Sección tercera


EL MATRIMONIO Y LA VIRGINIDAD AL
SERVICIO DE LA CARIDAD


I

SEXUALIDAD Y SEGUIMIENTO DE CRISTO


1. La sexualidad, don de la naturaleza y deber moral

Por su sexualidad y considerado naturalmente parece el hombre semejante a los animales, y aun igual a ellos. Y, sin embargo, aun en esto aparece una profunda diferencia. El animal es esclavo de la sexualidad y realiza el acoplamiento y la procreación en forma instintiva y naturalmente necesaria; el hombre, por el contrario, dotado también de sexualidad por la naturaleza, ha de responder de ella como de un deber moral. Por eso la sexualidad humana no sólo se mueve en otro plano, sino que es de otra especie.

Al decir que la sexualidad está bajo el dominio de la libertad Y que debe estar gobernada por aquello que es más privativo de la persona, el amor espiritual, queda indicado que, en la estructura de la persona humana, debe ocupar un lugar subordinado al espíritu, y que nunca podrá considerarse como el destino último y más propio del hombre. El hombre es algo más que un ser sexual. Ni es la sexualidad humana algo puramente animal, extraño al espíritu. La misión que Dios impuso al hombre al darle la sexualidad, rebasa con mucho el campo de lo simplemente sexual y de su dominio, precisamente porque la sexualidad no es más que un elemento de la estructura total de la persona humana, a la que está ordenada. Claro es que no ha de considerarse nunca corno la raíz propia de la vida espiritual (como pretende S. Freud con su pansexualismo); pues de lo contrario no podría imponérsenos el deber de ejercer sobre ella el dominio moral por el espíritu y la caridad. La potencia sexual va más allá de la simple función del sexo, por estar incluida en la persona, y por no estar destinada, como en los animales, al simple acoplamiento y procreación, sino a la sociedad conyugal y a la procreación y .educación de vástagos en los que ha de brillar la semejanza natural y sobrenatural con Dios.

La sexualidad está tan enclavada en la persona, que toda su actividad está determinada, en cierto modo (ya veremos cómo), por las energías y el dominio de la persona; aunque también es cierto que esta sujeción depende de la estructura total de la misma persona y de su comportamiento general.

En el campo de la sexualidad descubrirnos un gran deber del hombre, imagen de Dios, a saber: el de dominar los instintos por el espíritu, aunque sin aborrecer el cuerpo; la de prestar una colaboración a la propagación de la vida, si tal es la vocación; la de contribuir a la edificación del cuerpo místico de Cristo. Allí encuentra el ser humano una escuela para ejercitarse en el amor, no pasional, sino personal, al mismo tiempo que un campo de batalla donde le esperan ásperos combates de renuncia y olvido de sí mismo.

2. La sexualidad a la luz de la creación, de la caída y de la redención

Múltiples son los aspectos que la teología moral contempla en la sexualidad; la considera, en efecto, desde el triple punto de vista espiritual, psíquico y corporal. Lo que complica y dificulta la consideración es el entrelazamiento de la original y subsistente realidad de la creación, con resquebrajamiento en la caída original y su redención por el Hijo inmaculado de la Virgen, por el Hombre real y verdadero que fue nuestro Señor Jesucristo.

Nuestros primeros padres eran resplandecientes en la mañana de su creación, porque gozaban de una sexualidad incontaminada, de una armonía victoriosa que unificaba los elementos físicos, psíquicos y espirituales de su ser; estaban perfectamente dotados para realizar el encargo divino: "Creced y multiplicaos y llenad la tierra" (Gen 1, 28). Y estaban ambos frente a frente y ante su respectivo sexo, pero un plácido respeto los envolvía, aunque encontraban el placer de servirse mutuamente y de profesarse un amor profundo, nacido del espíritu, que todo lo penetraba : "Estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, sin avergonzarse de ello" (Gen 2, 25).

Con la desobediencia del pecado no sólo perdió el hombre el trato familiar con Dios, sino también la ingenuidad frente al sexo. El espíritu perdió entonces su dominio indiscutido; la rebeldía del espíritu contra Dios se reflejó en la insubordinación del instinto carnal contra el espíritu: "Y se escondieron de Dios Adán y su mujer... y temeroso porque estaba desnudo, me escondí" (Gen 3, 8 ss).

Aunque el relato de las consecuencias del primer pecado (Gen 3, 8 ss) no permita concluir que éste consistiera en una falta sexual, sí muestra con lapidario laconismo que la tremenda ruina alcanzó hasta las relaciones del sexo. Desde entonces quedan las relaciones entre el hombre y la mujer bajo la amenazante maldición del pecado. Las relaciones quedan ahora marcadas por la confusión, por el apetito incontenible, por el afán de mando y por los dolores del parto (Gen 3, 8 ss; 3, 16). En adelante el apetito sexual sólo podrá dominarse por una lucha decisiva sostenida por el espíritu. Pero no ha desaparecido la misión que Dios asignó a la sexualidad al crearla, ni se ha destruido su bondad intrínseca, y sobre ella también recaen los rayos esperanzadores de la futura redención que había de realizar el retoño de la mujer (Gen 3, 15).

La redención de Cristo incluye maravillosamente el cuerpo del hombre, con su sexualidad, en los esplendores de la gloria de Dios, y lo coloca en estrecha relación con Cristo. "El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo... Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 13.20). El cuerpo, sin excluir la sexualidad, ha sido santificado, y como "templo del Espíritu Santo" (1 Cor 6, 19) queda colocado bajo los esplendores de la gloria de Dios, y por lo mismo consagrado al culto. He ahí por qué la castidad es un requisito de la "santidad" y de la religión (cf. 1 Thes 4, 3).

La concupiscencia, que permanece aun después del bautismo, no es pecado, sino únicamente consecuencia del pecado, y, conforme a su nuevo carácter, campo de valerosos combates en los que se ha de mostrar la fidelidad a Cristot2t; ella nos advierte que, para dar gloria a Dios con toda conciencia, es preciso abrazar la lucha y el sacrificio.

Para adoptar la recta actitud frente al sexo es necesario considerar simultáneamente el sexo como obra de Dios, las consecuencias del pecado original y la redención. Toda prelación de una de estas realidades a expensas de las otras conduce a una actitud errónea. Para conseguir la victoria y realizar la misión que al discípulo de Cristo impone la compleja realidad de lo sexual, no basta el respeto ante el profundo misterio de la creación, ni el optimismo que inspira la redención, ni mucho menos acudir a la desconfianza, a la fuga o al combate; ninguno de estos métodos basta por sí solo; se requiere el empleo simultáneo de un santo respeto, de una lucha incansable y de una oración que todo lo espera de Cristo nuestro Señor.

3. El hombre y la mujer, imágenes de Dios

"Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra" (Gen 1, 27). El hombre, aun en cuanto varón y hembra, es infinitamente más que un simple ser sexual: es imagen de Dios. El hombre, creado para adorar a Dios, no encuentra más que en Él su acabado prototipo. El consejo evangélico de la virginidad, por la que se sigue "perfectamente" a Cristo, es el que mejor manifiesta su alta dignidad.

"A imagen de Dios los creó" : en esta frase memorable, irradiada por el misterio trinitario, tenemos que descubrir algo muy particular, y es que, así como Dios es un ser personal en la comunidad amorosa de tres personas, así también el hombre es imagen personal de Dios por su polarización esencial a "otro", a vivir personalmente con él y para él, tal como se pone claramente de manifiesto en la relación matrimonial del varón y su mujer.

Cuando el hombre y la mujer "se conocen" en el acto matrimonial, llegan al punto supremo de aquella mutua y recíproca polarización personal: entonces se realiza el triple acorde misterioso: Dios creador está allí entre ellos, para llamar por su nombre a la vida el fruto de la unión de sus amores. Entonces el varón y la mujer, con el hijo que Dios les concede, realizan en una nueva forma la imagen de la vida trinitaria de Dios. El varón y la mujer son imagen de Dios por su espiritualidad; acaso habría que decir que lo son de manera muy particular por el modo como su sexualidad caracteriza su espiritualidad. "Varón significa pensamiento de Dios, brotado de la divina inteligencia; mujer quiere decir amada, y formada por el amor divino". Jesucristo, el hombre perfecto, es el "verbo", la "palabra" encarnada. María, la esposa del Espíritu Santo, es la mujer perfecta, la forma tangible del amor y de la misericordia de Dios.

El hombre, conforme a sus propiedades psíquicas predominantes, se caracteriza por la brillante claridad de su inteligencia y la fuerza realizadora de una voluntad que sabe adónde va; la mujer encarna mejor el principio que garantiza la concepción y goza de la intuición global y de viva sensibilidad, por la ternura de su amor. Ambos a dos, con el conjunto de sus características cualidades y perfecciones, son una rica imagen de Dios; y lo son mucho más mirados en la conjunción de sus cualidades que considerados separadamente.

4. Finalidad del amor sexual

"Y se dijo Dios: no es bueno que el hombre esté solo ; voy a hacerle una ayuda semejante a él" (Gen 2, 18). "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne" (Gen 2, 24). El hombre, ser personal, precisamente por su elemento espiritual, está polarizado hacia "otro" ; primero hacia Dios, y luego, en forma muy esencial, hacia sus semejantes. Es evidente que la unión sexual no es la única forma posible de la unión personal; más aún, cuando aquella unión no va penetrada por el amor de Dios, imposibilita la unión y la vida auténticamente personal. Por el contrario, si es la unión del amor matrimonial, constituye la forma naturalmente más expresiva y convincente de esa polarización personal que lleva a la entrega mutua y hace que el uno viva en el otro y para el otro. La unión matrimonial, que en cierto sentido tiende a la entrega corporal como a su punto céntrico y último, sin limitarse evidentemente a ella, garantiza más que ninguna otra cosa de orden natural la realización de la vida personal en la comunidad.

Según la sagrada Escritura, en su lenguaje lleno de respeto, el hombre "conoce" a la mujer en la relación matrimonial. Lo que indica bien que esa unión puede llevar los caracteres de un encuentro concreto pero espiritual, y que los casados, precisamente porque su amor mutuo abarca cuerpo y alma, comprenden más profundamente y en forma recíproca su más íntimo ser y por un modo inverso al del conocimiento intelectual, pues es como conocerse de adentro para afuera, porque es hacerse "una sola carne". Hay allí un conocimiento especial, porque procede de un amor especial. El matrimonio tiene suma importancia no sólo para los mismos casados, sino para toda la sociedad, pues sirve de demostración viviente de lo que es el amor personal, hecho de entrega y desvelo. El hijo tiene en esa vida común y sin reservas de los padres, radicalmente relacionada con el amor sexual, una gran lección intuitiva, y hasta indispensable, sobre el tema decisivo de la vida, y en particular del amor. Y no estará de más apuntar la cuestión de si será posible que un individuo oriente, de lleno, su vida por el derrotero de la entrega y el amor personal, si en su infancia no ha aprendido la lección práctica y viva de lo que es el amor sexual dentro del matrimonio, lo cual vale aún para las almas que se entregan a la virginidad (ya veremos en qué sentido).

El "hacerse una sola carne" en el matrimonio es la realización más cabal de la sociedad o comunidad personal, sobre todo cuando se transforma ésta, con los hijos, en sociedad o comunidad familiar.

El alma que, impulsada por un amor superior, renuncia al amor sexual y abraza la virginidad, goza sin darse cuenta de la fecundidad moral del recto amor sexual, que en el matrimonio transfigura la vida entera en común. El amor virginal, que sobreponiéndose a la sensualidad abarca a todos los hombres, palpita con las energías pedagógicas acumuladas por el amor sexual puramente vivido de muchas generaciones anteriores.

El amor de prometidos y casados de que habla la Escritura, y sobre todo el Cantar de los Cantares, podrá servir de analogía y prototipo de las sublimes relaciones de amor entre Dios y su pueblo y con cada alma. Sin la visión del amor matrimonial y paternal, el pacto amoroso entre Cristo y la Iglesia, entre Cristo y el alma en gracia de Dios, sería para nosotros menos intuitivo y estimulante.

Por todo lo cual (cf. Gen 2, 18) se ve que el amor sexual no sólo sirve a la propagación del género humano, sino también, y sobre todo, al más alto ideal moral del hombre, cual es la realización del amor a Dios y al prójimo.

5. Sexo, eros y agape

La Iglesia ha enseñado siempre que no hay que sentir aversión a la sexualidad en sí. La sexualidad viene de Dios; por tanto, es buena, incluso moralmente, y lo es aun tratándose de los goces corporales y psíquicos que experimentan los que se aman, con tal que en todo se guarde el orden y se permanezca dentro de las santas leyes del matrimonio.

Los caracteres somáticos de la sexualidad humana (el sexo), que por su elemento psíquico (el eros) son algo muy distinto de una simple particularidad animal, sólo pueden ser apreciados y gobernados cual conviene dentro de la estructura completa del ser humano. La necesidad de esta visión global se prueba suficientemente por las tremendas consecuencias que traería establecer la independencia del instinto sensual (aunque nunca podría ser completa), con la que se encadenaría el espíritu, se extinguiría el amor espiritual, y el eros psíquico quedaría condenado a la hipertrofia y corrupción.

El sexo llama al eros; el eros, en el redimido, llama a la agape. El campo del eros es más vasto y elevado que el del sexo ; la agape lo es inmensamente más que ambos, pero de ambos debe enseñorearse, para guiarlos y ennoblecerlos.

Cuando un joven inocente llega a la madurez de sus órganos sexuales, lo primero que comienza a experimentar no es el apetito sexual orgánico correlativo, sino el amor erótico y psíquico, esto es, la inclinación psicológica y violenta hacia el otro sexo, acompañada de conmoción corporal (no decimos de conmoción sexual). Sólo cuando el eros llega a su madurez con la progresiva integración psíquica, y en razón del impulso que lo caracteriza, siente el joven el deseo creciente de llegar a la realización, en el campo sexual, del amor característicamente erótico, en su forma legítima, que no puede ser sino la del pacto de fidelidad matrimonial.

La "satisfacción del instinto sexual" (en el caso más grosero, en un cuerpo mercenario y sin eros alguno) ; la relación sexual erótica ilegítima; finalmente, la unión amorosa dentro del legítimo matrimonio: tales son las maneras como de hecho puede manifestarse la sexualidad, pero con un sentido y forma muy distintos en cada caso : el primero es el desenfreno y extravío de un sexo enloquecido; el segundo, un eros vacío, que no se eleva a la nobleza de la responsabilidad y de la fidelidad del amor; la última es la expresión de un eros llegado a la perfección del amor responsable. Aquí la satisfacción sexual, partiendo de la esfera de lo sensible, penetrada por el eros, infunde nuevas alas a éste y al amor espiritual.

El eros auténtico no es una .forma refinada de egoísmo, es la complacencia psicofísica en el bien ajeno, es la alegría de encontrar el amor. Cuando es sano, no lleva tanto a buscar el propio deleite sensible como a la manifestación sincera de la propia complacencia. El eros es el atractivo que despierta la simpatía. El amor sexual del eros conduce a la entrega, pero busca el amor; ofrece lo propio, pero pide lo ajeno. El eros depurado, con su expresión sexual, produce una tensión psíquica y un placer sensible; esta tensión y este placer no son el fin primario del eros, sino simplemente la repercusión natural de la unión provocada por un amor recto y elevado, aunque secundariamente pueden ser una fuerza estimulante del mismo.

Pero hemos de convenir que mientras la divina agape no venga a informar las tendencias del sexo y del eros que lo modela, el hijo de Adán estará siempre oscilando entre la entrega desinteresada y el placer egoísta, con el consiguiente envilecimiento del prójimo. Dijimos: mientras no domine la divina y celestial agape, que es la caridad nacida de Dios y que, conforme a su más íntima esencia, es donación, es entrega, es desvelo por la felicidad y salvación del prójimo. Esta caridad renuncia gustosa a las manifestaciones erótico-sexuales siempre que lo pide el provecho espiritual de la persona amada.

El seguimiento de Cristo impone serios deberes respecto de lo sexual: constante dominio y rechazo de los impulsos exclusivamente sexuales, encauzamiento y saturación del eros por la caridad, y luego, en fuerza de esta divina caridad, aplicación de las energías sexuales a la realización de la obra creadora y al servicio del amor, dentro del matrimonio, o bien abstención completa de lo puramente sexual y constante polarización de todas las energías psíquicas del eros, dominador del sexo, hacia las múltiples actividades de la agape, de la caridad que todo lo abraza.

El sexo y cuanto a él se refiere no ha de ser objeto de una "represión" incontrolada, como les sucede a los misóginos, a las andrófobas, a la fobia pseudoespiritualista de la carne, o a la mojigatez. Con lo cual no se consigue sino que lo sexual, indebidamente "reprimido", produzca sus estragos en el subconsciente y desencadene una guerra agotadora contra una mal entendida espiritualidad. "El hombre no es en sí ni ángel ni bestia. Pero, por desgracia, quien ansía convertirse en ángel, se hace bestia" (Pascal).

Hay, con todo, un dominio y una represión de la sexualidad, legítima y obligatoria para todos. El que está llamado a la virginidad, ha de reprimirla siempre; el que está llamado al matrimonio, debe reprimirse por cuanto sólo puede hacer valer sus derechos dentro del mismo, como expresión de un puro amor y al servicio de la obra creadora.

