SAN ANSCARIO

Apóstol de los Vikingos

SAN ANSCARIO Y EL SIGLO NOVENO

En busca de unidad

Si tragedia es todo lo que empieza en alegría y termina en dolor, hubo abundancia de tragedia en el siglo. El más oscuro de los siglos. El ideal de Sacro Imperio Romano, el Papa representante de lo espiritual y el Emperador en dominio de lo temporal, ofreció tremendas dificultades. Los hombres pudieron soñar con el gran día en que un rey de los francos gobernara religiosamente y reinara gloriosamente, como Cristo, antes del fin de los tiempos. ¡Elevada esperanza! ¡Sueño audaz!, pero, desgraciadamente, lejos de ser realizable. Porque la historia completa de la época muestra que la guerra estuvo siempre en acecho, que la arrogante nobleza y el inculto clero moraban al borde de las tinieblas, mientras las multitudes, creyendo en hechiceros y en la práctica de las ordalías, no se habían elevado todavía sobre una condición de semisalvajismo. La época fue ignorante, grosera y cruel; sin embargo, Carlos el Grande (Carlomagno), lleno de celo e imperioso carácter, se dispuso, con magnífico valor, a establecer un sistema de educación. Sabía que el mundo estaba en manos de cuatro grandes potencias: dos cristianas y dos musulmanas; y quiso hacer a su Estado seguro, dominante, verdaderamente cristiano. Todos los niños, dispuso el monarca, debían recibir instrucción, hasta los hijos de los siervos; instó a los obispos a abrir más escuelas en sus sedes, ayudó a la fundación de muchos monasterios y fundó, entre escuelas para el clero, su propia famosa "Escuela de Palacio", en la que reunió los mejores maestros de la cristiandad. Pero, con todo ello, no se puede negar que muchos de sus métodos estuvieron en desacuerdo con el sentido cristiano; profesaba la fe, pero su espíritu de cruzado era extremadamente cruel; dictaba leyes para el clero mientras se negaba a entregar sus propiedades a la Iglesia. Bajo su mirada de águila, los duques gobernaban sus provincias, los condes vigilaban sus distritos, los obispos gobernaban sus diócesis, pero se podían establecer apelaciones en cualquier ocasión ante la instancia de un tribunal imperial. Por otra parte, Carlos trató de desarraigar el error la unidad al precio de la fuerza más cruel: "¡o el bautismo o la espada!" Tales fueron las causas de sus despiadadas campañas en la Antigua Sajonia y entre los ávaros; triste es decirlo, muchos obispos y abades guerreros enrolados en sus filas, contribuyeron fríamente a imponer por la fuerza el bautismo a las multitudes de los vencidos. Peor aun fue su conducta cuando hizo decapitar a cuatro mil quinientos sajones y luego se retiró a su campamento para celebrar el nacimiento del Príncipe de la Paz. El consejero y amigo del Emperador, Alcuino, protestó contra coerción tan atroz y sin conciencia. "¿De qué sirve -escribió Alcuino- el bautismo sin fe? ¿Cómo puede obligarse a un hombre a creer en aquello en que no cree?" Todos esos consejos, desgraciadamente, cayeron en oídos sordos, porque Carlos estaba determinado a que el Evangelio progresara paso a paso paralelamente con su reino. Pero Alcuino tuvo razón, como lo probó el tiempo; aunque el cristianismo se expandió desde el Rin al Elba, dio constantemente con fingida conformidad pronta apostasía y final rebelión.

Hubo, es innegable, zarzas y cizaña en el trigal de Dios, y la Iglesia tuvo que sachar muchísimos surcos antes de que madurara su cosecha. Luis el Piadoso, hijo de Carlomagno, ayudó grandemente a la Iglesia en su inmensa tarea. Luis sucedió en el trono a su padre el año 814, y este concienzudo franco pronto se mostró tan hábil general como buen administrador. Pero una vez en el trono, el bondadoso emperador resultó fácil presa de los intrigantes, entre los cuales, desgraciadamente, se contaron sus propios hijos. Habiendo dividido el Imperio entre ellos, tuvo el dolor de ver que sus hijos no sólo se hicieron la guerra entre sí, sino que se volvieron contra su real benefactor, forzándolo a abdicar y buscar refugio en un monasterio. A la muerte de Luis, sus desnaturalizados hijos, Luis El Germánico, Lotario y Carlos el Calvo, en vez de impedir la intrusión y abusos de sarracenos y normandos, descendieron a miserables pendencias a la vez que se oponían con todo vigor a la Iglesia. Lotario, cuya existencia privada fue "tan cobarde como licenciosa", levantóse contra el Papa Nicolás; Carlos el Calvo y Luis el Germánico querellaron constantemente con el Papa Adriano. Además de la corrupción de las altas esferas del reino, la Iglesia tuvo también sus dificultades de doctrina que se renovaban sin cesar. Una de sus más sensibles aflicciones fueron las interminables reyertas teológicas, odium theologicum , que estallaban por todas partes. Durante lo primeros cincuenta años se originaron renovadas disputas teológicas, llagas siempre abiertas sobre el flanco del Papado. Tres grandes controversias referentes a la Naturaleza de Cristo, a la Eucaristía y a la Predestinación, absorbían las mentes de los fieles más capaces. La segunda mitad del siglo presenció la renovación del interminable conflicto entre la Iglesia bizantina y Roma. Los griegos, ciegamente celosos del poder creciente del Papado cayeron en el cisma y facilitaron así el camino para más profundas disensiones. Muchos concilios se reunieron para encaminar a los descarriados, mientras los obispos fieles intentaron la difícil tarea de controlar a los nobles, ebrios de poder. Muchos barones, incapaces de escribir su propio nombre, aplicaban la ley sin discernimiento, desdeñosos del bienestar de sus súbditos y atentos sólo a obtener mayores honores y prebendas. La marea del mal que iba cubriendo a todo el Sacro Imperio Romano demandaba un esfuerzo gigantesco, no sólo para contener los asesinatos y demás crímenes que hacían la vida imposible, sino para mitigar el encono delos reinos rivales, y a tajar la expansión del cisma dentro de la misma casa de la fe. Es de recordar que precisamente en aquellos perturbados tiempos es cuando aparecieron los más grandes santos, como lirios florecidos en un muladar. Vamos a prestar ahora toda nuestra atención a uno de esos santos, estrechamente ligado con aquella época.

Un franco predestinado

En la oscuridad crepuscular vemos avanzar hacia el norte a un viajero lleno del lodo de los caminos: es Anscario, el franco, que atraviesa la neblinosa y lluviosa tierra de los vikingos para convertir a los paganos dinamarqueses. Aquel sorprendente precursor, aquel audaz abanderado, había nacido de padres humildes, en Picardía, sobre el canal Inglés, y contaba tan sólo cinco años de edad a la muerte de su madre, cuando ingresó en una escuela-claustro. Al crecer bajo la dirección de maestros benedictinos, la lengua que aprendió puede calificarse del principio del moderno francés, lenguaje corrompido que no era latín ni francés; las principales materias que aprendió fueron: lectura, escritura y aritmética, mientras la disciplina consistió sobre todo en azotes. Muchacho activo, inclinado a los juegos y ejercicios rudos, Anscario en un principio demostró escasa inclinación por el estudio, y menos aún por la disciplina. Una noche, perdido en algún oscuro rincón del lugar, trató en vano de encontrar el camino de retorno. Se le apareció Nuestra Señora acompañada de varios santos, todos vestidos con deslumbrantes ropas blancas. Al contemplar a su madre entre los elegidos, Anscario corrió hacia ella, y oyó que la Bendita Madre le decía:"Hijo mío, ¿quieres venir hacia tu madre? Has de saber que si quieres participar de su felicidad debes de renunciar a toda vanidad, abandonar todas las locuras juveniles y someterte a una vida santa. Porque detestamos todos los vicios y toda ociosidad; quienes se deleitan en tales cosas jamás podrán alcanzar nuestra compañía". Después de aquella aparición, Anscario se convirtió en un joven enteramente diferente, tanto que sus compañeros no pudieron explicarse aquella transformación de su rudo y alegre compañero de juegos. Su piedad, sin embargo, siguió siendo la de un niño, mientras que su devoción a Nuestro Señor y su Santísima Madre, se hizo más seria, profunda y constante, a medida que con la edad el joven adquiría un espíritu cada vez más generoso así como idealista. Tomó la costumbre diaria, cuando iba a la escuela, de desviarse hacia un apartado oratorio y rezar allí en secreto. Un día, en el momento que se levantaba de sus oraciones contempló a Nuestro Señor cubierto con vestiduras judías, radiante y hermoso. Anscario volvió a caer de rodillas, y Cristo, con dulcísima voz, le ordenó que se levantara, diciendo:"Confiesa tus pecados, Anscario, para que puedas ser perdonado". "¿Qué necesidad hay, oh, Señor -replicó el muchacho- de que yo te los diga, desde que Tú los conoces todos?" "Los conozco todos, en verdad -contestó Nuestro Señor-, pero con todo quiero que tú lo confieses para que puedas ser justificado". Y entonces Anscario declaró todos los pecados que él había cometido desde su niñez, y esta primera confesión general le dio la seguridad consoladora de que había recibido completa remisión. Día tras días, el joven elegido fue acercándose más a Dios, hasta que llegó a su mayoría de edad y decidió entonces ingresar en el monasterio benedictino de Corbie, en Picardía.

