SAN BENITO

El monje ideal

SAN BENITO Y EL SIGLO SEXTO

Roma en el cenagal

En la primera década de este siglo, un joven de unos quince años de edad se hizo notar por su aplicación y su empeño en las escuelas romanas. El registro oficial lo mencionó como Benito de los Anisii, nacido en Nurcia, Umbría; pero sus amigos lo conocieron como vástago de una antigua familia, famosa por haber dado más vírgenes a la Iglesia que cónsules al Imperio. Tal honor, sin embargo, poco significó para Benito, que había empezado sus estudios "con esperanza en la proa y fantasía en el timón" tan sólo para enfrentarse con la terrible realidad pagana. Roma, gobernada por Teodorico el Godo, se había hecho casi completamente bárbara, y el Vicario de Cristo, Symmaco, fue amenazado por un antipapa. Todo, alrededor del noble joven, estaba envuelto en una oscura niebla de desorden; la ciudad misma era un abismo de servidumbre: sus ciudadanos, desviados de las leyes de los cielos; sus escuelas, hundidas en corrupción, donde los jóvenes crecían para ser esclavos del pecado, antes de alcanzar la condición de hombre. Por la gracia de Dios, Benito había evitado caer en la vida disoluta de sus compañeros de colegio y, aunque tentado por el ofrecimiento del amor de una mujer, había preferido el camino de los consejos evangélicos. Y ahora, ávido de una vida recóndita con Cristo, en Dios, sus pensamientos se hicieron profundos, dinámicos, porque Benito era un estudiante que no se ilusionaba. ¿Por qué sufrir por más tiempo impía confusión -se preguntó a sí mismo- desde que todas las siete artes liberales que ofrecen las escuelas romanas no son más que "sabia ignorancia e ignara sabiduría"? En verdad, no estaba seguro ni era divinamente viable permanecer allí; debió buscar una "salida" de aquella vil trampa, donde las cosas eternamente dignas nada significaban. En aquel momento crítico y penoso, Benito decidió huir; en compañía de una aya anciana se alejó de Roma y de todas sus pésimas costumbres. Ambos caminaron hacia el Oriente para llegar a Enfide, pueblecito solitario en las montañas simbrusinas, donde Benito se propuso trabajar hasta encontrar aquella paz interior que tan vanamente había buscado entre las escuelas y monumentos de la Ciudad Imperial.

Pero, desgraciadamente, todos los planes de refugio se desvanecieron cuando la locura de Roma lo alcanzó en su retiro. Gentes ociosas no le dieron descanso, desde que por primera vez oyeron hablar de su poder de hacer milagros. No le quedaba otra cosa que hacer a Benito que refugiarse en alguna hendidura entre los riscos, en una profunda y distante caverna, en cualquier sitio de soledad. Dominado por tal idea atravesó el Anio y empezó a subir por las empinadas rocas volcánicas hasta que encontró una cueva en una quebrada desierta de Subiaco. Un anciano monje llamado Romano se le juntó en el camino, interesándose profundamente por aquel extranjero fuerte y de hablar tranquilo, y cuando el asceta encontró el refugio del recién llegado tomó como un deber alimentar al joven hambriento, además de instruirlo y de cubrirlo con un hábito religioso. Benito siguió viviendo en aquel retiro "solo con el Gran Solitario", casi desconocido de los hombres, que raramente se aventuraban a acercarse a aquella curva, colgada sobre el borde de un precipicio. Pero hasta allí, en las alturas, fue tentado, como lo había sido antes su Divino Maestro. Un día, los asaltos del enemigo impuro se hicieron tan violentos que Benito se arrancó las pieles con que se cubría y se arrojó entre un montón de zarzas, con la esperanza de aquietar así los fuegos abrasadores de la concupiscencia. ¿No había escogido la soledad para sellar su corazón al amor terrenal y tapar sus oídos al canto lascivo y alejarse del loco mundo romano? No hay por qué sorprenderse de que, después de aquellos años de oración y ayuno, Benito se convirtiera en un aguerrido caballero de Dios. Pero otra vez, como en Enfide, dieron con su refugio; esta vez fueron los pastores quienes hablaron del joven ermitaño cubierto de velludas pieles, y el relato de su santidad se expandió muy pronto por toda la región comarcana, a despecho de sus deseos de ocultamiento.

Sobre los altos montes

No lejos de la cueva de Benito, encontrábase el monasterio de Vicovato, cuyos monjes, verdaderos hijos de su tiempo, llevaban una existencia terrenal, relajada, ociosa, indiferente. Los mejores de ellos, en un intento de reforma, acudieron a conferenciar con Benito, implorando al noble asceta que aceptara gobernarlos. Tanto insistieron en sus argumentos y ruegos que consiguieron finalmente lo que buscaban, "aunque Benito bien sabía que las costumbres de aquellos monjes eran muy diversas de las suyas y que nunca podrían andar de acuerdo". Los acontecimientos le dieron la razón, porque, en efecto, el nuevo abad se hizo inaceptable para la gran mayoría, y el rigor de su regla les resultó tan odioso como imposible. La ley y el orden no atraía a aquellos monjes rebeldes; la idea misma de la severa disciplina fue profundamente desagradable a su naturaleza semibárbara. Algunos fanáticos se complotaron para librarse del joven abad por medio del veneno, y cuando, al comenzar la comida monástica, le ofrecieron la copa con la bebida mortal, Benito la tomó y la bendijo. Y he ahí que, al signo de la cruz, se le cayó hecha pedazos. "El Señor todopoderoso tenga misericordia de vosotros, hermanos míos -les dijo Benito, con toda calma-. ¿Por qué habéis querido hacer eso? Id todos y buscad un padre que esté de acuerdo con vuestros propios corazones". Después de lo cual partió del monasterio de Vicovato para retornar a Subiaco. No pasó mucho tiempo sin que muchas personas formales, atraídas por la pura santidad de aquel hombre, se reunieran a su alrededor buscando anhelosamente ser conducidas hacia cosas más altas; y fue en verdad sorprendente con cuánta ansiedad siguieron las huellas del santo para alcanzar una vida superior. Trabajaron con tanto ardor bajo su dirección que Benito decidió quedarse con ellos para guiarlos; como por milagro, surgieron rápidamente casas monásticas, se formaron comunidades y la regla fue cumplida por monjes de buena voluntad bajo los ojos de aquel que ellos consideraban como "padre de todos ellos". Hacia este tiempo, Benito había progresado mucho en la vida espiritual, y estaba muy avezado en la dirección de las almas. "Seamos imitadores del Señor" eran las palabras que más repetían sus labios, mientras se empeñaba humildemente en vivir de acuerdo con las normas más elevadas que él pudo concebir.

