III

LA VIRGINIDAD, CAMINO ESPECIAL PARA SEGUIR A CRISTO


La virginidad es sello profundo y característico del reino de Dios. Como estado y como sello visible de la Iglesia, tiene preeminencia sobre el matrimonio, y desempeña en el cuerpo místico una función no inferior a la del matrimonio. La virginidad y el matrimonio cristiano se complementan e ilustran mutuamente.

1. ¿Qué es la virginidad?

"Es la virginidad una forma especial de la continencia por la que se dedica, consagra y reserva al Autor mismo del cuerpo y del alma la integridad corporal" (S.Ag.)

La virginidad es, pues, una de las formas de la castidad extramatrimonial y la más perfecta de todas, no sólo por lo que respecta a su alcance y duración, sino también en cuanto a sus motivos y finalidad. La virginidad absolutamente perfecta incluye, en cuanto a lo pasado, la integridad incontaminada de los órganos arcanos y pudorosos, y en cuanto al presente y porvenir, la voluntad de conservar el sello intacto de dicha integridad, y no sólo hasta un posible matrimonio, sino para siempre.

El elemento "material" de la virginidad cristiana lo constituye esa determinación de conservar perpetuamente la integridad corporal, la cual no se quiebra por actos exteriores no sometidos al libre albedrío. Su elemento "formal" y decisivo es la entrega, la donación a Cristo del cuerpo sellado con esa integridad. "La virginidad no es precisamente la intacta integridad del cuerpo, sino la intacta integridad del corazón.

Lo que más importa es, pues, ese elemento formal: ese "amor indivisible", ese "servicio exclusivo", ese sacrificio ofrecido con la voluntad de hacer de sí una santa consagración, esa "impaciente expectación del Señor" que pone atento oído a todo llamamiento de Cristo, para seguir cualquier movimiento de la gracia divina.

En los párrafos siguientes hablaremos de la castidad virginal, mas no sólo de los elementos que constituyen la virginidad perfecta, sino también de todas aquellas disposiciones que se le acercan. Porque hay almas que, siendo plenamente castas, revelan, sin embargo, imperfecciones en cuanto al ideal cristiano de perpetua continencia. Hay también la incontaminada virginidad de quien se siente inequívocamente llamado al matrimonio. En este caso, le falta a la virtud aquel carisma especial que se llama la voluntad firme y constante de consagrar para siempre a Cristo esa impoluta integridad del cuerpo. Más se acercan a la perfecta virginidad aquellas almas que conservan la casta integridad y están dispuestas y atentas a seguir el llamamiento del Señor, sea al santo matrimonio, sea al estado virginal. Esa constante disposición y esa espera de la divina invitación las hace profundamente vírgenes, aun cuando el llamamiento divino las encamine definitivamente al matrimonio. Hay también las almas que, por pecados internos de impureza, han mancillado la virginidad, pero que la han recobrado por el arrepentimiento y la penitencia, y han readquirido la pureza perfecta, de manera que se han establecido en la firme determinación de pertenecer invariablemente a Cristo, interior y exteriormente. Hay, finalmente, las almas que han mancillado la virginidad por actos exteriores, acaso graves, pero que la recobraron al menos en cuanto a sus íntimas disposiciones. También pueden éstas contarse en el número de las vírgenes, aunque en un sentido limitado, con tal que no les falte el elemento formal de la virginidad, a saber, la limpia castidad, junto con la voluntad de no mancillar más su pertenencia a Jesucristo. Cierto es que esta castidad extraconyugal, recobrada después de la caída, incluirá como elemento suyo la penitencia por la dolorosa herida infligida a la virtud angélica. En algo participa también de la virginidad, la viudez que guarda la castidad, renunciando libremente a las segundas nupcias "por el reino de los cielos", pues participa de su elemento formal (cf. 1 Cor 7, 40).

Examinaremos seguidamente el sentido y la forma de la virginidad cristiana. Y es claro que ante todo tendremos a la vista la virginidad perfecta, pero sin descuidar aquellos estados que observan la forma del celibato cristiano por una voluntaria renuncia "por amor al reino de los cielos", o que por lo menos aspiran a ella, apoyados en la gracia de Dios.

2. Matrimonio, celibato y virginidad

El matrimonio cristiano está infinitamente por encima del simple celibato guardado por una necesidad exterior e ineludible o por motivos menos loables. En el estado del santo matrimonio se honra particularmente a Jesucristo y se presta al cuerpo místico un servicio de importancia capital. El no contraer matrimonio por falta de abnegación y de generosidad, o por el ansia desmedida de libertad, es moralmente reprensible, aunque no se pueda tacharlo propiamente de acto pecaminoso, puesto que no hay ley que obligue a casarse al individuo.

Si el celibato, guardado por necesidad ineludible, no encierra de suyo mérito alguno, puede ser, sin embargo, una dura prueba. Quien lo soporta luchando enérgicamente por adquirir el renunciamiento y dar el sí a la voluntad de Dios, ocupa un puesto elevado en su reino; lo mismo que aquel que desea el matrimonio, pero prefiere renunciar a él antes que conseguirlo mediante un pecado. Éstos están cerca de la virginidad; pero sólo cerca, porque en esta actitud no se revela aún el carácter propio de la virginidad cristiana.

Nuestro Señor mismo estableció la diferencia entre el simple hecho de ser soltero y conservar la virginidad: "Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos" (Mt 19, 12). Así pues, lo que coloca a la virginidad sobre la soltería, aun sobre aquella que se soporta esforzadamente, lo que la eleva sobre el mismo sacramento del matrimonio es la renuncia voluntaria por amor al reino de los cielos, por amor a Cristo, en el cual apareció el reino de los cielos hecho carne.

La Iglesia enseña expresamente que la "virginidad por amor al reino de los cielos" es preferible aun al matrimonio cristiano. Lo que no quiere decir, sin embargo, que cualquier célibe sea mejor que todo hombre casado; ni que el sumo aprecio por la virginidad implique menosprecio por el matrimonio o los casados. Sólo quien aprecie el matrimonio en su plena grandeza sacramental puede confesar una estima superior todavía a la virginidad, la cual aparece entonces en todo su esplendor.

