La cuestión «Honorio» nos proporciona un conocimiento importante: nos enseña a diferenciar entre la fórmula teológica empleada y la intención religiosa que con ella se quiere expresar. (Para información complementaria, cf. § 28. Para la cuestión «lenguaje y doctrina», cf. § 25,7).

 

§ 28. LA FORMULACIÓN DE LOS DOGMAS

 

1. Contra la formulación de los dogmas, al igual que contra la teología de los apologetas, se ha lanzado el grave reproche de que por su culpa el cristianismo se ha desviado de su verdadero quehacer religioso: en vez de ser religión, se ha convertido en teología y conocimiento, se ha helenizado (aunque no del todo).

 

a) Si consideramos esas interminables controversias sobre las fórmulas teológicas (y su implicación con todas las intrigas políticas) que desde el siglo IV al VII revolvieron y perjudicaron gravemente a la Iglesia y al pueblo, especialmente en Oriente, parece que tal reproche de infecundidad religiosa tiene bastante justificación. Y, sin embargo, el proceso que ahí, en el fondo, se llevaba a cabo era inevitablemente necesario para la vida de la Iglesia.

 

Aparte de la pugna por hallar la verdad total de la salvación, tenemos algunos testimonios singulares a favor de esta tesis. Constantino, en el fondo, únicamente quería la unidad de la Iglesia; con gusto hubiera renunciado a la verborrea de los teólogos (§ 21). Primero lo intentó con la doctrina ortodoxa y luego, sobre todo, con el arrianismo. En esta cuestión la historia misma le sobrepasó. El emperador Zenón (474-490) y, en cierto modo, el patriarca Sergio de Constantinopla bajo el reinado del emperador Heraclio (610-641) también son muestras ilustrativas de lo mismo. El emperador Zenón, con su Henotikón, quiso que por amor de la paz de la Iglesia y del Estado nadie discutiera ya más sobre el problema de las naturalezas en Cristo, sino que todos se contentasen con la profesión de fe de Nicea y de Constantinopla. El plan fracasó, con graves perjuicios para la Iglesia.

 

La situación era sencillamente ésta: todas aquellas controversias formaban una íntima unidad. En un medio como el europeo, en el que la ratio griega (no el racionalismo) constituía la base de la vida espiritual, las discusiones no podían acallarse mientras no fueran examinadas todas las posibles soluciones y no hubiera una respuesta única para todos, en armonía con el contenido de la revelación.

 

b) Aquí, en el fondo, como luego en las disputas sobre la historia de los dogmas de los siglos posteriores, nos hallamos ante una inexorable y apasionada búsqueda de la única verdad, ante un compromiso a favor de la intolerancia dogmática, tan necesaria como inevitable. Por otra parte, tanto entonces (cf. las propuestas de compromiso condicionadas por la política, § 27) como también más tarde (cf. algunas corrientes del humanismo, la Ilustración, la teología liberal protestante y, hoy, varios liberalismos vulgares), el que no se tenga interés alguno por la áspera dureza y la exclusividad en la formulación de los dogmas es generalmente un indicio de que el dogma se debilita y la verdad cristiana comienza a relativizarse y, por tanto, a peligrar.

 

En las controversias doctrinales de los siglos V, VI y VII se trataba, en última instancia, de asegurar el dogma fundamental del cristianismo: «Cristo es el Señor, Cristo es Dios» y, con ello, la redención. La cuestión resuelta en Nicea es la base de todo. Por eso, porque de ella se deducen lógicamente todas las resoluciones de los concilios posteriores, las últimas herejías del monotelismo en el siglo VII, si bien se reflexiona, vuelven a llevar gradualmente al arrianismo. Las definiciones de la Iglesia fueron una de las varias formas de ir salvaguardando el núcleo de la verdad cristiana y sólo ellas han impedido la interpretación unilateral (y, consiguientemente, herética) y el empobrecimiento del contenido de la revelación, guardando para nosotros íntegro el depósito de esta revelación.

 

2. En resumen: todo esto significa que la formulación de los dogmas no solamente no representa una rigidez teórica del cristianismo, sino que, muy al contrario, es del máximo valor religioso. Para comprenderlo en un ejemplo vivo basta con mirar a un hombre tan eminentemente religioso como el gran Atanasio. Estuvo en el centro de la lucha y supo muy bien lo que estaba en juego; ¡prefirió dejarse destituir cinco veces de su importante sede episcopal antes que renunciar a la fórmula por él defendida! Pues esta fórmula era mucho más que una fórmula: contenía la verdadera doctrina de la salvación.

 

Todo esto, sin embargo, no da pie para negar el peligro de endurecimiento que se esconde en la formulación de los dogmas ni la implícita tentación de creerse en posesión de la razón, o de tachar de herejes a los adversarios personales, o de cultivar una peligrosa teología silogística. En las aberraciones de las controversias mencionadas, fuertemente influidas, incluso principalmente influidas por la política, el egoísmo y el odio, radica la realidad de estos peligros. Tal cosa no se compagina con el espíritu de la buena nueva de Jesús. A menudo, en nombre de la verdad y de una forma ergotista, el amor fraterno fue lesionado profundamente y, con ello, quedó debilitada la fuerza de la predicación del cristianismo. Las controversias de las luchas cristológicas de los siglos V y VI, en realidad, disgregaron considerablemente el cristianismo, por ejemplo, en Asia Menor y en Egipto, preparando así su derrota por el Islam.

 

Esta violenta pugna nos obliga a reconocer en qué consiste tan eleva-da misión: en que toda afirmación y todo conocimiento estén impregnados por el amor, que la «verdad sea dicha con caridad» (Ef 4,15).

 

3. La historia es compleja por su propia naturaleza. La necesidad, la utilidad y los efectos nocivos andan en ella muy a menudo unidos, incluso entremezclados. De hecho, todas las doctrinas condenadas —arrianismo, nestorianismo, monofisismo— llegaron a cobrar tanta importancia como codeterminantes del cuadro histórico-eclesiástico (aparte del político-cultural) de una forma directa o indirecta (islamismo), que hay que considerarlas esenciales en el conjunto de la vida eclesiástica de la Antigüedad y de los tiempos siguientes.

 

¿Es que no hubo entonces auténtica unidad en la Iglesia, tal como pretenden las nuevas tesis protestantes? ¡Añadamos algunas consideraciones para completar nuestras anteriores comprobaciones (cf. § 15)! La unidad de los discípulos de Jesús nunca fue absoluta en sentido numérico, como se desprende de los evangelios, de los Hechos de los Apóstoles y de todos los siglos de la historia eclesiástica. Pero: 1) la unidad del cuerpo místico del Señor, o sea, de la Iglesia, nunca fue ni pudo ser aditiva, formada por la suma de partes homogéneas individuales y, por tanto, susceptible, por así decir, de comprobación aritmética; fue y es una unidad viva y orgánica. 2) Semejante unidad se basa en la unidad de su principio vital; éste es Jesucristo, y con él la autoridad por él instituida. Aquí se plantea el problema de la sucesión apostólica de los obispos y del primado de Pedro. El principio de la unidad de la Iglesia es la unidad de la doctrina con dicho primado de Pedro dentro de esta sucesión. 3) Pero lo que quita todo fundamento a esa moderna tesis, aun en el caso de que metódicamente se ponga entre paréntesis el reconocimiento del primado de Pedro, es lo siguiente: en todas las escisiones y direcciones autónomas que hemos examinado no hay ningún impulso relativista. Todas las fórmulas, sea cual fuere su contenido, partieron del supuesto de que sólo había una doctrina verdadera, y trataron precisamente de asegurarla.

 

§ 29. LA SANTIDAD DE LA IGLESIA. GRACIA Y VOLUNTAD

 

Así en la teología oriental como en la occidental, el interés básico se centró naturalmente en el hecho capital del cristianismo, la redención. Sólo que en Occidente el problema se planteó desde un punto de vista más práctico, directamente religioso-moral (menos abstracto y especulativo).

 

Las luchas tuvieron lugar en el siglo IV y a comienzos del V, y precisamente en el norte de África, patria clásica de la teología moral del cristianismo antiguo. Aquí escribió Tertuliano sus tratados fundamentales sobre temas morales, chocando con la extraña doctrina del montanismo; también aquí (al lado de Roma) con la cuestión de la readmisión de los pecadores en la Iglesia (especialmente los lapsi, § 12, II, 3) no sólo se ocuparon intensamente los ánimos o se soliviantaron violentamente, sino que el mismo Cipriano declaró inválido el bautismo administrado por los herejes (§ 17,6).

 

Desde que terminaron las últimas persecuciones en el norte de África (303-305), en las cuales algunos cristianos demostraron nuevamente su debilidad, volvieron a plantearse todas las viejas cuestiones y hubo de nuevo obispos que se decidieron por un tratamiento más duro: los donatistas. Consiguieron rápidamente éxitos sorprendentes. En el primer momento no se llegó a una ruptura completa, pero sí hubo una división efectiva de la Iglesia norteafricana en dos partidos antagónicos. En seguida en algunas ciudades, y luego en la mayor parte, se encontraron dos obispos enfrentados. Esto dio origen a un verdadero cisma, que duró todo un siglo y pesó gravemente sobre la Iglesia. Los acontecimientos cobraron una importancia fundamental por el trabajo de clarificación teológica realizado entonces principalmente por Agustín: la esencia del ministerio eclesiástico, del cual apenas nadie se había ocupado hasta el momento, fue reconocida y descrita con mayor precisión.

 

1. El donatismo recibe su nombre del obispo Donato de Casae Nigrae († 355); es un movimiento rigorista y entusiástico, similar al de Novaciano (§ 17,4): radicalizando una postura de los primitivos cristianos («pasa la figura de este mundo», «ven, Señor, Jesús»), encuentran sospechoso todo lo mundano y estatal, y concretamente la Iglesia imperial sustentada por el Estado; por eso el obispo debe permanecer separado lo más posible del poder político. Ven el ideal en la Iglesia que sufre y en aquellos que permanecieron fieles en la persecución; veneran enormemente, y hasta exageradamente, a los mártires y sus reliquias. Desconfían de aquellos que de una u otra forma fracasaron en la persecución; «con su pecado, la Iglesia de Cristo quedó, por decirlo así, repentinamente destruida».

 

El obispo Donato y los obispos númidas, reunidos en un sínodo en Cartago (312), decretaron la destitución del obispo Casiliano, recientemente elegido y anterior archidiácono de Cartago, aduciendo como motivo que en su consagración había tomado parte un obispo indigno, un traidor o traditor (= que en la persecución había «entregado» los libros sagrados a los paganos), pretextando que con ello era inválida la consagración. El sínodo llegó a designar un antiobispo. El ejemplo hizo escuela, y así se llegó a la mencionada difusión del cisma.

 

2. No todos los «donatistas» defendían las mismas ideas. Pero, prescindiendo de las fluctuaciones, su postura fundamental puede describirse así: la santidad de la Iglesia y la validez de los sacramentos, en especial la del orden, dependen de la integridad (ausencia de pecado) de quienes los administran. La ordenación administrada por sacerdotes pecadores no es ordenación. Poco a poco, los obispos donatistas aplicaron también estos principios al bautismo e implantaron la reiteración del bautismo (también hubo donatistas que rechazaron dicha reiteración). Se recluyeron, pues, en el estrecho círculo de los considerados como piadosos, perfectos y enteramente puros, y con ellos solos pretendieron formar la Iglesia católica.