Este refrenar enérgicamente lo desordenado de la sexualidad, esta su legítima "represión", se distingue esencialmente de aquella otra represión peligrosa de que hablamos antes y que se origina en una deplorable ignorancia. Ésta que aquí tratamos coexiste con un conocimiento claro, pero respetuoso de la sexualidad, cuyo dominio está reservado al espíritu y cuya finalidad es la obra creadora. La "represión" morbosa es propia de una voluntad enérgica, si se quiere, pero poco ilustrada y precipitada. El auténtico dominio y refrenamiento saca sus energías de los ideales de un amor elevado.

Cuando a un púdico conocimiento del misterio de la vida y del amor se unen los ardores de un amor santo, cual es el amor virginal y el amor puro de prometidos y casados, nunca se presentará peligro psíquico en la continencia prematrimonial, ni en la conyugal, ni en la castidad de la viudez, ni en la continencia perpetua, o "represión" perpetua de la sexualidad. Lo que sí ofrece peligro es el sexo abandonado a su plena y desenfrenada libertad, o "reprimido" pero no subyugado. En el primer caso irá entenebreciendo cada vez más profundamente la conciencia espiritual; en el segundo, seguirá actuando, y con funestos efectos, desde el subconsciente, donde se encuentra reprimido, pero desencadenado.

Y llegados a este punto, acaso podremos describir así la virtud de la castidad cristiana: es el dominio perfecto, ejercido por la divina caridad sobre el sexo y el eros, o sea sobre la sexualidad y el erotismo psicosomático, en virtud de un respeto santo ante la creación redimida y de una voluntad resuelta a la lucha y al renunciamiento.

La castidad cristiana se funda sobre el amor más absoluto. Lo dice el Apóstol cuando afirma que es "fruto del espíritu" (Gal 5, 22), del Espíritu del divino amor.

Es evidente que una castidad así entendida vale tanto para el puro amor conyugal, como para la continencia, e incluso para la virginidad perpetua.

Bajo la fuerza realizadora del amor espiritual, que en la actual economía de la salvación no existe puro sino cuando se otorga con la divina caridad, el eros, dominador del ciego instinto, no se extingue con la simple abstención de todo acto sexual. Cuando su fuente es pura y no contaminada por el desbordamiento del sexo, el eros, radicalmente ligado con éste, aplica las más sanas energías eróticosexuales a todos los campos de la existencia humana, al de la cultura, y sobre todo al arte, a la ética y a la misma religión. Piénsese, por un momento, en las ardorosas imágenes del Cantar de los Cantares y en el "matrimonio místico" de los místicos cristianos. Los impulsos eróticos y sexuales se ennoblecen, pues, y se elevan en la unión casta del santo matrimonio, por la virtud de la caridad, que los anima y gobierna. La continencia, por su parte, cuando es sana y enérgica, obra cierta "sublimación". La cual, sin embargo, no ha de tomarse como una metamorfosis o transformación de lo material en espiritual, sino como un acrecentamiento de las energías psicofísicas, que alcanzan un rendimiento mayor en obras espirituales, a las que sólo alcanza un espíritu purificado y decidido. Una de las ventajas de la castidad es, pues, impedir que todas las energías queden acaparadas por una exagerada sexualidad.

Nuestra concepción de las energías psicofísicas del eros, radicalmente trabadas con la sexualidad, se opone abiertamente al pansexualismo, de S. Freud. Nosotros sostenemos que el sexo debe estar sujeto al eros, y éste a la divina agape o caridad; la escuela de Freud, por el contrario, no sólo adjudica al sexo el impulso hacia una vida superior, sino, sobre todo, el gobierno inconsciente o subconsciente de toda la vida. Por lo demás, las modernas psicoterapia y psicología profundas han reconocido casi universalmente que el instinto sexual no es, en modo alguno, el impulso que todo lo inspira; junto con él trabajan sobre todo el instinto de conservación y el de mando; por encima de él operan numerosas fuerzas psíquicas. Sostenemos ante todo la libertad de la persona, su espiritualidad y su receptibilidad respecto de Dios: todo lo cual está a gran distancia de la sexualidad.

Los psiquiatras han observado que la sexualidad incontrolada, o reprimida pero no subyugada, tiraniza más o menos inconscientemente el espíritu extraviado en los pacientes gravemente afectados en su psiquismo. De ahí, concluye ilógicamente la escuela de Freud, que tal es la estructuración esencial aun del hombre sano, que, además, resulta ser bisexual. Aunque esta imagen que del hombre traza Freud resulte fundamentalmente falsa y degradante, es, en otro aspecto, instructiva, pues señala inequívocamente el rostro demoníaco de un instinto sexual que no soporta el yugo de la divina caridad ni de la responsabilidad, y cómo, por un embrutecimiento evidente o desde la recámara oscura de la "represión", inficiona el eros y sustrae a la divina caridad un campo donde debían germinar las virtudes.

Sólo el cristiano conoce las causas profundas de este tremendo peligro; pero también conoce las fuerzas divinas que pueden conjurarlo. Él sabe que ni el eros ni el sexo pueden heredar el reino de Dios, si antes el hombre "no ha sido sepultado por el bautismo, para participar en la muerte de Cristo... y vivir una vida nueva" (Rom 6, 4). Sólo la fuerza y el ejemplo de Cristo, cuyo amor le llevó a abrazar la muerte, sólo la divina agape puede crear al hombre nuevo, "fundamentalmente orientado hacia fuera", capaz de entregarse enteramente, sin perderse a sí mismo, tanto en la vida de virginidad, al margen de todo amor sexual, como en la entrega conyugal al servicio del amor.

6. La caridad divina y la sexualidad

La caridad divina (agape) procede por cauces muy distintos del de la sexualidad o del eros: es don del cielo. Y ese torrente de la caridad, emanado de la vida amorosa de la Trinidad, puede invadir tan profundamente al hombre que le haga renunciar, a trueque de gozar de la unión amorosa y virginal con Cristo, al disfrute de los goces sexuales sin que por ello se sienta menos hombre. El entusiasmo con que el hombre puede mirar y recibir la divina caridad es una de las pruebas más claras de que es infinitamente más que un ser sexual.

Por otra parte, el soberano poder del amor divino se muestra en que puede penetrar y ennoblecer aun el mismo amor sexual en el corazón de quienes están llamados al matrimonio.

La doctrina sacramental del matrimonio cristiano es la que nos enseña expresamente la altura sublime e insospechada a que puede elevarse el amor sexual.

Cuando el amor auténticamente humano está sobrenaturalizado por el amor divino a Dios y al prójimo, los goces humanos y las energías y fuerzas psíquicas originadas en el amor sexual fructifican en una forma nueva y superior; lo cual sucede aun con el amor virginal, tan alejado de cuanto roza con la sexualidad.

El amor sobrenatural del hombre hacia Dios es de la misma especie que el del ángel, pero matizado con el carácter humano y por lo mismo diferente del de los puros espíritus. La piedad masculina tiene un tono diferente de la femenina. Siendo uno el amor a Dios, vibra diversamente dentro del corazón puro con la castidad virginal, la matrimonial o la penitente. La caridad no establece su reino por obra del hombre carnal; pero para llegar a su perfecta madurez y lozanía tiene que alcanzar y penetrar todo el hombre, hasta sus actos y goces más recónditos. Sólo el pecado es incompatible con ella.

7. Masculinidad y feminidad como tareas morales

A la estructura sexual física corresponde la psíquica; ambas difieren notablemente en el varón y en la mujer; de ahí que también la moral sexual de uno y otra sea diferente, mas no ciertamente en el sentido de una "doble moral". El alcance y la modalidad de la responsabilidad moral está en correlación con el carácter específico de la sexualidad y con el alcance que tenga el cumplimiento u omisión de su misión.

La sexualidad hace a la mujer mucho más sensible que al hombre. La emoción sexual psicológica en la mujer tiende mucho más directamente que en el hombre a buscar su satisfacción en la aparición del hijo; y, como consecuencia, su oficio de madre la embarga física y psicológicamente mucho más que al hombre la paternidad. La sexualidad masculina no está tan íntimamente entrelazada y fusionada con el psiquismo. La relación sexual y erótica no produce generalmente en el hombre reacciones tan vivas y permanentes y que modelen tan directamente su ser como en la mujer. ¿Significa esto que los extravíos sexuales del hombre han de juzgarse de modo más benigno que los de la mujer? De ningún modo. Pero sí conviene tener en cuenta que las desilusiones del amor y la deshonra la hieren más profundamente a ella, y que con frecuencia basta una sola para causarle profundos trastornos psíquicos. "La mujer no se degenera y corrompe solamente a medias, sino totalmente".

Las consecuencias morales de lo dicho no miran únicamente a la mujer, sino muy particularmente al hombre, pues la moral cristiana no descansa únicamente en la idea del desarrollo y conservación de la propia alma, sino mucho más sobre el amor al prójimo y las responsabilidades que de allí dimanan. Quien, advirtiendo las tremendas consecuencias que ello entraña, seduce a una mujer y abusa de ella, muestra cuán extraviado está su propio ser moral.

De mayor trascendencia que la diferencia orgánica entre los sexos masculino y femenino es su diferencia psíquica. "Feminidad significa primordialmente 'maternidad': no necesariamente la que se actualiza donando la vida corporal, pero sí y siempre `maternidad espiritual'... Toda la delicadeza del alma femenina se traduce en su manera de amar. La mujer se consagra a las personas que ama con toda su alma y con todo su ser. De ahí que fácilmente se derrumbe cuando sufre una desilusión en su amor... La íntima compenetración de la voluntad y del amor materno es lo que da al alma femenina ese aguante, rayano en lo milagroso, para soportar las penas de la vida". El hombre está mejor dotado para el mundo de los negocios y profesiones por su inteligencia clara y orientada hacia la objetividad, por su voluntad obstinada en conseguir lo que se propone, lo cual está de acuerdo con su deber de mantener la familia. Ello no implica, empero, que esté totalmente desprovisto de delicadeza y sensibilidad.

Dentro de la vida matrimonial, el papel del varón es inintercambiable con el de la mujer: asimismo sería antinatural que el hombre revistiera el carácter femenino y la mujer el masculino. El deber moral que aquí se encierra se cumple guardando el justo medio entre la igualación antinatural y el exclusivismo áspero y mezquino.

El hombre y la mujer están destinados, por la sexualidad, a completarse en el matrimonio. Pero, como han demostrado claramente las investigaciones de la psicología de profundidad de G. G. Jung, existe en el alma del hombre (animus) una tendencia a perfeccionarse interiormente, adoptando algo de la suavidad y delicadeza de la feminidad, aun independientemente de toda unión sexual. El alma del hombre (animus) busca el alma de la mujer (anima). La aguda inteligencia y la voluntad práctica del varón aspiran al enlace con la visión detallista de la vida y la delicadeza amorosa del alma femenina, sin que por ello deba perder las características específicas masculinas. Otro tanto cabe decir, inversamente, de la mujer.

Sin duda que el amor entre novios y casados favorece esta "integración" espiritual; pero no se debe desconocer que, hasta cierto punto, tal integración debe preceder aquellas relaciones para alejar de ellas todo peligro y hacerlas realmente fructuosas. Esa recíproca integración por las características masculinas y femeninas asegura el encuentro tranquilo y sereno con el otro sexo, y, además, preserva del peligro de quedar hipnotizado por la apariencia exterior de las propias cualidades.

El hombre o la mujer que no ha conseguido la "integración" queda irremediablemente a merced del primer amor que se le brinde. Pero de seguro que no buscará en el ser amado la persona de éste, sino el reflejo de su propia alma, con sus personales aspiraciones. Tales almas sucumben finalmente ante la dura y auténtica realidad.

La integración interior de que venimos hablando debe preocupar aún a las almas consagradas a la virginidad. Pero de tales conocimientos y teorías psicológicas no debe concluirse que el hombre sólo llega a ser plenamente hombre y la mujer plenamente mujer dentro del amor matrimonial o acaso dando rienda suelta a las pasiones.

Este proceso de integración interior con las modalidades del otro sexo puede llevarse a cabo, primero, empleando todos los recursos de la verdadera libertad en aras de un ideal elevado y delicado, pero varonil ; y luego por el trato adecuado y oportuno del niño y el joven con su madre y hermanas, y de la joven con su padre y hermanos. Lo que no se haya conseguido por este procedimiento, extraño a los influjos de lo sexual, difícilmente se conseguirá después del desarrollo, cuando florezca el amor de novio y de casado.

El amor, rueda maestra de la moral cristiana, exige más que todo, que a cada uno se le dé el trato que mejor se acomoda a su idiosincrasia; hay que prestar, pues, atención a la constitución psíquica propia del hombre y de la mujer. El rendimiento físico o psíquico que puede exigirse a un varón, por lo común no puede pedirse a una mujer sin grave injusticia y sin riesgo de una lesión anímica.

Tiene la mujer especial derecho a consideraciones en el tiempo de las reglas y aún más cuando se encuentra encinta. Ella, por su parte, debe conocer las obligaciones morales que durante ese tiempo le incumben. La condición psíquica de la mujer no la dispone para cualquier profesión. A ella le corresponde sobre todo el cuidado de la casa, de los hijos y cuanto se refiere a la vida doméstica. Es cierto que puede adaptarse maravillosamente a las profesiones que, por su naturaleza, la dispongan a su misión doméstica y materna : como son el magisterio, la beneficencia, las obras sociales, el cuidado de los enfermos, ya como hermana enfermera, ya como médico de niños y mujeres.

Numerosas son las causas que obligan a muchas mujeres a abrazar profesiones que las lanzan fuera del hogar. Tales son : la organización moderna de la sociedad y de la economía, que las sacó de muchas de sus antiguas ocupaciones domésticas, para empujarlas a la enseñanza, a las obras oficiales de beneficencia, y aún a los trabajos dé la industria; el crecido número de mujeres que, en los países asolados por la guerra, excede al de los hombres; el sueldo muchas veces insuficiente del marido... y otras causas.

No siendo posible contrarrestar, ni siquiera en parte, este movimiento, será preciso que la mujer mantenga por lo menos siempre viva la idea de que su ocupación más honrosa y más importante es el cuidado de los hijos y de la casa.

La emancipación prematura de las jóvenes, consecuencia de las profesiones ejercidas fuera del hogar doméstico, y las sumas considerables de que entonces pueden disponer, crean un peligro serio para el desarrollo de las cualidades que exige la maternidad y el cuidado doméstico; sólo una educación muy esmerada puede contrarrestarlo.

No se puede imponer a la mujer cualquiera profesión y ocupación. La equiparación de dos naturalezas tan diversas como son y deben ser las del hombre y la mujer, para imponerles las mismas cargas, es la más ominosa desproporción e injusticia, sólo comprensible dentro de una ideología que ignore la riqueza que produce la variedad y que aspire a hacer de las multitudes masas amorfas.

Si los regímenes comunistas pregonan como un adelanto valioso para la conquista de los mismos derechos el imponer a las mujeres los trabajos más duros de las minas y el oficio de fogoneras en los trenes, es porque desconocen absolutamente la esencia de la mujer y aun la del ser humano.

Las mujeres que rinden el mismo trabajo que los hombres tienen estricto derecho de justicia a ser retribuidas con igual salario que éstos. Y cuando se trata de mujeres que subvienen al sustento de su familia se agrega un nuevo título : el de la justicia social. Sólo en ciertas profesiones, en las que convendría restringir la afluencia de mujeres, podría ser justificado, como medida educativa, asignar a éstas una paga inferior a la de los hombres, aun por un mismo rendimiento.

Siendo la mujer diferente del hombre, también es diferente la misión que le corresponde en el reino de Dios. La mujer no puede tener acceso al sacerdocio jerárquico. Y, sin embargo, su labor por el establecimiento y perfeccionamiento del reino de Dios no es de menor importancia que el del hombre, en lo que se refiere a la propagación exterior y la organización. Además, en la educación de la niñez, en el influjo religioso sobre el hombre, en las obras de caridad y de apostolado seglar le corresponde a ella un puesto de máxima importancia y en el cual difícilmente la reemplazarían los varones. En suma, no son menos esenciales sus dones de corazón que la fría inteligencia y la voluntad conquistadora del hombre.

Acaso conviene prestar mayor atención al reproche que a menudo se hace a la antropología filosófica y aun a la teología moral cristiana de tener una orientación casi exclusivamente masculina. Para formarse una idea cabal del ser humano y del conjunto de sus dones y deberes morales, es indispensable tomar en consideración tanto al hombre como a la mujer.

8. El cristianismo y el respeto a la mujer

En ninguna religión o filosofía se presta tanta atención y respeto a la mujer como en el cristianismo. Esto se hace más palpable sobre todo en el catolicismo por las doctrinas marianas y por el culto que se tributa a María, la mujer a quien el mismo Hijo de Dios quiso honrar como a su verdadera madre. Dios no hubiera podido colocar en lugar más encumbrado a la mujer y a la madre.

Es un principio inconmovible que, ante Dios, el hombre y la mujer son iguales en valor y dignidad (cf. Gal 3, 28). Es un hecho que Cristo nuestro Señor admitió en su inmediata compañía y en su amistad no sólo a hombres sino también a mujeres; y éstas aventajaron en fidelidad a muchos discípulos.

Cuando san Pablo establece una jerarquía entre el hombre y la mujer, semejante a la que reina entre Dios Padre, Jesucristo y la Iglesia, no pretende con ello indicar una jerarquía de valores, sino un sistema de organización social en el que servicio, desvelo y disciplina deben aceptarse con espíritu de amor (cf. 1 Cor 11, 3 ss; Eph 5, 20 ss).