El alma llamada a la guarda de la virginidad debe abrazar ese llamamiento considerándolo como una gracia singular, como una muestra de divina predilección. Ese divino amor lo obliga a una correspondencia humilde y decidida y a una lucha cosciente por el reino de Dios. Diremos, por último, que cuando la Iglesia considera a la virginidad como el camino preferible, lo hace teniendo en vista no el trabajo y el esfuerzo personal, sino el divino carisma, el llamamiento de la gracia divina que invita a seguir más de cerca a Jesucristo.

 

3. La virginidad, camino especial para seguir a Jesucristo

El verdadero cristiano, viviendo según su estado particular, responde al llamamiento de Cristo, que lo invita a seguirlo. Así, el matrimonio cristiano es la vía auténtica por donde se va en seguimiento de Cristo, si se ha recibido vocación para dicho estado y si en él se busca realmente a Jesucristo y su reino. Pero la virginidad es un camino muy particular del seguimiento de Cristo. El estado de las almas vírgenes, de aquellas que, "por amor al reino de los cielos" (Mt 19, 12), renunciaron al amor conyugal, para ocuparse sólo en agradar al Señor y dedicarse exclusivamente a las cosas del Señor (1 Cor 7, 32), expresa por su misma esencia y mejor que cualquier otro estado, que el auténtico sentido de la vida estriba en el completo seguimiento de Cristo.

Nuestro Señor, el Hijo virgen de la madre virgen, con su ejemplo y con sus palabras nos recomendó como algo muy elevado la virginidad voluntaria y permanente, "por amor al reino de los cielos". Desde el principio llamó a su séquito a varias personas vírgenes (su madre, Juan, más tarde san Pablo). San Pablo repitió con entusiasmo (1 Cor 7, 8; 7, 25-40) el "consejo evangélico" del Señor, señalando su propio ejemplo y apelando al "espíritu" que del Señor había recibido (ibid 7, 40). Es incalculable el número de vírgenes en el catálogo de los santos.

Es la vocación, ese gracioso llamamiento de Cristo, la que señala a ciertas almas el camino especial de la virginidad como aquel por el cual han de seguir a Cristo (cf. 1 Cor 7, 7. 17, como también el magnífico prefacio que trae el Pontifical Romano para la consagración de las vírgenes, en el cual se hace especial hincapié en el don divino de la vocación, signo de la predilección divina).

4. Espontaneidad y correspondencia a la divina invitación

No es la virginidad un camino que la ley prescriba para todos. Por tanto, sólo debe emprenderse y vivirse en virtud de una gracia particular, o sea, de una vocación especial. Cualquier imposición legal de la virginidad destruiría la esencia del "consejo" evangélico. Tampoco puede la Iglesia obligar por una ley u orden a que una persona renuncie contra su voluntad al matrimonio. Por el contrario, mantiene una santa vigilancia para que nadie sea forzado a abrazar el estado de virginidad, ingresando en la vida religiosa o sacerdotal, y para que nadie influya injustamente sobre otra persona en la elección de estado. Por eso desliga no sólo de las obligaciones sacerdotales, sino aún del mismo celibato a quien puede demostrar que no recibió la consagración sacerdotal sino empujado por el temor, y que no ratificó luego libremente las obligaciones del sacerdocio. La exención de toda coacción y de toda imposición legal es esencial en esta vía, la más estrecha de las que pueden emprenderse para seguir a Cristo. Le es esencial la espontaneidad del renunciamiento por amor del reino de los cielos y de Cristo.

Pero lo dicho no resuelve el problema de si el alma que ha recibido ese especial llamamiento de la predilección de Cristo, si el alma que "ha recibido la vocación", puede rechazarla sin ofensa de Dios. Es cierto que la vocación no obliga por ninguna ley, ni en ningún sentido legal, y que, por lo mismo, no puede ser juzgada ni constreñida por ninguna autoridad humana. Si la única fuente de verdadera obligación fuera la ley general, igualmente obligatoria para todos, habría que decir sin vacilación: nadie está obligado a la virginidad, ni siquiera aquel que está llamado por Cristo por una gracia especial y un amor de predilección. Ahora bien, si lo que verdaderamente obliga al cristiano no es sólo la ley general — aunque ésta obligue a todos —, sino las gracias recibidas, la acción amorosa de Dios en el alma, los diversos talentos y carismas recibidos, entonces tenemos que concluir que el verdadero discípulo de Cristo no puede permanecer insensible ante el llamamiento especial de la gracia divina que aquél le hace, alegando fríamente que la ley general no le obliga a ello. Quien tal hiciera, indicaría que vive no de Cristo mismo, sino de una ley muerta. No era éste el pensamiento de san Pablo, quien combatía enérgicamente todo moralismo legal.

"El que pueda entender, que entienda" (Mt 19, 12). Quien se sienta llamado por una cadena de gracias singulares no podrá lanzar un "no" a Cristo si lo ama con verdadero amor; al hacerlo, se haría culpable de ingratitud y descubriría la innobleza de sus móviles. Cierto es que, al llamar, Cristo no amenaza con una sanción legal, porque llama con todo su amor. El discípulo de Cristo sabe que esa cuestión, en definitiva, sólo la resuelve el amor.

Así pues, hay una obligación, pero sólo en la medida en que la vocación es clara. Cuando es dudosa, obligará a un detenido examen y a humildes súplicas para obtener mayor claridad.

El verdadero cristiano se acredita precisamente en su docilidad al llamamiento de Dios, no en el aferrarse a las exigencias mínimas de la ley general. La ley nos obliga, desde luego, como expresión que es del amor de Dios. Pero lo que a cada uno de nosotros incumbe y corresponde como a discípulo de Cristo, en forma enteramente personal, es su gracia, su amor y la misión especial que nos ha confiado.

Somos miembros del Cuerpo místico, y cada miembro ha de desempeñar el oficio que le asignó Cristo en el conjunto del cuerpo. Para conocer con seguridad la vocación a la virginidad, es absolutamente necesario .considerar lo que nos pide el reino de Cristo. Ésta es precisamente la actitud que nos impone el gran precepto de seguirle.