 

3. Tampoco esta lucha se llevó a cabo con puras armas espirituales. Fue también una lucha de poder con muchos elementos humanos, demasiado humanos, de por medio, con intrigas y envidias, rivalidad de los númidas contra Cartago, de los africanos contra Roma. También el Estado (con ese estilo incongruente que caracteriza la política religiosa de Constantino y de Constancio) aplicó medios violentos (exilio) contra los donatistas; éstos, en cambio, aceptaron (bastante ilógicamente) el apoyo que les brindó el emperador Juliano; hasta llegaron a emplear contra los católicos sus propias tropas de choque, social y religiosamente radicales, formadas por campesinos descontentos (circumceliones). Hubo ásperas discusiones; los escritores eclesiásticos de la época nos dan cuenta de amenazas de toda clase, incluso de homicidios y mutilaciones.

 

Pero ni la intervención del poder imperial, ni los esfuerzos de los obispos de Roma, ni la réplica teológica del obispo Optato de Mileve desde el año 365 († hacia el 399), ni toda una serie de sínodos pudieron superar el cisma. Únicamente las divisiones internas del grupo y la reacción teológica y pastoral de los católicos, más sistemática en tiempos de Agustín (desde el año 393; muchos sínodos de obispos católicos), fueron preparando la derrota. Tras una entrevista sobre religión celebrada en Cartago en el año 411 (286 obispos católicos, 279 donatistas), intervino enérgicamente el poder estatal. El fin lo puso la irrupción de los vándalos (429).

 

Un donatista de tendencia moderada, Ticonio, fue el primero que calificó a la Iglesia grande como obra del diablo = Babilonia.

 

4. En esta lucha con los donatistas sucedió que Agustín cambió de idea sobre el modo de combatir la herejía. El conocía bien las dificultades para llegar a la posesión de la verdad (cf. § 30) y durante largo tiempo quiso emplear únicamente la confrontación intelectual. Cuando llegó a ser obispo de Hipona, también él tuvo que enfrentarse con un pastor competidor; no pensó en utilizar su fuerza. Pero entonces vio claramente que lo que estaba en juego era un valor inalienable. Los donatistas amenazaban el bien supremo, la unidad de la Iglesia; traían el peor de los males, la escisión real de la Iglesia. Y esta escisión debía ser evitada. Agustín comenzó enviando una carta conciliadora, para llegar a un coloquio fraterno con su colega episcopal. Pero como la parte contraria se evadió hacia un relativismo erróneo, afirmando que, en definitiva, era indiferente en qué partido se era cristiano, cuando, además, amenazó con la violencia y puso en práctica sus palabras, entonces comprendió que tenía razón el amargo compelle intrare (Lc 14,23). No obstante, los obispos católicos, todavía durante la mencionada entrevista del año 411, se ofrecieron en una carta de Agustín a renunciar eventualmente a sus sedes episcopales para asegurar la paz: «la dignidad episcopal no debía obstaculizar la unidad de los miembros de Cristo». Aquí se advierte un grandioso impulso de espíritu pastoral, pronto a amar y servir, modelo de coloquio entre hermanos cristianos separados.

 

5. Otro movimiento de piedad excesiva (= entusiasta), que igual-mente exigía una ascética rigurosa y la fomentaba sobre todo en asambleas privadas, se originó en España con Prisciliano, un seglar culto y rico (más tarde obispo de Avila).

 

Estos movimientos ascéticos que se tornan heréticos no deben ser considerados aisladamente, pues de lo contrario pueden resultar antinaturales para nuestra mentalidad. Son, a pesar de todo, el reflejo herético de grandiosas tentativas ascéticas dentro de la Iglesia ortodoxa, que además, al menos en parte, nos parecen bastante extraños: los estilitas (anacoretas), el ayuno continuo de los ermitaños, especialmente en el desierto egipcio. Sólo la vida cenobítica ordenada por una regla (§ 32) acrisoló estos impulsos violentos, haciendo accesible a muchos, no sólo a unos pocos, la imitación de Cristo en la cruz y en la penitencia.

 

Una sobrevaloración muy diferente de la ascética, pero que al principio fue completamente natural en la Iglesia, la encontraremos en el pelagianismo.

 

Los apologetas se habían servido de la filosofía estoica, entre otras, para explicar la doctrina de la acción moral del hombre, como antes para dilucidar el problema del conocimiento de Dios. Pero la formulación científica no les había impedido fundamentar la vida cristiana en la gracia. Habían evitado el peligro de fundar la vida cristiana sobre una base natural en vez de sobrenatural.

 

6. El monje Pelagio († hacia el 418), oriundo de Britania, sostuvo unas ideas que parecían favorecer una sobrevaloración de las fuerzas morales naturales en el proceso salvífico. Pero fueron sus discípulos, especialmente Juliano, obispo de Eclano, cerca de Benevento, quienes las desarrollaron hasta construir el pelagianismo propiamente dicho. Basta considerar las formulaciones abstractas de este sistema en sí mismas y en sus consecuencias prácticas, lógicamente deducibles, para ver que ya no se trata de religión cristiana, sino de naturalismo; sostiene, en efecto, que la naturaleza del hombre, tal cual es, es capaz por su propio conocimiento y especialmente por su libre voluntad de evitar el pecado y hacer méritos para el cielo.

 

Con semejante doctrina se ponía en tela de juicio tanto la necesidad de la gracia como la necesidad de la redención y, en consecuencia, la revelación cristiana en general[25].

 

Supuesto básico de esta doctrina era el concepto de que el pecado de nuestros primeros padres, incluidos sus efectos, fue asunto meramente personal, no quedando por ello debilitada en absoluto la naturaleza humana.

 

Pelagio, personalmente, fue un hombre lleno de fervor; Agustín lo llama vir sanctus. Desde Roma, huyendo de los devastadores visigodos, llegó con su discípulo Celestino a Cartago en el año 410. En el 416, la doctrina que llevaba su nombre fue condenada por dos sínodos africanos (Inocencio dio su aprobación desde Roma el año 417; Agustín: Roma locuta, causa finita) y luego otra vez en el sínodo general del año 418 en Cartago y del año 431 en Éfeso. Mas la lucha en el Oriente se prolongó hasta el año 450 aproximadamente. Allí Nestorio apoyó a Pelagio (que se había trasladado a Palestina) y su doctrina fue incluso reconocida por sínodos locales. También Juliano se trasladó a Oriente, cuando el emperador Honorio desterró a los pelagianos de Italia.

 

El pelagianismo fue reemplazado por el llamado semipelagianismo, que sostenía que la gracia sí es necesaria, pero no para el comienzo de la conversión, y que tampoco es menester una gracia particular para la perseverancia final. (Paladines de esta doctrina fueron ante todo los monjes de Marsella; de ahí la denominación de «controversia marsellesa»).

 

La lucha duró hasta finales del siglo VI (la condena tuvo lugar el año 529, en Orange). El gran oponente del pelagianismo fue el doctor gratiae, san Agustín.

 

§ 30. LOS GRANDES PADRES DE LA IGLESIA LATINA

 

I. AMBROSIO

 

1. Ambrosio (n. el año 339 en Tréveris) pervive en la tradición casi exclusivamente como uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia latina. Su carácter espiritual es, efectivamente, la base de toda su obra. Pero su importancia traspasa los límites de la esfera teológica, descollando también en la concreta estructuración eclesiástica y político-eclesiástica de su tiempo. Para esta tarea estaba él preparado tanto por su ascendencia (hijo del prefecto galo de Tréveris) como por su educación (en Roma) y por su carrera como alto funcionario del Estado. Aún joven, siendo gobernador de las provincias septentrionales de Italia, sin estar todavía bautizado, fue elegido inopinadamente obispo de Milán, la ciudad de su residencia (374).

 

Fue una de las figuras clave de su tiempo, una personalidad eminentemente occidental en aquellos decenios del despertar general de la teología en Occidente, donde también sus contemporáneos más jóvenes, Jerónimo y Agustín, con sus personales interpretaciones y refundiciones de la teología oriental, estaban tratando de superar el retraso intelectual y asegurar definitivamente el patrimonio de fe ya definido. Fueron también los decisivos años en que bajo el emperador Teodosio, en el Concilio de Constantinopla (381), se determinó que el imperio fuera exclusivamente cristiano (sin paganismo) y que la Iglesia imperial fuera unitariamente «ortodoxa» por la aceptación general del símbolo niceno.

 

2. A pesar de los decretos sinodales, los obispos arrianos y arrianizantes conservaron sus sedes episcopales bajo el emperador Valentiniano y Graciano. También Augencio, predecesor de Ambrosio, había sido arriano, y el clero estaba de su parte. Ambrosio logró vencer el arrianismo y hacer que el clero se le uniera de por vida.

 

El Occidente, bastante aislado del Oriente, apenas tenía conocimiento de los supuestos teológicos del Niceno o, respectivamente, del arrianismo (y sus intrincadas ramificaciones). Fue primero Hilario de Poitiers, después de haber pagado su fidelidad al Niceno con el exilio a Oriente y haber podido allí penetrar en los controvertidos problemas teológicos, quien al regresar a su sede episcopal (360-361) trató de que el Occidente se ocupase de aquellos problemas. Lo iniciado por Hilario lo completó en pocos años Ambrosio con su propio esfuerzo, asombrosamente fecundo, pues no había estado previamente instruido en teología. Y lo consiguió sobre la base de la teología griega de un modo si no genial y creador, sí al menos original y adaptado a las características del Occidente, que no buscaba precisamente la especulación, sino ante todo la claridad y la firmeza: «Más vale temer que conocer los abismos de la divinidad».

 

Logró vencer la tenaz confusión teológico-dogmática vigente en Iliria e Italia, sostenida y fomentada en parte por la corte imperial de Occidente (¡la emperatriz-madre Justina!; véase más adelante), en parte por los obispos semiarrianos y en parte también por el arrianismo de los godos. Desde un principio comprendió la relación esencial entre doctrina o predicación de la doctrina e Iglesia. Vio que es en la rectitud de la profesión de fe —que la Iglesia anuncia— donde está el fundamento y la garantía de su autonomía. Y por eso siguió luchando a favor del Niceno (con su predicación y sus escritos), tanto en el campo teológico, por la pureza de la fe, como en el político-eclesiástico, por la independencia de la Iglesia de las intromisiones del poder estatal. Y así consiguió nada menos que la «reorganización de la Iglesia estatal sobre la base nicena» (Von Campenhausen, Padres latinos).

 

3. El centro de su trabajo episcopal fue la cura de almas por medio de la predicación. Sus sermones trataban preferentemente de explicar las Escrituras, en especial el Antiguo Testamento, al cual Ambrosio, sirviéndose del método alegórico, entonces nuevo en Occidente, le quitó por una parte su carácter escandaloso y por otra le hizo ganar nuevas profundidades.

 

Mas en los escritos de Ambrosio nos sorprende —¡poco antes de Agustín!— un profundo conocimiento de Pablo. Junto al rigor de la ley encontramos la misericordia del evangelio. Descubrimos una actitud religiosa global, arraigada en la conciencia y que exige una renuncia al pecado como penitencia interna. El interés, sin menoscabo de la elaboración teológica, está siempre orientado hacia los valores religiosos y prácticos. La expresión es clara y sobria. Y está avalada por una intensa actividad pastoral, admirada por el mismo Agustín, en los diversos ámbitos ministeriales (especialmente en la instrucción de los catecúmenos), apoyada además en una vida de oración y ascesis.

 

4. Para el historiador interesado en la investigación de las causas de los acontecimientos, a una con los fenómenos de la crisis política por la supervivencia del Imperio romano occidental, que decididamente se agudizó con la migración de los pueblos, aflora el problema del todavía lejano nacimiento de la civilización occidental. Toda su historia, desde sus inicios, estará ensombrecida por la decisiva cuestión de cómo la Iglesia y el poder político habrán de «compartir» su dirección: con un claro distanciamiento del sistema oriental, en el que el emperador fue y sigue siendo el señor de los dos poderes.

