Parte primera
EL AMOR AL PROJIMO


Sección primera
ALCANCE POSITIVO DEL AMOR AL PRÓJIMO

 

1. COMPENETRACIÓN DEL AMOR A DIOS,
A SÍ MISMO Y AL PRÓJIMO


1.
El misterio del amor "entre tres"


El "yo", la condición de persona, designa el consciente existir en sí mismo de un ser espiritual. La palabra y el amor son los únicos que pueden expresar nuestra espiritualidad y nuestro ser personal. La palabra, por su parte, sólo brota de los labios y tiene algún sentido cuando se dirige a otra persona, a un "tú", a un interlocutor espiritual relacionado con el "yo". La hondura y la gravedad de la palabra sólo son plenamente percibidas en el amor, en la comprensión y atención prestada al "tú". Un "tú", un interlocutor espiritual auténtico e independiente, sólo lo descubrimos por medio de la palabra y el amor. Toda actitud que suponga menoscabo del amor (por ejemplo, la pasión, la búsqueda del propio provecho) nos priva de ver el ser propio del otro, su "tú". (El odio toma en serio el ser del otro, pero es sólo para rechazarlo como "", o aun para intentar destruirlo.)

Mientras no descubramos por el amor el "" del otro, tampoco llegaremos a descubrir el fondo esencial del "yo", perceptible sólo en la palabra y el amor.

La persona como realidad espiritual, como vida, significa tanto el "yo" subsistente y dueño de sí mismo, como su ordenación a un "" en un movimiento de conocimiento y entrega.

El "egoísmo" de la voluntad de autonomía y propia conservación no es más esencial a la persona (o sea, al sentirse vivir como persona) que el "altruismo" de la tendencia hacia un "tú". De ahí que una persona sólo llegue a su pleno desarrollo y madurez cuando del "yo" fluye una corriente de amor hacia el "tú", en virtud de la cual se concede al "tú" la misma atención que al propio "yo". Cuando el amor no se enciende en el "tú". o cuando sólo arde el sombrío fuego del egoísmo y de la pasión que intenta satisfacerse a expensas del otro, el "yo" pierde su cimiento, no se siente vivir como persona, antes sólo como una disposición embrionaria o una ruina calcinada.

Siendo como somos personas creadas, estamos por esencia ordenados a Dios. La realidad más honda de nuestro ser de persona no se hace fructífera hasta que en nuestras palabras se transparenta Dios, hasta que nos abandonamos en el amor a Dios. Nuestro "yo" no llega a su plenitud más que ante el "tú" de Dios. Mas para que el dilatado puente del amor de Dios alcance la orilla de la eternidad, tiene que ir apoyándose en sucesivos pilares, que son los del amor al prójimo.

En nuestro estado de peregrinos; el comercio de "yo" a "" con Dios sólo puede establecerse cuando de uno u otro modo hemos ya puesto en obra la palabra y el amor en relación con el prójimo. ¡Cuán devastador es para la vida religiosa el hecho de que un niño no aprenda a amar, porque él' mismo no es objeto de amor alguno ! Lo que está escrito sobre el amor natural, para el sobrenatural vale aún mucho más : "El que no ama a su hermano, a quien ve, ¿cómo amará. á Dios, a quien no ve?" (1 Ioh 4, 20).

Por otra parte, para que la palabra y el amor dirigidos al prójimo alcancen la hondura que les es propia, es preciso que se advierta en ellas la preocupación por Dios, que es su origen y su última finalidad, y que a Él estén orientadas, pues el hombre sólo llega a ser un "yo" y un "" personal en gracia a su participación en la naturaleza personal de Dios, uno en sus tres personas, en el que se realiza la relación de "yo" a "" del verbo eterno y del amor eternamente inflamado. De ahí que la palabra y el amor entre los hombres sea en cierto nodo una relación entre tres, pues Dios está siempre presente cuando dos personas se encuentran en la realidad de su "yo"

Así pues, el hombre no puede hallarse verdaderamente a sí mismo en el amor, si en el amor no ha hallado antes al "" del prójimo. Pero ni el amor a sí mismo ni el amor al prójimo pueden alcanzar la profundidad que es necesaria para que sean duraderos y perfectos, si ambos no han buscado y descubierto su centro en Dios. "Sólo los que se aman en Dios, se aman rectamente. Por tanto, para amarse, es preciso amar a Dios" (S. Ag.)

La tendencia a afirmar y conservar el propio yo que se manifiesta en el amor a sí mismo, no es otra cosa que una correalización con Dios del amor que Él nos muestra al crearnos y conservarnos. Por otra parte, la abnegada entrega al prójimo viene a ser el más claro eco del amor con que Dios se entrega y se prodiga. Sólo a quien es consciente del amor admirativo ante el prójimo y ante el insondable enigma del "yo" frente al "", se le revela el origen de la palabra y el amor, como mociones que arrancan de Dios, y se le ilumina el último sentido de estas realidades espirituales, dirigidas a Dios.

El amor natural a sí mismo y al prójimo se funda en el valor natural de la persona (y de la personalidad), esto es, en la semejanza natural con Dios.

El amor sobrenatural de sí mismo y del prójimo está, evidentemente, a mayor altura; su fundamento es la semejanza sobrenatural con Dios, por la participación de la naturaleza divina mediante la gracia (1 Petr 1, 4), o cuando menos por el divino llamamiento a dicha participación. Gracias al amor sobrenatural, gracias a la caridad, podemos amar a Dios no sólo como a nuestro Creador, sino como a nuestro Padre, y con su mismo amor y de la misma manera como, dentro de la vida divina, Él se conoce y se ama a sí mismo en el Verbo de la eterna verdad y en la aspiración del eterno amor. El amor que Dios nos profesa supera con mucho al amor que tiene a todas las demás criaturas, puesto que nos ama con el amor con que se ama a sí mismo, en la inexistencia mutua de las tres Personas en la vida intratrinitaria; pues bien, el amor cristiano de sí mismo, siendo el amor de caridad, no es otra cosa que la correalización de ese amor inaudito de Dios por nosotros ; queremos decir que venimos a amar con Dios y como Dios y con su mismo amor.

En el amor cristiano nos amamos a nosotros mismos y al prójimo como "amados de Dios" inmersos en la corriente del amor divino. Cristo ruega por nosotros diciendo: "Que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Ioh 17, 26; cf. id. 13, 34; 15, 9).


2.
Unidad y diversidad del amor sobrenatural a Dios, a sí mismo y al prójimo

Según santo Tomás, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo es una sola y misma virtud, la caridad. "El fin de la caridad es uno solo, y es la divina bondad; además no hay más que una bienaventuranza eterna, sobre cuya participación se funda esta divina amistad"(ST. II-II, q. 23, a. 5). A santo Tomás no se le escapa que el objeto material del amor a Dios y al prójimo (inclusive el amor a sí mismo) son tan esencialmente diferentes como lo son el Creador y la criatura. Mas el objeto formal, el motivo y el fin, a saber, la participación de la divina bienaventuranza o por lo menos el llamamiento a ella, es uno solo. En Dios amamos su amor, que a Él y a nosotros nos colma de felicidad, y en el prójimo y en nosotros amamos el magnífico título nobiliario que nos da derecho a participar en la divina amistad beatificante.

La diferencia entre el objeto material del amor a Dios y al prójimo no carece de importancia ; el desconocerla conduciría al panteísmo y a suprimir toda diferencia entre religión y moral. Pero la unicidad del objeto formal y de la virtud radical infusa para amar a Dios y al prójimo da a la caridad fraterna y al amor de sí mismo un valor religioso auténticamente sobrenatural, y garantiza la unidad de la vida religiosa y moral, por ser vida en Dios.

La virtud infusa de la divina caridad nos hace amar a Dios, y estando radicados en ese su divino amor, al mismo tiempo que lo amamos a Él nos amamos a nosotros mismos y al prójimo. Como correalizadores de su paterno amor a sus hijos adoptivos, en un mismo rayo de amor divino amamos al prójimo y a nosotros mismos.

Ya en el orden natural podemos hablar de un mismo amor a Dios y al prójimo; pero una vez depositada en nuestro corazón la virtud divina de la caridad, esta identidad de amor cambia completamente el sentido, porque entonces es el torrente mismo del amor divino el que penetra en nuestros corazones, el amor que, por el Espíritu Santo, fluye y refluye eternamente entre el Padre y el Hijo, colmando su felicidad. El torrente del amor al Padre y el del amor a los hijos adoptivos del Padre formaba, en el corazón de Jesús, una sola corriente, fuente misteriosa y potente que alimentaba todas sus palabras y acciones.

En la sagrada Escritura encontramos marcada la unidad del amor sobrenatural a Dios y al prójimo, especialmente en 1 Cor 13 y en el conocido pasaje del "mayor de los mandamientos", pero también se nos señala su diferencia con los dos mandamientos del amor. Es verdad, como nota santo Tomás, que el precepto del amor al prójimo estaba ya contenido en el primer mandamiento y sólo debió señalarse en particular debido a la cortedad del conocimiento humano. Para que apareciera claro ante nuestro entendimiento, se nos impone como "el segundo mandamiento, semejante al primero" (Mt 22, 39).

Quien hace hincapié sobre la total diversidad de objeto material (las personas objeto del amor), destaca más la duplicación y diferencia del precepto del amor en la unicidad del don de la caridad; quien, como santo Tomás, hace resaltar la única sociedad y amistad establecida por la divina caridad, amistad en la que reposa la esencia misma de esta virtud, y que es como su objeto formal común, pondrá de relieve su unidad. "Con un solo y mismo amor amarnos a Dios y al prójimo, a Dios por sí mismo, y a nosotros y al prójimo por Dios" (S.Ag.).

3. Fusión del amor natural y sobrenatural de sí mismo y del
prójimo

Evidentemente el amor sobrenatural de sí mismo y del prójimo aventaja a todo amor natural en valor, como también en sus motivos. Mas, para que alcance toda su eficacia y produzca todos sus efectos, debe hundir sus raíces en la fuerza del amor natural y apoyarse aún en motivos naturales. Pero esto sólo puede realizarse si el amor natural está en orden. Y el amor natural no suele entrar por los caminos del orden, sino paso a paso y a medida que el mismo amor sobrenatural va ampliando su radio de acción, muy reducido al principio; porque es indispensable la continua lucha entre el amor ordenado y el egoísmo, que conduce a la ruina tras los falsos amores. Aquí sucede lo que entre el espíritu y las fuerzas físicas: la caridad carece de energía, si no se adueña del amor natural.

Todo pecado procede del amor desordenado de sí mismo, el cual cierra la entrada a la caridad; a la inversa, cuando en el alma se establece el reinado de la caridad sobrenatural, se acaba todo pecado. "Dos amores edificaron dos ciudades : el amor a sí mismo, llevado hasta el desprecio de Dios, levantó la ciudad terrena, el amor de Dios hasta la abnegación de sí mismo, la ciudad celestial" (S.Ag.).

El falso amor de sí mismo es el gran enemigo del amor de Dios y del amor cristiano de sí mismo y del prójimo; por eso "la exigencia fundamental del seguimiento de Cristo es la abnegación". Amarse a sí mismo, según la doctrina cristiana, es otra cosa muy distinta que enamorarse de sí mismo; es más bien imitar el amor del Crucificado, es crucificarse a sí mismo. para no vivir sino para Cristo y para sus hermanos. La finalidad que se persigue con la abnegación es llegar a adquirir, junto con el amor a Dios y por su medio, el verdadero y perfecto amor de sí mismo en Dios: "El que pierde su alma, la gana'' (Mt 10. 39; 16, 24; Lc 17, 33; Ioh 12, 25).

El amor sobrenatural del prójimo debe penetrar todo afecto natural para con él: el amor de amistad, el afecto filial o paternal, el amor entre novios y casados.

La caridad, el amor sobrenatural debe saturar no sólo el amor espiritual entre los casados, sino aún el amor erótico y sexual que lo acompaña. El amor divino tiene, en ese estado, dos aspectos y dos efectos : porque ora es abnegación y renuncia dolorosa, ora entrega y júbilo de amor.

El criterio supremo para juzgar del erotismo y la sexualidad de los afectos sensibles y ele la unión carnal es la posible integración de todos estos impulsos amorosos en la caridad; algunos afectos inferiores podrán ser incorporados en ella, otros le deberán ser sacrificados. Lo que no encaja con un amor crucificado, tampoco encaja con la caridad y debe ser condenado; lo que a él se amolda, queda altamente ennoblecido.

II. EXPLICACIÓN DEL PRECEPTO DE LA CARIDAD: "AMARÁS
A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO
"

1. Motivo y obligación del amor al prójimo

La fuerza que determina al cristiano a amarse sobrenaturalmente a sí mismo y al prójimo no es sólo un simple mandamiento.

El amor de sí mismo encuentra un poderoso estímulo en el natural instinto de conservación. Y si el hombre no se hubiese salido del orden, no hubiera sido necesario preceptuarle el amor cíe sí mismo. El hombre se ama a sí mismo por necesidad; pero el pecado original lo coloca constantemente ante el peligro de amarse con un amor falso y egoísta. Por eso la primera obligación que impone el amor de sí mismo es la de cortar esa innoble inclinación al egoísmo.

Aun establecido en el orden sobrenatural, continúa el hombre amándose con falso amor cada vez que se ama sólo naturalmente, en lugar de amarse como hijo de Dios y como hombre nuevo en Jesucristo. Por eso la segunda gran obligación del amor de sí mismo es ésta: ámate como cristiano, amándote con Cristo y como Cristo en Dios.

También el amor al prójimo encuentra un incentivo natural en ese altruismo innato que nos inclina hacia él, buscando su compañía. Al advertir el hombre que no alcanzará la perfección de su "yo" sino sirviendo al prójimo por amor, no hay duda de que se sentirá fuertemente inclinado a amarlo; y no se puede negar que es un motivo poderoso, noble y elevado; pero es motivo que, en la práctica, deberá eclipsarse, si se quiere llegar realmente hasta el "yo" del prójimo por medio de un amor reverente, dejando a un lado las pretensiones de un egoísmo disimulado.

La caridad cristiana encuentra su verdadero motivo en el amor que Dios nos profesa a nosotros mismos y al prójimo. En el orden sobrenatural, no puede el hombre amarse a sí más que al prójimo, puesto que son los mismos los motivos que tiene para ambos amores, como son la semejanza con Dios y el estar llamado al seguimiento de Cristo. El motivo del amor de sí y del prójimo es aquí indivisible. El precepto más elocuente y apremiante del amor al prójimo nos lo da el ejemplo dé Jesucristo: su amor por nosotros y por nuestros prójimos.

Dios nos impone el precepto del amor por el hecho mismo de darnos la potencia de amar y por habernos dado un ejemplo de amor inigualable.

El motivo propio del amor sobrenatural de sí mismo y del prójimo es el amor con que Dios se ama a sí mismo y nos ama a nosotros. "Dios es amor" (1 Ioh 4, 8), y el don más elevado que nos ha otorgado es el de poder amar en Él; y el primer mandamiento es el de no dejar inactivo ese poder de amar. El mismo amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rom 5, 5), es el lazo que nos une mutuamente y nos constriñe al amor (2 Cor 5, 14). Al destinar Cristo las obras de su amor infinito para todos y para cada uno de nosotros, al darnos el don de su amor personal en el Espíritu Santo, después de su resurrección, venimos todos a formar una sola unidad de hermanos y hermanas, obligados a profesarnos mutuo amor.