San Pablo aconseja al obispo que honre a las ancianas como a su propia madre y a las jóvenes como a sus hermanas (1 Tim 5, 2). En la mujer no ha de considerar el hombre principalmente su carácter sexual, lo cual podría despertarle luego la idea de unirse a ella. El hombre naturalmente recto coloca sus relaciones con la mujer bajo el signo de las relaciones con su propia madre o hermanas. Y a la luz de la fe verá en cada mujer una imagen de María, una hermana en Cristo, una "coheredera de la gracia de vida, a quien debe veneración" (1 Petr 3. 7), ora dentro, ora fuera del matrimonio.

Si en algunos pensadores cristianos se advierte cierto desprecio por la mujer, tal actitud no tiene su fundamento en la revelación, sino en el influjo de pensadores paganos, por ejemplo, Aristóteles, en una falsa idea de la sexualidad o en una valoración del mundo típica y unilateralmente masculina.


II. EL DISCÍPULO DE CRISTO Y EL MATRIMONIO

Por muchos aspectos es el matrimonio una gran realidad para el discípulo de Cristo:

1) es, dentro del orden divino, un oficio creador;

2) es, por su relación con Cristo, y gracias a su carácter de sacramento, un oficio santo y que santifica a ambos cónyuges;

3) es un oficio de amor mutuo;

4) y es un remedio para la concupiscencia, que apacigua el apetito al consumar el matrimonio con el ánimo de cumplir el oficio amoroso y creador.

5) Estos fines del matrimonio deben ser conocidos al elegir consorte.

1. El matrimonio, oficio creador dentro del orden divino

El matrimonio es una institución ordenada por Dios creador, en la que dos seres humanos, indisolublemente unidos, se convierten en instrumentos vivos y en colaboradores del misterioso propagarse de la humanidad. El matrimonio cristiano es una institución santa, ordenada por el Salvador, en la que el servicio creador ha sido elevado a colaboración santificadora en el cuerpo místico de Cristo. Sólo dentro de esta santa institución quiere Dios la colaboración creadora de los padres. Por eso va contra la divina institución del matrimonio el suscitar la vida fuera de él, o el despertar inútilmente o desperdiciar la potencia sexual, fuente de la vida.

Puesto que el matrimonio es una institución establecida por la santísima voluntad de Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia, síguese que las leyes que lo rigen son independientes de la voluntad de los que lo contrajeron. Quien abraza el matrimonio debe aceptar la unión indisoluble con una sola persona, y unión tan amorosa que los convierta en fuente y origen de una nueva vida que pueda incorporarse al cuerpo místico de Cristo.

a) Voluntad de tener sucesión

En orden a la creación, el matrimonio recibe ante todo su sentido de la propagación del' género humano, mediante la unión amorosa de los cónyuges.

Quien excluye positivamente esta primera finalidad del matrimonio, ora poniendo esa exclusión como condición expresa, ora teniéndola claramente en su voluntad e intención, queda fuera de la institución divina, por más que exteriormente realice todos los actos de su celebración.

Quien reconoce el fin creador del matrimonio y no niega ni excluye el deber que impone a este respecto, pero tiene de antemano la intención de rehusar a Dios y a su consorte, por su propia autoridad, la unión conyugal en su forma fecunda, aunque entra realmente en la institución ordenada por Dios creador y redentor, su actitud no es recta y carece de eficacia santificante (recepción del sacramento válida, pero indigna).

Sin embargo, los contrayentes, al mismo tiempo que tienen la voluntad perfecta de aceptar el orden establecido por el creador, pueden muy bien renunciar, por algún motivo justo, definitiva o temporalmente, al uso del derecho a la unión conyugal. Tal tuvo que ser el matrimonio de san José y María; cada contrayente reconoce sin restricciones el derecho del otro, pero ambos renuncian a su ejercicio.

En todo acto conyugal deben renovar los cónyuges su aceptación de la fecundidad creadora, por lo menos implícitamente, absteniéndose de todo cuanto pudiera privar al acto de su finalidad y eficacia.

El matrimonio, como santa institución ordenada por el Dios creador y redentor, apunta ante todo al hijo, y a un hijo que, por el santo bautismo, está llamado a ser también hijo de Dios y miembro del cuerpo místico de Cristo.

Abrazar el santo matrimonio en orden a la santificación supone, pues, no sólo el mutuo reconocimiento del derecho a la unión fecunda, sino, además, el recíproco compromiso de llevar una vida común tan santa que los hijos esperados puedan llegar a ser también miembros santos y vigorosos del cuerpo místico de Cristo.

b) La monogamia

Dios creador, al establecer en el Paraíso el matrimonio, le dio el carácter de unión de amor entre un solo hombre v una sola mujer (monogamia).

Dios nunca suprimió esta característica del matrimonio. Al tolerar a los patriarcas y más tarde también a los israelitas, por Moisés, la poligamia, no lo hizo permitiéndola expresamente o promulgando una dispensa ; la legislación mosaica no se propuso otra cosa que disimular o encauzar legalmente un abuso difícilmente remediable por entonces. La unicidad del matrimonio, al mismo tiempo que supone la unicidad del amor, establece las únicas condiciones que son aptas para la educación de la prole; por tal concepto es tan esencial a la sociedad conyugal, que cualquiera otra forma es contraria a la ley natural. Así es evidente que la poliandria se opone a dicha ley; la poligamia se opone, por lo menos, seguramente a la ley natural primaria. Aun en el estado de naturaleza caída, la poligamia desdice de la dignidad humana. Ya el Antiguo Testamento muestra suficientemente que sólo la monogamia corresponde a la intención creadora de Dios. Éste es el punto de vista que predomina en los libros sapienciales. La revelación comienza presentando la imagen del matrimonio monógamo : viene Eva "de la costilla de Adán" a formar con él "una sola carne" (Gen 2, 18 ss).

Cristo, al elevar el matrimonio a sacramento y a graciosa representación de su propio amor por la única Iglesia, devolvió a la monogamia su condición de exigencia absoluta 133. Están permitidas, con todo, las segundas nupcias al cónyuge sobreviviente, y aún, en ciertos casos, son aconsejables; pues la muerte rompe los lazos del matrimonio (Rom 7, 2).

c) Indisolubilidad del matrimonio

La indisolubilidad del matrimonio fue establecida ya en el Paraíso. Sólo el amor establecido sobre la absoluta fidelidad puede dar al matrimonio aquella unión que tiene que ser más fuerte que los lazos que unen al hijo con sus padres. "Por esto abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán ambos una sola carne" (Gen 2, 24).

Al señalar Moisés en la ley las formalidades y condiciones del libelo de repudio y del subsiguiente matrimonio de la mujer despedida, no daba simplemente por bueno el repudio; no hacía más que encauzar jurídicamente un mal existente y declarar su tolerancia "a causa de la dureza de corazón de ese pueblo" (cf. Mt 19, 8; Deut 24, 1) en forma de legislación, que, por tratarse del pueblo de Israel, venía a ser una legislación teocrática. Tampoco en el Antiguo Testamento aparece el divorcio de un matrimonio válido como algo enteramente moral. A despecho de la ley del divorcio, la mujer repudiada que vuelve a casarse es "una abominación para Yahveh" y un ser impuro (cf. Deut 24, 4; Mal 2, 14 s).

El matrimonio sacramental es absolutamente indisoluble una vez que ambos contrayentes se han dado el consentimiento válido y han consumado el matrimonio, haciéndose "una sola carne".

Cuando el matrimonio no ha sido consumado, aunque haya sido válido, puede la Santa Sede disolverlo, a modo de dispensa y por causas muy graves. En tal caso, la Iglesia no obra en virtud de un poder propio, sino de una autoridad vicaria; por lo mismo es de todo punto necesario no sólo para la licitud, sino también para la validez de la dispensa, que existan causas relativamente graves.

Además, en razón del mismo poder vicario de la Iglesia, se disuelve el matrimonio por la profesión solemne de alguno de los cónyuges, y no se requiere, en sí, el consentimiento del otro. Pero sí debe constar que no se le infiere ninguna injusticia.

Respecto a un matrimonio válido y consumado, nadie, ni siquiera la Iglesia, tiene poder de ninguna laya para romperlo: "No separe el hombre lo que Dios unió" (Mt 19, 6). Ni el Estado ni los cónyuges pueden disolver un matrimonio válido.

Todo matrimonio válido entre cristianos es sacramento; contrariamente al matrimonio de los no cristianos, el cual no puede decirse que esté siempre conforme con la voluntad que tuvo Dios al establecerlo, dado que la economía de la Salvación del Nuevo Testamento obliga realmente a todos los hombres. Por eso, en virtud de una disposición positiva de Dios, establecida en el "privilegio paulino" (1 Cor 7, 13 ss), puede disolverse el matrimonio contraído en la infidelidad si contrae el cónyuge converso nuevo y legítimo matrimonio. Pero se requieren algunas condiciones, que son : que el consorte que permanece en la infidelidad rehuse convertirse y llevar vida pacífica con el convertido, o vida por lo menos "sin ofensa del Creador". En los demás casos la Iglesia mira como indisoluble el vínculo del matrimonio contraído conforme a la ley natural. Por el bautismo de ambos cónyuges se convierte en sacramento.

En Mt 5, 32 y 19, 9 reprueba el Señor el repudio "salvo el caso de adulterio". No se trata del divorcio vincular, sino únicamente de la cesación de la vida conyugal (o sea de la separación de "tálamo y cohabitación" : a toro, mensa et cohabitatione, cf. 1 Cor 7, 10 s ; Rom 7, 2; Mc 10, 18; Le 16, 18). Los apóstoles quedaron aterrados al comprender las exigencias de la unión irrevocable que establece el matrimonio; por eso nuestro Señor señaló que no era posible sobrellevarlas sino con su gracia: "No todos comprenden esta palabra, sino aquellos a quienes se concede" (Mt 19, 11). No hay que admirarse, pues, de que sea tan difícil a los que se han alejado de Cristo, comprender la indisolubilidad del matrimonio y mantener una fidelidad inquebrantable. El matrimonio cristiano, siendo un sacramento, no se limita a imponer al hombre caído unas exigencias irrealizables por sus propias fuerzas; por él le otorga Dios el valor que necesita para realizar lo que simboliza y guardar un amor inquebrantable.

El mundo moderno, cada vez más alejado de Cristo, ha rechazado la indisolubilidad del matrimonio, por considerarla como una exigencia excesiva dentro del matrimonio normal, recomendando, en cambio, junto con otros medios mortíferos, el matrimonio "de ensayo", el matrimonio "temporal". Es claro que tales uniones sexuales, desprovistas de la voluntad de permanecer fiel a un amor auténtico y de abrazar sus responsabilidades, están muy lejos de constituir la unión matrimonial instituida por Dios. "Ensayar el matrimonio es tan absurdo como querer ensayar la muerte con un largo sueño".

d) Divorcio imperfecto

El texto de san Mateo 5, 32 y 19, 9 conforme a la interpretación corriente, autoriza, en ciertas circunstancias y en forma definitiva o temporal, el divorcio imperfecto, esto es, la disolución de la vida conyugal, permaneciendo firme el vínculo y, por consiguiente, sin autorizar nuevo matrimonio. Es verdad que el texto no precisa si ese derecho puede aplicarse cuando la comisión de un solo acto de adulterio, o más bien ante una vida inmoral y vergonzosa. El derecho canónico, además del adulterio, señala otras causas que pueden hacer insoportable o peligrosa para el alma la vida conyugal, y que justifican, por lo mismo, la separación temporal, realizable por propia autoridad o con autorización del obispo diocesano.

Pero téngase en cuenta que el derecho canónico habla como tal, es decir, desde un punto de vista jurídico, pero no pretende en modo alguno ni prescribir ni excluir lo que la caridad, rueda maestra de la moral cristiana, impone sobre las leyes escritas. Aunque el adúltero, habiendo quebrantado su promesa de fidelidad, no tenga ningún derecho a que se le conceda la continuación de la vida conyugal, puede suceder, sin embargo, que el cónyuge inocente comprenda que la caridad le impone la obligación de perdonarle, si se arrepiente, en lugar de cerrarle a él y a sus hijos el camino del honor y de la enmienda. Además no será raro el caso de que el "inocente" tampoco pueda "lavarse las manos" y que, aleccionado por la caída de su consorte, se sienta obligado a un amor más delicado y comprensivo.

Quien, al contraer matrimonio, excluye por principio su unidad o su indisolubilidad, no recibe el sacramento ni contrae realmente matrimonio; pues éste sólo se verifica cuando se acepta la institución tal como fue establecida por Dios. Se aplica aquí lo que ya hemos dicho acerca de la negativa a aceptar la fecundidad del acto conyugal.

e) Jerarquía dentro del matrimonio

Dentro del matrimonio reina una sagrada jerarquía, fundada no sólo sobre la igualdad esencial entre el varón y la mujer — ésta es ayuda y compañera, no esclava, ni mucho menos simple instrumento de placer —, sino también sobre su diversidad. El papel que desempeña cada uno de los cónyuges es diferente, no sólo por lo que se refiere al acto conyugal, sino por lo que toca a la organización de toda la vida; sin dejar por ello de ser de igual valor y dignidad.

Toda jerarquía supone inferiores y superiores. Por el matrimonio se establece una comunidad de vida y de amor; pero es imposible que se llegue a ella si quiere imponerse una sujeción esclavizante o una autoridad despótica. En el matrimonio sólo debe reinar la "jerarquía del amor", con la sola diferencia entre el "amor que manda y el amor que obedece". El marido es acreedor a la obediencia amorosa de parte de su esposa en todo cuanto es justo, pero debe ser su guía y amparo (Eph 5). De manera que su actitud respectiva puede decirse que va en sentido recíproco : mientras que el marido, en cierto modo desde afuera, lleva el mando de todo aquello que requiera la aplicación de una voluntad metódica y realizadora, la esposa influye decisivamente en la plasmación de la vida conyugal, trabajando desde dentro, por el amor obediente y sumiso, libre de toda ambición de mando. Pero la mujer pierde ese poder e influjo sobre su marido cuando le arrebata el gobierno externo. Claro está que cuando el marido es evidentemente incapaz de manejar la casa, a su mujer corresponde empuñar el timón.

En cambio, el marido debe dejar a su esposa completa independencia en lo que respecta a su actitud propiamente doméstica, sobre todo cuando ve que ella se hace cargo de sus deberes. Particularmente en lo que toca a la educación de los hijos es indispensable la perfecta armonía de ambos. Por último, notemos que no han de entregarse a mezquinas disputas, sino que deben dar pruebas de aquel amor auténtico que se han de profesar los casados, por estar basado en Cristo nuestro Señor. "Para que la superioridad no engría, ni la subordinación humille, el matrimonio ha de ser una sociedad en donde se vive al unísono con Cristo; entonces todo lo inspira aquel amor que no toma ni acepta nada sino dándose por completo"

El matrimonio como sacramento

a) El signo sacramental

Las notas características del matrimonio (unidad, indisolubilidad, destinación a la fecundidad, jerarquía del amor) se ponen divinamente de manifiesto en el simbolismo sacramental.

El amor fecundo, indisoluble de Cristo, jefe y defensor de la Iglesia, su única, predilecta y santa esposa, y el amor fecundo, constante y obediente de la Madre Iglesia para con Cristo nuestro Señor: he ahí lo que representa el pacto de unión matrimonial de los casados y lo que se han de esforzar por reproducir en su vida.

Es así como el matrimonio entra de lleno en el gran misterio del amor redentor de Cristo y de la Iglesia, y como adquiere una fecundidad, firmeza y santidad infinitamente más profunda.

Son los mismos desposados los que se administran a sí mismos el sacramento, al darse en la debida forma la palabra de mutua fidelidad, por la cual entran en el santo estado del matrimonio tal como Dios lo instituyó, con sus notas esenciales de unidad, indisolubilidad y destinación a la fecundidad. Si llegasen a excluir positivamente de su contrato matrimonial alguna de estas sus propiedades, ni recibirían el sacramento, ni contraerían realmente matrimonio. Para determinar entonces si deben simplemente separarse o convalidar el matrimonio, no es suficiente tomar en consideración las frías determinaciones del derecho; es preciso atender a cuantas responsabilidades haya dado origen el acto realizado, no sólo del uno al otro, sino acaso respecto de los hijos, y más que todo, a la posibilidad de llegar a un matrimonio feliz y ventajoso.

Contraerían el matrimonio válida pero indignamente, si considerasen el contrato matrimonial como un todo indisociable de sus propiedades esenciales, pero no tuviesen la voluntad de cumplir fielmente las obligaciones que de él dimanan de un modo esencial y necesario. Quien recibe el sacramento del matrimonio en estado de pecado mortal y dándose cabal cuenta de ello, comete un grave sacrilegio. Conforme enseñan los teólogos, con la adquisición de la gracia revive dicho sacramento recibido indignamente.

b) Misión pastoral de la vida en matrimonio

Son los desposados quienes se administran a sí mismos el sacramento del matrimonio : esta verdad expresa elocuentemente la mutua relación "sacerdotal" y pastoral en que se colocan. "La vocación al matrimonio cristiano es vocación a desempeñar un perpetuo ministerio divino, con el fin de que Cristo viva entre ambos cónyuges". Si los padres tienen ya naturalmente una misión que cumplir con sus hijos, la "consagración" sacramental les confiere, con respecto a ellos, un ministerio sacerdotal.

Por esto santo Tomás ve en la paternidad cristiana "cierto paralelismo con el sacerdocio jerárquico". De ahí que el mismo "santo Tomás insista tanto en la responsabilidad que para bien espiritual del consorte entraña el cumplimiento del débito conyugal como remedio de la concupiscencia".