5. La virginidad y la Iglesia

La Iglesia es esencialmente la virginal prometida de Cristo. Es la esposa unida a Cristo con amor virginal, que no vive sino para Cristo (2 Cor 11, 2), que sale al encuentro del esposo con la lámpara encendida (Mt 25, 1-13).

El matrimonio es una imagen sacramental del amor virginalmente puro y fuerte que reina entre Cristo y su Iglesia. La virginidad, por su parte, no es simple imagen sacramental: es una reproducción inmediata y viviente, y aun participación singular de las nupcias de la Iglesia. Por eso no hay necesidad de un sacramento especial que consagre a las vírgenes; la virginidad viene ya por sí implícita en la participación a la vida de la Iglesia, concedida en el bautismo, la confirmación y la eucaristía.

La Iglesia requiere el estado de virginidad para ofrecer siempre una reproducción viviente de su esencial orientación hacia Cristo y de su eterno desposorio con Él; la necesita aun para el recto ordenamiento del matrimonio cristiano, pues para que éste pueda reproducir la imagen viviente y santificadora de las virginales nupcias de Cristo con la Iglesia, tiene que tener ante los ojos la virginidad, por la que dé a conocer la Iglesia como esposa virginal de Cristo. Porque los casados cristianos no podrán vivir como tales dentro de la ineludible situación de este siglo, sino revistiéndose de los sentimientos propios de la virginidad (cf. 1 Cor 7, 29).

Así la virginidad, a la par que el matrimonio, presta a la humanidad entera un servicio irreemplazable, porque es un servicio social, dentro del cuerpo místico de Cristo..

6. La virginidad, amor exclusivo

La quintaesencia de la virginidad no está en la renuncia como tal, ni en el servicio a que se destina, sino en el amor característico y especial que demuestra en la renuncia y en la fecundidad de su servicio para el reino de Dios. Sin duda el móvil que indica Jesucristo para abrazar la virginidad se expresa en una fórmula breve y concisa : "Por amor del reino de los cielos". Pero con ello no quiso señalarnos exclusiva ni principalmente la prestación de servicios en el reino de Dios, sino la entrega y donación a ese reino, de las que Cristo mismo nos ofrece la imagen viviente. La virginidad es, pues, el amor íntimo y ardiente hacia aquel Dios que se nos acerca en Cristo, hacia nuestro Emmanuel. La virginidad cristiana se inflama en el amor íntimo, palpable y advertible de Cristo; y crece sobre todo al contacto del amor eucarístico del Salvador, el cual, llevado de su amor extremado, quiere estar allí siempre a nuestra disposición.

La imagen más adecuada del amor exclusivo de la virginidad hacia Jesucristo es el amor privativo de los desposados. El amor virginal piensa y se ocupa "en lo que es del Señor", pero con un amor tan exclusivo, íntimo y fuerte como sólo podrá serlo el de una casada que "se preocupa de cómo agradar a su marido" (1 Cor 7, 33 ss). El amor virginal e indivisible es el que, ayudado de la gracia de Dios, puede corresponder adecuadamente al amor que Cristo nos manifiesta al alimentarnos con su propia carne y sangre, y hacernos "de su misma carne", de la misma manera que el marido "alimenta y abriga" (cf. Eph 5, 29 s) a su mujer como a su propia carne y sangre.

No es la virginidad perfecta un substitutivo del amor conyugal. Porque el amor virginal no viene a llenar un vacío doloroso dejado por una forzosa renuncia al amor humano; no, esa renuncia se hace y se mantiene precisamente porque el alma rebosa de amor a Cristo. El amor que se siente buscado por el Rey de los cielos no puede considerar como pérdida la renuncia al amor de un esclavo. Indudablemente la virginidad sigue siendo tina renuncia real, pues la persona que la abraza no desestima el matrimonio, y, aun renunciando al amor conyugal, sabe apreciarlo como algo que da a la vida un calor y un vigor incomparables. El simple renunciar, el simple vaciarse del amor terreno, del amor conyugal, sería un absurdo, si esa singular liberación no fuera para pertenecer a Cristo, si el alma no rebosara de divino amor.

Considerada la virginidad desde este punto de vista, juzgo que no hay que cargar unilateralmente el acento sobre el hecho de haberse guardado en el pasado la integridad corporal, por más que ese sello pueda ser a los ojos de nuestro Señor un diamante que refleje vistosamente los rayos de la divina caridad. Lo que sí es absolutamente decisivo es el amor tierno y exclusivo a Jesucristo, el celibato "por amor del reino de los cielos". Así, los que se han purificado por la penitencia y por el fuego de la divina caridad, son, en cierta manera, más vírgenes que los que conservan el sello de su integridad, pero cuyo corazón no rebosa aún con el amor exclusivo a Cristo. Evidentemente, no se puede excluir del concepto de virginidad la integridad corporal, como marca distintiva de la castidad radical, pues sólo ésta hace posible ese amor exclusivo a Cristo nuestro Señor, ese amor especialmente tierno y puro, ese amor que embarga todo el hombre, ese amor nunca detenido en su carrera ni por los extravíos del instinto, ni por los falsos amores, ni por el amor sexual, por más noble que se le suponga. Así pues, la castidad sellada es la que permite esa donación a Cristo directa y absoluta.

El gran peligro para la virginidad no es solamente la deshonestidad — con ser éste su peligro directo —, sino sobre todo la extinción del amor ardiente a Jesucristo, y, como causa o efecto de la misma, alguna "compensación buscada por la parte inferior".

Si el lugar que podía ocupar el amor esponsalicio y conyugal no lo llena el amor exclusivo a Jesucristo sino un amor cualquiera, ligero y peligroso, se acabó con la vida virginal en sentido cristiano. "Naufraga la virginidad no sólo cuando se da cabida al amor esponsalicio o conyugal, sino también cuando no se le da entrada al amor de Dios, y cuando no se hacen esfuerzos porque ese amor ocupe todo el campo".

