IV

PECADOS CONTRA LA PROPIEDAD AJENA


Al hablar de las obligaciones positivas que imponen los bienes materiales, aludimos a las diversas maneras corno se puede pecar, como son la codicia, la avaricia, el derroche, el abuso y los gastos antisociales. Vamos a tratar ahora únicamente de los pecados contra el bien ajeno.

 

1. La irresponsabilidad

Son muchos los pecados de omisión, procedentes de la falta del sentimiento de responsabilidad por cl bien ajeno. Porque la caridad nos obliga a impedir el mal ajeno cuando podemos hacerlo fácilmente. Quien, por razón de su posición, de su oficio o de algún contrato, tiene la gestión o la protección del bien ajeno y con todo descuida sus responsabilidades, peca no sólo contra la caridad, sino aun contra la fidelidad y, a menudo, contra la justicia.

2. El fraude

Por fraude entendemos aquí el adueñarse injustamente del bien ajeno o dañarlo amparándose en un derecho aparente, generalmente bajo el pretexto de un contrato. El fraude es esencialmente injusticia y mentira. El que comete un fraude está obligado a reparar el daño cometido, cuando pudo y debió preverlo. Considerado objetivamente, el fraude no incluye menor malicia que el hurto; aún es peor, a causa de la mentira. Pero subjetivamente no se presenta con tanta viveza en la conciencia, a causa de las mil oportunidades que se ofrecen y porque los obstáculos sociales que hay que vencer son menores.

Además de los fraudes relacionados especialmente con algún contrato, conviene indicar los siguientes : la falsificación de documentos, la competencia desleal, el desfalco, la estafa, en los que a la grave injusticia puede añadirse el abuso de un cargo o de una relación contractual. La sagrada Escritura condena especialmente el empleo de falsas pesas y medidas: "No tendrás en tu casa pesa grande y pesa chica... Tendrás pesas cabales y justas... para que se alarguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te da. Porque es abominación para Yahveh, tu Dios, quien eso hace, cometiendo una iniquidad" (Deut 25, 13-17). Según estas palabras, la morada, el establecimiento del pueblo en la tierra prometida y su reparto dependía de la honradez en los negocios. La leche aguada que las pobres madres tienen que comprar para sus criaturas es un fraude perjudicial.

La quiebra da pie frecuentemente al fraude. Es frecuentemente fraudulenta porque obedece a una vida de derroche, o a la intención premeditada de escapar a las deudas, salvando bienes que se han colocado en seguro. También puede haber injusticia en las quiebras forzosas, cuando se oculta y separa una parte de los haberes, o cuando se dan ventajas injustificadas a ciertos acreedores antes de declarada la quiebra. Quien se ha arreglado lealmente con sus acreedores en una quiebra forzosa, si luego mejora su fortuna no está obligado a pagar más, al menos no lo está en justicia. Y pienso que esto puede aplicarse a toda quiebra inocente, muy particularmente cuando el deudor hubiera podido evitarla, de no presentarse una presión inconsiderada de los acreedores. Mas en la quiebra culpable no podría el deudor atenerse simplemente a la ley civil que declarara absolutamente insubsistente toda obligación.

También son culpables de fraude quienes no satisfacen los impuestos justos, o con trampas, consiguen rentas, socorros y subvenciones del Estado.

3. La usura

Usurero es el que intenta sacar ventaja de la necesidad de un prestatario o de un comprador, o de la necesidad general, exigiendo un precio o un interés injusto, por lo elevado. La usura es una especie de avaricia. Es no sólo pecado de injusticia, sino también falta de caridad especialmente grave por abusar precisamente de la miseria ajena para enriquecerse. Cuando ve el cristiano que muchos se enriquecen en tiempo de general miseria, debe guardarse no sólo de la usura, sino también de envidiar a los usureros.

4. La damnificación injusta

Damnificación injusta, en sentido estricto, es la de quien daña o destruye injustamente algún bien ajeno, como instrumentos de trabajo, plantíos, edificios, instalaciones públicas, etcétera, sin intención de enriquecerse por ello. También se comprende en la injusta damnificación el impedir a otro injustamente la consecución de algún bien o favor.

El motivo es, en este asunto, de capital importancia. Si el daño obedece a un descuido o negligencia grave, habrá pecado grave sólo si el daño es de importancia, y si se advierte que se obra con grave negligencia. Pero si la damnificación procede de mala voluntad deliberada, o acaso aun de odio u hostilidad, hay que decir que incluso los daños de poca importancia manifiestan una disposición gravemente pecaminosa, contraria a la caridad. Pero la injusticia como tal se ha de medir, aun en este caso, conforme a la magnitud del daño previsto. Es difícil determinar si hay obligación de conciencia de reparar el daño causado por una acción que sólo implica culpa jurídica, es decir, cuando no ha habido culpa moral subjetiva, aunque la acción exterior sí aparece ante los principios de la jurisprudencia como causa del daño del prójimo por negligencia. Conforme a la opinión general de los autores, podría responderse por la negativa, al menos en fuerza de la justicia moral, abstracción hecha de las determinaciones legales o de la sentencia judicial. "Las cosas perecen para su dueño". Claro está que cuando el daño es muy perjudicial para el dueño, al paso que el perjudicante puede indemnizarlo fácilmente, la equidad y la decencia piden, o por lo menos aconsejan, que lo haga parcialmente. Por su parte, el perjudicado de ordinario no ha de mover un juicio para exigir una reparación completa, sino que ha de contentarse con una compensación equitativa, conforme al poder económico de ambas partes.