El grupo de los monasterios prosperó "en Cristo" y se construyeron escuelas para los niños que vivían en la vecindad de Subiaco. Entre aquellos italianos y godos se contaron dos alumnos angélicos, Mauro y Plácido, que bebieron tal inspiración en la enseñanza del abad, tal ánimo en el ejemplo de sus monjes, que llegaron, en verdad, a contarse entre los más distinguidos miembros de la comunidad. Al principio, todo fue bien en los claustros como en las escuelas, pero la obra de Benito hubo de ser sometida de nuevo al ácido de la prueba. Las humildes viviendas en la montaña se convirtieron en el blando de todos los ojos curiosos; tontas matronas, clérigos ociosos, desocupados de todas clases, acudieron al retiro monástico. No pasó una semana sin que toda aquellas gentes molestas alteraran la paz, circulando por los corredores y celdas y hasta penetrando audazmente en los claustros. Y aun más irritante que la insolencia de aquellos desvergonzados intrusos fue la hostilidad de los monjes vecinos, celosos y enemigos, que dirigía cierto Florencio, y, como la fama provoca envidia, según lo ha observado el Papa Gregorio, ésta mordió el corazón de aquel sacerdote rebelde y el de sus adeptos, que perversamente intentaron escandalizar a los monjes y comprometer al santo abad organizando una danza de mujeres desnudas en el patio del propio monasterio de Benito. Cuando las cosas empeoraron tanto que la santa quietud se desvaneció en las nubes, Benito decidió abandonar el lugar al cuidado de los superiores locales, mientras él partió hacia la campaña para reiniciar su obra. En un momento providencial, el padre de su pupilo Plácido cedió a los monjes una propiedad suya en los Apeninos, llamada Monte Casino; después que se le rogó insistentemente, el abad Benito decidió ir allí y establecer otra escuela de enseñanza espiritual. Y así, tomando la compañía de un grupo escogido por él, se encaminó al nuevo sitio con la esperanza de que encontrarían allí una morada de paz.

Una fortaleza de la fe

Por encima de las ruinas de Cassinum, ciudad prerromana destruida por lo godos, hubo un antiguo templo de Apolo rodeado por un bosque de robles. El primer acto del abad fue extirpar todo vestigio de paganismo. Destruyó la estatua, quemó la alameda y empleó las piedras del templo para construir una capilla dedicada a San Martín. Con el andar de los días, los monjes se dedicaron a levantar un monasterio; los campesinos de las montañas vecinas acudieron llenos de curiosidad a ver lo que pasaba, pero volvieron más tarde para rendir culto al verdadero Dios. Después de ello, pudo verse a los monjes por las aldeas cercanas, atendiendo a los enfermos e instruyendo a los habitantes en las reglas cristianas de vida. Muy pronto toda la comarca consideró el santo lugar de la colina como su refugio en caso de enfermedad, de prueba, de accidente o de necesidad. Y la fama de Monte Casino se expandió con tal rapidez que los abades venían desde muy lejos para aprender la Regla de los mismos labios de Benito, y muchos hombres trepaban por la empinada altura para solicitar que se los admitiera en los claustros. Estos se dirigían al monasterio como a un El Dorado, a extraer el oro puro de la fe, "porque la prueba de su fe -como dice San Pedro- es mucho más preciosa que el oro que parece". Sobre el monte de Dios muy por encima del mundo corrompido, cavaban profundamente en las venas de su vida interior, de las que extraían tesoros celestiales, que ni la herrumbe ni el moho podían corromper. Y muchos corazones fatigados encontraron reposo, muchos corazones turbados tranquilidad, y fuerza muchos corazones desalentados, en aquella paz que sobrepasaba todo entendimiento. La Regla de Benito, con su ideal común nacido de la experiencia y forjado por la práctica, se adaptaba espontáneamente a sus más profundos instintos y consultaba sus necesidades sociales. No hay lugar aquí para reproducir la Regla completa en todos sus detalles; bastará con decir que se fundamentaba sólidamente en la oración y la penitencia, en la sencillez y en la espiritualidad Ningún novicio podía esperar nunca ser un buen monje benedictino, a menos que en su escala de valores estuvieran primero la virtud y la mansedumbre, paz interior y actividad, dominio de sí y respeto por sus hermanos.

¿Qué clase de vida se preguntará, llevaban en el Monte Casino? La respuesta es: una existencia oculta consagrada al servicio de Dios y de los hombres. Para aquellos hombres, la vida sobre la tierra no era un fin, sino un tránsito hacia una morada eterna. En el camino, todos los días se parecían, pero cada hora tenía su plenitud si los pasos eran bien dados y la tarea bien cumplida. Unidos con los cordeles de Adán y los lazos del amor, los monjes trabajaban con diligencia, con obediencia y alegría; seguían un sistema: horas de trabajo, dieta frugal, ejercicios religiosos dispuestos por el superior. Poco importaba el deber que se asignaba a cada uno: orar en la capilla, copiar un manuscrito, cavar en el jardín, enseñar a los pobres, visitar a los enfermos; lo que realmente contaba era el cumplimiento de la voluntad de Dios. La presencia de Benito, "austero y exacto, aunque suave, bondadoso y cortés" tenía un efecto dinámico sobre la comunidad. Lleno de calma, digno, deseoso de ser amado más que temido, el abad atraía a sus hijos y ellos se les acercaban no sólo como al centro de aquel pequeño mundo en que se movía, sino también como al ejemplo de todos sus ideales, esperanzas e intereses. "Odiad el pecado y amad a vuestros hermanos -no se cansaba de decir-, que entonces todo lo bueno se producirá por sí mismo". Y así fue; era en verdad tan abundante la vida, tan numerosas las buenas obras de Monte Casino, que excitaban la admiración no sin mezcla de cierta sospecha. El rey Totila, incapaz de contener su curiosidad, envió mensajeros para investigar la verdad de lo mucho que se decía. El jefe de ellos intentó engañar a Benito fingiéndose rey y se vistió de tal. "Hijo mío -dijo el abad- quítate lo que te has puesto, que no te pertenece". A aquellos tenaces bárbaros, la quietud, el orden, la impresionante belleza del monasterio debe haberles parecido como los mismos cielos sobre la cumbre de una montaña. Difícil es poder imaginar la impresión creada en sus almas azoradas, pero se puede suponer el brillante relato que harían de su excursión a su rey.

Vista desde el monte

Cuenta una antigua tradición que Benito tuvo una visión en la que se acercó tanto a Dios como es posible para un hombre en la carne, y que en aquella visión el santo abad pudo contemplar el mundo entero. Podríase imaginar la escena que sus ojos vieron desde las alturas de Monte Casino, más o menos así: Italia yacía en las manos de los ostrogodos... En Galia, el dominio de las tribus francas era absoluto y habían extendido sus conquistas a la Borgoña (534), a Baviera (535) y a la Provenza (536)... En la Península Ibérica habitaban los visigodos, que habían sido derrotados completamente por Clodoveo, el año 507... Y podía verse en Irlanda a los monjes cruzar los brumosos mares para expandir el Evangelio entre los pictos, caledonios y bretones. ¡Ay! el resto de Europa, poblado por anglos, sajones, austrasianos, avaros y lombardos, se agitaba en las tinieblas paganas. En Oriente, la Iglesia luchaba todavía contra el perezoso y sombrío espíritu bizantino, mientras el monaquismo se hundía rápidamente en un cenagal de haraganería y egoísmo. Una promesa brillante, sin embargo, se encarnaba en la persona de Justiniano, que gobernada el Imperio de Oriente, con indiscutible predominio para no decir con celo incansable. Gran amante de la justicia, embebido de teología, alentó la construcción religiosa, levantando la iglesia de Santa Sofía en Constantinopla; por otra parte, era duro, dominante, intolerante, como lo prueban sus intentos de contener la marea del mal, ordenando que todos los paganos fueran bautizados o perdieran sus bienes y se alejaran para vivir en el destierro. Esta última política produjo incontables conversiones, pero muchas de ellas, como es natural, provocadas por la fuerza, dejaron de producir buenos frutos, sin provocar cambio real en las creencias. A principio de su reino, el Emperador concibió el deseo de reclamar el gobierno de todo el Occidente, de manera que mientras se aseguró la silla imperial, su gran general Belisario inició una serie de conquistas. Después de haber expulsado a los vándalos de África (523), Belisario se apoderó de Roma (536), luego de Ravena (540), para ser por último derrotado por Totila, guerrero capaz que marchaba también a la conquista de toda Italia.