7. La virginidad, sacrificio y oblación sagrada

La virginidad exige un renunciamiento. Pero este renunciamiento es absolutamente libre y voluntario y no está impuesto por ninguna ley, sino por la invitación amorosa de Jesucristo. La finalidad de tal renuncia no es propiamente la abstención de la impureza y del amor deshonesto; pues esta abstención es estrictamente obligatoria y no incluye el sacrificio de ningún bien verdadero. Por la virginidad se renuncia al puro amor esponsalicio y conyugal. Perdería mucho de su brillo la virginidad si el que se consagra a ella fuera insensible a ese amor o lo desdeñara, o si sólo considerara las espinas y sinsabores a que están sujetos los casados. "El sacrificio de la virginidad ha de ofrecerse con un corazón libre, y sabiendo que con ella se inmola uno de los valores humanos más profundamente vitales". Puede, pues, ponderarse lo costoso y grande de esta renuncia, pero sin pasar por alto lo grandioso que encierra, o sea esa intimidad especial que con Jesucristo se granjea. Pueden ponderarse indudablemente los castigos con que el pecado original cargó al matrimonio (cf. 1 Cor 7, 28) y las mil recompensas con que la virginidad fielmente observada es gratificada ya desde este mundo (cf. Mt 19, 29); pero sólo como entre paréntesis y secundariamente, y con el fin de no hacer demasiado duro el sacrificio ni atribuirse un mérito excesivo.

Quien renuncia al amor terrenal "por amor del reino de los cielos", se une al sacrificio amoroso de Cristo. Al depositar en sus manos la integridad incontaminada del cuerpo, se hace de él una verdadera consagración, y se le ofrece un puro sacrificio de amor.

Para la guarda de la virginidad no es absolutamente indispensable el voto formal. Pero es el voto el que más perfectamente expresa su calidad de sacrificio y consagración y su carácter de acción cultual. Lo que esencialmente forma la virginidad, es la consagración a Jesucristo. "Lo que en las vírgenes ponderamos, no es el que sean vírgenes, sino el que, siendo vírgenes, por la santa continencia, estén consagradas a Dios".

La virginidad a Dios consagrada se coloca en íntima relación con el bautismo y la confirmación, que son los sacramentos que consagran al hombre para el servicio de Dios, y muy particularmente con la eucaristía, que es el sacrificio de Jesucristo que da valor a todo sacrificio del corazón. El alma virginal queda consagrada a Dios en Cristo y con Cristo, quien, para introducirnos en su sacrificio de la cruz, lo mantiene siempre presente en la santísima eucaristía. Así, la virginidad viene a ser no sólo continencia, sino también virtud de religión. De ahí que santo TOMÁS enseñe que el firme propósito de la virginidad conduzca a robustecerla con el voto, acto auténtico de religión. Pero repetimos que lo esencial no es el voto formal, sino la voluntad de consagrarse a Dios, la oblación de sí mismo a Jesucristo para glorificar a Dios.

No se mide el valor de la virginidad por la dificultad experimentada en la renuncia, sino por la magnitud del amor en la ofrenda. Ese amor, cuanto más se esfuerza por una perfecta fidelidad, menos reputa su propio sacrificio, comparándolo con la ventaja y el honor de estar especialmente consagrada a seguir más de cerca a Jesucristo. La renuncia puede, a veces, resultar costosa. Pero si con el correr de la vida virginal se sienten con frecuencia las punzadas, han de tomarse como voz de alarma para no permitir que se agote la fuente viva de la virginidad, que es el amor animoso de la ofrenda.

8. El servicio exclusivo de Dios

Castidad, amor y religión : todo eso es la virginidad. Incluye, pues, un aspecto de contemplación, por cuanto debe descansar en el corazón de Cristo. Pero precisamente quien descansa en Cristo, gana poderosas energías para trabajar por su reino. Las relaciones con Cristo y con su reino crecen a la par. Cuanto más íntimo y exclusivo es el amor por nuestro Señor, cuanto más "se procura agradar al Señor", más "se preocupa uno por las cosas del Señor" (1 Cor 7, 32). Primero, el "amor exclusivo", y luego, como consecuencia inmediata, el "servicio exclusivo", ora en el campo de la mística, de la súplica y de la reparación, ora en el del apostolado activo, conforme a la vocación.

La virginidad que conduce a la obsesión de sí mismo, la que se limita al cuidado de la propia salvación y no infunde inquietudes por los grandes intereses del reino de Dios, muestra que no es cabal ni auténtica. "La virginidad es una esclavitud desde su comienzo, cuando la esclava del Señor se hizo la esclava de los hombres". El amor virginal es esencialmente un amor eficiente y activo, porque es un amor servicial.

La virginidad implica una cierta huida del mundo. Permaneciendo alejada de cuanto dice amor esponsalicio y conyugal y reconociendo humildemente la humana flaqueza, huye presurosa de cuantos peligros le ofrece el mundo. Pero este movimiento de fuga es como el primer paso de un nuevo acercamiento al mismo con el fin de ganarlo para Cristo y para su reino. El alma de veras virgen llega a amar al mundo más intensa-mente, porque lo ama en Jesucristo. "Pertenece totalmente al prójimo, quien se ha entregado totalmente a Jesucristo."

9. La virginidad dentro de la perspectiva escatológica

Toda la existencia del cristiano en esta "última hora" está dominada por esta advertencia : "El tiempo es corto", "la figura de este mundo pasa" (1 Cor 7, 29 s). "¡Quién podrá establecerse aún cómodamente y edificar mansiones y celebrar bodas, como si eso fuera lo más necesario y lo único permanente...! Los apremios de la hora presente y el entusiasmo místico por Cristo presentan el celibato como el precepto propio del kairós de la "última hora". A los mismos casados les impone la "última hora", con su apremiante presencia, que vivan como si no estuvieran casados (1 Cor 7, 29). El saber que el mundo pasa debe espolear al cristiano para independizarse de él, y ésa será la forma como mostrará que realmente ansía el retorno de Cristo y que a él se prepara (cf Mt 25, 1-13). Esta expectación, esencial para la Iglesia, la simboliza el Señor con la parábola de las vírgenes con lámparas encendidas. La guarda de la virginidad viene a ser el término más expresivo de esta situación escatológica de la Iglesia, al mismo tiempo que una amonestación al cristiano para estar siempre pendiente del retorno del Señor, y pronto a recibir al divino Esposo.