Monjes de Corbie

La antigua Corbie tuvo en lo pasado mucha importancia. Construida sobre terrenos separados por los adeptos de Columbano del distrito de Luxeuil, había asistido a la decadencia de la dinastía merovingia y al surgimiento de la dinastía carolingia. Luis el Piadoso llamaba algunas veces a su fundador, y otras, visitaba el monasterio, sabiendo con cuánta valentía sus miembros había compartido el sueño de su padre de extender el reino de Cristo en los corazones de los hombres. Encontró allí el ideal del Sacro Imperio Romano en miniatura, porque Corbie fue un monasterio típico en el siglo IX. Los monjes, después de varios años de trabajo, habían levantado una morada en la que la paz reinaba y el espíritu de piedad prevalecía. El recinto de Corbie comprendía muchos edificios, cada uno de ellos con su propio destino dentro dela pauta comunal. Ante todo estaba la iglesia de la abadía, corazón de todo el establecimiento, luego la casa privada del abad con su cocina y sus almacenes. Existían escuelas para externos a la vez que las escuelas-claustros; a las primeras concurrían los hijos de los nobles de los contornos, así como de los hombres libres y las otras estaban destinadas a los que llevaban túnica, por tener el firme propósito de ingresar en la Orden. Los viajeros disponían de hospederías donde eran recibidos y tratados con toda generosidad; existían también enfermerías y dispensarios para atender dentro de Corbie y en los alrededores a toda clase de enfermos y necesitados. Algo distantes de los edificios principales estaban ocultas detrás de cercas las viviendas de los sastres y zapateros, de los tejedores y cerveceros, albañiles y carpinteros, todos en comunicación con la abadía. Aquella comunidad, rodeada por una empalizada, con fosos y torres, gozaba de una existencia enteramente propia, estaban en el mundo, pero no dependían de él. Fuera de sus paredes podía verse a los monjes arando los campos, criando ganado y ocupados en otras productivas faenas; y a veces se les veía andar con apresuramientos por los caminos para acudir a las casas de los enfermos del distrito para atenderlos, curarlos y prevenirlos contra las pestes o epidemias. La abadía era constantemente visitada por toda clase de gentes: jornaleros para aprender oficios manuales; sabios para comprar, solicitar o utilizar copias de valiosísimos manuscritos; hasta reyes y nobles que buscaban descanso de sus luchas en la divina morada de la renovación espiritual. Porque esto era precisamente Corbie, y nadie sabía mejor que los gobernantes toda la saludable influencia y edificante protección que la abadía ofrecía a todos los que a ella acudían. Los conquistadores ambiciosos y pendencieros pueden esgrimir sus espadas y lanzas, pero esos soldados de Cristo habían convertido las espadas en hojas de arado, las lanzas en márcolas, cumpliendo así la promesa profética del ángel en dulce realidad de paz sobre la tierra a los hombres de buena voluntad.

En tal lugar pasó su primera juventud Anscario, el benedictino. Las perversas acciones del mundo exterior no eran desconocidas para él, porque los monjes negros estaban en directa y estrecha relación con la Santa Sede; iban y venían en santas misiones para conquistar almas para Cristo. Ancianos monjes que habían sido soldados de Carlos el Grande contaron a Anscario horripilantes historias sobre feroces guerreros que habían encontrado en los países del Norte. Se enteró así de que la antigua Sajonia se extendía paralela al curso de los ríos Elba, Elder, Ems y Weser, incluyendo la tierra de la costa con Jutlandia y Dinamarca, las tierras bajas del Rin y las playas de Batavia. Tuvo noticias de los fieros vikingos, que cruzaban los mares armados de cuchillos, lanzas y hachas danesas. Ninguna ciudad de la tierra de los francos quedó segura, ni París, ni Ruán, ni Nantes, ni Burdeos: todas tuvieron que sufrir las excursiones de aquellos nuevos bárbaros. No se nos ha dicho con qué sentimientos de dolor y de piedad recibió Anscario aquellas noticias, pero el amor animó siempre sus días de noviciado, en la capilla, en todas partes. Su maestro, Pascasio Radberto, poeta, músico y teólogo, consideró al joven estudiante como un carácter admirable, y lo recomendó en seguida por su fidelidad y devoción. También como maestro sobresalió Anscario, aunque en su alma, más profunda que la estima del a ciencia y del arte, era su aspiración inextinguible a propagar el Evangelio entre los pobres y los ignorantes de distintas tierras. Como buen monje que era, continuó sus estudios y se aferró a su posición docente, en espera de la hora en que la Providencia lo encaminara directamente hacia más allá de Corbie. Ocurrió que uno de sus inocentes discípulos, llamado Fulberto, fue gravemente herido en la cabeza al ser golpeado con una pizarra. Hora tras hora, días tras día, Anscario permaneció al lado del lecho del enfermo calenturiento e insomne. Durante la larga vigilia Anscario pudo percatarse de que Fulberto tenía espíritu de santo, con tanta paciencia soportó la penosa herida, tan dulce fue su resignación, tan pronto y espontáneo su perdón al heridor. Anscario continuó en su asistencia y consuelo hasta que los superiores lo obligaron a tomarse algún descanso. Pálido y fatigado por las largas vigilias cayó en profundo sueño, durante el cual Dios le otorgó una maravillosa visión. Contempló a Fulberto transportado a los cielos por ángeles que lo colocaron entre las filas de los mártires. De la profunda alegría de esa revelación fue arrancado cuando un inspector lo llamó para darle la triste nueva de la muerte del muchacho. "Tuvo la confortación -dice el biógrafo de Anscario- de no tener que lamentarse mucho de la muerte de Fulberto, sino más bien que regocijarse por la feliz condición de su alma. Tal como le había sido revelado en sus sueños. No hay duda de que el joven maestro hallábase cerca de Dios, que los distinguía, y estaba animado por un cordial anhelo de servir y dominante deseo de enseñar a los más abandonados. Ninguna otra alegría pudo serle mayor que sentirse escogido para expandir la simiente del Evangelio entre los vikingos que moraban en las tierras del Norte.

Hijos del fiord

El joven benedictino debió, con frecuencia, contemplar en su imaginación aquellas oscuras tierras paganas, viendo "¡hombres como árboles caminantes!" pero todavía no había llegado el tiempo de encaminarse hacia ellas, porque sus superiores escogieron a Anscario para que ayudara a colonizar un monasterio. "Nueva Corbie" como fue llamado, fue fundado por un soldado converso que edificó la abadía en el año 822. Anscario y un grupo de monjes se dedicaron a mejorar las escuelas claustros enseñando a la indómita juventud sajona y adiestrándola en el trabajo de los campos.