La mutua donación de la palabra de fidelidad sacramental tiene la forma de un contrato; pero es evidente que el matrimonio, por ser un sacramento y sellar la unión personal de los amores, está muy por encima de los simples contratos de justicia conmutativa. Porque matrimonio significa unión amorosa y personal en Cristo y en la Iglesia, y para Cristo y la Iglesia. Por lo mismo la infidelidad y la denegación del amor debido es infidelidad y desamor para con Cristo y la Iglesia. "El '' del sacramento es comparable a una fórmula de profesión religiosa o al 'fiat' de la Anunciación". "El sacramento del matrimonio consagra a Dios, algo así como los votos religiosos". "El pacto se deposita en manos de Cristo. Y preservar este templo santo de Dios de toda profanación es un servicio divino".

También la magnífica encíclica sobre el matrimonio cristiano "Casti connubii" afirma repetidas veces que el matrimonio es una especie de "consagración" de los desposados al servicio divino y a un sagrado ministerio que ha de desempeñar el uno con el otro, y ambos con los hijos'.

Podría, pues, hablarse de una consagración de los padres por el matrimonio, para señalar el carácter cultual y religioso de dicho sacramento, puesto que por su recepción quedan los desposados dedicados al divino servicio en el cuerpo místico de Cristo. Así se pone también particularmente de manifiesto la administración realmente eclesiástica del sacramento, gracias al carácter de bautizados y, por tanto, "sacerdotal", con que están marcados los cónyuges.

Matrimonio y virginidad

c) El matrimonio, sacramento de la Iglesia

El sacramento del matrimonio es esencialmente un don de la Iglesia a sus hijos; a su turno hacen éstos por él donación de sí mismos a la Iglesia. Ya el simbolismo de los signos sacramentales nos orienta hacia la única fuente de salvación y santificación, hacia la comunión de amor entre Cristo y la Iglesia.

Además, el carácter eclesial del sacramento del matrimonio se pone de manifiesto por la forma prescrita para su validez. Los contrayentes católicos deben darse el consentimiento ante dos testigos y ante el párroco (o ante el ordinario del lugar) o ante el delegado de éstos, que los interroga. En peligro de muerte, y cuando se prevé que durante un mes será imposible encontrar un sacerdote competente que presencie el matrimonio, no exige la Iglesia para su validez sino la presencia de dos testigos que puedan atestiguar el consentimiento dado.  Pero aun entonces el sacramento es de veras un don de Cristo por medio de la Iglesia. Lo cual vale incluso para los fieles no católicos, que, sin observar la forma canónica, se den mutuamente el consentimiento irrevocable. La Iglesia, al dispensarlos de la forma prescrita, les ofrece el tesoro de la gracia sacramental, presuponiendo su buena fe y rectitud.

El sacramento del matrimonio está sujeto únicamente a las leyes de la Iglesia; sólo ella puede establecer los impedimentos que lo hagan ilícito o inválido (impedimentos impedientes o dirimentes), así como también la forma requerida para su licitud o validez. Sólo a la Iglesia confió Dios el cuidado de proclamar y defender este santo estado. Por lo mismo, los desposados cristianos deben estar siempre atentos a las enseñanzas y consignas recibidas de la Iglesia a este respecto.

El Estado tiene el derecho de legislar sobre el matrimonio de los no cristianos, pero sólo en cuanto respecta al orden natural. Tratándose del matrimonio de los cristianos, el Estado sólo tiene derecho a regular sus efectos civiles (como son los derechos familiares o hereditarios, la representación legal de la familia, apellidos, etc.).

Se hace reo de injusticia el Estado que obliga a los cristianos al matrimonio civil antes de contraer el matrimonio eclesiástico. El católico que por fuerza tenga que someterse a tales leyes, no puede dar su consentimiento válido y auténtico al contrato matrimonial al realizar esa simple ceremonia civil.

El Estado debe enderezar toda su legislación, pero sobre todo la referente al matrimonio, al provecho de la familia y al mantenimiento de la pureza y firmeza del matrimonio y en especial del cristiano. Cavan su propia fosa los estados que, además de ofrecer mil posibilidades al divorcio (que en realidad no es tal), dictan leyes sobre bienes conyugales y toman otras medidas que socavan la estabilidad matrimonial.

Pueden presentarse graves circunstancias en las que, aun al católico, le sea lícito recurrir al divorcio civil; por ejemplo, cuando habiendo sido nulo el matrimonio eclesiástico (o excepcionalmente, aunque éste hubiera sido válido) no hay otro medio para llegar a la separación de tálamo y cohabitación, autorizada, en ciertos casos, por la Iglesia para escapar a graves perjuicios o sanciones, o para asegurar la educación cristiana de los hijos. Pero nunca se ha de olvidar que la sentencia del Estado, en cuestión matrimonial, ni puede unir ni puede separar, y que no produce más que efectos civiles.

Tampoco se ha de olvidar que el matrimonio no es un contrato natural al que venga a añadirse un sacramento. Es el mismo contrato matrimonial el que se convierte en sacramento para el cristiano; es él el signo que produce la gracia misteriosa del inmenso amor del Salvador, quien, al inmolarse en la cruz, santificó a la santa Iglesia y la conquistó para sí (Eph 5). Por consiguiente, el consentimiento matrimonial del católico, dado simplemente ante la autoridad civil, al faltarle la forma prescrita por la Iglesia para su validez, no constituye verdadero matrimonio, sino un abominable concubinato, registrado civilmente.

Y porque el sacramento del matrimonio representa la unión de Cristo con la única verdadera Iglesia, no puede la Iglesia católica reconocer como válido el matrimonio que un católico quisiese contraer ante un ministro religioso acatólico. La razón es que el católico sabe que su Iglesia es la única verdadera Iglesia de Jesucristo; por lo mismo, si no quiere contraer matrimonio ante la verdadera Iglesia sino ante una secta que se ha separado de la unidad eclesiástica, es porque de hecho desea, en cuanto de él depende, quitar al matrimonio su carácter de signo del amor indisoluble que reina entre el Salvador y su única Iglesia verdadera. A lo cual no se puede objetar que la Iglesia reconoce la validez de los matrimonios no católicos contraídos ante los ministros acatólicos, pues ellos están dispensados de la forma canónica. Y así lo hace porque éstos tienen, por lo general, la voluntad de contraer matrimonio ante Cristo y su verdadera Iglesia.

d) Matrimonios mixtos

Es evidente que el matrimonio mixto, es decir, el de católico con no católico (impedimento de religión mixta), o de católico con infiel (impedimento de disparidad de culto), no es el que mejor se adapta al simbolismo sacramental. La Iglesia no suele conceder dispensa sino por graves motivos y bajo las siguientes condiciones: que ambos contrayentes den seguridad y garantía moral, reforzada en caso de necesidad por el juramento : 1.°, de que bautizarán y educarán a toda la prole en la verdadera fe; 2.°, de que la parte no católica evitará a la católica todo estorbo o peligro de perversión en la fe; 3.°, de que el matrimonio se celebrará sólo ante el ministro católico.

Para impedir mayores desgracias, puede la Iglesia conceder dispensa a un católico, aunque éste no pueda presentar motivos que, ante Dios y su conciencia, justifiquen su petición.

Un católico no puede contraer ante Dios la responsabilidad de unirse en un matrimonio mixto, sino cuando no quepa duda de que las condiciones antes dichas han de cumplirse fielmente, y sólo si se siente dispuesto a trabajar con celo ardiente y prudente en la salvación de su consorte, cumpliendo la misión sacerdotal y pastoral que confiere el sacramento. Ni bastará que esté resuelto a guardar su propia fe, pues ni eso será posible en la práctica sin una caridad ardiente que lo lleve a empeñar sus fuerzas en pro del bien espiritual de su mayor prójimo, el cónyuge.

Las reglas aquí establecidas se aplican también al caso de un católico que quisiera casarse con un comunista que profesase la doctrina materialista, aunque exteriormente no estuviese separado de la Iglesia.

e) El matrimonio, sacramento permanente

Mediante su indisolubilidad, expresa permanentemente el matrimonio, y no sólo en el momento en que se contrae, el fiel amor de Cristo por su Iglesia. Por eso puede decirse que, en cierto sentido, el matrimonio es un sacramento permanente.

Esta consideración ha dado origen a la reciente teoría de que la gracia sacramental, la que procede del sacramento ex opere operato, por su intrínseca eficacia, no se otorga únicamente en el acto de contraer matrimonio (o en el momento de su reviviscencia), sino cada vez que se consuma (y según otros, aun cada vez que se abstienen de consumarlo). Yo creo que la opinión tradicional es la única sostenible. Ésta enseña que toda la vida matrimonial en su conjunto queda bajo el influjo santificador de la gracia recibida una vez en el momento de contraer; o sea, que si toda la existencia conyugal queda al amparo de la gracia sacramental, concedida precisamente para realizar la misión que encierra dicho estado, no se excluye de ningún modo de ese influjo ni siquiera la relación conyugal. Pero de esto no se puede concluir que cada vez que se consuma el matrimonio se otorgue nueva gracia sacramental y se conceda directamente un aumento de la gracia santificante.

Las razones especiales que van contra la teoría, moderna son las siguientes :

1) No tiene ningún fundamento en la tradición.

2) La consagración cultual del sacramento sólo se otorga una vez. No hay razón alguna para afirmar que se concede siempre un nuevo aumento sacramental de la gracia santificante.

3) La teoría moderna crea el peligro de exaltar desmesuradamente el comercio carnal dentro de la vida de los cónyuges. Los desposados necesitan la gracia del sacramento también para la educación de los hijos, para soportarse mutuamente, para la oración común. Tampoco se ve por qué la unión marital debería dispensar cada vez de nuevo la gracia sacramental, mientras que el resto de la vida conyugal debería permanecer privado de la fecundidad de esa gracia.

4) Esta teoría, que coloca unilateralmente la unión sexual en el puesto de honor de la vida matrimonial, deberá lógicamente o atribuir la concesión de la gracia sacramental a la legítima continencia del matrimonio — lo que iría contra la doctrina del signo sacramental productor de la gracia, que debe ser perceptible—; o bien rebajar el valor de la legítima continencia exaltando el de la unión marital, puesto que según la teoría, si la continencia no obedece a una obligación, privará a los esposos de un aumento sacramental de la gracia santificante; pero ello es poner un tropiezo a la autodisciplina dentro del matrimonio.

5) Pero la teoría presenta un reverso ineludible, y es que obligaría a admitir que la consumación del matrimonio en pecado mortal sería un sacrilegio formal y gravemente pecaminoso, conclusión a que nunca llegó la tradición cristiana de todos los tiempos. Ya se ve a qué gravísimas consecuencias habría que llegar respecto de la petición o cumplimiento del débito en pecado. Claro está que desdice de la dignidad de este sacramento el cumplir su deber en pecado mortal: pero ello no constituye sacrilegio.

6) ¿ Cómo puede conciliarse esta teoría con la doctrina enseñada por la Iglesia de que la virginidad es en sí preferible al matrimonio, si por ella vienen a perderse tantísimos aumentos de gracia santificante?

7) Finalmente Pío XII, en su enciclica Sacra virginitas, se pronunció contra la moderna teoría: y creemos que con esto se le ha cerrado el paso definitivamente.

3. El servicio de amor en el matrimonio

a) El amor al servicio de la salvación y de la vida

Si la prole es el primero y el último fin del matrimonio, el amor y la fidelidad es lo que le da su forma; sólo el amor puede dictar a los esposos la manera verdaderamente digna y humana de comunicar la vida. Además, el amor matrimonial es el alma y la forma del matrimonio, como afirma santo ToMÁS, por cuanto está en la base del simbolismo del sacramento. El amor matrimonial, en sí mismo, está al servicio de la vida, puesto que el fin del matrimonio es comunicar la vida ; pero en cuanto reclamado por el sacramento, tiene que ser un amor en Cristo v por lo mismo un amor que en todo, aun en la relación matrimonial, prefiera a todo lo demás el bien espiritual del cónyuge, o mejor, el bien espiritual de ambos, y lo procure por todos los medios, un amor que persiga los maravillosos designios de Dios sobre la prole.

Ese inmenso y generoso amor en Jesucristo, que precisamente ha de informar las relaciones matrimoniales más íntimas, hasta ponerlas al servicio de la vida en sentido realmente humano y cristiano, tiene que ocupar el primer plano en sus preocupaciones morales; sólo así harán perfecto y feliz su matrimonio. Pero que no se vaya hasta pretender, como HERBERT DOMS, que el amor es el fin propio y primario del matrimonio, para concluir luego que la procreación está subordinada al amor, entendido en un sentido más limitado.

Ponerse al servicio de la vida constituye, como objetivo, el orden fundamental del matrimonio, en el que se apoya el mutuo amor de los esposos del que deriva su sentido específico propio, el amor matrimonial.

Cuando el orden fundamental del matrimonio, con el fin que le es intrínseco — pues el hijo no es un fin que le sea añadido desde fuera —, se subordina al modo puramente formal de consumar la unión, surge el peligro de que la forma quede vaciada de su sentido. Hoy, ante el repudio y menosprecio neopagano de los hijos, tenemos doble motivo para proclamar con todo énfasis que el fin primario del matrimonio es la continuación de la obra creadora, es la prole. Lo que imprime al amor matrimonial sumo respeto y santa castidad es la alegría que da la convicción de que se colabora con Dios a la forja de nuevas vidas y se prolonga su amorosa obra creadora. De esa convicción tiene que surgir un gozo exuberante ante el hijo, fruto precioso de ese amor.

Junto con este desplazamiento del fin esencial del matrimonio se va abriendo paso, consciente o inconscientemente, un falso "perfeccionismo", aparentemente cristiano, pero en realidad anticristiano. Pretende que los esposos, en toda su vida moral, han de tender principalmente al armónico desarrollo de su personalidad, en su aspecto espiritual como en su aspecto psíquico y corporal. Nada más opuesto a las palabras de Cristo, que dijo: "Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo" (Mt 18, 9). No tiene el matrimonio como fin el desarrollo de la personalidad en este sentido, sino más bien "el desarrollo de la imagen de Dios en nosotros", el cual no es posible volviendo la mirada principalmente sobre sí mismo, sino por el contrario, volviéndola hacia Dios, para amoldarse a sus divinas disposiciones, y hacia el prójimo, para buscar su salvación. Quien subordina el concurso creador del matrimonio al desarrollo de la propia personalidad, aspira a establecer sobre él el valor personal de ambos cónyuges, antes que a seguir la orientación más fundamental de la persona humana, la cual se cifra en secundar los planes asignados por Dios al amor y a la vida. Aquí se oculta un "humanismo" peligroso.

El peligro que más amenaza al amor conyugal en el estado de naturaleza caída, es su tendencia a convertirse en fin en sí mismo, o por lo menos a ponerse delante del servicio de Dios en la escala de urgencia de los deberes. Por esto comprenderemos fácilmente por qué la Santa Sede, gravemente preocupada, se ha pronunciado contra la errónea inversión del orden en los fines del matrimonio, propuesta por el "perfeccionismo". Todas sus advertencias van dirigidas no sólo contra cierta prelación dada al amor conyugal, sino también contra la tendencia a colocar ese amor sobre todo lo demás, pero desligándolo de su finalidad, que es la propagación de la vida.

Si hay católicos que afirman que el amor conyugal es el fin primero del matrimonio, no van, con todo, hasta sostener que ese amor sea un fin tan íntegro, total y exclusivo que, en su virtud, y violentando la naturaleza, sea lícito separarlo del fin creador de la vida. Pero la relegación a segundo plano de este fin es un síntoma de cuán poco gusta el mundo moderno de los hijos y de cuán cerca está el falso culto de la personalidad de ser un culto de la sensualidad.

Pío XII valoró como convenía los valores personales que los casados pueden desarrollar en la unión conyugal y en el placer espiritual, psíquico y corporal que Dios colocó en ella; todo lo cual, sin embargo, está condicionado al orden y subordinación que Dios, creador y redentor, colocó entre los fines del matrimonio. El acto matrimonial estaría desposeído del brillo y del honor que le corresponde en su calidad de contribución a la propagación de la vida, si aun por procederes naturales se excluyera de él la descendencia. El matrimonio y toda su acción queda descoronado de su gloria cuando se frustra su primera finalidad, descartando positivamente la contribución a la vida; pues la significación más importante del amor conyugal es la glorificación de Dios, por la comunicación de la vida y la contribución a la salvación.

Parece, sin embargo, que los dos principales propugnadores de esta doctrina, H. Doms y A. KREMPEL, han intentado, en el fondo, otra cosa: la perfección consciente del deber de amor.

b) El amor conyugal y el afecto sensible

Para los espíritus superficiales, nada tan impreciso en sus expresiones como la de "amor" conyugal. Por eso hay que recalcar muy bien con san AGUSTÍN que "no es el amor pasional y sensible, sino la caridad que de Dios viene, la que afianza las buenas relaciones entre los casados". Un buen matrimonio no puede fundarse simplemente sobre el afecto sensible; la unión indisoluble requiere un auténtico amor consciente. Con todo, el afecto natural y la simpatía de los caracteres "tiene su importancia en la constitución del matrimonio. Es Dios mismo quien así lo ha dispuesto". El mismo Pío xi afirma que la elección del consorte depende del "afecto leal". Lo esencial, evidentemente, es el amor en Dios, el amor afianzado por el pacto de fidelidad. Pero este amor no puede estar en el aire, por decirlo así; tiene que englobar y vivificar el amor natural, el afecto sensible. El amor conyugal no escapa a las condiciones de las demás relaciones humanas, que para ser estrechas y cordiales suponen un afecto sincero; así las relaciones de amigos, de padres a hijos y viceversa; así también el amor conyugal, que debe ir hasta hacer de ambos cónyuges "una sola carne". Para permanecer a la altura de su dignidad tiene que apoyarse sobre la recíproca simpatía espiritual y el afecto sensible. Pero al paso que éste jamás podrá engendrar amor y caridad auténticos, aquélla, con su delicadeza, es verdaderamente capaz de despertar y atizar aquel afecto, siempre que no exista dentro del matrimonio una causa positiva de aversión.