Si puede afirmarse con seguridad que la negligencia considerada objetivamente es gravemente pecaminosa, esto es, en cuanto a la acción exterior y consideradas las circunstancias, dudándose únicamente si el damnificador se ha hecho culpable subjetivamente de culpa grave o leve, pienso que hay que sentenciar en contra del damnificador, obligándolo, por lo menos, a reparar el daño, si no a acusarlo en confesión; y así juzgamos, conforme al conocido principio de que omne factum praesumitur "recte" factum, el cual en el caso que nos ocupa significa: hasta prueba de lo contrario, se presume que a la acción objetiva, gravemente culpable, corresponde también un pecado subjetivamente grave. Esta regla prudencial está reforzada aquí por otra de igual índole, a saber : In dubio melior est condicio innocentis quam nocentis, a saber, que, al preguntarse quién ha de cargar con el daño, el inocente, esto es, el que no ha causado el daño, ha de salir mejor parado que el damnificador.

Tampoco hay perfecto acuerdo para determinar qué obligación resulta de una damnificación grave de suyo, acompañada de simple pecado leve. La mayoría de los autores opina que la indemnización sólo obliga bajo pecado leve. Por mi parte, no abrazaría esta sentencia para el caso en que el damnificador pudiese reparar fácilmente un perjuicio que fuese difícilmente reparable por el damnificado. Soy de parecer que si, en tal caso, el damnificador no tiene una estricta obligación de justicia, con todo debe tomar muy en serio su pecado, aunque venial, y considerar los efectos reales de su acción, de la que resulta una grave obligación de equidad y de caridad de responder de la mayor cuantía del perjuicio.

5. El hurto

Hurtar es apoderarse del bien ajeno injustamente y por lo común a ocultas y sin que haya ni siquiera apariencias de legalidad. Si hay amenazas o violencias, se llama robo, que es evidentemente pecado más grave cuando a la persona robada se le causa alguna enfermedad, se pone en peligro su vida o su salud. Robos calificados son el robo a mano armada, el robo sacrílego, el peculado y el desfalco. Al robo se equipara en cierto modo el retener el salario del trabajador, así como también el préstamo usurario a pobres huérfanos y viudas, que es un abuso "que clama al cielo" (cf. Iac 5, 4; Mal 3, 5).

El hurto es, de suyo, pecado grave. San Pablo lo coloca expresamente entre los pecados que excluyen "del reino de Dios" (1 Cor 6, 10). La gravedad del pecado se funda no sólo en la violación de la justicia conmutativa, sino también en el perjuicio causado al bien común, pues desaparece la confianza y la seguridad; por culpa de los ladrones debe el Estado invertir grandes cantidades en instituciones de defensa y protección legal, y en muchos casos hay que ver en los pecados contra el bien ajeno la causa de la multitud de pleitos, de enemistades, de sospechas y calumnias, de miseria y de suicidios. Dice santo ToMÁS; apoyado en la tradición, que el pecado contra el bien ajeno es especialmente grave por incluir el quebrantamiento de la caridad'''.

Difícil y de gran importancia, sobre todo para el confesor, es el determinar la cantidad o materia requerida para que haya pecado grave de hurto. "Se admite que hay materia grave, y por lo tanto pecado mortal objetivo, cuando la voluntad razonable del perjudicado o de la sociedad considera tal violación del derecho como tina injuria y perjuicio serio, absoluta e incondicionalmente condenable y rechazable; materia leve y pecado objetivo leve, en el caso contrario, esto es, cuando la voluntad razonable no tiene la acción por violación seria y absolutamente reprobable.

La casuística se ha encargado de precisar más esta regla general de prudencia, establecida por la tradición. Sus precisiones pretenden ayudar al confesor para guiarlo en los casos difíciles en que se pregunta si debe exigir la restitución bajo pena de denegar la absolución. En todo caso nunca debe el predicador presentar como norma de conducta un límite preciso entre materia leve o grave en cuestión de robo o de damnificación, ni señalar número preciso, de manera que el ladrón o el damnificador pueda decirse: "Puedo adelantarme con seguridad hasta tal límite, hasta tal suma de dinero, sin cometer pecado grave. Si ahora robo 49'50 pesetas y dentro de tres meses vuelvo a robar igual cantidad, no habré cometido más que un pecado leve ; entonces, ¿para qué cargarme con un pecado mortal robando 50 pesetas?" El ir calculando tan vilmente cómo se podría escapar a la ley de Dios sin quebrantarla, pero con la mayor ventaja posible, es señal suficiente de que quien de tal manera procede no se encuentra en gracia ni amistad con Dios. Claro está que la casuística no pretende dar a estos tales ni el más lejano asidero.

Conviene recordar aquí lo que ya dijimos al explicar cómo es posible el pecado venial ; sobre todo aquello de que la levedad del pecado no proviene de que Dios considere que sus preceptos son graves sólo desde cierto límite en adelante, sino más bien de nuestra imperfección psicológica, agudizada por el pecado original. Efectivamente, en cosas de poca monta no toma el hombre, por lo común, una actitud que embargue absolutamente todo su ser, con determinaciones que incluyan toda la perfección psíquica de que es capaz; en otros términos, la levedad de la materia no provoca ordinariamente al hombre a un acto perfectamente humano, a una determinación que ponga en juego todas sus relaciones con Dios. Aunque sea inmensa la gama de la perfección moral y psíquica de los hombres, puede, con todo, establecerse una regla general de prudencia para juzgar la conducta conforme a las acciones, especialmente por lo que respecta al séptimo mandamiento; pero no se puede establecer una fórmula que sirva para determinar siempre, en forma precisa, el límite hasta donde pueda uno atreverse, sin contar que las circunstancias son en extremo variadas.