Escogido por Dios para más grandes hazañas, llegó al fin el día en que los sueños de Anscario fueron realizados. Ocurrió que Aroldo, el rey de Dinamarca recientemente bautizado, solicitó del emperador Luis el Envío de misioneros celosos y valientes que expandieran la fe en su pagan tierra. Walla, abad de Nueva Corbie y sobrino de Carlomagno, escogió a Anscario, que aceptó con gozo la misión, a pesar de la crítica de amigos y enemigos que tuvieron algo que decir. En compañía del rey Aroldo y de un hermano monje, Anscario se encaminó hacia la tierra de los vikingos. Zarparon en un barco sucio, pero muy marinero, que tenía sólo dos cabinas, en las que se acomodaron con buena voluntad el Rey y sus compañeros. Todo eso poco importó, sin embargo, al joven benedictino, cuyo corazón estaba lleno con la escuela que planeaba abrir para los hijos de los fiords. Hacia ese mismo tiempo los daneses se habían establecido en Frisia y en Holanda y decidieron también lanzarse a los mares -"La senda del cisne" - y piratear por todas partes. Ningún sentimiento de piedad detenía a aquellos asaltantes delos mares, siempre listos con toda sangre fría a afrontar todos los peligros "Las brisas marinas ayudan a nuestros remos -cantaban mientras remaban-; el huracán se pone a nuestro servicio y nos lleva adonde queremos ir". Y adonde sea que fueran llevaban con ellos el terror, porque la guerra era para ellos la actividad por excelencia, en la que asesinaban a los hombres y violaban a las mujeres con la bestialidad que les era natural. Muchas veces desembarcaban en las costas, ya de Gran Bretaña, ya de Irlanda; y muchos de ellos permanecieron en los nuevos países mezclándose con las poblaciones nativas.

En su patria de origen, envuelta en nieblas, los vikingos vivían en una ciénaga de ignorancia, idolatría y luchas intestinas. Desde los tiempos prehistóricos, aquellas poblaciones nórdicas, activas e independientes, habían llevado una existencia extraña en un mundo aparte. Orgullosos, alentados por sus victorias marinas, practicaban sus imponentes ritos en espesas selvas bajo el sagrado roble o el tilo. Ofrecían sacrificios humanos, como en el lago Hertha, en cuyas heladas aguas arrojaban a un joven y a una hermosa doncella todos los años para aplacar a sus viejos dioses germánicos. Los violentos normandos se vanagloriaban de aquellos dioses, representados en las sagas como crueles gigantes, héroes mentirosos, malos espíritus, furiosos y sangrientos en todos sus actos. No es de extrañar pues, que aquellos ignorantes adoradores, caídos en la más baja ciénaga moral, se complacieran en los crímenes sexuales más repugnantes.

Anscario, a la edad de veinticinco años, penetró sin temor alguno en medio de las tinieblas danesas, determinado a sacrificarse él mismo, si necesario fuera, y a emplear todos los medios a su alcance para mostrar a aquellas almas extraviadas la Verdad y la Vida. No podía ser imaginada más dura conscripción por el Cristo, que expandir la simiente evangélica en tan amargo suelo. Ello había sido intentado ya, pero sin éxito, por Ebbo, arzobispo de Reims, hecho que en nada amilanó a Anscario. Ni por un instante lo detuvo el fracaso del rey danés, que se ahogó, ni los peligros de la jornada, ni el trabajo físico y cotidianos sufrimientos de las misiones. "Las actividades vikingas -dice un historiador- estaban como quien dice en su apogeo, la guerra no cesaba ni por un momento, actos de piratería y bandolerismo desolaron todas las costas y destruyeron toda seguridad y toda paz". A pesar de ello, Anscario continuó predicando y bautizando, cumpliendo él solo la peligrosa tarea de ganar la buena voluntad de aquellos violentos hombres de mar; cosa que habría podido obtener, en verdad, a no haber sido por el impulsivo Haroldo, cuyos actos perjudicaron en vez de ayudar ala causa cristiana. Y a consecuencia de ello, el pacífico misionero tuvo que compartir la suerte del gobernante cruel, y ambos fueron expulsados del país por los enfurecidos daneses. Desparecieron así entre las nieblas de la región sus santas esperanzas, y Anscario, en su camino de regreso a Corbie, resolvió olvidar todo lo referente al fracaso inicial y, con renovado valor, empezó a concebir otro plan para lo futuro.

Altos y bajos

Los daneses habían rechazado el mensaje evangélico con tanta decisión como ferocidad. Anscario soportó el lento martirio de la postergación, hasta que tres años más tarde recibió el encargo de su segunda misión. Luis el Piadoso quiso que el joven monje franco tomara cuidado espiritual de los mercaderes, esclavos cristianos y otras gentes de Bjorko, capital de Suecia. Así aconteció que Anscario, lleno de esperanza, volvió a cruzar los mares en compañía de los embajadores imperiales. Se abrieron camino entre terribles marismas, encendieron los fuegos de sus vivaques entre las selvas y las playas. Animales salvajes se aproximaron a los recién llegados, pero ello nada significó en comparación con el peligro de los hombres nativos, con su astucia de lobos y sus mañas de osos. Cuando llegaron a Bjorko, el benedictino solicitó del Rey autorización para predicar el Evangelio a sus súbditos. Bjorn, que admiraba su valor, accedió a su pedido, de manera que el año 830 el infatigable monje pudo evangelizar al distrito Malearse. Por este mismo tiempo los embajadores que se disgustaron con aquellas gentes intratables, perdieron su valor y decidieron retornar a su patria. Pero el misionero enérgico se mantuvo en su empresa, arrostrando toda amenaza y todo peligro. Apenas había desaparecido en el horizonte el barco en que iban sus compañeros, el benedictino inició su marcha hacia el interior del país, siguiendo los senderos abiertos por las caravanas y hablando del Evangelio a todos lo que encontraba. Aquellos escandinavos constituían un pueblo realmente extraño, inconstante e inseguro; el abanderado de Cristo tuvo que proceder con extremo cuidado, midiendo cada paso que daba por temor de enfurecerlos y que terminaran con su vida en un instante. Contaba con su celo y su amor de las almas, las dos armas con las que obtuvo del rey Bjorn el privilegio de la predicación. Durante dieciocho meses, Anscario, solo entre los vikingos, continuó su audaz aventura por Cristo mientras su fama de franco bondadoso e inteligente se expandió con rapidez por toda la salvaje región. Los normandos admiraron siempre al os valientes y se jactaban de que uno de ellos solo, podía terminar con tres enemigos ala vez; de manera que debieron ser conquistados por el juicio frío del intrépido extranjero que sabía vencer toda clase de dificultades. Nada tiene de sorprendente, por lo tanto, que el éxito coronara su segunda misión y que Herigar, jefe de los consejeros reales, abrazara la fe. Y lo mejor de todo fue que Anscario, ayudado por los resueltos conversos, pudiera edificar la primera iglesia católica en aquel país.

Tuvo tanto éxito la misión sueca, que el monje de Corbie, cumpliendo otra vez con el deseo del Emperador, fue consagrada arzobispo de Hamburgo y se dirigió a Roma para recibir el pallium de manos del Papa Gregorio IV. Aun más, el Pontífice lo nombró legado ante las naciones del Norte: suecos, daneses y eslavos. El veterano misionero, siempre preocupado por los suecos, envió al obispo Guasberto con otros sacerdotes para continuar las misiones más septentrionales. Pero una vez más el veneno de la perfidia se introdujo en tierra delos vikingos; el Obispo tuvo que huir y su sobrino fue asesinado. Derrotado en un campo, Anscario probaba otro. A pesar de la furia pagana, insistiría imperturbablemente en su misión. Gracias a su aprendizaje monástico pudo reanimar la abadía de Terhold, en Flandes, y establecer allí una floreciente escuela. Existieron muy felices relaciones entre el arzobispado y su grey por más de una década interrumpida tan sólo cuando los lobos marinos, más feroces que nunca, reiniciaron sus terribles excursiones. El año 845, Erico, rey de Jutlandia, se presentó en el puerto de Hamburgo con una flota de ochocientos navíos, causando terror entre los habitantes. Los invasores remontaron el río, asesinaron a todos los moradores que encontraron en las dos orillas e incurrieron en actos bestiales, sobre los cuales la crónica prefiere arrojar tupido velo. Saquearon y quemaron la ciudad, así como su iglesia recientemente construida; los raros e inapreciables libros, legados al monasterio por Luis el Piadoso, se convirtieron en humo. Anscario, reducido a la más extrema pobreza, tuvo que pasar de ciudad en ciudad hasta llegar a Bremen. Todas aquellas trágicas experiencias, más que suficientes para destrozar el corazón de cualquier otro hombre, no acobardaron al santo, que agradeció profundamente a Dios que la mayor parte de su rebaño hubiera conseguido escapar de los vikingos.