El poderoso rey godo, que algún tiempo antes había enviado mensajeros a Monte Casino, concibió la idea de visitar personalmente a Benito. Fue una fatigosa jornada alcanzar los dos mil pies del rocoso farallón, y al llegar a la cúspide halló al abad sentado a la puerta de su celda. Saludo al conquistador bárbaro con exquisita cortesía y luego invitó a él y sus hombres a visitar al monasterio. No dejaron de causar profundo efecto sobre los visitantes la fe y la nobleza de su huésped, así como el valor latente de todos aquellos monjes. Debieron sorprenderse mucho, sin duda alguna, ante todo lo que vieron y oyeron; pero más que todo, de la desconcertante e inesperada profecía que Benito dirigió a su real visitante. Ante la sorpresa de todos, el intrépido abad declaró que Totila iría a Roma, cruzaría los mares y después de nueve años abandonaría esta escena terrenal. "Mucha maldad cometes a diario -reprochó al guerrero- y cometes también muchos grandes pecados; ahora termina al fin con tu pecadora vida". No sabemos los sentimientos que debió experimentar Totila ante tan inesperadas palabras ¿Modificó sus costumbres aquel hombre de sangre y de hierro? ¿Reconoció su dependencia de Dios y cesó en sus crueldades para con los vencidos? No; nada de eso ocurrió, y todo lo que Benito vaticinó en Monte Casino, se cumplió en su debido tiempo. Totila reorganizó a sus ostrogodos, derrotó a Belisario y recapturó a Roma, pero poco después se embarcó para Sicilia, y después de diez años perdió su reino y su vida. Hacia el año 543, el mismo Benito se aproximaba al fin de su larga vida. El relato de su muerte tan diferente de la de Totila, es como la marcha gozosa hacia los cielos. Seis días antes del fin previno a sus discípulos y dio órdenes para que se abriera su sepulcro. Y al aproximarse la última hora, pidió que se llevara a la iglesia de la Abadía, donde "recibió el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Salvador, y sostenido su debilitado cuerpo por sus discípulos se mantuvo ante el altar con sus manos elevadas al cielo; y mientras estaba orando de esa manera, rindió el espíritu". Santos monjes vieron cómo su alma se elevaba hacia los cielos envuelta en una preciosa vestidura y rodeada de luz, y contemplaron a Aquel del más glorioso aspecto a quien oyeron decir: "Este es el camino por donde Benito, el amado del Señor, se encamina hacia los cielos". Enterraron el cuerpo del santo en el oratorio, edificado en el mismo sitio que se levantara el antiguo altar de Apolo, y todo Monte Casino sintió aflicción y dolor ante la partida de su bienamado abad que un día sería proclamado "Padre de las Naciones".

Negras nubes sobre Italia

Después del fallecimiento de Benito quedaron reservados días terribles para los monjes en su abra montañosa. Porque otra vez, como ha ocurrido durante tantos siglos, una nación cuya única ley es la guerra se empeñó en destruir el orden de la civilización. Ya, mientras el santo de Monte Casino estaba agonizando, se expandieron rumores de otra inminente invasión germánica. Los lombardos, mandados por Alboíno, salieron de la Panonia y se dirigieron hacia el sur en busca de la península. Y mientras aquellos germanos de largas barbas se encaminaban hacia el corazón del cristianismo, Italia, mal defendida y despedazada por rivalidades de toda clase, se ofrecía como una fácil presa. Hacia el año 568, los fieros invasores, más salvajes que los hunos, más tenaces que los godos, manifestaron claramente que habían llegado a Italia para permanecer allí. Una tras otra, grandes ciudades -Milán, Liguna, Cremona, Pavía-, cayeron ante el asalto de la peor de todas las maldiciones de la tierra. En Pavía, el despiadado jefe Alboíno forzó a Rosamunda a beber en el cráneo de su padre, pero la vengativa princesa consiguió hacer asesinar secretamente al bárbaro jefe. Poco después, bajo el mando de Clefti (573), los lombardos continuaron su marcha hacia el sur, cazando y asesinando a sacerdotes y monjes, esclavizando a las gentes, destruyendo las iglesias, saqueando monasterios, incendiando bibliotecas. Sistemáticamente cegaban los pozos, derribaban los grandes árboles, quemaban las cruces, convirtiendo la sonriente faz de Italia en un horrendo desierto. Como sabemos, pendía sobre Roma peligro de muerte; Gregorio tuvo que interrumpir sus famosas homilías, ante la nueva del avance lombardo. "Imágenes y ruidos de guerra -dijo él mismo- encontramos por todas partes. Nadie permanece en el campo; muy pocos habitantes en la ciudad... Ante nuestros ojos, muchos son llevados cautivos, otros mutilados, otros asesinados. Nosotros, sobrevivientes, somos todavía la presa diaria del enjambre bárbaro y de otras innumerables tribulaciones". La negra borrasca continuó arrasando a Italia sin dar signos de amainar. El año 580, justamente treinta y cinco años después de la muerte de Benito, los lombardos se dirigieron hacia la afamada abadía. Como monstruosos insectos acamparon en la vecindad de la montaña, obscureciendo la tierra y el cielo; demasiado bien sabían los monjes que aquellos bárbaros se acercaban para destruir y despoblar, que no otra cosa habían hecho con gozosa protervia a todo lo largo de la península. Si se concedía a los salvajes un día o dos para completar sus infernales planes, los hombres de Dios habrían tenido que soportar el embate de sus ataques. Ocurrió precisamente como los temieron los benedictinos. El enemigo valdeó el Iris y, después de arrasar la ciudad, marcharon derechamente hacia el santo lugar. Algunos monjes consiguieron escapar, pero muchos murieron por la espada, pues los lombardos manifestaron especial hostilidad hacia los religiosos. En una orgía de odio saquearon el monasterio, que guardaba el corazón de Benito, quemaron todos los preciosos liros que hallaron, dispuestos a hacer desaparecer toda huella de vida y amor. Cuando abandonaron el lugar, quedó deshecha la obra de tres décadas y devastada la gran ciudadela de la fe. La abadía, ¡ay! quedó abandonada y en silencio durante un siglo entero, aunque el corazón y la mente benedictinos permanecieron intactos, pues su tradición se perpetuó en la misma ciudad de los Papas. Pelagio II recibió con bondad a los monjes refugiados, concediéndoles autorización para construir un monasterio al lado de la Básica lateranense. Aquel nuevo monasterio expandió públicamente la Regla de Benedicto, ganando para ella a muchos dignos adeptos así como la protección papal. De esa manera, la orden, lejos de quedar aplastada bajo las ruinas de su santa casa, recuperó las fuerzas con los años. Su destino en la derrota se revelaría dentro de poco, cuando se adelantaran para colocar el dulce yugo de Cristo sobre sus supuestos destructores.