No hay que olvidar, por otra parte, que al señalar numéricamente los límites entre el pecado venial y mortal contra la justicia, se trata únicamente de determinar cuándo hay estricta obligación de restituir; porque si se tratara de establecer la gravedad de la culpa en toda su amplitud habría que tener en cuenta otros considerandos, como son : 1.°, la magnitud del perjuicio causado al prójimo; 2.°, la injuria que probablemente se le infiere, por lo cual entendemos, no la gravedad relativa o absoluta de la materia, sino, sobre todo, el aprecio en que el dueño la tiene; 3.°, las posibles consecuencias, como irritación, desconfianza, calumnia, hostilidad, etc. ; 4.°, los perjuicios para el bien común, como la inseguridad de la propiedad, desconfianza general, inversiones requeridas para establecer y mantener los órganos de seguridad, pesquisas domésticas...; 5.°, sobre todo el motivo que impulsa, como avaricia, incuria, petulancia, odio.

Si se tienen en cuenta estos importantes prenotandos, nadie podrá llamarse a engaño con las reglas prudenciales que tienen por finalidad señalar el límite entre la injusticia grave y leve.

Es importante la distinción entre materia relativamente grave y absolutamente grave:

Materia absolutamente grave es aquella cuyo hurto se considera siempre y sin excepción como pecado mortal, aun cuando sea quitada a un rico a quien poco se perjudique con ello. Calculada en dinero esa materia absolutamente grave oscila entre 10 y 25 $ USA.

La materia relativamente grave se determina en función de la relativa comodidad real del perjudicado. Se ha de considerar como tal aquel valor cuya pérdida ha de contrariar gravemente a su dueño. Tal sería; según los autores, la ganancia de un día o lo que necesitaría el perjudicado para mantener por un día a su familia. Una persona muy pobre podrá llevar muy a mal que le hurten aunque no sea más que el equivalente de medio dólar. Para una familia que vive del salario semanal del jefe puede ser muy dura la pérdida de 2 $ USA. Una familia que viva de modestas economías podrá sentirse gravemente afectada por una pérdida equivalente a tres o cuatro dólares.

Cuando algunos moralistas afirman sin más explicación que en los hurtos domésticos — de la esposa, de los hijos—se requiere mayor cantidad para una materia absoluta o relativamente grave, no pretenden negar que tales hurtos, considerados en conjunto, hayan de mirarse con mayor severidad que los fraudes de los extraños. La razón es que los familiares, con tal proceder, perturban la confianza necesaria en el seno de la familia y provocan toda clase de disgustos e impaciencias. Pero lo que afirman los autores está muy puesto en razón, pues en sus tratados de la justicia tienen sobre todo en vista la violación de la justicia conmutativa y la obligación de repararla. Ahora bien, los bienes familiares son siempre comunes, en cierto modo; por lo mismo la justicia conmutativa no se viola en el mismo grado por los familiares y por los extraños, siendo también más difícil la reparación para aquéllos.

En los hurtos domésticos conviene precisar si sólo la manera de adueñarse de lo ajeno es arbitraria y perjudicial, o si lo que quitan los hijos o el consorte lo malgastan en actos directamente pecaminosos o en alguna forma a la que, con razón, esté opuesta la familia.

Cuando el esposo se muestra mezquino en dar lo necesario para el hogar, y, con todo, exige buena cocina y buen servicio doméstico, no se ha de tachar de robo el que la esposa le saque a él ocultamente y sin autorización lo que razonablemente se requiere para la casa.

Aunque ello no ha de aprobarse, no es robo el que los hijos aún menores se reserven ocultamente y contra la voluntad de sus padres, a quienes deben entregarlas, las ganancias de su propio trabajo, por lo menos en aquella cantidad que, conforme a la costumbre y a la posición económica de los padres, pueden invertir en una honesta diversión. Con mayor razón, si los padres se muestran en esto demasiado parcos.

Asimismo son simples reglas prudenciales las que se dan en la cuestión de los pequeños robos repetidos y que pueden llegar a constituir juntos materia grave y por lo mismo pecado mortal. Por lo demás, opino que esta cuestión no tiene importancia capital, pues la prudencia con que debe proceder el pastor de almas le aconsejará imponer la restitución a quienes se han dado a perjudicar al prójimo, aun cuando el conjunto de lo robado no llegue a materia grave. Mas no hay que olvidar lo que hemos anotado para el caso de extrema o gravísima necesidad.

Fusiónanse en materia grave los pequeños robos por la intención premeditada de robar poco a poco una cantidad mayor; o cuando se cae en la cuenta, mientras se está robando, de que, con el correr del tiempo, se puede llegar a cometer una grave injusticia y, a pesar de ello, no se forma la intención de corregirse; o bien cuando varios, de común acuerdo, causan un perjuicio grave o roban una gran suma, aun cuando lo que a cada uno-le corresponda no llegue a la cantidad requerida para que haya materia grave.

V. LA REPARACIÓN DE LA INJUSTICIA

1. Fundamento religioso y moral de la restitución

La violación injusta del derecho de propiedad por un acto pecaminoso, introduce un estado permanente de injusticia. Querer que continúe esa situación es lo mismo que aferrarse subjetivamente a la injusticia y equivale a continuar pecando. La injusticia cometida y continuada clama por la reparación de la injusticia. "Si la moral católica exige reparación al violador del derecho y de la propiedad, no es ello lo único, ni siquiera lo principal. Lo primero que le pide es su conversión a Dios, a saber : el reconocimiento doloroso de su culpabilidad moral y religiosa, junto con la voluntad de ofrecer una reparación completa". Para que la reparación exterior sea un acto auténticamente moral y religioso tiene que ir animada por la conversión interior a Dios. A su vez, la conversión y la penitencia interior no es auténtica mientras no haya empeño por la reparación efectiva. Dice santo ToMÁS, de acuerdo con san AGUSTÍN, que la restitución no es más que el primer grado de la satisfacción o reparación ante Dios, y primer paso indispensable, por lo menos en cuanto se ha de tener el propósito de ella. "No es más que penitencia simulada la de aquel que, pudiendo, no restituye lo robado. No se perdona el pecado a aquel que se arrepiente de veras de su robo, pero no devuelve lo robado, pudiéndolo hacer realmente.

