II

CONSTITUCIÓN CRISTIANA DEL ESTADO. DEBERES CIVILES

1. Esencia y límites del Estado

Tanto para la filosofía política griega como para la que imperó en Prusia desde HEGEL y TREITSCHKE, el Estado es el fin de la evolución humana. Este error, diametralmente opuesto a la idea que del hombre se forma el cristianismo, fue precisamente el que KARL MARX aplicó a su socialismo. Lo que es para Hegel el Estado prusiano, es para Lenin y Stalin el Estado comunista, aunque sólo como fase de transición hacia el fin último de la humanidad, o sea, la sociedad sin clases.

El cristianismo, en cambio, no ve en el Estado el último fin del hombre, sino sólo un importante ministro (diákonos, Rom 13, 4 s), con cuyos servicios consigue el hombre su bienestar temporal, el cual, a su vez, no es sino un medio para alcanzar su último fin. El Estado no es un fin en sí mismo. En principio, no existe el hombre para el Estado, sino el Estado para el hombre; en primer lugar, por que el hombre tiene un destino personal y eterno, que trasciende todo lo terreno, y por ende, su existencia dentro de la sociedad política; segundo, la familia es "anterior al Estado"; tercero, el individuo y la familia tienen derechos inalienables, que el Estado no puede usurpar, "derechos fundamentales", que en la mayoría de los Estados modernos, lejos de haber sido abolidos por los derechos constitucionales, han quedado garantizados, aunque sólo sea en forma parcial y poco satisfactoria; cuarto, el hombre, esencialmente ordenado a la sociedad, tiene el derecho de agruparse en otras comunidades y sociedades preestatales que persigan fines religiosos, morales, culturales o económicos.

El Estado debe respetar y proteger en sus derechos y funciones no sólo la familia, que le es anterior, y las demás organizaciones sociales independientes, sino también las entidades o agrupaciones regionales que le están subordinadas.

Claro está que el Estado tiene una gran ventaja sobre las demás sociedades naturales, y es el ser soberano, o sea independiente de cualquier otro señor terreno, al paso que las demás sociedades naturales le están sometidas en una u otra forma. Y por eso precisamente el Estado debe completar subsidiariamente las comunidades y sociedades que le están subordinadas; tiene que velar porque no traspasen sus derechos ni falten a sus deberes ; y esto debe realizarlo no como un tutor, sino como aliado, guardián y juez.

El Estado es una institución establecida por Dios al crear la naturaleza humana (cf. Rom 13, 1). No depende ni dependió nunca del capricho del hombre el organizarse o no en Estado o sociedad (contrariamente a la teoría del contrato social). El Estado es una corporación orgánica y por naturaleza necesaria, sin la cual los hombres no podrían vivir juntos en paz y en orden, con justicia y prosperidad.

Si la Iglesia se ve obligada a señalar enfáticamente que el Estado no es omnipotente, sino que su poder está limitado por los derechos divinos naturales y sobrenaturales, y particularmente por los derechos fundamentales de la persona humana, del matrimonio, de la familia y de la Iglesia, y si recomienda una actitud vigilante frente a los estados más o menos ateos, no pretende, con todo ello, provocar su debilidad o impotencia, lo que no conduciría finalmente sino al Estado totalitario. El Estado tiene que ser necesariamente fuerte, para poder impedir las injusticias y promover el bien.

2. Deberes del Estado

El Estado no es una simple organización de policía ordenada a velar por los individuos independientes, como quería el liberalismo extremo. Es una organización para procurar el bien común, velando por los derechos de todos y promoviendo el bienestar y la cultura.

a) El Estado, defensor del derecho

El Estado tiene la misión de proteger los derechos de todos y de cada uno, dictando leyes justas y empleando la fuerza para obligar a observarlas; también debe conservar o restablecer el orden y la paz en la nación. Pero, aunque el Estado posea el poder legislativo, no quiere esto decir que él sea la fuente del derecho. Él no hace más que precisar con leyes los derechos que en sus últimos rasgos esenciales están ya determinados por el derecho natural, que es el que da obligatoriedad a las leyes positivas. Y nada de cuanto se oponga al derecho natural o a la divina revelación, aunque fuera establecido por las leyes del Estado, podría tener fuerza de ley (contra el positivismo del derecho).

Tampoco debe ni puede el Estado obligar por la violencia y so pena de castigo a la perfección del bien; ,de lo contrario, se convertiría en un insoportable tutor de toda la existencia. Lo que sí puede en principio hacer es acoger en sus leyes y sancionar cuanto Dios ha ordenado; pero absteniéndose de llevar su vigilancia y su poder coercitivo más allá de lo que exige el bien común, el orden y la paz, y la necesaria defensa de los derechos fundamentales de la persona, la familia o la Iglesia.

Deber especial suyo es proteger a los humildes contra la arbitrariedad de los poderosos; en esa línea tiene hoy sobre todo el sagrado deber de defender a los más débiles, cuales son los no nacidos, contra los instintos sanguinarios de los más fuertes.

b) El Estado, promotor del bienestar

El Estado debe promover el bien general, y por él, y subordinado a él, también el bien particular de los individuos. Para ello dictará una legislación que proteja eficazmente los derechos de todos. Le incumbe especialmente la función social de vigilar la propiedad. Así, cuando el bien común lo exige, puede intervenir para modificar la proporción de la propiedad privada de los ciudadanos, en defensa de los que sucumben a los golpes de la existencia. El Estado tiene que distribuir equitativamente las cargas, obligaciones y ventajas, teniendo en cuenta, en lo posible, a los menos favorecidos social y económicamente. Faltaría gravemente a su deber si, en la pugna por los intereses, se pusiera de parte de los fuertes. Uno de los campos más importantes a que ha de llevar su atención, es la salubridad pública. Grandes son los resultados obtenidos por los Estados modernos en la lucha contra las enfermedades contagiosas.

c) El Estado, promotor de la cultura

No sólo de pan vive el hombre, ni siquiera en el orden natural. El bien común no consiste únicamente en producir la mayor cantidad posible de bienes materiales, sino más bien en que los bienes y valores todos se desarrollen conforme a la jerarquía querida por Dios.

Relativamente al bien común, por encima de los bienes simplemente materiales, están los bienes espirituales de la cultura : ante todo, esmerada educación popular, cultivo de las ciencias y las artes, fomento de las buenas costumbres. Es evidente que los valores morales y religiosos superan a todos los demás. Si el Estado no atendiera a estos valores supremos, cumpliría pésimamente sus deberes culturales.

No debemos negar que la misión propia del Estado es la consecución del bien común temporal ; pero es también innegable que este bien temporal tiene una relación intrínseca y esencial con la salvación eterna. Por lo mismo, el Estado no ha de promover el bien común y la cultura de manera que estorben la salvación, sino que, por el contrario, la faciliten. El bienestar y la cultura se falsifican y bastardean cuando el hombre deja de mirar a su fin último y sobrenatural. Es sin duda a la Iglesia a quien principalmente corresponde conducirlo hasta su último fin, pero también el Estado debe tenerlo en cuenta en todo momento por propio interés, y, sobre todo, por obedecer al común autor y señor de la Iglesia y del Estado.