La virginidad es la completa victoria sobre la fuerza más impetuosa, y por eso proclama la victoria escatológica de Jesucristo. Es indudable que mientras dura el combate y el asedio de la tentación, el alma virginal tiene que experimentar los vaivenes de la situación que nos separa del fin. Si la victoria de Cristo es ya un hecho, su última y definitiva manifestación está reservada para el futuro. Por eso, el alma virginal, esperando tranquila en el Señor, desecha toda duda acerca de la victoria definitiva sobre la carne, pero no deja por eso de estar siempre alerta y lista para el combate, porque está en espera.

La virginidad es el triunfo de la "espiritualidad", mas no de aquella que alardea despreciar el sexo o "reprimirlo", en sentido psicoanalítico. El alma virginal encuentra su punto de atracción en el espíritu, porque sabe eliminar en forma correcta e innocua toda preocupación que proceda del campo de la sensualidad. Así quedan disponibles todas aquellas facultades espirituales que hubieran podido quedar bloqueadas por una sexualidad indómita.

Pero en la virginidad hay mucho más que un simple ejercicio de espiritualidad natural. La virginidad es, digámoslo así, un "producto espiritual", porque es efecto del Espíritu Santo, un don del Espíritu de Cristo glorioso. "El espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada" (Ioh 6, 62). El hombre carnal y terreno es tan incapaz de comprender la virginidad cono el milagro de la eucaristía, pues son realidades de un orden superior al suyo. Sólo en virtud del espíritu de Cristo (cf. Mc 12, 24) puede el hombre colocar toda su expectación y su esperanza en el retorno del Señor, y comenzar así a vivir, en cierto modo, la vida de los resucitados, que "ni se casarán, ni se darán en matrimonio, sino que. serán como los ángeles en los cielos" (Mc 12, 25). Así, por un don que la coloca en los últimos tiempos, y gracias a su absoluta libertad para las cosas eternas, vive ya el alma virginal "la vida futura, cuanto ello es posible. La virginidad es un anticipo fehaciente de las bodas celestiales. Cuantos siguen la invitación del Señor son "hijos de la cámara nupcial" (Mt 9, 15), invitados de honor al banquete nupcial de Cristo con su esposa virginal, la santa Iglesia. Las almas virginales nos están diciendo lo que hemos de ser todos. Al paso que el matrimonio, cual imagen y comparación de lo que acá sucede, nos pone de manifiesto la maravillosa unión entre Jesucristo y la Iglesia, la virginidad nos hace asistir al convite nupcial de la felicidad sempiterna como a la última realidad ya iniciada. "En realidad de verdad, el estado de virginidad es el verdadero desposorio con Cristo... Por eso la virginidad no es sacramento, como Cristo en la gloria tampoco lo es".

Proclamando la Iglesia el alto ideal de la virginidad y exaltando su estado con tan amorosa solicitud, es claro que no entiende establecerse en la tierra como si aquí estuviese su último destino. Precisamente la muchedumbre de almas vírgenes vuelve visible el aspecto que revestirá la Iglesia al final de las edades. Porque en la virginidad y sobre todo en el estado de virginidad aparecen las fuerzas características de los últimos tiempos del reino de Dios obrando ya en el mundo e impulsando poderosamente hacia el convite de bodas del Cordero, en el que la Iglesia, nuestra madre virginal, junto con todos sus verdaderos hijos, entre los cuales se contarán también los casados que hayan amado a Jesucristo como si no estuviesen casados (1 Cor 7, 29), entonará el "cántico nuevo", que sólo podrán cantar las almas vírgenes, las cuales "seguirán al Cordero doquiera que vaya" (Apoc 14, 1 ss).

10. Signos de vocación

La virginidad es un carisma, un don gratuito; puede pedirse, mas no conseguirse por el propio esfuerzo. No puede, pues, abrazar el estado de virginidad sino quien ha sido llamado a él, quien " puede comprender".

Pero todo cristiano debería estar animado de tales sentimientos de piedad y pureza, que estuviese igualmente pronto para atender a la invitación de Dios a la virginidad o al estado de matrimonio. El estado de virginidad es, por sí, el preferible; mas no será el mejor y más acertado para cada uno, sino a condición de que las circunstancias y aptitudes señalen el divino llamamiento.

Como señales de vocación al estado de virginidad pueden indicarse las siguientes:

1) El amor entusiasta por Jesucristo, el gusto por la oración y la vida interior;

2) Voluntad de dedicarse al apostolado y sentimientos de verdadera caridad para con el prójimo;

3) Valor y generosidad en el sacrificio, firmeza y constancia de voluntad.

Quien ha tenido que renunciar al matrimonio para servir piadosamente a sus padres necesitados, o por motivos de verdadera caridad con el prójimo, o porque ha sido bruscamente rechazado a causa de alguna imputación deshonrosa que le cerró el camino al matrimonio anhelado, debe esperar confiadamente que Dios le concederá también a él la gracia de colocar su renuncia a la altura de la verdadera virginidad.

4) Comprobada energía para abrazar la disciplina. Alguno que otro pecado contra la pureza, seriamente reparado, no impide entrar en el estado de castidad "por amor del reino de los cielos", si la enmienda es duradera. Pero aquel cuyos pensamientos e imaginaciones versan predominante y persistentemente sobre objetos sexuales, o aquel que siente una inclinación casi invencible hacia el otro sexo, difícilmente podrá creerse con vocación a la virginidad,

La simple imposibilidad de contraer matrimonio, ocasionada por la naturaleza de las. cosas o las circunstancias, no es, en sí, señal alguna de vocación a la virginidad; pero sí es motivo para pedir la gracia de soportar el forzoso renunciamiento en espíritu de virginidad. En la plena aceptación de la renuncia, "hecha con corazón magnánimo y entera libertad, hay un nuevo `llamamiento'. Es, sin duda, oído en medio del sufrimiento y no tiene la opulencia primaveral del otro; pero también viene de Dios y puede ser el secreto profundo de una nueva vida, que emana de la cruz".

Para abrazar el celibato con entera libertad y para mantenerse en él imitando a Jesucristo, sin peligro para la salud psíquica, se requiere un amor virginal.

