Parte segunda

LA REALIZACIÓN DEL AMOR AL PRÓJIMO
EN LA VIDA PRESENTE

 

No hay momento ni aspecto de la existencia humana en que Dios no esté pidiendo al hombre el seguimiento de Cristo y la realización de su reino. Pues la vida humana es el lugar de su realización. La medida en que ha de realizarse y la fuerza para ello, están condicionadas por el don y el precepto del amor divino. Nuestro tratado seguirá el orden y división de materias de la segunda tabla del decálogo. La ley del Sinaí estaba íntegramente orientada a la plena revelación del amor en Cristo; no es, pues, de admirar que los diversos ámbitos de ía vida allí considerados cuadren tan admirablemente con la "nueva Ley de la vida en Cristo". El arco vital de la existencia se extiende desde la vida en comunidad — el cuarto mandamiento menciona la más importante: la familia — hasta los bienes espirituales más preciosos de la misma: la verdad, la fidelidad y el honor.

El amor sobrenatural de sí mismo y del prójimo se realiza dentro de la comunidad; ese amor debe ser el alma de la comunidad : sección primera.

El amor divino protege y defiende la vida corporal; quien la pone al servicio de Dios y está dispuesto a sacrificarla por Él. consigue la verdadera vida: sección segunda.

Con el amor divino la fuente de la vida se conserva pura, porque conserva el corazón del hombre dispuesto para oir la voz de Dios que lo llama, ora al matrimonio, ora a la castidad fuera del matrimonio. El amor divino da sentido a la castidad y fuerza y valor para la pureza reverente y delicada; es él el que eleva y ennoblece el amor que se profesan un hombre y una mujer. Por él se renuncia al matrimonio y se guarda la virginidad, especial contribución de amor al reino de Dios: sección tercera.

El amor divino, al darnos los bienes materiales, nos hace percibir las obligaciones que nos impone el amor de Dios. Él constituye como el ojo de la justicia, que protege dichos bienes : sección cuarta.

La verdad, la fidelidad y el honor aparecen como los bienes más preciosos del hombre mirados a la luz del amor divino; sólo cuando el hombre los contempla a sus resplandores se siente con fuerza para ser veraz, fiel y honrado y sumiso al Señor, Dios del honor: sección quinta.


Sección primera

LA PRÁCTICA DEL AMOR AL PRÓJIMO
DENTRO DE LA COMUNIDAD

Dentro de la comunidad humana es donde primordialmente despierta y crece no sólo el amor al prójimo, sino también el legítimo amor de sí mismo; es también en ella donde el amor cristiano ha de encontrar su expresión suprema. Ser un ente social y vivir en comunidad, significa ser capaz de amar, estar obligado al amor.

Que el hombre es imagen de Dios, lo muestra, sobre todo, en la capacidad que tiene de amar, en su abrir el alma a la comunidad: la vida social debe desarrollar nuestra semejanza con Dios.

Habiéndonos Dios introducido en la comunión de su amor, nos hizo capaces del amor sobrenatural para con los demás hombres.

En el orden natural y sobrenatural existen tres comunidades orgánicas e indispensables, preordenadas por Dios, creador y redentor : son la familia, la Iglesia y el estado; a ellas particularmente, como a sus focos principales, ha de enderezarse vivo y solícito el amor del cristiano.

Lo que importa, empero, no es sólo la realización del amor divino en la vida del individuo, sino el establecimiento del reino de Dios. Las comunidades ya señaladas deben ser por sí solas un testimonio vivo del reino de Dios, de su presencia y constante realización. Dentro de las comunidades han de tomar cuerpo la justicia y el amor.

La moderna sociología, sobre todo la sociología familiar y religiosa, ha mostrado con claridad meridiana una verdad, que por otra parte nunca había desconocido la moral cristiana, a saber : que la vida religiosa de la mayoría de los hombres depende de la estructura de la sociedad. Por lo mismo, si queremos que el individuo lleve vida de amor, es de todo punto necesario crear cuadros sociales donde florezca la auténtica vida cristiana, que sature el ambiente con el buen olor de Cristo. Por la misma razón, en este tratado quisiéramos demostrar que la moral individual no puede, en ningún punto, disociarse de la moral social, porque, en definitiva, la moral tiene por finalidad el amor, la manifestación del reino del amor, por el que se ha de reflejar en el mundo la amorosa soberanía de Dios.

1. LA FAMILIA

1. Papel de la familia en el establecimiento del reino de Dios en el mundo

Considerada ya desde un punto de vista puramente natural, la familia constituye no sólo el terreno donde echa sus raíces todo nuevo ser humano, sino también el unico lugar a propósito para que su personalidad pueda desarrollarse con salud corporal y espiritual. Dentro del recinto de la familia es sobre todo donde, al sol fecundo del amor de sus padres, puede brotar en el corazón del joven el renuevo del amor, condición indispensable de la vida moral y religiosa, amor que, a su turno, ha de alimentar el manantial del amor paterno.

La familia es el lugar apropiado para transmitir el tesoro tan precioso como frágil de las tradiciones. Es la familia la que renueva constantemente la sociedad humana. La familia es el dique más poderoso contra las devastadoras avenidas de la masificación. Es ella el antídoto más eficaz contra el aislamiento y petrificación del individualismo. No carece de motivo que tanto el individualismo (capitalista) como el marxismo hayan declarado la guerra a la familia, primera sociedad natural.

Cristo consagró la familia e hizo de ella corno un sagrario dentro del templo santo de su Iglesia. Él mismo quiso para desarrollar su propia humanidad el seno de una familia, con el sol acariciador de una madre amorosa y pura, con los cuidados solícitos de un padre adoptivo, esposo de la Virgen, madre suya. Y allí, en el seno de esa familia, derramó por primera vez los rayos del fuego de su amor divino y humano. Allí dio a todos los niños y jóvenes cristianos el ejemplo singularísimo de su obediencia y de su amor filiales. Por último, al morir en la cruz por obediencia y amor, se desposaba no sólo con la santa Iglesia, sino también con todas las familias cristianas. Al elevar el matrimonio a la dignidad de sacramento, no sólo unió al hombre y a la mujer consigo y con la Iglesia, sino que consagró el recinto de su común existencia, la familia con todos sus componentes, convirtiéndola en una "iglesia en pequeño". La familia no es solamente la "semilla irreemplazable del cuerpo social"; es también la célula primera del pueblo de Dios, o sea la Iglesia siempre renovada. En la familia, sobre todo, se acrisola y vigoriza la vida religiosa, social y nacional.

La familia es, en especial, el lugar donde debe ejercitarse el gran precepto de la caridad, pues sólo la caridad mutua permite vivir a la familia. Y si el fin del amor sobrenatural es santificar y profundizar todo honesto amor natural, en ningún lugar puede esto realizarse mejor que dentro de la familia, porque es en ella donde la naturaleza despierta y mantiene el amor más fuerte y más delicado.

De lo que llevamos dicho se desprenden dos consecuencias:

1) La familia ha de ser uno de los objetivos principales de los esfuerzos pastorales de la Iglesia. Uno de los más importantes cometidos de la cura de almas es instruir acerca de los deberes en la familia y respecto de ella. Siempre que sea posible, ha de introducirse la obligación de asistir a los cursos de instrucción prematrimonial (en los que no hay que limitarse a hablar del sexto mandamiento, sino de la formación completa de la familia), con el mismo rigor que en la primera comunión.

La familia ha de ser el punto de mira de todo el trabajo pastoral: ella es la que presenta al niño al bautismo y la que sale fiadora de su educación cristiana. Conforme a la idea del derecho canónico que refleja aquí el derecho divino, los padres deben intervenir en señalar el tiempo de la primera comunión de sus hijos. Ellos son quienes llevan a sus hijos a Cristo: son los primeros, aunque no los únicos, pastores de sus almas.

Si el ministerio pastoral es necesario, no ha de ser para destruir el espíritu de familia, sino para afianzarlo. La misma parroquia, en toda su organización y funcionamiento debería ser como un reflejo de la familia: "familia parroquial". Pero ello sólo es posible cuando uno está íntimamente persuadido de que la familia cristianó es la piedra angular y el modelo fundamental de las diversas comunidades.

La Iglesia no cejará nunca en ahogar, frente al estado moderno y a los errores de la época, por la santidad y la indisolubilidad de la familia y en reivindicar sus derechos económicos, sociales, morales y religiosos. Y es lucha en que todo cristiano, desde su respectivo lugar y con los medios que tenga a su alcance — ocasionalmente también con su voto —, ha de combatir junto con la Iglesia.