Pero no es el Estado el único promotor de la cultura. Por tanto, no puede eliminar o restringir indebidamente las iniciativas que, en ese campo, quieran desarrollar los particulares, las familias o las corporaciones y, sobre todo, la Iglesia. En este terreno de la educación es donde más a menudo coinciden las obligaciones de la Iglesia y del Estado.

Es, pues, deseable y hasta querido por Dios que procedan de acuerdo en su trabajo común. Al menos conviene que se delimiten amistosamente los respectivos cometidos y esferas de acción.

El Estado está de suyo obligado a adoptar sin reservas los principios de la revelación natural y sobrenatural. La Iglesia ha tenido que oponerse repetidas veces al principio del estado "liberal", que preconiza que el Estado tiene que conceder iguales derechos públicos a todas las opiniones y doctrinas, sean verdaderas, sean falsas, sean buenas, sean malas. Las doctrinas "liberales", además .de entrañar una injusticia para con Dios, redundarían finalmente en perjuicio del mismo Estado; el cual, para poder subsistir, necesita por lo menos de algunos postulados inconcusos acerca de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. De lo contrario, deberá, o permitirlo todo, o marcar su legislación con el sello de la más extrema arbitrariedad (puro positivismo jurídico).

Puede tolerarse, sin embargo, que, a veces, para evitar graves disensiones, el Estado patrocine sólo aquellas verdades generalmente aceptadas por los principales grupos ideológicos de la nación, reconociendo, en la práctica, iguales derechos a las demás doctrinas.

3. Origen y sujeto del poder del Estado

La autoridad política, lo mismo que el propio Estado, es una necesidad natural, no invento del capricho humano; de ahí que deba decirse que el poder viene de Dios. Así Cristo dijo a Pilatos : "No tendrías poder sobre mí si no te hubiese sido concedido de lo alto" (Ioh 19, 11) ; y san Pablo enseña : "No hay autoridad que no venga de Dios; las que existen, por Dios han sido ordenadas" (Rom 13, 1).

Si la tesis "todo poder viene del pueblo" pretendiese contradecir a las palabras de san Pablo, sería sencillamente una herejía. Pero dicha frase no significa necesariamente eso, ni es tampoco ese el significado que ordinariamente se le da. Ante todo, debe precisarse que no ha de tomarse como respuesta a esta pregunta: "¿De dónde procede la autoridad del Estado como tal?", sino a esta otra: "¿De dónde proviene la autoridad que tal o cual persona ejerce dentro del Estado?" Cono respuesta a esta interrogación, significa: "Su poder para gobernar viene de la voluntad expresa, o por lo menos del consentimiento voluntario de los ciudadanos".

Pensar que Dios coloca directamente a determinadas personas al frente del Estado sería ir contra la experiencia y contra la manera general con que Dios obra en el mundo, que es a través de las causas segundas.

Ahora bien, ¿cuáles son las causas segundas competentes para determinar la persona a quien ha de corresponder el mando? ¿ Será una revelación de Dios, o un inadmisible derecho hereditario fundado en la naturaleza, o una predestinación manifestada por el nacimiento?

No es arriesgado sostener que el factor decisivo es el pueblo, por el hecho mismo de aceptar un determinado derecho hereditario, conformándose con los usos y tradiciones, o por el hecho de que coopere de una u otra forma en el nombramiento de la persona que ha de llevar la investidura del poder. Desde el momento que el Estado rebasó la forma patriarcal de la familia o clan — y de hecho así principió el Estado—, se dejó sentir la necesidad de establecer la forma en que se determinaría el sujeto de la autoridad.

Iría demasiado lejos quien afirmara como verdad revelada que el pueblo es, por naturaleza, una masa pasiva, que no tiene más que aceptar al titular del poder estatal. En modo alguno se niega la suprema soberanía de Dios el atribuir a todos los ciudadanos un papel activo, y aun propiamente decisivo en la designación del jefe del Estado; aunque no puede apelarse al derecho natural para exigir que cada individuo ejerza dicha función mediante elecciones democráticas, generales e igualitarias. De hecho, sólo pueden ejercer ese derecho los ciudadanos responsables.

La Iglesia ha sostenido siempre que, de suyo y conforme a la ley divina, todas las formas tradicionales de gobierno son posibles: monarquía, aristocracia, democracia. "Con tal que se respete la justicia, los pueblos pueden adoptar aquellas formas de gobierno que más se adapten a su idiosincrasia, a sus tradiciones y costumbres".

La tiranía absoluta (en su acepción clásica) es evidentemente inaceptable. Hoy se designa con otro mote: Estado totalitario, el cual traspasa arbitrariamente todos sus límites. Cuestión distinta es si puede ser calificado con justicia de Estado totalitario el que priva temporalmente al pueblo del derecho de gobernarse democráticamente, escogiendo a sus mandatarios, cuando sólo se propone evitar que el mismo pueblo, conducido por demagogos, labre su propia ruina. Lo que importa en cualquier forma de gobierno es que la autoridad respete la ley y las obligaciones puestas por Dios y cumpla sus deberes con toda diligencia.

Los estadistas y gobernantes íntegros no vacilan en dejar el puesto a otro, o en cambiar de régimen cuando el pueblo lo exige legítimamente.

Cuanto más se desarrolla en un pueblo el espíritu público, mejor puede ejercer. sus derechos en la designación del mandatario y en la vigilancia de su actividad. Prácticamente, el derecho de los individuos y de las corporaciones no se extiende más allá de su capacidad para asumir responsabilidades. El cambio de la constitución del Estado y con ella el de la forma de elegir al mandatario, sólo puede llevarse a cabo teniendo ante los ojos el bien común. Sólo a los pueblos realmente maduros y responsables les aprovecha plenamente la forma de gobierno estrictamente democrática.

4. Poderes del Estado

Desde Montesquieu se ha impuesto la división tripartita del poder en legislativo, ejecutivo y judicial. De hecho, la división del poder es posible, y hasta cierto punto deseable. En los regímenes democráticos, se reserva al Parlamento el poder legislativo, al gobierno el ejecutivo (junto con el derecho de presentar los proyectos de ley, al menos cuando no son gobiernos puramente decorativos). El poder judicial administra la justicia independientemente del Parlamento y del gobierno, pero conforme a las leyes dictadas por éstos. En el poder judicial se incluye necesariamente el poder coercitivo (cf. Rom 13, 3 _s), el cual requiere, para ser eficaz, el poder policíaco, que está, sin embargo, bajo las órdenes del ejecutivo. El poder policíaco vela por la paz interna y obra contra los enemigos internos del orden; el poder militar está encargado principalmente de la defensa de los derechos soberanos de la nación frente a los demás estados y de mantener con ellos la paz.

El poder coercitivo, junto con el de declarar la guerra, afecta profundamente los derechos de los ciudadanos, y aun su existencia física y corporal; por eso a menudo se ha negado al Estado, si no el derecho coercitivo en general, sí el de la pena de muerte y el de la guerra sangrienta.

a) Derecho del Estado a infligir pena de muerte

Buen número de Estados han suprimido la pena de muerte por consideraciones de principio. Generalmente se alega que es inhumana, o que el Estado no tiene el derecho de vida y muerte sobre sus súbditos.