El gran Pontífice Gregorio

Se ha dicho que durante los primeros días de Benito, el Papa Hormisdas (514-523) le urgió establecer su Regla como un código oficial para todos los monjes de Occidente. Con el andar de los años, se justificó el juicio del Pontífice, porque muchos otros reconocieron similarmente el genio inspirado de Benito para la ley y el orden. Comprendieron muy bien que la mejor biografía del gran abad podría ser leída entre las líneas de su Regla, y en las nobles vidas de sus adeptos. En efecto, los refugiados monjes hallaron tanto favor en Roma, que Gregorio, vástago de la casa Anisií, cedió a la orden la casa de su padre en Monte Celio, y más tarde abandonó su brillante carrera de perfecto de Roma para tomar el hábito de un monje negro. Al principio, el talentoso novicio deseó ardientemente ir a Gran Bretaña como misionero para convertir a los anglos. Habiendo llegado a un mercado romano algunos de aquellos esclavos de ojos azules y cabellos rubios, Gregorio les preguntó quiénes eran; cuando le contestaron "anglos", Gregorio replicó: Non angli sed angeli. Pero la multitud romana no le dejó partir. Cercaron el camino del Papa, cuando se dirigía a San Pedro, gritando que había desterrado a su querido Gregorio; y consiguieron obligar al pequeño grupo que se disponía a partir a permanecer en su monasterio. Sin embargo, el Papa tenía sus propios planes; quiso enviar al joven y brillante monje como legado papal a Constantinopla. No bien había partido Gregorio de Roma para servir a la Iglesia en Oriente, la peste negra se expandió por toda Europa. Originada en las marismas de Egipto, la infección bubónica se expandió por África, cruzó el mar hacia España y desde allí se propagó por todo el continente. Como ladrón nocturno se introdujo en chozas y castillos, sin distinguir entre príncipes y siervos. Su miasma mortal envenenó la tierra durante más de cincuenta años. Como una nueva maldición se multiplicaron los terremotos por todas partes, destruyendo pueblos y ciudades. El mismo Papa Pelagio sucumbió por la peste que llegó a roma el año 590, y luego, sólo en Antioquia, perecieron doscientas cincuenta mil personas a causa del terremoto que redujo las casas, las iglesias y los edificios públicos a montones de escombros. Gregorio, refiriéndose a aquellos terribles días, dijo: "Algunos lugares son aniquilados por la peste, otros son atormentados por el hambre, otros tragados por el terremoto". Cuando se conoció la muerte del Papa Pelagio, nadie dudó que el monje Gregorio le sucedería. El clero y el pueblo lo eligieron unánimemente para el Papado, a pesar del deseo del santo hombre de llevar una simple vida retirada.

El pontificado de Gregorio iba a ser el más renombrado en los anales de la Iglesia. En verdad, "el ejercicio del poder por el Papa Gregorio fue uno de los más grandes momentos de la historia mundial". Nunca hubo, ciertamente, gobernante mejor dotado, ni otro que conociera mejor las necesidades de la Iglesia y del Estado. Recordad los talentos de Gregorio: predicador, erudito escriturario, administrador, estadista, comandante de la flota, pródigo en caridad, músico, litúrgico y, sobre todo, santo. Aunque de mala salud, consiguió realizar increíbles tareas, demostrando ser una columna de fuerza moral y espiritual. Una vez en la silla de San Pedro, empezó por expulsar a los servidores oportunistas de la corte papal, para despejar el camino a la verdadera acción católica. Además, administró enteramente en interés de la caridad, los Estados conocidos como el "Patrimonio de Pedro". Con sorprendente aptitud para los negocios, se mantuvo en contacto con España, Galia, Irlanda y el Oriente; con sabiduría igualmente inspirada hizo la paz con el conquistador lombardo y sostuvo con gran valentía los derechos de la Santa Sede contra las argucias y ardiles del patriarca de Constantinopla. Ni cedió una pulgada al oficioso y poderoso Justiniano en cuestiones de jurisdicción espiritual, aunque siempre aceptó la autoridad civil del Emperador. Porque sentía por la Prometida de Cristo el más profundo amor y, si bien protegió los derechos de cada una y de todas las iglesias particulares, exigió de todas ellas constante lealtad hacia la Santa Sede. Pero por encima de todos los conflictos mundanos, este "siervo de los siervos de Dios", como el mismo Gregorio se llamaba, pensó en un mundo mejor para el porvenir, un mundo en que los derechos de la religión y los derechos humanos tuvieran su verdadero lugar. Pero la más grande de sus obras fue lanzar a los benedictinos en su misión de conquistar el Occidente para Cristo. Por mala que sea -razonó Gregorio- ¿acaso la Europa bárbara no pertenece a Dios? ¿No se la debe hacer digna de Él? Sí; porque para esa tarea él mismo había sido arrancado de la paz interna del claustro. ¿Podría pues él, que tenía el poder del Vicario de Cristo, permanecer indiferente al destino cristiano? No, ni tampoco sus hermanos. Ahora más que nunca, millares de hombres se sentían hambrientos y sedientos de la verdad en Cristo; sus almas, como los campos abandonados de Europa, ejerciendo su gran influencia sobre los monjes negros, el Papa Gregorio les hizo entender que si la batalla contra las potencias de las tinieblas había de ser ganada, eran ellos los que tenían que adelantarse y propagar la verdad entre las nuevas naciones.