Quien comprende la interdependencia causal que reina entre familia y sociedad, familia y estado, familia y economía, familia y profesión, familia y vivienda, comprende también que es un deber ineludible el conjugar sistemáticamente los esfuerzos para crear un ambiente sano para la vida familiar. Para que las familias puedan resistir victoriosas a las deletéreas fuerzas de los tiempos modernos, tienen que unirse estrechamente, porque en la unión familiar está su fuerza. La "liga de matrimonios jóvenes", que lucha por realizar el ideal de las familias cristianas en el actual ambiente descristianizado, para lo cual procuran animarse y ayudarse mutuamente, adquiere cada día mayor importancia.

2) El estado debe respetar la prioridad que sobre él tiene la familia. Es cierto que la familia no es una "sociedad perfecta", porque no dispone de cuantos medios son necesarios para alcanzar su finalidad. Sólo la Iglesia y el estado son "sociedades perfectas". Pero la familia, mirada histórica y metafísicamente, es "más antigua y primordial que el estado". Por eso el estado tiene que respetar cuidadosamente los derechos fundamentales de la familia y su constitución original. No puede, pues, arrebatarle lo que ella, conforme a su naturaleza, quiere y puede realizar; ha de prestarle toda la ayuda y socorro que ha menester para su conservación y para el cumplimiento de sus obligaciones. Donde más inapelablemente se aplica el principio es en las relaciones entre la familia y las sociedades que la incluyen, especialmente entre la familia y el estado. La familia es la piedra de toque de todo movimiento social y político.

El liberalismo y el manchesterianismo, al disociar la sociedad y al arrancar al individuo de la familia, lanzándolo por caminos hostiles a la misma, preparó el terreno para el amontonamiento gregario de la multitud, en la sociedad sin clases preconizada por el marxismo.

La semana social de Francia de 1945 expuso en términos enérgicos las obligaciones que el estado tiene para con la familia : "El estado debe impedir cuanto disgregue la familia. La familia tiene derecho a la fecundidad, y el estado tiene que proteger la maternidad y fomentar su requisito, que es la moralidad. La familia tiene derecho a la unidad, y el estado tiene el deber de dejar a la madre en el hogar y de asegurar al padre el salario suficiente. La familia tiene derecho a la instrucción, y la escuela debe ser una continuación de la educación familiar, colaborando con ella. Los impuestos y gravámenes, los subsidios y pensiones y el costo de la vida han de calcularse teniendo en cuenta, no al individuo, sino a la familia... La ayuda del estado a la familia no es un favor que se le hace: es el cumplimiento de una estricta obligación" .

Los papas de los últimos tiemps han luchado denodadamente en pro de una sana vida familiar, mediante una adecuada legislación social y económica. Pío XII decía, en su mensaje de Navidad de 1942, que contiene el gran programa para la nueva organización de la paz : "Quien desea que la estrella de la paz nazca y se detenga sobre la sociedad... defienda la indisolubilidad del matrimonio; dé a la familia, célula insustituible del pueblo, espacio, luz, tranquilidad, para que pueda cumplir la misión de perpetuar la nueva vida y educar a los hijos en un espíritu conforme a sus propias y verdaderas convicciones religiosas ; según sus fuerzas, conserve, fortifique y reconstituya su peculiar unidad económica, espiritual, moral y jurídica; vigile el que también los criados participen de las ventajas materiales y espirituales de la familia; cuídese de procurar a cada familia un hogar en donde la vida doméstica, sana material y moralmente, llegue a desarrollarse con toda su fuerza y valor; procure que los sitios de trabajo y los domicilios no estén tan separados que hagan del jefe de familia y del educador de los hijos casi un extraño en su propia casa; procure, sobre todo, que entre las escuelas públicas y la familia renazca aquel vínculo de confianza y mutua colaboración".

Dos cosas, sobre todo, deben ser reglamentadas hoy día por el estado: las cajas de compensación familiar para obreros y empleados, y la construcción de viviendas, que proporcionen a las familias jóvenes un hogar donde puedan llevar una vida sana y natural.

2. De las mutuas obligaciones de los casados

La familia está fundada sobre el matrimonio. Si el matrimonio es sano y santo, la familia lo será también.

Las obligaciones para con la futura familia principian aún antes de contraer matrimonio. El futuro esposo y, padre, la futura esposa y madre deben ejercitarse en las virtudes familiares dentro de la familia a que hasta entonces pertenecen. Así como la castidad prematrimonial garantiza la castidad conyugal, así también hay que aprender, por su ejercicio, las demás virtudes necesarias en la sociedad conyugal: habilidad administrativa, economía, amor a la vida doméstica, respeto al prójimo y abnegación.

Desde el momento en que dos personas se entregan mutuamente para formar una familia, comienza una responsabilidad superior de la una con la otra, en el campo religioso y moral. Esa responsabilidad exige buen ejemplo, oración y mutuo estímulo al bien. Con la celebración del matrimonio principia no sólo el deber de inquebrantable fidelidad, sino también el de la solidaridad, que abarca el alma y el cuerpo, el bien sobrenatural y la prosperidad natural. Ninguno de los cónyuges ha de pensar en conseguir su bienestar y salvación por separado, porque con el mismo empeño que trabaja para sí ha de trabajar para el otro. En virtud del sacramento del matrimonio, la familia constituye una unidad para la acción pastoral.

La disposición moral básica para el matrimonio es el amor respetuoso, fiel y activo. Las obligaciones especiales del esposo son : la manutención de la familia, la administración de los bienes comunes y la representación de la familia ante la sociedad. "El esposo es el jefe de la familia" (Eph 5, 23). En los casos de vacilación, a él corresponde la última palabra en las cuestiones domésticas y económicas. Pero no ha de ejercer despóticamente su derecho, sino procurando ir de acuerdo con su esposa, que no es esclava, sino compañera.

Si el esposo deja de cumplir sus obligaciones de trabajo y manutención de la familia, la esposa, al contraer nuevas obligaciones, adquiere también los correspondientes derechos.

Las virtudes especiales de la esposa son : amor solícito, respeto y obediencia para con el esposo. Aunque le asista el derecho natural de intervenir en las decisiones, ha de estar dispuesta a obedecer en todas las cosas permitidas. Para ejercer sobre su marido el poder benéfico e invencible de su amor desinteresado, tiene que evitar toda ansia de poder, impropio de su sexo.

El hombre y la mujer recibieron del Creador dones diversos'. Por eso, las pretensiones del feminismo, por lo general de inspiración socialista, si han de entenderse en el sentido de una igualdad perfecta entre el hombre y la mujer, deben condenarse, porque desconocen la esencia de la auténtica feminidad. Es claro que, en cuanto a dignidad de la persona y a los derechos que ésta incluye, ni en la vida familiar ni en la pública está la mujer pospuesta al hombre. La colaboración que la mujer aporta a la familia y aun por sobre la familia, a la Iglesia y al estado, en modo alguno es inferior a la del hombre en mérito e importancia. Pero ha de ser siempre una contribución típicamente femenina. Bien está que la mujer ejerza su influjo directo en la vida pública; su acción, dentro de la democracia, puede ser un dique contra el radicalismo; pero no hay duda de que pecaría, si se entregara a desempeñar cargos públicos con menoscabo de sus obligaciones de esposa y madre.

Los esposos pecan gravemente el uno contra el otro con los siguientes actos: 1) Odio e insulto grave, graves disensiones y disputas, sobre todo si duran largo tiempo; 2) celos, acompañados de imputaciones infundadas contra la fidelidad del consorte; 3) malos tratos de obra (por principio el esposo no tiene derecho a castigar corporalmente a su esposa; tal proceder sólo sería tolerable entre gentes muy rústicas y atrasadas, entre quienes se reconoce al esposo este pretendido "derecho" y sólo como medio supremo de corrección) ; 4) seducción, o trabas intencionadas al progreso moral y religioso del consorte; 5) derroche de los bienes comunes de la familia o de los medios de subsistencia, o gastos arbitrarios por parte de la esposa de los bienes comunes, a pesar de la oposición justificada del marido; 6) inversión del orden jerárquico de la familia, dentro de la cual llega, a veces, la mujer a mandar ignominiosamente al marido. Sólo en caso de que el marido falte gravemente a sus obligaciones, puede la mujer ponerse al frente de los negocios domésticos y económicos de la familia. Por su parte, también estaría en falta el esposo que tratase a su esposa como a una sirvienta o como a un niño de menor edad, en vez de darle parte en los negocios comunes, como a una auténtica compañera. En los ambientes donde el compañerismo constituye el ideal comúnmente aceptado de la vida doméstica, se sentiría humillada la esposa si el marido se limitara a darle órdenes en asuntos de importancia, que miran a ambos; en vez de tomar su consejo, como a verdadera consocia. Deben tenerse en cuenta, hasta cierto punto, los cambios sufridos por la sensibilidad social.