Gérmenes de decadencia

Volvamos ahora de los episodios de su misión a la condición general en que se encontraba el Occidente. Después de la huída de Anscario de Hamburgo cayeron nuevas tribulaciones sobre la Iglesia y sus fieles hijos. El Imperio, dividido por Luis el Piadoso entre sus tres hijos, fue amenazado de desintegración. Lotario, Luis el Germánico y Carlos el Calvo ambicionaron las tierras de los otros hermanos, cometieron toda clase de abusos y robos y se perdió toda huella de verdadera autoridad real. Lotario y Carlos se unieron contra Luis; los vasallos de Carlos raptaron a la hija de Lotario. Hasta después de la batalla de Fontenoy, el año 841, y del Tratado de Verdún del año 843, las rivalidades dinásticas continuaron, agravadas con violencias y traiciones. El historiador de aquellos días no exagera cuando declara: "Sangre inocente es derramadas sin ser vengada, el temor de los reyes y de la ley ha abandonado a los hombres, y el pueblo se encamina con los ojos cerrados hacia el fuego del infierno". Cuán escasamente los gobernantes francos respetaban al clero, y viceversa, puede verse en la historia, repetida con frecuencia, de Carlos el Calvo y Juan Escoto Erígena (1), el teólogo más capaz de los tiempos carolingios. Tanto el Rey como el monje se complacían en discutir. Un día discutían ambos sentados a la mesa del festín, cuando el Rey, en tono insultante, preguntó: "¿En qué difiere Escoto de tonto?" "¡Tabla!", respondió el irlandés osadamente (2).

Se puede comprender fácilmente las dificultades del santo Anscario en medio de aquel mundo loco, dificultades de un hombre demasiado noble, demasiado impregnado del espíritu evangélico para entenderse con aquellos maquinadores reales. En aquel general acaparamiento de tierras, parte de su nueva diócesis, en Flandes, había sido invadida por Carlos el Calvo, no sin la protesta de su celoso pastor. Luis intervino en la querella y obligó a su hermano a devolver la sede usurpada. Los sucesores de Carlomagno querían, es claro, mantener su supremacía en la administración de la Iglesia; nunca se contentaron con ventajas negativas y deseaban siempre controlar los asuntos eclesiásticos. Y cuando Roma se interpuso, los reyes francos, sostenidos por eclesiásticos serviles, se opusieron al Vicario de Cristo, aunque reconocían en sus corazones que los propósitos de la Iglesia eran propósitos de justicia, de bondad y de paz.

Durante todo el tiempo en que Anscario actuó en lo más enconado de la lucha, el Papa León IV tuvo que afrontar incesantes dificultades. Pues mientras el norte del Atlántico era infestado por piradas vikingos, los odiosos sarracenos dominaban sobre todas las costas del Mediterráneo y amenazaban a las ciudades italianas. En agosto de 846, una flota musulmana llegó a Ostia, desembarcó miles de árabes que saquearon las basílicas de San Pedro y de San Pablo, al espantoso grito de "¡No hay más que un solo Dios y Mahoma es su Profeta!" La ciudad misma pudo ser salvada gracias a las resistentes murallas construidas por generaciones de fieles; sin embargo, los paganos se establecieron en Bari, sobre el Cariglinao. Tres años más tarde, los puertos del Sur, Amalfi, Gaeta y Nápoles, formaron una liga militar, la primera de su clase en la Edad Media. Tal como las cosas se presentaban, el porvenir se mostraba más sombrío aún, si no se tomaban radicales medidas cuando antes. Por tal motivo, esas ciudades unieron sus flotas y concertaron un tratado con el Papa León, que invitó a los capitanes a ir al Vaticano, donde juraron lealtad a la causa común. Luego el Pontífice, a la cabeza de la milicia romana, se dirigió a Ostia, bendijo al ejército, y a la armada y administró la Santa Comunión a los hombres. En ese año de peligro, 849, cuando la seguridad de la cristiandad se vio otra vez amenazada por su peor enemigo, León cayó de rodillas y oró: "Señor, Tú que salvaste a Pedro de ahogarse cuando caminó sobre las olas del mar, Tú que rescataste a Pablo de las profundidades... misericordiosamente escúchanos, y por los méritos de esos santos, asegura el poder a los brazos de tus creyentes siervos, que luchaban con los enemigos de tu Iglesia, y que, gracias a su victoria, tu Santo Nombre pueda ser glorificado entre las Naciones". El Papa acababa de retornar al Vaticano cuando ya las velas sarracenas podían verse desde la orilla. Inmediatamente, los valientes napolitanos remaron para enfrentarlos y repentinamente, entre el chocar de las proas, levantóse un huracán que produjo general confusión entre todos los barcos de ambas partes. Al cesar el viento y la lluvia vióse que la flota árabe había desaparecido, hundida en parte y en parte dispersada. Muchos sobrevivientes musulmanes nadaron hacia las islas el mar Tirreno, para ser muertos en las playas. Muchos más cayeron en poder los capitanes de la Liga que los ejecutaron inmediatamente en Ostia o los llevaron encadenados a Roma (3). Así fue salvada la Ciudad Eterna una vez más de caer en manos del invasor, mientras el Papa procedió a resolver firmemente tres grandes problemas: defensa más poderosas de Roma, libertad de la Iglesia respecto de la influencia secular y la abolición de la simonía, pecado que en su reaparición iba a traer terribles consecuencias.

Puertos de entrada

Un año después de haber desaparecido la flota sarracena en las profundidades del Mediterráneo, Anscario administraba las dos sedes de Hamburgo y Bremen. No podía haber pausa en la conquista de las alma; los retrasos eran mayor razón para nuevos embates. Cielos helados y nubes fugaces no significaban mayor amenaza para él que las embravecidas olas; más que nunca se sintió con voluntad para enfrentar toda clase de peligros y arrostrar todos los desafíos del paganismo. Ahora se encontraba realmente listo para ello -¡y estaba muy cerca de sus cincuenta años de edad ¡Su frágil barco enderezó la proa hacia las costas del Norte; sus compañeros monjes estudiaban las estrellas, el mar, con enemigos en su estela; podían ver a piratas vikingos luchando contra las tormentas sobre las costas grises. Como enviado de Luis el Germánico, visitó otra vez a Dinamarca, la misma tierra de la que había sido expulsado mucho antes. El rey Erico, olvidando lo pasado, le dio la bienvenida, y en verdad simpatizaba tanto con él que llamó a todos los sacerdotes desterrados de sus dominios. Conquistado por la dulzura de carácter de Anscario, el orgulloso normando cedió punto por punto con gran beneficio de la fe. El año 850 se levantó la primera iglesia en Schleswig, y en 851 se edificó otra en Ripan. Al año siguiente, el veterano misionero visitó a Bjoko, en Malearsee -después de una ausencia de cerca de un cuarto de siglo-, pero esta vez estaba ya bien acostumbrado a las ciénagas profundas y a las traidoras corrientes marinas. En esta ocasión, también fue amistosamente recibido, y con gran tacto supo ganar el favor del Rey invitándolo a su mesa y ofreciéndole numerosos presentes. Los nobles se reunieron para decir si se debía dar o no al misionero autorización para predicar. Para decidirse, tiraron a la suerte, y la respuesta fue favorable. Una vez más Anscario se convirtió en una figura familiar, trabajando por Cristo con espíritu más templado. A su vuelta a Hamburgo, lleno de celo por las almas, envió sacerdotes a evangelizar la Suecia. En cualquier parte en que se encontrara el arzobispo, bajo el peso de tremendas posibilidades, nunca dejó de ser Anscario de Corbie, eminente como siempre por su piedad, por su moderación y su espíritu servicial. Construyó hospitales, rescató cautivos, distribuyó limosnas. Hasta empleó su pluma para escribir versos en los márgenes de su libro de Salmos, y aun halló tiempo para escribir la historia de su predecesor, Willehad, primer obispo de Bréenme. Llevó cuidadosamente diarios que suministraron luego valioso material a Adán de Bremen para su gran obra De situ Danae. En realidad, el mundo le debe la primera descripción de Escandinavia, de sus costumbres, de su religión y de su lenguaje; porque Anscario no fue un iniciador que escribiese basándose en rumores o en informes, sino que empleó sus ojos para ver y observar, sus oídos para escuchar y sus manos para palpar.