Pero, si es verdad que no puede disponer arbitrariamente de la vida de sus subordinados, también es necesario que el Estado tenga derecho coercitivo eficaz para proteger los derechos, la libertad y la vida de los ciudadanos contra atentados criminales. Por eso, en principio, no se le puede negar el derecho de infligir la pena de muerte a los grandes criminales, cuando ello aparece necesario para salvaguardar los intereses de la comunidad. Tal derecho es expresamente reconocido por la sagrada Escritura: "El que derramare la sangre humana, por mano de hombre será derramada la suya; porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios" (Gen 9, 6). La excelsa dignidad del hombre es la que justifica abiertamente, en expresión de la Escritura, la pena de muerte contra el asesino. La pena de muerte protege el respeto a la vida humana. "El homicida será castigado con la muerte" (Num 35, 16 ss). "El vengador de la sangre matará por sí mismo al homicida" (Num 35, 19). "No aceptaréis rescate por la vida del homicida que deba ser condenado a muerte... la sangre contamina la tierra y no puede la tierra purificarse de la sangre en ella vertida, sino con la sangre de quien la derramó" (Num 35, 31 s). "No en vano lleva la espada —la autoridad —. Es ministro de Dios — diácono de Dios —, vengador para castigo del que obra mal" (Rom 13, 4).

Todos estos textos de la sagrada Escritura, junto con la tradición unánime del cristianismo, muestran que no es justo negar, en principio, al Estado el derecho de imponer la pena de muerte. Pero es evidente que debe usar dicha facultad conformándose estrictamente a las normas de la justicia.

Ya en el capítulo 35 de Números, que es el que proporciona los más fuertes argumentos en pro de la pena de muerte, se dice que sólo puede imponerse "a deposición de testigos" ; y que "un testigo solo no basta para deponer contra uno y condenarle a muerte" (ibid. 35, 30).

Nótese también que la tradición cristiana no ha negado nunca el poder que tiene el Estado para hacer gracia a algún criminal, cuando hay motivos razonables. De lo que se desprende claramente que el Estado no tiene la obligación de castigar siempre con la pena de muerte a todos los grandes malhechores. Tampoco creo que se pueda probar por argumentos sacados de la sagrada Escritura, de la tradición o de la razón que el Estado debe aplicar indistintamente y en todas las épocas el derecho que tiene a aplicar la pena de muerte. El estado cristiano se ha atribuido siempre el derecho de gracia. ¿Por qué razón no podría, en ciertas circunstancias y durante largo tiempo, adoptar como norma general el empleo de ese derecho, cuando hay motivos serios para ello?

Desaparece uno de los motivos principales para aplicar la pena de muerte cuando se puede comprobar que su abolición no debilita en el pueblo el sentido de la justicia y no se multiplican los crímenes. Pues, en definitiva, lo que justifica la pena de muerte es la recta apreciación del bien común y el robustecimiento del sentido de la justicia. En cuanto al argumento sacado de la necesidad de imponer una justa expiación, diremos que no prueba necesariamente, pues la debida reparación queda reservada al juicio de Dios, y cualquier otro castigo es también expiatorio.

No debe uno poner el grito en el cielo y apelar a la sagrada Escritura, porque un Estado renuncia, al menos temporalmente, a la aplicación de la pena de muerte, sobre todo en estos tiempos en que hemos visto Estados practicar el asesinato en masa o jugar a su capricho con las vidas humanas.

Pero, por lo general, siempre se puede afirmar lo siguiente: la excesiva benignidad con los criminales es una verdadera crueldad con los inocentes, quienes se ven privados de toda protección eficaz.

Es inadmisible que el Estado lleve sus contemplaciones hasta la completa impunidad, por ejemplo, de los que practican el infanticidio a sangre fría, o asesinan sin compasión inocentes criaturas en el seno de sus madres.

b) El derecho de guerra

El horror de la última guerra ha suscitado con una agudeza hasta ahora desconocida la cuestión de principio, a saber, si el Estado tiene derecho a hacer la guerra; y si la respuesta fuera afirmativa, se pregunta aún si, dadas las espantosas consecuencias de la guerra moderna, podría haber razón que, hoy día, pudiera justificarla.

1) La guerra ha de ser el último y supremo recurso que ha de emplear el gobierno (ultima ratio regis) en la solución de las diferencias, y después de haber agotado todos los medios humanamente aceptables.

Los Estados no han de olvidar que en sus mutuas relaciones deben tener en cuenta no sólo los deberes que impone la ley natural y la simple justicia, sino también las exigencias de la cristiana caridad y del perdón.

2) El Estado tiene, en principio, el derecho a la guerra, pero sólo en cuanto es necesaria para la legítima defensa de su simple existencia o de cuanto requiere para llevar una vida humanamente digna, frente a un injusto agresor.

Pero ni siquiera la guerra defensiva, sobre todo dada la crueldad de los métodos modernos, puede justificarse moralmente si de antemano se puede prever que los males que causará al pueblo serán mayores que los que sufriría cayendo en manos del enemigo.

Tampoco se justifica la guerra defensiva cuando el agresor, con la amenaza o el ataque, reclama algún derecho realmente existente, aun en el supuesto de que no fuera la guerra el medio justo de reclamarlo.

El pacifismo absoluto, el no ofrecer al enemigo resistencia alguna, sólo serviría para dar más alas a la osadía de un mal vecino.

"Si al derecho se le priva final e incondicionalmente del recurso a la fuerza, no se consigue sino que la fuerza oprima impunemente al derecho; y con ello no se conseguirá sino que la humanidad caiga en el desorden más espantoso de la opresión moral".

3) No se puede afirmar que, en principio y de antemano, toda guerra ofensiva sea siempre moralmente ilícita.

Dados los horrores de la guerra moderna, será indudablemente difícil hallar motivos que justifiquen con toda evidencia una guerra ofensiva. Por guerra ofensiva no entendemos el adelantarse a un adversario que ciertamente ha preparado y decidido un ataque injusto. Pueden presentarse circunstancias que justifiquen una "guerra santa" contra una potencia que abusara de su poderío y conculcara brutalmente los derechos fundamentales naturales de su pueblo y de sus vecinos; sobre todo si dicha potencia pretendiera imponer ese régimen de violencia a los demás pueblos que gozan de libertad. Es preferible que mueran muchos en el campo de batalla, a que toda una nación quede sometida a la esclavitud y a la corrupción. Mas para que tal guerra fuese lícita, habría que suponer que los pueblos que la emprenden persiguen una santa finalidad, como sería el librar a los pueblos del yugo de la esclavitud, no el imponerles una nueva coyunda. Además debería existir una fundada esperanza de que el mal no aumentaría con la guerra.

Hoy día no se puede sostener que sea moralmente lícita una guerra ofensiva para reparar el honor mancillado, pues la nación puede defender o reparar su honor por otros medios distintos que derramando sangre. Así como no es lícito a dos personas batirse en duelo para lavar el honor, tampoco es lícito el duelo mucho más sangriento entre dos pueblos.

Ni por simples ventajas materiales, o por cuestiones territoriales, ni siquiera por derechos de soberanía puede un pueblo empeñarse tan a fondo en una guerra, como si se tratase de su supervivencia. Una guerra sólo se justifica por perjuicios que perturben más profundamente el bien común que las malas consecuencias que pueden preverse o temerse de la contienda armada, suponiendo, además, que la causa sea justa en sí misma.