Consejos prácticos: 1) La esposa triunfará de la cólera y demás defectos del esposo con la dulzura y paciencia, soportando y callando. Con el tino propio de una madre, debe buscar el momento oportuno en que pueda reconvenirlo. "Una respuesta blanda calma la ira; una palabra áspera enciende la cólera" (Prov 15, 1).

2) El pastor de almas, sobre todo el confesor, ha de estar sobre sí para no dar inmediatamente crédito a las acusaciones de una de las partes (sobre todo de la mujer) contra la otra, sino que, sin pronunciarse ni en pro ni en contra, procurará exhortarlos lo mejor posible a la bondad y amabilidad. Y cuando la mujer se desate en asusaciones contra el marido, procure conseguir de ella que ensaye de nuevo a ganárselo, esforzándose cuanto pueda por hacerle grata y atractiva la vida en el hogar.

 

3. Obligaciones de los padres con sus hijos

a) Obligaciones que preceden al nacimiento

Los padres sólo podrán cumplir con las elevadas y santas obligaciones que tienen para con sus hijos si se preparan de antemano para su alta misión, mediante la formación física y espiritual.

Sólo podrán ser buenos padres si consideran a los hijos como una bendición, si abrigan un amor y un respeto profundo para con el niño. Para mirar con religiosa veneración al niño es preciso verlo como imagen de Dios, objeto del amor del Redentor, templo del Espíritu Santo y heredero del cielo por el bautismo. Por el contrario, quien se deja dominar por la enfermedad de moda, esto es, por el miedo al niño, o quien, al preguntarse si los hijos son deseables, sólo para mientes en el punto de vista puramente material, diciéndose, por ejemplo: "¿Y qué vida les podremos dar ? ", ese tal desconoce el valor infinito del niño.

La gran responsabilidad de los padres hacia el niño por nacer se concentra en el acto conyugal. Es acto que han de realizar dentro del mayor respeto, y por lo mismo, nunca en estado de embriaguez o de depresión anímica o corporal.

Con razón se habla mucho de la educación prenatal, a la que ambos cónyuges concurren, pero especialmente la madre. El estado de ánimo en que vive la madre encinta, estado que depende también de la conducta que con ella observa el esposo, influye sobre el carácter del hijo mucho más que las palabras y los castigos que vengan después del nacimiento.

La mujer encinta debe evitar cuanto pueda poner en peligro la vida o la salud del feto, como sería un trabajo excesivo (porque el trabajo moderado es beneficioso no sólo a la madre sino también al hijo), los altercados, los sustos imprevistos, las profundas emociones, sobre todo de ira. Además, durante ese tiempo ha de evitar el fumar, y, en cuanto le sea posible, todo empleo de narcóticos. Las relaciones matrimoniales demasiado apasionadas pueden poner también en peligro la vida que lleva en sí. Es particularmente peligroso el montar largo rato en motocicleta v Los maridos que tratan despiadadamente a sus esposas encintas, pecan gravemente y en asuntos que no admiten reparación.

El tiempo del embarazo es para los esposos tiempo santo de dulces esperanzas, en que han de ejercitarse en piadosas oraciones y en demostraciones de mutuo respeto y caridad. Con el amor más tierno y abnegado deben esperar y acoger la nueva vida que Dios les confía.

b) Lactancia materna

La madre tiene obligación grave de alimentar a sus hijos a sus propios pechos, porque ninguna otra alimentación puede reemplazar, ni de lejos, la leche materna. Además, contribuye a la educación del niño el que su misma madre lo alimente : así el niño experimenta realmente el amor de su madre, a la vez que ésta siente crecer su amor y su felicidad.

Cuando la salud de la madre u otra razón grave lo exige, debe, o por lo menos puede confiarse el niño a una nodriza, que no ha de escogerse a la ligera. El confiar los hijos a nodrizas — costumbre a la que ya los padres de la Iglesia se oponían enérgicamente — no deja de ofrecer graves peligros morales: como la tentación para muchas mujeres de buscar sistemáticamente la maternidad fuera del matrimonio, o de dejar perecer a sus propios hijos y aun de asesinarlos. Además, es muy verosímil que con la leche pasen a los niños rasgos del carácter.

Cuando se priva a la criatura de toda clase de leche materna, se pone en peligro su vida o al menos su desarrollo normal. "Señalaremos como pecado grave el alimentar artificialmente a las criaturas ya desde los primeros meses cuando hay posibilidad de darles de lactar". La ciencia médica, que declara que la leche materna es insustituible, apoya esta sentencia.

La madre tiene obligación de alimentar a sus pechos a sus hijos por espacio de seis a nueve meses. La obligación es grave durante los tres primeros meses.

La madre está estrictamente obligada a adquirir los conocimientos indispensables para cuidar a los niños; debe también hacerse asistir, sobre todo en el primer hijo.

c) El cuidado de los hijos

Los padres tienen obligación grave de velar por el mantenimiento de sus hijos, conforme a sus posibilidades. Y si por graves reveses no pudieran, dejando de lado todo respeto humano, deben pedir ayuda al prójimo, antes de que sus hijos reciban algún daño irreparable.

Los niños deben ser acostumbrados desde temprana edad al trabajo, en el seno de la familia, para que así aprendan el trabajo y se acostumbren a la solidaridad. Y esto se aplica también a los hijos de la gente acomodada. Sin embargo, al obligarlos a trabajar, los padres no deben proceder por miras egoístas ni de manera que se perjudique su sano desarrollo o su formación profesional conforme a su vocación.

Los padres deben esforzarse, mediante el ahorro y la aplicación en el trabajo, por dejar a sus hijos una conveniente herencia. Pero mucho más importante que las riquezas materiales es el habilitarlos para la existencia, mediante una buena y adecuada formación profesional y el adiestramiento para la vida.

Los padres acaudalados no están obligados a dejar absolutamente todos sus bienes en herencia de sus hijos, sobre todo si entienden que ello constituiría grave peligro moral para ellos, o que no los administrarían ni emplearían de un modo adecuado. Y aunque no dispusieran sino de bienes módicos, podrían los padres hacer donaciones para obras buenas, no sólo durante la vida, sino aun por testamento.

d) Asesoramiento y consejo en la elección de la carrera

Los padres deben aconsejar a sus hijos en la elección de estado y profesión, pero sin coartar injustamente su libertad. Cuando alguno desea razonablemente seguir una profesión a la que se siente inclinado y en ello los padres pueden ayudarle sin demasiados dispendios y sin perjudicar a los demás, deben favorecerlo. Tampoco deben los padres empujar a los hijos por una profesión de la que se puede prever que no ha de satisfacerlos, por más que les interese que los hijos continúen su negocio. Tratándose especialmente de la vocación religiosa o sacerdotal, nunca deben los padres poner trabas a sus hijos, a no ser qu vean que su vocación es ilusoria. Mucho menos deben empujar a sus hijos a abrazar semejante estado si no se sienten llamados, aunque deben considerar como un honor supremo el que Dios se digne escoger entre sus hijos alguno para su servicio. ¡Con qué alegría deberían recibir ese don celestial ! Los padres deben desempeñar su oficio de consejeros de sus hijos con desinterés personal y buscando en todo el bien espiritual de éstos.

e) Obligaciones para con los hijos naturales

El padre tiene, respecto de sus hijos naturales, la obligación de ayudar económicamente a la madre en su educación, en proporción de sus haberes y de la necesidad de la madre. Y aun cuando la ley civil no lo forzara a ninguna ayuda o pudiera eludirla, la ley natural continúa obligándole a dar a sus hijos naturales la posibilidad de aprender una profesión conveniente. En caso de colisión entre los deberes con los legítimos y los naturales, pasan primero aquéllos.