Nada más fortificante e inspirador que el espíritu de ese gran apóstol de los vikingos. "Seguid adelante -dijo a sus monjes-, marchad sin temor, confortad al afligido, cuidad de los enfermos, ganad las almas para Dios. Adquirid los jóvenes daneses vendidos en el mercado como esclavos y enviadlos a Corbie para su educación cristiana. Y tened por seguro que los mismos retornarán algún día al seno de su propio pueblo como heraldos de la fe". ¡Ojalá hubiera podido él mismo empezar otra vez, pero era ya demasiado anciano para el servicio activo e incapaz de afrontar los mares embravecidos y las costas acantiladas. Con todo, pudo vigilar y orar, trabajar y escribir, tomar decisiones y esperar el tiempo oportuno para la acción. Ni en sueños se le ocurrió desviarse de la obra de su vida, y miró hacia adelanto con esperanza para recoger la cosecha. "¡Más celo, más monjes!", fue su grito constante. ¿No le había dado el Papa Gregorio IV jurisdicción sobre Islandia y la lejana Groenlandia? Sí, y debía llegar hasta los corazones de aquellos pobres paganos tan distantes. Con extraordinario tacto, valor y caridad, se encaró con los problemas y las situaciones difíciles de la nueva misión. Y miró hacia Corbie en busca de neófitos urgentemente necesitados, hacia aquel hogar que tan cerca había estado siempre de su corazón. Había crecido hasta convertirse en un lugar muy importante desde que él había arado su tierra por primera vez; y había suministrado muchos monjes a Dinamarca, Noruega y Suecia. Pues bien, ¡se necesitaban más aún! ¡El tiempo es breve y las almas vikingas estaban en peligro! A tales propósitos Anscario, el apóstol, dedicó todas las energías de sus últimos como de sus primeros días. La edad no podía reducir la intensidad de su ardiente espíritu, y mantuvo una mano viril sobre el timón hasta dar sus últimas instrucciones a su compañero Remberto, que le sucedió en la sede de Hamburgo. El año 865 vio al anciano y valiente navegador de Dios arrancado de su puerto terrenal. Tenía sesenta y seis años cuando, llamado por el Maestro, penetró en el Mar Eterno.

Después de la muerte de Anscario, los tiempos se hicieron cada vez más desesperados. Sobrevinieron crisis en las que pareció que la Roca de Pedro iba a ser barrida por las olas de los bárbaros. Los intentos del Papa León y de Carlomagno estuvieron muy cerca de verse frustrados, porque no aparecía hombre suficientemente fuerte como para gobernar el Imperio franco, que ellos llamaban el Sacro Imperio Romano. Si los hijos de Luis el Piadoso fracasaron en una gran misión, sus hijos probaron la verdad de la Escritura: "Los padres comieron las uvas agraces, y los hijos padecieron la dentera". (4) Luis II, hijo de Lotario, sucedió en el trono a su padre, pero el caos reinaba entre los gobernantes locales, que administraban sus Estados como mejor les placía. Como su intrigante antecesor, Luis trató de dominar al Papa Nicolás I (858-887), y sólo logró comprobar que se había equivocado por completo en sus cálculos sobre el nuevo Pontífice. Este devoto pero firme jefe de la Iglesia se negó a aprobar el matrimonio de Luis II de Lorena, que se había divorciado de su mujer para casarse con su amante. El año 836, tropas imperiales entraron en Roma y se apoderaron del Papa sin resultado alguno, pues Nicolás, sin temor alguno, se mantuvo inflexible, fuerte en la ley de Dios. Más penosos que tales conflictos con el poder civil fueron los pesares que ocasionaron a este gran Papa los prelados que desafiaron a la Santa Sede. Tuvo que castigar al poderoso arzobispo de Reims por haber depuesto a un Obispo concienzudo y reverente, y excomulgó a Juan de Ravena por manifiesta perfidia: todo ello contra las protestas del mismo Emperador. No parecían tener fin las tribulaciones que acosaban al hombre de Dios, causadas por príncipes-obispos, tiranos en sus ricas sedes; por abades mejor sentados en la silla del guerrero que en las sedes, desde donde gobernaban a su grey; por toda clase de señores que trataban de imponer su gobierno cruel sobre pequeñas ciudades como sobre reinos fortificados. Laicos y clérigos, muchos se negaron a jurar fidelidad a Roma, y hasta llegaron a desafiar las leyes de Dios. No sólo fueron relajados e indiferentes en cuanto a la vida espiritual, sino que también promovieron o participaron en guerras sangrientas e injustas. Cada uno poseía su ejército de mercenarios y siervos dispuestos a luchar por cualquier pretexto, como a asaltar y robar a los indefensos y débiles. Tan perversa conducta engendraba torvos pensamientos que a su vez originaban más terribles acciones.

La verdadera Edad Media

Durante ese período de confusión se produjo también la rebelión de Focio, un ambiciosos advenedizo, brillante pero extraviado, que había tomado todas las sagradas órdenes en seis días. Aunque siempre hubo querellas entre Oriente y Occidente, el cisma que creo fue el primero en sus relaciones. Focio se nos presenta como el peor de los intrigantes bizantinos, pues fue tan grande su sed de honores, que maquinó día tras días la forma de apoderarse del patriarcado de Constantinopla. Atacó a la Iglesia latina porque ordenó ayunos en día sábado, empezó la Cuaresma tres días después que en Oriente, y no autorizó el matrimonio de los sacerdotes. El Papa Nicolás el grande tuvo que excomulgar al taimado hipócrita, pero éste, en venganza, convenció al emperador Miguel (42-867) que abriera tribunal para juzgar al Vicario de Cristo. Una carta circular sancionada por el Concilio de 866, depuso al Pontífice y declaró la oposición de la Iglesia Oriental a aceptar la frase "el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo". Aquel mismo año, Miguel, que había alentado la rebelión de Focio, halló la muerte en una pendencia de borrachos, y su sucesor, Basilio el Macedonio (867-886) expulsó al escandaloso cismático. Cuando el legítimo patriarca Ignacio fue restaurado en su trono, buscó directa reconciliación con Roma. Pero el daño había sido hecho, y la brecha abierta se ahondó hasta originar una separación definitiva. Verdad es que el Octavo Concilio General de la Iglesia Universal se reunió en Constantinopla el año 869, pero a la muerte de Ignacio, diez años más tarde, Focio reconquistó el poder. Como era de esperarse, el Papa se negó a reconocer al rebelde, que continuó en su obra de desunión hasta que el nuevo emperador León IV (886-912) lo expulsó de Constantinopla.