 

a) Mucho antes de que los papas Gelasio y León I proclamasen, en el siglo siguiente, la separación de ambos poderes, ya fue Ambrosio, el defensor de la independencia de la Iglesia, quien anunció la autonomía de cada uno de los dos poderes en el campo respectivo. En todo lo que atañe a la religión, en asuntos de fe y de constitución eclesiástica es el obispo, con su confianza puesta en Dios, el único que tiene competencia directa y, llegado el caso, debe «ofrecer resistencia», esto es, negar al emperador los medios de la gracia, separándolo de la Iglesia. La Iglesia debe ser independiente. «El emperador está en la Iglesia, no sobre ella». Pero lo más importante es que en estas expresiones y decisiones (¡tan numerosas!) quien habla, en el fondo, es siempre el sacerdote. Cuando Ambrosio tiene que plantear ciertas exigencias que por su naturaleza tocan directamente la esfera política, éstas nunca están motivadas por el ansia de poder; Ambrosio, que en el fondo es sensible a la idea del Estado o Imperio romano, jamás piensa en humillar a quienes ostentan el poder estatal o en someterlos a su propia esfera del poder eclesiástico, y muchísimo menos en querer triunfar sobre ellos. Muy al contrario, Ambrosio es tal vez la representación más pura y fiel que conocemos de una relación equilibrada y efectiva entre ambos poderes; es plenamente sensible a la independencia del poder estatal, que para él es no sólo evidente, sino una necesidad para el justo orden del mundo. Pero este poder tiene un límite: la revelación, la verdad de la fe cristiana y la Iglesia.

 

b) En los múltiples e importantes conflictos con la corte, la emperatriz-madre, el consejo imperial y el mismo emperador fue un táctico extremadamente hábil y refinado, decidido a todo, pero pensando y obrando siempre como sacerdote y pastor. En este sentido, negó al paganismo el reconocimiento oficial por parte del Estado cristiano (la reconstrucción del altar de la diosa Roma en el Senado, los sacrificios correspondientes, el mantenimiento del apoyo financiero público para los colegios de sacerdotes paganos), escamoteando la solicitud magistralmente sopesada, pero profundamente escéptica[26], del retórico Símaco; se opuso a la entrega de su iglesia al obispo antiniceno propuesto por la corte, y eso aunque un edicto imperial hubiera salido en defensa de los semiarrianos (homoiousiani) y hubiera amenazado de muerte a sus adversarios por delito de lesa majestad; organizó formalmente la oposición (que se estaba convirtiendo en motín) de los fieles reunidos en la iglesia; mediante una alocución pública en el templo ante la comunidad reunida obligó al emperador Teodosio a revocar el decreto de reconstrucción de la sinagoga, incendiada por unos monjes fanáticos. En el mismo sentido, después de la cruel matanza de Tesalónica (390), sin viso ninguno de pronunciamiento despiadado, escribió a Teodosio comunicándole claramente la amenaza de excomunión, lo que el mismo Teodosio interpretó como una seria advertencia del sacerdote y pastor; así, Teodosio vino a la Iglesia sin ornamentos imperiales y confesó su culpa ante la asamblea, distinguiendo luego a Ambrosio con su amistad, hasta la muerte.

 

5. Como ya hemos indicado, Ambrosio piensa teológicamente, siendo su punto de partida específico la Iglesia y, en ella, su carácter sacramental. Su concepto de la misa como sacrificio místico es profundísimo y orientador. Y él fue además quien descubrió la fuerza inherente a la oración cantada por toda la comunidad en la iglesia. También aquí recogió la herencia del Oriente, enriqueciendo el patrimonio y regalando a sus creyentes con nuevos himnos, que no solamente conmovieron a Agustín[27], sino que aún hoy nos edifican a nosotros.

 

Finalmente, ese obispo figura también entre los grandes modelos de la Iglesia por haber sido un padre de los pobres, como habrían de serlo después, y cada vez más, los obispos durante la época de la invasión de los bárbaros: los pobres son el tesoro de la Iglesia, la cual, a su vez, puede ser totalmente pobre.

 

II. AGUSTÍN

 

1. El Imperio romano se había convertido en el marco del desarrollo y robustecimiento de la Iglesia (los cristianos veían en esta coincidencia la ejecución de un plan divino). Bajo la protección del Imperio romano, la Iglesia había comenzado a plasmar la nueva vida cristiana. En el momento en que la parte occidental del Imperio comenzó a tambalearse ante el asalto de los pueblos germánicos y el ocaso de la civilización antigua entró en su fase aguda (§ 32), Dios concedió a su Iglesia un hombre que compendiaba en sí: 1) todo el trabajo realizado en la Iglesia hasta entonces, 2) toda la antigua civilización greco-romana, y que 3) la unificó e incrementó con su eminente y creadora personalidad y santidad, de forma que esta riqueza fue capaz de guiar y regular la formación espiritual y política del nuevo mundo medieval que se avecinaba: Aurelio Agustín.

 

2. La imponente obra de Agustín se debe ante todo a la poderosa plenitud y creativa profundidad de sus conocimientos espirituales, que lo sitúan al lado de Platón, y al mismo tiempo a su relevante personalidad, caracterizado y fecundado todo ello por una extraordinaria fuerza religiosa. La religiosidad de Agustín era inusitadamente amplia, y se vio realizada e iluminada por la fe cristiana. En su figura hay algo infinitamente atractivo, íntimamente conmovedor, que en nada ha disminuido con el paso de los siglos. Nos hallamos ante un genio como la historia raras veces ha conocido y, a la par, ante un heroico luchador. Por él sabemos de experiencias singulares, que agitan, iluminan y regeneran, de auténticas revoluciones espirituales, religiosas y morales en el verdadero sentido de la palabra. Agustín se hizo cristiano a través de un largo y misterioso proceso, unas veces vistoso y ufano, muchas otras fatigoso y hasta atormentador, en el cual —según sus propias palabras— Dios le buscaba y acabó por atraparlo. Durante un tiempo se abatió sobre él la duda, casi una verdadera desesperación de poder hallar la verdad.

 

La búsqueda apasionada de lo verdadero, la heroica lucha de su voluntad, la experiencia del fracaso moral y de la angustia por el pecado y, finalmente, el feliz refugio en la gracia de Dios, que se transformó en una adoración pletórica de ideas[28], casi inagotable, demuestran una inconcebible riqueza de valores espirituales, más exactamente religiosos y, en definitiva, cristianos. Recorrió, paladeó y sufrió todas las alturas y bajezas de la humanidad, toda su miseria, pero también la dicha de la ciencia universal y de la actividad creadora. Consecuencia de esta búsqueda fue su gran humildad, que le hacía decir a los maniqueos: «Que se irriten contra vosotros aquellos que no han experimentado lo difícil que es hallar la verdad»[29]. Una adecuada caracterización de su íntima profundidad se encuentra en sus propias palabras, más frecuentemente citadas que comprendidas, que constituyen no sólo el comienzo, sino el manantial del cual brota el sobrecogedor arrebato de sus Confesiones (como reflejo de su evolución): «Intranquilo está nuestro corazón, oh Dios, hasta que descanse en ti». Agustín fue «una de las almas más religiosas que jamás existieron». Toda su vida giró en torno a Dios. Mucho antes de que se diese cuenta, ya lo estaba buscando, una anticipación viviente de las insondables palabras de Pascal: «Tú no me buscarías si no me hubieras encontrado ya». Después de su conversión, Dios fue para él más cercano y más cierto que todo el mundo.

 

3. Agustín nació el año 354 en Tagaste, Numidia. Su padre era pagano; su madre, a quien veneramos como santa Mónica, era cristiana e hizo que el muchacho fuese admitido entre los catecúmenos. En sus años de estudiante llevó una vida bastante desenfrenada moralmente. Sus Confesiones están llenas del más amargo arrepentimiento de aquel tiempo. Después de terminar fuera sus estudios (se hizo maestro de retórica), comenzó su ya mencionada evolución interna, tan singularmente rica; el estudio le proporcionó toda la cultura de la época, que él pudo asimilar y elaborar creadoramente, dotado como estaba de altas prendas. La primera ocasión de profundizar su pensamiento se la brindó el Hortensius, un escrito filosófico de Cicerón. A los veinte años (desde el año 375), intranquilo y ansioso de verdad, se hizo «oyente» (el grado más bajo) de los maniqueos. Nueve años tardó en deshacerse de esta herejía; pero el maniqueísmo, para su bien, lo convirtió en escéptico. Su inseguridad interior se hizo cada vez mayor, sin dejar por eso de buscar incansablemente la verdad.

 

En el año 383 llegó a Milán como profesor de retórica. Allí habría de vivir el período más decisivo de su evolución. Antes los relatos de la Sagrada Escritura le habían parecido «cuentos de viejas», pero ahora, bajo la influencia de las homilías de san Ambrosio, la lectura de la Biblia se le tornó una gozosa costumbre. En esta época, el neoplatonismo, a menudo citado por Ambrosio, tuvo en él efectos relajantes. Entonces se le quedaron grabadas para siempre algunas actitudes anímicas y concepciones especulativas fundamentales. De aquí procede tanto su concepto de Dios (= summum bonum) como su religiosidad mística (contemplación de este supremo bien). El neoplatonismo descubrió a Agustín un nuevo mundo religioso suprasensible, una nueva esperanza de redención y comunión con Dios. Este terreno espiritual así preparado fue luego plenamente fecundado por las cartas de san Pablo. Agustín escuchó la llamada de la gracia y a la edad de treinta y tres años, en la noche de Pascua del año 387, se hizo bautizar con su hijo y un amigo de Ambrosio.

 

Antes de su viaje de regreso al África falleció en Ostia su madre, Mónica (noviembre del año 387). Siguieron luego tres años de soledad en sus posesiones de Tagaste, dedicados a la oración y al estudio; fueron los grandes ejercicios espirituales del santo antes de su heroico trabajo al servicio de la Iglesia. En el año 391 Agustín fue ordenado sacerdote y en el 395 consagrado obispo auxiliar de Hipona.

 

Siendo obispo (desde el año 396) vivió como un monje, junto con su clero. Ocupó su vida en toda suerte de actividades pastorales: la acción (actividad caritativa, vida de sacrificio personal), la palabra (predicación, catequesis para el clero y para el pueblo), sus obras literarias y la oración.

 

Murió en el año 430, mientras los vándalos asediaban su ciudad, cuando un nuevo tiempo, «la Edad Media», estaba a las puertas.

 

4. Los escritos de Agustín son filosóficos, filosófico-históricos, exegéticos, dogmáticos, polémicos, catequéticos y autobiográficos. Entre los últimos figuran: 1) sus famosas Confesiones, uno de los grandes libros de la literatura mundial, que ha ejercido enorme influencia en todos los tiempos hasta nuestros días; 2) sus Retractationes, una especie de mirada retrospectiva y autocrítica de sus numerosos escritos compuestos hasta el año 427.