Esas obras no son otras que los santos sacramentos.

El sagrado bautismo nos ha hecho miembros del único cuerpo de Cristo, por lo que somos todos miembros unos de otros (Eph 4, 25).

La sagrada confirmación infundió en nosotros el Espíritu del amor para movernos al celo apostólico. La consagración sacerdotal comunica los divinos poderes necesarios para el servicio amoroso de las almas.

El sacramento de la extremaunción sume nuestros mortales dolores, nuestras satisfacciones y sufrimientos en la pasión y muerte sumosacerdotal del Salvador, confiándonos así la misión de ofrecer nuestra vida en sacrificio de amor por nuestros hermanos, emulando los sentimientos sacerdotales de Jesucristo, Salvador nuestro.

El sacramento del matrimonio unge con el amor desinteresado del Redentor el amor natural que se profesan dos personas y el que han de tener por sus futuros hijos.

La palabra eficaz que perdona los pecados es don del amor de Cristo y de su Iglesia, que reincorpora totalmente dentro de la comunidad y devuelve el derecho para participar en la ofrenda del divino sacrificio. Pero es la sagrada eucaristía la muestra suprema del amor del Salvador para todos nosotros y al mismo tiempo el signo de nuestra íntima y mutua compenetración.

Así, los santos sacramentos establecen eficazmente entre nosotros una solidaridad vital, que es la condición y el poderoso incentivo del legítimo amor sobrenatural del prójimo y de sí mismo, y de los actos que lo manifiestan. Los santos sacramentos nos encaminan eficazmente hacia el término de nuestra esperanza, hacia .el reino eterno del amor en Dios, por el Espíritu Santo.

San Pablo compendia de la siguiente manera los motivos sobrenaturales del amor al prójimo: "Soportaos los unos a los otros con caridad, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz. Sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos" (Eph 4, 2-7).

También la santa Iglesia recuerda los motivos fundamentales de la fraternidad cristiana en la poscomunión de Pascua : "Infunde en nosotros el espíritu de tu caridad, para que, con tu piedad, establezcas la concordia entre aquellos que saciaste con tus sacramentos pascuales".

El amor de Cristo no es un motivo que obre desde afuera ; es, por el contrario, una fuerza viva y apremiante (cf. 2 Cor 5. 14) que actúa maravillosamente dentro de nosotros. Así como el Apóstol, al considerar las• obras estupendas del amor de Dios en Cristo y el don altísimo del amor de Dios, que es el Espíritu Santo, exclamaba en transportes de júbilo victorioso: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rom 8, 35), así también los cristianos, habiendo recibido en los santos sacramentos el amor invencible de Cristo resucitado, han de sentirse empujados hacia un amor mutuo indisoluble, pues el amor divino los ha unido con un lazo viviente. Por la recepción del Espíritu Santo y de los santos sacramentos quedamos unidos aún' al pecador privado de la gracia, pues el amor de Cristo salvador, que es el que nos une, no ha rechazado aún definitivamente al pecador.

El motivo principal de la caridad fraterna no es el mero precepto, ni mucho menos el temor del juicio que amenaza a quien no vive en el amor. El motivo principal es más bien el mismo amor de Dios y el admirable don de su amor, que a todos nos ciñe con sus ataduras. Cuanto más adelanta el cristiano en el amor a sí mismo y al prójimo, más se esfuerza por darle como motivo directo el amor a Dios y el ejemplo de Cristo.

Dios proclamó el precepto del amor en todos los tonos, con canto de harpas y repique de campanas y estruendo de victoria, y hasta con las clamorosas trompetas que llaman a juicio; así análoga y progresivamente, a medida que va creciendo su amor, debe el cristiano establecer un acuerdo perfecto entre los diversos motivos que lo inducen a practicar la caridad.

Pero Dios no se contentó con hacernos el clon del amor: nos impuso clara e indubitablemente el santo y estricto precepto de la caridad. En numerosos pasajes del antiguo y del nuevo Testamento nos dio el precepto formal del amor al prójimo, no sólo concediéndonos el don de su amor, sino amenazándonos con la eterna exclusión de su amorosa compañía, si a nuestra vez no amábamos.

La fórmula más enérgica del precepto es ésta : "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lev 19, 17 s; Mt 5, 43; 22, 39; Rom 13, 9). Y el precepto fue explicado repetidas veces (cf. Deut 22, 1 ss; Eccli 17, 14), pero sobre todo en aquella "regla de oro" : "Lo que no quisieras que te hicieran a ti, no lo hagas a los demás" (Tob 4, 16). La regla está formulada negativamente, pero viene a significar lo que el nuevo Testamento expresa en forma positiva: "Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos, porque ésta es la ley y los profetas" (Mt 7, 12 ; Lc 6. 31; Rom 13, 8-10).

El precepto de la caridad pertenece al primer mandamiento: junto con el de amar a Dios, forma el mandamiento más grande .v más apremiante (Mc 12. 31; Lc 10, 27 ss). El amor al prójimo, por haber sido elevado a mayor altura, es el "nuevo mandamiento" (Ioh 13, 34 s; 15, 12 ss). Él constituye la "ley regia" "Si en verdad cumplís la ley regia de la Escritura: amarás al prójimo como a ti mismo. bien hacéis" (Iac 2, 8). Las amonestaciones de los apóstoles se resumen todas en este gran precepto (Gal 5, 6; Col 3, 14; Hebr 10, 24; 13, 1; 1 Petr 1, 22; 2, 17; 4, 8; 2 Petr 1, 7 ss). Precisamente la forma en que se presenta este precepto, muestra que la moral cristiana es moral de la gracia. El cap. 13 de 1 Cor, no menos que las epístolas de san Juan, son un canto único al imperativo del amor. "También tenemos este precepto, de que quien ama a Dios, ame también a su hermano" (1 Ioh 4, 21). La pintura que hace Jesús del juicio final da a este precepto su tremenda gravedad, al mismo tiempo que infunde confianza (Mt 25, 34-36); el juicio se realiza conforme al precepto del amor, ya que en el amor está implícita la ley entera.

2. Nuestro prójimo

a) A
quién debemos amar

El Señor mismo respondió de manera gráfica y conmovedora a la pregunta: ¿quién es el prójimo, a quién debo amar como a mí mismo? (Lc 10, 29-37). El prójimo es todo aquel que "hic et nunc", en las actuales circunstancias, necesita mi amor y mi ayuda. El hombre de la parábola, caído en manos de ladrones, es evidentemente un judío, venía de Jerusalén. El samaritano hubiera podido decirse: "Es un extranjero, a quien no conozco", o "es un judío, y con ellos no tenemos nosotros nada que ver". Pero no: "Habiéndolo visto, movido a compasión, se acercó a él". No sólo le prodigó los primeros cuidados, sino que se hizo cargo del pobre herido, hasta que estuvo fuera de peligro.

En la parábola del samaritano compasivo, que se hizo prójimo para el judío robado y herido, no se niega que haya relaciones y circunstancias naturales que nos unen más íntimamente con unos hombres que con otros. La necesidad del pobre judío fue conocida primero por el sacerdote y luego por el levita de su pueblo; pero sólo se portó como su prójimo el extranjero, siendo así que le abandonaron aquellos que naturalmente le estaban más unidos. Por consiguiente, está conforme con el sentido de la parábola el afirmar que generalmente para los padres sus prójimos son sus hijos, para los hijos sus padres, para el esposo la esposa y viceversa, para el vecino su vecino, en una palabra. todos aquellos que se encuentran en estrecha relación son mutuamente prójimos, y a ellos incumbe en primer lugar el socorrer al necesitado. Pero, en principio, no hay límite alguno, ni de parentesco, ni de amistad, ni de raza, ni de pueblos : todo hombre puede ser para cualquiera "su prójimo": basta que Dios le haga conocer su necesidad, le toque el corazón y le proporcione los medios de socorrerle.

Quien pretende portarse con el extranjero en el momento de la necesidad como el samaritano con el pobre judío, tiene que abrir de antemano su corazón a todos los hombres. Pero no hasta un simple sentimiento de altruismo humanitario universal ; tiene que ser, por el contrario, un sentimiento de amor, pronto siempre a las obras y nacido del convencimiento que da la fe.

La caridad cristiana abraza a todas las criaturas que están en amistad con Dios, o que por lo menos son aún capaces de dicha amistad. Nuestros prójimos son, pues, todos los santos del cielo, los ángeles, las almas benditas del purgatorio y cuantos viven en la tierra. Para con los amigos de Dios que moran en el cielo, hemos de alimentar sentimientos de amor, manifestables por nuestro culto. Las benditas almas del purgatorio v los hombres que aún están en la prueba de esta vida, son prójimos nuestros que merecen nuestro amor de obra.

Los condenados, que se separaron definitivamente de la comunión de amor con Dios, no pueden ser ya objeto de nuestra caridad. Ya no son prójimos nuestros; se separaron de nosotros por el abismo de su irrevocable alejamiento de Dios. Los animales y demás criaturas irracionales, las admiramos y amamos sólo en razón de su Creador, pero no son objeto del amor cristiano, de la caridad, porque no son capaces de la amistad beatificante de Dios, que es precisamente el lazo de la caridad cristiana.

Los santos del cielo y las almas justas de la tierra, de por sí, están más cerca de nosotros que quienes están en pecado mortal, puesto que están en amistad con Dios, que es el motivo formal del amor sobrenatural. Pero, por otro concepto, podemos decir que los pecadores están más cerca de nosotros que los santos; porque si su estado de enemistad con Dios los mantiene lejos de la caridad, a ella los acerca la grave necesidad espiritual en que se encuentran y el amor de Cristo, que va en busca del pecador. Por eso, cuando tenemos ante nosotros un pecador a quien podemos socorrer, es él, y no el santo, que no necesita nuestra ayuda, el que de manera especialísima es nuestro prójimo. Esto se puede comprender considerando la esencia de la divina caridad (agape), que no consiste en la estima y benevolencia provocada por méritos humanos, sino en el amor que prodiga sus beneficios al pobre, siempre que ofrezca un corazón humilde. Así el celo por las almas, que va precisamente en busca de los más miserables pecadores, se nos presenta como la más hermosa participación de la divina caridad, que de los pecadores hace hijos de Dios.

El cielo es la perfección de todas las cosas; allá la caridad no se orientará hacia la necesidad y la pobreza, sino que exultará de júbilo por la gloria de Dios, que colmará a todos los elegidos. Pero en nuestra peregrinación terrestre, es la necesidad del prójimo la que obliga a nuestra caridad a pasar a las obras. Quienes nos están unidos naturalmente por lazos más íntimos, reclaman más nuestra ayuda. Pero hemos de tener en cuenta que todos los hombres, siendo hijos de Dios o estando llamados a serlo, nos están íntimamente unidos: todas sus necesidades solicitan nuestra ayuda, cuando Dios por las situaciones y las circunstancias nos las hace conocer, ya porque sólo nosotros podemos remediarlas, ya porque lo podremos hacer mejor.

b) Orden de prelación en nuestro amor al prójimo

¿Cuál es mi prójimo? se pregunta repetidamente ante las diversas situaciones concretas. Entre estas dos o más personas que necesitan mi ayuda, ¿cuál es mi prójimo? Como enseñó nuestro Señor en la parábola del buen samaritano, no se puede establecer un principio absoluto que señale en cada caso cuál es el prójimo a quien hay que socorrer, o cuál tiene más derecho a mi amor.

Con todo, pueden establecerse algunos principios:

  1. Mayor aprecio interior merecen los santos que los pecadores;

  2. Cuanto mayor es la necesidad, mayor ha de ser la ayuda caritativa; pasan primero las necesidades espirituales del alma, y sólo en segundo término las corporales;

  3. Cuando es igual la necesidad de diversos prójimos, hemos de ayudar primero a quienes nos están generalmente más unidos (por parentesco o por amistad), o los que están confiados a nuestro cuidado.

No es tan fácil determinar si han de ser preferidos los propios padres o los propios hijos, el consorte o los padres, cuando todos se encuentran en igual necesidad. Es probable que pase delante el consorte. La caridad para con los padres y los hijos y el cuidado que se les ha de prestar parecen iguales. La unión de parentesco en primer grado suele pasar delante de la de amistad, en lo que respecta al deber de caridad.

La prioridad u orden de la caridad obliga en principio bajo pecado. Puede llegar a ser hasta pecado grave socorrer a alguien que se encuentra en una necesidad ordinaria, descuidando a otro que sufre una más apremiante, o bien, en caso de necesidad igual, socorrer al primero que se presente, descuidando a los propios padres o hermanos.

San Buenaventura ofrece una razón concluyente para mostrar que la caridad afectiva y efectiva debe incluso preferir a quienes nos están más unidos por el parentesco y la amistad, a aquellos que nos lo están por la gracia: La divina' caridad, siendo amor real, no flota en el aire sin contacto con el amor natural; por el contrario, es amor que penetra los afectos naturales, y por lo mismo se conforma necesariamente con el deber de preferir a quienes nos están más unidos naturalmente, suponiendo, por otra parte, que las circunstancias son iguales.

c) Nuestros enemigos

El amor a los enemigos está esencialmente comprendido en la "regia ley" de la caridad fraterna. Ese amor es la piedra de toque para comprobar si nuestra conducta con el prójimo procede realmente de la caridad divina y se amolda a ella. El amor que Dios nos tiene no es únicamente un amor de amistad — "os llamo mis amigos" —, sino que es también, y muy realmente, amor a los enemigos : "Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros... porque siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo..." (Rom 5, 8 ss). El amor de Dios, al salir en busca del hombre, no encuentra sino enemigos "pecadores" ; el móvil y finalidad del divino amor a los enemigos es vencer la enemistad. De enemigos pretende hacer amigos; el precio fue la muerte de Cristo.

Pero el amor a los enemigos no es precisamente amor al enemigo como tal; sin duda se dirige al enemigo, pero en cuanto llamado por el amor de Dios, como nosotros, a la misma divina amistad. El amor al enemigo arraiga en la voluntad invencible del mejor bien para él, cual es la reconciliación por medio de la divina amistad, la amistad en el sentido más profundo.

La conducta exterior con el "enemigo" debe ser la que parezca más a propósito, conforme a las circunstancias, para alcanzar esa finalidad del amor cristiano.

Cuando el Señor nos pide que ofrezcamos la otra mejilla a quien nos hirió en una (Le 6, 27 ss), nos exige la serenidad interior y la paciencia, inspirada por el amor; en cuanto a realizar exteriormente el gesto, sólo habrá que hacerlo cuando se juzgue necesario o por lo menos útil para la conversión del enemigo, pero no sería ni siquiera lícito hacerlo si con ello aumentase su insolencia y se volviese más difícil la reconciliación. La conducta del Señor con el criado del sumo sacerdote ofrece la mejor explicación de su palabra, aunque luego con su muerte de expiación cumplió en grado sumo su propio precepto de amar a los enemigos. La oración debe ser la primera manifestación de ese amor a los enemigos, que ansía la común amistad con Dios. " Mas yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por quienes os persiguen" (Mt 5, 44). Aquí no se nos impone únicamente el precepto negativo de renunciar a la venganza y el desquite; no se nos pide únicamente el perdón; se nos impone, por el contrario, algo positivo, a saber, el verdadero amor interior en Dios y por Dios. Cristo nos pide mucho más que el simple perdón a los enemigos: "Haced el bien a quienes os aborrecen" (ibid.). Este amor a los enemigos. enteramente desinteresado y olvidado de sí, es la marca que distingue el amor cristiano del amor de los paganos, quienes sólo aman a aquellos que los aman. Sólo este amor nos hace y nos muestra "hijos del Padre celestial", cuyo ejemplo es ya motivo para esforzarnos por adquirir semejante amor (Mt 5, 45).