Destino en la derrota

Los hijos de San Benito, armados con las solas armas de la fe y del amor, partieron para cumplir su tarea en el caótico mundo. Tuvieron que enfrentar dos vitales empresas: la conversión de los bárbaros y la extinción de la peste negra. En aquel tumulto de temores y ruinas iban a reconquistar a la tierra y sus moradores para la paz de Dios. La fuerzas que emplearon, físicas y morales, religiosas y culturales, son simplemente inestimables. Empezaron por escoger sus moradas en lugares remotos de Italia; bosques y ríos, desiertos y páramos fueron siempre de su predilección, como salidos de las manos de Dios, mientras que los pueblos y ciudades construidos por los hombres los consideraron como lugares generadores del pecado y del mal. "Hallaban un pantano, un matorral, una roca y formaban un edén en el desierto. Destruían las víboras, extirpaban los gatos salvajes, los lobos, los jabalíes, los osos; hacían huir o convertían a los vagabundos, ladrones o facinerosos" (1). Nadie supo mejorar sus tierras más que aquellos monjes por la edificación, los cultivos y otros métodos. ¿No es fácil comprender que consiguieron finalmente renovar la sociedad cristiana, al verlos tan incansables en su apostolado, y tan sublimes en su paciencia? El tiempo, para ellos, se sumía casi por completo en la eternidad, desde que todos seguían la pauta divina de vivir y consagrar sus días al bien, incesantemente, y animados por el puro amor de Dios y de los hombres. Las poblaciones vecinas, nativas y bárbaras, pronto se enteraron de cuán hábiles, corteses y entusiastas trabajadores eran aquellos monjes vestidos de negro y trataron de imitarlos a su tosco modo. Y muchos se instalaron en la vecindad del monasterio, donde los monjes vestidos de negro y trataron de imitarlos a su tosco modo. Y muchos se instalaron en la vecindad del monasterio, donde los monjes les enseñaron a sembrar y regar, a arar y segar y a construir sus propias viviendas; no es pues de sorprender que remotos lugares desiertos se convirtieran en jardines, huertos y surgieran pueblos nuevos por todas partes. Más sorprendentemente fue todavía la forma en que sus doctrinas fecundaron como la lluvia, y sus ejemplos cayeron "como las aguas de los cielos sobre las hierbas, y como el fresco rocío sobre los campos". Poco a poco la fe ganó a las almas bárbaras y fueron desarrollándose las buenas obras; luego la paz y el orden, que en un principio faltaron, fueron imponiéndose por todas partes a medida que acudían a las escuelas más hijos de los invasores. Y aquellos insociables rapazuelos, cuando aprendieron a leer en las antiguas obras latinas y en las sagradas escrituras respondieron con dulce disciplina y abandonaron su tosquedad para aceptar "las maneras y costumbres de vida cristiana". A medida que aprendieron a amar a los monjes, ideas nuevas suplantaron rápidamente a las antiguas, y fue moldeándose con firmeza del carácter cristiano.

El ejército benedictino estaba en marcha, y sus primeras campañas por Dios se vieron coronadas por el más competo éxito, mas hay que tener bien presente que su tarea en el mundo bárbaro estaba sólo en su principio. Pero se realizó, sin embargo, un grave avance cuando los feroces lombardos empezaron a cambiar su conducta, abrazando muchos de ellos la fe católica. El año 590,el rey Agilulfo, cuya esposa era católica, se convirtió e ingresó con él en la grey cristiana un grupo numeroso de sus guerreros. La Iglesia conquistada respeto y obediencia entre los bárbaros, y éstos defendieron, a su grosero modo, a los monjes. Luego, de modo gradual, adhirieron a las ideas romanas de ley y orden, de libertad y civilización. Transformación tan milagrosa parece ser la solución del antiguo enigma de las Sagradas Escrituras:

Del devorador salió manjar

y del fuerte salió dulzura (Jueces, XIV, 14)

Entre tanto, el Papa Gregorio despachó a Agustín, benedictino, a Gran Bretaña para convertir a los anglos. El grupo de cuarenta monjes que partió el año 596 pasó por Lerins, en Galia, cruzó el mar y desembarcó en Sándwich. El rey Edelberto de Kent salió a su encuentro y les autorizó para predicar el cristianismo entre sus súbditos. El día de Navidad del año 597, el mismo rey recibió el bautismo junto con más de diez mil de sus súbditos. Y antes de fin del siglo, la fe empezó a echar fuertes raíces, siendo su centro la antigua Iglesia anglorromana, extramuros de Canterbury. Más atento que nunca a las necesidades de la Iglesia en otros países, Gregorio reunió una compañía de monjes para ayudar a Agustín; y al mismo tiempo ideó la gran tarea de Leandro, a quien envió en ayuda de los apurados católicos de España. Los dos se habían encontrado años antes Constantinopla, y Gregorio apreció entonces el saber y la santidad de su amigo. Leandro, orador brillante y misionero celoso, recibió el palio el año 599; como arzobispo de Toledo no sólo reformó la liturgia y presidió grandes concilios, sino que también convirtió a los visigodos españoles de los errores del arrianismo.

Pilares de la Iglesia

A su vez, monjes irlandeses evangelizaron el norte de Europa. Cruzaron las islas, luego Gran Bretaña; se expandieron por toda la Galia y llegaron a Suiza e Italia, hasta enfrentar las marismas mortales del Rin, donde feroces tribus germanas rendían culto a Tor y Wotan. San Román fue a Cornwall y escogió para su ermita un bosque lleno de bestias salvajes, más tarde se embarcó para Gran Bretaña donde fundó a Lucronan. El año 563, San Columba, poeta erudito, fundó a Iona y pasó treinta y cinco años evangelizando a los montañeses de Escocia. San Fridolín, contemporáneo de Columba, después de haber plantado la simiente del Evangelio en Suiza y otras provincias tan lejanas como Augsburgo, terminó sus días en una isla del Rin. En el año 590, San Columbano y sus monjes partieron para predicar, primero en Gran Bretaña y luego en Bretaña, y después del año 591, en Austrasia. San Galo, que el año 610 acompañó a Columbano hasta Alemania, se estableció en el lago Constanza, mientras su compañero pasó a Italia, muriendo en la gran Abadía de Bobbio, en los Apeninos. En su marcha evangélica todos esos monjes irlandeses se encontraron con otros soldados del Espíritu, uniendo todas sus fuerzas en la causa común. Santas manos aplaudieron a través de las naciones, corazones leales latieron al unísono, mientras esos monjes unieron a todo el continente en su esfuerzo misionero. Hijos de San Martín, hijos de San Patricio, hijos de San Benito cooperaron "en Cristo", a fin de que la justicia y la paz imperaran juntas y los incrédulos ingresaran en la grey católica. El hecho es que aquellos monjes ofrecieron notable semejanza con los santos del Antiguo Testamento, "los cuales por fe conquistaron reinos, ejercitaron la justicia, alcanzaron las promesas, taparon las bocas de leones" (Epístola a los Hebreos, XI, 33). Y por una divina ley de compensación la Iglesia primero alimentó y luego fue alimentada por la nueva sangre vital de los bárbaros. De suma importancia para el total desenvolvimiento de Europa fue el progreso de la libertad social y espiritual realizado por esos monjes durante el sexto y los siguientes siglos. Como luego veremos, el gobierno de los benedictinos suplantó gradualmente a los demás, galos e irlandeses, mientras lentamente la antigua tradición romana retornaba a Occidente.