4) La guerra sólo puede ser decidida y declarada por la autoridad legítima; no corresponde a los militares ni a personas sin competencia el proponerla por propia iniciativa, ni el incitar a ella. Esto sea dicho especialmente contra ciertas maniobras de la industria de armamentos.

5) El derecho a la guerra es el derecho a la legítima defensa. La guerra no puede tener como finalidad el quebrantar, ni menos aniquilar a un adversario, ni vengarse de él. Hacer la guerra por venganza es esencialmente inmoral y contrario a la ley de Cristo.

Los jefes han de estar siempre dispuestos a un arreglo justo y pacífico. Quien exige la rendición incondicional al enemigo que pide negociaciones, perpetra un enorme crimen contra sus propios soldados, al imponerles inútilmente un mayor número de víctimas; y además comete una grave injusticia contra la nación enemiga, a la que pretende arrebatar todo derecho. Fuera del caso de un encargo directo de Dios, ningún pueblo tiene derecho a aniquilar a otro. Cuestión distinta es el saber si un pueblo o una comunidad de pueblos tiene o no el derecho de imponer sanciones por motivos graves. Podría reconocerse tal derecho a un organismo internacional que ejerciera una autoridad moral realmente neutral, no a una mancomunidad de estados beligerantes, que se han propuesto arruinar a determinados pueblos.

6) La guerra tiene que ser justa no sólo en los motivos sino también en la manera de realizarla.

Cualesquiera actos de violencia (arrestos y matanzas, devastaciones) que no parezcan necesarios para conseguir la finalidad de la guerra justa, son malos, y no pueden, por lo mismo, ni mandarlos los jefes ni ejecutarlos los súbditos.

En caso de duda pueden obedecer los subordinados, porque la presunción está en favor de sus jefes y de su propio pueblo.

No pueden emplearse medios moralmente ilícitos, aunque fueran los únicos capaces de conducir a la victoria.

Las estratagemas para engañar al enemigo son generalmente lícitas, pues no son mentiras en sentido propio.

El destruir los recursos del pueblo enemigo sólo es lícito en la medida en que ello contribuye inmediatamente a la consecución de la victoria justa.

El bombardear ciudades abiertas, sobre todo barrios residenciales e iglesias, es un atentado de lesa humanidad. Y pretextar que con ello se quiere provocar el levantamiento del pueblo enemigo contra su gobierno, es una razón demasiado débil. El atizar por medio de matanzas la revolución contra el gobierno legítimo es un proceder condenable y abyecto. Y aunque el gobierno fuera ilegítimo, hacer una carnicería en la población civil indefensa e inocente es un método reprobable, que ningún fin bueno puede justificar.

La destrucción de fábricas e industrias que directa o indirectamente contribuyen al sostenimiento de la guerra es lícita, con tal que no cause la muerte de un número desproporcionado de inocentes que nada tienen que ver con la guerra.

El fusilamiento en masa de rehenes para castigar un movimiento de rebelión del país enemigo sojuzgado es úna crueldad, propia sólo de bárbaros, y que no consigue más que enconar la saña del contrario.

Los prisioneros que se entregan voluntariamente renuncian por el hecho mismo a continuar la lucha. Matarlos o dejarlos morir de hambre es acción infame. Pero si después de haberse entregado, continúan contribuyendo a escondidas en la guerra, pueden ser castigados por ello. En cuanto a los intentos de fuga, el derecho internacional reconoce generalmente a los prisioneros esta facultad. Por tanto, no es razón para castigarlos si no ejecutan ninguna violencia. Pero es claro que se arriesgan a una vigilancia más estrecha.

Las guerrillas con las que se combate al enemigo en la región por él ocupada, desde el punto de vista del derecho natural, son lícitas si guerrean en guerra justa. Sin embargo, no suelen conseguir otra cosa que agravar la situación de la región ocupada y provocar mayor encarnizamiento en la lucha. Cuando los guerrilleros ("patriotas", "francotiradores") no visten uniforme militar, será imposible distinguirlos de los simples civiles, y entonces la población civil caerá también bajo las sanciones bélicas. Por eso el derecho de gentes hasta hoy vigente prohíbe, con razón, toda acción guerrera a la persona que no pueda ser reconocida como soldado. Mientras se acepte universalmente tal derecho de gentes, es lícito sancionar a los civiles que participan en la lucha y trabajan en el sabotaje, y en casos graves, aun fusilarlos (presuponiendo, naturalmente que quien lo hace está persuadido de que lucha por una causa justa). No puede considerarse como crimen de guerra el que el enemigo ejerza represalias sobre la propiedad o la libertad de la población civil, cuando ésta arma, abastece y oculta a los guerrilleros. Pero sí ha de considerarse como grave crimen de guerra la matanza sin discriminación de niños y mujeres, aun por la simple sospecha de que colaboran con los guerrilleros.

7) Ningún gobierno puede emprender una guerra si abriga dudas sobre su justicia y necesidad. Cuando son enormes los males que amenazan, no puede admitirse la menor duda sobre la licitud moral de este paso.

Pero el súbdito que dude acerca de la justicia que asista a su pueblo para la guerra, puede obedecer; pero no debe prestar servicio voluntariamente".

Hay quien sienta como principio moral objetivo — equivocadamente a mi modo de ver — que hay derecho para rechazar el servicio militar cuando se ofrece la simple duda de si la propia nación está en lo justo, o aun estando persuadido de que sí lo está, por repudiarse la guerra en general. El Estado puede ciertamente tomar en consideración la conciencia de los que, obrando de buena fe, rehúsan su servicio, si de ello no se sigue ningún perjuicio para la nación. Pero cuando los súbditos están francamente persuadidos de la injusticia de la guerra, deben rehusar todo servicio bélico, o si ello les ocasiona graves perjuicios, deben abstenerse, por lo menos, de colaborar en la matanza de enemigos.

8) Por encima del derecho a la guerra está el gran precepto de la caridad, que debe abarcar también a los enemigos de la nación.

Los ciudadanos de una y otra nación beligerante han de conservar los sentimientos de cristiana caridad, aun en medio del combate. No son únicamente los principios de la simple justicia, sino también los de la caridad cristiana los que han de informar las relaciones entre los estados y sus gobiernos. "El precepto evangélico de la caridad vale no sólo para los individuos sino también y en igual medida para los estados y los pueblos" ".

El que alimenta en su corazón, y más aún si lo propaga, el odio contra un pueblo extranjero y contra sus miembros, peca gravemente contra la .caridad y contra el deber de fomentar la paz. Proferir discursos rencorosos y excitar a la guerra son pecados graves.

9) Los dirigentes de la política internacional han de poner todo su empeño en llegar a acuerdos que garanticen una paz duradera. Para ello es preciso reforzar el poderío y la economía de los pueblos débiles, suprimir la desproporción entre los derechos de los vencedores y los vencidos, establecer un tribunal internacional de arbitraje que sea realmente eficaz, y concertar convenios internacionales para limitar los armamentos y proscribir los métodos de crueldad y las armas como la bomba atómica y la bomba de hidrógeno.