 

Su libro de mayor influencia es ciertamente La ciudad de Dios. Va dirigido contra algunas acusaciones que consideraban el curso de la historia universal como refutación de las doctrinas cristianas o lo veían en desacuerdo con la bondad de Dios. Ofrece una genial filosofía de la historia, específicamente cristiana, que influyó de modo esencial en las ideas medievales, más aún, les dio propiamente su fundamento; se presenta como una apología frente las objeciones cristianas y paganas, valiéndose de las ideas de providencia, libre albedrío, eternidad y, sobre todo, de la voluntad inescrutable de Dios, y así explica el sentido del mal y del dolor en el curso de la historia. Hay dos civitates, una la de Dios, otra la del diablo. La ciudad de Dios es el poder espiritual, que a la luz de la revelación es el señor nato hasta del poder temporal aunque en este siglo le esté generalmente sometido; una obra divina, en cuyo cumplimiento trabaja la historia universal. Mediante la «ley eterna», el divino legislador establece misteriosamente el número de los elegidos a quienes pertenece la ciudad de Dios. La comunidad de los elegidos es la auténtica civitas Dei, la ciudad de Dios, ¡precisamente invisible! Por eso hasta el juicio del último día estas dos civitates, la de Dios y la del diablo, están entrelazadas. Y por eso, hasta aquel día, los justos no son siempre ni sencillamente identificables. Y esto es debido a que hay enemigos de la Iglesia que no son enemigos de Dios, sino que un día serán admitidos como hijos de Dios; y, al contrario, muchos que están sellados por el sacramento no se salvarán.

 

A los mencionados escritos hay que añadir además sus numerosos sermones y cartas; estas últimas raras veces tratan de asuntos personales; son más bien tratados filosófico-teológicos.

 

5. La importancia teológica de Agustín se basa principalmente en dos cosas: 1) fue el predicador del pecado y de la gracia (en contra del pelagianismo); 2) fue el heraldo de la Iglesia visible, jerárquicamente estructurada, como única mediadora de la salvación[30], y de su santidad objetiva (contra el donatismo, cf. § 29). También en la cristología se impuso la vasta fecundidad de Agustín por medio de las escrituras y su esclarecido concepto de la persona del redentor. Ya antes de Éfeso y de Calcedonia (§ 27) enseñó él la fe ortodoxa sobre la única persona de Cristo y sus dos naturalezas. Quizá hubiera podido ahogar en germen la difusión de las controversias cristológicas. Pero murió en vísperas del Concilio de Éfeso.

 

Primeramente Agustín tuvo su ascendencia espiritual en la filosofía estoica; después se nutrió intensamente, como ya se ha dicho, de Platón (neoplatonismo) y, en cuanto teólogo, del trabajo intelectual de los Padres griegos. La religión como conocimiento la encontramos en él casi de la misma forma (pero profundizada) que en los apologetas del siglo II. Pero a esto se añade, como carácter determinante, un doble aspecto: 1) tiene un contacto íntimo y originario con su Dios, principio de todo ser, intimidad que supera toda reflexión y toda fórmula; 2) personalmente experimenta en sí la fuerza del pecado, la necesidad de redención del hombre, la omnipotencia de la gracia; por eso coloca la teología paulina del pecado y de la gracia como punto céntrico de su pensamiento. Ambas corrientes teológicas, reunidas en Agustín, dominaron la Edad Media.

 

6. Agustín es una de las máximas encarnaciones del pensamiento cristiano, de la síntesis cristiana; no sólo por la gran plenitud de su espíritu, interesado creadoramente en todos los problemas; no sólo porque él representaba la especulación y la mística, sino principalmente por la unión en él de una piedad personalísima (¡la piedad de una mente tan genial y poderosa!) con la fidelidad a la Iglesia. Experimentó en sí mismo como pocos la vivencia religiosa y, sin embargo, también anunció intelectualmente, abriendo caminos científicos, la objetividad de la Iglesia sacramental. En él tenemos un insigne modelo de la síntesis cristiano-católica entre conmoción personal y subjetiva y aceptación de valores objetivos: nada tiene valor si tras él no está el hombre interior; pero éste no es la medida de sí mismo y de las cosas, sino que frente a él está indefectiblemente la única Iglesia, institución de gracia, fundada por Jesús. El convencimiento individual, decisivo, está complementado con la igualmente indispensable formación de la conciencia en la revelación objetiva, con la comunidad de fe sacramental y eclesial. Con ingente poder intelectual, iluminado por la gracia, Agustín sostuvo en sí mismo y proclamó la tensión entre estos dos polos, vitalmente imprescindibles[31]. La carencia de este poder intelectual contagioso y avasallador convirtió más tarde a Lutero en hereje.

 

III. JERÓNIMO

 

1. También Jerónimo (entre los años 345-420), nacido de familia cristiana en Estridón (Dalmacia) y bautizado relativamente joven, es uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia latina. Se convirtió de la actividad secular a la religiosa y en Aquileya abrazó una especie de vida monástica en comunidad con algunos amigos. Nunca se cansó de alabar la ascética, que él practicó durante muchos años, y la virginidad, por la que entusiasmó a muchos. Había conocido la vida monástica en Tréveris, donde Atanasio compuso su Vida de san Antonio. Con su propaganda literaria dio a conocer el verdadero ideal monástico en Occidente. Sus homilías y sus instrucciones privadas e íntimas en el convento de Belén, su ardiente amor a Cristo y su sencilla fidelidad a la Iglesia romana y sobre todo los servicios, jamás bien ponderados, que este filólogo (dominaba también el griego y el hebreo) prestó a la Iglesia, dotándola de un texto más puro de la Sagrada Escritura, del Antiguo y del Nuevo Testamento[32], junto con una gran cantidad de comentarios de los libros sagrados, son otros de sus muchos y extraordinarios títulos honoríficos.

 

2. Pero frente a estos méritos presenta también un carácter impregnado de excesivas debilidades humanas, fogoso, fácilmente irritable, que perseguía a sus adversarios con malvada y mordaz ironía y hasta con odio, que no podía vencer su ilimitada vanidad. En resumen, su carácter no corresponde precisamente a la idea que generalmente se tiene de un santo.

 

No obstante, vive como un monje e incluso durante casi dos años como un ermitaño (en el desierto de Chalcis, cerca de Alepo). Hay que tener presente que este «monacato» no significaba pobreza ni auténtica sujeción a la obediencia. Más importante es el hecho de que su aspiración ascética personal rara vez es unitaria e interiormente nunca es libre del todo. Según sus palabras, fue el «miedo al infierno» el que le llevó allí, a la soledad, donde no llegó a librarse de la nostalgia de la vida y del ambiente refinado de la gran ciudad, Roma[33], y de su «ardiente deseo». No obstante, resistió.

 

3. El verdadero rasgo que caracteriza toda su vida es su incesante aspiración a la cultura. También en su «monacato» lo que realmente le importó fue que su piadoso retiro le proporcionase sosiego y amparo bastante para sus estudios. Es un apasionado amigo y coleccionador de libros; siempre tiene consigo su biblioteca, que constantemente aumenta a su propia costa y a la ajena, tanto en la vivienda de su amigo de Aquileya como en la gruta del desierto en sus tiempos de ermitaño, igual en Roma, siendo influyente secretario privado del papa Dámaso, que en Belén de Palestina, al ejercer de superior de su monasterio. Es un constante deseo de cultura que le impulsa al intercambio de ideas por vía oral o escrita con amigos y amigas, lo que al fin se traduce en una vasta correspondencia: rasgos ambos verdaderamente «humanistas». Forman parte del cuadro típico de su vida[34] pequeños y grandes círculos de nobles damas, a quienes él entusiasma por la ascética y la vida claustral, que le escuchan y admiran, que se interesan por su trabajo.

 

Jerónimo vivió hondamente el problema humanista de «cultura mundana y ansias de perfección cristiana» y lo describió (por ejemplo, en su diálogo en sueños con Dios, en el que se le tilda de «ciceroniano»); esta tensión jamás logró superarla enteramente.

 

4. Cuán egoísta fue su interés por la formación teológica, a la que dedicó tan ingente trabajo, nos lo demuestra su postura respecto a la controversia arriana. Y se trataba de un problema de importancia vital para la Iglesia. Pero Jerónimo era un tipo adogmático. Las fórmulas teológicas le parecían más bien sutilezas griegas o pleitos de monjes.

 

Y esto se demostró igualmente en el tiempo que pasó en Constantinopla; eran los años decisivos de la victoria del Niceno (379-382). Por lo demás, en las posteriores controversias cristológicas jamás adoptó una posición clara[35]. (Deberemos recordar esto cuando más tarde hablemos del «adogmatismo» de Erasmo; Jerónimo fue su patrón protector).

 

En cambio, fue muy significativo y de gran importancia para el futuro su concepto de la Iglesia. Lo entendió con Roma como centro, pero haciendo insistencia en el punto de partida, la sucesión apostólica, en la cual el ministerio y el sacramento tienen tal consistencia que por principio es imposible una escisión.

 

5. Hablando de Jerónimo, siempre hay que aludir a su trabajo bíblico. La fuente y el modelo de su quehacer científico sobre la Escritura, que él quería traducir a los latinos desde la «verdad» hebraica y griega, fue sobre todo Orígenes. Jerónimo, de hecho, renovó la Biblia latina y aclaró de raíz la confusión existente. Desde entonces leemos el texto en la forma por él elaborada, la Vulgata.

 

También comentó gran parte de los libros de la Escritura. Basándose en la verdad histórica y, consiguientemente, en el sentido literal, quiso destacar su contenido espiritual. Por eso combatió después tan duramente a su venerado modelo Orígenes, por causa de su alegorismo. A Jerónimo lo único que verdaderamente le importaba era el texto correcto. Su interpretación deja bastante que desear (y no sólo por la inaudita rapidez de su trabajo, lo que por fuerza tenía que acarrear errores por inadvertencia).

 

El hecho mismo de las traducciones implica un importante problema con respecto a la conservación pura de la revelación. Se advierte especialmente en el paso del griego a una lengua de espíritu tan radicalmente diferente como el latín. Este problema, de tanto alcance para la historia de la Iglesia, con el que ya hemos tropezado en otro contexto (§ 25,7), se puede ejemplificar en la traducción de una palabra como «metanoeite = cambiad de pensar» con «poenitentiam agite = haced penitencia» (Mt 3,2; 4,17).

 

§ 31. LOS POBRES Y EL CULTO LITÚRGICO

 

1. La libertad de la Iglesia, su creciente influencia en el Estado y en la vida pública y el rápido crecimiento de la importancia social de los obispos hacían ahora posible la ampliación de los cuidados caritativos (§ 19) y su práctica regular. Los bienes de la Iglesia eran en parte bienes de los pobres. Tanto los seglares como el clero debían entregar para los pobres lo que no necesitasen para vivir. También ahora el centro de la caritas era el obispo, el cual, como nos informa, por ejemplo, Basilio de Cesarea[36], dirigía múltiples actividades asistenciales. La desigualdad económica seguía considerándose cosa obvia, pero con un significado más hondo: se veía como consecuencia del pecado (¡Agustín!), y de diversos modos se trataba de suavizar sus asperezas.

 

Partiendo de esta postura, la Iglesia no suprimió de golpe, por ejemplo, la esclavitud. La predicación de Jesús no se había dirigido en absoluto hacia un comunismo económico. Ahora bien: los esclavos dejaron de ser considerados como cosas. Su alma inmortal, redimida por Jesús, tenía el mismo valor que la de su señor, y la ley del amor, de la justicia y de la mansedumbre también imponía al señor deberes para con sus subordinados. El trabajo y el oficio o profesión fueron generalmente ennoblecidos y apoyados por la fe de que también eran un medio para conseguir la perfección cristiana.

 

Así como la caridad de la Iglesia de Roma ya había sido célebre en los primeros tiempos del cristianismo, también allí se organizó muy pronto y sistemáticamente la ayuda a los menesterosos (listas de pobres). En la época de san Juan Crisóstomo, la Iglesia de Antioquía tenía que cuidar de unos 10.000 pobres y la de Constantinopla de 7.700. A esto se añadía el cuidado de los expósitos, de los que se hallaban en peligro moral, de los perseguidos (derecho de asilo en las iglesias), de los prisioneros (también rescate, especialmente durante la invasión de los bárbaros). Se fundaron (primeramente en Oriente) albergues de forasteros y hospitales (por lo que los paganos envidiaban a los cristianos: el emperador Juliano). Así fue apareciendo poco a poco (junto con la construcción de iglesias) el verdadero rostro de la ciudad cristiana.