También san Pablo, citando a los Proverbios (25, 21 s), afirma que el amor a los enemigos se ha de manifestar especialmente procurando su salvación: "Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber, que haciendo así amontonáis carbones encendidos sobre su cabeza. No te dejes vencer del mal. antes vence al mal con el bien" (Rom 12, 20).

Si M. SCHELER hubiese prestado atención a esta última frase: "vence al mal con el bien", no hubiera llegado a la ridícula pretensión de buscar en san Pablo la justificación del resentimiento, como si, no pudiendo vengarse, se buscara un desquite humillando al enemigo e interpretando luego tal conducta como "amor a los enemigos".

Lo que san Pablo aconseja no es el gozo disimulado por el daño del enemigo, sino humillarlo con nobleza, para convertirlo, para ayudarlo a abandonar sus sentimientos hostiles.

Dice san Pablo: "No te dejes vencer del mal": esto nos muestra otro aspecto de la verdadera caridad con los enemigos. El odio a los enemigos trae siempre el peligro del contagio; el cual sólo puede evitarse movilizando todas las fuerzas contrarias, oponiéndole la resistencia de un amor activo. El peligro implícito en los sentimientos de odio de corroer interiormente al odiado, debe contrarrestarse despertando los sentimientos capaces de proteger al propio yo y de apaciguar al enemigo realizando las obras del amor, o, como dice san Pablo, "bendiciendo y haciendo el bien" (Rom 12, 14; 1 Thes 5, 15). Antes de que el sol se ponga, debe el cristiano vencer la cólera, ese contagioso bacilo que nos viene del enemigo (Eph 4, 26).

Hemos sido llamados "para ser herederos de la bendición" : por lo mismo tenemos que abrazar a todos nuestros prójimos, aunque fueran nuestros enemigos, con deseos de bendición (1 Petr 3, 9). Cada día tenemos que pedir perdón a Dios de nuestros pecados : es justo, pues, que también nosotros perdonemos a quienes nos injurian (Eccli 28, 1 ss; Mt 6, 14; 5. 26; Mc 11, 25 s).

No basta, pues, guardarse de sentimientos de odio y venganza contra el enemigo, preciso es rodearlo de cuidados verdaderamente amorosos. Es lo que significan estas conocidas palabras del Señor: "Si vas a presentar una ofrenda ante el altar. y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda" (Mt. 5. 25 s). Quien sabe que un hermano le es indiferente, o acaso hostil, no puede presentar a Dios sus ofrendas de amor. Primero tiene que esforzarse por disipar, con su caridad, el odio y la aspereza de su hermano, aun no teniendo conciencia de culpa. El Señor no dice : "si tú tienes algo contra tu hermano", sino "si tu hermano tiene algo contra ti". El enemigo se nos convierte en prójimo, en el sentido de obligarnos a pasar a la acción, cuando sólo nuestra incansable caridad es capaz de librarle de la profunda miseria del odio y el resentimiento. Cuanto más se aleja él de nosotros. por sus hostiles sentimientos, tanto más urge que le demos nuestra ayuda espiritual, si somos nosotros, sobre todo. los que mejor podemos ayudarle. Del mismo modo que cuando caemos en pecado nos hundimos en un abismo tal de miseria que sólo Dios nos puede sacar de él, y su misericordia es entonces nuestra única salvación, igual sucede con el que se halla encadenado por el odio: para salir de él necesita la liberación, el perdón del amor.

Cualquier palabra o mirada o acción hostil contra nosotros. es palabra que a nosotros se dirige, aunque sea insensata. No podemos eludir la respuesta, puesto que viviendo con nuestros semejantes no podemos evitar nuestro diálogo con ellos, y toda palabra merece la atención de una respuesta. Pues bien, a la palabra del odio sólo se puede responder acertadamente con la del amor. La palabra hostil socava los fundamentos de toda relación humana, fundada en la palabra y el amor; por eso la respuesta debe atender a curar las heridas inferidas al amor; de lo contrario, desaparecerá el fundamento de las relaciones humanas.

d) El amor a los enemigos, precepto obligatorio

Ya el AT lo inculca repetidamente (Lev 19, 17; lob 31, 29 s; Prov 25, 21; Eccli 28, 1-10). También nos ofrece el AT magníficos ejemplos de amor a los enemigos, como el de José con sus hermanos y el de David con Saúl. En ninguna parte del Antiguo Testamento encontramos la frase: "odiarás a tu enemigo" (cf. Mt 5, 43), pero los rabinos habían explicado los pasajes que imponían el amor a los enemigos como simples consejos; tanto que los interpretaban así : "amarás a tus prójimos, pero odiarás a tus enemigos". Jesús no se contentó con oponerles, ampliándola, la idea véterotestamentaria del amor a los enemigos, sino que proclamó expresamente su carácter obligatorio. El amor a los enemigos es condición para ser "hijos del Padre celestial, que hace salir su sol sobre justos y pecadores" (Mt 5, 45).

Las principales obligaciones que impone el precepto del amor a los enemigos, son las siguientes:

1 Es preciso perdonar siempre de corazón, aun cuando el ofensor no pida perdón.

Es éste un requisito para que Dios nos perdone también a nosotros (Mt 6, 12 ss). El espíritu de venganza es incompatible con el cristianismo. El recuerdo doloroso de las injurias e injusticias no se opone, por sí mismo, al auténtico perdón, pero sí puede ser un peligro y una tentación constante; por eso hay que salirle al paso rezando por el ofensor. Se oye a veces decir: "Perdonar, sí; olvidar, no": si con esto se quiere decir que se ha de traer siempre a la memoria voluntariamente la ofensa recibida, es indicio de que no se ha perdonado realmente.

2. Se puede pedir la justa satisfacción del honor, o sea, del buen nombre, o de los bienes temporales, pero siempre cuidando de no dejarse arrastrar por el espíritu de odio y venganza.

El peligro de dejarse llevar de dichos sentimientos puede ser más grave si se quieren exigir reparaciones inmediatamente y cuando se está bajo la excitación de la cólera: es preciso entonces diferir sus justas exigencias hasta que se haya recobrado la calma. Además, al exigir la pena judicial para el enemigo, se ha de tener solamente en vista el amor a la justicia y al bien común, y el bien real del ofensor. "El amor a la justicia es muchas veces un pretexto falaz para encubrir el espíritu de venganza" (S. Alfonso). Pero no hay duda de que cuando el bien común o los propios bienes lo exigen, pidiéndole a Dios y teniendo buena voluntad, se pueden unir los sentimientos de caridad a la justa ejecución de la justicia y al castigo de los culpables.

3. Preciso es reconocer de buena gana las buenas cualidades que tenga el enemigo y desearle sinceramente todo bien, sobre todo la eterna salvación.

El gozarse del mal ajeno es un gusano roedor de la caridad. Ya el AT ponía en guardia contra ello (Prov 24, 17). Un motivo especial para tranquilizar su conciencia encontraba Job en no haberse alegrado nunca de las desgracias de sus enemigos (Job 31, 29). Siempre es peligroso, aunque de suyo no contrario al amor de los enemigos, el desearles alguna desgracia o algún castigo de Dios para que se enmienden y conviertan. Además, no tenemos por qué señalarle a Dios el camino que su gracia ha de seguir.

4. Los buenos sentimientos de caridad se han de manifestar dando, por lo menos, aquellas muestras ordinarias de atención y cortesía debidas a todos los hombres; y cuando se trata de personas con las que se tienen especiales relaciones (parientes, vecinos), se les han de dar aquellas muestras especiales que, según la costumbre general, se les deben en razón de aquellos lazos.

Como muestras generales se pueden señalar el devolver el saludo y la oración; como muestras especiales, el dirigir el saludo, no simplemente el devolverlo, y cierto trato social.

Excepcionalmente se podría tolerar que, por mote os de justicia y de caridad (motivos correccionales), se abstuviese alguien temporalmente (le las muestras de atención no sólo especiales sino aun generales ; v. gr., la persona casada respecto del seductor de su consorte, los padres respecto del de sus hijos. Esto no sería hostilidad, sino defensa. Los padres pueden mostrar su disgusto a sus hijos para castigarlos y enmendarlos durante un tiempo saludable.

No se puede exigir a una persona gravemente ofendida que cumpla inmediatamente con las más onerosas obligaciones que impone la perfecta caridad. Sin duda el apóstol amonesta seriamente a que no dejemos que el sol se oculte sobre la ira (Eph 4, 26) ; pero hay que conceder que, aun desde el punto de vista' puramente psicológico, necesita el hombre cierto tiempo para sobreponerse a la irritación y al dolor. Por eso, muchas veces habrá que contentarse con que la persona ofendida esté dispuesta a dar el primer paso para vencer el resentimiento; ese paso será el orar por el ofensor, el pedirle a Dios la gracia del verdadero perdón, el proponerse no hablar mal del "enemigo". Y cuando han fracasado ya varios intentos de reconciliación, o cuando el otro se ha negado obstinadamente a devolver el saludo, la prudencia aconseja esperar una ocasión más propicia, y mientras tanto permanecer simplemente en la disposición de reconciliarse.

Cuando se trata de hacer desaparecer una inveterada enemistad entre parientes o vecinos (lo que se ha de intentar sobre todo con ocasión de alguna misión popular o alguna otra circunstancia propicia), generalmente habrá que pedir a ambas partes que den un paso decisivo, sobre todo si llevan ya algún tiempo recibiendo los santos sacramentos, sin hacer nada por reconciliarse.

5. El ofendido ha de estar siempre dispuesto a ayudar en toda circunstancia a su enemigo, y aun a darle nuestras especiales de caridad, si fuera necesario para la salvación de su alma.

Esta voluntad de socorrer al ofensor en alguna necesidad especial es suficiente para recibir bien la absolución, aun cuando, a causa de la gravedad de la ofensa, diga que no podrá nunca perdonar del todo. Esta manera de hablar significa simplemente que no puede sobreponerse al dolor.

6. El ofensor o el principal culpable está obligado, en virtud de la justicia, a ser el primero en buscar la reconciliación; el ofendido, por su parte, está obligado, también en virtud de la justicia y de la caridad, a darse por satisfecho con una moderada reparación. Por lo demás, el ofendido ha de procurar, en virtud del precepto del amor a los enemigos, deponer la enemistad lo más pronto que le sea dable.

Mientras pueda temerse que un esfuerzo por reconciliarse, intentado por el inocente, ahonde la enemistad y la mala voluntad del injusto ofensor, conviene esperar mejor coyuntura. Lo mismo cuando se prevé que el ofendido rechazará bruscamente la reconciliación.

Cuando no se ha causado un perjuicio que deba ser reparado — los traumas psíquicos pueden también pertenecer a esta categoría —, no hay generalmente obligación de solicitar la reconciliación con una persona con la que, a causa de su ausencia, no se vive en relación alguna.

Hemos explicado la obligación estricta; sobre ella se extiende el campo de los consejos y de la caridad supererogatoria, que prodiga especiales atenciones al enemigo, para procurarle bienestar temporal y sobre todo la eterna salvación.

e) Nuestros amigos

Un amor inquebrantablemente fiel, cimentado en un aprecio mutuo y en una íntima correspondencia, recibe el nombre de amistad.

Si ya en el orden natural la amistad representa la cumbre de la delicadeza y de la nobleza del amor 14, con mayor razón debe la amistad entrar en el campo de la caridad cristiana, para ser configurada por ella.

En el AT encontramos ejemplos magníficos de fidelidad en la amistad y el amor (David y Jonatán, Jusay y David, Elías y Eliseo). Los libros sapienciales no se cansan de encomiar el valor de la verdadera amistad: "Un amigo fiel es poderoso protector, el que lo encuentra halla un tesoro... El que teme al Señor es fiel en la amistad; v como fiel es él, así lo será su amigo... Un amigo fiel es remedio saludable..." (Eccli 6, 14 ss).

Cristo nuestro Señor tuvo íntima amistad con la familia de Lázaro y sobre todo con sus apóstoles, entre los cuales distinguió a tres (Pedro, Santiago y Juan). La ternura de su amor mereció a san Juan un puesto de predilección. A sus discípulos los llama Cristo "sus amigos" (Ioh 15, 14 s ; Lc 12, 4). San Juan Bautista se atrevió a llamarse a sí mismo "el amigo del Esposo" (Ioh 3, 29).

Ya decía ARISTÓTELES que es propio de la verdadera amistad el esfuerzo común por adquirir la virtud; lo demás no es otra cosa que utilitarismo o vaga manifestación de simpatía. La amistad no es posible entre los perversos'. Para ser amigos de nuestro Señor es preciso identificar la voluntad con la suya: "Seréis mis amigos si hacéis lo que os ordeno"; y como signo de esa amistad nos comunica las mismas verdades que Él posee, los secretos íntimos del Padre, que forman la bienaventuranza .(Ioh 15, 14 s). La mayor prueba de amistad es dar la vida por los amigos (Ioh 15, 13).

La verdadera amistad entre los cristianos se funda sobre la común amistad con Dios y sirve para conservarla y aumentarla. Cuando no tiene ese carácter, puede decirse a priori que es amistad desordenada; porque no hay término medio: o bien la "caridad" informa todo amor natural sincero, o bien falta la caridad, y entonces la voluntad no tendrá la suficiente energía para permanecer en el debido orden natural. El amor sobrenatural debe penetrar e irradiar en el amor a los padres, a los hijos, al esposo o esposa, a los amigos. El amor cristiano no es un amor que planee sobre la naturaleza; porque precisamente para ser fuerte y eficaz ha de penetrar y corroborar todas las pulsaciones amorosas del corazón, todos los nobles y tiernos afectos del amor natural. Todo amor natural que se sustrae a la caridad, se resuelve en simple amor de sí mismo, en utilitarismo, o en pasión peligrosa y disoluta.

Tiene la amistad cristiana, como nota característica esencial, el no ser hermética y exclusivista, sino, por el contrario, abierta a cuantos tienen necesidad de amor: cuanto más profunda, más amplia y acogedora. Sólo el amor entre novios y esposos como tales es exclusivo, pero tampoco éstos proscriben la amistad. La amistad cerrada y con detrimento de la caridad que ha de abrazar a todos los miembros de la comunidad, no procede de la inmensa caridad sobrenatural, sino del mezquino amor propio.

Aun en el seno de una familia o de una comunidad religiosa pueden anudarse íntimas amistades, que son como haces de luz y focos de energía que vigorizan el espíritu de familia y aprietan los vínculos del amor de cuantos están unidos por la verdadera amistad.