En este aspecto, las convenciones internacionales de Ginebra (1864) y de La Haya (1899 y 1907) contribuyeron notablemente a proteger las ambulancias militares, los prisioneros de guerra, la propiedad de los ciudadanos del país enemigo; proscribieron también el saqueo y devastación de campos, aldeas y ciudades abiertas, y el empleo de ciertas armas.

Su Santidad el papa Pío xii ha exhortado vivamente y en repetidas ocasiones (sobre todo en su discurso del 30 de septiembre de 1954), por lo menos a restringir al máximo, mediante convenios internacionales rigurosos, el uso de las armas atómicas, bacteriológicas y químicas. El papa añade luego : "Cuando la puesta en marcha de este medio entraña una extensión tal del mal que escapa seguramente al control del hombre, su utilización debe rechazarse como inmoral".

Todo cristiano debe fomentar con vivo interés cualquier esfuerzo privado o público que se realice para que los pueblos vivan en mutua comprensión y hermandad.

5. La comunidad internacional

La evolución entera de la técnica y de la economía en el mundo moderno ha tenido por resultado el estrechar el contacto entre los estados y los pueblos. Y con ello se ha planteado el problema de establecer una soberanía supernacional y super-estatal, para lo cual cada Estado tendría que renunciar a ciertos derechos soberanos que naturalmente le corresponden. Lo que a ello impele es, sobre todo, el deseo de establecer la paz.

Para desvanecer todo equívoco digamos que ni la Sociedad de las Naciones (SN) ni las Naciones Unidas (ONU), tal como hasta ahora han existido, corresponden a lo que nosotros entendemos que debería ser ese organismo. Por su origen y facultades debería evitar toda apariencia de ser un simple instrumento de dominación con que determinados estados pretendieran justificar la imposición de su política o el monopolio económico, a costa de los pueblos pobres y superpoblados. La difamación y la exclusión de numerosas naciones ha disminuido el prestigio y la autoridad de un organismo esencialmente formado para reconocer la comunidad de todos los pueblos. Son de todos modos alentadores los esfuerzos de la ONU por aliviar la miseria y elevar el nivel cultural de los pueblos poco desarrollados; ni es menos significativa la solemne proclamación de los derechos del hombre, la cual concuerda esencialmente con las exigencias del derecho natural.

Si se llegara a la plasmación de ese organismo con autoridad super-nacional realmente eficaz, no le sería difícil solucionar con su juicio arbitral las querellas entre los pueblos. Y si el simple fallo no fuera suficiente, entraría en acción la policía de esta autoridad suprema, obligando a entrar en el orden a los perturbadores de la paz; lo que sería muy distinto de la "intervención" practicada antaño, hecha generalmente con miras imperialistas, por lo que sólo tenía por efecto el extender más la guerra.

Pero hay que conceder que esa autoridad superestatal, por la que suspira el mundo deseoso de paz y seguridad y preocupado también por superar la crisis económica, presenta más dificultades que lo que se piensa generalmente. Lo más grave no sería el que el Estado tuviera que renunciar a lo que hasta hoy se ha considerado como su prerrogativa esencial, a saber, la soberanía. El peligro mayor está en que ese estado mundial sería un gran Moloc, que podría devorarlo todo. Porque si llegara a formarse un Estado mundial, un superestado, que se impusiera en todas partes, dadas las tendencias actuales a la estatización de la vida entera, la humanidad caería irremediablemente v sin esperanza en manos de la "gran bestia" del Apocalipsis. La verdadera solución pensamos, pues, que está en que sin abolir el poder estatal las naciones se organicen internamente sobre las bases del corporativismo federalista y así establezcan los fundamentos de esa ansiada autoridad supernacional.

Es muy de desear que se elabore el derecho de gentes en convenciones superestatales. Una buena contribución en este sentido es la determinación hecha por la ONU de los derechos fundamentales del individuo, la familia y los pueblos.

6. Deberes de los súbditos frente al Estado

La naturaleza y los deberes del Estado dictan las obligaciones que los ciudadanos tienen con él. Obediencia y respeto: he aquí lo que deben los súbditos a la autoridad civil"

La sagrada escritura nos enseña que es un estricto deber de conciencia el obedecer a la autoridad civil, excepto cuando expresa un simple buen deseo. "Someteos a toda humana potestad por amor del Señor..." (1 Petr 2, 13-17). "Quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios... Es preciso someterse, no sólo por temor del castigo, sino por conciencia" (Rom 13, 2-5).

San Pablo señala expresamente como un deber de conciencia el pago de los tributos y contribuciones (Rom 13, 6 s). Va, pues, contra el pensamiento de san Pablo la opinión que sostiene que, generalmente hablando, las leyes tributarias no son más que simples leyes penales.

Pero es claro que no obligan en conciencia sino los impuestos justos. Lo que excede la justa medida habrá que pagarlo sólo cuando, de no hacerlo, se pone en peligro la autoridad, la tranquilidad y el orden, o se da escándalo, o se expone uno a sanciones demasiado onerosas ".

También exhorta san Pablo a "orar por los reyes y las personas constituidas en dignidad" (1 Tim 2, 1 s).

La oración por la patria y sus mandatarios era ya en los más remotos tiempos una parte esencial del oficio divino de la comunidad. "Tú, Señor, al darles la autoridad para mandar, los has hecho partícipes de tu inmenso e infinito poder, para que nosotros reconozcamos la gloria y el honor que por ti les ha sido concedido y les obedezcamos sin faltar en nada a tu voluntad. Concédeles, Señor, salud, paz, unión y fortaleza para que ejerzan sin tropiezo el mando que tú les diste"

El amor a la patria es un deber de orden natural y de tal alcance, que en determinadas circunstancias obliga a sacrificar la misma vida.

La patria es la comunidad del pueblo a que nos liga la identidad de costumbres, de cultura, y comúnmente de lengua. Pueden entenderse también por patria, en sentido restringido, el terruño o el pueblo donde vimos la luz ; e inversamente, en sentido amplio, el ámbito 'entero donde se ha impuesto la propia cultura.

Si es cierto que a la patria chica se le puede profesar un cariño particularmente tierno, no lo es menos que el amor debe abrazar a cuantos integran la unidad de la patria grande. Pero si algún pueblo, contra todo derecho, queda absorbido en una unidad política extraña, que acaso le sea hostil o pretenda su aniquilamiento, no se le puede exigir que la considere y ame como a su patria. El pueblo injustamente sojuzgado puede rehusar el vasallaje y el servicio militar mientras no perjudique al bien común bien entendido, ni perturbe el orden, la paz o la justicia.

El patriotismo tiene su fundamento moral no sólo en la sangre y el terruño, sino en la necesidad del Estado, establecida por Dios; síguese de allí que el patriotismo debe traducirse principalmente en el respeto y obediencia a la autoridad y en la generosidad en sacrificarse por la patria.