Entre los discípulos de Cristo no ha de considerarse el celibato como una desgracia o como una triste privación. Por el contrario, ha de ser el fruto de un amor libérrimo, o por lo menos, de un amor abnegado, que lo abraza como suerte reservada por la divina Providencia. Pero esta aceptación abnegada y amorosa debe prepararse psicológicamente. Por eso no carece de peligro la actitud adoptada por ciertos jóvenes que no piensan más que en el matrimonio, sin pararse a contemplar la posibilidad de la vocación a la virginidad. De esta actitud exclusivista no es dable esperar aquella magnanimidad de corazón profundamente casta, que es la exigencia de la hora de la salud escatológica (cf. 1 Cor 7, 29). Y si Dios les depara el celibato, por el juego de los acontecimientos, esos jóvenes se encontrarán muy mal preparados para abrazarlo. Claro es que aun entonces, el que así se viese forzado al celibato podría y debería esforzarse, sostenido de la gracia de Dios, por elevarse hasta el ideal de la virginidad. Pero la gracia y la perfección de la virginidad sólo puede vislumbrarse cuando el alma puede suspirar diciendo: "¡Dichosa pérdida, que me vale la preciosa ganancia de un amor más íntimo a Jesucristo, y de una inteligencia más profunda de su amor!"

II. Celibato eclesiástico

Los clérigos que libremente han recibido órdenes mayores están obligados al celibato. El ideal que a los clérigos ofrece el celibato es igual al del estado de virginidad. Además de esto, existen especiales motivos que muestran la suma importancia y conveniencia de que aquellos que se han consagrado al servicio del altar abracen una castidad consagrada.

En su vida debe ser el sacerdote víctima y oferente, y como tal ser la imagen de Jesucristo, víctima y sumo sacerdote; y su intimidad con la divina eucaristía — con Jesús eucarístico — debe reflejarse en una vida "celestial". Todo su autor tiene que ser absolutamente para Jesucristo y para aquellos que Cristo encomendó a sus cuidados. Siendo padre espiritual de los fieles, no debe estar dividido ni acaparado por los cuidados de una familia. El estado virginal es esencial para la Iglesia, como vimos antes; pues bien, sería cosa extraña que no estuviera en grande honor entre los propios ministros del Altísimo.

El celibato se recomienda también por motivos prácticos y pastorales, pues gracias a él puede el sacerdote católico granjearse esa absoluta confianza tan necesaria en el ministerio y en el confesonario. El celibato precave asimismo del nepotismo y del espíritu de clase, y proporciona al clero y, por tanto, a toda la Iglesia una notable independencia y libertad frente a la presión del poder temporal.

El celibato, en cuanto disposición legal, no es de derecho divino, sino eclesiástico; aunque tiene su fundamento divino en el consejo evangélico de la virginidad. Por eso ya desde los primeros siglos del cristianismo fue observado libremente, si no por todos, al menos por una gran parte de sacerdotes y obispos. Son numerosísimos los testimonios de los santos padres a este respecto.

Como punto de partida de la disposición legal ha de considerarse la admonición de san Pablo de no escoger para obispos, sacerdotes y diáconos sino exclusivamente a quienes no hubiesen contraído sino un solo matrimonio (1 Tim 3, 2. 12; Tit 1, 6 "maridos de una sola mujer"). De esa prescripción del Apóstol de no admitir al sacerdocio a quienes hubiesen contraído segundas nupcias, había que concluir necesariamente que aquel que había sido consagrado sacerdote, si su esposa venía a morir, no podía casarse nuevamente.

La Iglesia oriental mantiene aún en vigor la prohibición de conferir el sacerdocio al casado en segundas nupcias, o de conceder el matrimonio al sacerdote. Pero al paso que, en el concilio de Trullo (692), se tomó el acuerdo de autorizar la práctica de oriente, de que los sacerdotes no los obispos que hubiesen contraído matrimonio antes de la ordenación podrían continuar en él, en occidente, ya por el concilio de Elvira (entre 300 y 306), ya por otros muchos sínodos, ya por diversos decretos pontificios del s. IV, se prohibió a los clérigos, desde el diaconado en adelante, el uso del matrimonio precedente a su ordenación. Los grandes doctores de occidente, san AGUSTÍN, san AMBROSIO y san JERÓNIMO fueron decididos defensores del celibato eclesiástico. En cuanto a los candidatos para las órdenes mayores, desde muy antiguo se tendió más y más a escogerlos entre los célibes.

A consecuencia de la relajación de la disciplina eclesiástica en el s. x se produjeron, en la Iglesia latina, fuertes contiendas y luchas para restablecer el celibato en toda su integridad. Fue particúlarmente meritoria la acción de GREGORIO VII y la de CALIXTO II. El segundo concilio de Letrán (1139), siguiendo las pisadas de muchos sínodos locales, proclamó para toda la Iglesia latina la nulidad del matrimonio de los clérigos constituidos en órdenes mayores, subdiaconado inclusive.

Según el derecho vigente, quien ha recibido libremente alguna de las órdenes mayores, queda impedido para contraer matrimonio 226; y si intenta casarse, incurre en gravísimas penas eclesiásticas, y no sólo él, sino su culpable cooperadora. Para los griegos uniatas continúa en vigor la antigua práctica oriental. En consecuencia, los obispos son escogidos entre los sacerdotes célibes, por lo general entre los monjes; mientras que a los demás clérigos con órdenes mayores no se les permite casarse, pero sí continuar en el matrimonio contraído antes de la ordenación. Por lo demás, la Iglesia oriental estima el estado de virginidad tanto como la Iglesia latina.

La obligación de la castidad, impuesta por el celibato, no se limita a la simple renuncia al matrimonio; exige una castidad tan santa y sagrada, que cualquier pecado interno o externo de impureza viene a ser pecado de sacrilegio. Y esto porque no se trata de celibato por una finalidad cualquiera, sino de un celibato consagrado a Dios, por amor del reino de los cielos.