No todo matrimonio puede ser "de amor", fruto de un mutuo "enamoramiento"; pero siempre será arriesgado lanzarse al matrimonio sin ninguna inclinación psíquica o sensible. Es, en cambio, moralmente reprobable el ir al matrimonio empujado por la simple consideración de ventajas materiales o sociales, a pesar de que se experimenta una positiva repugnancia.

En cuanto a las relaciones conyugales, hay que decir que no llevarán ese carácter de humana dignidad y respeto, si no se profesa un amor verdaderamente espiritual, pero capaz de despertar la sensibilidad y encender el afecto. Dios crea el alma de la criatura dentro de la fragua misteriosa del amor. Es, pues, voluntad de Dios que también los padres lo engendren y conciban primero por el mutuo amor. Cuando falta el afecto conyugal, la misma relación marital, aún realizada con miras a la fecundidad, reviste cierta frialdad inoportuna y la rudeza de un acto "hecho por cumplir". El débito sin amor trae el peligro inminente de que predomine el instinto bestial indomable. Dios crea con amor; por eso quiere que los cónyuges colaboren no sólo en la obra de su poder, sino también en la de su amor creador.

El afecto sensible, y el mismo eros psíquico .y la pasión, son variables e inconstantes ; sólo es fiel y constante el amor que en Dios se funda, el que se dedica con respeto a la obra creadora, el que inspira veneración y reverencia hacia el consorte. Este amor puede impedir que se extinga el afecto sensible, o por lo menos que se extravíe. Si el eros viene a enfriarse, la divina caridad nunca muere. También para los casados vale el panegírico de san Pablo a la divina caridad (1 Cor 13).

El verdadero amor conyugal exige sobre todo un pacto in-condicionado de fidelidad, basado en la absoluta voluntad de mantenerla. Sin una perfecta fidelidad, es insincero el mismo amor sexual, y es ilegítima toda manifestación suya, pues está privado de la nobleza del verdadero amor, el cual pide y produce la fidelidad en todos los campos, y sobre todo en éste.

Cuando las leyes del Estado ofrecen la posibilidad del divorcio y de nuevas nupcias, desaparece el sentimiento de la fidelidad en cuantos las aceptan de buena gana. Por eso, aun ante los más santos juramentos emitidos por quienes no piensan como católicos, aparece siempre un interrogante, por la posibilidad que se les ofrece siempre de romper en cualquier momento la fidelidad v el amor. Todas las protestas de amor en vista de llegar a un compromiso matrimonial no pasan de ser mentiras disfrazadas. si no van apoyadas por la firme voluntad de serles fiel. Amor revocable y fidelidad quebradiza son una contradicción en los términos. Y en este campo son una máscara mortífera.

Las nuevas nupcias de un divorciado se celebran con una fórmula solemne como la eternidad: "¡Hasta que la muerte os separe!" ; pues así suelen practicarlo muchos ministros acatólicos. Tales nupcias falsifican tremendamente el sentido del amor y de la fidelidad, y no pueden tomarse sino como una provocación al Dios siempre fiel.

c) El amor en el matrimonio desafortunado

Amor crucificado: he ahí lo que tiene que ser el amor conyugal, para ser perfecto y constante. La vida matrimonial del cristiano tiene que ser también seguimiento del Salvador crucificado. El pacto de fidelidad entre Cristo y su Iglesia, pacto significado por el sacramento del matrimonio, quedó sellado en la cruz con los amargos dolores del corazón del Salvador, por la ingratitud de amigos y enemigos. "No puede comprenderse perfectamente el significado del matrimonio cristiano, sino contemplándolo ante el Calvario". Tampoco podrá llevarse constantemente y con provecho la cruz del matrimonio, sino en virtud de la fuerza que comunica el sacrificio de Cristo en la cruz. Por la fe, la oración y la recepción del manjar eucarístico se llegarán a superar los sacrificios que trae aparejados aun el matrimonio afortunado, y los mayores y perpetuos del desafortunado; no se tomarán entonces los sufrimientos como una maldición, sino cono un medio de seguir más eficazmente a Cristo y de reproducir su amor constante y vencedor del sufrimiento.

Apenas se encontrarán casados que no sufran de tiempo en tiempo amargos desengaños en las ilusiones de su primer amor. Estas y otras cruces, especialmente las que provienen de las recíprocas desatenciones y flaquezas, son un medio de preservación contra el peligro que se oculta en todo amor conyugal, y que es el de elevar indebida y abusivamente el amor humano a la categoría de religión. En el Nuevo Testamento se inculca enérgicamente a los casados que, para estar siempre prontos a obedecer al amor de Dios, vivan como si no estuviesen casados ni ligados por ningún amor humano (1 Cor 7, 29). La cruz cotidiana del amor conyugal es una ayuda para llevar aquella conducta que mejor dispone a la muerte; así como la práctica del amor conyugal es un ejercicio valioso de amor en general, y sobre todo de amor a Dios.

Una de las cruces más pesadas para una persona normal es el no tener hijos, o el tener que observar continencia por mucho tiempo. Mas todo esto se hace llevadero con la fuerza que emana de la cruz de nuestro Señor y se transforma en escuela de amor y en fuente de gracias fecundas para el reino de Dios.

4. El matrimonio, remedio de la concupiscencia

El matrimonio, además de contribuir a la propagación de la vida y de ser un ejercicio de amor, tiene como finalidad secundaria el ser un remedio de la concupiscencia, al encadenarla con el vínculo del amor. El impulso sexual es bueno en sí, con tal que sólo conduzca a la unión conyugal. Desgraciadamente, el pecado original y acaso la mala disposición heredada de los antepasados han corrompido terriblemente esa inclinación, lanzándola a inmoderados apetitos que la precipitan a actos licenciosos antes del matrimonio, o fuera de él. Tampoco hay que pensar que el matrimonio sea un medio de "satisfacer" la pasión, como si no fuera posible contenerla, sino sólo contentarla. No se trata, pues, simplemente de dar satisfacción a la pasión por medio del matrimonio, sino de ponerla al servicio de la vida y del amor en el campo de lo sexual. Pero esto sólo podrá conseguirse en forma digna y elevada si los desposados, aun antes de entrar en el estado de matrimonio, aprenden a dominar las pasiones. Indudablemente ello puede costar al hombre nacido en pecado una dura y constante lucha. Para muchos ese combate fuera del matrimonio, _ a la larga, podría agotar sus energías.

Pues bien, al realizar el objeto normal del apetito natural de esa pasión dentro de los límites de un estado santo, que exige respeto, queda dicha pasión polarizada hacia el cónyuge amado, y protegida así contra los inquietos descarríos fuera del matrimonio.

Es cierto que no se pueden alcanzar perfectamente estos preciosos efectos si los desposados han contraído ya antes compromisos indebidos, o si llevan al matrimonio alguna inclinación profundamente arraigada a los extravíos sexuales, a causa de la indisciplina prematrimonial.

La primera relación sexual después de la pubertad crea un poderoso atractivo por el coautor, más fuerte en la mujer que en el varón. Por aquí se comprende por qué los pecados prematrimoniales pueden privar a sus autores del benéfico efecto del apaciguamiento del apetito sensual; es porque se ha creado un lazo demasiado fuerte con la persona con la que antes se había pecado. Por aquí se comprenden también ciertas dificultades que pueden encontrarse en las segundas nupcias.

Además, para conseguir el apetecido sosiego del instinto, es preciso que los casados estén decididos de antemano a no buscar en el matrimonio únicamente la satisfacción de la concupiscencia, sino a consagrarse al servicio de Dios y al amor mutuo, ora usando del matrimonio, ora absteniéndose de él, pero teniendo siempre en cuenta las posibles necesidades y tentaciones sexuales del consorte.

5. La elección acertada

Para que la elección del consorte se haga realmente a conciencia, han de tenerse en cuenta sobre todo los fines y los bienes esenciales del matrimonio.

a) Los hijos, su verdadero valor natural y sobrenatural: en esto deben pensar seriamente los que aspiran al matrimonio. Quien está bien dispuesto a servir a Dios creador y redentor, buscará un consorte del que, según todos los indicios, se puedan esperar los mejores hijos y la mejor educación cristiana para los mismos, como que deben formarse cual buenos miembros del reino de Dios.

La eugenesia se convierte cada vez más en una ciencia capaz de proporcionar útiles indicaciones para la acertada elección del consorte y asegurar mejor el cumplimiento del fin principal del matrimonio: la prole. Cuando los dos pretendientes presentan peligrosas predisposiciones hereditarias hacia una misma enfermedad, corren el riesgo de transmitir a sus hijos una naturaleza cargada, mucho más que si la tara afecta sólo a uno de ellos; es menor también el riesgo si ambos ofrecen igual peligro pero en distintas enfermedades. La responsabilidad que entraña el matrimonio respecto de la prole, prohíbe terminantemente escoger o aceptar un consorte que, conforme a todas las previsiones, no podrá tener sino una descendencia defectuosa, o acaso marcada de idiotez o locura. Con todo no queda excluida del matrimonio la persona que probablemente no podrá tener sino hijos afectados de ciertas enfermedades que no caigan dentro de las mentales (v. gr., hemofilia, miopía o aun ceguera, sordera...). De todos modos, en los casos más graves, el matrimonio puede ser seriamente desaconsejable.

Un eugenista católico de gran experiencia presenta razones de mucho peso para declarar absolutamente inmoral el matrimonio entre personas que sufran de graves enfermedades hereditarias. Lo cual, sin embargo, no confiere al Estado ningún derecho para entrometerse con leyes o intervenciones policíacas en este terreno inviolable de la más esencial de las libertades humanas; sobre todo teniendo en cuenta que las conclusiones eugenésicas son aún inseguras en su gran mayoría. Contra la intervención estatal, legal o violenta, para impedir los matrimonios desafortunados entre personas aquejadas de enfermedades hereditarias, milita, pues, no sólo el ser una injusticia intolerable la supresión de los derechos más esenciales del hombre, sino también el absurdo de condicionar el derecho de nacer a la utilidad que el Estado puede encontrar en los hijos, pasando absolutamente por alto su posible aptitud para el servicio de Dios.

No estará de más que, antes de contraer esponsales, los jóvenes presenten uno al otro un certificado de buena salud y de carencia de enfermedades hereditarias, expedido por un médico perito en psiquiatría y eugenesia, especialmente en el caso de que se presente alguna duda seria a este respecto. Huelga decir que los novios se han de manifestar con toda claridad las enfermedades hereditarias de que pueda adolecer su parentela.

La Iglesia, al prohibir el matrimonio entre consanguíneos (hasta el tercer grado inclusive en la línea colateral), ha establecido una ley muy provechosa aun desde el punto de vista eugenésico. Es cierto que esta prohibición, como la otra de matrimonios entre afines, tiene también por fin, según la intención de la Iglesia, el proteger los tratos entre consanguíneos contra toda relación de carácter sexual. Por ella, además, se fomentan vínculos sociales mucho más dilatados que los del círculo reducido de la parentela.

Téngase, por último, en cuenta que el fin sobrenatural del matrimonio está por encima del fin natural, el renacimiento sobre el nacimiento de la prole. Por consiguiente, si la cuestión del aspecto eugenésico del consorte es importante, muchísimo más lo es la de las garantías que ofrece de que los hijos serán bautizados y educados cristianamente.

b) En la elección de consorte débese asegurar ante todo "el bien del sacramento", el oficio sacerdotal con que han de santificarse mutuamente en un amor santo.

Sólo un cristiano fervoroso y animado de celo apostólico, que esté decidido a buscar en el matrimonio, antes que cualquiera otra cosa, el bien espiritual del consorte, puede atreverse a ofrecer su mano en un pacto para toda la vida a una persona de fe vacilante y de moralidad dudosa.

Para que el sacramento del matrimonio sea realmente imagen de la unión que reina entre Cristo y su Iglesia, no basta que los casados ,mantengan la unión por la que se hacen "una sola carne" ; tienen que mantener la unión del amor y del celo mutuo por su salvación. Por lo mismo, todo matrimonio, pero sobre todo el contraído entre personas de religión mixta o diferente culto, requiere la garantía de una fe firme y estable, de una confianza inmensa en la gracia de Dios y de gran celo apostólico con el cónyuge.

c) La fidelidad en el amor, otro bien del matrimonio, pide que los prometidos examinen seriamente las propias fuerzas morales y las del otro, y que además demuestren que su mutuo amor es tal, que podrá salir ileso de las tentaciones de infidelidad y de distanciamiento.

No ha de ser, pues, ni el dinero ni la alcurnia, ni la fuerza o hermosura del cuerpo lo que más ha de pesar en la balanza. Tampoco ha de bastar por sí sola la inclinación o el afecto sensible, aunque tiene un valor apreciable si procede o está animado cíe un amor auténtico, de aquel que ante todo mira a la eterna salvación. Sin el mutuo aprecio es imposible la mutua fidelidad. Además, quien quiere ser fiel en el amor, a pesar de las mil tentaciones que lo asedian, procura dar con el consorte que mejor se adapte a su genio y carácter, de modo que sea posible la unión de los corazones y el intercambio de un amor sin sombras.

Por lo regular se atraen mutuamente los caracteres complementarios, que se completan el uno al otro. Un afortunado complemento presupone que no hay peligro de que se eclipse la propia personalidad y que el carácter ha llegado ya en cierto modo a la plena madurez 188. Pero hay características irreductiblemente opuestas que no pueden integrarse. Así, un hombre muy inteligente no podrá adaptarse nunca a una mujer de pocos alcances intelectuales; sin contar los disgustos que le podrán causar unos hijos sin talento. Pueden también comprometer la fidelidad, a pesar de la sincera inclinación primitiva, la diferencia demasiado grande de posición social, de instrucción y de costumbres, la falta de posibilidades económicas y la inhabilidad profesional.

Al presente la fidelidad conyugal encuentra numerosos peligros, aparte de la superficial idea que se tiene de ella; por eso al elegir el consorte es de toda necesidad examinar detenidamente si la fidelidad está garantizada por un amor fuerte y sobrenatural, por una castidad delicadamente observada, por una obediencia bien voluntaria de parte de ella, y una dirección y autoridad verdaderamente amorosos de parte de él, y por el recurso a la gracia de Dios.

Sin duda el matrimonio en este aspecto puede decirse que es siempre una aventura; mas no debe ser una aventura temeraria.

El matrimonio debe servir de remedio de la concupiscencia: también este aspecto debe considerarse con respecto a la fidelidad conyugal. Pues bien, un consorte exageradamente apasionado, o por el contrario, demasiado frío o esquivo, puede imposibilitar la consecución de esta finalidad tan provechosa. No se puede, pues, negar que la fuerza o la hermosura de él o de ella desempeña un papel importante en la elección del consorte. La hermosura de la mujer, conforme a los designios del Creador, despierta más fácilmente en el varón el amor y la fidelidad ; eso debe tenerlo muy en cuenta el que se arriesga a contraer matrimonio con una joven nada agraciada, no sea que luego se hastíe y venga por ello a perderle el amor y a quebrantar la fidelidad.

6. La castidad conyugal. Uso del matrimonio

Los principios en que se apoya la castidad conyugal y que dan la pauta para juzgar los actos de la intimidad son los siguientes:

  1. El matrimonio está al servicio de la vida: el débito conyugal exige que se acepte contribuir a la propagación de la vida: "Creced y multiplicaos".

  2. Entre los desposados debe reinar un amor fiel: la unión marital debe ser manifestación y fomento del amor conyugal y de la fidelidad.

  3. El sacramento ordena hacia Cristo: cuando el amor se entrega, se sacrifica o renuncia, debe hacerlo para realizar el mandato sacramental.

  4. El amor debe dar fuerza para una santa disciplina. Para allanarse pura y valientemente al orden establecido por Dios en la unión conyugal, preciso es luchar y renunciarse.

Será bueno todo acto erótico-sexual del matrimonio que no conculque ninguno de estos cuatro postulados de la castidad matrimonial y tenga como finalidad directa por lo menos uno de estos fines:, o el bien de la prole, o el fomento y afianzamiento del amor y fidelidad conyugales, o el bien espiritual del cónyuge, o el apaciguamiento de la concupiscencia.

a) La castidad matrimonial y su contribución a la vida

El débito matrimonial, no sólo por su realización exterior y física, sino también en cuanto a las disposiciones interiores, tiene que ser una respetuosa contribución voluntaria al encargo del Creador.