 

El estado floreciente de la vida religiosa se manifestó plenamente en los grandes santos teólogos del siglo IV, en los mártires bajo el reinado de Juliano, en Persia (donde en el año 342 Shahpur II emprendió una sangrienta persecución en la que, al parecer, perecieron 16.000 cristianos, entre ellos casi todos los obispos) y en el florecimiento del monacato (§ 32).

 

2. Estas breves indicaciones hacen necesaria una reflexión general. Como suele suceder entre los hombres, tampoco entonces se alcanzó plenamente ni en todas partes el ideal cristiano (del que en tantas cosas quedó deudor incluso el cristianismo primitivo). Con el rápido crecimiento del número de los cristianos tampoco se podía evitar que la cristianización resultase excesivamente superficial, sin llegar a ser una sincera conversión. Frecuentemente encontramos quejas (muy insistentes en Orígenes, muy ásperas en Jerónimo) contra este cristianismo aparente. Pero la figura y la vida de Jesús y los modelos de vida cristiana heroica de los tiempos antiguos (mártires, confesores), así como las nuevas formas de vida recoleta (ermitaños, monjes), hicieron que el ideal siguiera manteniéndose presente y efectivo en las conciencias. Es éste un fenómeno que encontraremos en todos los siglos de la historia de la Iglesia: la miseria moral del hombre reaparece una y otra vez, pero también lo decisivamente nuevo; la ley del amor y de la perfección establecida por la revelación (esto es, por Dios) constituye una fuerza indestructible e inagotable de edificación.

 

3. Una vez que la Iglesia quedó en libertad y como Iglesia del imperio, como Iglesia del augusto emperador, salió a la luz pública, también pudo desarrollarse el culto divino cristiano, cada vez con mayor grandiosidad. Aumentó la solemnidad exterior, sirviendo de modelo el ceremonial de la corte. Esto se hizo notar principalmente en la celebración de la misa. A la gran plegaria eucarística de los primeros cristianos se añadieron progresivamente nuevas lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento y nuevas ceremonias sagradas, hasta el punto de resultar una liturgia impresionante. Entre las lecturas de la Escritura se cantaban salmos. Ambrosio fue el que introdujo este canto en Occidente, componiendo él mismo varios himnos, doce de los cuales han llegado hasta nosotros (cf. § 30). El texto de la misa aún no estaba del todo establecido; todavía el obispo (o el sacerdote) celebrante lo formulaba libremente, dentro de un cierto esquema. Este fue uno de los motivos de que las oraciones (especialmente el orden de las mismas) cambiasen de una iglesia a otra. De ahí que su configuración no se haya de entender en el sentido de una norma central, sino como conservación de una tradición cristiana asombrosamente unitaria en el Occidente o como expresión de un crecimiento unitario.

 

El crecimiento de las comunidades y de los locales de reunión hizo poco a poco necesaria la fijación tanto del orden como de los textos. Naturalmente, en los lugares de mayor importancia eclesial, en las sedes patriarcales, fue donde se tomaron las correspondientes disposiciones. En el ámbito de la liturgia griega, con sus múltiples diferencias (Alejandría, Antioquía, Bizancio), se desarrollaron liturgias particulares en Egipto y en Siria, usando la propia lengua nacional (y en parte con infiltraciones heréticas). Cuando el latín se impuso en Roma y en el norte de África, se constituyó en estos lugares un campo litúrgico propio, dentro del cual surgieron a su vez distintas peculiaridades (rito romano —de Roma ciudad—, galo, español antiguo, después el iro-céltico, galicano, milanés). Más tarde aún se impuso como norma para el Occidente la forma romano-africana (fuertemente influida por elementos germánicos a partir de los siglos VIII y IX).

 

Durante mucho tiempo se mantuvo la antigua costumbre judía según la cual los que oraban estaban de pie, tal como atestigua todavía hoy el canon de la misa, en el cual se pide por todos aquellos «que están de pie en torn(circumstantes).

 

Además de la liturgia dominical, a partir del año 350 aproximadamente, comienza a haber culto divino también en los días feriales[37]. Surge con ocasión de los días estacionales y las fiestas de los mártires, pero al principio no es celebrado por toda la comunidad. Por lo que parece, esta costumbre se originó primeramente en el norte de África: Agustín, por ejemplo, la recomienda para los tiempos de peligro. Sin embargo, la regla de los benedictinos, por ejemplo, demuestra (cap. 35) que en el siglo VI no existía todavía la costumbre de celebrar misa diariamente ni aun en los monasterios.

 

4. Al principio sólo había un altar en cada iglesia (como entre los griegos, que aún no conocen la misa privada). Hasta el siglo VI no hubo vestiduras litúrgicas especiales. A partir del siglo V aparece la tonsura. Entonces se hizo cada vez más urgente el problema de una regulación de las nuevas vocaciones, así como de todo el estilo de vida de los sacerdotes. Algunas veces se hacía el máximo hincapié en el trabajo manual para el propio mantenimiento, cosa que, con diverso significado, habría de desempeñar tan gran papel en el monacato benedictino. Pero también había, como en la Iglesia primitiva (1 Cor 9,13: «Quien sirve al altar, debe vivir del altar») ofrendas libres y limosnas en dinero (tanto en la liturgia como fuera de ella), que servían para la manutención del clero. En aquellas iglesias particulares (numerosas ya en el siglo IV; véase Agustín) en que había escuelas de catequistas también había una posibilidad, más o menos regular, de formación para los futuros sacerdotes.

 

La ordenación de obispos y sacerdotes estaba rodeada de una solemnidad especial; de esto dan testimonio las constituciones apostólicas (hacia el año 380) y los decretos de un Concilio de Cartago (398).

 

Se concedió mayor valor a la forma externa de la predicación. Maestros de predicación cristiana son los tres «capadocios», lo mismo que Crisóstomo, Ambrosio, Agustín y León I. En sus sermones se hace patente la herencia de la antigua cultura. Lo cual capacitó a estos hombres para extraer de la revelación un inagotable tesoro de pensamientos cristianos, de sentimientos, oraciones y consejos de diverso género, y darles una formulación válida. Aun cuando hoy algunas cosas referentes al método y a la exposición ya no nos interesan ni atraen, con todo aquellas lumbreras de la Iglesia, vistas en su conjunto, no han sido ni mucho menos superadas como anunciadores de la buena nueva.

 

Es importante observar este crecimiento y, con ello, la gran diferencia existente entre el culto cristiano primitivo (siglos I, II y aun el III) y el de la época posconstantiniana y preguntarse por sus causas. En el primer período urgía la necesidad de distanciarse del mundo pagano. Si en el trabajo eclesiástico de entonces, aparte del impulso de difundir la buena nueva, se puede admitir la existencia de una planificación, podemos afirmar que precisamente porque la Iglesia se centró sobre todo en su íntimo núcleo, por eso pudo vencer al paganismo, por su fuerza de irradiación. En el imperio pagano pudo a lo sumo cristianizar en parte algunas ideas centrales de validez universal, como vimos en la doctrina del logos spermatikós. A finales del siglo III, en el largo período de paz, los cristianos se hicieron más abiertos al mundo.

 

Cuando se alcanzó libertad externa para profesar la fe y reunirse y la afluencia a la Iglesia creció enormemente, se hizo posible y pedagógicamente aconsejable tomar en consideración conceptos y costumbres populares y símbolos religiosos muy difundidos y apropiárselos dándoles una interpretación cristiana: para tal adaptación (§ 5) se abrieron nuevas posibilidades y nuevas tareas. Por cierto que con ello también surgían nuevos peligros de cosificación religiosa, especialmente de superstición, que no siempre se pudieron evitar.

 

5. Aumentaron las fiestas del Señor con la de la Ascensión (mencionada por vez primera en el año 325) y principalmente con la Natividad del Redentor (la celebración de esta fiesta el 25 de diciembre está atestiguada en Roma hacia el año 330).

 

a) El culto de los mártires pudo también ahora desarrollarse libremente, llegando a su máximo esplendor. Ya en tiempo de las persecuciones los obispos habían confeccionado listas de mártires y confesores; hacia fines del siglo IV comienza a aparecer el santoral cristiano. Posteriormente se añadió el culto a otras personas consideradas como santas, especialmente obispos. En Occidente, el primer día conocido es el de san Martín, obispo de Tours, muerto en el año 397.

 

b) Gran incremento experimentó el culto de la Virgen María, Madre de Dios. A esto contribuyó el progresivo movimiento ascético, que exaltaba la gloria de la virginidad, y el solemne decreto de Éfeso (contra Nestorio). La Madre de Dios es ensalzada en escritos, predicaciones y cantos. Como primera iglesia mariana se considera la de Éfeso, donde se celebró el Concilio del año 431; poco después fue consagrada en Roma la actual basílica de Santa María la Mayor, y a éstas siguieron en seguida muchas otras iglesias marianas, especialmente en Oriente.

 

c) Una manifestación especial de piedad fueron las peregrinaciones a las tumbas de los mártires (especialmente en Roma y también en Egipto) y a Palestina (la emperatriz Elena fue la primera peregrina; una célebre descripción de esta peregrinatio procede de Eteria [Egeria] de Aquitania en el año 383).

 

El motivo de las peregrinaciones piadosas desempeña en la historia del cristianismo un papel muy determinante, difícil de valorar. Jesús y sus apóstoles dieron ejemplo de esta forma de predicación ambulante; llevaban la buena nueva y buscaban a los hombres. Después de la liberación y ya en la Edad Media, al lado de este deambular ascético y misionero (misión iroescocesa y anglosajona; misión de ultramar), surgió algo completamente nuevo, que ya se puede atisbar en los viajes mencionados (Elena, Eteria): se buscaba lo santo en determinados lugares; así se configura la peregrinación en sentido medieval (§ 58).

 

6. Con la liberación de la Iglesia también se abrió libre camino para el arte figurativo cristiano. Se necesitaba iglesias grandes. Rápidamente se construyeron en gran número (mecenazgo de los emperadores; templos dedicados a los mártires, iglesias de peregrinación, más tarde fundación de monasterios). En ellas pudo desarrollarse la fuerza creadora del cristianismo en los más variados campos artísticos: arquitectura (construcciones en forma de cruz griega, especialmente en Oriente, y basílicas en forma de cruz latina), arte del mosaico, tallas en marfil y en madera. Los temas principales de la ornamentación interior de las iglesias eran: el paraíso con los cuatro ríos (de la vida), el Buen Pastor y el cordero, la resurrección de Lázaro. También las tumbas (sarcófagos) presentaron fecundos trabajos.

 

El desarrollo del arte cristiano va estrechamente unido a la postura de la Iglesia frente a la cultura en general. Ahora se rechazan las tendencias rigoristas, predomina la afirmación de los conceptos antiguos, pero exentos del elemento sensual pecaminoso. Qué valor tenga el elemento puramente artístico de estos fenómenos en una perspectiva genuinamente eclesial (referente a la expansión del reino de Dios) es un problema complicado que no puede resolverse en pocas líneas. En todo caso, prescindiendo de representaciones particulares, es importante decir que la Iglesia anunciadora del evangelio dio al orden iluminado por la belleza una impronta nueva, constituyéndolo a la vez en marco de la buena nueva.

 

En la basílica cristiana, el lugar destinado al clero está separado del de los fieles por unas cancelas, que, sin embargo, no dividen el espacio y, evidentemente, hacen posible a todos la concelebración del único sacrificio. Para la lectura de la epístola y del evangelio hay pulpitos a propósito: los ambones.