Las relaciones entre esposos y prometidos han de estar evidentemente animadas por el amor sobrenatural. El noviazgo y mucho más la sociedad conyugal, santificada por el sacramento, debe unir en amorosa y comprensiva sociedad a los que juntos quieren viajar hacia la vida eterna, a los que emulan por alcanzar el amor de Dios. Por consiguiente, cuanto perturba su amor divino, o cuanto engendra simple indiferencia respecto de la divina amistad, debe ser considerado como un estorbo para su mutuo amor.

También es dable la amistad entre hombres y mujeres, aun fuera del noviazgo y del matrimonio, pero con exclusión de todo erotismo, dentro y por encima de la familia y parentela. Es entonces sobre todo cuando la intimidad y delicadeza del amor ha de respetar las distancias. Pero como existe siempre el peligro de tentaciones eróticas y aun sexuales, o el de dar escándalo o provocar recelos, muchas veces habrá que declarar ilícitas tales amistades.

Aquí se aplica, a su modo, lo que dice san Pablo: "Si mi comida ha de escandalizar a mi hermano, no comeré carne jamás, por no escandalizar a mi hermano" (1 Cor 8, 13). Si la amistad extramatrimonial de un hombre con una mujer no persigue su mutuo adelanto en la divina amistad, o si no evitan el escándalo que podrían dar a los débiles, que con su proceder pretenderían justificar sus amistades pecaminosas, habría allí un serio peligro contra la caridad fraterna.

3. Esencia, propiedades y efectos del amor al prójimo

El amor es, ante todo, el sentimiento en que radican los motivos de toda acción 18, es la conformidad interior con los valores cíe otra persona junto con la inclinación amorosa hacia ella. Aquel sentimiento puede provocar una emoción afectiva, aunque no la provoca siempre necesariamente. Cuando falta dicha emoción, el sentimiento pierde mucho de su fuerza. El amor a una persona se funda sobre la consideración y el aprecio de sus valores individuales y permanentes.

El amor noble y elevado a una persona es un sentimiento que oscila entre la atracción, espiritual (y en cierto modo magnética) que ella despierta y la respetuosa reserva, que obliga a guardar las distancias. El amor es, pues, una tensión. Tan luego como uno de estos dos polos suprime al otro, el amor queda en su esencia disuelto; toda preponderancia del uno sobre el otro lo pone ya en peligro.

La atracción sin respeto da una fusión (lo contrario de la comunión personal) en que se esfuma el yo del uno, o se pierde la independencia del otro. El respeto sin la atracción origina la fuga y el alejamiento. En el amor sumo, en la amistad con Dios, se aúna la más íntima inclinación mutua con el respeto más profundo. En ninguna de las formas del amor humano debe desaparecer ninguno de los extremos de la tensión amorosa, ni siquiera en el amor matrimonial, pues por más profundas que sean la atracción y la unión, nunca debe desaparecer el muro defensor del santo respeto mutuo. Sólo así podrá el amor proteger y ennoblecer a las personas que se aman, en una palabra, sólo así podrá ser cristiano.

El amor cristiano al prójimo reside primordialmente en el sentimiento. Se asemeja, pues, al amor natural. Radica en el corazón del hombre, en los sentimientos naturales del amor, a los que da una nueva y más elevada orientación. El amor sobrenatural, así como el natural, tiene necesidad de manifestarse en obras de amor; pero sus motivos y su fuerza vienen del otro mundo. Por su nobleza, supera inmensamente al simple amor humanitario a los semejantes, porque sólo el amor cristiano conoce el infinito valor del prójimo y su vocación a la amistad con Dios. El amor a los enemigos muestra que el amor cristiano puede florecer aun allí donde falta la conformidad interior, la simpatía natural; y esto porque se funda en motivos sobrenaturales y en el don de Dios. Pero si el amor cristiano no nace por obra y gracia de los sentimientos naturales del amor, no por esto deja de despertarlos y de emplearlos en su propio servicio, cuando ya existen.

Amor no es sólo estima, inclinación, sino también benevolencia. Cuando, al contemplar los valores de la persona amada, se despierta el sentimiento del amor, necesariamente se desata una corriente de energía sobre la voluntad, para llevarla no sólo a inclinarse hacia ella, sino a quererle todo bien. Pero no es simple deseo de que el amado goce de bienes, sino verdadera voluntad de hacerle el bien, de hacer algo por él, conforme a sus posibilidades. El amor afectivo tiende al amor efectivo.

A esta benevolencia, a esta voluntad de hacer el bien, propia del amor, se añade, en el amor cristiano, el sentimiento de la solidaridad, que inclina a servir. La divina caridad, que reina en nosotros, nos une con el prójimo en una comunidad de vida, de amor y de destino. Vivimos nuestra propia vida sobrenatural en el único reino del amor: es, pues, justo que trabajemos por conservar y aumentar ese amor no sólo en nuestra propia alma, sino en cada uno de los miembros de este reino. El saber que estamos íntimamente unidos en Cristo nuestro Señor, formando con Él un solo cuerpo, nos hará sentir verdadera compasión por la desgracia del prójimo y nos llevará a compadecerlo. "Si padece un miembro, todos los miembros padecen con él ; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan" I1 Cor 12, 26). La compasión inspira la reparación, tan enfáticamente proclamada por san Pablo : "Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24).

Cuanto más puro y elevado es el amor al prójimo, menos se cree hacer algo especialmente meritoria en virtud ele este amor reparador, abnegado y gustosamente sacrificado en aras del bien del prójimo. Porque entonces siente en sus más íntimas fibras la corresponsabilidad con él. "¿ Soy acaso guarda de mi hermano?": estas palabras manifiestan la profunda raíz del odio y del fratricidio; a la inversa, la conciencia de la solidaridad cristiana es uno ele los principales resortes de los diligentes y amorosos cuidados con que la caridad se emplea naturalmente en beneficio y salvación del prójimo.

Cuanto más lleno está de amor el corazón, más se sienten las necesidades de los desgraciados : el amor es misericordioso.

El que es misericordioso, imita un rasgo especial del divino amor, característico del cual es socorrer con tanta mayor largueza cuanto más miserable es el hombre y niás cargado de deudas se siente ante Dios. Campo preferido, aunque no único, de la misericordia es el amor a los enemigos, que se preocupa tanto más por el bien ele su alma cuanto más hiriente es su conducta.

Como perla preciosa en corona de oro, así brillan en 1 Cor 13 las propiedades y efectos del amor : "La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha, no es descortés ni interesada; no se irrita, no piensa mal... la caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera".

La caridad es justa y va aún más allá de las exigencias de la justicia, patentes a sus miradas puras. Es delicada en cumplir la. justicia, pero paciente y misericordiosa en sus exigencias; estima justo rebajar las deudas al hermano, ya que Dios nos condona deudas mayores. La caridad es de veras prudente. Prudencia es conciencia delicada en cada situación; así, el sentido del tacto en las relaciones con el prójimo es obra de la caridad. No hay perfecta prudencia sin perfecta caridad, porque sólo el amor da con el bien. Dijo san AGUSTÍN: "Ama y haz lo que quieras", es decir, lo que quiera el amor, porque el amor da seguramente en el blanco.

La caridad es mesurada y disciplinada. Dice san Pablo : "La caridad todo lo tolera" (1 Cor 13, 6). Ese ánimo constante se muestra no sólo en soportar las flaquezas del prójimo y en arrostrar trabajos y sufrimientos por él, sino también en intentarlo todo en favor de algún pecador del que aparentemente ya nada se pudiera esperar. Notemos, de paso, que la tolerancia, propia de la caridad, no es la debilidad con que a los niños mimados se les consiente todo.

La caridad es mesurada y disciplinada. Es ella, sobre todo, la que pone orden en los afectos y aspiraciones, y así conduce a la virtud de la templanza. "La caridad no es descortés", que es como decir que despierta el sentimiento de la delicadeza, propio de la prudencia, al mismo tiempo que rehuye cuanto sea pasión y desenfreno. El enamoramiento carnal pone una venda en los ojos: no así la caridad cristiana, que se mantiene siempre atenta para no degenerar en pasión. Por la caridad se llega al autodominio.

La caridad es humilde; porque al inclinarse uno hacia la persona amada se inclina ante su valía. En el amor humano se repite el gesto de Dios, que se inclina amoroso hacia su criatura. En el respeto, que es uno de los extremos del amor, va inclusa la verdadera humildad.

4. Medida del amor al prójimo: "Como a ti mismo"

a)
La medida nueva y definitiva es el amor de Cristo

La medida de la caridad señalada en el AT es negativa: está formulada en la llamada "regla de oro". "No hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti mismo" (Tob 4, 16). Pero su significado es en realidad de alcance positivo, como lo demuestran las amonestaciones a hacer el bien, y, equivale a la de san Mateo (7, 12) : "Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos, porque ésta es la ley y los profetas".

Ambas fórmulas son la cabal interpretación de esta palabra : "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lev 19, 18; Mt 22, 40; Rom 13, 9). Pero es el precepto de nuestro Señor el que señala la medida definitiva de la caridad fraterna: "Un nuevo precepto os doy, y es que os améis mutuamente, como yo os he amado" (Ioh 15, 12; 13, 34; cf. 1 Ioh 3, 11 y 3, 16).

¿Qué luz arrojan estas palabras sobre este inciso: "corno a ti mismo"? El hombre de nobles sentimientos ha de considerar la caridad con el prójimo tan importante, o digamos mejor, tan natural como lo es el amor de sí mismo; la caridad fraterna ha de ser como una segunda naturaleza. Pero tengamos siempre presente que la última medida del amor al prójimo no ha de ser el simple amor natural de sí mismo, por más noble que lo supongamos, ni mucho menos el amor apasionado y tenebroso del vicio; esa medida es el santo amor de sí mismo en Dios. Ese amor es posible gracias al ejemplo de Cristo y a su muerte redentora, y consiste en amarnos con el mismo amor que Dios nos profesa, en coamarnos con Dios. En suma, la última medida del amor al prójimo no es el amor a nosotros mismos, porque ambos amores han de medirse por el amor que Cristo nos profesa.

Por consiguiente, deben ser absolutamente idénticos el motivo y la finalidad del amor sobrenatural de sí mismo y del prójimo; ya que ambos se fundan en el amor del Salvador por el hombre.

Dijimos que el amor a Dios debe ser superior apreciativamente al amor a nosotros mismos v a las demás criaturas: semejantemente el precepto del amor al prójimo exige que lo amemos exactamente en la misma medida que a nosotros mismos, en cuanto a estima, aprecio y benevolencia. Y aún hay que decir que si de comparaciones se tratara, la humildad del amor lleva a considerar más el valor del prójimo que el propio y personal. Aunque es verdad que el motivo básico del amor sobrenatural, a saber, el valor que confiere al hombre el llamamiento a la divina amistad, merece tanto aprecio y amor considerado en el prójimo como en uno mismo.

No se nos pide, empero, que amemos siempre al prójimo con la misma intensidad de sentimiento con que nos amamos a nosotros mismos; el hombre manchado por el pecado original difícilmente lo conseguiría. Sin embargo, debe considerarse apetecible. El cristiano no debe convivir con el prójimo en un contacto solamente ideal; tiene que compartir con él sus afectos, sus gustos y aspiraciones. Los santos han demostrado que esto es posible para el amor que se olvida de sí mismo.

Amar al prójimo "como a sí mismo" : esto no quiere decir que haya que procurar amarse primero a sí mismo, para amar luego al prójimo. El amor a sí mismo y al prójimo deben crecer simultáneamente, prestándose un apoyo mutuo y recíproco. Por eso, no se puede amar rectamente al prójimo, cuando uno no se ama a sí mismo en Dios; ni se puede amar uno a sí mismo con verdadero amor cristiano, cuando no se mira a sí mismo ni al prójimo como a hijo de Dios, redimido por Cristo.

Se violentan las palabras cuando se afirma, sin ninguna distinción, que el precepto de amar al prójimo "como a sí mismo" no impone ni permite de ningún modo un amor enteramente igual, sino sólo un amor semejante al que nosotros mismos nos profesamos. Así hay quien afirma que el sacrificar heroicamente la propia vida para salvar la del prójimo, que es precisamente el ejemplo que da el Salvador como realización de su precepto, iría de por sí contra el precepto de la caridad: pero como en realidad semejante acto redunda en aumento de la virtud del que lo ejecuta, en resumidas cuentas no haría más que amarse a sí mismo más que al prójimo, y por lo tanto estaría en el recto orden de la caridad.

Semejante argumentación, que naturalmente encierra sus puntos de verdad, se basa en una concepción ética orientada por la idea de la propia perfección, mucho más que por la de la caridad, la donación de sí. Y el decir que no es lícito cometer ni el menor pecado en provecho del prójimo no prueba absolutamente nada, pues tampoco es lícito cometerlo en provecho propio, pues el pecado es ante todo una ofensa, no contra sí mismo, sino contra Dios, y en consecuencia es una falta que va igualmente contra el amor al prójimo y a sí mismo.

"No es ordenado tu amor y no guarda el orden debido si haces distinción entre el amor a ti mismo y a tu prójimo, si no hay igualdad entre uno y otro (Orígenes). "No aborrecerás a ningún hombre, sino que a unos los argüirás, a otros los compadecerás; por todos rogarás, a otros amarás más que a tu propia alma" (Didake).

b) Amor y responsabilidad

Las dificultades que suscita el problema se solucionan distinguiendo entre amor y responsabilidad :

El cristiano está obligado a esforzarse por despertar en su corazón un amor por el prójimo que, en cuanto al sentimiento v a la prontitud al sacrificio, sea igual al que se profesa a sí mismo.

Pero no es éste un precepto que imponga indistintamente y a toda hora la realización concreta y externa; sólo impone obligatoria e incondicionalmente la tendencia hacia esa finalidad. En este segundo sentido es precepto que quien está ya adelantado en el camino de la caridad, puede y debe cumplir tanto mejor que el principiante.

Sin embargo, en la práctica y por muchos aspectos, uno es responsable primero de su propia persona, y sólo después de la del prójimo.

El espíritu de solidaridad en la salvación, alimentado especialmente en el sacramento del amor, que cada vez nos estrecha más fuertemente en un solo cuerpo con Cristo, exige que apreciemos la salvación del prójimo tanto como la nuestra. Quien se alimenta del cuerpo y de la sangre inmolada del Salvador y así se une íntimamente con el prójimo, tiene que estar pronto a trabajar, de palabra y de acción, en la salvación del prójimo, tanto como en la propia.

Pero, atendiendo a su posibilidad real y, por tanto, a su obligatoriedad inmediata, nuestra salvación depende de la propia responsabilidad mucho más que la del prójimo: Dios, al darnos la libertad sólo nos ha otorgado un señorío inmediato sobre nuestro propio yo y sobre sus dones espirituales y corporales. Es sin duda enorme el influjo que podemos ejercer sobre el prójimo, sobre todo en el campo sobrenatural, pero su libertad no está a nuestra discreción. Sólo cuando uno es dueño o administrador cíe alguna cosa, puede disponer y hacerse inmediatamente responsable de ella. De aquí se sigue que somos más responsables de los bienes que están al alcance inmediato de nuestro albedrío, que de aquellos que están a disposición y bajo la responsabilidad de los demás hombres. Por tanto, "amar al prójimo como a sí mismo" no puede significar de ningún modo sentirse responsable de la salud, la vida, los bienes espirituales o corporales del prójimo tan íntimamente como de la propia persona y de los propios bienes. Cuando nos ocupamos, pues, más de los bienes que nos han sido confiados que de los del prójimo, no nos estamos necesariamente prefiriendo a él, no nos estamos amando a nosotros mismos más que al prójimo. En cierto sentido es verdad que "cada uno es su prójimo": nuestra propia salvación y conservación depende más de nuestra propia responsabilidad; la suya. de la suya. No es razonable preocuparse por la paja del ojo del prójimo, descuidando la viga del propio.