"Si el impío se convirtiere de su pecado... y restituyere lo robado... ciertamente vivirá" (Ez 33, 14 s ; ,cf. Ex 22, 1 ss; Iac 5, 4). San PABLO amonesta al ladrón a reparar sus pecados, aplicándose al trabajo para poder dar a los pobres (Eph 4, 28). Zaqueo, el publicano convertido, promete restituir el cuádruplo y dar la mitad de sus bienes a los pobres (Lc 19, 8; cf. Ex 22, 1 ss).

San ALBERTO MAGNO comenta magníficamente esta cuádruple restitución. Quería Zaqueo, en primer lugar, reparar los daños injustos; en segundo, la tardanza en la restitución; en tercero, la injuria a los perjudicados, y en cuarto, ofrecer a Dios el arrepentimiento por los pecados cometidos.

Nos limitaremos luego a exponer principalmente la obligación estricta de la restitución, tal como la exige la justicia real humana. Pero no ha de perderse de vista que, además de la justicia, cuyos límites no pueden precisarse siempre con toda exactitud, hay los requisitos de la caridad y de la penitencia, y que es preciso reparar la injusticia personal, inherente a todo acto injusto.

2. Gravedad del deber de la restitución

La obligación de restituir, y restituir cuanto antes posible, es, de suyo, grave. Por eso sería un impedimento para el perdón de los pecados no sólo el negar la restitución, sino el retardarla notablemente sin motivo.

3. Raíces del deber de la restitución

Obliga la restitución: primero, en virtud de la posesión real de un objeto ajeno: "res clamat dominum" ; segundo, en virtud de la perturbación introducida en el derecho de propiedad por una injusta damnificación. Si se considera la restitución desde un punto de vista simplemente humano, no tiene importancia capital el saber si de la injusticia se han sacado ventajas materiales; pero sí lo tiene desde el punto de vista religioso de la conversión, porque ésta es incompatible con la voluntad de querer seguir disfrutando de los frutos de la injusticia.

4. Alcance del deber de la restitución

El deber de la restitución se extiende ciertamente hasta donde alcance la violación de la justicia conmutativa, sea por violación directa, sea por violación conexa con alguna otra injusticia. Se discute, sin embargo, si hay obligación de restituir cuando sólo se ha violado la justicia general (legal) y distributiva. Soy de parecer que son contundentes los argumentos por los que R. EGENTER demuestra que los autores que la niegan no presentan razones concluyentes, ni pueden apoyarse en santo Tomás. Éste dice sencillamente que la restitución es un acto de la justicia conmutativa, por cuanto el daño injusto y su indemnización se corresponden exactamente. "En la sociedad humana existe un verdadero derecho, esto es, un orden determinable y concreto, en los puntos en que la sociedad y sus miembros se encuentran frente a frente. La violación de este orden exige reparación. Puede discutirse si puede separarse completa o sólo parcialmente el ámbito de los derechos que a una y otros corresponden; pero ésta es cuestión que sólo interesa para determinar la medida de la restitución, no para establecer su obligación".

Con todo, la opinión contraria es "probable", a causa de la autoridad de los autores que la defienden. Mas conviene observar que aun los defensores de la opinión benigna enseñan de hecho que hay obligación de restituir en la mayoría de los casos en que se ha violado la justicia legal, y en cuanto a la justicia distributiva, cada vez que se ha quebrantado un derecho real, pues, como dicen ellos, en tal caso se viola también la justicia conmutativa.

Obliga la restitución, pero no más allá de su posibilidad moral. La vida humana no ha de estar sometida únicamente a la rígida justicia conmutativa; ha de intervenir también la equidad. Puede presentarse el caso de que la restitución resulte muy costosa, o que imponga un sacrificio sin proporción con la culpa subjetiva, al paso que el perjudicado apenas si siente el daño : en tal coyuntura, el culpable debe, evidentemente, mostrar su buena voluntad, pero deberá suavizársele la obligación.

5. Obligación de restituir que tiene el poseedor del bien ajeno

a) Aun el poseedor de buena fe debe devolver lo ajeno, tan pronto como descubre que no lo posee legítimamente. Con todo, puede guardarlo como suyo, cuando ha corrido la prescripción legal y, conforme a las reglas de la equidad, se le hiciera demasiado pesado el entregarlo, o bien, cuando ya no es posible encontrar al legítimo dueño o a su heredero.

Al poseedor de buena fe que entrega lo ajeno, debe evitársele, en lo posible, todo perjuicio; pero a su turno no puede él sacar ninguna ventaja con daño del legítimo dueño. En consecuencia, deberá entregarle todos los frutos naturales, mas no los que se deben únicamente a sus cuidados.

Al ofrecerse una simple duda invencible acerca de la legitimidad, ha de resolverse el caso en favor del poseedor de buena fe. Si éste recibió el objeto de manos de algún ladrón o de otra persona de mal proceder, puede, si ello es preciso, intentarle pleito para obtener reparación de cualquier perjuicio, pero devolverle el objeto a cambio de que aquél le devuelva la suma pagada, a mi entender sólo es lícito indicando al legítimo dueño, del modo más conveniente, dónde puede encontrar lo que le pertenece, pues "el objeto clama por su dueño".

b) Mayor obligación tiene de restituir el poseedor de mala fe. Poseedor de mala fe o con mala intención es aquel que ha venido en posesión 'del objeto mediante una injusticia, como hurtándolo, o comprándolo a un ladrón, cuando sabía que era robado; asimismo aquel que lo conserva injustamente, es decir, después de que cae en la cuenta de que lo posee sin título legítimo; por último, aquel que después de que comienza a dudar seriamente de si su título es legal, no hace las pesquisas necesarias para salir de la duda.