En consecuencia, realizarlo de tal forma que equivalga a excluir absolutamente el primero y principal fin del matrimonio, o sea la prole, es realizar un acto que no puede justificarse por ninguna otra finalidad ni necesidad, y es un pecado contra la castidad conyugal. Así pues, toda unión marital debe conservar habitualmente (intentio habitualis) esa recta disposición de aceptar gustosamente los hijos, colaborando con respeto a la obra del Creador. Si falta esta disposición, se obra de manera esencialmente contraria al acto matrimonial. Si los desposados, a causa de los trabajos y cuidados que normalmente exige el hijo, lo consideran no como una bendición, sino como una desgracia del matrimonio, y por lo mismo quieren rechazarlo, es porque ha muerto en ellos la castidad conyugal, que debía estar arraigada en sus corazones. Al querer separar de la unión sexual la primera finalidad del matrimonio, se derrumba completamente el orden establecido y se hace imposible la voluntad de alcanzar los demás fines del mismo; pues no puede desear estos fines quien no acepta el orden que entre ellos reina. La deformación antinatural del acto conyugal y su infecundidad indican que se ha perdido la idea de la bendición que significan los hijos. Tal proceder es, por lo demás, la consecuencia necesaria de la fuerte propaganda que en nuestros días se hace de los pecaminosos medios y métodos anticoncepcionales.

Pero, aun suponiendo que en principio los casados no rechazan la prole, pueden presentarse, algunas veces, razones graves que en determinadas circunstancias hagan menos deseable la aparición de un hijo.

Las razones graves que pueden justificar el deseo de no tener más hijos definitiva o temporalmente pueden ser, entre otras: el estado de convalecencia de la esposa, una enfermedad de la misma que una nueva concepción podría hacer extraordinariamente peligrosa, la carencia de vivienda junto con extrema pobreza, grave peligro próximo de perversión religiosa o moral, herencia defectuosa que recibirán los hijos.

Pueden darse, pues, casos en que, sin rechazar los hijos por principio, no se desee efectivamente tenerlos, por serios motivos. Lo que entonces puede justificar moralmente la unión conyugal no es precisamente esa aceptación general de la prole; lo que realmente la hace lícita, y a veces obligatoria, es alguno de los demás fines del matrimonio, como el fomentar el mutuo amor, el cumplir el débito solicitado, el apaciguar la concupiscencia. Para que en tal caso no haya nada contra el fin primario del matrimonio, basta que el acto conyugal se realice en forma correcta y que los consortes tengan la disposición habitual de aceptar la prole, si ésta viniere.

Para justificar, pues, la unión marital, no se requiere la renovación constante de la voluntad o intención de tener descendencia.

Ahora bien, cuando los desposados no tengan motivos especiales que hagan aparecer la concepción como moralmente indeseable o inoportuna, si conservan la disposición general favorable a la prole, continúa influyendo eficazmente, como intención virtual, en la conciencia que provoca la unión conyugal. Ni es necesario que dicha voluntad general sea la que única o predominantemente determine cada vez la unión sexual, lo cual equivaldría a exigir para cada acto la voluntad o intención expresa de tener hijos.

Para que la unión conyugal fuera del todo irreprochable en sus motivos, exigía siempre santo TOMÁS DE AQUINO que se realizara intentando expresamente la consecución del fin primario del matrimonio, esto es, la descendencia. Con todo, no consideraba sino como imperfección levemente culpable la ausencia de dicha voluntad actual y expresa, con tal que el acto se realizara con toda su perfección material. Los teólogos modernos, a partir sobre todo de san Alfonso de Ligorio, han abandonado esta opinión rigorista del Aquinate.

Examinaremos en seguida los diferentes casos en que se han de aplicar estos principios: el acto conyugal sólo para satisfacer la concupiscencia ; el acto conyugal en caso de impotencia o esterilidad; durante la preñez ; después de una esterilización culpable; la continencia periódica; la limitación de la prole por abuso del matrimonio.

1) El acto matrimonial realizado únicamente para satisfacer
la concupiscencia

El papa INOCENCIO XI condenó la siguiente proposición: "El acto conyugal ejecutado sólo por placer, está exento de toda culpa, aun de la venial" (Dz 1159). Sin embargo, si aun en este caso el acto conserva su carácter de servicio de amor, la culpa consistirá sólo en la insuficiencia del motivo, y por tanto, con referencia a cada acto concreto, el pecado será sólo venial. Pero si se tratara de una actitud general y perdurable que llevara a los casados a buscar en sus relaciones íntimas nada más que la satisfacción de la sensualidad, sin preocuparse para nada del verdadero amor espiritual ni de colaborar en la obra creadora, habría que admitir que de ellos se ha apoderado la lujuria en la forma más alarmante y que su actitud es de las más impúdicas. Les cuadrarían las palabras del ángel: "Escúchame, que yo te mostraré cuáles son aquellos sobre quienes tiene potestad el demonio. Los que abrazan con tal disposición el matrimonio que apartan de sí y de su mente a Dios, entregándose a su pasión como el caballo y el mulo, que no tienen entendimiento" (Tob 6, 16 s). Son los sentimientos que animaban a Tobías los que han de presidir las relaciones íntimas de los casados, aunque no es necesario renovarlos a cada acto : "Ahora, pues, Señor, tú sabes que no movido de concupiscencia tomo a esta mi hermana por esposa, sino por el solo deseo de tener hijos que bendigan tu santo nombre por los siglos de los siglos" (Tob 8, 9).

Puede suceder, sin embargo, que los casados se sientan impulsados a la unión por el deseo del placer sensual que acompaña al deleite superior y psíquico de la misma. Para que no haya allí desorden ni pecado basta que ese placer no se convierta en fin último, ni en aspiración dominante de la unión, aunque efectivamente le dé ocasión. Si se observa la jerarquía de motivos, la acción está en orden; entonces no se obra "por puro placer sensual", ni se persigue predominantemente aquello que la unión amorosa tiene de característicamente carnal y egoísta.

2) La relación sexual en caso de impotencia o de esterilidad

Por impotencia se entiende la incapacidad para la unión sexual perfecta en su aspecto exterior y material. Se diferencia de la esterilidad, en la cual la imposibilidad de la concepción no depende del modo y manera de realizar la unión sexual. La impotencia es absoluta si tiene lugar entre una persona y todas las demás : relativa, si entre una persona y otra determinada.

La impotencia absoluta incapacita absolutamente para el matrimonio; la relativa, para el matrimonio con la persona correspondiente. Si la impotencia es perpetua y existía antes de contraer matrimonio, éste sería inválido y por lo mismo sería ilícita toda relación marital. Mientras la impotencia permanece dudosa, pueden los casados intentar la unión marital, pues el matrimonio formalmente contraído tiene en su favor la presunción de derecho; y es regla abonada no sólo por el derecho canónico, sino también por la naturaleza de la cosa misma.

Si la impotencia sobreviene después de contraído válidamente el matrimonio, tórnase ilícita la unión marital, cuya realización material exterior hace imposible la concepción. Mas no se les prohibe entonces a los casados toda muestra de afecto íntimo; se les permiten las que no tienen por finalidad la satisfacción sexual (la polución) y no presentan peligro próximo de la misma.

Conforme a la opinión prácticamente segura, debe considerarse válido el matrimonio contraído por personas que adolecen de simple esterilidad, o sea por aquellos que pueden realizar perfectamente el acto conyugal ; el cual les es lícito por los correspondientes motivos: fomento del amor conyugal, prestación del débito, apaciguamiento de la concupiscencia.

3) La relación conyugal en caso de esterilidad producida
intencionalmente

Pero es muy distinto el caso de quienes se han practicado la esterilización con el fin de poder entregarse a las relaciones sexuales sin temor de tener descendencia. En primer lugar, la esterilización en sí misma constituye un atentado arbitrario contra la integridad corporal; en segundo lugar, tal intervención aspira a facilitar el disfrute de las relaciones sexuales, rehuyendo toda incomodidad; ¿quién no ve que todo ello delata un rechazo positivo de la contribución a la vida, al paso que se desea satisfacer la concupiscencia? Así pues, el motivo que la inspira y el sentimiento sobre que se apoya le confieren carácter inmoral.

Sin embargo, el cónyuge culpable, solicitado al débito, debe prestarlo. Aun puede sostenerse que si el verdadero arrepentimiento de las graves consecuencias de la esterilización ha roto la cadena de la culpa, es lícito pedir y realizar el débito conyugal por cualquiera de los motivos generales que lo cohonestan. Pienso que la nueva disposición interior producida por el arrepentimiento, llevará necesariamente a realizar el acto en forma natural perfecta.

4) La relación conyugal durante la preñez

La opinión aceptada hoy día casi por todos los moralistas es que las relaciones maritales durante la preñez son lícitas, a no ser que resulten peligrosas para la vida del feto.

Los teólogos anteriores a la edad moderna seguían casi todos una opinión rígida, en consonancia con su doctrina de que el acto conyugal sólo era lícito teniendo la intención actual o virtual de llegar a la concepción. Así, por ejemplo, san Ambrosio escribe: "Dios trabaja en el santuario silencioso del seno materno y ¿tú quieres profanarlo con la voluptuosidad? ¡Toma por modelo al bruto, o mejor, teme a Dios!".

La relación conyugal durante la preñez no puede juzgarse con las reglas que se le aplican durante los días agenésicos o practicada entre estériles. El respeto ante el gran misterio que se opera en el interior de la madre y la delicadeza con que ha de tratarse a la mujer embarazada por esa maravillosa realidad, imponen al esposo suma discreción en lo que respecta a solicitar la unión. Sólo estaría exento de todo reproche si lo hiciera para satisfacer la necesidad que ella le manifestara y como demostración de especial cariño. Cuando el esposo comprende que, aunque su esposa no lo desee propiamente, no lo llevaría sin embargo a mal, puede pedir el débito para librarse de alguna grave tentación contra la castidad o la fidelidad conyugal.

Obsérvese, además, que la comparación con los brutos que obran con un instinto seguro, traída por san Ambrosio y otros padres, no hace al caso; pues la unión marital es cosa muy distinta del coito de los animales. Entre éstos no hay más que instinto y procreación ; la unión marital encierra, por el contrario, una prestación de verdadero amor y fomenta el cariño mutuo, con tal, empero, que se realice totalmente como acto procreador.

El marido ha de tener especialísima delicadeza cuando su mujer siente alguna propensión al aborto. Los primeros meses de embarazo son especialmente críticos, por lo que sería muy reprobable que el marido se acercase a su mujer en tal época con demasiada violencia o frecuencia, pues los ginecólogos ven en ello un peligro directo para el feto. El débito en los últimos meses del embarazo da que sentir a la esposa, aun psíquicamente. "Muchos son los médicos que exigen que, al paso que aumenta la obligación respecto de la criatura en los últimos meses del embarazo, cese el amor sexual, para reemplazarlo por el amor respetuoso de la continencia. De lo contrario, la criatura que vive en el seno materno podría sufrir menoscabo, y aun acaso arriesgar su misma existencia" 176

5) La continencia periódica

Las conocidas investigaciones del médico japonés OGINO y las del austríaco KNAUS han señalado con bastante exactitud el único espacio de tiempo en que, dentro del ciclo de la menstruación de una mujer sana, puede realizarse la concepción. Casi exactamente 14 días (entre 14 y 16) antes del término del período en que ha de comenzar la nueva menstruación se desprende del ovario un óvulo maduro y pasa a la matriz o útero (= ovulación). Pues bien, el óvulo sólo puede vivir algunas horas, y el semen viril sólo puede ser fecundo durante unos dos días después de la relación sexual: se presenta, pues, como tiempo apto para la concepción el intervalo entre el día 17 y el 12. y posiblemente aún el entre el día 19 y 11 antes de la próxima menstruación. Las comprobaciones realizadas por OGINO y KNAUS fueron examinadas y completadas por numerosos investigadores, de modo que hoy un ginecólogo práctico, después de observar detenidamente la duración y variación del ciclo de la menstruación y la oscilación de la temperatura, por medio de la cual también se puede observar la ovulación, puede llegar a determinar con bastante precisión los días fecundos e infecundos. Y aun sin intervención del médico y con ayuda de tinas simples tablas, puede una mujer sana, que tenga sus reglas exactas (excepción hecha de los primeros meses después del parto), determinar sus días fecundos e infecundos.

El conocimiento de esta ley de la naturaleza es de gran importancia para los esposos que, deseosos de tener descendencia, quieren saber cuáles son los días más indicados para llegar a la concepción. Esta ley, por Dios establecida, puede ser también de gran ayuda para aquellos que, por serios motivos moralmente inatacables, consideran desaconsejable, temporal o definitivamente, una nueva concepción, y que, con todo, quieren cumplir con el matrimonio, persiguiendo sus fines secundarios, "dejando siempre a salvo la naturaleza intrínseca de aquel acto y por ende su subordinación al fin primario".

Para calificar la moralidad de la observancia de los días agenésicos en la relación matrimonial, es preciso ante todo considerar los motivos que a ello impulsan. Si la continencia periódica se practica simplemente porque no se quiere colaborar con Dios a la propagación de la vida ni al acrecentamiento del cuerpo místico de Cristo, o porque se siente horror al sacrificio, o porque se tiene a los hijos en menosprecio, o porque falta confianza en la divina Providencia o se juzga que la vida no merece ser vivida, la escrupulosidad para contar los días "sin peligro" embargará el alma, y paulatinamente esa preocupación la llevará a considerar a los hijos como una terrible desgracia.

Puede decirse que ésta es la enfermedad mental característica de nuestra época. "La intensa preocupación por la vida sexual, en cierto modo mecanizada, ha orientado a las almas a la vida de la lujuria, haciéndoles creer que ésa es la vida del amor". Quien va animado por tales sentimientos caerá fácilmente en la tentación de evitar los hijos aun con el uso antinatural del matrimonio, del que abusará en los tiempos "peligrosos", para volver a aprovecharlo sin trabas en los días "sin peligro".

Por el contrario, si lo que determina a la continencia periódica es la conciencia de la responsabilidad ante Dios creador, el entender que, a pesar del amor a los hijos, un nuevo embarazo es desaconsejable, si lo que mueve al alma principalmente no es el deseo incontrolado del placer sensual, protegido por el "método", sino más bien el pensamiento de ofrecer un sacrificio, renunciando gustosamente en ciertas épocas al amor sexual, por lo que se llama aquello "continencia" periódica, entonces la unión marital será realmente expresión y fomento del auténtico amor entre los cónyuges, el cual no puede existir sino cuando los casados se conforman con el orden natural establecido por Dios. La observación de los tiempos de infecundidad natural no significará entonces sino un conformarse crin la naturaleza en una forma inofensiva para el psiquismo y para la moral. Procediendo de esta actitud moral la continencia periódica, en vez de exponer al "miedo al niño" o al abuso del matrimonio, dispone a dar su contribución a la vida con el ejercicio de un amor matrimonial de buena ley.

Conforme a lo dicho, podemos establecer las reglas siguientes:

1) No debe nunca principiarse la vida matrimonial con la continencia periódica, a no ser que se presenten circunstancias del todo anormales. Nada ahonda tanto la felicidad de la unión como la entrega sin reservas y la voluntad de colaborar a la acción creadora de Dios, y nada fomenta tanto la mutua veneración y respeto. En la prole vienen a trabarse íntimamente sus vidas.

2) Cuanto menos claras y más débiles sean las razones que desaconsejen un nuevo embarazo, menos ansiosamente han de seguirse las indicaciones médicas para determinar los días de esterilidad. Y cuando, a pesar de los cálculos y a causa de las excepciones que sufre aún la ley natural, se presenta un nuevo retoño, se mostrará entonces, por su gozosa aceptación, la verdadera voluntad de contribuir a la propagación de la vida.

3) El que un nuevo embarazo pueda poner en gravísimo peligro la vida de la madre, no es de suyo motivo suficiente para aconsejar y poner en práctica la continencia periódica. Ello sólo es lícito cuando un médico perito y concienzudo lo aconseja. Convendría, pues, que, por lo menos en las ciudades más populosas, hubiera médicos y sobre todo médicos femeninos de toda confianza, cuyos servicios en este particular pudieran recomendarse a todas las pacientes.

4) No puede decirse que los casados que, sin motivo suficiente para no querer más hijos, siguen el método de la continencia periódica, pequen directamente contra la castidad conyugal cada vez que hacen uso del matrimonio, suponiendo, empero, que el acto se realice en forma correcta. Pero si ello se torna en práctica constante, cualquiera ve que allí ya falta la disposición de conseguir la primera finalidad del matrimonio, indispensable para que pueda decirse que existe la honrosa castidad conyugal. "Sustraerse siempre y deliberadamente, sin un grave motivo, al deber primario del estado matrimonial, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal".

Dos cosas han de reconocérsele a quien subjetiva, pero falsamente persuadido de que le asisten motivos suficientes para no tener más hijos, realiza el acto conyugal conforme a su naturaleza, aunque sólo en los tiempos agenésicos: primeramente, la voluntad de observar la forma natural del acto, y luego, una disposición de voluntad que no excluye completamente la maternidad o paternidad, dado el riesgo siempre existente de la concepción. Por lo mismo, según mi entender, no se le podría argüir de pecado grave, ni de disposición gravemente pecaminosa. El espíritu de la época es el que inficiona a menudo a tales personas y les persuade erróneamente de que los hijos son indeseables.

No se vaya a pensar que el "método de Ogino-Knaus" sea el remedio universal contra el miedo al niño, miedo que conduce a adoptar el sistema de matrimonios de un solo hijo, o a lo sumo de dos. Lo fundamental e irreemplazable es la voluntad de servir rendidamente a Dios creador; sólo ella hace posible la castidad conyugal. Una "técnica natural" no puede disimular siquiera los peligros que trae consigo la limitación voluntaria de la natalidad. Sin duda que la continencia periódica respeta la naturaleza del acto conyugal y se diferencia, por lo mismo, esencialmente del uso antinatural del matrimonio, pero téngase en cuenta que el mal radical de los actos antinaturales en la unión marital es precisamente el miedo al niño.