Por otra parte, si alguna vez vienen a caer bajo el radio de nuestra libertad y responsabilidad los bienes del prójimo, esto es, si una situación especial lo hace realmente "prójimo nuestro" (como el viajero de la parábola respecto del samaritano), entonces hemos de estar realmente prontos a prodigarle los mismos cuidados y atenciones caritativas que tendríamos con nosotros mismos.

En resumen : hemos de esforzarnos por tener para con el prójimo un amor de aprecio y benevolencia tan grande como para nosotros mismos; la responsabilidad, empero, y la acción exterior en pro de su persona y sus bienes sólo nos incumben cuando nos vienen impuestos por una situación especial, esto es, cuando, conforme a la voluntad de Dios, podemos ocuparnos de su necesidad tan seriamente como de las nuestras, cuando él no puede valerse, al paso que nosotros podemos ayudarle.

Sólo va contra la "regla áurea" que obliga a "amar al prójimo como a sí mismo" quien, al cuidar de sus propios bienes antes que de los del prójimo, se cree de mayor valía e importancia que él o quien no está dispuesto a renunciar a bienes inferiores propios, cuando se trata de salvar bienes superiores del prójimo.

El espíritu de solidaridad y cristiana caridad se prueba cuando entran en colisión los propios intereses con los del prójimo. Quien pretende hacer prevalecer sus propios intereses, cuando están en juego intereses del prójimo iguales o aún de mayor monta, se anea a sí mismo más que al prójimo de manera culpable, o sea que se ama a sí mismo de un modo demasiado instintivo y demasiado poco según el amor de Dios.

c) Principios que regulan la responsabilidad de lo propio
y de lo ajeno

1) Cuando entran en juego bienes propios y ajenos de igual naturaleza, nos incumbe, en la práctica, responder primero por los nuestros, después por los del prójimo.

El propio provecho espiritual bien entendido es también del prójimo. Nuestra salvación está en el amor. Quien descuida la propia salvación daña también al prójimo. "No hay acción moral, por mínima que se la suponga, que no origine, como la piedrecita que se arroja en el lago, círculos indefinidos". Quien no puede dedicarse a la salvación de las almas sino con grave y próximo peligro de pecar, tiene que asegurarse primero él mismo, pues de lo contrario tampoco podrá ayudar eficazmente al prójimo. El sacerdote que por un exceso de ocupaciones ministeriales descuida su propia alma enferma, se asemeja un tanto al sacerdote y al levita judío de la parábola que, habiendo visto al pobre necesitado, pasaron de largo (Lc 10, 31 ss). Encontrándose en tales condiciones, es él el primer prójimo a quien debe auxiliar, no sea que llegue a convertirse en miembro muerto o en foco de infección para el cuerpo místico de Cristo.

Pero con esto no pretendemos hacer la apología de quienes buscan mezquinamente el propio medro espiritual. Porque "gana de veras su alma" (cf. Mt 16, 25) y se hace rico espiritualmente ante Dios quien, confiando absolutamente en Él y guiado por un auténtico amor al prójimo, renuncia al presunto adelanto espiritual que le parece encontraría en un ambiente tranquilo y contemplativo, o en ciertos ejercicios de piedad. Se presupone, claro está, que uno no se expone sin motivo urgente a un grave peligro de pecar y sin haber hecho antes cuanto estaba en su mano para fortificar la voluntad.

2) Cuando surge un conflicto entre el bien espiritual del prójimo y el bien temporal propio, hay que preferir aquél.

El bien espiritual, la salvación del alma es el primer objeto y el primer motivo de la caridad cristiana.

a) Cuando el prójimo se encuentra en extrema necesidad espiritual (esto es, en extremo peligro de condenarse), hay que llegar hasta el sacrificio de la propia vida.

Mas para ello es preciso que existan fundadas esperanzas de salvarla realmente. Si no existen, no sería lícito exponerse a tal peligro. Puede suceder también que la consideración del bien común, u otras graves obligaciones, prohíban el sacrificio de la vida. Así, por ejemplo, un pastor de almas no puede exponer su vida por bautizar a una sola criatura, si, habiendo suma escasez de sacerdotes, puede prever que con ello muchos otros van a quedar privados del bautismo y de todo auxilio espiritual.

b) Cuando el prójimo se encuentra en extrema necesidad temporal (en peligro de muerte), es preciso ayudarle, aun con notable perjuicio propio temporal.

Con todo, no hay obligación de exponerse a una necesidad relativamente grave, a no ser que haya un motivo de justicia o de piedad (con parientes próximos o bienhechores). Pero es evidente que cuando la caridad es profunda, inspira los mayores sacrificios.

c) Cuando el prójimo se encuentra en una grave necesidad espiritual (como peligro de perder la fe o de caer en pecado mortal), hay que ayudarle lo mejor posible, pero no hay obligación de sacrificar la vida ni cuantiosos bienes temporales, a no ser que en casos particulares lo exija así el bien común o la obligación inherente al cargo o al estado (padres, hijos, pastores de almas).

Con su ordenación, y mucho más con la aceptación de la cura de almas, acepta el sacerdote la grave obligación, no sólo de socorrer las necesidades espirituales que por sí mismas se le presenten, sino la de ir en busca de ellas. Ningún sacrificio ha de parecerle excesivo. Y en caso de conflicto, ha de ir hasta el extremo de las posibilidades, renunciando a sus intereses temporales, en bien de las almas. Así deberá renunciar, a veces, a sus derechos de estola o a otras ventajas materiales, ya para evitar escándalos, ya para encontrar acceso a un corazón amargado. Y en tiempo de contagio está gravemente obligado a atender a los enfermos y a administrarles los últimos sacramentos, cuando así lo pide la salvación de las almas.a él encomendadas. Pero siempre será verdad que ha de preferir el bien de toda la comunidad al bien de un individuo; así no debe dedicarse al exclusivo servicio de una o pocas personas, si con ello descuida gravemente el servicio de todos los demás. Ésta es la regla general, porque no ha cíe andar con cálculos mezquinos: el "buen pastor" no vacila en abandonar las noventa y nueve ovejas para volar en auxilio de la centésima.

El sacerdote está, pues, obligado de manera especial a posponer sus intereses temporales a la salvación del prójimo, y esto por razón de su consagración sacerdotal y de su cargo (y, a veces, de los emolumentos que percibe). Pero no se ha de olvidar que todo cristiano está obligado, por el precepto de la caridad (y en virtud del santo bautismo, de la confirmación, de su pertenencia efectiva al cuerpo místico), a preocuparse por el bien espiritual del prójimo con mayor empeño que de sus propios bienes materiales. Quien no está dispuesto a sufrir algún daño temporal a trueque de salvar un alma (por ejemplo, renunciando a entablar o proseguir un proceso, dedicándose a alguna acción social para alivio de los pobres, etc.) no puede decir que sienta una caridad bien ordenada.

d) Cuando el prójimo se encuentra en una grave necesidad temporal, se le ha de socorrer, aunque haya que imponerse algún notable sacrificio, con tal que no sea demasiado agobiante.

Pero si se tratara de los padres o los hijos, y aun acaso de hermanos o bienhechores, habría que imponerse graves sacrificios para ayudarlos en alguna necesidad más apremiante.

e) Ningún cristiano puede exponer bienes espirituales a trueque de proporcionar al prójimo ventajas temporales (si no se trata de grave necesidad).

Así los hijos no pueden abandonar la vocación religiosa sólo por contentar a sus padres con su compañía, suponiendo que no necesiten urgentemente de su ayuda. Pero sí podría alguien abstenerse de entrar en el claustro si tuviera que realizar en el mundo una importante misión apostólica, como la salvación de un pecador determinado. Sin duda el sacerdote tiene que exponerse a tentaciones para cumplir con su ministerio y salvar a quienes están expuestos al peligro, con tal que aquéllas no sean demasiado peligrosas y cuide de precaverse con el empleo de los medios espirituales necesarios. Mas debería renunciar a su ministerio, antes que naufragar en él.


III. OBRAS DE CARIDAD EN LAS NECESIDADES CORPORALES
DEL PRÓJIMO

1. Las obras de misericordia corporal y el seguimiento
de Cristo

Muy cierto es que no vino Cristo a traernos el beneficio de las riquezas terrenas; pero no es menos cierto que mostró siempre ante las miserias corporales una profunda compasión que lo llevó muchas veces a obrar milagros para remediarlas.

Indudablemente el objeto y finalidad principal de la caridad es el bien espiritual, o sea la reanudación del vínculo de amistad con Dios y en Dios. Mas no por ello ha de quedarse el cristiano insensible e inactivo ante las necesidades corporales del prójimo. El hombre a quien hemos de amar es una totalidad, y en esta totalidad se integran muy realmente sus necesidades corporales que están íntimamente entrelazadas con su vida espiritual y aun sobrenatural. La necesidad que nadie viéne a remediar, cuando enderredor reina la abundancia y el bienestar, es lo más a propósito para sublevar y agriar un corazón.

Quien, por amor a su comodidad o apego a lo terreno, deja de ayudar a su hermano necesitado, pudiendo hacerlo, empequeñece su corazón, lo empobrece de amor y lo vuelve más y más inepto para el amor divino.

Por esto no debemos admirarnos de que tanto la sagrada Escritura como la tradición remachen con inaudita energía sobre las "obras corporales de misericordia". Ya Lactancio enlaza las "siete obras corporales" con la escena del juicio (Mt 25, 35 ss) : dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, recibir al peregrino, vestir al desnudo, visitar o sea cuidar a los enfermos, consolar al cautivo, esto es, redimir al cautivo y al esclavo. A éstas añade Lactancio la séptima obra de misericordia corporal, según Tobías 1, 17: "enterrar a los muertos". Las mencionadas obras corresponden a las necesidades corporales propias del mundo social del Evangelio. El amor tiene que aplicarse siempre a descubrir y remediar las necesidades particulares de cada época.

Cifra y compendio de toda ayuda prestada por caridad es la limosna. En sentido amplio comprende también cualquier trabajo gratuito en favor del prójimo. La limosna, ungida con el sudor del propio trabajo: es más valiosa que el simple don de lo superfluo. Se comprende también en la limosna cualquier don material para el culto o el ministerio. Así entendida, la limosna es al mismo tiempo obra de caridad corporal y espiritual.

La sagrada Escritura habla frecuente e insistentemente de la limosna y de su obligación; pero fue nuestro Señor mismo quien con mayor energía inculcó el deber de la limosna en la magnífica promesa y en la terrible amenaza que encierra el cuadro del juicio final, según el cual el cumplimiento de las obras de misericordia corporal se tomará como piedra de toque para saber si hemos mirado y amado a Cristo real y verdaderamente en la persona de nuestro prójimo. Alimentar, vestir y hospedar al pobre es hospedar, vestir y alimentar al mismo Cristo. Abandonar sin piedad al necesitado es abandonar al mismo Cristo, es abandonar de corazón al Cristo histórico y con las obras y las acciones al Cristo "místico" (Mt 25, 35 ss).

La divina caridad no puede separarse de la compasión ante la miseria. "¿Cómo podrá permanecer el amor en quien posee riquezas y cierra su corazón para con el hermano a quien ve necesitado?" (1 Ioh 3, 17). "Porque sin misericordia será juzgado el que no hace misericordia. La misericordia aventaja al juicio... Si el hermano o la hermana están desnudos y carecen de alimentos y alguno de vosotros les dijere: «id en paz, que podáis calentaros y hartaros», pero no les diereis con qué satisfacer la necesidad de su cuerpo, ¿qué provecho les vendrá?" (Iac 2, 12, 15 s).

Los profetas del Antiguo Testamento prefirieron a menudo las obras de misericordia corporal a la ofrenda de un sacrificio carente de espíritu, y exigieron como prueba de los legítimos sentimientos de piedad cultual el amor efectivo y misericordioso: "Quiero misericordia y no sacrificios" (Os 6, 6). El ayuno del hombre que carece de misericordia no tiene ningún valor, ni su oración será escuchada: "¿Acaso el ayuno que yo estimo no es el romper las ataduras de la iniquidad, el quebrantar los lazos de la esclavitud, partir su pan con el hambriento, albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver su rostro ante su hermano?... Entonces llamarás y Yahveh te oirá" (Is 58, 1-9). "El que cierra sus oídos al clamor del pobre, tampoco cuando él clame hallará respuesta" (Prov 21, 13). El sabio Sirac amenaza al hombre de corazón duro con que el grito de desesperación del necesitado, al que se ha hecho sordo, se convierta en imprecación oída por Dios (Eccli 4, 1-8).

La más vibrante exhortación a la limosna que leemos en el AT es indudablemente el libro de Tobías (2, 1 s ; 4, 7-12 ; 12, 8 s; 14, 11).

Toda la historia de Tobías es un himno a la limosna, de la que el anciano Tobías dice a su hijo : "Según tus facultades haz limosna... y no apartes tu rostro de ningún pobre... Si abundares en bienes, haz de ellos limosna y si éstos fueren escasos, según sea tu escasez, no temas hacerla. Con esto atesoras un depósito para el día de la necesidad... Gran motivo de confianza ante el Dios altísimo tienen los que hacen limosna" (Tob 4, 7-12).

La primera comunidad cristiana tuvo en sumo aprecio la limosna. Los ricos de Jerusalén dividieron todos sus haberes superfluos entre los pobres de la comunidad, primero por manos de los apóstoles y luego por las de los diáconos (Act 2, 44 s ; 4, 32 ss). Los apóstoles organizaron un servicio regular para los pobres (ibid 6). San Pablo organizó colectas de caridad entre diversas comunidades en favor de Jerusalén (2 Cor 8-9: en este pasaje tenemos el más antiguo "sermón de caridad" que se nos ha transmitido).

En la predicación de los padres resuena la profunda seriedad de la enseñanza de la sagrada Escritura. San CIPRIANO escribe una obra especial: De opere et eleenlosynis (limosna y buenas obras). El buen uso de la riqueza, el que produce un subido interés ante Dios, es el alimentarlo a Él (a Cristo) en la persona de los pobres. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA trata de la limosna en su opúsculo Quis dives salvetur? no considera la riqueza como algo malo en sí; puede ciertamente convertirse en peligroso instrumento de injusticia, pero también en medio de salvación, cuando tiene a la "justicia por guía" 'y se emplea en servicio de los pobres, convirtiéndose, en cierto modo, entre los pobres a quienes se hace el bien, en un instrumento pacificador: con ello se conquista el cielo. San Jerónimo prefiere que las riquezas se empleen en ayudar caritativamente a los pobres, a que con ellas se edifiquen o adornen las iglesias. San Agustín no puede ver que un cristiano tenga riquezas superfluas inutilizadas, mientras otros están sufriendo necesidades. Por eso amonesta al rico diciéndole que se quite de encima al menos una parte de la embarazosa carga, de la carga de plomo que lo agobia, dándole al pobre lo que ha menester.