El proceder irresponsable de haber despertado una vida fuera del seno de la familia, hace perder al padre de la criatura todo derecho a educarla y a recibir, en cambio, un amor correspondiente. Además, debe abstenerse de todo encuentro regular con ella, para evitar el peligro de disputas o de inmoralidad. Pero si el padre está en situación de poder desposarse con la madre, debe, en general, hacerlo; si, por ejemplo, es soltero y todo anuncia un feliz matrimonio; en tal ocurrencia debe devolver a su hijo la dignidad y los derechos de una familia honorable.

El hijo natural debe encontrar en el seno de su familia materna el calor del "nido familiar". El niño inocente tiene derecho a que no se le hagan pagar los pecados de sus padres. Por eso, a la mujer soltera que lleva dentro de sí una vida, hay que tratarla con cristiana caridad, no sea que la criatura sufra menoscabo. Por su parte, el padre de la criatura ha de velar para que la madre no perpetre el aborto. Y dado caso que la madre o su familia faltara gravemente a sus obligaciones, el padre tiene que encargarse de la buena educación del niño, ya colocándolo en algún asilo, o alguna familia, ya llevándolo a su propia familia, o a la de sus padres, si ello es posible.

Confiar esas criaturas a una casa de expósitos o el entregarlas a cualquier mujer desconocida, sólo es lícito en caso de extrema pobreza o para evitar una deshonra del todo insoportable. Hay, sin embargo, motivos que hacen lícito y a veces aconsejable el confiar la educación de los hijos a una familia extraña, pero más adecuada que la propia.

El Estado tiene el derecho de encargarse de la educación total o parcial de los hijos cuyos padres se muestran, en este particular, gravemente descuidados, incapaces o indignos; puede también imponerles un tutor o internarlos en un asilo.

f) Normas de la educación espiritual y moral

Los padres son los educadores natos de sus hijos, los primeros "pastores de sus almas".

La primordial cualidad del educador es el amor sobrenatural del niño, acompañado del profundo respeto cristiano a su dignidad. El amor tiene que ser naturalmente auténtico y sobrenaturalmente elevado.

Toda preferencia en favor de alguno adultera el amor cristiano. Ese favoritismo es particularmente odioso cuando los padres postergan a uno de sus hijos menos favorecido por la naturaleza. Los padres deben hacer cuanto esté a su alcance para granjearse el amor y la confianza de sus hijos; de lo contrario, sus esfuerzos por educarlos quedarán más o menos ineficaces. Con igual cuidado se preocupará cada cónyuge de que todos los hijos profesen al otro igual amor y confianza que a sí mismo.

Sólo cuando un cónyuge pervierte o quiere pervertir a los hijos, puede y debe el otro oponerse, y prevenir a los hijos en su contra. Pero, al hacerlo, ha de exhortarlos a tenerle compasión y caridad y a rezar, pidiendo a Dios remedie tal desgracia.

En la educación se ha de proceder sobre todo en forma concorde, rectilínea y con una finalidad premeditada. Nada destruye tanto la confianza del niño ni compromete tanto el feliz resultado de sus esfuerzos, como recibir de su padre órdenes siempre contrarias a las de su madre, o viceversa, o recibir de alguno de ellos una orden para recibir luego la orden opuesta.

San Pablo formula una regla preciosa de educación: "Vosotros, padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y en la enseñanza del Señor" (Eph 6, 4). Al imponer la disciplina, al enseñar, amonestar y castigar, no se ha de echar en olvido la bondad y el dominio de sí mismo. Los regaños y castigos, dados con ira, no sirven sino para provocar la cólera y la rebeldía de los niños.

Los castigos son un medio importante de educación, aunque no el único ni el primordial. Sólo han de imponerse en caso de verdadera necesidad, y cuando los demás medios no surten el efecto deseado. Es mejor abstenerse de castigos corporales si no los puede uno imponer sin dejarse llevar de la cólera. ¡Y cuidado con los castigos injustos!

Tampoco los premios son el medio normal o único de la educación; son simplemente una ayuda. Hay que acostumbrar al niño a practicar el bien, no sólo en previsión del premio o del castigo, sino también en aras de la obediencia y confiados en que sus padres sólo buscan su bien. El empleo exclusivo de las recompensas o de los castigos es fatal para la formación de los motivos religiosomorales que determinan la conciencia.

Toda educación debe orientarse hacia la formación de la conciencia; a que el educando aplique toda su libertad' interior a la prosecución del bien. El fin de la educación cristiana es la formación del cristiano consciente. Por eso, a medida que adelanta en edad y conforme va madurando su inteligencia y su carácter, se le ha de dejar una progresiva libertad de iniciativa. De lo contrario, lo que se consigue es llevarlo a un fracaso moral el día en que, por fin, se sienta libre de la tutela paterna.

Los padres deben vigilar las amistades que sus hijos contraen fuera de casa, y apartarlos, en lo posible, de las ocasiones de pecar.

En cuanto a la educación de la castidad, además de templarles la voluntad y alejarlos de las malas compañías, es de suma importancia el instruirlos .en el misterio de la vida, en forma progresiva y delicada, a medida que se les despierta la curiosidad a este respecto.

No se trata de dar al hijo una explicación después de habérsele mantenido artificialmente en la ignorancia, sino de ofrecerle de un modo natural y paulatino una revelación sublimada del misterio de la vida.

Es tarea casi irrealizable el educar un hijo único, sobre todo cuando los padres, por horror al sacrificio, no quieren tener más, pues en tal caso no hacen más que buscarse en definitiva a sí mismos en el hijo. El hijo único llegará muy fácilmente a darse cuenta de que es y debe ser no sólo el centro de los pensamientos y cuidados de sus padres, sino de toda su existencia, con lo que se convertirá indefectiblemente en un ser egoísta. Nada más fácil para que en esa atmósfera incuben las disposiciones al histerismo, con las exageradas atenciones que en todo se le prodigarán. Aun cuando no haya dependido de los padres el no tener más que un hijo—con dos su educación hubiera sido más fácil, aunque siempre difícil —, deben dominarse mucho para no mimarlo y no darle gusto en todos sus caprichos. Que nunca le dejen sospechar en lo más mínimo que él tiene derecho a ser el objeto único de sus cuidados e intereses.

La educación en el colegio no sustituye sin más la buena educación de la familia; pero hay casos que reclaman francamente la sustitución. Algunos años en un buen internado, con las vacaciones pasadas en casa, pueden dar por resultado una buena formación familiar. Pero, a su vez, para que el internado sea realmente eficaz, debe ser como la continuación de la vida familiar.

Es importantísimo que la formación intelectual principie ya desde muy temprano. Los padres deben hallar tiempo para entretenerse con sus hijos, respondiendo convenientemente y en forma inteligible a sus preguntas, explicándoles el sentido de las palabras, fomentando inocentemente su inclinación al juego, tan importante para su desarrollo. Pero es claro que aun el bien hay que hacerlo con medida. Hay que dar tiempo al tiempo y esperar el desarrollo espiritual del niño.

Con el despertar de la inteligencia aparece una capacidad admirable para captar las cosas de la fe. Mucho se desperdiciaría, pues, si antes de aparecer las preocupaciones materiales, no se sembrase en ese terreno abonado la buena semilla del amor divino. Nunca penetra más hondamente en sus infantiles corazones la simiente de la religión, que cuando allí la siembran los padres con amor en la mañanita de su existencia. Pero no se ha de olvidar que las buenas palabras han de ir acompañadas del buen ejemplo.

g) Colaboración de los padres, de la Iglesia y del Estado

Los padres tienen el derecho natural, concedido por Dios, de educar a sus hijos. En cuanto a la tarea de educarlos, la comparten con la Iglesia en lo que respecta a la religión, y con el Estado en lo que se refiere a la formación cultural y sobre todo cívica.

1) "La educación, que abarca todo el hombre, individual y socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la gracia, pertenece a estas tres sociedades necesarias (familia, Iglesia, Estado) en una medida proporcional y correspondiente a la coordinación de sus respectivos fines, según el orden actual de la providencia establecido por Dios 13. La educación no es, pues, trabajo de un solo individuo, ni siquiera de una sola sociedad, ni tarea reservada al Estado o a la Iglesia; es un trabajo de colaboración de las tres sociedades a quienes legítimamente corresponde la educación.

2) El derecho y el deber que tienen los padres de educar es anterior al del Estado.