A la vez que los monjes hicieron lo que estuvo de su parte por expandir la buena simiente, también hubo sabios y eruditos que trabajaron entre los incultos bárbaros. Entre una media docena de ellos, tres sobresalieron, fieles cuyas plumas trabajaron en la oscuridad a través del siglo. El principal de ellos fue Boecio (480-524), pensador de primera fila cuya De consolatione philosophiae está profundamente impregnada de cristianismo, y que estableció un puente de unión entre la primera y la segunda Edad Media. La influencia de boecio creció rápidamente en el curso de los siglos, sirviendo muy bien a los escolásticos, porque tuvo el temperamento de Aristóteles y el pensamiento de Platón. Su amigo Casiodoro (480-575), miembro de una antigua familia romana, causó perdurable impresión sobre aquella época por haber reinstalado el saber en Occidente. Renunció a sus funciones bajo los reyes góticos para fundar un monasterio en Viviers, este hábil monje, teólogo y cronista, así como educador, mereció ser llamado "Padre de las Universidades", y sus Instituciones de estudio divino y humano, establecieron la pauta de los estudios, el trivio y el cuadrivio que sirvieron como fundamento para escuelas posteriores. Hay que contar también a Gregorio de Tours (539-593), en cierto modo el mejor historiador de la época, a pesar de su ocasional pesadez. Las páginas de este buen observador son, en verdad, brillantes, cuando hace la crónica de los hechos de figuras tan exaltadas y pintorescas como Fredegunda, Brunilda y Chilperico. "Desgraciado de nuestro tiempo -exclama- porque el estudio de los libros ha parecido entre nosotros"; de lo que no hay por qué maravillarse, desde que los bárbaros habían destruido todos los grandes centros del saber, Roma, Milán, Cartago, Alejandría. Otros cronistas, como Gildas, el Bretón (muerto en 512), Jordanes el godo (550) e Isidoro de Sevilla (560-636) contribuyeron a aumentar en interés, aunque no siempre la exacta información de aquella época. La narración de hechos se mezcla en ellos a menudo con exageraciones, lo que no les impide arrojar bastante luz sobre la lenta disipación de las tinieblas y legarnos relatos ingeniosos sobre las vicisitudes de la Iglesia en aquellos desgraciados días. La obra de aquellos hombres de letras del siglo sexto prueba, sin la menor dudad, que la historia había alcanzado a tomar la mano de la religión, mientras que la educación ayudó a la evangelización en la lenta marcha hacia la civilización y la cultura.

Negras nubes sobre Italia

Después del fallecimiento de Benito quedaron reservados días terribles para los monjes en su abra montañosa. Porque otra vez, como ha ocurrido durante tantos siglos, una nación cuya única ley es la guerra se empeñó en destruir el orden de la civilización. Ya, mientras el santo de Monte Casino estaba agonizando, se expandieron rumores de otra inminente invasión germánica. Los lombardos, mandados por Alboíno, salieron de la Panonia y se dirigieron hacia el sur en busca de la península. Y mientras aquellos germanos de largas barbas se encaminaban hacia el corazón del cristianismo, Italia, mal defendida y despedazada por rivalidades de toda clase, se ofrecía como una fácil presa. Hacia el año 568, los fieros invasores, más salvajes que los hunos, más tenaces que los godos, manifestaron claramente que habían llegado a Italia para permanecer allí. Una tras otra, grandes ciudades -Milán, Liguna, Cremona, Pavía-, cayeron ante el asalto de la peor de todas las maldiciones de la tierra. En Pavía, el despiadado jefe Alboíno forzó a Rosamunda a beber en el cráneo de su padre, pero la vengativa princesa consiguió hacer asesinar secretamente al bárbaro jefe. Poco después, bajo el mando de Clefti (573), los lombardos continuaron su marcha hacia el sur, cazando y asesinando a sacerdotes y monjes, esclavizando a las gentes, destruyendo las iglesias, saqueando monasterios, incendiando bibliotecas. Sistemáticamente cegaban los pozos, derribaban los grandes árboles, quemaban las cruces, convirtiendo la sonriente faz de Italia en un horrendo desierto. Como sabemos, pendía sobre Roma peligro de muerte; Gregorio tuvo que interrumpir sus famosas homilías, ante la nueva del avance lombardo. "Imágenes y ruidos de guerra -dijo él mismo- encontramos por todas partes. Nadie permanece en el campo; muy pocos habitantes en la ciudad... Ante nuestros ojos, muchos son llevados cautivos, otros mutilados, otros asesinados. Nosotros, sobrevivientes, somos todavía la presa diaria del enjambre bárbaro y de otras innumerables tribulaciones". La negra borrasca continuó arrasando a Italia sin dar signos de amainar. El año 580, justamente treinta y cinco años después de la muerte de Benito, los lombardos se dirigieron hacia la afamada abadía. Como monstruosos insectos acamparon en la vecindad de la montaña, obscureciendo la tierra y el cielo; demasiado bien sabían los monjes que aquellos bárbaros se acercaban para destruir y despoblar, que no otra cosa habían hecho con gozosa protervia a todo lo largo de la península. Si se concedía a los salvajes un día o dos para completar sus infernales planes, los hombres de Dios habrían tenido que soportar el embate de sus ataques. Ocurrió precisamente como los temieron los benedictinos. El enemigo valdeó el Iris y, después de arrasar la ciudad, marcharon derechamente hacia el santo lugar. Algunos monjes consiguieron escapar, pero muchos murieron por la espada, pues los lombardos manifestaron especial hostilidad hacia los religiosos. En una orgía de odio saquearon el monasterio, que guardaba el corazón de Benito, quemaron todos los preciosos liros que hallaron, dispuestos a hacer desaparecer toda huella de vida y amor. Cuando abandonaron el lugar, quedó deshecha la obra de tres décadas y devastada la gran ciudadela de la fe. La abadía, ¡ay! quedó abandonada y en silencio durante un siglo entero, aunque el corazón y la mente benedictinos permanecieron intactos, pues su tradición se perpetuó en la misma ciudad de los Papas. Pelagio II recibió con bondad a los monjes refugiados, concediéndoles autorización para construir un monasterio al lado de la Básica lateranense. Aquel nuevo monasterio expandió públicamente la Regla de Benedicto, ganando para ella a muchos dignos adeptos así como la protección papal. De esa manera, la orden, lejos de quedar aplastada bajo las ruinas de su santa casa, recuperó las fuerzas con los años. Su destino en la derrota se revelaría dentro de poco, cuando se adelantaran para colocar el dulce yugo de Cristo sobre sus supuestos destructores.