Notemos, de paso, que quien ha impedido que una cosa ajena se pierda o se destruya, no se hace por ello mismo dueño de ella, si puede devolverla a su dueño.

El poseedor de mala fe está obligado no sólo a devolver el objeto con sus frutos naturales, a los que hay que añadir hoy un moderado interés, sino también a reparar todos los perjuicios originados de su injusticia, en la medida en que pudo preverlos de algún modo. Con todo, si al principio de su posesión tuvo buena fe, no está obligado a reparar sino los daños causados desde que difirió culpablemente la devolución.

Tanto el poseedor de buena como él de mala fe pueden deducir los gastos útiles o necesarios invertidos en la conservación del objeto.

En caso de no encontrar al legítimo dueño, no puede el poseedor de mala fe conservar el objeto — a diferencia del de buena fe —. Conforme al principio de que nadie debe enriquecerse con la injusticia, ha de restituir en la persona de los pobres. Aunque no parezca exigirlo la justicia conmutativa, lo pide ciertamente la idea religiosa y moral de la justicia. Es la doctrina general de los moralistas.

Al presentar una persona un derecho dudoso sobre un objeto, el actual poseedor tiene por lo menos que llegar a un acuerdo equitativo con ella, si se hizo poseedor de mala fe por haber descuidado aclarar oportunamente la duda. Quien suplanta a otro en la posesión, a causa de una simple duda, obra ilegalmente, pues, en caso de duda, es mejor y más firme la condición del poseedor. En tal caso obliga la restitución completa, a menos que el otro consienta en un arreglo equitativo.

6. Restitución por razón de injusta damnificación

De la injusta damnificación nace la obligación de reparar no sólo el daño real inmediato, sino todos los perjuicios que de él dimanan, como malogro de los frutos, pérdida del trabajo, etc. ; ello, sin embargo, con tal que se realicen a la vez las tres condiciones siguientes : primera, que la acción u omisión dañosa sea objetivamente injusta; segunda, que haya habido culpa subjetiva, es decir, que haya sido querida libre y advertidamente, sea con plena malicia, sea por negligencia o imprudencia ; y tercera, que haya sido causa eficaz del daño, y no simplemente ocasión del mismo. Sin duda la propia acción culpable o no culpable puede ser simple ocasión del daño, pero a esa acción puede unirse el descuido de impedirlo, pudiendo y debiendo. Pues bien, tal descuido y negligencia, que para nada atiende a las consecuencias previsibles de la propia actuación, es verdadera causa del daño, y entraña obligación de restituir.

La obligación de reparar los daños se extiende no sólo a los simples particulares y en la esfera privada, sino también respecto del Estado y alcanza a los empleados públicos. Por lo mismo, si su actuación dañosa reúne las tres condiciones antes mencionadas, están obligados a reparar al Estado y a los ciudadanos. Pongamos por ejemplo un juez que pronuncia un fallo errado : debe reparar todos los daños previsibles.

Poco importa que alguien se haya equivocado sobre. la persona a quien pretendía perjudicar; tal error no es esencial ni dispensa de la obligación de restituir.

Los ebrios son responsables de los daños que, por lo menos en general y confusamente, podían prever como probables. Ni los dementes, ni los niños sin uso de razón son responsables de los daños que causan.

La justicia obliga sólo a la reparación de aquellos daños que fueron previsibles por lo menos en general y confusamente; por lo tanto, los daños causados por una acción injusta no caen bajo esta obligación si de ningún modo pudieron preverse. Pero las exigencias de la equidad, de la penitencia y de la caridad sí pueden imponer la reparación, atendidas, claro está, las circunstancias y las posibilidades económicas respectivas.

Las sospechas de un daño recaen a veces sobre un inocente. Si el damnificador previó claramente que así había de suceder, y aún más, si tuvo la intención positiva de ello, está obligado a resarcirle de todos los daños sufridos asa

7. Restitución en razón de cooperación en los daños

Cuando varios han cooperado en una damnificación, si su cooperación ha sido injusta y eficaz, ora por acción positiva, ora por omisión de las obligaciones de oficio, por ejemplo, de vigilancia, son responsables de los daños y están obligados a repararlos, cada cual proporcionalmente a la obligación que por razón de su oficio tenían de impedirlo y en la medida de su influjo.

De manera que están obligados a la restitución no sólo el que tiene en su poder el bien robado, sino todos cuantos ayudaron en él y conforme al grado de complicidad eficaz.

Entre los cooperadores positivos, tiene mayor responsabilidad el mandante. Le corresponde, pues, a él, antes que al mandatario, responder de todo el daño. Y si se ha valido de su cargo o de la violencia para exigir la comisión del daño, es también responsable de los daños que acaso haya sufrido el mandatario. Pero si éste obró libremente, es responsable de los daños, pero sólo después del mandante.

Si el mandante revoca oportuna y terminantemente el mandato dado, no es ya responsable de los daños. En tal caso el único responsable es el mandatario; aunque el precepto de la caridad puede presentar aquí graves exigencias para él.

Si el mandatario se excede en la ejecución del mandato, o si por mera casualidad resulta un mal mayor que el intentado por el mandante, no estará éste estrictamente obligado en justicia a reparar ese exceso; pero si la ley lo obliga, no es menos justo que lo haga.

El consejero es responsable de los daños en la medida en que su consejo es causa eficaz del perjuicio, con tal que sea moralmente responsable del error o maldad del consejo. Si el consejero se vale de su cargo de consejero de oficio, o se sirve de fraudes y astucias para mover al aconsejado a ejecutar un daño, es tan responsable de los posibles perjuicios como el mandante.

Lo que aquí se dice del consejero debe aplicarse también a aquel que mediante la adulación, la lisonja o la súplica empuja a otro a cometer un daño o lo retrae de la restitución. La mera aprobación dada a un subordinado, sobre todo tratándose de persona ignorante, puede ser causa eficaz de perjuicio, y obligar, por lo mismo, a la restitución.