Pero conviene observar que la familia no tiene un derecho absoluto y arbitrario, sino un derecho regulado por la ley de Dios. Corresponde a la Iglesia, y parcialmente también al Estado, el derecho de vigilar cómo los padres ejercen este derecho. "La familia ha recibido directamente del Creador la misión, y por tanto el derecho de educar a la prole, derecho inalienable, por estar inseparablemente unido con la estricta obligación, derecho anterior a cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado". También anota el derecho canónico, canon 1113: "Tienen los padres gravísima obligación de procurar a la prole no sólo la educación religiosa y moral, sino también la corporal y cívica, como también la de velar por su bienestar temporal".

A este propósito dice Pío xi : "En este punto es tan concorde el sentir del género humano, que se pondrían en abierta oposición con él cuantos se atreviesen a sostener que la prole, antes que a la familia pertenece al Estado, y que el Estado tiene sobre la educación absoluto derecho... El hombre no recibe la existencia del Estado sino de los padres... La patria potestad es de tal naturaleza que no puede ser ni suprimida ni absorbida por el Estado, porque tiene un mismo y común principio con la vida misma del hombre". "Este incontrastable derecho de la familia ha sido varias veces reconocido jurídicamente por las naciones en que hay cuidado de respetar el derecho natural en las disposiciones civiles". Por su parte, la Iglesia ha tutelado siempre y defendido la inviolabilidad del derecho natural que asiste a los padres para educar a sus hijos.

3) Los padres no pueden cumplir cabalmente su obligación de educar, religiosa y moralmente a sus hijos, sino trabajando de común acuerdo con la Iglesia, "la gran familia de Cristo", que, al igual de la familia, tiene un derecho nato a educar a la juventud. "La Iglesia y la familia constituyen un solo templo de educación cristiana". El derecho que asiste a la Iglesia para impartir educación es un derecho original, no adquirido, y mucho menos debido a la benevolencia del Estado. Se funda este derecho sobre "su maternidad sobrenatural" y sobre la expresa misión que le dio su divino Fundador. La Iglesia posee y ejerce tal derecho junto con la familia. El derecho de vigilar la educación en cuestiones de religión y moral se extiende no sólo a la educación en la familia, sino también en la escuela, ora se trate de escuela privada, ora oficial y pública. "Es derecho inalienable de la Iglesia, y a la vez deber suyo indispensable, vigilar sobre todo la educación de sus hijos, los fieles, en cualquier institución pública o privada, no sólo en lo referente a la enseñanza religiosa allí dada, sino también en toda otra disciplina y disposición, en cuanto dicen relación a la religión y la moral"

4) Lejos está la Iglesia de denegarle al Estado el derecho de colaborar en la educación y de vigilarla. Este derecho tiene su fundamento, al mismo tiempo que sus límites, en la "autoridad que compete al Estado para promover el bien común temporal. Por consiguiente, la educación no puede pertenecer a la sociedad civil del mismo modo que pertenece a la Iglesia y a la familia, sino de manera diversa, correspondiente a su fin propio". "Por lo tanto, en orden a la educación, es derecho, o por mejor decir, deber del Estado, proteger en sus leyes el derecho anterior de la familia en la educación cristiana de la prole; y, por consiguiente, respetar el derecho sobrenatural de la Iglesia sobre tal educación cristiana". Pero si no sólo los padres sino también los hijos tienen un derecho inalienable a una educación conforme con la ley de Dios, y supuesto que los hijos no pueden aún hacer valer su derecho, incumbe al Estado el tutelarlo cada vez que faltan los padres o que se hacen ineptos o indignos física o moralmente para impartir la educación. "Porque el derecho educativo de los padres no es absoluto o despótico, sino dependiente de la ley natural y divina, y por tanto, sometido a la autoridad y juicio de la Iglesia, y también a la vigilancia y tutela jurídica del Estado en orden al bien común".

"Además, el Estado puede exigir, y por tanto procurar que todos los ciudadanos tengan el conocimiento necesario de sus deberes civiles y nacionales, y cierto grado de cultura intelectual, moral y física, que el bien común, atendidas las condiciones de nuestros tiempos, verdaderamente exija".

Pero, para conseguir este fin, no es de ningún modo necesario ni lícito el monopolio escolar por parte del Estado. Tal proceder viola el derecho innato de la familia y de la Iglesia, sobre todo cuando, por la índole de la escuela, no sólo se mata la libertad de escoger la educación, sino que se violenta la conciencia cristiana de los padres y de los hijos. En cambio, hay que reconocer al Estado la exclusiva o por lo menos la principal competencia para impartir determinada instrucción (por ejemplo, la militar, o la especialización propia de los empleados públicos) y cuanto se refiere a la necesaria preparación cívica; siempre, empero, que tampoco en esto se violen los derechos de la Iglesia o de la familia.

Si exceptuamos los institutos del Estado a que acabamos de aludir, podemos afirmar que la escuela es medltlarnlente una institución auxiliar de la familia, a la que la Iglesia prestó su valioso concurso mucho antes que el Estado, por lo menos en los países cristianos de Occidente.

Tanto la Iglesia como el Estado tienen derecho a dirigir escuelas, con tal de que en ellas se observe la ley de Dios, se respeten los derechos mutuos y se deje a los padres la libertad de escoger. Pero aun en las escuelas oficiales los padres de familia tienen derecho de intervenir en forma decisiva; los "consejos escolares de padres de familia" no han de ser simple pantalla. En cuanto a los maestros, han de considerarse en primer lugar como comisionados de los padres, y sólo secundariamente como empleados del Estado, aunque lo fueran en una escuela o colegio oficial.

Por lo que toca a las llamadas "escuelas neutras", nunca las aceptará la Iglesia, porque para ella la "neutralidad" ante Dios y la fe sería tanto como negar los supremos derechos de Dios y rebajar en forma intolerable el patrimonio de la verdad, necesario para la consecución del bien común. Nada tan peligroso y estéril para la vida y para el conocimiento de la verdad como una escuela en donde hay que hacer caso omiso de toda verdad que distinga y separe al católico del ateo. Y el enseñar en ella la religión católica, a costa de mantener la "neutralidad" en todas las demás materias, está lejos de ser una compensación adecuada.

Tampoco es solución ideal la que presentan las llamadas "escuelas cristianas comunes" (christliche Gemeinscha f tsschule), paritarias, simultáneas, cuya instrucción se basa en las verdades admitidas comúnmente por todas las grandes confesiones, silenciando, en cambio, las que son causa de división; y no es solución ideal porque, en primer término, puede darse el caso de que un maestro profese otra creencia, y en segundo lugar, el descartar completamente las verdades que son causa de división, no puede hacerse sin omitir verdades esenciales del mensaje de Cristo. Además, en tal método se peca por falta de unidad y de integridad en la enseñanza, cualidades esenciales para que ésta sea eficaz. Más todavía: este sistema expone al peligro del indiferentismo, que es precisamente lo que persiguen muchos de sus inventores.

Con todo, son menos peligrosas estas "escuelas comunes" que las teóricamente neutras. Pueden aceptarse en circunstancias especiales y para evitar males mayores.

Es evidente que los padres católicos tienen la obligación grave de colocar a sus hijos en escuelas católicas "confesionales", cuando ello es factible; aunque ello les exigiera notables gastos, porque es muy cierto que de la escuela católica depende no sólo la salvación del individuo, sino sobre todo la prosperidad de la Iglesia en los países de diversas confesiones.

Notemos que el Estado se hace reo de injusticia al cargar indistintamente sobre los padres católicos los impuestos para las escuelas oficiales cuando ya tienen ellos que atender al sostenimiento de las privadas de la Iglesia, para las que no reciben ninguna ayuda estatal.

En la cuestión escolar no pueden los católicos apartarse un ápice de las directrices de los obispos; sólo podrán enviar sus hijos a las escuelas acatólicas cuando lo autoricen ellos y mediando una razón seria y tomando las necesarias medidas para evitar la perversión. Notemos, por último, que no está prohibido a los maestros católicos dictar clases en las escuelas acatólicas para ejercer allí algún influjo saludable. Pero han de tomar entonces las necesarias precauciones para evitar toda cooperación formal. Su Santidad, el papa Pío XII, exhortó expresamente a los maestros católicos de Francia, en audiencia que les fue concedida en marzo de 1951, a que trabajaran en las escuelas laicas de su país.