Los padres motivan el deber de las obras de misericordia corporal, como en general el amor al prójimo, en el sumo amor que hemos de profesar al misterio del cuerpo eucarístico del Salvador.

"¿ Qué excusa encontraremos para nuestros pecados después de saciarnos con semejante alimento?, ¿que comiendo cordero nos convirtamos en lobos...? Porque este sacramento proscribe no sólo la rapiña, sino cualquiera enemistad, pues es sacramento de paz; ni permite estar apegado a las riquezas. Él no se perdonó a sí mismo para salvarnos a nosotros; entonces ¿qué castigo merecemos si, después de esto, perdiendo nuestra alma, codiciamos las riquezas?... Porque el no haber perdonado a su Hijo a trueque de salvarnos a nosotros, sus rebeldes esclavos, es la cumbre de sus beneficios. ¡ Que ningún Judas, ningún Simón Mago se acerque a esta mesa... ! Ambos perecieron por la avaricia. ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? Pues no lo vayas a despreciar cuando lo encuentres desnudo; ni se te ocurra ofrecer ornamentos de seda para el servicio de la Iglesia, si después descuidas vestirlo cuando lo veas desnudo y aterido de frío en la persona de los pobres. Porque el mismo que dijo : "Éste es mi cuerpo" (Mt 26, 26) y lo realizó con su palabra todopoderosa, elijo también: "Me visteis con hambre y no me saciasteis" y también : "Lo que dejasteis de hacer con alguno de estos pequeños — abyectos — lo dejasteis de hacer conmigo" (Mt 25, 42). Aprendamos, pues, a raciocinar y a amar la verdad, y honremos a Cristo como É.l quiere... Tribútale el honor que Él mismo ordenó, distribuyendo de tus riquezas entre los pobres" (S. Juan Crisóstomo).

2. Obras de caridad privada y pública

Las obras de caridad privada y las de caridad pública y organizada deben sostenerse y completarse mutuamente.

Las obras de caridad privada, de prójimo a prójimo, tienen la. ventaja dé ser inmediatas y de que, por lo mismo, al don exterior puede acompañar más fácilmente el calor personal del amor, socorriendo con toda seguridad al pobre e infundiendo al donador mayor compasión, mayor nobleza y virtud interiores. LINSENMANN decía ya: "Para ejercer un profundo influjo moral sobre el pobre, no hacen falta oficinas y comités, sino amor individual... Nadie puede dar por cumplido su deber de la limosna con aportar su contribución acostumbrada a una caja común, ocultándose para no ver la necesidad del prójimo, ni recibir su agradecimiento. La verdadera beneficencia tiene que ejercer también su acción sobre el benefactor, ennobleciéndolo, purificándolo, vivificándolo"".

Efectivamente, la beneficencia propia de la caridad cristiana no tiene por fin último y exclusivo el remediar las simples necesidades corporales; aspira a un fin más elevado, a transfundir ese bien más valioso que se llama el amor. Por él se abre también al amor divino el corazón beneficiado, y el benefactor se asemeja más a Dios.

Quien no sea capaz de descubrir ese torrente magnífico del amor que fluye y refluye entre uno y otro corazón, jamás podrá comprender cómo, por ejemplo, la hermana enfermera cuida ,con tanta solicitud precisamente a los pobres, a los incurables, a los alienados. Ese amor es el que llega a infundir vida en aquel niño sin talento y que parecía incapaz de educación. Aquí es donde crecen las riquezas, porque se transforman en riquezas de divino amor : cual preciosa semilla, producen a su donador un fruto mucho más valioso que todos los lucros materiales que pueda proporcionarle el universo.

Las obras de caridad privada, de prójimo a prójimo, no sólo corresponden mejor a la idea de la caridad cristiana como don personal, sino que por muchos aspectos son insustituibles. Es la forma más adecuada para deshacer el odio de los desheredados. Sólo esta caridad privada sabe descubrir a los pobres "vergonzantes", que no se resolverían a manifestar su "casó" ante una oficina pública.

Pero tratándose de mayores servicios, es preciso organizar las obras de caridad. Por lo regular los cretinos, dementes, imbéciles, menores en peligro, etc., sólo pueden ser bien atendidos en asilos cuya necesaria estabilidad exige una organización adecuada. Así, desde el tiempo de los apóstoles se establecieron en la Iglesia las obras de caridad de mayor alcance. Así nacieron los hospitales cristianos, las hospederías, los reformatorios atendidos por especiales asociaciones de bene,cencia; así nacieron también las grandes órdenes al servicio de la caridad cristiana y las mismas cooperativas. Esta actividad caritativa, organizada en las más diversas formas, tiene, a la verdad, sobre la indispensable iniciativa privada, la ventaja de que puede socorrer no sólo en una necesidad momentánea, sino que, planeada y aleccionada con una visión más vasta, está en situación de atender a las necesidades y peligros sociales más urgentes en todo momento. Además, las órdenes caritativas no suplantan las obras personales de caridad, sino que las completan, animan, apoyan, centralizan. Finalmente, hay que tener en cuenta qué todo aquello que, movido por la caridad, ejecuta en bien del cuerpo y del alma una hermana enfermera, o una asistenta en un asilo, se convierte en un eterno canto de alabanza al amor de Dios.

Por su parte, los pastores de almas tienen el deber, no sólo de recomendar la limosna para las obras de caridad de la Iglesia, sino el mucho más importante de fomentar las vocaciones para los institutos caritativos. Además de las obras de beneficencia organizadás por la Iglesia, existen en muchas partes instituciones benéficas que para nada cuentan con. ella, obras que, por lo común, no obedecen a la idea cristiana de la caridad, sino a un frío humanitarismo. Generalmente hablando, el cristiano no ha de apoyar más que a las organizaciones dirigidas por la Iglesia; pero no tiene tampoco por qué combatir aquellas organizaciones laicizadas, sobre todo en este mundo actual, tan positivista y decristianizado, suponiendo que desplieguen una actividad naturalmente buena y legítima. Pues lo que las sostiene, aun sin advertirlo ellas, es la fuerza secreta del ejemplo de Cristo y de los cristianos. Con todo, no deja de ser cierto que no pocas deben considerarse como una negación de la verdadera caridad, tanto por sus motivos y su orientación meramente temporal, como por la índole de su actividad, cuando no son empresas conscientemente dirigidas a eliminar las obras de asistencia cristiana. Humillante sería que dichas organizaciones, nacidas fuera del cristianismo o por lo menos fuera de la Iglesia, aventajaran a las organizaciones caritativas de ésta en sacrificios y en eficiencia. No podemos, por tanto, darnos por satisfechos sólo porque a nosotros nos animan motivos superiores y divinos. Precisamente esta superioridad nos impone un esfuerzo mayor y más eficaz. Lo que, por otra parte, no quiere decir que hayamos de dejar a un lado las grandes obras de misericordia espiritual o el esplendor del culto y del sagrado ministerio para poder "sostener la competencia".

Tampoco está prohibida alguna discreta colaboración en asuntos de mera organización de asociaciones de beneficencia laica, cuando éstas persiguen una finalidad intachable.

Mayor antagonismo presenta hoy en algunas regiones la beneficencia del Estado y la de la Iglesia. En rigor no debería reinar entre ellos oposición alguna, sino más bien armoniosa colaboración para su mayor eficiencia. El Estado ha de hacer todo lo posible para eliminar las miserias sociales y socorrer a los pobres; pero ha de hacerse cargo también de que, después de haber hecho cuanto estaba a su alcance, queda todavía una zona de necesidades que sólo puede cubrir la libre actividad cristiana de los individuos y de la Iglesia. La Iglesia, por su parte, no se ofusca porque el Estado moderno atiende a las miserias sociales, cuando lo hace con la debida diligencia.

Sabe ella perfectamente que una adecuada justicia social es la mejor condición para el ejercicio provechoso de la caridad. Nunca podrá ni querrá la caridad cristiana eliminar la justicia, o pasar por encima de ella, o sustituirla, cosa que sin embargo tiene que hacer con frecuencia; lo que ella pretende es curar las llagas y encender los corazones.

El Estado que pretendiera paralizar o arrebatar las obras de caridad cristiana mostraría una supina ignorancia de la diferencia entre justicia y caridad; sería un insensato intento de "legalizar" las obras del amor. La beneficencia humana tiene dos aspectos : uno jurídico, y otro, que no es menos importante, caritativo. Sólo el aspecto jurídico, es decir, lo que cae bajo estricto deber de justicia puede ser establecido y administrado jurídicamente por el Estado. Aun cuando el Estado pudiera poner en marcha por algún tiempo alguna obra caritativa propia de la Iglesia, la privaría de lo mejor que tiene, a saber, el soplo espontáneo del amor. Y cuando viene a desaparecer ese espíritu de libre iniciativa en las obras del amor, se esfuma también de la sociedad aquel mínimo de amor indispensable para reconocer v admitir los deberes jurídicos sociales. (Ahí radica la causa de que el Estado paganizado desconozca los deberes de justicia que deben amparar la vida de los niños aún no nacidos. ¡Claro: ellos no pueden denunciar ni declararse en huelga!) A lo sumo, el Estado puede acaparar la organización meramente externa de las instituciones caritativas de la Iglesia; pero será incapaz de infundirles esa energía interna que sólo puede afluir del amor social cristiano, cuya fuerza pretende precisamente neutralizar con esas medidas. No es necesario hablar aquí de la inhumanidad del Estado que se apodera de todo. En no pocos Estados modernos se va relegando el influjo de la Iglesia en las obras de caridad : de ahí el carácter impersonal y legalista que ésta reviste, y la caridad no tardará en ser suplantada por los fines puramente utilitarios.

En conclusión, diremos que el Estado, en vez de desconocer los servicios de caridad prestados por la Iglesia, ha de fomentarlos en toda forma e incluirlos en los gastos generales de beneficencia; pero, claro está, respetando siempre la libre actividad de la caridad en toda hipótesis insustituible. Además, su ayuda no deberá cubrir todos los gastos materiales de aquellas instituciones, pues los dones que se ofrezcan espontáneamente para las obras de beneficencia de la Iglesia serán siempre más valiosos y fructíferos que los socorros obtenidos a fuerza de impuestos.

Después de la laicización de la escuela no se podría asestar golpe más funesto al bien de las almas que la supresión o interrupción de las obras de caridad, o la expulsión de las hermanas de los hospitales e instituciones caritativas. Por obra suya, innumerables almas han encontrado el camino del amor divino; alcanzadas por uno de sus rayos, han emprendido una vida cristiana, o por lo menos alcanzado una buena muerte.

3. Límites entre la justicia y la caridad

El deber de la limosna sólo puede comprenderse y medirse rectamente poniéndolo en relación con el deber general de usar de las riquezas para bien de la sociedad, del cual debe ser adecuadamente distinguido.

Ante todo conviene advertir que no tiene auténtica caridad quien pisotea los deberes de la justicia; pues así, en vez de obrar el bien se obraría el mal; porque si la caridad es la suprema reina en el concierto de las virtudes, la justicia es una de las columnas principales sobre que descansa el recto orden del amor 28.

Primer principio: La justicia conmutativa exige que el trabajo sea remunerado conforme al principio que rige todo cambio, a saber, "ad aequalitatem", conforme a igualdad.

Quien no paga a sus trabajadores como corresponde según este principio no cumple con las exigencias de la justicia dándoles en forma de voluntaria limosna lo que les retuvo de la paga. Esa parte de beneficio tiene que darla a quien la ganó, y no como una graciosa y voluntaria donación, sino cono debida remuneración.

Segundo principio: La justicia legal exige que se paguen las contribuciones legítimamente impuestas por el Estado para el bienestar general. Sólo cuando una necesidad apremiante, que el Estado no puede o no quiere remediar, lo exige, se puede ofrecer directamente al necesitado una limosna en vez del impuesto, o de la cuota exigida.

Tercer principio: La justicia social exige que se empleen los bienes con conciencia de la responsabilidad social. Entendemos por justicia social la disposición con vistas a la sociedad de los bienes terrenos concedidos por Dios, y, con mayor insistencia aún, el orden total de la redención, en la que Cristo se entregó por todos. De este principio se desprende que "todo lo superfluo" ha de emplearse en tal forma que redunde en provecho de la comunidad, esto es, del prójimo.

Para determinar en cada caso particular cuál es el mejor empleo de lo superfluo, será preciso tener en cuenta la situación social y económica. Porque habrá casos en que sea más provechoso invertir el sobrante en sanas viviendas familiares, en empresas que proporcionen trabajo a los parados, en empréstitos a bajo o a nulo interés, y en otras binas por el estilo, que en un reparto indiscriminado de donativos graciosos.

Cuarto principio: para determinar lo que es superfluo en cada caso particular, será distinta la sentencia de la estricta. justicia social y la de una auténtica caridad.

La escala se funda sobre dos extremos relativos: por una parte la relativa proporción de los bienes acumulados y por otra la magnitud de la necesidad presente. La consideración de ambas cosas puede arrojar luz suficiente Ora señalar lo que ha de considerarse como superfluo.

Las exigencias de la propia condición y categoría sólo pueden suministrar vagas y lejanas indicaciones, que, por lo demás, con frecuencia se aplican equivocadamente. Porque en un mundo como el nuestro, aguzado por la avidez de placeres, de egoísmo, de envidia, difícilmente puede el cristiano, sobre todo el de condición elevada, formarse una regla de moral auténtica, basándose en lo que exige su "condición". Porque la experiencia prueba que los más ricos apenas si piensan que su nivel de vida y su condición ha de amoldarse a las necesidades generales. No se compadece con la justicia social el que las clases altas consideren como debida a su condición una vida opulenta, mientras las clases populares arrastran una vida miserable. Nada iría tan errado como una moral que viniera a justificar estas conciencias equivocadas, mediante una falsa doctrina sobre lo que permite la "propia condición". La vicia cris' lana no se rige tanto por la costumbre de tal o cual condición, como .por el ejemplo y las enseñanzas de Cristo. Con todo, la frase "conforme a su condición" puede tener un sentido aceptable. Pues conforme a la condición ha de darse educación adecuada a los hijos, y se ha de procurar una habitación sana física y moralmente y se ha de promover el propio adelanto cultural.

Quinto principio: ni la caridad, ni mucho menos la justicia social, obliga a dar de limosna todo lo superfluo.

Porque también puede emplearse de cualquiera otra manera justa y útil para la sociedad y hasta con mayor provecho para el prójimo. Las enfáticas declaraciones de los padres de la Iglesia que parecen poner como deber de caridad, o aún más, de justicia, el reparto en limosnas de todo el sobrante, pueden entenderse referidas a la obligación de dedicar todo lo superfluo en beneficio del prójimo, en el que entra en primera línea el deber de darle limosna. Lo que dice san AMBROSIO al rico que da limosna: "le devuelves al pobre nada más que lo que le pertenece", según la doctrina de todos los teólogos debe tomarse enteramente a la letra cuando el pobre se encuentra en extrema necesidad. Para los demás casos, san AMBROSIO quiere decir solamente que los bienes de la tierra tienen como finalidad absolutamente invariable el bien de todos, incluso del pobre inocente. San AGUSTÍN repite insistentemente que todo sobrante de los ricos tiene como finalidad servir a los pobres en sus necesidades. A este respecto tiene una palabra cortante: "res alienae possidentur, cum superflua possidentur". "Lo sobrante de los ricos es lo necesario de los pobres: retener, pues, lo sobrante es retener lo ajeno". Y no hay que creer que esta palabra del santo haya de tomarse como una piadosa exageración retórica. También santo TOMÁS dice que negarse a dar limosna de lo superfluo, cuando la solicita el necesitado, es quebrantar la justicia legal.