Y del mismo modo que el amor más tierno por la patria chica es compatible con el que se ha de tener a la patria grande, así también ha de caber en el corazón del cristiano una caridad tan vasta como el mundo, para abarcar con ella a todos los pueblos. Porque el patriotismo será virtud cristiana mientras no apague la caridad y la justicia para con los demás pueblos y con los individuos que los forman. La "patriotería" que se agita fanática e injustamente contra los demás pueblos, no es sino partidismo degenerado. El patriotismo cristiano equidista del nacionalismo estrecho y del cosmopolitismo indiferente e insensible, que al paso que hace protestas de su amor a todos los pueblos y a la "humanidad", nada le importa el bien del pueblo en que vive y que es su patria. El auténtico patriotismo se prueba por la intrepidez con que en la guerra se arrostra incluso la muerte, con la generosidad para pagar subidos impuestos en tiempos críticos, con la entereza de carácter para ponerse al lado de la caridad y la justicia respecto de los pueblos extranjeros, aunque fueran los enemigos de ayer.

Sobre todo en las democracias, al lado de la obediencia hay que reconocer un puesto subsidiario a la responsabilidad que a todos incumbe de trabajar, en la medida de las posibilidades, para que el Estado se oriente conforme a la ley de Dios. Uno de los puntos más importantes en que se aplica esa responsabilidad es el cumplimiento del deber electoral.

a) Hay obligación de votar cada vez que, por las elecciones, se puede ejercer un influjo favorable en pro del bien común, la moral o la religión. Cuando los partidos o personas que se presentan como candidatos son todos igualmente buenos o igualmente malos, no se puede ya decir, en general, que hay obligación de votar. Pero allí donde no se presentan sino partidos malos, los hombres responsables y capacitados para ello deben formar un partido decente. Puede presentarse el caso de que, de los partidos que se ofrecen, ninguno satisfaga plenamente las exigencias de los principios cristianos y católicos; pero si entre ellos hay uno que parece intrínsecamente mejor o menos peligroso, hay entonces también obligación de votar por él. Conforme han manifestado repetidas veces el Sumo Pontífice Pío xii y los obispos de varios países, el deber electoral es, por su naturaleza, grave. Por consiguiente, quien se abstiene de votar, sin causa legítima, aunque sepa que de su voto depende el que suba al poder un gobierno bueno, o uno hostil a la religión, comete pecado grave, cuyas consecuencias son irremediables.

b) Hay obligación de votar bien. Después del decreto del Santo Oficio del 1—7—49, no puede ser dudoso para nadie que votar por el partido comunista es pecado mortal, por ser dicho partido esencialmente materialista y anticristiano. Pero conviene observar que si el Santo Oficio designó solo al partido comunista, no se sigue de allí que se pueda votar por cualquier otro partido no comunista o anticomunista sin incurrir en grave falta. Así, mientras los partidos que se dicen socialistas o liberales no abandonen su espíritu de hostilidad a la Iglesia y a la religión, mientras no dejen de luchar en pro de ese principio erróneo de que la religión es asunto privado, que, a lo sumo, puede tolerarse por magnanimidad — lo que equivale a expulsar a Dios de la vida pública —, mientras sigan patrocinando la impunidad del aborto y de otros graves crímenes, fatales para el bien público, no puede un cristiano darles el voto sin cometer culpa grave, suponiendo que pueda votar por un partido mejor.

Ni vale objetar en contra que, al dar el voto por dichos partidos, sólo se quiere aprobar su política económica, no sus maniobras antirreligiosas; y nada vale, porque el voto dado a dichos partidos es real y prácticamente cooperación a sus perversas pretensiones.

Si es grave la obligación de votar, más graves aún son los deberes de los elegidos (consejeros municipales, provinciales, diputados, etc.). Huelga decir que tienen que emplear todo su influjo para conseguir la abolición de las malas leyes y la aprobación 'de las buenas. Los diputados cristianos y católicos no deben combatirse mutuamente cuando entran en juego la religión y la Iglesia. En los Estados democráticos, corroídos las más de las veces por la incredulidad y en aquellos en que existen varias confesiones cristianas, es de todo punto necesario que los diputados católicos trabajen de común acuerdo con los cristianos no católicos para conseguir leyes cristianas. Y cuando los elegidos han hecho promesas para conseguir su elección, tienen que cumplirlas. Pero es evidente que no pueden prometer ni cumplir lo que es contrario al bien común o a la ley de Dios. Además, deben adquirir los conocimientos religiosos, morales y profesionales indispensables para el cumplimiento de su mandato.

b) Un gobierno llegado legítimamente al poder se hace ilegítimo si comete flagrantes abusos de autoridad contra el bien común, aherrojando la religión o la moral, el derecho o la justicia.

Pero nótese que un gobierno no pierde su legitimidad simplemente porque el mandatario cometa faltas graves o porque dicte algunas leyes malas; sólo se hace ilegítimo cuando pervierte el carácter y el fin de la autoridad.

7. Del derecho de los súbditos a la resistencia

1.° Contra un gobierno legítimo es ilícita toda revolución, aun cuando el mandatario cometiera personalmente graves pecados y dictara leyes vejatorias e injustas. Quien dice "gobierno legítimo" dice derecho a exigir la sumisión.

2.° Contra una agresión personal injusta por parte de una autoridad puede uno defenderse, aun dando muerte al agresor en caso de extrema necesidad.

3.° A un gobierno ilegítimo no se debe, por sí, ninguna sumisión, a no haber motivos especiales.

a) Un gobierno puede ser ilegítimo por la forma como llega al poder. El revolucionario que se ha levantado en armas contra el gobierno legítimo, no legitima su autoridad por el hecho de dominar efectivamente en una parte del territorio nacional. Todo ciudadano está obligado a defender al gobierno legítimo contra los rebeldes, y en caso de necesidad y mientras dura la lucha, puede aún dar muerte al usurpador. Tal acto no sería arrogarse una autoridad que no se tiene (lo que sí sería ilícito), sino realizar la voluntad del legítimo superior en una guerra justa.

Pero si el usurpador se ha apoderado realmente del poder, el gobierno hasta entonces legítimo no debe continuar la lucha sino en el caso de que le asista la seguridad moral del triunfo y de que, todo bien considerado, el bien común saldrá ganando ; porque sus derechos al poder deben posponerse al bien de la comunidad.

Es asimismo el bien común de la nación el que ha de dictar si se ha de reconocer o no al gobierno del usurpador.

Suponiendo, pues, que el gobierno ha perdido su legitimidad por haber abusado gravísimamente de sus poderes, entonces es al pueblo a quien corresponde esencialmente el decidir su propia suerte y la del gobierno ilegítimo. Pero, ¿de .qué manera?

La resistencia pasiva, esto es, la simple no ejecución pacífica de las leyes, puede emplearse respecto de las leyes injustas y, malas de un gobierno legítimo; con mucha mayor razón si el gobierno es esencialmente malo.

La cuestión más delicada es determinar si hay derecho a la resistencia activa contra un gobierno que se hubiera convertido en enemigo del pueblo, y que continuamente y en forma grave actúe contra el bien común. Últimamente, MAX PRIBILLA ha defendido tal derecho, aduciendo buenas razones y deduciéndolo hábilmente de la sagrada Escritura y la tradición. MATÍAS LAROS se expresa en el mismo sentido.