4. Deberes de los hijos con sus padres

El amor de los padres para sus hijos es naturalmente más fuerte y constante que el de éstos con ellos. Es cierto, sin embargo, que tanto el uno como el otro estriba en la donación de la vida natural, y que los hijos tienen muchos más motivos naturales para amar a sus padres que éstos a aquéllos. Pero el instinto de libertad que de mil maneras apunta en el joven, y el proceso natural de ir formando paulatinamente su propio círculo de vida e intereses fuera de la familia, amenguan fácilmente el amor a los padres, una vez que el hijo se ha independizado de ellos. Al paso que los padres deben echar mano de toda su fuerza moral y poder purificador del amor sobrenatural para impedir que degenere el afecto que sienten por sus hijos, éstos deben prestar mayor atención a que su amor no se enfríe. Para esto precisamente estableció Dios su mandamiento, robustecido con promesas y amenazas : "Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largos años sobre la tierra que te ha de dar el Señor, tu Dios" (Ex 20, 12). "El que honra al padre, expía sus pecados; y como el que atesora, es el que honra a su madre. El que honra a su padre se regocijará en sus hijos, y será escuchado en el día de su oración... Bendición de padre afianza la casa del hijo, y maldición de madre la destruye desde sus cimientos... Será maldito del Señor el que irrita a su madre" (Eccli 3, 3 ss).

La divina sanción que acompaña al cuarto mandamiento no es algo puramente adventicio, sino que nace de la esencia misma del precepto. Porque si los padres son los prójimos más íntimos y allegados, es imposible que se desarrolle convenientemente el ser íntimo del hijo que con ellos se porta con indiferencia y hasta grosería. Es más: los padres encarnan la autoridad de Dios: el hijo que la menosprecia, quebranta toda autoridad. De la observancia del cuarto mandamiento depende la prosperidad de los pueblos, y por ende, la felicidad temporal de la sociedad y del individuo, y sobre todo el valor espiritual del joven, indispensable para poder ser íntimamente feliz y dichoso. Cuando el hijo se esfuerza por hacer la dicha de sus padres y encuentra la manera de estar con ellos en la relación adecuada, goza de una alegría interior que es fuente perenne de valores morales y la clave para triunfar en la vida.

Las virtudes fundamentales derivadas de la esencia misma de la familia, que con sus padres ha de observar el hijo, son: respeto, obediencia, amor y gratitud.

a) Respeto y reverencia

El respeto es un elemento esencial de la piedad, por la que se reconoce, en santo temor, la preeminencia de los padres. Por el respeto se toma en consideración la dignidad de otro, y por eso es también un elemento esencial del amor.

El respeto a los padres debe nacer al contemplar el misterio de la vida, el cual los envuelve en un divino resplandor, al hacerlos cooperadores de Dios en la obra grandiosa de la creación. El respeto a nuestros semejantes, y en particular a los padres, tiene su última raíz y fundamento en el reverente respeto a Dios, en la religión. Como imagen que es de Dios, sobre cada hombre cae un rayo de su divina gloria. La autoridad, particularmente la que ejercen los padres como representantes de Dios, encarna la majestad de Dios creador. Pero, para respetarla, como se respeta a Dios, es preciso descubrir en la creación la divina jerarquía, esto es, el orden por Dios establecido. La creación es un conjunto ordenado, que nos conduce gradualmente hasta Dios. El jefe de toda comunidad nos pone en relación con el supremo jerarca, con el Santo de los santos.

Para el marxista, la sociedad humana es un producto meramente natural, donde todos son absolutamente iguales; por eso, por mucho que hable de la atención que hay que prestar a los demás hombres, ignorará completamente lo que es el respeto.

Para que un superior pueda desempeñar su cargo con el debido respeto al inalienable valor de sus subordinados y pueda también exigir el respeto debido a su rango, tiene que inclinarse él primero ante el supremo Señor, que le hace participante de su gloria ante los demás. Y si los padres de familia no cimentan su dignidad y autoridad en Dios por medio del culto y la adoración, muy pronto olvidarán los límites que Él puso a su superioridad y perderán el respeto a sus hijos. parte integrante del verdadero amor. Y la consecuencia será que tampoco el hijo tendrá ese respeto que ha de marcar todas sus relaciones con sus padres. El mutuo respeto preserva al poder del superior de caer en el frío egoísmo o en la brusquedad o en el abuso, así como impide al súbdito incurrir en desacato o prestar sólo una sumisión calculadora.

La actitud interior de respeto ha de manifestarse al exterior. El niño ha de mostrar en toda su conducta que no está en el mismo plano que sus padres y que en ellos ve el origen de su existencia y los representantes de Dios.

¡Dichosos los hijos cuyos padres merecen el respeto no sólo por su rango, sino también por sus méritos y virtudes ! Si por desgracia carecen de dichos méritos, los hijos deben honrarlos y venerarlos al menos por la autoridad de que están revestidos. Sobre todo el quebranto de los años no ha de ser motivo para despreciarlos. "Hijo, acoge a tu padre en su ancianidad y no le des pesares en su vida. Si llega a perder la razón, muéstrate con él indulgente y no le afrentes porque estés tú en la plenitud de tu fuerza" (Eccli 3. 12 s).

Serían faltas graves de respeto: 1) el renegar en público de ellos, porque son pobres, y avergonzarse de su humilde posición social, distinta sería la humillación que se siente a causa de faltas graves y vergonzosas; 2) el injuriarlos con malas palabras, o despreciarlos gravemente, o difaminarlos, o levantarles la mano, o golpearlos.

El maltratar de obra a un padre demente con el fin de dominarle, no tiene más malicia que la de golpear a un niño falto de razón. También a los hijos mayores les es lícito impedir por la fuerza a su padre que maltrate a su madre.

b) Obediencia

1) Sentido de la obediencia

La virtud de obediencia no aspira únicamente al cumplimiento de lo mandado, sino, más que todo, al mérito de la sumisión.

La obediencia es la aceptación del orden jerárquico establecido en la creación, lo que en definitiva viene a ser la aceptación de los derechos soberanos de Dios, el cual dio al mundo la organización que tiene y destinó el hombre a vivir en la sociedad, no dentro de una perfecta igualdad sino bajo el régimen de la caridad y del respeto, que regulan las relaciones entre iguales y entre superiores e inferiores. La obediencia es el "sí" de aceptación de la existencia, tal cual la ha ordenado la voluntad santísima de Dios.

Rehusar la obediencia debida sería correr hacia el caos, en definitiva, hacia el infierno. El caos no puede ser sino el alejamiento de Dios, la independencia frente a la jerarquía por Dios establecida, No puede haber obediencia auténtica, ni justificada y duradera, sino mirando y contemplando la autoridad de Dios; ésta es la única que preserva del servilismo, que endiosa a un hombre, ésta la que impide entregarse a la rebeldía y a la insurrección.

En la obediencia a Dios, junto con el amor, y precisamente como prueba suya, está la esencia de la moralidad. Tal obediencia sólo es posible cuando uno se coloca dentro del orden establecido por Dios en los seres. Generalmente, Dios no nos imparte sus órdenes por sí mismo, sino a través del orden establecido en la naturaleza y en la gracia. Si es justo que la criatura reconozca en la naturaleza la voluntad de Dios y la abrace rendida y obediente, mucho más lo será que lo haga respecto de las personas escogidas por Dios para representarlo; presuponiendo siempre que la autoridad humana y el orden de la naturaleza están realmente nimbados con la autoridad de Dios.

Antes de que el hombre pueda descifrar por sí mismo el orden de la naturaleza, para leer en él la voluntad de Dios, puede y debe aprender por otras personas, esto es, por la autoridad humana, lo que ese orden significa y exige. El primer medio de desarrollar el acervo de conocimientos de la conciencia, ese órgano que nos obliga al bien reconocido como tal, es el dejarse guiar y conducir por hombres de conciencia.

Toda educación ha de ir orientada a la formación de la conciencia. Y en esto consiste la diferencia esencial entre la educación y la doma : ésta no consigue más que el cumplimiento exterior de lo mandado. Por lo que al súbdito se refiere, debe prestar una obediencia interior y reconocer de corazón la autoridad. Sólo así se irá educando en la propia responsabilidad ante el bien.

La obediencia del niño llegado ya a la edad de discreción, sólo tiene valor moral si se da cuenta, aunque no sea sino en forma vaga, de que la obediencia es buena, al menos por la razón de que sus padres le quieren bien y saben lo que se hacen al mandarlo.