No se ha de pasar por alto que san AGUSTÍN tenía ante los ojos la economía de entonces, cuando los bienes superfluos permanecían improductivos. Así, el punto en litigio no era saber si lo superfluo debía darse en limosna o invertirse en una obra social que aliviara las necesidades de los pobres. El punto discutido era éste: o empleo inmediato de lo superfluo para alivio de la necesidad ajena, o su acumulamiento y reserva, dejando de socorrer dicha necesidad. Pues bien. según san Agustín es evidente que la reserva de lo superfluo mientras el prójimo pasa necesidades, es una falta contra el recto uso de los bienes de la tierra. Lo que no es claro es si san Agustín pensaba que era falta contra la justicia legal o social, o "únicamente" contra la caridad. Acaso sea exacto decir que el santo consideraba dicha práctica como una lesión no sólo del recto orden de la caridad, sino del recto uso de los bienes como tales. Los bienes todos materiales son una prenda que empeña la justicia social. Además el cristiano tiene que seguir el ejemplo de Cristo, rubricado con su propia sangre : siendo dueño de todo, todo lo entregó por amor.

Enérgica es la sentencia de san GREGORIO MAGNO: "Nadie debe sentirse seguro sólo porque puede decir: «a nadie he robado y lo que tengo lo empleo en forma lícita»; porque el rico epulón fue juzgado merecedor del infierno... porque de los bienes que se le concedieron se valió para banquetear, descuidando la compasión con el pobre".

A estas pocas citas de los padres podríamos añadir muchas más; pero creemos que éstas prueban suficientemente que hay obligación de emplear todo lo superfluo en alguna obra que sirva al beneficio social y al alivio de los pobres. Sin embargo, la insistencia especial sobre el deber de la limosna se aplica también por razones sociológicas de aquella época.

Sexto principio: No basta invertir todo lo superfluo en beneficio social; parte de ese superfluo ha de darse en limosna, cuya cantidad ha de medirse por la magnitud de la necesidad ajena y de la propia riqueza.

El AT, junto al diezmo para el culto, imponía el diezmo para los pobres. Cada siete años había que dejarles a ellos la cosecha y anualmente tenían derecho a la rebusca (Ex 23, 11: Lev 19, 10; 23, 22). Además de eso, la limosna y el préstamo gratuito estaban vivamente recomendados (Deut 15, 7 ss).

Aun cuando el Estado exija y asigne grandes contribuciones para la beneficencia, y aun cuando la riqueza se emplee, con buen acuerdo, en el desarrollo de la prosperidad común, todavía quedan las continuas necesidades del ministerio y del culto, que, de consuno, reclaman nuestra limosna. Por lo demás, el hombre de corazón delicado descubre a cada paso imperiosas necesidades ("siempre habrá pobres entre vosotros", Ioh 12, 8) para las que no podría negar una limosna sin pecado.

4. Calidad y límites de la obligación de la limosna

Primer principio:, La ley natural y divina positiva de dar limosna de lo superfluo obliga gravemente "ex genere suo".

Ya se dio la prueba, sacada de la sagrada Escritura, de la tradición, de la naturaleza de los bienes materiales y de la economía de la redención.

Segundo principio : El grado de esta obligación se mide por la magnitud de la propia riqueza y de la necesidad ajena.

Esta ley es más urgente y trascendental en tiempo de grave necesidad que en tiempo de prosperidad, pero jamás cesa del todo, pues "siempre habrá pobres entre nosotros". La inaudita afirmación de que apenas se encuentra una persona que tenga algo sobrante de lo que corresponde a su condición, fue condenada por Inocencio xi (Dz 1162). Pero es cierto que allí donde ha muerto la caridad, difícilmente creerá nadie tener algo superfluo, que deba compartir con el pobre. Qué cosa sea superfluo para el verdadero discípulo de Cristo, lo dice con frase lapidaria el sagrado Evangelio: "Quien tiene dos túnicas dé una a quien no tenga" (Lc 3, 11). Ante un pobre desnudo, que no tiene absolutamente nada, el poseer dos vestidos es ya tener un sobrante; lo cual, considerado en sí, fuera de esa circunstancia, sería reprochable.

Tercer principio: En extrema necesidad del prójimo (peligro de muerte o de grave enfermedad), debe dársele no sólo de lo sobrante, sino aun de los bienes que parecen necesarios para una vida conforme a la propia condición.

Pero el estricto deber no obliga sino a sacar al prójimo de la extrema necesidad. Tampoco hay generalmente obligación de hacer gastos extraordinarios (v. gr., para medicinas extremadamente caras para un enfermo pobre) ; a no ser que existieran razones especiales (v. gr., si se tratara del único sostén de una familia numerosa). Pero la caridad tiene un campo más vasto, y rebasa los estrechos límites de los preceptos generales.

Cuarto principio: En grave necesidad hay deber estricto de socorrer al menos con lo sobrante.

No hay obligación de dar limosna cuando se puede cubrir la necesidad del prójimo con un préstamo (acaso sin interés), o proporcionándole trabajo. A menudo esta clase de ayuda es más honrosa para el pobre y más provechosa para su vida moral.

Quinto principio: Cuando se sabe que la necesidad precipita al prójimo en un grave peligro moral del que sólo se le puede preservar con una limosna, hay obligación grave de dársela, cuando se tiene sobrante; y cuando no se tiene, aun de los bienes que se juzgan necesarios para vivir según la propia condición.

Sexto principio : Ninguna obligación hay de dar limosna de los bienes necesarios para la propia vida, pues cada uno tiene el derecho y el deber de cuidar su vida y salud con preferencia a cualquier otra.

Séptimo principio: La sagrada Escritura y la tradición ponen ante nuestros ojos el ideal — que por otra parte no impone ninguna obligación genérica — de venderlo todo y darlo a los pobres (Mt 19, 21) y de vivir luego del trabajo de las propias manos y aun de dividir con los pobres lo que así se adquiere (cf. Eph 4, 28; 2 Thes 3, 8).

Tal el ideal franciscano: venderlo todo, trabajar de balde por los demás y vivir sólo de limosna.

Aun cuando no se posean bienes raíces, sino los ingresos de su trabajo, queda todavía el deber de hacer, conforme a las posibilidades, una pequeña reserva para los pobres y para ayudar al sostén de las obras ministeriales y caritativas de la Iglesia. De hecho, las dádivas de los pequeños donantes constituyen el ingreso mayor de las obras de caridad.

5. El auténtico carácter de la limosna cristiana

a) Preciso es, ante todo, que el motivo sea auténticamente cristiano.

De nada aprovecha la limosna al donador, si no va orientada por una finalidad sobrenatural. "Y aunque hubiera repartido todos mis bienes entre los pobres, si no tuviera la caridad, de nada me serviría" (1 Cor 13, 3).

La disposición que ha de acompañarla, ha de ser la aspiración a adelantar en el amor a Cristo y la voluntad de realizar una obra de amor con el mismo Cristo. "Quien diere un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, tiene segura su recompensa" (Mt 10, 42; cf. Mc 9, 41; Mt 25, 40). Quien ve en la persona del pobre al mismo Cristo, recibirá de Él la recompensa, pues es como si a Él mismo se hubiera hecho el beneficio.

Ni el provecho propio, ni la hipocresía ha de mover a la limosna: "Haced el bien y dad prestado sin esperar nada por ello; así vuestra recompensa será grande, y os haréis hijos del Altísimo" (Lc 6, 35). "Cuando des limosna, hazlo de manera que la mano izquierda ignore lo que hace la derecha" (Mt 6, 3). Lo que no significa que se haya de proceder sin fijarse a quién y cómo se da la limosna, sino que debe hacerse con la pura intención puesta en Dios y no en la vanagloria.

b) No es suficiente que los sentimientos interiores sean ordenados; es preciso que lo sea la manera de hacer la limosna.

El respeto y la amabilidad con el pobre, una palabra bondadosa, una fina delicadeza tienen más eficacia, para abrir un corazón al amor de Dios, que los más ricos presentes materiales. El rico no ha de mirar al pobre desde arriba, sino que ha de revestirse de los sentimientos de Cristo, quien se hizo siervo de los pobres; debe considerar su riqueza como un compromiso de servicio para sus hermanos en Cristo. Ni se ha de hacer la donación con desabrimiento, como si el pobre no fuera digno de ella. "Ama Dios a quien da con alegría" (2 Cor 9, 7; cf. Rom 12, 8). "En todos tus dones muestra un rostro alegre" (Eccli 35, 8). "Si tienes poco, procura, con alegría, dar de ese poco" (Tob 4, 9).

c) Al dar limosna debe, sobre todo, obrarse con prudencia. Esta palabra del Señor que nos ha conservado la Didakhé: "que tu limosna sude en tus manos hasta que sepas a quién das", expresa magníficamente el cuidado de la discreción. Ya el sabio Sirac advierte que se debe dar la limosna de manera que no sirva para favorecer la maldad (Eccli 12, 1-7). Cuando dice: "Niega tu limosna al perverso", no quiere decir que generalmente hablando no se deba dar nada a los malos, sino que no se les debe dar nada que pueda servirles para fomentar su maldad. Es cierto que la caridad cristiana no ha de restringirse a un estrecho círculo de almas buenas y piadosas; por el contrario, ha de extenderse aún a los disidentes e infieles, pero nunca de manera que de hecho venga a servir para el sostenimiento de la herejía, de la incredulidad o de la inmoralidad. La prudencia lleva a distinguir edades, aptitudes para el trabajo, rango social, intención, culpabilidad o inocencia del pobre que pide limosna" (S. Ambrosio). Al perezoso o no se le da nada, o muy poco. "El que no quiere trabajar, que no coma" (2 Thes 3, 10). A su familia necesitada se le ha de ayudar en forma discreta y prudente.

IV. OBRAS DE CARIDAD EN LAS NECESIDADES
ESPIRITUALES DEL PRÓJIMO

1. Una obligación que a todos alcanza

Existe en la Iglesia un oficio especial, destinado al servicio de las almas, y una consagración santa que dedica al consagrado plena y absolutamente al servicio del reino de Dios. Ser sacerdote significa tener el encargo de presentarse ante Dios para el pueblo (Hebr 5, 1 s). Sube el sacerdote al altar no tanto para sí como para el pueblo. Ha recibido su cargo de pastor, no para alimentarse a sí mismo (Ez 34, 8), sino para alimentar las almas de sus hermanos con la predicación de la doctrina y la administración de los santos sacramentos, preservándolas, animándolas o reprendiéndolas, acompañándolo todo con el buen ejemplo. Al recibir su consagración y su cargo, ha de apropiarse el lema del Pastor divino: "buscaré las ovejas perdidas, traeré las extraviadas, daré vigor a las débiles y conservaré las que son gordas y gruesas" (Ez 34, 16).

Ay del pastor de almas que inutiliza o malversa el altísimo don de su consagración, o que, viviendo del altar, no se emplea con todas las energías de su amor y todos los recursos que le proporciona su cargo en la salvación de las almas! Como mensajero del amor de Dios, no sólo lastimaría doblemente el amor sino aun la justicia.

Los padres y maestros deben preocuparse no sólo por el bien corporal y la formación intelectual de los niños, sino, sobre todo, por su salvación eterna. Los padres, particularmente, recibieron ante el altar, con el sacramento del matrimonio, el encargo de formar una "iglesia en pequeño" ("ecclesiola" : san Crisóstomo). Ese encargo es como un curato de almas, que se ha de desempeñar respecto del consorte y respecto de los hijos que Dios les confíe.

Todo cargo público trae aparejado un poderoso influjo sobre la orientación y forma de la vida pública. Cierto que el periodista, el funcionario, el político, el jefe de estado no han sido colocados en sus respectivos puestos para procurar el reino de Dios en una forma estricta y directa; mas no por eso pueden despreocuparse de si su. actuación es favorable o desfavorable al reino de Dios y al bien de las almas. Junto con el gran influjo que adquieren sobre sus conciudadanos o subordinados, contraen el gran deber de emplear ese influjo para el bien espiritual del prójimo.

Pero nada sería tan peligroso y anticristiano como el creer que la obligación de trabajar por el bien de las ajenas es propia solamente de algún cargo particular. En realidad es un estricto deber que alcanza a todo cristiano, conforme a sus posibilidades.

Todo cristiano está obligado por mil títulos a procurar la salvación del prójimo y a procurarla siempre y en donde pueda.

Primeramente es la caridad depositada en nuestra alma la que tiene que empujarnos a amar al prójimo en Dios en forma efectiva (cf. 2 Cor 5, 14), esto es, a procurar que él ame a Dios y que a su turno Dios le haga entrar en el reino de su amor. Y porque a menudo la acción directa de una determinada persona inspirada en el amor es la única que puede franquear al prójimo el acceso a Dios, es precisamente a ésta a quien Dios llama y obliga a realizar esta obra de caridad.

Esto es lo que impone la caridad, esto lo que exige la naturaleza del cuerpo místico de Cristo, que es comunidad de vida de muchos miembros en un solo cuerpo y en un mismo amor.

Hemos de realizar en el cuerpo místico de Cristo lo que sucede en el cuerpo natural: "todos los miembros se prestan mutuo auxilio" (1 Cor 12, 25).

El sacerdocio y la jerarquía de la Iglesia no alcanzan solos a realizar la gran obra de la salvación de las almas y del establecimiento del reino de Dios sobre la tierra. Parece incluso que la colaboración de todos los individuos es, desde muchos puntos de vista, más eficaz que la obra oficial de los pastores de la Iglesia. "No puede decir el ojo a la mano: ¡no necesito de ti!, ni la cabeza a los pies: ¡no os necesito! Por el contrario, aquellos miembros del cuerpo que parecen más débiles son más necesarios" (1 Cor 12, 21 s).

"Ni ha de pensarse que Cristo nuestra cabeza... no necesite la ayuda del cuerpo... Nuestro divino Salvador quiere ser ayudado por los miembros de su cuerpo místico en la realización de la redención. Lo cual no proviene de insuficiencia suya, sino más bien de que Él así lo dispuso para mayor honra de su esposa inmaculada... Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante : que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del cuerpo místico de Jesucristo dirigidas a este objeto, y de la colaboración de los pastores y de los fieles, sobre todo de los padres y madres de familia, en la que vienen a ser como cooperadores de nuestro divino Salvador" 39. "A todos nos corresponde prestar ayuda a Cristo en esta obra salvadora, `pues por Él solo y por su sola virtud somos salvos y salvamos' 40

No en balde los últimos grandes pontífices han sacudido vivamente la conciencia cristiana recordando la doctrina fundamental de la misión y obligación apostólica de todos los miembros del cuerpo místico de Cristo. El mundo de hoy se ha sustraído en gran parte a la obediencia de la Iglesia. ¡Cuántas veces sólo puede acercarse al hombre el laico individual! Razón de más para que éste sepa que tiene el don y la responsabilidad de realizar esa misión. De ello ha de estar íntimamente persuadido; y aún hay que afirmar que tiene una misión que especialmente le corresponde y para la cual el sacerdote no está en condiciones. y es la de cristianizar el mundo y sus centros influyentes.