Cuantos, por su voto, concurren de común acuerdo a la comisión de una injusticia, son solidariamente responsables, esto es, cada cual de toda ella. Lo son igualmente los que, salvando su voto, hacen posible que se tome un acuerdo injusto y que se ejecute.

El encubridor que apoya eficazmente al encubierto en la acción injusta o en la omisión de la reparación, se hace solidariamente responsable con él, si el perjuicio se hizo posible sólo gracias a su protección. Si su ayuda no sirvió más que para animar al malhechor, estará obligado a la restitución, pero sólo a prorrata.

La cooperación formal hace a todos los cooperadores positivos responsables — generalmente in solidum — en la medida y en el orden de la causalidad de su acción. La mera cooperación material, permitida en ciertas ocasiones, no entraña la obligación de la restitución.

La cooperación negativa consiste en la culpable omisión de cuanto se debía hacer para impedir la injusta damnificación de un tercero, a. pesar de estar obligado a ello en razón de un cargo o de cualquier otro compromiso legal. Tal cooperación obliga a la restitución, a prorrata del influjo y después de los cooperadores positivos. Quien sólo por caridad estaba obligado a impedir el daño, no está obligado en justicia a repararlo. Mas la caridad podrá obligarlo, a veces, a alguna compensación.

Los criados y empleados son responsables en justicia solamente en la esfera de su compromiso. Quien recibe dinero por la omisión de una denuncia que debía hacer por oficio, está obligado a la restitución. Quien rehúsa o difiere el desempeño de las funciones que le impone su cargo, está obligado a la restitución. "Podría el confesor causar un perjuicio positivo a un tercero y estar, por lo mismo, obligado a restituir si, eximiendo a un penitente de la obligación de restituir, procediera en forma gravemente culpable; igualmente si con su proceder le insinuase esa voluntad. Pero si da una mala decisión de buena fe, no está obligado a la restitución, pero sí a instruir mejor al penitente, a ser posible.

El orden y la medida de la obligación de los diversos cooperadores y cómplices puede determinarse generalmente así : primero tiene que responder de todo el daño el autor propio, como principal "culpable que es; por lo mismo el mandante, o quien se le equipare.. Si no es posible decidirlo a restituir, entonces vienen por turno, primero el mandatario, y luego los demás cooperadores, primero los positivos, y luego los negativos. Si son varios los que han cooperado en el mismo grado de mandantes o como autores propios, están todos obligados in solidum, es decir, que cada uno es responsable de resarcir todo el daño, en caso de que los demás no cooperen con la parte que les corresponde; pero en tal caso tiene derecho a que los demás le compensen.

"Con mucha razón advierte san ALFONSO que a aquellas personas poco ilustradas, que no comprenden que deben restituir en lugar de las demás, les debe manifestar el confesor, en general, la obligación de restituir, sin señalarles cantidad determinada. De lo contrario, fácilmente omitirán toda restitución.

8. Obligación de restituir en razón de la violación del derecho del prójimo a la integridad corporal, a la vida o a la castidad.

a) Restitución por heridas o asesinato. El herido o la familia del difunto tiene estricto derecho a que se le reparen todos los daños y pérdidas de orden material que de allí provienen.

Las leyes de algunas naciones dan pie para exigir una satisfacción pecuniaria por perjuicios que no rozan directamente con los bienes materiales. Mas prescindiendo de las leyes positivas y suponiendo que no hay daño en los bienes materiales, el causar injustamente dolores, injurias, etc., no impone restitución en sentido propio, pero sí una adecuada satisfacción o reparación en alguna forma.

Les son imputables a los dueños de fábrica los perjuicios en la salud o la vida que en ella reciben los trabajadores y empleados, si no han tomado las providencias indispensables para salvaguardarlos. En caso contrario, insinúa o pide la equidad que se dé una indemnización al que en ella ha sufrido algún accidente. Decimos esto sin perjuicio de lo que establezcan las leyes.

Si el herido o el muerto es culpable, sólo será una exigencia de equidad el reparar, al menos parcialmente, los daños materiales. El que es provocado a duelo y mata al contrincante no queda exento de toda obligación de restituir a su familia.

b) Restitución por atentado contra la castidad. Tales delitos no originan la obligación de restituir en virtud de la justicia, sino cuando una de las partes ha cometido injusticia estricta, acompañada de perjuicio material. Si, por tanto, dos solteros se dan el mutuo consentimiento, no hay ninguna obligación de restituir. Pero si para que una muchacha consienta se la seduce con fraudes, mentiras, engaños, con promesa de matrimonio, o por otros medios semejantes, hay, de suyo, obligación de desposarla, o si se prevé que el matrimonio ha de ser infeliz, de resarcirle el daño, proporcionándole, en ciertos casos, como enseñan los autores, una dote conveniente, de modo que venga a quedar en buena posibilidad de conseguir esposo. Y decimos que de suyo existe esta obligación no por virtud de la promesa, que legalmente puede ser inválida, sino a causa del engaño y del gravísimo atentado contra la caridad. Debe, pues, el seductor hacer lo posible por colocarla en un estado lo más semejante posible a aquel en que se encontraba antes de la seducción.

Las leyes de casi todos los Estados establecen multas en dinero para tales casos; también el seductor de la muchacha a quien hizo madre puede libremente convenir con ella en una suma conveniente para la crianza y educación del hijo natural: tales multas no tienen propiamente el carácter de restitución, sino que se han dictado para obligar al padre a cumplir con un deber que le impone la misma ley natural.

El que durante años entretiene a una joven con promesa de matrimonio y al fin la deja sin justo motivo, comete ciertamente una grave injusticia. Ese no debería contentarse con arrepentirse ante Dios, con orar y hacer obras de penitencia por la ofendida, y con pedirle excusas; debería absolutamente repararle todos los daños materiales que con su proceder pudo haberle causado, conforme a sus posibilidades y mientras ella no renuncie a dicha reparación.