Si el Oriente era todavía un mal Oriente, el Occidente era todavía el Occidente del caos. Ya desde la caída de Luis el Piadoso, en 833, el Imperio. Por la sola fuerza de los acontecimientos, quedó abierto a los enemigos dispuestos a destruir sus pueblos y su cultura. Los normandos empezaron entonces su regulares invasiones, en tanto que los musulmanes renovaron sus viejos ataques contra un continente indefenso. El año 845, los vikingos penetraron profundamente en los dominios de Carlos el Calvo; el año siguiente, los sarracenos destruyeron la tumba de los Apóstoles. Hacia la mitad del siglo, los búlgaros, pueblo de raza eslava, se establecieron en los límites del Imperio, en tanto que los magiares, de raza turconfinlandesa, asaltaban los territorios carolingios. Pero mucho más devastadoras que todas esas incursiones bárbaras fue la invasión de las fuerzas del mal en las altas esferas de la Iglesia. Sobrevino una sucesión de pontífices víctimas del vicio, de la debilidad y de la facción; tomados en conjunto, no fueron mejores que Carlos el Calvo, Carlos el Gordo y Luis el Tartamudo, cuyo sobrenombres revelan el desprecio que sintió por ellos la opinión pública. Tan sólo dos verdaderos grandes Papas pueden señalarse en la docena que reinó en la Cátedra de Pedro durante la última mitad del siglo. Nicolás el Grande (858-867) mantuvo la independencia de la Santa Sede, negándose a someterse al emperador de Oriente ni al de Occidente; luchó denodadamente contra los poderosos cismáticos bizantinos, contra sus propios obispos recalcitrantes y hasta contra Luis II y sus ejércitos invasores. Juan VIII (872-882) fue también inquebrantable durante toda una década de violencia y matanzas. "Si todos los árboles de la selva -él mismo escribió- pudieran convertirse en lenguas no alcanzarían a describir las asolaciones causadas por los impíos paganos. Los obispos no saben si pedir limosna o huir a Roma, único lugar de refugio. Sin embargo, el intrépido pontífice, activo y hábil general, luchó contra los nobles francos hasta contenerlos; y como almirante no menos capaz, limpió las costas italianas de piratas musulmanes, para terminar siendo envenenado y con el cráneo destrozado a martillazos. Sus consagrados sucesores, poco se preocuparon de su tremenda responsabilidad, y fracasaron en su deber de alimentar al rebaño de dios. Puede afirmarse, sin embargo, que varios de ellos fueron hombres venales, sin carácter religioso digno de veneración ni de aprobación. No quiere decir ello que la Iglesia hubiera fracasado en su enseñanza moral o doctrinal; solamente prueba que la Esposa de Cristo sobrevivirá y persistirá hasta el fin de los tiempos a pesar de sus enemigos internos o externos. El Papa Marino mostró el carácter de un niño; Adriano III no consiguió imponerse al insidiosos Formoso, obispo de Oporto, que consiguió ser coronado Papa. El blando Esteban V, después de cinco años de mal gobierno, fue estrangulado. Romano y Teodoro, nada cumplieron, habiendo reinado apenas seis meses; y después de todos ellos, Juan IX y Benedicto IV, que tanto prometieron, cerraron trágicamente un siglo durante el cual la Silla de Pedro pareció tan sólo un galardón de bandidos, y la corona imperial, un mero trofeo de guerra. La disolución del Imperio no hacía más que acentuarse, y los progresos de la civilización cristiana parecían haberse detenido para siempre.

Altos y bajos

Los daneses habían rechazado el mensaje evangélico con tanta decisión como ferocidad. Anscario soportó el lento martirio de la postergación, hasta que tres años más tarde recibió el encargo de su segunda misión. Luis el Piadoso quiso que el joven monje franco tomara cuidado espiritual de los mercaderes, esclavos cristianos y otras gentes de Bjorko, capital de Suecia. Así aconteció que Anscario, lleno de esperanza, volvió a cruzar los mares en compañía de los embajadores imperiales. Se abrieron camino entre terribles marismas, encendieron los fuegos de sus vivaques entre las selvas y las playas. Animales salvajes se aproximaron a los recién llegados, pero ello nada significó en comparación con el peligro de los hombres nativos, con su astucia de lobos y sus mañas de osos. Cuando llegaron a Bjorko, el benedictino solicitó del Rey autorización para predicar el Evangelio a sus súbditos. Bjorn, que admiraba su valor, accedió a su pedido, de manera que el año 830 el infatigable monje pudo evangelizar al distrito Malearse. Por este mismo tiempo los embajadores que se disgustaron con aquellas gentes intratables, perdieron su valor y decidieron retornar a su patria. Pero el misionero enérgico se mantuvo en su empresa, arrostrando toda amenaza y todo peligro. Apenas había desaparecido en el horizonte el barco en que iban sus compañeros, el benedictino inició su marcha hacia el interior del país, siguiendo los senderos abiertos por las caravanas y hablando del Evangelio a todos lo que encontraba. Aquellos escandinavos constituían un pueblo realmente extraño, inconstante e inseguro; el abanderado de Cristo tuvo que proceder con extremo cuidado, midiendo cada paso que daba por temor de enfurecerlos y que terminaran con su vida en un instante. Contaba con su celo y su amor de las almas, las dos armas con las que obtuvo del rey Bjorn el privilegio de la predicación. Durante dieciocho meses, Anscario, solo entre los vikingos, continuó su audaz aventura por Cristo mientras su fama de franco bondadoso e inteligente se expandió con rapidez por toda la salvaje región. Los normandos admiraron siempre al os valientes y se jactaban de que uno de ellos solo, podía terminar con tres enemigos ala vez; de manera que debieron ser conquistados por el juicio frío del intrépido extranjero que sabía vencer toda clase de dificultades. Nada tiene de sorprendente, por lo tanto, que el éxito coronara su segunda misión y que Herigar, jefe de los consejeros reales, abrazara la fe. Y lo mejor de todo fue que Anscario, ayudado por los resueltos conversos, pudiera edificar la primera iglesia católica en aquel país.

Tuvo tanto éxito la misión sueca, que el monje de Corbie, cumpliendo otra vez con el deseo del Emperador, fue consagrada arzobispo de Hamburgo y se dirigió a Roma para recibir el pallium de manos del Papa Gregorio IV. Aun más, el Pontífice lo nombró legado ante las naciones del Norte: suecos, daneses y eslavos. El veterano misionero, siempre preocupado por los suecos, envió al obispo Guasberto con otros sacerdotes para continuar las misiones más septentrionales. Pero una vez más el veneno de la perfidia se introdujo en tierra delos vikingos; el Obispo tuvo que huir y su sobrino fue asesinado. Derrotado en un campo, Anscario probaba otro. A pesar de la furia pagana, insistiría imperturbablemente en su misión. Gracias a su aprendizaje monástico pudo reanimar la abadía de Terhold, en Flandes, y establecer allí una floreciente escuela. Existieron muy felices relaciones entre el arzobispado y su grey por más de una década interrumpida tan sólo cuando los lobos marinos, más feroces que nunca, reiniciaron sus terribles excursiones. El año 845, Erico, rey de Jutlandia, se presentó en el puerto de Hamburgo con una flota de ochocientos navíos, causando terror entre los habitantes. Los invasores remontaron el río, asesinaron a todos los moradores que encontraron en las dos orillas e incurrieron en actos bestiales, sobre los cuales la crónica prefiere arrojar tupido velo. Saquearon y quemaron la ciudad, así como su iglesia recientemente construida; los raros e inapreciables libros, legados al monasterio por Luis el Piadoso, se convirtieron en humo. Anscario, reducido a la más extrema pobreza, tuvo que pasar de ciudad en ciudad hasta llegar a Bremen. Todas aquellas trágicas experiencias, más que suficientes para destrozar el corazón de cualquier otro hombre, no acobardaron al santo, que agradeció profundamente a Dios que la mayor parte de su rebaño hubiera conseguido escapar de los vikingos.

Gérmenes de decadencia

Volvamos ahora de los episodios de su misión a la condición general en que se encontraba el Occidente. Después de la huída de Anscario de Hamburgo cayeron nuevas tribulaciones sobre la Iglesia y sus fieles hijos. El Imperio, dividido por Luis el Piadoso entre sus tres hijos, fue amenazado de desintegración. Lotario, Luis el Germánico y Carlos el Calvo ambicionaron las tierras de los otros hermanos, cometieron toda clase de abusos y robos y se perdió toda huella de verdadera autoridad real. Lotario y Carlos se unieron contra Luis; los vasallos de Carlos raptaron a la hija de Lotario. Hasta después de la batalla de Fontenoy, el año 841, y del Tratado de Verdún del año 843, las rivalidades dinásticas continuaron, agravadas con violencias y traiciones. El historiador de aquellos días no exagera cuando declara: "Sangre inocente es derramadas sin ser vengada, el temor de los reyes y de la ley ha abandonado a los hombres, y el pueblo se encamina con los ojos cerrados hacia el fuego del infierno". Cuán escasamente los gobernantes francos respetaban al clero, y viceversa, puede verse en la historia, repetida con frecuencia, de Carlos el Calvo y Juan Escoto Erígena (1), el teólogo más capaz de los tiempos carolingios. Tanto el Rey como el monje se complacían en discutir. Un día discutían ambos sentados a la mesa del festín, cuando el Rey, en tono insultante, preguntó: "¿En qué difiere Escoto de tonto?" "¡Tabla!", respondió el irlandés osadamente (2).