La cuestión de si la recepción libre y voluntaria de una de las órdenes mayores, a la que va aneja la obligación del celibato, incluye el voto propiamente dicho, se soluciona teniendo en cuenta que es religiosa y moralmente insoportable la obligación simplemente jurídica del celibato sin la correspondiente voluntad de ánimo de consagrarse e inmolarse a sí mismo a Dios, sin la disposición esencial de la virginidad cristiana que es "abstención del matrimonio por amor del reino de los cielos". Si no parece que deba exigirse un voto expreso y, en suma, formal, sí debe haber por lo menos la disposición sagrada de la entrega y la consagración a Dios propia del voto, con la firme determinación de perseverar en ella. Algunos sínodos, a partir del s. v exigieron a los ordenandos el voto expreso de castidad. Pero tal práctica no se generalizó.

Las leyes actuales de la Iglesia exigen antes del subdiaconado una declaración juramentada de que el candidato comprende perfectamente el alcance del celibato y de que libre y voluntariamente está resuelto a guardarlo. Si esto no se quiere designar con el nombre de voto, constituye, sin embargo, un acto de religión, por el que se acepta libremente una obligación religiosa, que queda oficialmente registrada.

De aquí se sigue que, en la Iglesia latina, no es apto para el sacerdocio quien no muestra verdadera vocación para la castidad extramatrimonial por amor del reino de los cielos. Ese tal, según la humana previsión, no ofrece garantías de poder vivir para ese ideal sin graves caídas.

Como muestra suficientemente la historia, la Iglesia católica no puede renunciar a su alta estima por el celibato eclesiástico. Las mismas leyes que protegen el estado sacerdotal alimentarán el entusiasmo por la bella virginidad. Claro está que a su prudencia maternal corresponde acomodar las leyes a las necesidades de los tiempos. Así, por ejemplo, para facilitar la unión, podría la Iglesia, como hace hoy día para los del rito oriental, admitir no sólo al diaconado, sino también al sacerdocio a hombres casados de vida ejemplar, permitiéndoles continuar la vida marital. Pero la Iglesia nunca proclamará una ley que pueda en alguna forma oscurecer esta verdad, a saber, que el celibato de los clérigos es sumamente conveniente. Mucho menos puede pensarse en que la Iglesia invite a subir al altar a algún ministro sagrado que, después de haber escogido libremente el estado de virginidad al presentarse a la ordenación, vino luego a perder el primitivo fervor de su amor exclusivo y retiró deslealmente la ofrenda que hizo sobre el altar.

IV. LA CASTIDAD EXTRACONYUGAL

Para comprender perfectamente la divina virtud de la castidad extramatrimonial es preciso colocarla a la luz del misterio del sacramento del matrimonio y de la virginidad. La actitud ideal frente a la sexualidad sería la del joven que hubiese llegado a una castidad tan sólida y bien fundada, que fuese apto ora para continuar en la virginidad, ora para llevar una vida pura en el matrimonio.

1. Elementos constitutivos de la castidad cristiana

El dominio del instinto no expresa aún la esencia de la virtud cristiana de la castidad, pues su carácter de virtud sólo se comprende partiendo del valor a que se encamina. La esencia de la castidad reside en la debida valoración de su objeto.

La castidad incluye una actitud de respeto ante el misterio de la virginidad y ante aquello que se relaciona con el santo matrimonio, con vistas al cual Dios estableció los sexos. Es, pues, la castidad aquella actitud respetuosa que, sin impedir una estima grande por el matrimonio y por la paternidad o maternidad, prefiere la renuncia a toda acción sexual, por amor al reino de los cielos.

La castidad cristiana es, pues, esencialmente respeto, y respeto que no impide el profundo conocimiento del misterio de la sexualidad, pero inmuniza contra el predominio de este valor.

Este respeto es de orden religioso. "El alma pura comprende que ese campo de la sexualidad pertenece a Dios de modo especial, y que el hombre no puede entrar a disfrutarlo sino conforme a las reglas por Dios establecidas. El halo de la virtud creadora que encierra el matrimonio y su índole sacramental, ponen perfectamente de manifiesto el carácter cultual de la castidad. La castidad, según la sagrada Escritura, es un requisito para la pureza y santidad cultual del hombre, del "hagios". Su finalidad no es otra que la "santidad" o "hagiasmós" (Rom 6, 19; 2 Cor 7, 1 ; Eph 5, 3 ; 1 Tes 4, 3 ss), esto es, la vida vivida para glorificar la santidad de Dios, en fuerza y virtud de la santidad comunicada por el mismo Dios. "Es la pureza (Hebr 9, 13) la que propiamente torna apto para el culto, como, por ejemplo, los animales puros eran los únicos aptos para el sacrificio". Para comprender perfectamente el aspecto cultual de la castidad, y de rechazo lo terrible y espantoso de la deshonestidad, es preciso proyectar sobre ella la misma luz cultual que ilumina el matrimonio cristiano y la virginidad.

El segundo elemento de la castidad, que viene a ser también medio para realizarla, es la enérgica disciplina y control de mismo, con que el espíritu impone su dominio sobre la pasión carnal. Esta santa disciplina es, en parte, efecto, y en parte requisito de aquella respetuosa actitud de que hablamos antes, de aquella exquisita sensibilidad del alma ante todo lo que entra en la esfera del valor "sexo". Es la disciplina la que despeja el campo para que pueda establecerse el respeto.

El amor divino constituye la fuerza más profunda de la castidad, de él dimana su dominio y su vida. Sin el divino amor sería imposible esa actitud de religioso respeto, y el dominio del instinto quedaría informe y sin vida. Regnat carnalis cupiditas, ubi non est Dei caritas, "donde no hay amor de Dios, reina la concupiscencia" (S. Ag.)