El gran Pontífice Gregorio

Se ha dicho que durante los primeros días de Benito, el Papa Hormisdas (514-523) le urgió establecer su Regla como un código oficial para todos los monjes de Occidente. Con el andar de los años, se justificó el juicio del Pontífice, porque muchos otros reconocieron similarmente el genio inspirado de Benito para la ley y el orden. Comprendieron muy bien que la mejor biografía del gran abad podría ser leída entre las líneas de su Regla, y en las nobles vidas de sus adeptos. En efecto, los refugiados monjes hallaron tanto favor en Roma, que Gregorio, vástago de la casa Anisií, cedió a la orden la casa de su padre en Monte Celio, y más tarde abandonó su brillante carrera de perfecto de Roma para tomar el hábito de un monje negro. Al principio, el talentoso novicio deseó ardientemente ir a Gran Bretaña como misionero para convertir a los anglos. Habiendo llegado a un mercado romano algunos de aquellos esclavos de ojos azules y cabellos rubios, Gregorio les preguntó quiénes eran; cuando le contestaron "anglos", Gregorio replicó: Non angli sed angeli. Pero la multitud romana no le dejó partir. Cercaron el camino del Papa, cuando se dirigía a San Pedro, gritando que había desterrado a su querido Gregorio; y consiguieron obligar al pequeño grupo que se disponía a partir a permanecer en su monasterio. Sin embargo, el Papa tenía sus propios planes; quiso enviar al joven y brillante monje como legado papal a Constantinopla. No bien había partido Gregorio de Roma para servir a la Iglesia en Oriente, la peste negra se expandió por toda Europa. Originada en las marismas de Egipto, la infección bubónica se expandió por África, cruzó el mar hacia España y desde allí se propagó por todo el continente. Como ladrón nocturno se introdujo en chozas y castillos, sin distinguir entre príncipes y siervos. Su miasma mortal envenenó la tierra durante más de cincuenta años. Como una nueva maldición se multiplicaron los terremotos por todas partes, destruyendo pueblos y ciudades. El mismo Papa Pelagio sucumbió por la peste que llegó a roma el año 590, y luego, sólo en Antioquia, perecieron doscientas cincuenta mil personas a causa del terremoto que redujo las casas, las iglesias y los edificios públicos a montones de escombros. Gregorio, refiriéndose a aquellos terribles días, dijo: "Algunos lugares son aniquilados por la peste, otros son atormentados por el hambre, otros tragados por el terremoto". Cuando se conoció la muerte del Papa Pelagio, nadie dudó que el monje Gregorio le sucedería. El clero y el pueblo lo eligieron unánimemente para el Papado, a pesar del deseo del santo hombre de llevar una simple vida retirada.

El pontificado de Gregorio iba a ser el más renombrado en los anales de la Iglesia. En verdad, "el ejercicio del poder por el Papa Gregorio fue uno de los más grandes momentos de la historia mundial". Nunca hubo, ciertamente, gobernante mejor dotado, ni otro que conociera mejor las necesidades de la Iglesia y del Estado. Recordad los talentos de Gregorio: predicador, erudito escriturario, administrador, estadista, comandante de la flota, pródigo en caridad, músico, litúrgico y, sobre todo, santo. Aunque de mala salud, consiguió realizar increíbles tareas, demostrando ser una columna de fuerza moral y espiritual. Una vez en la silla de San Pedro, empezó por expulsar a los servidores oportunistas de la corte papal, para despejar el camino a la verdadera acción católica. Además, administró enteramente en interés de la caridad, los Estados conocidos como el "Patrimonio de Pedro". Con sorprendente aptitud para los negocios, se mantuvo en contacto con España, Galia, Irlanda y el Oriente; con sabiduría igualmente inspirada hizo la paz con el conquistador lombardo y sostuvo con gran valentía los derechos de la Santa Sede contra las argucias y ardiles del patriarca de Constantinopla. Ni cedió una pulgada al oficioso y poderoso Justiniano en cuestiones de jurisdicción espiritual, aunque siempre aceptó la autoridad civil del Emperador. Porque sentía por la Prometida de Cristo el más profundo amor y, si bien protegió los derechos de cada una y de todas las iglesias particulares, exigió de todas ellas constante lealtad hacia la Santa Sede. Pero por encima de todos los conflictos mundanos, este "siervo de los siervos de Dios", como el mismo Gregorio se llamaba, pensó en un mundo mejor para el porvenir, un mundo en que los derechos de la religión y los derechos humanos tuvieran su verdadero lugar. Pero la más grande de sus obras fue lanzar a los benedictinos en su misión de conquistar el Occidente para Cristo. Por mala que sea -razonó Gregorio- ¿acaso la Europa bárbara no pertenece a Dios? ¿No se la debe hacer digna de Él? Sí; porque para esa tarea él mismo había sido arrancado de la paz interna del claustro. ¿Podría pues él, que tenía el poder del Vicario de Cristo, permanecer indiferente al destino cristiano? No, ni tampoco sus hermanos. Ahora más que nunca, millares de hombres se sentían hambrientos y sedientos de la verdad en Cristo; sus almas, como los campos abandonados de Europa, ejerciendo su gran influencia sobre los monjes negros, el Papa Gregorio les hizo entender que si la batalla contra las potencias de las tinieblas había de ser ganada, eran ellos los que tenían que adelantarse y propagar la verdad entre las nuevas naciones.

Destino en la derrota

Los hijos de San Benito, armados con las solas armas de la fe y del amor, partieron para cumplir su tarea en el caótico mundo. Tuvieron que enfrentar dos vitales empresas: la conversión de los bárbaros y la extinción de la peste negra. En aquel tumulto de temores y ruinas iban a reconquistar a la tierra y sus moradores para la paz de Dios. La fuerzas que emplearon, físicas y morales, religiosas y culturales, son simplemente inestimables. Empezaron por escoger sus moradas en lugares remotos de Italia; bosques y ríos, desiertos y páramos fueron siempre de su predilección, como salidos de las manos de Dios, mientras que los pueblos y ciudades construidos por los hombres los consideraron como lugares generadores del pecado y del mal. "Hallaban un pantano, un matorral, una roca y formaban un edén en el desierto. Destruían las víboras, extirpaban los gatos salvajes, los lobos, los jabalíes, los osos; hacían huir o convertían a los vagabundos, ladrones o facinerosos". Nadie supo mejorar sus tierras más que aquellos monjes por la edificación, los cultivos y otros métodos. ¿No es fácil comprender que consiguieron finalmente renovar la sociedad cristiana, al verlos tan incansables en su apostolado, y tan sublimes en su paciencia? El tiempo, para ellos, se sumía casi por completo en la eternidad, desde que todos seguían la pauta divina de vivir y consagrar sus días al bien, incesantemente, y animados por el puro amor de Dios y de los hombres. Las poblaciones vecinas, nativas y bárbaras, pronto se enteraron de cuán hábiles, corteses y entusiastas trabajadores eran aquellos monjes vestidos de negro y trataron de imitarlos a su tosco modo. Y muchos se instalaron en la vecindad del monasterio, donde los monjes vestidos de negro y trataron de imitarlos a su tosco modo. Y muchos se instalaron en la vecindad del monasterio, donde los monjes les enseñaron a sembrar y regar, a arar y segar y a construir sus propias viviendas; no es pues de sorprender que remotos lugares desiertos se convirtieran en jardines, huertos y surgieran pueblos nuevos por todas partes. Más sorprendentemente fue todavía la forma en que sus doctrinas fecundaron como la lluvia, y sus ejemplos cayeron "como las aguas de los cielos sobre las hierbas, y como el fresco rocío sobre los campos". Poco a poco la fe ganó a las almas bárbaras y fueron desarrollándose las buenas obras; luego la paz y el orden, que en un principio faltaron, fueron imponiéndose por todas partes a medida que acudían a las escuelas más hijos de los invasores. Y aquellos insociables rapazuelos, cuando aprendieron a leer en las antiguas obras latinas y en las sagradas escrituras respondieron con dulce disciplina y abandonaron su tosquedad para aceptar "las maneras y costumbres de vida cristiana". A medida que aprendieron a amar a los monjes, ideas nuevas suplantaron rápidamente a las antiguas, y fue moldeándose con firmeza del carácter cristiano.