2) Obediencia y crítica (discreción)

La obediencia a Dios se apoya en la amorosa e ilimitada confianza en que lo que Él manda es infinitamente bueno y sabio. La confianza en las órdenes de un simple hombre tiene, por el contrario, sus límites. Por desgracia, la viva confianza que en este mundo pecador tiene el niño en la autoridad, se ve desde muy pronto defraudada y muchas veces en forma brutal. El niño experimenta el deseo de saber por qué sus padres mandan esto y prohíben aquello; este deseo es, en sí, recto y precioso; pero puede degenerar en terca desconfianza, que destruya su disposición a obedecer. Necesario es que el niño llegue a la "discreción", a la edad de la "crítica", en que "juzga" las cosas. Uno de los principales cuidados de todo educador ha de ser despertar la capacidad de la discreción y encarrilar por buen sendero el juicio crítico. En cuanto a los padres, desde muy temprano deben aprovechar toda ocasión para mostrarle al niño no sólo el valor de la obediencia, sino también la razón intrínseca de lo mandado. Si los padres no hacen caso de las preguntas de los niños, si mandan con arbitrariedad y despotismo, los lanzan fácilmente a una crítica destructiva y negativa. Cuando la autoridad no procede con el debido respeto por la moral, el niño que va creciendo sólo puede mantener despierta su conciencia ejercitando la "crítica". Es una desgracia inmensa para el niño el que la crítica lo empuje a rechazar la autoridad. Para que su juicio crítico se desarrolle sana y provechosamente, debe ir guiado y sostenido por el respeto a Dios y a la autoridad por Él establecida. La crítica sistemáticamente destructiva y negativa es siempre irrespetuosa y no pretende, en definitiva, sino el predominio personal y la perturbación del orden.

El juicio crítico sano y moral no se coloca nunca ante esta alternativa: obedecer o desobedecer. La verdadera alternativa es ésta : obedecer a Dios, a través de mis padres y superiores, u obedecer a la voluntad de Dios rechazando la voluntad desordenada de mis padres o superiores. "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Act 5, 29). Menos mal cuando los padres, al menos con su proceder general, enseñan a sus hijos ese principio y les dan la posibilidad de escoger el bien, aun en contra de sus mandatos desacertados.

A veces son las personas virtuosas que lo rodean (como abuelos, tíos u otros parientes, amigos de la casa, maestros, etc.) las que, con la palabra y el ejemplo, enseñan la justa medida y manera de la crítica para llegar a la verdadera obediencia, que sólo puede prestarse a lo que es bueno y lícito. Por su parte, la Iglesia católica, con autoridad inalterable, preserva al joven católico de toda crítica disolvente, ofreciéndole criterios de valor eterno ; y cuando sus padres no ocupan su puesto como deben, es ella también la que lo incita a hacer una sana crítica de la obediencia que se debe prestar a la autoridad legítima.

3) Radio a que se extiende la obligación de obedecer

Los hijos han de cumplir toda obra buena que sus padres les ordenen y que caiga en el radio de la educación que les corresponde impartir, y mientras permanezcan bajo su autoridad. Con el matrimonio o la emancipación, consiguen los hijos mayores la plena libertad de acción. Pero es claro que incluso entonces conservan los padres el derecho y aun la obligación de amonestarlos al bien; por lo cual no cesa para los hijos el deber de aceptar las advertencias justas. Y si, a veces, les parece que no les es posible condescender, porque entienden que hay algo malo o imprudente en lo que se les pide, deben, por lo menos, obrar con reflexión y respeto.

Si los hijos llegados a mayor edad continúan viviendo en la casa de los padres, están obligados a obedecerles en todo cuanto ordenan justamente para el. orden de la casa.

Pecan gravemente contra la obediencia los niños menores:

1.° Rebelándose abiertamente contra la autoridad de sus padres o contra sus justos mandatos; replicando altaneramente a sus consejos u órdenes; rehusando, sin motivo alguno, el trabajo que les corresponde en la casa; fugándose de la casa, para escapar, antes de tiempo, a la autoridad de sus padres. Esto último sería, a veces, lícito; por ejemplo, si en casa encontraran algún peligro grave para su moralidad, o si los padres dilapidaran sus bienes, de modo que los hijos no tuvieran otro medio para iniciarse a su profesión o establecerse en la vida, que el de independizarse. 2.° Descuidando gravemente su formación escolar o profesional, con los consiguientes dispendios y gastos para sus padres. 3.° Frecuentando malas compañías, teatros u otras diversiones dudosas, a pesar de la expresa prohibición de sus padres, sosteniendo amistades ligeras, y sobre todo saliendo de casa por la noche, contra la voluntad de aquéllos, o regresando demasiado tarde.

Por lo que toca a la elección de estado y de profesión, los hijos deben, por lo menos, consultar a sus padres; y esto no sólo porque acaso necesiten su ayuda, sino porque en esto son ellos los consejeros natos. Sólo cuando se puede prever que los padres han de dar un consejo contrario a la ley de Dios, pueden abstenerse de pedirles seriamente consejo, pero en tal caso deben al menos, en lo posible, pedirles el consentimiento, como solicitando un consejo. En caso de que los padres no den el consentimiento a una vocación sacerdotal o religiosa claramente conocida, los hijos deben seguirla aun contra su voluntad.

Aun tratándose de seguir una profesión en el mundo, no están los hijos absolutamente obligados a sujetarse a la orden o al consejo de sus padres; tal es el caso si, después de considerarlo atentamente, entienden que el deseo de sus padres es irrealizable, o lo es sólo con gran dificultad. Pues se trata de tomar una decisión que ha de afectar a su vida entera y no sólo al tiempo que han de vivir bajo la tutela paterna.

Tratándose de contraer matrimonio, el buen hijo pedirá oportunamente el consejo, el consentimiento y la bendición de sus padres. Pero aun en esto, los hijos no están obligados sino a ponderar ante Dios las razones que acaso se les opongan. Y si entienden que las objeciones son injustificadas, o contrarias a la voluntad de Dios, no tienen obligación de conformarse a ellas. Pero si son moralmente buenas, no deben los hijos rechazarlas sin más, pues sus consejos se basan sobre la experiencia, mientras la juventud se deja fácilmente arrastrar por la pasión. Y cuando quedan perplejos en un asunto tan importante, antes de decidirse en contra del consejo o de la voluntad de sus padres, deben consultar a una persona concienzuda y prudente (como al párroco o el confesor) y no han de decidirse sino después de madura reflexión y oración fervorosa.

c) Amor y gratitud

Nadie está más íntimamente unido a los hijos que los padres, de los que aquéllos recibieron la vida y la educación. De ahí que el amor a los padres deba ser el más tierno y profundo. ¡Feliz el hijo que recibió de sus padres las prendas de un amor puro y cristiano! y ¡felices sus padres, porque ese hijo les pagará en la misma moneda! Por el contrario, ¡cuánto le costará a un hijo dar pruebas de amor a sus padres si de ellos tampoco las recibió! Pero, aun en este caso, el hijo ha de esforzarse siempre por profesar un profundo amor a sus progenitores, espoleado por los motivos naturales y sobrenaturales que a ello le obligan. Aun cuando el hijo hubiera sido objeto de graves injusticias por parte de sus padres, nunca puede dejar de amarlos en Dios; y precisamente por las muestras de su amor ha de esforzarse por provocar en ellos ese amor que le deben.

El amor de los hijos debe ser, ante todo, un amor agradecido. La vida es, en el orden natural, el bien más precioso : la gratitud por ese beneficio será un deber indefectible. Ese beneficio inicial va creciendo en el correr de los años con otros muy numerosos. Al echar una mirada retrospectiva sobre los trabajos y cuidados que ha costado a sus padres, desde los días de su concepción, despertará en el hijo tiernos sentimientos de amor agradecido, junto con la voluntad de demostrarlo con las obras. Por el beneficio de una educación verdaderamente cristiana merecen los padres una gratitud especial. Pues bien: la delicadeza del amor cristiano se muestra, sobre todo, procurando con todo empeño la salvación de las personas amadas: los hijos han de hacer, pues, cuanto esté a su alcance para que sus padres consigan la salvación.

Ese amor y gratitud ha de manifestarse con palabras y con muestras de delicadeza y afecto, sobre todo al recibir algún beneficio, celebrando las fiestas de familia, participando de la alegría o de la tristeza en los azarosos trances de la existencia, pero sobre todo llevando una conducta del todo irreprochable.

La prueba decisiva del amor agradecido son, empero, las obras: los hijos han de estar prontos a trabajar para la familia y a asistir a sus padres en toda necesidad, sobre todo en la vejez.