Se puede comprender fácilmente las dificultades del santo Anscario en medio de aquel mundo loco, dificultades de un hombre demasiado noble, demasiado impregnado del espíritu evangélico para entenderse con aquellos maquinadores reales. En aquel general acaparamiento de tierras, parte de su nueva diócesis, en Flandes, había sido invadida por Carlos el Calvo, no sin la protesta de su celoso pastor. Luis intervino en la querella y obligó a su hermano a devolver la sede usurpada. Los sucesores de Carlomagno querían, es claro, mantener su supremacía en la administración de la Iglesia; nunca se contentaron con ventajas negativas y deseaban siempre controlar los asuntos eclesiásticos. Y cuando Roma se interpuso, los reyes francos, sostenidos por eclesiásticos serviles, se opusieron al Vicario de Cristo, aunque reconocían en sus corazones que los propósitos de la Iglesia eran propósitos de justicia, de bondad y de paz.

Durante todo el tiempo en que Anscario actuó en lo más enconado de la lucha, el Papa León IV tuvo que afrontar incesantes dificultades. Pues mientras el norte del Atlántico era infestado por piradas vikingos, los odiosos sarracenos dominaban sobre todas las costas del Mediterráneo y amenazaban a las ciudades italianas. En agosto de 846, una flota musulmana llegó a Ostia, desembarcó miles de árabes que saquearon las basílicas de San Pedro y de San Pablo, al espantoso grito de "¡No hay más que un solo Dios y Mahoma es su Profeta!" La ciudad misma pudo ser salvada gracias a las resistentes murallas construidas por generaciones de fieles; sin embargo, los paganos se establecieron en Bari, sobre el Cariglinao. Tres años más tarde, los puertos del Sur, Amalfi, Gaeta y Nápoles, formaron una liga militar, la primera de su clase en la Edad Media. Tal como las cosas se presentaban, el porvenir se mostraba más sombrío aún, si no se tomaban radicales medidas cuando antes. Por tal motivo, esas ciudades unieron sus flotas y concertaron un tratado con el Papa León, que invitó a los capitanes a ir al Vaticano, donde juraron lealtad a la causa común. Luego el Pontífice, a la cabeza de la milicia romana, se dirigió a Ostia, bendijo al ejército, y a la armada y administró la Santa Comunión a los hombres. En ese año de peligro, 849, cuando la seguridad de la cristiandad se vio otra vez amenazada por su peor enemigo, León cayó de rodillas y oró: "Señor, Tú que salvaste a Pedro de ahogarse cuando caminó sobre las olas del mar, Tú que rescataste a Pablo de las profundidades... misericordiosamente escúchanos, y por los méritos de esos santos, asegura el poder a los brazos de tus creyentes siervos, que luchaban con los enemigos de tu Iglesia, y que, gracias a su victoria, tu Santo Nombre pueda ser glorificado entre las Naciones". El Papa acababa de retornar al Vaticano cuando ya las velas sarracenas podían verse desde la orilla. Inmediatamente, los valientes napolitanos remaron para enfrentarlos y repentinamente, entre el chocar de las proas, levantóse un huracán que produjo general confusión entre todos los barcos de ambas partes. Al cesar el viento y la lluvia vióse que la flota árabe había desaparecido, hundida en parte y en parte dispersada. Muchos sobrevivientes musulmanes nadaron hacia las islas el mar Tirreno, para ser muertos en las playas. Muchos más cayeron en poder los capitanes de la Liga que los ejecutaron inmediatamente en Ostia o los llevaron encadenados a Roma (3). Así fue salvada la Ciudad Eterna una vez más de caer en manos del invasor, mientras el Papa procedió a resolver firmemente tres grandes problemas: defensa más poderosas de Roma, libertad de la Iglesia respecto de la influencia secular y la abolición de la simonía, pecado que en su reaparición iba a traer terribles consecuencias.

Puertos de entrada

Un año después de haber desaparecido la flota sarracena en las profundidades del Mediterráneo, Anscario administraba las dos sedes de Hamburgo y Bremen. No podía haber pausa en la conquista de las alma; los retrasos eran mayor razón para nuevos embates. Cielos helados y nubes fugaces no significaban mayor amenaza para él que las embravecidas olas; más que nunca se sintió con voluntad para enfrentar toda clase de peligros y arrostrar todos los desafíos del paganismo. Ahora se encontraba realmente listo para ello -¡y estaba muy cerca de sus cincuenta años de edad ¡Su frágil barco enderezó la proa hacia las costas del Norte; sus compañeros monjes estudiaban las estrellas, el mar, con enemigos en su estela; podían ver a piratas vikingos luchando contra las tormentas sobre las costas grises. Como enviado de Luis el Germánico, visitó otra vez a Dinamarca, la misma tierra de la que había sido expulsado mucho antes. El rey Erico, olvidando lo pasado, le dio la bienvenida, y en verdad simpatizaba tanto con él que llamó a todos los sacerdotes desterrados de sus dominios. Conquistado por la dulzura de carácter de Anscario, el orgulloso normando cedió punto por punto con gran beneficio de la fe. El año 850 se levantó la primera iglesia en Schleswig, y en 851 se edificó otra en Ripan. Al año siguiente, el veterano misionero visitó a Bjoko, en Malearsee -después de una ausencia de cerca de un cuarto de siglo-, pero esta vez estaba ya bien acostumbrado a las ciénagas profundas y a las traidoras corrientes marinas. En esta ocasión, también fue amistosamente recibido, y con gran tacto supo ganar el favor del Rey invitándolo a su mesa y ofreciéndole numerosos presentes. Los nobles se reunieron para decir si se debía dar o no al misionero autorización para predicar. Para decidirse, tiraron a la suerte, y la respuesta fue favorable. Una vez más Anscario se convirtió en una figura familiar, trabajando por Cristo con espíritu más templado. A su vuelta a Hamburgo, lleno de celo por las almas, envió sacerdotes a evangelizar la Suecia. En cualquier parte en que se encontrara el arzobispo, bajo el peso de tremendas posibilidades, nunca dejó de ser Anscario de Corbie, eminente como siempre por su piedad, por su moderación y su espíritu servicial. Construyó hospitales, rescató cautivos, distribuyó limosnas. Hasta empleó su pluma para escribir versos en los márgenes de su libro de Salmos, y aun halló tiempo para escribir la historia de su predecesor, Willehad, primer obispo de Bréenme. Llevó cuidadosamente diarios que suministraron luego valioso material a Adán de Bremen para su gran obra De situ Danae. En realidad, el mundo le debe la primera descripción de Escandinavia, de sus costumbres, de su religión y de su lenguaje; porque Anscario no fue un iniciador que escribiese basándose en rumores o en informes, sino que empleó sus ojos para ver y observar, sus oídos para escuchar y sus manos para palpar.

Nada más fortificante e inspirador que el espíritu de ese gran apóstol de los vikingos. "Seguid adelante -dijo a sus monjes-, marchad sin temor, confortad al afligido, cuidad de los enfermos, ganad las almas para Dios. Adquirid los jóvenes daneses vendidos en el mercado como esclavos y enviadlos a Corbie para su educación cristiana. Y tened por seguro que los mismos retornarán algún día al seno de su propio pueblo como heraldos de la fe". ¡Ojalá hubiera podido él mismo empezar otra vez, pero era ya demasiado anciano para el servicio activo e incapaz de afrontar los mares embravecidos y las costas acantiladas. Con todo, pudo vigilar y orar, trabajar y escribir, tomar decisiones y esperar el tiempo oportuno para la acción. Ni en sueños se le ocurrió desviarse de la obra de su vida, y miró hacia adelanto con esperanza para recoger la cosecha. "¡Más celo, más monjes!", fue su grito constante. ¿No le había dado el Papa Gregorio IV jurisdicción sobre Islandia y la lejana Groenlandia? Sí, y debía llegar hasta los corazones de aquellos pobres paganos tan distantes. Con extraordinario tacto, valor y caridad, se encaró con los problemas y las situaciones difíciles de la nueva misión. Y miró hacia Corbie en busca de neófitos urgentemente necesitados, hacia aquel hogar que tan cerca había estado siempre de su corazón. Había crecido hasta convertirse en un lugar muy importante desde que él había arado su tierra por primera vez; y había suministrado muchos monjes a Dinamarca, Noruega y Suecia. Pues bien, ¡se necesitaban más aún! ¡El tiempo es breve y las almas vikingas estaban en peligro! A tales propósitos Anscario, el apóstol, dedicó todas las energías de sus últimos como de sus primeros días. La edad no podía reducir la intensidad de su ardiente espíritu, y mantuvo una mano viril sobre el timón hasta dar sus últimas instrucciones a su compañero Remberto, que le sucedió en la sede de Hamburgo. El año 865 vio al anciano y valiente navegador de Dios arrancado de su puerto terrenal. Tenía sesenta y seis años cuando, llamado por el Maestro, penetró en el Mar Eterno.

