Albigenses
Véase Cátaros.

- secta religiosa surgida en Albi (Francia) y en las llanuras de Loangue d’Oc, región cuya capital era Toulouse. Extendida rápidamente por Francia, Italia septentrional y otras regiones de Europa, se convirtió en una de las herejías que mayor peligro llevó a la vida de la Iglesia. Si bien su nombre se deriva de una de las regiones donde se originó, Albi, en realidad el mismo les viene dado por la Iglesia en un concilio llevado a cabo en Tours (1163) con la finalidad de así reconocer a tales herejes, y en 1167 los albigenses convocaron un concilio en Toulouse en el que constituyeron su Iglesia, o mejor, una contra-iglesia. Cabe aclarar que si bien suelen ser identificados los albigenses con los cátaros, indudablemente por la similitud de sus doctrinas, en realidad ambas difieren tanto en el tiempo como en el lugar de origen. A pesar de ello, ambas tuvieron en el dualismo al fundamento de todo su sistema doctrinario. De allí es que creían en la existencia de dos voluntades supremas: el bien y el mal, las que si bien se encontraban en una lucha perpetua, reconocían sólo al principio del bien como eterno. 

 

El bien era sinónimo del mundo espiritual e invisible, en cambio el mal –criatura de Dios, representado por Satanás- era quien había creado el mundo material y visible. Negadores de la Encarnación de Dios, los albigenses creían  en la condición angélica de Jesucristo y por ende, era un ser creado, cuya misión  consistió en salvar los espíritus puros encerrados o encarcelados en los cuerpos materiales. Al considerar la materia un producto del mal, el cuerpo de Cristo no era real sino aparente, como aparente habría sido su vida y pasión. Practicantes de un riguroso ascetismo, prohibieron el matrimonio entre sus fieles por considerar un pecado grave la reproducción del genero humano al constituir éste una inadmisible colaboración con el señor del mundo, el mal. También rechazaron la existencia del infierno bajo el argumento de que todos los espíritus, al final de los tiempos, gozarían irremediablemente de la vida eterna. 

Por ello, creían en la necesidad de la purificación de los espíritus lo que se llevaría a cabo a través de sucesivas reencarnaciones. Fomentaron la pobreza como estilo de vida y también, la caridad y las buenas costumbres. De neto corte anti-jerárquico y anti-sacramental, la doctrina albigenese censuró la riqueza del clero y negaron los principales misterios cristianos. Conservaron cuatro sacramentos, a los que no consideraban de institución divina sino de invención humana. Así, tenían la Eucaristía o cena del Señor; la confesión pública de los pecados; el bautismo para el que no se usaba el agua sino se imponían las manos, por lo que solían denominarlo, ‘bautismo espiritual’; y por último, el orden sacerdotal. Estaba constituido este por Obispos, quienes tenían a su cargo la imposición de manos, la partición del pan, etc; los coadjutores del obispo, quienes actuaban como confesores; y el diaconado. Tuvieron un particular rito de iniciación en la que debían participar los conversos. 

Sus fieles eran divididos en puros y creyentes, según el grado de compromiso que asumieran. Así, los primeros lo constituían aquellos fieles que se obligaban a la observancia de todas las reglas de la secta; en cambio, los creyentes, tenían por misión fundamental servir a los ‘puros’, no viéndose compelidos a la estricta observancia de las normas, por lo que se les permitía el acceso carnal siempre y cuando lo hicieran en el marco del concubinato atento que éste  no tenía por fin la procreación. Tuvieron diversos ritos, caracterizándose uno de tipo regenerativo denominado ‘Consolamentum’ (para la purificación del alma) que para el caso de los creyentes sólo era recibido en su lecho de muerte. En general, el culto de los cátaros o albigenses consistió en una comida ritual (o fracción del pan), el ‘Melioramentum’ (o confesión general y ayuno) y el beso de paz entre los participantes, con lo que el rito concluía. Entre los principales hombres de la Iglesia que se opusieron a esta herejía merecen ser destacados Santo Domingo de Guzmán, San Bernardo y el papa Inocencio III (1198-1216). 

El golpe decisivo contra los albigenses ocurrió en el campo de batalla, y el mismo fue dado Simón de Monfort quien, al encabezar una cruzada contra ellos, los derrotó en 1213 en la famosa batalla de Muret (España). Finalmente, durante el pontificado de Alejandro III (1159-1181)) se llevó a cabo el III Concilio Ecuménico de Letrán (1179), en el que se condenó solemnemente la herejía albigense. El final de sus días ocurrió como lo fue su aparición, esto es, súbitamente