6) El abuso del matrimonio

Principio: Pecan gravemente contra la castidad conyugal los casados que, en su trato marital, buscan la satisfacción sexual, pero sin realizar una unión que puede naturalmente llegar a ser fecunda.

Lo que más envilece a una mujer es el coito en forma parecida a la sodomía, el coito "in vase indebito". Por los sentimientos que delata es un pecado igual al de sodomía.

El empleo de preservativos que impidan el embarazo mecaniza y profana las relaciones conyugales.

También enseña clara y expresamente la Iglesia que pecan gravemente los casados que interrumpen arbitrariamente la cópula; es decir, los que se llegan a ella con la intención, individual o solidaria, de ir hasta la satisfacción corporal completa por medio de ella, pero que inmediatamente antes de que ésta se produzca, se apartan para impedir la concepción.

Este pecado recibe el nombre de onanismo, de Onán, a quien Dios castigó con la muerte, por haberlo cometido (Gen 38, 9) 183 El pecado de Onán, según lo pinta la sagrada Escritura, fue no sólo una ofensa al Creador, sino también una falta de amor a su esposa, a la que no quería dar descendencia.

El onanista peca no sólo contra Dios y la santidad del sacramento, sino también contra su consorte, a quien no trata como a compañera con quien se ha de salvar, sino como a simple instrumento de placer. Y sería absurdo pretender que tal proceder se justifica como fomento del mutuo amor. Según san AGUSTÍN no hay allí amor conyugal, puesto que la mujer queda envilecida a la condición de una prostituta. El acto mismo, como tal, concentra toda la atención sobre la simple satisfacción del instinto y no deja lugar a que se explaye el verdadero amor. Tal unión no los hace verdaderamente "una sola carne", no los reduce a verdadera unidad, como lo pide la expresión sensible del pacto del santo matrimonio. Los alienistas y la psicología de profundidad afirman que esta grosera práctica, que concentra el alma en la satisfacción del instinto, a la larga, ejerce un efecto destructor sobre los nervios, perjudicando la salud mental del consorte, especialmente de la esposa. Las más terribles consecuencias recaen precisamente sobre quien está naturalmente dotado de mayor nobleza y sensibilidad.

7) Cooperación en el abuso

He aquí algunas reglas referentes a la cooperación en el abuso del matrimonio:

1) Debe rehusarse siempre, por ser cooperación formal, la que uno de los esposos pidiera al otro para una cópula que ya desde su principio fuera específicamente antinatural, como sería la que se equipara a la sodomítica, y en la cual la función pedida sería por sí contraria a la naturaleza.

2) La cooperación a la cópula onanística sin instrumento es por sí una ilícita cooperación material al pecado.

Pueden presentarse casos, sin embargo, en que, por graves razones, le sea lícito al cónyuge inocente prestar su cooperación; por ejemplo, para evitar el adulterio, el alejamiento o perturbación grave en el matrimonio, el peligro de propia incontinencia. Se requiere, sin embargo,

  1. que en la propia colaboración nada haya contra la naturaleza ;

  2. que no se apruebe en ningún modo el pecado del otro ;

  3. que, con prudencia, haya hecho cuanto esté a su alcance para retraer al cónyuge de su pecado. Además ha de darse a entender al pecador que, al prestarse a su deseo, no se acepta más que la cópula natural, y que, por consiguiente, sólo para ella se presta colaboración.

Habiendo razones graves que hagan ilícita una cópula perfecta, por ejemplo, un inminente peligro de muerte si sobreviene un embarazo, pienso que sólo son lícitas aquellas demostraciones de amor que no expongan al peligro de llegar hasta la satisfacción corporal. No puede, pues, provocarse positivamente lo que pasa de esa medida ; sólo podría tolerarse pasivamente, puesto que ninguno desea, o por lo menos ninguno puede desear la cópula perfecta.

Si no hay peligro alguno en rechazar la cópula onanística, y si antes, por el contrario, se puede prever que con ello se apartará al cónyuge de cometer el pecado, ha de rechazarse invariablemente. Sería ilícita, en tal caso, cualquier cooperación.

El cónyuge inocente, que por razones justas coopera a la materialidad del acto, puede ir hasta la satisfacción corporal propia del acto natural, con tal que nada haya de desordenado en sus sentimientos o en su proceder. Una de las razones es que, de lo contrario, el apetito excitado pero no satisfecho provocará tentaciones y, a la larga, cansará los nervios, con el consiguiente peligro.

3) Cuando el esposo emplea preservativos (onanismo artificial), su esposa debe resistirle con todas sus fuerzas. A lo sumo, si le asistieran gravísimas razones, podría portarse pasivamente.

Cierto es que muchos autores consideran que el portarse pasivamente en la relación onanística artificial constituye cooperación formal, puesto que ya desde su principio es antinatural. Quien considere esta opinión no sólo como probable, sino como segura, deberá exigir lógicamente que la esposa le resista en la misma forma que debe hacerlo una joven violentada 186. Es cuestión de prudencia pastoral el ver cuándo y cómo puede aplicarse este principio.

8) Cópulas poco propicias a la concepción

No constituye pecado grave, y aun puede declararse lícita cuando para ella hay algún motivo honesto, la cópula que, sin impedir la concepción, la hace menos verosímil, con tal, claro está, que no vaya viciada por algún otro concepto.

La ciencia médica más moderna enseña que el semen viril no llega a la matriz por efecto de su peso, sino por una especie de atracción magnética. De aquí podemos concluir que la cópula natural no requiere determinada posición en la mujer. Pero habrá que tener en cuenta, sin embargo, lo que diremos después acerca de los caracteres del coito como unión personal.

El lavado vaginal después del coito no constituye aborto, pues en la vagina no se realiza ninguna concepción; pero tal manera de obrar es gravemente pecaminosa por cuanto puede frustrar la fecundación. Sin embargo, el lavado sería lícito después de una cópula extramatrimonial realizada por violencia, puesto que podría considerarse como un complemento de resistencia.

Es evidente, por otra parte, que nunca es lícito el aborto aunque la concepción haya sido a consecuencia de una violación.

b) La castidad conyugal, expresión de un amor constante
y delicado

La voluntad de cooperar a la obra divina de la propagación de la vida, primera exigencia de la castidad conyugal, exige otra, a saber, que esta cooperación vaya dirigida y compenetrada por el amor.

La castidad debe presidir tanto a la relación sexual como a la continencia de los casados; para conseguirlo es preciso que todo vaya regulado por el amor, que el amor fuerte, delicado y tierno sea como el alma que todo lo anima. Ni basta que las relaciones maritales vayan encaminadas a propagar la vida, conforme a su naturaleza; preciso es despojarlas de la frialdad y rigidez de los actos realizados por cumplir. Pues para ello es preciso que el amor conyugal todo lo vivifique y lo eleve al plano auténticamente humano.

Varios son los requisitos de la castidad conyugal, si se quiere hacer del débito una unión de amor delicado y auténticamente personal. Esos requisitos miran al modo y manera de realizarlo, a la posición y al lugar, a la delicadeza, al papel del amor, al "arte del amor", a la petición oportuna del débito, a la moderación y a la continencia.

1) Forma del amor conyugal

La cópula marital ha de ser tal que en ella se realice no simplemente la unión de los cuerpos, sino la compenetración de las personas y de todo el ser. Es improcedente entrar aquí en mayores pormenores. Los casados entienden cómo deben obrar, sobre todo si se profesan verdadero amor y mutuo respeto.

2) La ternura

La ternura debe acompañar no sólo la unión marital sino toda la vida conyugal. Al amor le corresponde no sólo dirigir el acto matrimonial sino también imprimirle ternura. "La ternura es el foco de luz que disipa lo tenebroso del acto conyugal. En el alma pura, la ternura prevalece, en cierto modo, sobre la sensualidad. La unión marital debe ir penetrada y saturada de ternura, o mejor, ha de vivirse como el punto culminante de una ternura excepcional".

Al paso que la sensualidad no consigue sino incitar la pasión, la ternura, expresión de recatado amor y de respeto, es un elemento que expresa el amor y lo mantiene vivo, al mismo tiempo que domina y ennoblece la sensualidad, sin extinguirla. Los casados adornados de verdadera ternura pueden renunciar fácilmente a la unión carnal y prescindir del placer que causa, cuando así lo pide el amor, y esto precisamente porque no los impulsa la brutal y grosera sensualidad.

El esposo, por su parte, no ha de tomar por invitación a la unión cualquier muestra o solicitación de afecto por parte de su esposa. "Lo que puede ofrecer o aceptar el amor y el afecto marital, se determina sobre todo por la experiencia personal, mas no por la experiencia exclusiva de uno sino por la de ambos, si trata cada uno de comprender el carácter del otro".

Las caricias, aun las sensuales, son lícitas como demostración de cariño, aunque no se den con intención de llegar luego a la unión; y no se hacen ilícitas por el solo hecho de que alguna vez, fuera de toda voluntad y previsión, produzcan la satisfacción física.

Los tocamientos y miradas sexuales, si proceden únicamente de la concupiscencia, sin que en ellos tenga parte alguna el delicado y auténtico amor matrimonial, no están exentos de culpa venial. Y si con ello se quiere llegar a la satisfacción sexual, sin querer llegar a la unión, se comete pecado grave, aun cuando no se haya buscado expresamente dicha satisfacción, con tal que haya sido prevista con gran probabilidad.

3) Los actos accesorios

Los actos accesorios, como una cadena ininterrumpida de delicadezas, deben introducir el acto de la unión y presentarlo como una inequívoca expresión del más delicado afecto, y así elevarlo por encima de la simple satisfacción o de un cumplimiento seco e inafectuoso del "débito" como contribución obligada a la vida. La unión casta deber ir psíquicamente. acompañada por los actos accesorios del " juego del amor". Ello es también indispensable para dominar la sexualidad y para ir despertándola paulatinamente. Precisamente en este campo le incumbe al varón la importantísima tarea moral de practicar un amor lleno de delicadeza y discreción. Él debe saber que, por lo general, la vivencia o conmoción sexual asciende y desciende en la mujer más lentamente que en el varón. Por eso exigirle una unión antes de que ella se haya puesto al diapasón erótico del marido no podrá menos que molestarla, porque frecuentemente quedará insatisfecha, lo cual podrá conducirla, poco a poco, a encontrar incómodo y grosero el débito, sin que consiga animarlo de verdadero amor.

4) El "arte del amor"

Si por técnica o "arte del amor" se entiende la manera elegante y honesta con que se traduce la ternura y la práctica entera del amor, la manera delicada de adaptarse el uno al otro, el modo concienzudo como los esposos procuran educarse para elevar las inclinaciones instintivas a la altura de las emociones de un amor delicado, que embarga el cuerpo y el alma, entonces nos encontramos ante un problema de capital importancia, de cuya solución puede depender la armonía de muchos matrimonios. Así entendido, el arte del amor es claro que no se funda sobre recursos o técnicas artificiales, pues es algo que se aprende con el mismo amor respetuoso y discreto y más que todo con la orientación de ambos cónyuges hacia Dios. Dice un médico acerca de la común aceptación amorosa de la voluntad de Dios y de la verdadera oración en común, hecha por los casados : "Entre todos los secretos del arte del amor, no hay ninguno que iguale en valor a éste".

Pero si por arte de amar se entiende una repugnante instrucción pormenorizada de cómo los cónyuges podrán excitar de nuevas maneras su sensualidad, si esa técnica del amor tiene por finalidad enseñar nuevas formas refinadas de despertar el placer sensual, entonces esa técnica sin espíritu no es más que una técnica del cuerpo, mortal para el verdadero amor. "El matrimonio más firme y armonioso no es aquel que sabe despertar mayor placer sexual, mediante el arte del amor, sino aquel en que se realiza una entrega realmente personal. Con ella, como con una fuerza espiritual, consiguen los casados espiritualizar todo lo carnal, bajo y grosero, y colocarlo en un nivel más elevado. En tales condiciones las mismas caricias pierden su carácter de simple recurso de la técnica del amor, para convertirse en sincera expresión y estímulo del verdadero amor humano y cristiano 192. Por eso Pío xii, en su famoso discurso a las comadronas del 29-10-1951, opuso su enérgico veto a la "difusión de una literatura que se cree obligada a describir en todos sus particulares las intimidades de la vida conyugal, con e: pretexto de instruir, de dirigir y de tranquilizar" 193

El verdadero arte del amor conyugal no lo aprenderán los desposados en nada artificial o venido del exterior. Este arte consiste en la expresión delicada del amor respetuoso del uno para el otro ante la presencia de Dios.

5) Solicitación del débito y su aceptación

Escribe san PABLO en su primera epístola a los Corintios 7, 2-7: "Para evitar la fornicación, tenga cada uno su mujer y cada una tenga su marido. El marido a la mujer páguele lo que le es debido, e igualmente también la mujer al marido. La mujer no es dueña de su propio cuerpo, sino el marido; e igualmente tampoco el marido es dueño de su propio cuerpo, sino la mujer. No os defraudéis el uno al otro, a no ser de común acuerdo por un tiempo, con el fin de vacar a la oración, y luego tornar a juntaros, no sea que os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia. Esto, empero, lo digo haciéndome cargo de la situación, no imponiendo precepto..."

El matrimonio ha hecho de ambos "una sola carne" ; por lo mismo no puede ninguno, por sí y ante sí, rehusar por largo tiempo o definitivamente las intimidades del amor conyugal. Sería faltar contra el mutuo derecho y más que todo contra el amor debido. Pero sí pueden, de común acuerdo y en aras de un amor abnegado, guardar continencia en vista de un bien superior, como es el dedicarse a la oración. Pero el peligro de tentaciones para uno o para ambos impone un límite a la continencia. El consejo de san Pablo tiene un valor permanente, aun cuando el peligro de incontinencia, tan fuertemente marcado, pueda obedecer al ambiente de Corinto, puerto pagano, enteramente sumergido en los placeres de la carne. El Apóstol pone muy en alto la igualdad de derechos entre el esposo y su mujer. El uno debe mirar al otro, porque se trata de derechos estrictamente recíprocos. Aunque no apunta aquí principalmente al derecho de exigir, sino más bien al deber de prestar una amorosa atención al otro.

Indudablemente la prestación del débito matrimonial es cosa que obliga gravemente. Por eso el rehusarlo injusta e indelicadamente por largo tiempo — y aun a veces una sola ocasión — constituye pecado grave, suponiendo una solicitación seria y justa. No existe precepto general que obligue por sí a la petición del débito. Pero las circunstancias pueden hacerla obligatoria ; y es cuando aparece necesaria para mantener y fortalecer el amor y la fidelidad conyugales, o para librar al cónyuge de alguna fuerte tentación. Puede, pues, decirse que se trata de un precepto de caridad, la cual debe mirar tanto por el bien del prójimo como por el propio.

El cónyuge que solicita el débito debe considerar evidentemente las disposiciones corporales y espirituales en que se encuentra el otro y hacer cuanto pueda para adaptarse a ellas. En lugar de decir que el cónyuge tiene derecho a pedir el débito. acaso fuera más exacto decir que lo tiene a obrar sobre las disposiciones de su consorte. Indudablemente el otro tiene el deber de justicia y caridad de otorgar el débito, si no se encuentra indispuesto física o moralmente.

Y precisamente porque en este campo no se trata de simples relaciones de derecho, sino de normas de la caridad, no debe cada uno de los cónyuges esperar la petición formal del débito, sino que debe estar amorosamente atento para sorprender en el otro la disposición de correspondencia. Esta delicada atención le corresponde sobre todo al esposo, pues la mujer, generalmente más reservada, no se resuelve a pedir el débito, sino dando a comprender su disposición.

Ninguno de los cónyuges debe exceder los límites de lo que al otro puede exigírsele. Cualquier exceso atenta contra la personalidad del otro; y eso ya no sería "petición del débito, sino injusta exacción", a la que no sería necesario, o mejor, a la que no se debería satisfacer.

El mutuo amor que se deben les dictará a los casados la medida razonable en las relaciones. Puede darse como norma cierta que, por lo general, no obliga el débito más que una vez en veinticuatro horas. Las relaciones demasiado frecuentes, en vez de apaciguar el apetito, lo excitarían más, y harían muy difícil la continencia que por alguna razón se hiciese necesaria, sin contar que disminuirían el santo respeto que debe rodear esta íntima manifestación de amor y en cierto modo la profanarían, decayendo también proporcionalmente el placer experimentado.

La delicadeza del amor prohíbe absolutamente a los esposos solicitar la relación :

  1. En los días de la menstruación;

  2. En las últimas — de 4 a 8 — semanas antes del parto, y en las primeras — de 4 a 6 — después de él;

  3. Durante una enfermedad por la que el cumplimiento del débito se vuelva molesto y desagradable corporal o psíquicamente, aun cuando la molestia no fuese grave. En tal caso, el cónyuge solicitado puede muy bien pedir al otro lo exonere caritativamente de ese deber. Y si el peligro es grave, tendría obligación estricta de negarse, pues en tal caso el otro no puede ni pedir ni realizar el acto sin pecado. Pero si la enfermedad es larga, haría bien en otorgar el débito seriamente solicitado, aun cuando ello le causara alguna repugnancia o alguna leve incomodidad.

Es de saber que pecaría gravemente el cónyuge que, afectado de una enfermedad contagiosa comunicable por la relación marital (gonorrea, sífilis, etc.) solicitara el débito o lo otorgara.