De aquí se desprenden los principios conductores de la formación de la castidad. La "santa ignorancia" no es la virtud de la castidad; al contrario, la ignorancia puede exponerla al peligro. Por la castidad, el alma, llena de profundo respeto, 'se responsabiliza conscientemente de los valores característicos del sexo. Así, en la educación de la castidad, es preciso, ante todo, poner de relieve, con toda circunspección, los valores que se encierran en el matrimonio y en la virginidad. No una "iniciación sexual" en el sentido de una amplia instrucción acerca de los órganos y actos sexuales ; lo que se quiere es una iniciación progresiva, acomodada al grado de inteligencia, que ponga ante los ojos los valores personales, capaces de hacer florecer el respeto. ¡Lejos toda casuística pormenorizada de pecados sexuales ! Póngase, por el contrario, en plena luz el valor que entrañan y merecen los múltiples sacrificios impuestos por el religioso y santo dominio de sí mismo. Se ha de tener muy en cuenta, sobre todo, que la formación de la castidad no puede conducir sino a la parálisis y a la sequedad del alma, si no va compenetrada por el amor verdadero. Quien se ha acostumbrado a amar al prójimo y a sí mismo en Dios, difícilmente se deja cegar y degradar por el instinto. Por lo demás, cuanto roza con la formación sexual depende de las circunstancias, de los peligros concretos y de la legítima curiosidad que despiertan los fenómenos psicofísicos. Debe saber el niño y el joven que es a sus padres y maestros a quienes debe y puede pedir las explicaciones pertinentes.

2. La castidad protegida por el pudor y la vergüenza

"Circunscríbese la castidad a la esfera de lo sexual, y su quintaesencia está en `proteger' el misterio que en ella se encierra". Esta protección está facilitada por el innato sentimiento de vergüenza, que es "el guardián natural de ese campo vital". "El pudor es el defensor del secreto de la virginidad. El movimiento defensivo que lo caracteriza sólo puede ceder completamente ante los derechos conyugales". Y dentro del mismo matrimonio, es él el que define y mantiene despierta la conciencia de la fidelidad y del amor conyugal.

Pero el sentimiento natural del pudor no es más que una facultad, semejante a la de la conciencia; aún puede decirse que, en cierto sentido, es parte de ella. Ese sentimiento natural debe transformarse en virtud. Y ¿cómo? Por el cultivo del respeto y del santo recato, y por la fiel obediencia a sus reclamos.

El pudor es comparable a la conciencia, a la que va íntimamente ligado, por cuanto ambos miran a la propia conservación, aunque en definitiva a una conservación en vista de Dios. Cuando el pudor adquiere el carácter de virtud, hace percibir inmediata e indubitablemente al hombre cuanto se opone a la integridad de la castidad, ora en los pensamientos e imaginaciones, ora en el comportamiento exterior.

La persona delicadamente pudorosa escapa de antemano a la mayoría de aquellas tentaciones que por todas partes asedian al hombre sin recato, pues el pudor, obrando como un principio de selección natural, rechaza generalmente el peligro tan pronto como asoma. El pudor no permite jugar con perversos pensamientos o imaginaciones; con él no encuentra ocasión ni entrada el tentador exterior. Todo esto se debe a que el hombre pudoroso, conociendo su debilidad de hijo de Adán, está en continua lucha por la castidad y el recato.

Despréndese de todas estas consideraciones que la educación de la castidad exige también la guarda y el cultivo del pudor y la educación del recato.

El que ya no tiene más que la castidad recobrada por la penitencia, debe imponerse una lucha particularmente enérgica, pues los pecados cometidos disminuyen el sentimiento natural del pudor. La virtud de honestidad le exige una lucha y una defensa mucho más fuerte y consciente, como también la fuga de no pocas ocasiones que ningún peligro entrañarían para una persona inocente.

3. La castidad en el noviazgo

La castidad del noviazgo es como el capullo que ha de reventar en la castidad conyugal, como en la rosaleda de un amor florido y sazonado. Por eso si la ventisca abre prematuramente ese capullo, dejará sentir sus efectos desastrosos aun sobre las relaciones conyugales futuras. El mayor peligro que corren los novios, al dejarse llevar de un amor apasionado, es el de traspasar los límites y perder la pureza virginal que debían guardar hasta el momento de jurarse una fidelidad perpetua, hasta recibir el mandato sagrado del sacramento del matrimonio.

A los novios les están permitidas ciertas cosas que serían ilícitas en simples personas solteras; mas nunca les está permitido nada en cuanto , incluye la relación propiamente conyugal con sus secretas intimidades. Son lícitas a los novios sólo aquellas caricias y demostraciones de afecto — abrazos y besos — que autorizan las buenas costumbres y que no tienden intencionalmente a despertar la inclinación sexual o la satisfacción corporal, ni es probable que las despierten. No constituyen pecado aquellas demostraciones de amor que siendo por sí completamente honestas, producen impensadamente alguna conmoción sexual, con tal, claro esta, que la voluntad no se complazca luego voluntariamente en ella.

Los cariños entre novios que descienden a tocamientos corporales, tienen ya en sí un no sé qué de sensual que, si bien no es de suyo necesaria y propiamente sexual, puede, sin embargo, llevar hasta ello, a causa de cierta conexión que reina entre lo sensual y lo sexual. Los novios han de poner, pues, sumo cuidado en evitar los encuentros a solas y sobre todo en anclar su creciente recíproco amor en el puro amor de Dios. Ambos al mismo compás han de ir desde entonces hacia Dios, sostenidos por una oración recíproca y por una delicada atención a no ofender el pudor ni provocarse tentaciones. Los novios que se portan como verdaderos cristianos, resuelven de común acuerdo y con toda claridad respetarse mutuamente la intimidad de sus cuerpos, hasta que Dios manifieste su voluntad en el santo sacramento. Y si ocurre algún desliz, el verdadero amor cristiano se mostrará exhortándose y ayudándose al arrepentimiento y a una mayor cautela.

4. La castidad en la viudez

La castidad en la viudez merece un honor especial (cf. 1 Tim 5, 3). Ésa es la forma como el amor y la fidelidad conyugales soportan abnegada y resignadamente la ausencia. Pueden sin duda existir razones poderosas y moralmente irreprochables para las segundas nupcias, después de la desaparición de uno de los consortes. Pero la Iglesia tiene en mayor estima la viudez que las segundas nupcias lo que es muy conforme con la alta idea que se ha de tener de la "singularidad" del amor y de la fidelidad que tan íntimamente ha de estrechar a los casados; ello corresponde también al carácter de la Iglesia, esposa de Cristo, cuya unidad refleja el matrimonio cristiano.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 337-362