Toda mujer violada tiene el derecho no sólo de exigir reparación de todos los daños que puedan considerarse como de orden material, sino de pedir una multa por el sufrimiento y la injuria padecidos; mucho más cuando así lo establece la ley, lo que de hecho sucede casi en todas las naciones cultas. El adulterio es siempre un grave atentado contra la justicia; y si del pecado nace una criatura, constituye un perjuicio injusto contra los bienes del consorte y de los hijos del matrimonio. La reparación de esos perjuicios debe hacerse muy prudentemente, de manera que no vaya a dar en tierra con el honor y la paz de la familia, que son bienes muy superiores. Si la paternidad adulterina ha quedado oculta, el padre podría reparar mediante regalos ocasionales o por un legado a la familia, y la madre haciendo mayores economías y aplicándose más al cumplimiento de sus deberes domésticos.

9. Restitución por defraudación de impuestos

Es ésta una cuestión que presenta graves dificultades, no sólo teórica sino también prácticamente. Una cosa es cierta, y es que los impuestos injustos no obligan en conciencia, pero sí hay obligación en conciencia de pagar los que son justos y necesarios (cf. Mt 22, 21 ; Rom 13, 6 ss). Los autores están asimismo contestes en afirmar que, si al esquivar unos el pago de los justos impuestos, se ven otros obligados a pagar más, hay indudablemente obligación de restituir, por lo menos en razón del perjuicio que se hace al prójimo, con el cual se viola la justicia conmutativa. A mi parecer, está también fuera de duda que el defraudar los impuestos indirectos que afectan a las mercancías, y que en realidad salen de los compradores, obliga estrictamente a la restitución.

El caso es diferente si surge una duda invencible acerca de la justicia de un impuesto, o de la magnitud del mismo, lo que puede suceder, sobre todo, con los nuevos impuestos. En tal coyuntura el deber de satisfacer el gravamen sólo es dudoso. ¿ Se quebrantará, pues, la justicia, defraudándolo, y habrá obligación de restituir? Es aquí donde no están de acuerdo los autores. Me parece probable la opinión de quienes afirman que la presunción está aquí en favor del derecho del Estado, y que, por consiguiente, si la duda es invencible, el impuesto se ha de tener por justo. Exceptúase naturalmente el caso de un gobierno perverso y sin conciencia que no pueda invocar a su favor tal presunción de derecho. Con todo, no me atrevería a tachar de improbable la opinión de quienes afirman que, por lo menos post tachón, no se debe imponer la restitución por la defraudación de un impuesto dudosamente justo.

El sobornar a los empleados del fisco, a los aduaneros, etc., es indudablemente una injusticia contra el Estado, que impone la obligación de restituir, excepto en el caso de que uno busque nada más que escapar a exigencias evidentemente injustas. Los mismos empleados que, dejándose sobornar, no cobran los impuestos o aranceles justos, cometen injusticia, y están asimismo obligados a la restitución, a prorrata con los sobornadores. Para apreciar la culpabilidad grave de la defraudación se puede tomar como límite inferior, a partir del cual obliga gravemente a la reparación, la que constituye materia absolutamente grave (unos 25 dólares USA).

No es raro el caso de personas a quienes se hace extraordinariamente difícil el pago de ciertos impuestos, por otra parte justos en mismos. El pago del impuesto les hace perder el negocio, o pone a la familia ante la miseria... no se imponga, en tal caso, la restitución, pues ello cede en beneficio del mismo Estado.

En lo que respecta a la medida de la restitución, se presentarán con frecuencia casos en que no sea posible determinar nada con precisión: será el caso, sobre todo, cuando el defraudador puede objetar el pago de otros elevados impuestos que ya ha pagado, y las cargas sociales a que contribuye.

La legislación fiscal debe ser tal que, en vez de dificultar la moralidad tributaria, es decir, la delicadeza de la conciencia, la facilite.

10. Modo y circunstancias de la restitución

Quien tiene en su poder un objeto ajeno debe devolver, en lo posible, ese mismo objeto individual, a no ser que, por el uso, haya perdido su valor. Para evitar disgustos u otros graves daños, como la desconfianza, podría restituirse haciendo algún regalo, o por un legado.

La obligación de restituir pasa a los herederos. Por consiguiente, el que sabe que lo heredado es, en su mayor parte, un bien adquirido injustamente, debe hacer lo posible para restituir aproximadamente lo que corresponde a la parte injustamente adquirida.

Cuando la obligación de derecho natural de restituir y la del derecho positivo no coinciden exactamente, se ha de aplicar el siguiente principio: Si la obligación más extensa es la de derecho natural, hay obligación en conciencia de cumplirla; si es la de derecho positivo, también hay obligación de cumplirla, por lo menos después de sentencia judicial. Pero no puede un rico exigirle a un pobre una restitución legal superior a la de derecho natural, si ello implica para él un sacrificio desproporcionado.

11. La persona a quien se ha de hacer la restitución

En principio, es al perjudicado a quien se ha de restituir, esto es, al dueño, a su heredero, o, a veces, a sus acreedores. Cuando concurren varias restituciones, el. pobre pasa antes del rico, primero los asalariados y pequeños artesanos, después vienen los créditos privilegiados: costas judiciales, expensas funerales, gastos de la enfermedad y deudas hipotecarias; por último, lo que se debe por delito. Es evidente que no se pueden hacer gastos innecesarios en beneficio propio, si con ello se retarda o se pone en peligro la restitución debida. No se puede restituir ad libitum al dueño o a los pobres. A veces puede invertirse la restitución en obras pías, es decir, en limosna para los pobres, o en las obras de la Iglesia; pero esto sólo es lícito cuando no puede encontrarse al legítimo dueño o acreedor, o cuando sólo puede restituírsele a él con perjuicio propio desproporcionado o con gastos extraordinarios; pues en tal caso hay que suponer que el dueño no quiere exigir a los damnificadores que le restituyan a costa de sacrificios que la caridad le veda exigir. Si un comerciante, mediante pequeños fraudes, hubiese amontonado una gran fortuna y no pudiese restituir a los perjudicados, o no lo pudiese sino con gran perjuicio, al hacer la restitución en la persona de los pobres, debería beneficiar primero a los pobres del lugar.