 

§ 32. EL MONACATO

 

1. El siglo IV es también el siglo del monacato. Creación del Egipto cristiano, el monacato tuvo su primera floración general en Oriente. De allí pasó a Occidente, convirtiéndose también aquí en guía de su milenaria historia medieval. En Oriente mantuvo con mayor rigor su radical separación del mundo y raras veces intervino en el curso de la historia[38]. Pero también allí, o precisamente allí, como refugio genuino de la renuncia al mundo y centro de cultivo de la liturgia y el arte sacro, constituyó un hontanar de vida para toda la Iglesia cristiana.

 

2. Jesús había enseñado que sólo una cosa tiene valor para el hombre: lo que no muere (Mt 10,28; 16,26). Pablo había exhortado a su comunidad a no sobrecargarse con las cosas de este mundo, sino a utilizarlas como si no las utilizara (1 Cor 7,29-31). Con los candiles encendidos y los delantales ceñidos (Lc 12,35) debían los cristianos esperar la llegada del esposo. La renuncia al mundo, rasgo característico del cristianismo primitivo, fue luego debilitándose gradualmente en toda la cristiandad. Sin embargo, nunca dejó de estar vigente el espíritu de renuncia que exigía la doctrina fundamental del cristianismo y que en los primeros siglos celebró en los mártires su más importante victoria. Tanto la confesión de Pablo de que la ley del pecado vive en nuestros miembros (Rom 6,19), pero que él (Pablo) castiga su cuerpo (1 Cor 9,27), como su grito anhelante de quedar libre de este cuerpo de muerte (Rom 7,24), junto con la doctrina y la vida de Jesús, impulsaron cada vez más a mortificar el cuerpo y sus apetitos, esto es, a practicar la ascética. Ya hemos visto las exigencias rigoristas de algunos círculos gnósticos, de Montano, Tertuliano, Novaciano. Sus exageradas ideas les llevaron a actitudes contrarias a la Iglesia. Pero también en la Iglesia hubo siempre ascetas que por amor a Dios renunciaron al matrimonio, a los bienes, a la carne y al vino. Estos, no obstante, en los primeros siglos, continuaron ejerciendo su profesión en la vida civil.

 

3. Una importante cesura en esta evolución se produjo con la persecución de Decio. Algunos cristianos de Egipto, que ante la amenaza de muerte habían huido al desierto de la Tebaida, una vez pasado el peligro, permanecieron en aquella soledad, en la cual, siguiendo el ejemplo del Señor (Lc 4,1) como Pablo (Gál 1,17) y algunos profetas del Antiguo Testamento hasta Juan Bautista, habían podido experimentar la fuerza transformadora de la soledad con Dios: éste es el comienzo de la vida eremítica. De aquí nació, en el siglo IV, el monacato.

 

Cuando con la libertad de la Iglesia y las conversiones en masa comenzó a descender peligrosamente el nivel de la vida religiosa y moral de la cristiandad, cuando ya apenas había mártires, precisamente entonces recibió la Iglesia estos nuevos planteles de heroísmo cristiano, en los cuales, en medio de un mundo completamente distinto, aún podían seguir cultivándose los supremos ideales del cristianismo y los grados heroicos de las primitivas virtudes cristianas: el monacato es la continuación, circunscrita a un lugar, de la primitiva idea cristiana de la huida del mundo.

 

En el desierto, esta imitación de Jesús en la cruz y en la pobreza tuvo una impronta especial: múltiples dones de la gracia, los mismos que en los primeros tiempos contribuyeron a configurar el rostro de la Iglesia, una esperanza viva en la inminente llegada del reino de Dios y vocaciones proféticas de diversa índole buscaron aquí su forma adecuada y cobraron gran fuerza. Los eremitas vivían al margen de la Iglesia visible: desconectados durante mucho tiempo de los sacramentos y del ministerio sacerdotal, entregados sólo a la meditación de la palabra de Dios y a la penitencia. Pero para la comunión de los santos fueron un tesoro inagotable. Su palabra inspirada sirvió a muchos de apoyo, y su sacrificio y oración, de fuerza nutricia.

 

4. La primera figura históricamente constatable de un eremita cristiano es el egipcio Antonio († hacia el año 356). San Atanasio nos describió su vida. En sus últimos años se le unieron otros ascetas para tomar de él consejo y dirección. Así surgieron orgánicamente los primeros impulsos para la vida en comunidad (cenobitismo) de estos ermitaños. «Una gran cantidad de hombres santos, que se concentran en lugares inhabitables, como en una especie de paraíso», así los define san Jerónimo, que también fue eremita durante algunos años.

 

a) El conocimiento de los peligros corporales y espirituales que entrañaba una vida eremítica tan irregular movió a Pacomio (igualmente en Egipto, hacia el año 345) a reunir a los eremitas en una comunidad en el desierto. La vida en común hizo necesario un reglamento. Pacomio lo escribió, naciendo así la primera regla monástica, que sirvió de modelo para otras reglas posteriores.

 

El monacato de la Iglesia fue en su origen un movimiento de laicos. Sólo más tarde participaron en él también sacerdotes.

 

b) ¿Por qué surgió el monacato precisamente en Egipto? El clima y el terreno (desierto, soledad) eran ciertamente favorables. También pudo suceder que en Egipto, solar de una antiquísima cultura, los cristianos se hastiasen de aquella civilización tan refinada antes que en otras partes, lo que les indujo a huir del mundo. Pero todo eso es de una importancia secundaria. Para provocar semejante movimiento ha de intervenir un factor positivo[39]. Este podría muy bien cifrarse en la extraordinaria importancia que en Egipto revestía, desde hacía milenios, la expectativa del más allá. Esta actitud espiritual y religiosa básica, de la que tantas generaciones se habían nutrido, era altamente apropiada para albergar y hacer fructificar las vocaciones cristianas a una ascesis especial y a la perfección evangélica.

 

5. La vida religiosa comunitaria en la soledad pasó de Egipto a Palestina y Siria. Fue sobre todo Basilio el Grande quien mediante su actividad y sus reglas (que incluían el estudio y la cura de almas; renovación de la liturgia) aseguró su victoria definitiva en Oriente (especialmente en Asia Menor) frente al ascetismo libre y personal y la oposición de parte del clero.

 

La primera noticia del nuevo género de vida la trajo a Occidente san Atanasio, durante su exilio en Roma y Tréveris. También contribuyeron grandemente a su introducción en Occidente Jerónimo y Martín de Tours. En Tours se erigió el primer monasterio de Occidente, dos siglos antes de Benito; la regla de Martín no ha llegado hasta nosotros.

 

Las bases de la vida monástica fueron, y siguieron siendo durante siglos, el trabajo manual y la oración; pero al principio aún no se aspiraba a una espiritualidad superior, tal como la encontraremos después en los monasterios medievales de Occidente. No obstante, algunas personalidades de espíritu elevado se sintieron, ya desde el primer momento, fuertemente atraídas por el monacato. Originariamente, la cura de almas directa no formó parte del ideal monástico. En Occidente sucedió lo mismo.

 

Mas también en este aspecto hubo de mostrar pronto su fuerza el carácter más activo del hombre occidental y, especialmente, el impulso misionero romano: con Gregorio I, los benedictinos comenzarían a salir de sus monasterios y a convertirse en grandes misioneros. De modos muy distintos, serían los monjes quienes cristianizarían los países europeos y la vida de sus habitantes en el ámbito de la Iglesia latina.

 

6. Benito de Nursia (hacia el 480-547) fue quien dio al monacato de Occidente organización estable. De su vida tenemos noticias tan inseguras que recientemente hasta se ha llegado a negar su existencia; esto lo decimos sólo a título de curiosidad. En todo caso, una cosa es evidente: la regla lleva su nombre. Esta obra maravillosamente equilibrada, de gran claridad y capacidad de adaptación, llena de mesura típicamente romana, es uno de los últimos grandes regalos que el genio romano hizo al incipiente mundo medieval. Cuando Benito fundó el monasterio de Monte Casino (529), que se convirtió en la cuna de la naciente orden benedictina, las olas de la invasión de los bárbaros ya habían bramado por todo el Occidente. Su monasterio y su regla fueron una expresión del establecimiento pacífico de los nuevos pueblos, entre los cuales ya podía comenzar la obra educadora de la Iglesia. Pero también, en cierto sentido, fueron causa de este establecimiento. La stabilitas loci ata a la tierra a los inquietos. La regulación de la jornada diaria establecida por Benito, que comienza con los tempranos maitines, se convirtió para los germanos en modelo de una actividad regular y, a la larga, constructiva.

 

La obra maestra de Benito, su regla, es un código de vida monacal que venció todas las otras reglas y costumbres conventuales, siendo hasta el siglo XIII la única regla vigente en Occidente. Benito se inspiró sobre todo en la Sagrada Escritura y en los santos Padres latinos; utilizó, además, ampliamente la regla de san Basilio[40]. Benito centró toda la vida de los monjes —ora et labora— en la celebración del culto divino. También él conocía los peligros e inconvenientes de la vida de los monjes que deambulaban libremente. Por eso añadió a los tres votos conocidos la obligación de no cambiar de monasterio (stabilitas loci). Todo el orden de la vida comunitaria descansa, no obstante la participación de los monjes en la administración, en la autoridad paternal (paternitas) del abad; éste es por entero el representante de Dios.

 

También aquí se les exigió a los monjes, junto con la oración, el trabajo manual. Tanto es así que, aunque la regla siempre dio cabida al trabajo intelectual, fue el principio del trabajo manual lo que dio al monacato la gran importancia histórica que alcanzó en la Edad Media. En efecto, este trabajo creó civilización en los terrenos hasta entonces no cultivados, centro de los cuales continuó siendo el monasterio. Necesariamente, esta actividad no se limitó a lo económico. Tuvo también efectos en el plano intelectual y político (además del religioso, naturalmente). Así, estos lugares de huida del mundo se convirtieron en centros de configuración del mundo para la Iglesia, el Estado y la ciencia.

 

7. El haber introducido directamente el trabajo intelectual en el programa de los monasterios se debe en gran parte al eminente cónsul y senador romano Casiodoro († hacia el año 583), secretario privado del arriano Teodorico. Quiso fundar en Roma una universidad cristiana (bajo el papa Agapito I). En sus posesiones de Calabria (el sur de Italia padeció relativamente poco las invasiones de los bárbaros) fundó monasterios, a los que encomendó como tarea especial el estudio y transcripción de manuscritos (y también miniaturas). A él sobre todo debemos la salvación de los tesoros culturales de la Antigüedad latina.

 

8. También el monacato es una impresionante expresión de la sínte­sis católica: la Iglesia del mundo crea el monacato que huye del mundo. En vez de afirmar unilateralmente que esto significa una disociación de la moralidad obligatoria por igual para todos los cristianos, tenemos buenas razones para subrayar la fecundidad de esta síntesis, que no sólo garantiza la posibilidad del máximo heroísmo, sino que lo promueve directamente, presentando con insistencia ante todos el ideal común de perfección cristiana como fin supremo.

 

a) ¡Cuán cargado de simbolismo estuvo también el momento de su aparición! La Iglesia era desde hacía poco Iglesia estatal y estaba llamada a colaborar en la configuración del mundo. Entonces, de su propia vida espiritual, don inamisible de Cristo en su fundación, brotó el monacato, en el que a través de los siglos se cultivarían los carismas de la Iglesia primitiva.

 

A pesar de la lasitud que también este centro acusaría a menudo en los tiempos siguientes, es inmensa la fuerza que el monacato en sus múltiples formas hizo afluir a la Iglesia universal y al mundo.