Después de la muerte de Anscario, los tiempos se hicieron cada vez más desesperados. Sobrevinieron crisis en las que pareció que la Roca de Pedro iba a ser barrida por las olas de los bárbaros. Los intentos del Papa León y de Carlomagno estuvieron muy cerca de verse frustrados, porque no aparecía hombre suficientemente fuerte como para gobernar el Imperio franco, que ellos llamaban el Sacro Imperio Romano. Si los hijos de Luis el Piadoso fracasaron en una gran misión, sus hijos probaron la verdad de la Escritura: "Los padres comieron las uvas agraces, y los hijos padecieron la dentera". (4) Luis II, hijo de Lotario, sucedió en el trono a su padre, pero el caos reinaba entre los gobernantes locales, que administraban sus Estados como mejor les placía. Como su intrigante antecesor, Luis trató de dominar al Papa Nicolás I (858-887), y sólo logró comprobar que se había equivocado por completo en sus cálculos sobre el nuevo Pontífice. Este devoto pero firme jefe de la Iglesia se negó a aprobar el matrimonio de Luis II de Lorena, que se había divorciado de su mujer para casarse con su amante. El año 836, tropas imperiales entraron en Roma y se apoderaron del Papa sin resultado alguno, pues Nicolás, sin temor alguno, se mantuvo inflexible, fuerte en la ley de Dios. Más penosos que tales conflictos con el poder civil fueron los pesares que ocasionaron a este gran Papa los prelados que desafiaron a la Santa Sede. Tuvo que castigar al poderoso arzobispo de Reims por haber depuesto a un Obispo concienzudo y reverente, y excomulgó a Juan de Ravena por manifiesta perfidia: todo ello contra las protestas del mismo Emperador. No parecían tener fin las tribulaciones que acosaban al hombre de Dios, causadas por príncipes-obispos, tiranos en sus ricas sedes; por abades mejor sentados en la silla del guerrero que en las sedes, desde donde gobernaban a su grey; por toda clase de señores que trataban de imponer su gobierno cruel sobre pequeñas ciudades como sobre reinos fortificados. Laicos y clérigos, muchos se negaron a jurar fidelidad a Roma, y hasta llegaron a desafiar las leyes de Dios. No sólo fueron relajados e indiferentes en cuanto a la vida espiritual, sino que también promovieron o participaron en guerras sangrientas e injustas. Cada uno poseía su ejército de mercenarios y siervos dispuestos a luchar por cualquier pretexto, como a asaltar y robar a los indefensos y débiles. Tan perversa conducta engendraba torvos pensamientos que a su vez originaban más terribles acciones.

La verdadera Edad Media

Durante ese período de confusión se produjo también la rebelión de Focio, un ambiciosos advenedizo, brillante pero extraviado, que había tomado todas las sagradas órdenes en seis días. Aunque siempre hubo querellas entre Oriente y Occidente, el cisma que creo fue el primero en sus relaciones. Focio se nos presenta como el peor de los intrigantes bizantinos, pues fue tan grande su sed de honores, que maquinó día tras días la forma de apoderarse del patriarcado de Constantinopla. Atacó a la Iglesia latina porque ordenó ayunos en día sábado, empezó la Cuaresma tres días después que en Oriente, y no autorizó el matrimonio de los sacerdotes. El Papa Nicolás el grande tuvo que excomulgar al taimado hipócrita, pero éste, en venganza, convenció al emperador Miguel (42-867) que abriera tribunal para juzgar al Vicario de Cristo. Una carta circular sancionada por el Concilio de 866, depuso al Pontífice y declaró la oposición de la Iglesia Oriental a aceptar la frase "el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo". Aquel mismo año, Miguel, que había alentado la rebelión de Focio, halló la muerte en una pendencia de borrachos, y su sucesor, Basilio el Macedonio (867-886) expulsó al escandaloso cismático. Cuando el legítimo patriarca Ignacio fue restaurado en su trono, buscó directa reconciliación con Roma. Pero el daño había sido hecho, y la brecha abierta se ahondó hasta originar una separación definitiva. Verdad es que el Octavo Concilio General de la Iglesia Universal se reunió en Constantinopla el año 869, pero a la muerte de Ignacio, diez años más tarde, Focio reconquistó el poder. Como era de esperarse, el Papa se negó a reconocer al rebelde, que continuó en su obra de desunión hasta que el nuevo emperador León IV (886-912) lo expulsó de Constantinopla.

Si el Oriente era todavía un mal Oriente, el Occidente era todavía el Occidente del caos. Ya desde la caída de Luis el Piadoso, en 833, el Imperio. Por la sola fuerza de los acontecimientos, quedó abierto a los enemigos dispuestos a destruir sus pueblos y su cultura. Los normandos empezaron entonces su regulares invasiones, en tanto que los musulmanes renovaron sus viejos ataques contra un continente indefenso. El año 845, los vikingos penetraron profundamente en los dominios de Carlos el Calvo; el año siguiente, los sarracenos destruyeron la tumba de los Apóstoles. Hacia la mitad del siglo, los búlgaros, pueblo de raza eslava, se establecieron en los límites del Imperio, en tanto que los magiares, de raza turconfinlandesa, asaltaban los territorios carolingios. Pero mucho más devastadoras que todas esas incursiones bárbaras fue la invasión de las fuerzas del mal en las altas esferas de la Iglesia. Sobrevino una sucesión de pontífices víctimas del vicio, de la debilidad y de la facción; tomados en conjunto, no fueron mejores que Carlos el Calvo, Carlos el Gordo y Luis el Tartamudo, cuyo sobrenombres revelan el desprecio que sintió por ellos la opinión pública. Tan sólo dos verdaderos grandes Papas pueden señalarse en la docena que reinó en la Cátedra de Pedro durante la última mitad del siglo. Nicolás el Grande (858-867) mantuvo la independencia de la Santa Sede, negándose a someterse al emperador de Oriente ni al de Occidente; luchó denodadamente contra los poderosos cismáticos bizantinos, contra sus propios obispos recalcitrantes y hasta contra Luis II y sus ejércitos invasores. Juan VIII (872-882) fue también inquebrantable durante toda una década de violencia y matanzas. "Si todos los árboles de la selva -él mismo escribió- pudieran convertirse en lenguas no alcanzarían a describir las asolaciones causadas por los impíos paganos. Los obispos no saben si pedir limosna o huir a Roma, único lugar de refugio. Sin embargo, el intrépido pontífice, activo y hábil general, luchó contra los nobles francos hasta contenerlos; y como almirante no menos capaz, limpió las costas italianas de piratas musulmanes, para terminar siendo envenenado y con el cráneo destrozado a martillazos. Sus consagrados sucesores, poco se preocuparon de su tremenda responsabilidad, y fracasaron en su deber de alimentar al rebaño de dios. Puede afirmarse, sin embargo, que varios de ellos fueron hombres venales, sin carácter religioso digno de veneración ni de aprobación. No quiere decir ello que la Iglesia hubiera fracasado en su enseñanza moral o doctrinal; solamente prueba que la Esposa de Cristo sobrevivirá y persistirá hasta el fin de los tiempos a pesar de sus enemigos internos o externos. El Papa Marino mostró el carácter de un niño; Adriano III no consiguió imponerse al insidiosos Formoso, obispo de Oporto, que consiguió ser coronado Papa. El blando Esteban V, después de cinco años de mal gobierno, fue estrangulado. Romano y Teodoro, nada cumplieron, habiendo reinado apenas seis meses; y después de todos ellos, Juan IX y Benedicto IV, que tanto prometieron, cerraron trágicamente un siglo durante el cual la Silla de Pedro pareció tan sólo un galardón de bandidos, y la corona imperial, un mero trofeo de guerra. La disolución del Imperio no hacía más que acentuarse, y los progresos de la civilización cristiana parecían haberse detenido para siempre.

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