Pienso que la restitución ha de hacerse igualmente a los pobres, cuando el perjudicado es un rico cuya conducta es notoriamente desconsiderada con los pobres, y aun injusta. De este modo se compensaría un tanto su injusticia con ellos. De acuerdo también con que se puede restituir a un acreedor del perjudicado, cuando se sabe que es el único nodo de que éste le pague. Pero, en principio, es al dueño, o sea al perjudicado, a quien debe restituirse, por niás rico que sea. Fuera de este caso bien preciso, ningún particular tiene el derecho de sacar una restitución obligada de su cauce normal para aplicarla a obras sociales.

Quien debe restituir a una persona jurídica debe, de suyo, hacerlo a la misma y con igual exactitud que se debería a un particular.

Es cierto que muy a menudo es difícil establecer quién es el verdadero perjudicado, cuando el perjuicio se ha cometido contra una compañía de seguros, pues la misma puede estar también asegurada.

Digamos, pues, que, dada la situación actual de la propiedad, tratándose de restituir al Estado, a los organismos oficiales y a otras compañías de gran envergadura, por lo general se cumple con la restitución invirtiendo la correspondiente cantidad en beneficio de los pobres y de obras para beneficio común. Claro está que, de suyo, es al Estado mismo a quien se ha de restituir, cuando a él se ha perjudicado. Pero como las instituciones de educación y caridad se han dejado, en no pocas partes, al cuidado del Estado, es muy justo que las restituciones, en vez de ir a parar inmediatamente al fisco, se empleen en favor de aquellos pobres o instituciones por las que el Estado debe interesarse más en virtud de la justicia social o legal. En los países en los que han debido fundarse escuelas confesionales, que no reciben ninguna ayuda oficial, a pesar de que los padres de familia que las fundaron tienen que contribuir, como todos los demás, para las escuelas del gobierno, al tener que hacer una restitución al Estado, bastaría dar para esas escuelas, que son el acreedor más inmediato del Estado. Por otra parte, es fácil restituir al Estado mismo comprando y destruyendo billetes de sus Bancos de emisión. No debe nunca el confesor imponer a un penitente que restituya al Estado en circunstancias tales que puedan ocasionarle un enjuiciamiento, pues así se haría odioso el sacramento de penitencia. Pero tampoco debe portarse de manera que puedan persuadirse los penitentes de que no hay por qué hilar muy delgado respecto de la justicia con el Estado. Cuando se realizan las condiciones para poder restituir en la persona de los pobres y el que debe restituir es también pobre y sufre necesidades, puede abstenerse de hacer la restitución, mientras dure su pobreza. Pero si su pobreza es el efecto de la pereza o del despilfarro, no se extingue simplemente y para siempre su obligación de restituir; en fuerza de la misma debe aplicarse mejor al trabajo y a la economía.

12. Expiración de la obligación de restituir

Se extingue o se aplaza la obligación de restituir cuando no puede satisfacerse sino a costa de excesivos perjuicios propios, como la pérdida del honor, del propio tenor de vida o de la profesión, el grave escándalo que se daría, una apremiante y prolongada miseria... Lo cual no se aplica, sin embargo, cuando la postergación u omisión de la restitución lanzara al perjudicado en igual o peor situación de miseria; pues ha de salvaguardarse siempre aquel principio de que el perjudicado pasa antes que el damnificador. Puede diferirse la restitución, aunque por entonces fuera ya posible, si se prevé que dentro ele un corto plazo podrá hacerse con perjuicio notablemente inferior. Si un grave perjuicio, conexo con la restitución, dispensa ele hacerla inmediatamente, no quita definitivamente su obligación. Por eso el damnificador que se encuentra en tales circunstancias debe esforzarse, con un cuidado correspondiente a la gravedad ele su obligación, por ponerse en situación de cumplirla lo antes posible.

Se extingue para el poseedor ele buena fe la obligación ele restituir, cuando no le ha sido posible (lar con el dueño, después de hacer las pesquisas que la importancia del objeto requería.

No sucede lo propio con el poseedor de mala fe, pues si no hay verosimilitud de encontrar al dueño, ha de restituir en la persona de los pobres, o invirtiendo el valor en obras buenas.

Se extingue la obligación de restituir por la libre condonación del dueño, o por un arreglo formal entre acreedores y deudores, o por la compensación, conforme a las leyes.

Así el criado no tiene que restituir a su amo si éste le ha reducido el salario debido por su trabajo en un tanto igual a lo que debía restituir. Otro medio de extinguir la obligación de la restitución a un patrono es aplicarse con mayor cuidado y espíritu de responsabilidad al trabajo. Si consta con seguridad que existió la obligación de restituir, pero se ofrece ahora la duda estricta de si ya se satisfizo dicha obligación, debe, por lo general, cumplirse, sobre todo si el acreedor la exige.

Una condonación pontificia no suprime nunca los derechos de terceros ; pues no hace más que remitir la restitución de los bienes eclesiásticos o de deudas para obras pías.

El confesor deberá, a veces, exigir la restitución, ora total, ora parcial, como condición para recibir la absolución. Pero, cuando no hay motivo para dudar de la firme y leal voluntad del penitente de restituir a su debido tiempo, puede darle la absolución aún antes de realizada la restitución.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 485-506