El ejército benedictino estaba en marcha, y sus primeras campañas por Dios se vieron coronadas por el más competo éxito, mas hay que tener bien presente que su tarea en el mundo bárbaro estaba sólo en su principio. Pero se realizó, sin embargo, un grave avance cuando los feroces lombardos empezaron a cambiar su conducta, abrazando muchos de ellos la fe católica. El año 590,el rey Agilulfo, cuya esposa era católica, se convirtió e ingresó con él en la grey cristiana un grupo numeroso de sus guerreros. La Iglesia conquistada respeto y obediencia entre los bárbaros, y éstos defendieron, a su grosero modo, a los monjes. Luego, de modo gradual, adhirieron a las ideas romanas de ley y orden, de libertad y civilización. Transformación tan milagrosa parece ser la solución del antiguo enigma de las Sagradas Escrituras:

Del devorador salió manjar

y del fuerte salió dulzura (Jueces, XIV, 14)

Entre tanto, el Papa Gregorio despachó a Agustín, benedictino, a Gran Bretaña para convertir a los anglos. El grupo de cuarenta monjes que partió el año 596 pasó por Lerins, en Galia, cruzó el mar y desembarcó en Sándwich. El rey Edelberto de Kent salió a su encuentro y les autorizó para predicar el cristianismo entre sus súbditos. El día de Navidad del año 597, el mismo rey recibió el bautismo junto con más de diez mil de sus súbditos. Y antes de fin del siglo, la fe empezó a echar fuertes raíces, siendo su centro la antigua Iglesia anglorromana, extramuros de Canterbury. Más atento que nunca a las necesidades de la Iglesia en otros países, Gregorio reunió una compañía de monjes para ayudar a Agustín; y al mismo tiempo ideó la gran tarea de Leandro, a quien envió en ayuda de los apurados católicos de España. Los dos se habían encontrado años antes Constantinopla, y Gregorio apreció entonces el saber y la santidad de su amigo. Leandro, orador brillante y misionero celoso, recibió el palio el año 599; como arzobispo de Toledo no sólo reformó la liturgia y presidió grandes concilios, sino que también convirtió a los visigodos españoles de los errores del arrianismo.

Pilares de la Iglesia

A su vez, monjes irlandeses evangelizaron el norte de Europa. Cruzaron las islas, luego Gran Bretaña; se expandieron por toda la Galia y llegaron a Suiza e Italia, hasta enfrentar las marismas mortales del Rin, donde feroces tribus germanas rendían culto a Tor y Wotan. San Román fue a Cornwall y escogió para su ermita un bosque lleno de bestias salvajes, más tarde se embarcó para Gran Bretaña donde fundó a Lucronan. El año 563, San Columba, poeta erudito, fundó a Iona y pasó treinta y cinco años evangelizando a los montañeses de Escocia. San Fridolín, contemporáneo de Columba, después de haber plantado la simiente del Evangelio en Suiza y otras provincias tan lejanas como Augsburgo, terminó sus días en una isla del Rin. En el año 590, San Columbano y sus monjes partieron para predicar, primero en Gran Bretaña y luego en Bretaña, y después del año 591, en Austrasia. San Galo, que el año 610 acompañó a Columbano hasta Alemania, se estableció en el lago Constanza, mientras su compañero pasó a Italia, muriendo en la gran Abadía de Bobbio, en los Apeninos. En su marcha evangélica todos esos monjes irlandeses se encontraron con otros soldados del Espíritu, uniendo todas sus fuerzas en la causa común. Santas manos aplaudieron a través de las naciones, corazones leales latieron al unísono, mientras esos monjes unieron a todo el continente en su esfuerzo misionero. Hijos de San Martín, hijos de San Patricio, hijos de San Benito cooperaron "en Cristo", a fin de que la justicia y la paz imperaran juntas y los incrédulos ingresaran en la grey católica. El hecho es que aquellos monjes ofrecieron notable semejanza con los santos del Antiguo Testamento, "los cuales por fe conquistaron reinos, ejercitaron la justicia, alcanzaron las promesas, taparon las bocas de leones" (Epístola a los Hebreos, XI, 33). Y por una divina ley de compensación la Iglesia primero alimentó y luego fue alimentada por la nueva sangre vital de los bárbaros. De suma importancia para el total desenvolvimiento de Europa fue el progreso de la libertad social y espiritual realizado por esos monjes durante el sexto y los siguientes siglos. Como luego veremos, el gobierno de los benedictinos suplantó gradualmente a los demás, galos e irlandeses, mientras lentamente la antigua tradición romana retornaba a Occidente.

A la vez que los monjes hicieron lo que estuvo de su parte por expandir la buena simiente, también hubo sabios y eruditos que trabajaron entre los incultos bárbaros. Entre una media docena de ellos, tres sobresalieron, fieles cuyas plumas trabajaron en la oscuridad a través del siglo. El principal de ellos fue Boecio (480-524), pensador de primera fila cuya De consolatione philosophiae está profundamente impregnada de cristianismo, y que estableció un puente de unión entre la primera y la segunda Edad Media. La influencia de boecio creció rápidamente en el curso de los siglos, sirviendo muy bien a los escolásticos, porque tuvo el temperamento de Aristóteles y el pensamiento de Platón. Su amigo Casiodoro (480-575), miembro de una antigua familia romana, causó perdurable impresión sobre aquella época por haber reinstalado el saber en Occidente. Renunció a sus funciones bajo los reyes góticos para fundar un monasterio en Viviers, este hábil monje, teólogo y cronista, así como educador, mereció ser llamado "Padre de las Universidades", y sus Instituciones de estudio divino y humano, establecieron la pauta de los estudios, el trivio y el cuadrivio que sirvieron como fundamento para escuelas posteriores. Hay que contar también a Gregorio de Tours (539-593), en cierto modo el mejor historiador de la época, a pesar de su ocasional pesadez. Las páginas de este buen observador son, en verdad, brillantes, cuando hace la crónica de los hechos de figuras tan exaltadas y pintorescas como Fredegunda, Brunilda y Chilperico. "Desgraciado de nuestro tiempo -exclama- porque el estudio de los libros ha parecido entre nosotros"; de lo que no hay por qué maravillarse, desde que los bárbaros habían destruido todos los grandes centros del saber, Roma, Milán, Cartago, Alejandría. Otros cronistas, como Gildas, el Bretón (muerto en 512), Jordanes el godo (550) e Isidoro de Sevilla (560-636) contribuyeron a aumentar en interés, aunque no siempre la exacta información de aquella época. La narración de hechos se mezcla en ellos a menudo con exageraciones, lo que no les impide arrojar bastante luz sobre la lenta disipación de las tinieblas y legarnos relatos ingeniosos sobre las vicisitudes de la Iglesia en aquellos desgraciados días. La obra de aquellos hombres de letras del siglo sexto prueba, sin la menor dudad, que la historia había alcanzado a tomar la mano de la religión, mientras que la educación ayudó a la evangelización en la lenta marcha hacia la civilización y la cultura.

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