Demostración: »Dios, al establecer el orden natural, no ha podido dejar a los individuos ni a los pueblos sin el correspondiente recurso legítimo para oponerse legalmente al poder, cuando éste abusa de su derecho. Ahora bien, el que juzga que la resistencia activa es ilícita en toda circunstancia, le quita al pueblo el derecho de aplicar los medios eficaces para salir de la extrema necesidad, cual es la de encontrarse en la ruina por obra precisamente de su propio gobierno". En la Edad Media, de acuerdo con las concepciones y prácticas entonces prevalentes, el Sumo Pontífice estaba facultado a desligar a los súbditos de la obediencia a reyes y emperadores, cuando éstos ofendían gravemente el bien común ,o los derechos de la religión. Es también tesis por todos sostenida que el pueblo tiene el derecho de destituir a los reyes o regímenes electivos, cuando éstos no guardan las promesas hechas para su elección. De lo cual concluye PRIBILLA con TEODORO MEYER y MAUSBACH: "Si el quebrantar un contrato da a los estamentos el derecho de resistir a la tiranía, lo que autorizan los documentos positivos y escritos ¿ no lo autorizará con mayor razón el derecho natural, dado por Dios a los pueblos? Parece, en todo caso, contradictorio que se conceda al individuo el derecho a la legítima defensa, y se niegue a la nación entera el único medio legal que en determinados casos está a su alcance para salir de una grave necesidad, medio que no es otro que retirar al mandatario el poder del que está abusando".

Las condiciones que, según PRIBILLA, legitiman la resistencia activa, son las siguientes:

1) Sólo puede pensarse en la resistencia activa cuando el Estado abusa de su poder en forma exorbitante; por ejemplo, oprimiendo los derechos esenciales de la libertad, o suplantando el derecho por la violencia, el bien general por las ventajas de determinados partidos.

2) La resistencia activa sólo es permitida cuando se han agotado los demás medios pacíficos.

3) Ha de tenerse la seguridad moral de que la revolución triunfará y que por tanto no empeorará la situación.

4) Sólo ha de emplearse la violencia que sea indispensable para quitar el mal. PRIBILLA dice: "Para mayor seguridad, sin embargo, más que menos".

El determinar cuándo haya derecho a la revolución y cómo deba hacerse no es de la competencia de un solo hombre, sino de las personas que parezcan competentes para hacerla triunfar ; ellas están obligadas a desencadenarla, aun con peligro para sus personas, cuando se presentan esas graves circunstancias.

Los patrocinadores del derecho a la resistencia activa contra un régimen de violencia pueden apoyarse indudablemente sobre las palabras del Sumo Pontífice Pío xi, en su encíclica Firmissimam constantiam del 28-3-1937, en la cual aprueba este modo de pensar, aunque señalando cuidadosamente los necesarios correctivos. La actitud del episcopado español en 1936 y las ideas sustentadas en su Carta colectiva del 1-7-1937 van evidentemente por este derrotero.

En la práctica será raro que se pueda pasar a la resistencia activa observando las condiciones mencionadas. Lo mejor será conformarse con la conocida sentencia que dice: Principiis obsta, sero medicina paratur... Al mal hay que oponerse en los comienzos, de lo contrario la medicina llega tarde. El cristiano ha de ocuparse de la política en su tiempo oportuno. En la mayoría de los casos la sola arma que le queda al cristiano contra la tiranía de un régimen es la paciencia y la oración.

"Tiranicidio" y resistencia activa no son una misma cosa. Claro está que la resistencia activa, en caso de grave necesidad, puede exigir la muerte del tirano, cuando es necesaria para el triunfo de la buena causa o cuando las operaciones militares la imponen.

Pero ningún particular puede arrogarse el derecho de matarlo por propia mano, ni siquiera quien esté persuadido de que el mando ejercido por el tirano era ilegítimo desde un principio o por abuso del poder. Ningún particular tiene derecho para infligir a otro la muerte, si no es en un caso extremo de legítima defensa.

Si no es lícito dar muerte al tirano por propia decisión, esto es, sin que intervenga la autoridad pública, mucho menos lo será asesinar a un enemigo político incómodo, aunque se esté convencido de que su conducta es fatal para el pueblo.

 

III. EN POS DE CRISTO BAJO LA ÉGIDA DE LA IGLESIA

No podernos ir en pos de Cristo sino entrando en esa comunidad santa que es la Iglesia, recibiendo con corazón agradecido sus enseñanzas, sus preceptos y su gracia.

Por la Iglesia, esposa suya y depositaria de la gracia y de la verdad, lo hizo y lo sufrió todo el mismo Cristo. A ella confió todos sus tesoros y todo su poder. Por consiguiente, hemos de anclar nuestra vida religiosa y moral en las enseñanzas y directrices de la Iglesia y en las divinas energías que su gracia nos comunica; al mismo tiempo hemos de mirar hacia Cristo, para obrar y sufrir con Él y como Él en pro de su Iglesia, con el fin de establecer el reino de Dios en el mundo.

Los tres ministerios de la Iglesia deben abarcar y plasmar nuestra vida entera de cristianos:

1) Del magisterio de la Iglesia recibimos la verdad incorrupta de la fe y las instrucciones para la práctica del bien. La sagrada Escritura no es una fuente de instrucción independiente de la Iglesia, puesto que fue entregada a ella.

Si los cristianos separados de la Iglesia conservan aún algunas verdades, lo deben en definitiva no tanto a la sagrada Escritura como tal, sino a la acción docente de la Iglesia, cuyo magisterio se hace sentir aun entre los disidentes. Los grandes errores en que han incurrido los herejes al querer interpretar la sagrada Escritura, muestran con evidencia dos verdades, a saber: que sólo en la Iglesia está la verdad enseñada por Cristo, y que sólo ella puede conservarla incorruptible.

También el cultivo científico de la moral y del dogma caen bajo la función del magisterio de la Iglesia. Por eso los padres de la Iglesia, sus doctores y maestros se han esforzado siempre por presentar sus sistemas de dogma y de moral, adaptándolos a las necesidades de los tiempos, pero siempre bajo su vigilancia, en estrecha unión con ella y conformándose a sus enseñanzas. No se puede negar que para alcanzar una profunda comprensión de la teología es indispensable volver siempre a la sagrada Escritura y la tradición; pero hay que observar que la tradición viviente se nos ofrece en la Iglesia contemporánea, en su vida de hoy, en la moral y en el dogma que ella aprueba y enseña ahora. Hacer caso omiso de esta tradición viviente de la Iglesia contemporánea y rechazar su moral para refugiarse en la "vida cristiana" del simple Evangelio, no es sino un cristianismo que flota en el aire. Sólo hay cristianismo y vida cristiana auténticos en la vida de la Iglesia. Daría pruebas de orgullo e incredulidad el sacerdote que, despreciando las enseñanzas morales de la Iglesia, pretendiera sacar inmediata y directamente de la sagrada Escritura o de la moción inmediata del Espíritu Santo o de su propio espíritu crítico la regla verdadera y exacta para juzgar de la moralidad de las múltiples actuaciones del hombre. Las mismas divergencias científicas entre los moralistas sólo son lícitas en el terreno de las verdades enseñadas por la Iglesia.

2) El ministerio sacerdotal de la Iglesia nos dice que para participar de la gracia y la gloria de Cristo tenemos que acudir a la Iglesia. Sólo en ella y con ella podremos alabar dignamente a Dios, sólo por ella llegará hasta nuestra alma el torrente de la gracia divina. La piedad del cristiano tiene que ser piedad de la Iglesia; para ello tiene que ser piedad "sacerdotal" activa y pasivamente, esto es, piedad que participa en la alabanza sacerdotal de la Iglesia a Dios y que recibe la gracia por ministerio de su sacerdocio.