 

b) Con el monacato también apareció en la Iglesia un nuevo ideal que habría de alcanzar gran importancia en la Edad Media y que aún hoy es uno de los rasgos esenciales de la Iglesia católica: la alta estima de la virginidad. Partiendo de la idea de la pertenencia indivisa al Señor (1 Cor 7,34), la Iglesia tuvo desde el principio vírgenes consagradas a Dios, como atestiguan las actas de los mártires. El creciente culto de la Virgen, Madre de Dios (Éfeso), elevó la dignidad de este estado[41]. Para el monacato occidental, tal como lo organizó Benito de Nursia, la castidad era un supuesto absolutamente evidente; así, mientras Benito insertó en su regla un capítulo propio sobre la pobreza y la obediencia, resaltando la importancia de ambos factores, especialmente el de la obediencia, en ninguna parte dijo nada en elogio de la virginidad.

 

§ 33. INVASIÓN DE LOS PUEBLOS GERMÁNICOS

 

1. Con el nombre de «invasión de los pueblos germánicos» se entienden las irrupciones en el Imperio romano de las tribus establecidas al este del Rin y al norte del Danubio. Ordinariamente, la fecha de su comienzo se fija en el año 375; en ese año sufrieron los ostrogodos una aplastante derrota infligida por los hunos, viéndose obligados a abandonar sus lugares de asiento en el actual sur de Rusia. Para el Imperio romano termina la invasión de los bárbaros en el año 568, cuando los longo-bardos aparecen en la Italia septentrional.

 

Los pueblos germánicos de la época de las invasiones suelen subdividirse en:

 

1) Germanos orientales (godos, burgundios, vándalos, longobardos), que emigran en masa —desde el noroeste al sureste— y atravesando Macedonia, Grecia, Italia septentrional, Galia y España, penetran en el norte de África, ocupando finalmente toda Italia (ostrogodos; Teodorico en Rávena).

 

2) Germanos occidentales (los luego llamados alemanes o teutones), francos, bávaros, alamanes, turingios, anglos y sajones[42]. Estas tribus se desplazaron lentamente más allá de sus fronteras, pero sin perder contacto con sus tierras de origen, ocupando la Galia, Recia, el Nórico y además la Bretaña.

 

2. El avance de los germanos orientales sobre todo se efectuó en diversas oleadas de pueblos radicalmente diferentes, que de continuo se empujaban y hostilizaban entre sí, de modo que en brevísimo tiempo ciertos territorios se vieron repetidas veces invadidos, conquistados y saqueados por un pueblo diferente, teniendo que estar a su servicio[43].

 

3. Mientras el Imperio romano de Oriente —a pesar de ser el primer objetivo de los germanos— no fue apenas hollado por los invasores bárbaros (excepción hecha de la península balcánica, en el año 396), sino que además empujó a los germanos hacia el Occidente (sólo mucho más tarde llegaría a padecer una invasión que, por su parte, también superaría o destruiría el elemento griego hasta entonces predominante)[44], el Imperio romano de Occidente tuvo que aguantar toda su furia, quedando destruido (y con él y tras él, poco a poco, todo el mundo antiguo). Los germanos invasores, que por largo tiempo habían sido en buena parte, no sólo como mercenarios, sino también como comandantes del ejército y como empleados, los mejores sostenes del imperio (los jefes germánicos Estilicón, Arbogasto, Odoacro, verdaderos regentes frente a los últimos emperadores fantoches) y en un amplio proceso de infiltración habían comenzado a fundirse con los pueblos románicos, destruyeron la estructura de las provincias y la administración del imperio.

 

Después del año 476, cuando Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente, surgieron en el sur y suroeste de Europa reinos étnicos germánicos, primero dependientes nominalmente de Roma, luego cada vez más independientes.

 

4. A los romanos, habituados al orden unitario del imperio, aquellas masas de bárbaros que irrumpían en tropel les parecieron, y no sin razón, huestes de devastadores sin medida. En las ciudades conquistadas del Rin y de la Galia meridional los saqueos fueron continuos; los muertos se amontonaban a millares, incluso el asilo en las iglesias no siempre servía de protección. Las deportaciones y el mercado de esclavos, donde se vendían los prisioneros en pública subasta, estaban a la orden del día. La lucha destructora se desplazó desde las fronteras hacia el interior del imperio.

 

En resumen puede decirse que la «barbarie» fue extendiéndose progresivamente por el centro de Europa e Italia. Las continuas guerras debilitaron el orden y las costumbres. Decayó la vida espiritual, a lo que se añadió la extrema penuria material. Desgarradora suena la voz del papa Agatón y de su sínodo del año 687 (contra los monoteletas), que se lamenta de que no hay tiempo para aspiraciones culturales y que en la patria hace estragos diarios la furia de otros pueblos.

 

Sin embargo, la invasión de los bárbaros no trajo solamente la devastación. Ciertas descripciones, incluso las de Jerónimo (que por lo La invasión de los pueblos germánicos es sólo una parte de un desplazamiento más amplio, que comprende más de dos mil años (mil años antes de Cristo [transmigración dórica] - mil años después de Cristo [últimos movimientos de los vikingos]). Además también estigmatiza la poco heroica resistencia de Roma), son exageraciones unilaterales. Los príncipes y los pueblos arríanos no siempre persiguieron a los católicos.

 

Pero fue natural que las continuas migraciones dificultasen extraordinariamente el arraigamiento del mensaje cristiano. Aunque buena parte de la población autóctona permaneció en su patria, aquello que entonces podía llamarse pastoral ordinaria entró en un inmenso y general torbellino de cambios materiales, económicos, morales, religiosos y culturales y, tal como se ha dicho, tuvo que adaptarse rápidamente a las diferentes y sucesivas concepciones de la vida pública. Aunque hay que reconocer que algunos prudentes soberanos germánicos, como el arriano Teodorico, apoyaron a los obispos, también hay que admitir que las susodichas dificultades llegaron a poner en peligro hasta las raíces.

 

El efecto final más importante fue que se arruinó la antigua civilización ciudadana, que hacía tiempo estaba en vías de descomposición (ante todo, el cansancio de la vida, el descenso de la población). En este proceso de descomposición y reconstrucción, que duró siglos, Europa perdió gran parte de su carácter antiguo y adquirió un aspecto «medieval». Surgió el Occidente. En nuevas formas y con un concepto más sano de la vida, la seguridad y la esperanza hicieron frente al escepticismo. Desde un punto de vista meramente biológico, del siglo VIII en adelante se multiplicó tanto la descendencia que los terrenos incultos, que en la Antigüedad tardía habían ido extendiéndose sin cesar, pudieron en todas partes ser nuevamente roturados, ganando así nuevas tierras de labor.

 

5. En todas estas tormentas la Iglesia fue o siguió siendo la salvadora de la cultura y la consoladora de los pobres. Lo mismo que León Magno en Roma, así también san Severino, a finales del siglo V, y sin tener ningún cargo eclesiástico, fue el protector de la población autóctona de la región de la actual Salzburgo. Generalmente fueron los obispos los que hicieron esto. Conseguían y repartían grano y asistían a los abatidos.

 

6. A estos obispos que supieron permanecer en sus puestos hay que agradecer en gran parte el hecho de que la tarea de construcción religioso-eclesiástica realizada antes de la invasión pudiera, a pesar de todo, salvarse y conservarse en estos residuos embrionarios. Pero también es cierto que la posibilidad de desempeñar semejante función conservadora y salvadora se debió a que ellos mismos, gracias a la elevación del cristianismo a religión del Estado y a la aparición de la Iglesia imperial, con sus correspondientes privilegios, habían llegado a ser algo más que simples jefes espirituales. Habían trabado relaciones muy estrechas con el Estado y, en particular, se habían convertido en expertos ejecutores de la administración. El obispo era la primera personalidad de la civitas, de la parroquia, o sea, de la diócesis (una prueba: la liberación de un esclavo decretada por él en la asamblea de los fieles tenía fuerza de ley).

 

Desde el punto de vista religioso y eclesial, no obstante, el cuadro de la gran historia continuó llevando durante los siglos VI y VII la impronta del Imperio de Oriente. Y esto, especialmente, después de que Justiniano, combatiendo con los ostrogodos de Italia y con los vándalos del norte de África, hubo logrado otra vez, más o menos, la unidad del imperio. La vida de la Iglesia estatal bizantina, de la Iglesia siro-monofisita y de la Iglesia copta de Egipto superó ampliamente la vida de la Iglesia occidental en profundidad espiritual y religiosa (una causa específica: el florecimiento del monacato allí).

 

Esta fuerza religioso-eclesiástica quedó plasmada hasta hoy, y de forma impresionante, en las maravillosas iglesias de Rávena, en la «frontera» de la civilización greco-romana[45].

 

7. En Occidente la cultura fue salvada precisamente por los monjes. Los monjes no sólo guardaron los progresos de la antigua agricultura; también custodiaron los tesoros de la cultura clásica mediante la lectura y transcripción de preciosos códices. Sin esta actividad de los monasterios la humanidad se hubiera quedado en la mayor miseria espiritual. Pero de esta «custodia» lo primero que es preciso subrayar enérgicamente es su carácter no autónomo. Hacía siglos que en filosofía había ido disminuyendo la fuerza creadora del pensamiento; de ahí que en este tiempo, en general, se echase mano de los manuales y las traducciones (¡incluso a Agustín, en todo sobresaliente, le estaba cerrado el acceso a los originales griegos!). La consigna rezaba: «¡Copiar!, ¡copiar!, ¡copiar!» (Aubin).

 

A esta época pertenece también una serie de importantes transmisores de la cultura antigua al Occidente: Boecio (ajusticiado en el año 524 por presunta conjura contra los godos), traductor de Aristóteles e impugnador de los herejes; el docto Casiodoro, y (en Constantinopla) Prisciano, el gramático latino de la Edad Media (primera mitad del siglo VI).

 

Hacia el año 500 aparecen los escritos místicos neoplatónicos del Pseudo-Dionisio, falsamente considerado discípulo de los apóstoles (Hch 17,34), los cuales, traducidos al latín, se convirtieron más tarde en uno de los fundamentos de la teología occidental; su influencia es incalculable (Tomás de Aquino se remite con más frecuencia a este «Areopagita» que a cualquier otro autor).

 

8. La disminución del poder del emperador de Bizancio sobre el Occidente y la primera y deplorable escisión, derivada de las controversias monofisitas, entre la Iglesia occidental y oriental en los años 484-519 (el cisma acaciano) fueron favorables a la independencia del papado. Mientras tanto hubo muchas dificultades que vencer. Los nuevos señores de Occidente eran arríanos en su totalidad. Existía una honda e íntima oposición entre ellos y los católicos romanos nativos, de modo que se hacía imposible una colaboración auténtica y duradera. El papa se encontraba entre dos fuerzas: Bizancio y los godos asentados en Italia (posteriormente los longobardos). Unos y otros amenazaban su existencia, tanto en el orden económico como en el político-eclesiástico. Su patriarcado occidental, tras haber sufrido amputaciones en el norte y en el sur de Italia (por el emperador León III, 717-741), quedó tan reducido que el papa corría el peligro de convertirse en un obispo territorial longo-bardo. No volvió a ser verdaderamente libre hasta que, como veremos, entabló relación con una familia y una casa real germanas, completamente independientes de Bizancio y que habían aceptado el cristianismo en su forma católica: los francos. Su rey, el cruel, ambicioso y ferocísimo Clodoveo, ya se había hecho bautizar en Reims por san Remigio junto con los grandes de su reino en un día de Navidad, hacia el año 496 (sólo veinte años después de la caída del último emperador romano, el año 476). A esto contribuyó su mujer, santa Clotilde, una princesa católica de Burgundia[46], y algunos obispos católicos de la Galia.