Pecan gravemente los hijos contra el amor y la gratitud con los actos siguientes:

1) Por el desafecto o acaso el odio que alimentaran en su corazón en contra suya, o deseándoles algún mal, tal vez hasta la misma muerte. Con todo, no pecarían si, llevados de un sentimiento de compasión, les desearan la muerte para que se vieran libres de alguna enfermedad larga, dolorosa e incurable. 2) Negándoles completamente la palabra, el saludo, las visitas, dejando de escribirles, o haciéndolo muy rara vez, a pesar de saber lo mucho que con ello sufren, o, lo que sería peor, injuriándolos directamente. Toda falta de respeto y obediencia es también pecado contra el amor. 3) Dejando de socorrer a sus padres pobres y ancianos, descuidando su deber de alimentos. 4). Más gravemente todavía pecan los hijos que abandonan a sus padres en alguna grave enfermedad y no llaman al sacerdote, cuando los engañan sobre la gravedad de su enfermedad y con ello los exponen a morir sin estar bien preparados y sin los últimos sacramentos. 5) Cuando después de la muerte de sus padres, entablan pleitos y enemistades en torno a su última y legítima voluntad ; cuando no se preocupan por darles honrosa sepultura, ni cuidan convenientemente de su tumba, ni rezan por su alma. El descuido y abandono de la tumba será pecado grave o leve, conforme, sobre todo, a la sensibilidad social que reine en el respectivo tiempo y lugar.

El amor a los padres debe extenderse naturalmente también a toda la familia, en especial a los hermanos y hermanas, y luego a los abuelos y demás parientes cercanos, particularmente a los que viven con la familia (como alguna tía soltera). Los parientes tienen derecho a ser amados y respetados, y en caso de necesidad a ser socorridos, conforme a la cercanía del parentesco.

Es de suma importancia ese amor e interés por toda la familia. Sus miembros deben ser todos solidarios en los sentimientos y en los esfuerzos por asegurar su bienestar, sosteniéndose mutuamente ante los demás, defendiendo su honor y guardando secreto cuanto debe quedar oculto.

Es una falta muy odiosa el contar inconsideradamente ante los extraños las faltas de los padres o hermanos que no han trascendido al exterior, aunque sean conocidas dentro de la familia. Es muy común que los niños divulguen en casa de sus abuelos o tías las desavenencias de su propio hogar. Esto no se debe aprobar, excepto si se trata de faltas conocidas o que no afectan al honor, y quienes las oyen son personas discretas. Pero hay cosas que los hijos no han de contar, como, por ejemplo, si su padre, en un momento de impaciencia, injurió o pegó a su madre. Pero claro está que, cuando es necesario, pueden pedir ayuda a sus abuelos. Y así en los casos semejantes.

Lo dicho de la familia se aplica también, a su modo, a las demás agrupaciones similares, como los conventos. Allí todos han de ser unos en la vida y en el amor, han de profesarse un afecto mutuo particular y sentirse cada uno responsable del bien de toda la corporación y de cada uno cle sus miembros. También en ella hay cosas secretas que no deben revelarse a los de fuera.

5. La familia y la servidumbre

En siglos pasados reinaba en el cristianismo tal espíritu de familia, que en lo posible se trataba a criados y sirvientes como miembros de ella. En los primeros tiempos se le presentó al cristianismo la cuestión de la esclavitud; pero no la resolvió ordenando dejar en libertad a los esclavos, ni excitándolos a independizarse, sino exhortando a los amos cristianos a ver en ellos a otros tantos hermanos y hermanas en Cristo y a tratarlos como a tales. (Cf. Philem 15, ss). El amo pagano se convirtió en paterfamilias de los esclavos. La obediencia y el respeto que éstos debían a su amo quedan desde entonces reforzados con la obligación de amarlo como hermano en Cristo (1 Tim 6, 2). Así quedaba resuelta en principio la cuestión social. En nuestro siglo vuelve a presentarse con mayor viveza, sencillamente porque los amos ya no ven en sus sirvientes y empleados (sobre todo en los numerosísimos trabajadores de sus fábricas) miembros de su familia y hermanos, sino simples asalariados.

Deberes mutuos de la familia y de los sirvientes:

1) Justicia mutua: he ahí el requisito fundamental para establecer relaciones caritativas "familiares". Los amos deben pagar un salario justo. El salario convencional no es siempre el salario justo, sobre todo si para convenir en él ha influido la necesidad del trabajador, o si desde que se concluyó el contrato sobrevino una carestía. El trabajador, por su parte, debe cumplir fielmente con su obligación. Su trabajo no debe ser inferior a la paga recibida. Ambas partes deben observar el contrato de servicio, aun en cuanto a su rescisión o prórroga, a menos que se presente una situación del todo nueva.

2) En lo posible hay que hacer entrar a los sirvientes en la familia, para que participen de su espíritu. Hay que suponer, desde luego, que el sirviente no constituye ningún peligro moral para los niños, que no se entromete indiscretamente en las intimidades familiares y que es discreto con las personas extrañas.

3) Los amos son generalmente los representantes de los padres en la educación y la corrección, sobre todo si se trata de sirvientes de pocos años. Procurarán, pues, ganarse su confianza y afecto. Los sirvientes, por su parte, recibirán de buena gana las advertencias justificadas y prestarán a ,sus amos respeto y obediencia.

4) Nunca deben introducirse en la familia sirvientes que puedan constituir un peligro para la fe o las buenas costumbres de los hijos o demás criados. Y los amos han de velar para que no se blasfeme o maldiga en su casa o en sus dependencias. También están obligados a vigilar que, por su culpa, sus sirvientes no se vean expuestos a algún peligro moral.

Constituye un pecado doblemente grave el que el amo o alguno de sus hijos, aprovechando su posición, abusen de una criada. Cada sirviente ha de dormir en cama individual, con la debida separación de sexos. El señor no debe tolerar fácilmente amoríos entre sus sirvientes; y cuando no puede impedirlos de otro modo, ha de buscar colocación a una de las partes en otro lugar, o aun despedirla.

5) Las mutuas obligaciones de obreros y patronos en la economía moderna vienen a ser las mismas que entre amos y sirvientes — al menos dentro de la heterogeneidad de sus relaciones —. Tales son : justicia conmutativa, justicia social, mutua benevolencia, condiciones de trabajo materialmente sanas y moralmente favorables.

6. Relaciones entre maestros y escolares

Son los maestros y educadores los colaboradores o representantes de los padres de familia por eso participan de su autoridad y responsabilidad.

El considerar a los maestros como simples "instructores", sin responsabilidad ninguna en la formación moral del carácter y de la voluntad, obedece a desconocimiento del verdadero carácter del saber. La verdadera ciencia es inseparable de la ciencia de la salvación (fe y buenas costumbres). Todo conocimiento forma o deforma el alma. No negamos que en matemáticas y en ciencias naturales se pueda prescindir de las cosas de la religión. Pero es también innegable que incluyen un aspecto religioso. El maestro tiene que hacer ver en estas verdades un reflejo de la ciencia y del poder de Dios. Y en cuanto a las ciencias del espíritu (historia, arte, literatura y cultura general), es imposible pensarlas separadas de la religión y la moral ; pues la presencia o la ausencia de éstas afecta al núcleo mismo de aquellas ciencias. Los maestros no pueden contentarse, pues, con impartir a sus alumnos algunos retazos de ciencia: tienen que darles una visión completa de la ciencia, partiendo de la totalidad de la fe y del saber cristianos.

A la formación intelectual deben unir la formación del carácter, mediante una adecuada disciplina (severidad y bondad) y despertando el entusiasmo por la belleza, la verdad y el bien. Y acordándose del importante papel que desempeña el amor para acrecentar los conocimientos, harán uso muy parsimonioso de los castigos ; y cuando tengan que imponerlos, procederán con la más estricta justicia. Faltaría lamentablemente el maestro que aplicara castigos a los alumnos menos dotados sólo por las deficiencias de su trabajo, pues todo castigo supone culpa.

También el maestro es acreedor de respeto, obediencia y amor. La mejor manera de agradecer los esfuerzos del maestro es la constante aplicación en la escuela, junto con la manera franca, cortés y delicada de acercarse a él dentro y fuera de la escuela. Y cuando el niño ya sea mayor, se acordará, agradecido, de su maestro y no dejará de manifestarle su gratitud.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 137-172