Esto no significa que fuera de la sociedad visible de la Iglesia católica no haya verdaderos discípulos de Cristo y adoradores del Dios uno y trino. Pero entre quienes. adoran a Dios "en espíritu y en verdad" y el "divino pueblo sacerdotal" de la verdadera Iglesia se establece un misterioso lazo de comunión. Donde sopla el Espíritu de la divina unción, allí está el reino de Cristo, sumo sacerdote, y el de su única esposa, la Iglesia; quienes sirven a ese Espíritu están dispuestos a unirse a la verdadera Iglesia tan pronto como la conozcan, y a vivir de ella y con ella.

3) El ministerio pastoral de la Iglesia es un encargo del amor de Cristo, nuestro Pastor; el amor y los cuidados pastorales que Él tiene para con ella, nos lo demuestra también a cada uno de nosotros mediante ella (cf. Ioh 10, 11; 1 Petr 2, 25 ; 5, 2 ss). La Iglesia tiene autoridad para regir y gobernar desde el punto en que Cristo se la entregó, cuando aquella pregunta : "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?" (Ioh 21, 15 ss). El amor de Cristo por su Iglesia y el amor de la Iglesia para con Cristo y todos los redimidos: he ahí la regla suprema del reino de Dios; su luz ha de guiar a cuantos dictan leyes y preceptos en la Iglesia y a cuantos tienen que cumplirlos. Leyes canónicas, proscripción de libros, establecimiento de días festivos, prescripciones tocantes al culto, leyes punitivas, en fin, todo en la Iglesia es expresión del amor y del celo que ella tiene por la gloria de su Señor y por la salvación de todas las almas.

El discípulo de Cristo ha de sufrir y consumirse de celo cuando ve que ni el pueblo creyente, ni acaso los pastores todos, tributan a Cristo el honor que merece, ni consiguen edificar el mundo. Pero lo humano, lo demasiado humano de la Iglesia no ha de apagar el amor por ella, sino que ha de encender el celo por su bien. La Iglesia venera como santos a no pocos seglares, hombres y mujeres, que, pese a su humildad y auténtica caridad, se atrevieron a amonestar seriamente a obispos y pontífices.

Todo cristiano está llamado a trabajar activamente y no sin corresponsabilidad en el establecimiento del reino de Dios; pero ha de acordarse siempre de que, para que su acción sea provechosa, debe ir animada por el espíritu de delicada caridad y de rendida sumisión a los pastores de la Iglesia.

IV. LA IGLESIA Y EL ESTADO, LA IGLESIA Y LA POLÍTICA

La Iglesia y el Estado son dos "sociedades perfectas" en su respectivo campo, lo que quiere decir que cada cual dispone de la autoridad y de los medios que le son indispensables para realizar su misión, y que no están sometidas a ningún poder terreno, sino sólo a Dios y a sus leyes.

"Así pues, Dios ha distribuido el gobierno del género humano entre dos potestades, a saber : la eclesiástica y la civil ; una está al frente de las cosas divinas; otra al frente de las humanas. Una y otra son supremas en su género; una y otra tienen límites determinados, en que han de contenerse, y ésos definidos por la naturaleza y causa próxima de cada una; de donde se circunscribe una como esfera en que se desarrolla por derecho propio la acción de cada una"(León XIII, Immortale Dei, Dz 1866 ; cf. Dz 1869, 2203)

Síguese de aquí que contraviene las leyes esenciales de la misión propia de la Iglesia quien busca hacer de ella un poder temporal o la lanza a los ajetreos de la política como tal.

Lo que aquí decimos no se opone en nada al estado actual de la Iglesia, pues todos saben que los últimos arreglos no hacen de ella propiamente una potencia, sino que le dan la necesaria independencia respecto de todo poder político. Mucho menos se opone a la misión o a la índole espiritual de la Iglesia el que la Santa Sede, colocándose por encima de todo partido, procure intervenir como mediadora de paz y de concordia.

Pisotea villanamente lo más santo, el Estado que busca cómo apoderarse del gobierno de la Iglesia, o esclavizarla o dominarla políticamente para cercenar sus derechos y uncirla al servicio de su propia política.

Pero si a la Iglesia no le corresponde ambicionar un predominio político, sí es de su plena incumbencia el proclamar, en la forma más oportuna, y con toda claridad, ante los estados y los políticos, la palabra de Dios. La política no cae fuera de los derechos del reino de Dios. La religión no es "asunto privado", sino vida en conformidad con la regia y amorosa soberanía de Dios. Por consiguiente, cada vez que la política roza con alguna cuestión de conciencia, de moral o de religión,' tiene que conformarse con las normas establecidas por Dios en la naturaleza y en la revelación, cuyo pregonero es la Iglesia.

Cuando los sacerdotes, en su calidad de miembros de la sociedad civil, emiten su opinión en cuestiones políticas, no hacen más que ejercer un derecho de ciudadano; merecen entonces ser escuchados, pero simplemente conforme al grado de competencia moral y política a que hayan llegado, sin que tengan derecho a exigir obediencia. Por el contrario, deben ser obedecidos incluso por los políticos, cuando hablan en cumplimiento del mandato pastoral de la Iglesia, cuando anuncian las palabras terminantes de Dios que proclaman los derechos inalienables de la Iglesia, o cuando exhortan a los cristianos a la concordia para la defensa de la religión.

No hace política la Iglesia cuando rechaza la intromisión del Estado o de algún partido político en asuntos religiosos, cuando censura el alejamiento de Dios en la vida pública o cuando estigmatiza las infracciones de las normas morales.

Hay cuestiones mixtas que afectan a los intereses espirituales de la Iglesia no menos que a la misión del Estado; tales son, por ejemplo, la instrucción pública, las facultades teológicas, cuando están costeadas por el Estado, el nombramiento para cargos eclesiásticos retribuidos por el gobierno, la creación de centros docentes eclesiásticos, el establecimiento de días festivos, etcétera. En todas estas cuestiones y otras semejantes es necesaria una colaboración, animada de respeto y mutua confianza, entre los dos órdenes establecidos por Dios. Son los concordatos los que fijan generalmente las bases de esta justa colaboración, y, a falta de ellos, los convenios o "modus vivendi" establecidos entre la Santa Sede y los poderes seculares.

La separación completa de la Iglesia y del Estado no es, en modo alguno, el ideal apetecible (Dz 1755); primero, porque tal separación se inspira en un espíritu hostil a la Iglesia, y segundo, porque es esencialmente antinatural que dos autoridades supremas establecidas por Dios no se avengan a trabajar de común acuerdo. Pero pueden presentarse circunstancias, sobre todo en los estados de minoría católica, en que la separación sea menor mal que las continuas desavenencias a que pueda dar lugar la unión, o que la peligrosa tutela de la Iglesia por parte de un Estado descristianizado. Pero aún entonces, un verdadero católico ha de sentir como en carne propia la injusticia que contra la Iglesia se comete al negársele el reconocimiento como asociación de derecho público, reconociéndole simplemente, y como "por misericordia", los derechos de corporación privada.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 172-206