 

9. El mundo europeo se hallaba en un proceso de transición. La antigua unidad del imperio como tal y su unión con la Iglesia imperial ya no existía. La situación de Occidente se caracterizaba por una fuerte contraposición de innumerables fuerzas aún no perfiladas. ¿Se formaría una nueva unidad significativa? La posibilidad existía: 1) por parte del cristianismo y de la Iglesia de Occidente, y 2) porque una potencia política unificadora de primer rango —los francos— se había aliado con ellos. Los dos polos en que estaba centrada la vida entera, oscilando entre los cuales se creó la nueva forma de vida, fueron el papado y los francos. El hecho de que en la organización del Imperio franco se conservase en gran parte el antiguo sistema romano de los obispados, salvaguardando con ello la continuidad de la administración eclesiástica, fue, junto con la lengua latina de la liturgia, uno de los más inestimables factores de unión entre la Antigüedad y la Edad Media.

 

Listas están las fuerzas que habrán de crear y configurar la nueva época, la Edad Media del Occidente: los obispos, el papado, la herencia teológico-religiosa de Agustín, el monacato (en una palabra: la Iglesia) y los pueblos germánicos. De estos elementos unidos nacerá la cristiandad medieval. El futuro corresponde a la alianza de la Iglesia con los nuevos pueblos.

 


[1] Esto sucedió ya bajo Constantino, pero Juliano mandó erigir nuevamente el altar.

[2] Ya en él encontramos la infausta, falsa conclusión, adoptada luego tan frecuentemente: la compasión para con los extraviados... es, en realidad, crueldad; la dureza, en cambio, compasión.

[3] En Roma, tales derechos civiles ya los poseyeron, en parte, en el siglo III (§ 12).

[4] 4 La primera ejecución de la pena capital contra un hereje tuvo lugar en Tréveris en el año 384 por Máximo, el usurpador galo, contra Prisciliano y sus compañeros. Mas lo que el emperador pagano pretendió eliminar en Prisciliano fue más bien al mago y al difusor de ideas consideradas inmorales en el Imperio romano que al hereje En el año 389, destrucción del «Serápeum» en Alejandría, y allí mismo, en el año 415, el asesinato de la matemática griega Hipatía.

[5] Santa Constanza es una construcción aneja a la basílica de santa Inés (= deseo de ser enterrado junto a la tumba de los mártires).

[6]Fue siempre amigo de aquel Eusebio de Nicomedia (que lo bautizó), aunque éste había sido excomulgado por el Concilio de Nicea. Constantino fue también el que confinó a Atanasio en Tréveris en el año 335, como también a Osio, el anciano obispo de Córdoba.

[7] La controversia sobre la doctrina de Arrio, para resolver la cual él tanto se había esforzado en Nicea, la consideraba una charlatanería inútil.

[8] En el año 529 fue cerrada la escuela de filosofía de Atenas, dirigida por paganos; precisamente en el mismo año en que se fundó Monte Casino.

[9] Su fundador fue el alejandrino Ammonio Sacas († 242); la doctrina fue sistematizada por su discípulo Plotino († 269), de quien, a su vez, fue discípulo Porfirio (§ 14). El último representante fue Proclo († 485), el cual, como fuente del llamado Dionisio Areopagita, ejerció indirecta y anónimamente una enorme influencia en la formulación teológica medieval de la doctrina cristiana.

[10] Estos razonamientos, con sus múltiples variaciones, inversiones y confusiones, tuvieron una enorme importancia para la Edad Media. Tendremos ocasión de volver a menudo sobre este asunto al hablar de la interminable lucha entre el papado y el imperio, comenzando desde Carlomagno y pasando por las siguientes generaciones de emperadores hasta la evolución de la investidura divina del príncipe en los nacientes estados nacionalistas.

[11] Por el término griego χώρα, que signifIca «región», fueron llamados «corepíscopos» (obispos rurales). La institución se mantuvo en el Occidente, en los territorios germánicos, por necesidades de la evangelización, hasta el siglo X, y algunos residuos hasta los siglos XI y XII.

[12] Son los siete concilios ecuménicos (429) (cf. § 27) y el llamado «Sínodo de los ladrones»

[13] Los gnósticos y Pablo de Samosata, de ideas monarquianas, ya lo habían empleado. En un sínodo celebrado contra este último en el año 268, esta expresión fue incluso condenada directamente. (Pablo de Samosata, desde el año 260 aproximadamente, era obispo de Antioquía y gobernador de la reina de Palmira; Antioquía fue conquistada en el año 272 por el emperador Aureliano).

[14] Un encuentro parecido de León con Genserico, rey de los vándalos, tuvo lugar en el año 455; el papa pudo librar a Roma del incendio y de los asesinatos, pero tuvo que permitir un saqueo dentro de un plazo limitado.

[15] Desde el siglo IV, la curia adoptó, junto a la forma de las decretales, también la de los mandatos romanos.

[16] El VI concilio ecuménico (680-681) menciona expresamente a los dos como con­vocadores del Concilio de Nicea. Este testimonio, que significaba el robustecimiento de la autoridad del obispo de Roma, reviste una importancia particular, porque en aquel tiempo ya era muy grande la tensión entre Constantinopla y Roma.

[17] En la fórmula de la profesión de fe, propuesta por Eusebio de Cesarea, faltaba el «no creado», como también el decisivo homoousios.

[18] Y esto sigue en pie a pesar de que el papa Liberio, destrozado por los padecimientos de su exilio, en el año 358, bajo la presión del emperador, se declarara dispuesto a suscribir una fórmula de compromiso, en la que renunciaba a la fórmula nicena de la consustancialidad; luego accedió también a que Atanasio fuera excluido de la comunidad de la Iglesia. Sin embargo, ya en el año 360, mantuvo nuevamente la ortodoxia. Para el caso de Honorio, cf. § 27,II.

[19] Al serle impuesto uno de estos destierros a Tréveris, Atanasio pronunció (en Tiro) estas palabras que luego se hicieron famosas: nubila est, praeterit (es solo una nube de paso). Tuvo razón, pero estas palabras disminuyen la gravedad de la situación.

[20] La intensidad con que estos problemas teológicos interesaron entonces a la opinión — apenas dos generaciones tras el fin de las persecuciones— se desprende de la descripción de Basilio de Cesarea: «...la situación era tan confusa que se parecía a dos escuadras en plan de guerra, cuyos barcos se hallan tan desbaratados por la tempestad que ya no se pueden distinguir los amigos de los enemigos».

[21] Pero hay que tener presente que precisamente eran los arríanos quienes trataban de emplear expresiones bíblicas. Sobre el problema de la doctrina y de la fórmula doctrinal hemos hablado en § 24,3.

[22] Ingemuit totus orbis et Arianum se esse miratus.

[23] El papa Virgilio (537-555), en esta ocasión, adoptó al principio una postura poco clara.

[24] Esta fue la situación hasta las luchas contra los papas en el siglo VIII (§ 35). Cuando, finalmente, la ortodoxia de Calcedonia triunfó incluso en Bizancio, la rivalidad contra Roma se había hecho tan fuerte y ambas partes habían evolucionado tan independientemente, que la ruptura del año 1054 pudo ir creciendo orgánicamente.

[25] Cuando en Pelagio la gracia aparece como auxilio útil (no necesario) para el nombre, se entiende como algo sorprendentemente exterior, no interiormente transformante, más bien en el sentido que luego se denominará nominalista.

[26] «¡Qué más dan las razones con las que tratamos de investigar la verdad! ¡Puede que no sólo exista un camino para alcanzar el gran misterio!».

[27] Agustín en sus Confesiones: «No hacía mucho tiempo que la Iglesia milanesa había comenzado a celebrar los oficios divinos de esta forma consoladora y edificante, de modo que las voces unidas en el canto en santo fervor unían también los corazones de los hermanos... Por entonces estaba ordenado que los himnos y los salmos se cantasen al modo oriental...» (9,7). En 9,12 cita dos estrofas «que cantó tu Ambrosio» y que le proporcionaron consuelo en la tumba de su madre.

[28] Este rasgo lo distingue específicamente del mayor maestro de la adoración en la historia de la Iglesia, Francisco de Asís (§ 57).

[29] Su respeto a la verdad está estrechamente relacionado con su concepto de la gracia: Dios la da gratis.

[30] Pero en tiempos difíciles también puede suceder que la providencia permita que sean excomulgados los inocentes. Estos pueden hallar su salvación fuera de la Iglesia; aunque a pesar de toda su buena voluntad no puedan reingresar, pueden hasta su muerte defender y confesar la fe católica. El Padre los escucha en lo escondido.

[31] Esta síntesis, naturalmente, no es una armonización llana y sencilla. También esta llena de tensiones. Especialmente ciertas formulaciones extremas de la última época de Agustín hacen difícil, por no decir imposible, su inserción lineal en el conjunto del sistema. Cf., por ejemplo, sus ideas referentes a la massa damnata y a la predestinación absoluta, que él admite, aunque manteniendo también el libre albedrío.

[32] Es interesante la naturalidad con que Jerónimo describe las considerables dificultades que tuvo que vencer cuando decidió estudiar seriamente el hebreo.

[33] Si su crítica es exacta, la situación media de la sociedad cristiana debió de ser poco edificante.

[34] ¡Es sorprendente la intensidad con que los mismos rasgos de vida común ascética y erudita volverían a aparecer en ciertos monjes rigurosos y humanistas del siglo XVI! Cf., por ejemplo, los justinianos (véase t. 2, Reforma católica).

[35] Como simpático complemento de esto hemos de recordar su distinción entre error y errante (herejía y hereje; cf. § 15,11).

[36] A las puertas de su ciudad episcopal construyó un hospital, donde él mismo practicó el cuidado de los enfermos.

[37] Una práctica que se impuso antes en Occidente que en Oriente.

[38] Sin embargo, los monjes participaron apasionadamente en las controversias doctrinales; véase, por ejemplo, el monofisismo y los iconoclastas (§ 39).

[39] También el Egipto pagano tuvo sus ermitaños, que servían a Serapis. Factores favorables fueron también las condiciones climáticas y la situación de la Tebaida al «margen» de la civilización, o sea, bastante alejada de ella para hallar la soledad, pero bastante cerca para conseguir abastecimientos y seguridad.

[40] La relación entre la regla de los benedictinos y la Regula Magistri, recientemente descubierta, aún no ha sido del todo aclarada científicamente.

[41] Sin duda, también en el Oriente rezumaron después influencias maniqueas; paralelamente a la alta estima en que se tenía al estado virginal, también se manifestó un cierto desprecio por el matrimonio.

[42] 42 Recientemente se discute sobre la legitimidad de esta distinción entre germanos orientales y occidentales.

[43] Por ejemplo, Roma se vio amenazada en el transcurso del siglo V tres veces; en el año 410 la saquearon los visigodos de Alarico; en el año 451, el papa León I logró evitar el saqueo de los hunos; en el año 455 irrumpieron en la ciudad eterna los vándalos de Genserico.

[44] En los siglos VII y VIII irrumpieron los eslavos serbios y croatas; transitoriamente, el pueblo nómada asiático de los ávaros en los siglos VI y VII, y más tarde los búlgaros turcos en los siglos VIII y IX y los selyúcidas en el siglo XI.

[45] Por ejemplo, San Vital (construcción de planta octogonal, con galería interna y tribunas) fue comenzada después del año 521 por Teodorico, y tras la conquista por los bizantinos, en el año 547, fue consagrada a san Vital, casi como señal del triunfo sobre los godos arrianos.

[46] Los burgundios fueron el primer pueblo de los germanos arrianos que abrazaron en masa la fe católica (517).