El cónyuge, culpable de adulterio, pierde el derecho al débito conyugal. Pero pueden darse circunstancias en que el cónyuge inocente tenga la obligación de acceder a una solicitación del culpable, y es la caridad la que entonces puede obligarle, así como también la misión conferida por el sacramento, de interesarse por la salvación del cónyuge y de toda la familia. Al adúltero sinceramente arrepentido no le asiste ciertamente el derecho de exigir, pero sí puede pedir; pues a la caridad misericordiosa del inocente nada se le puede exigir, sólo se le puede suplicar.

El verdadero amor conyugal se muestra no sólo en solicitar y aceptar delicada y oportunamente el débito, sino también en observar cuidadosamente la continencia, conforme lo exija el mayor bien del cónyuge y la mutua fidelidad.

6) La prole ¿fruto del amor o de la fecundación artificial?

Es voluntad de Dios que los hijos lo sean de la entrega amorosa dentro del matrimonio. El amor infinito de Dios, que llama por su nombre a aquel ser diminuto, no quiere hacerlo por medio de instrumentos artificiales, sino por medio del amor fecundo de sus padres y mediante el acto natural y personal del amor que se entrega sin reservas. Nuestra época, que tan horriblemente ha desnaturalizado la unión conyugal, quitándole la fecundidad, ha llegado ahora al colmo de lo antinatural y antihumano : ha comenzado a "producir" al "hombre de retorta", al hombre engendrado sin amor, y nacido por obra de la técnica.

La fecundación artificial de la mujer es una de las más flagrantes manifestaciones de impudor y de impureza carente de amor y de gozo. Su propagación, pavorosamente rápida, favorecida en parte por algunos estados, es un síntoma de la antinaturalidad, del recelo ante la idea de ligarse y entregarse por el amor, de la absorción del hombre por la técnica. El hombre cle la técnica tiene, en la bomba atómica, el arma para exterminar desde fuera la raza humana; al paso que la fecundación artificial revela su vacuidad interior: faltándole el amor conyugal que lo conduzca a la paternidad, lo ha reemplazado por la generación técnica.

En su alocución del 29—9—1949, Pío XII condenó terminantemente la fecundación artificial de la mujer. Constituye pecado no sólo si se realiza con semen de un tercero, sino aun con el del esposo, aunque es evidente que en el primer caso sería mayor la ofensa contra la santidad del sacramento y contra la prole. "Al hablar así, no se proscribe necesariamente el empleo de ciertos medios artificiales destinados únicamente ora a facilitar el acto natural, ora a hacer alcanzar su fin al acto natural normalmente cumplido". El problema de la fecundación artificial mediante la esperma del marido se plantea ante todo cuando éste es impotente. Si la impotencia es perpetua y anterior al contrato matrimonial, el matrimonio es inválido, sin que lo pueda remediar una fecundación artificial ; pues el matrimonio es una sociedad basada en el amor, y no una sociedad con el simple fin de "producir" descendencia por el procedimiento que sea.

c) La castidad conyugal, disposición producida
por el sacramento

El sacramento del matrimonio incorpora al culto, y exige, por lo mismo, el divino servicio de Cristo y de su Iglesia. Esa incorporación cultual es el tercer fundamento o la tercera raíz esencial de la castidad conyugal, que, como lo acabamos de ver, descansa también sobre el respeto que impone el servicio a la vida y al amor.

Pide san Pablo la castidad conyugal al pedir al casado poseer a su esposa en "santidad y honor" (1 Thes 4, 5). Por causa de las relaciones matrimoniales no han de perder los casados su capacidad para los actos del culto, ni su esencial ordenamiento hacia la gloria de Dios, corroborado de modo especial por el sacramento del matrimonio. Las relaciones matrimoniales no sólo deben ser honorables, sino también santas; deben ser un servicio divino destinado a glorificar el amor singular de Cristo por la Iglesia, amor especialmente simbolizado por el matrimonio, amor que han de honrar ora por la continencia, ora por la unión amorosa. Pues por ambos modos se manifiesta el amor conyugal, realizando así la misión sagrada que impone la gracia sacramental y convirtiéndose de este modo en divino servicio de Cristo y de la Iglesia.

La profanidad en las relaciones sexuales: he ahí el mayor peligro para la cristiana castidad conyugal. Su defensa más eficaz está en el respeto religioso, cuyo fundamento más sólido se encuentra en la doctrina católica de la sacramentalidad del matrimonio, y cuya fuerza vencedora está en la gracia del sacramento. El misterio sacramental de la castidad conyugal cristiana coloca a ésta en un rango esencialmente superior al de la simple castidad conyugal natural, por perfecta que pueda ser.

El amor conyugal pasa antes que el voto de perpetua continencia, emitido antes del matrimonio, de manera que el consorte así ligado debe acceder a la petición del otro. Quien ha emitido ese voto, debe necesariamente pedir su dispensa antes de contraer matrimonio, en caso de tener suficientes razones para creerse llamado al estado matrimonial.

Quien contrae sin haber obtenido dispensa, debe solicitarla posteriormente ad petendum debitum, para pedir el débito ; así podrá no sólo otorgarlo, sino también solicitarlo. El santo vínculo del matrimonio y el mutuo derecho que engendra prohibe a cada uno de los cónyuges emitir por sí y ante sí el voto de castidad, pues el servicio divino que como a casados se les exige, es ante todo el del amor conyugal y su contribución a la vida.

Lo cual no impide que ambos, de común acuerdo y con entera libertad, se comprometan a la continencia temporal o perpetua; siempre, sin embargo, con la condición de que mientras vivan podrán volver al uso del matrimonio, "no sea que los tiente Satanás" (1 Cor 7, 5).

La emisión del voto solemne de castidad disuelve completamente el matrimonio no consumado aún.

Cuando surgen dudas acerca de la validez del sacramento del matrimonio, hay que procurar esclarecerlas. Mientras tanto, al que duda no le es lícito solicitar el débito, pero sí puede generalmente otorgarlo, si el consorte que no duda lo solicita, a no ser que pueda prudentemente manifestarle su escrúpulo. Si, empero, no es posible aclarar la duda ni llegar a la certidumbre de que es válido el matrimonio, conservan, sin embargo, los casados el derecho a las relaciones conyugales, hasta obtener pruebas morales seguras de la invalidez de su matrimonio.

Aunque graves autores lo nieguen, la mayoría de los moralistas afirman que a este caso puede equipararse el de un matrimonio contraído de buena fe, si posteriormente surgen dudas sobre la muerte del cónyuge del matrimonio precedente. No habría ningún derecho al débito si la duda fuese acerca de algún parentesco en línea recta.

Al comprobarse la invalidez de un matrimonio, válido por concepto de la forma prescrita, si no es posible convalidarlo, deben separarse los presuntos cónyuges, a no ser que haya otro medio de alejar el escándalo.

d) La castidad conyugal y el instinto

La enérgica disciplina que no se arredra ante ningún sacrificio, es sólo un fundamento puramente natural de la castidad, pero como tal es del todo insustituible. Para llegar al dominio del instinto es preciso acostumbrarse a la lucha desde la juventud; y ésta es una dote que debería aportarse siempre al matrimonio. Pero también la vida matrimonial debe disciplinarse de tal modo que contribuya a conseguir y asegurar cada vez mejor el dominio y apaciguamiento del instinto. No estará, pues, por demás añadir algunas consideraciones acerca de las relaciones conyugales a este respecto.

1) Evitar toda falsa terapéutica para el dominio de los instintos

El casto dominio del instinto no puede conseguirse mecánicamente. "Es incontestable que la violencia, la conmoción y el estremecimiento del orgasmo tiende a oprimir el espíritu... Y es muy probable que también él sucumba si no actúa profundamente y en el mismo momento". "Sólo el amor, por ser el acto más vivo y central de la persona espiritual, puede dar a ésta una intervención tan viva y central, que pueda competir con la más enérgica actualización de lo corporal, cual es el acto de la unión conyugal. Sólo él consigue mantener la soberanía del espíritu sobre la carne en ese momento".

Para dominar el instinto no basta el empleo de la ascesis, ni la energía de la voluntad; para que la lucha no resulte agotadora es preciso que intervenga un poderoso ideal, basado en un amor delicado y en la voluntad de colaborar, lleno de respeto, con el Creador. Quien está compenetrado del misterio santificador del sacramento va más segura y fácilmente a la victoria; la lucha, en vez de ser agotadora, se convierte en fuente de bienes y de grandeza.

2) La continencia temporal voluntaria o impuesta por las circunstancias

El combate para imponer al instinto un dominio perfecto debe ser tal aun dentro del matrimonio, que cuando las circunstancias impongan la continencia temporal o perpetua no se haga imposible el observarla. Por lo cual es sumamente recomendable el abstenerse de las relaciones voluntariamente y de tiempo en tiempo, con tal que ello no suponga un sacrificio por demás gravoso. En los tiempos pasados se recomendaba muy encarecidamente, y aun a veces se exigía, la continencia en los días de ayuno, y cuando se había de recibir la sagrada comunión. No hay ley, sin embargo, que la imponga. Ni sería prudente recomendarla en dichas circunstancias para todos indistintamente.

El respeto y el amor son, sin lugar a duda, los más nobles fundamentos de la castidad; pero el hombre, nacido con el pecado original, necesita indispensablemente para guardarla el ejercicio de la ascesis y del renunciamiento. Tratándose de la renuncia en el campo sexual, será más fácil conseguirla si el hombre se impone un control y una renuncia general en todas las cosas.

3) Ningún desprecio por la sexualidad

Sería una perversión el buscar en las relaciones maritales única o principalmente la satisfacción de la sexualidad. Pero constituiría un error no menos funesto el aceptar únicamente el servicio a la vida y la manifestación del amor, considerando de dudosa moralidad o sólo admitiendo a regañadientes la satisfacción sexual, que habría que hacer lo posible por extinguir, o por lo menos rechazar. Pues bien, el placer sensual que acompaña a la satisfacción psíquica del servicio al amor y a la vida, está del todo conforme con el orden y con la voluntad del Creador. Acéptenlo, pues, agradecidos los casados, aunque sin fijar en él su mirada.

Por lo mismo, iría contra la naturaleza y se expondría a falsear el amor y la castidad conyugal la esposa que evitara la satisfacción sexual del coito como algo imperfecto y reprobable. Fácilmente llegaría por allí a la frialdad y al disgusto de la relación, aparte del peligro de contraer graves neurosis. El placer psicofísico del amor conyugal es un todo armonioso que no puede desintegrarse impunemente.

4) El abrazo reservado (amplexue reservatus)

No es el amplexus reservatus o copula sicca lo que va a solucionar los problemas modernos del matrimonio. Se entiende por él la unión conyugal practicada como una simple caricia, con la cohibición voluntaria de la satisfacción corporal completa.

Lo que hay de positivo en esta práctica es la decidida voluntad de no desperdiciar el semen, al no juzgar conveniente la concepción.

El problema moral que aquí se plantea es el saber si estas intimidades que realizan la unión conyugal sin llegar, sin embargo, a su término normal, que es la satisfacción física, son en sí irreprochables, .y si no presentan normalmente ningún peligro. Aun pasando por alto las dudas que suscita la consideración del servicio a la vida, propio de la unión sexual, todavía es preciso tener en cuenta que ese intenso esfuerzo de la voluntad para cohibir la sensualidad tan profundamente excitada, pone en peligro la verdadera unión conyugal y puede perturbar el sistema nervioso. En todo caso, el abrazo reservado no puede merecer de ningún modo la aprobación general ni menos alguna recomendación. En cuanto a los sacerdotes, advierte el Santo Oficio que "en la cura de almas y en la dirección de las conciencias no hablen nunca, ni espontáneamente ni contestando a una consulta, del «abrazo reservado», como si la ley cristiana nada tuviera que objetar contra el mismo".

El Santo Oficio se ha abstenido intencionalmente de pronunciar una condenación rigurosa, absoluta y general contra la unión marital realizada en esas condiciones. Tampoco el estado actual de la investigación teológica impone tal condenación. Por otra parte, habrá cónyuges con motivos suficientes para no desear un nuevo hijo que se sientan capaces de una honesta efusión amorosa y con tanto dominio sobre sí mismos que estén seguros de poderse entregar al abrazo reservado salvaguardando el respeto que deben a Dios y a sí mismos. En tal supuesto, se puede afirmar, por lo menos, que no consta absolutamente que el "abrazo reservado" constituya pecado, o por lo menos pecado grave.

5) El dominio de la sexualidad, deber mutuo

Es nota característica de la castidad conyugal que el dominio de la sexualidad no pese exclusivamente sobre uno de los cónyuges, sino que el deber incumba solidariamente a ambos. Este sagrado deber les viene impuesto por el amor conyugal y sobre todo por la santidad del sacramento del matrimonio. El verdadero amor mira por el bien del prójimo. Pues el santo amor conyugal debe sobre todo preocuparse por ese deber solidario que mira el apaciguamiento y dominio de la fuerza del instinto. El punto vulnerable por donde puede entrar en el matrimonio la tentación y finalmente la muerte del amor y de la fidelidad conyugal, es "ese placer erótico que cada cónyuge busca exclusivamente para sí mismo, sin preocuparse lo bastante por el otro". Pero no es menos peligroso que el uno se preocupe solamente de dominar su propio instinto, sin pensar bastante que, ante todo, debe mantener vivo el amor de su consorte y facilitarle el apaciguamiento de sus pasiones excitadas, concediéndole lo que reclama el amor conyugal.

Para que los casados puedan encontrar en su vida matrimonial un remedio contra la lascivia y una atadura que sosiegue permanentemente esa pasión, han de valerse no sólo de la unión conyugal, realizada con toda delicadeza, sino también de la continencia y moderación. Para conseguir la fuerza de esta continencia deben ambos animarse y educarse mutuamente, pues es un cometido que exige la acción conjunta.

Pero han de tener siempre presente los casados que cuando el solicitar el débito es el único medio adecuado para librar al otro de alguna tentación, están obligados a ello por la caridad.

Puede darse el caso de desposados que, por delicadeza de conciencia, se muestren demasiado reservados en las intimidades matrimoniales, so pretexto de resistir al impulso de sus propias pasiones, sin advertir que es así como pueden venir a perder fácilmente el gusto del amor recíproco, privándose del efecto bienhechor del apaciguamiento de la concupiscencia. Puede suceder también que una caricia amorosa, lícita dentro del matrimonio, ofrecida tal vez para complacer al cónyuge y robustecer su amor, produzca alguna polución imprevista, especialmente en los días en que experimentan mayor propensión a dicho relajamiento involuntario. Y acontece que precisamente en esos días es cuando uno de ellos, o ambos, experimentan mayores ansias de dichas caricias. Pues bien, un amor atento y delicado sabrá sospechar el estado crítico del otro, para prestarle la ayuda conveniente, ora esquivando, ora otorgando las intimidades. En todo caso, se ha de tener en menos el peligro propio de una polución involuntaria que el de enfriarse en el amor. Mas para que la atracción sexual no desaparezca, no ha, de limitarse, por principio al simple campo de lo sexual; los cónyuges han de hacerse mutuamente atrayentes, apetecibles y amables en todo respecto. Entonces la común lucha por una castidad enérgicamente dominada se tornará más fácil; y si, por las circunstancias, tienen, a veces, que imponerse una continencia más prolongada, ayudados de la gracia de Dios, estarán en mejores condiciones de guardarla.

6) Higiene de la fantasía y de la imaginación

La delicada "higiene de la fantasía" es uno de los requisitos indispensables para conseguir el dominio sobre el instinto. Nada de entretenerse con pensamientos sobre otra persona o con imaginaciones de aventuras amorosas. La complacencia morosa, o sea, el complacerse libre y voluntariamente con imaginaciones de acciones venéreas pecaminosas — que han de distinguirse cuidadosamente de la complacencia en el pensamiento de la legítima y casta relación marital —, constituye pecado, no sólo para los solteros, sino también para los casados, con la agravante de que para éstos es un pecado que ofende especialmente la castidad y fidelidad conyugales, que obliga también en el campo de los pensamientos e imaginaciones.

El pensamiento y la complacencia morosa de actos venéreos vedados son germen de deseos y apetitos culpables libremente aceptados, dirigidos a persona extraña ; y aun puede decirse que estos dos pecados están en tan estrecha correlación de causa a efecto, que difícilmente pueden separarse. Ambos son pecados graves, presupuesta la advertencia de la libertad. Aunque conviene tener presente que personas de conciencia atrofiada o poco delicada apenas advierten las complacencias morosas y los deseos ineficaces, o por lo menos no los toman por pecados graves.

Para preservarse de tales pecados graves los casados han de rechazar inmediatamente el pensamiento de que tal persona sea más apetecible que el propio cónyuge. El pudoroso sentimiento de la fidelidad debe rechazar enérgicamente cualquier comparación que la imaginación forje.

La higiene de la fantasía supone, además, mucho cuidado en las miradas y en las palabras. Nuestro Señor mismo condenó las miradas lascivas, pues por ellas se originan y manifiestan los deseos pecaminosos y adúlteros (Mt 5, 28).

Por el contrario, la complacencia que puede causar a los casados el imaginarse las intimidades de la casta unión marital con el propio cónyuge no constituye pecado, puesto que esa imaginación y esa complacencia tienen por objeto algo bueno en sí y que les está permitido. Con todo, el grave deber de dominar la concupiscencia que incumbe a todo hombre nacido con el pecado original, impone también límites a los casados. Así, esas imaginaciones son absolutamente ilícitas cuando constituyen grave peligro de la satisfacción sexual fuera de la unión.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 261-336