La rendida sumisión a la jerarquía eclesiástica es una virtud necesaria para el cristiano, miembro del cuerpo místico; pero sería una falla esperar que la Iglesia oficial realice sola todo el trabajo apostólico. "Quien es miembro consciente del cuerpo místico de Cristo, se considera no sólo como objeto de la Iglesia, como si la Iglesia fuera nada más que la jerarquía, sino como sujeto de ella, para colaborar en la obra que la hace vivir. El fiel cristiano vive de la Iglesia y de ella recibe cuanto necesita para realizar su aspiración sobrenatural a la propia santificación, pero al mismo tiempo ha de vivir para la Iglesia" 41

Todo miembro del cuerpo místico ha recibido su don especial, su "carisma", con el que ha de contribuir a la edificación de todo el cuerpo (1 Cor 12). Cada cual tiene su propio don

39 Enc. Mystici Corporis Christi, AAS 35 (1943) 212 s.
40 SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata VII, 2 PG 9, 413; Enc. Mystici Corporis, AAS (1943), 221.
41 JÜRGENSMEIER, O.C,
250.

y con él su propio cometido en la Iglesia respecto del prójimo, cometido que no puede ser realizado por otro.

Somos de tal condición, que el progreso y desarrollo de nuestra persona sólo se asegura cuando nos sacrificamos por otro, o trabajamos en una obra solidaria. Esta ley fundamental vale más todavía tratándose del cuerpo místico: "Más unidos estaremos con Dios y con Cristo cuanto más seamos miembros los unos de los otros (Rom 12, 5), llenos de recíproca solicitud" (1 Cor 12, 25)

Todo miembro del cuerpo místico ha de ser 'imagen y trasunto de Cristo, según su estado y condición. Ahora bien, Cristo, nuestra cabeza es, ante todo, "el redentor de su cuerpo, el que amó a la Iglesia y se entregó por ella" (Eph 5, 24 5). Así, todo miembro que posea el espíritu de la cabeza ha de ser una viva presencia y continuación del amor de Cristo por las almas, amor que se transfunde en oraciones apostólicas, en trabajos y sufrimientos.

Con la celebración de la sagrada Eucaristía recibimos la fuente de energía y la misión siempre renovada de ocuparnos amorosa y activamente en la salvación del prójimo. Al asistir a la santa misa, el cristiano-sacerdote (que lo es por el bautismo y la confirmación) tiene que experimentar la necesidad de entregarse al apostolado, como irradiación de la gloria de Dios en asociación con el Redentor, que sentía ansia de inmolarse, y para quien la gloria del Padre y la salvación del hombre formaban una misteriosa unidad. Así, en la celebración de la eucaristía el cristiano no ha de contentarse con recibir los preciosos frutos del amor redentor de Cristo, sino que debe participar también de los sentimientos que a Él lo empujaron al sacrificio. "Efectivamente, los fieles todos, unidos por una misma oración y un mismo deseo con el sacerdote, que por su sola voz hace presente sobre el altar el Cordero inmaculado, por las manos de ese mismo sacerdote los presentan al eterno Padre como hostia gratísima de alabanza y reconciliación por las necesidades de toda la Iglesia"

Al sacrificio en la Iglesia corresponde la misión para la vida: la de trabajar por la gran obra de la Iglesia, la salvación de las almas.

Quien recibe el manjar eucarístico, el cuerpo de Cristo inmolado por la salvación del mundo, debe comenzar a arder en el mismo deseo que movió a Cristo al sacrificio, el de la salvación de la humanidad, para la gloria de Dios. Quien ha venido a formar un todo con los miembros de Cristo, mediante el santo bautismo. y en forma más sublime y perfecta mediante la santa comunión, debe llegar a comprender que su salvación es solidaria, y que la misión más sublime y santa que puede recibir en esta vida es la de trabajar en ella con espíritu de solidaridad.

El carácter del bautismo y de la confirmación imprimen también en el alma del cristiano la misión de participar en los cuidados de Cristo, sumo sacerdote, por la salvación de los hombres, para la gloria de Dios. El carácter sacramental, desde el del bautismo hasta el de la ordenación, es una gradual asociación al sacerdocio de Cristo, la cual tiene como fin indivisible la gloria de Dios y la salvación del hombre.

El bautizado, y mucho más el confirmado y el ordenado, han de saber que el sacramento los hace agentes de la voluntad salvífica de Dios y les confiere la misión de trabajar en provecho del prójimo para la glorificación del amor de Dios.

Es clásica y terminante la doctrina de santo Tomás acerca del don recibido en la confirmación y del correspondiente deber de participar en los afanes redentores de Cristo, en conformidad con el carácter del sacramento : "El carácter sacramental es de manera especial el carácter de Cristo, a cuyo sacerdocio quedan asemejados los fieles por los caracteres sacramentales, que no son otra cosa que cierta participación del sacerdocio de Cristo, procedente del mismo". "El confirmado recibe el poder de confesar públicamente con la palabra la fe en Cristo, y esto como por oficio". La doctrina de santo Tomás sobre los deberes del confirmado pueden resumirse así: "el sello de la confirmación confiere el poder para desempeñar los actos sacerdotales que dicen relación a toda la Iglesia". "En el bautismo recibe el hombre el poder de obrar lo que se refiere a su propia salvación... mas en la confirmación lo recibe para lo que toca a la lucha contra los enemigos espirituales de la fe..."

El bautismo tiene por fin imprimir al hombre un sentido sacerdotal, pues se debe honrar a Dios ante todo con el crecimiento de su vida sobrenatural en Cristo, ha de orientar "sacerdotalmente" su preocupación por la propia salvación a honra de Dios y por la salvación de toda la Iglesia.

La confirmación significa, por el contrario, el crecimiento propio de la nueva vida del amor, comunicada por el bautismo: el confirmado recibe un aumento en la participación de los poderes sacerdotales de Cristo, que el bautismo le confirió: es la misma vida sobrenatural que va creciendo. El cristiano crece hasta la medida de Cristo en el reino del amor, cuanto más claramente perciba que su propia salvación es efecto e irradiación de la gloria de Dios y de la plenitud de los méritos de la Iglesia entera. Cada vez con mayor claridad debe seguirse la ley fundamental del reino de Dios, que no es otra que el ardiente celo sacerdotal por la gloria divina y la salvación del prójimo. Si el bautizado vive de la nueva vida divina, es para gloria de Dios y para aumentar los tesoros de salvación de su reino. Mas cuando el bautizado, por la comunicación del Espíritu del amor en la confirmación, llega a la madurez de la vida cristiana, el impulso vital debe mostrarse con las obras en pro de la salvación del prójimo, del engrandecimiento del reino de Dios y de la manifestación de la gloria del amor divino.

La santa confirmación es la prenda y la misión impresas en el alma por el Espíritu de amor, de trabajar en la propia salvación sin olvidar nunca la solidaridad que nos hace responsables del reino de Dios en cada prójimo. Es más, la nueva visión del cristiano, llegado a la madurez por la confirmación, consiste en comprender que su salvación está en trabajar por la salvación del prójimo.

"Lo que el carácter de la confirmación añade al del bautismo, reside en que el confirmado queda habilitado y obligado, como miembro ya formado de la Iglesia, a trabajar públicamente, por propio impulso y en forma responsable, en la edificación del reino de Dios, mediante la participación en la acción regia y sacerdotal del mismo Cristo. Dicha acción ha de tender a allanar las oposiciones y dificultades que se oponen al establecimiento del reino de Dios" (Schmaus).

En los tiempos apostólicos se observa una sorprendente unión entre confirmación y dones carismáticos. Éstos se conceden a los individuos no tanto para su provecho particular como para posibilitar su obligatoria contribución a la edificación del reino de Dios. Así los siete dones del Espíritu Santo, concedidos en la confirmación, tienen por primera finalidad sostener en la lucha espiritual que el confirmado ha de entablar en pro del reino de Dios. Por eso aquel a quien el Espíritu de Pentecostés penetra y enciende hasta lo más profundo de su ser natural, está doblemente obligado, pues la confirmación es nuevo título para poner todas sus energías al servicio del reino de Dios.

El confirmado tiene que ser un luchador por el reino de Dios y por la salvación del prójimo. "La índole del combate contra el mal está determinado por el carácter del combate de Cristo, cuyos rasgos lleva en sí. Él venció los pecados del mundo por el amor y la propia donación hasta la muerte. Lo mismo se desprende del hecho de que la semejanza con Cristo nace con la sigilación del Espíritu Santo. Pero la sigilación del Espíritu Santo se realiza por el amor". El confirmado queda así armado por el Espíritu de amor y obligado, por la caridad, a mantenerse firme en la lucha, en provecho de las almas de sus hermanos y en pro del reino del divino amor, para lo que ha de emplear todos los dones naturales y sobrenaturales recibidos.

De dos principales maneras realiza el confirmado la misión redentora que le confía el Espíritu de amor al equiparlo con su divina virtud: La la acción privada del individuo como tal, en cualquier momento o lugar que ocupe, y 2.a la acción organizada de los católicos laicos (del sacerdocio laico), bajo la dirección de la jerarquía, o sea, la Acción católica.

Las manifestaciones del celo

Los actos en pro de la salvación del prójimo son, ora positivos, ora negativos. Actos positivos son : la oración, la reparación, el buen ejemplo, la enseñanza, la exhortación y la corrección. Actos negativos son los que se enderezan a evitar todo aquello que podría poner en peligro la salvación del prójimo; comprenden, pues, la evitación del escándalo y de la cooperación en los pecados ajenos.

a) Apostolado de la oración

La oración del cristiano ha de ser apostólica, lo que significa que ha de ser expresión de un amor solícito por la salvación del prójimo. Debe ser una oración según el espíritu de Cristo, el cual "en los días de su vida mortal, con poderoso gemido y entre lágrimas ofreció suplicantes oraciones" (Hebr 5, 7) por nosotros, el cual sigue aún presentándose como mediador entre el Padre y nosotros, allá en el cielo y acá en el sacrificio del altar.

Las oraciones de los apóstoles procedían todas de este amor solícito por la salvación de los cristianos: así han de ser también las nuestras. "Ante todo te amonesto a que se ofrezcan oraciones. súplicas y acciones de gracias por todos los hombres... Esto es laudable y acepto a Dios, salvador nuestro, el cual quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2, 1-4).

Mas no porque la oración de Cristo no sea suficiente para todas las almas, sino porque la economía de la salvación en este reino de Dios está regulada de tal manera que la oración de Cristo es el requisito para que nuestras oraciones sean fructuosas y eficaces para alcanzar las gracias especiales que necesita la humanidad. Así creemos que María, siendo toda amor para con nosotros y siendo reina de los apóstoles, en sus oraciones de la tierra y en las del cielo, se unió y se une a la oración que nuestro Salvador ofrece por nuestra salvación.

b) Apostolado de la reparación

Pero no sólo nuestras oraciones; también la paciencia con las penas v trabajos de esta vida deben sumarse a las oraciones y sufrimientos redentores del Salvador. "Puesto que sólo podemos amar a Dios con el amor con que Él nos amó primero en Cristo, el crecimiento de nuestra vida en Dios es el crecimiento en el amor redentor de Cristo, es el irnos uniendo más con su corazón sangrante y reparador"

El participar amorosamente en los sufrimientos redentores de Cristo (sobre todo por la fervorosa asistencia a la santa misa) no sólo despertará el adormecido espíritu de penitencia, sino también la conciencia de que estando en el cuerpo místico de Cristo deben aceptarse y soportarse por los prójimos, por los pobres pecadores, todos los sufrimientos que vengan. El movimiento litúrgico y el despertar de la conciencia ante la responsabilidad y solidaridad con el prójimo no serían auténticos ni profundos, si no vibrara en ellos el pensamiento reparador ; pues la ordenada disposición del cuerpo místico de Cristo es disposición salvadora, por la que las obras reparadoras de la cabeza sustituyen a las de los miembros, y mediante la cabeza las de unos miembros a los otros.

Esta exigencia se hace sentir muy particularmente en el culto de los sagrados corazones de Jesús y de María: es uno de sus actos esenciales. El que honra el corazón de Jesús ha de estar con María, la Madre de los dolores, de pie bajo la cruz de Jesús, no sólo para considerar enternecido el corazón traspasado de Jesús, sino también para contemplar, lleno de compasión dolorosa, a aquellos por quienes padeció el Redentor, y que fueron por Él confiados al dolorido corazón de María y — en sentido menos estricto — también a nosotros.

San Pablo nos pinta con particular calor este sentimiento de reparación y generosidad: "Me regocijo de mis sufrimientos por vosotros, completando en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para que sean provechosos a su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). "Todo lo tolero por los elegidos, para que también ellos consigan la salvación" (2 Tim 2, 10; cf. 1 Cor 4. 9 ss). Otro elocuente testimonio de esta fe en la solidaridad de la redención lo tenemos en san IGNACIO DE ANTIOQUÍA". Todo cristiano ha de profesar los mismos sentimientos. Pero además de la reparación general, impuesta a todos con los cotidianos sufrimientos, existe la vocación especial y sublime de ser enteramente "víctima Christi", hostia de sacrificio expiatorio por la salvación de los pecadores, con lo que la razón fundamental de la existencia viene a ser el celo de las almas y la reparación.

c) Apostolado del buen ejemplo

Mientras que la oración y la reparación van en línea recta hacia Dios y sólo por la solidaridad del cuerpo místico de Cristo recaen sobre el prójimo, el buen ejemplo, las exhortaciones y la corrección le llegan directamente y en forma psicológicamente experimentable. El medio más prolongado y eficaz de obrar directamente sobre el prójimo es el buen ejemplo, influjo de una personalidad modelo.

1) La importancia del modelo jamás se encarecerá bastante en la moral cristiana.

El hombre fue creado a imagen de Dios (Gen 1, 27) ; Cristo es la "imagen perfecta del Padre" (2 Cor 4, 4; Col 1, 15). Nuestra semejanza con Dios estriba en nuestra semejanza con Cristo nuestro señor : por Él se ha hecho visible el Padre invisible: "el que me ve a mí, ve ami Padre" (Ioh 14, 9; 12, 45).

Puesto que Cristo es la perfecta imagen del Padre y el original de nuestra semejanza con Él, y puesto que nuestro oficio sobre la tierra es desarrollar esa natural y sobrenatural semejanza, síguese que el seguimiento y la imitación de Cristo es el único camino para realizarlo. Imitar a Cristo, "revestirse de Cristo", "hacerse semejante a Cristo", "revestirse del hombre nuevo" es nada menos que llegar a ser imagen y trasunto del Creador (cf. Col 3, 10). Al convertirnos en vivas imágenes de Cristo, nos transformamos por Él en un destello de la gloria de Dios, la cual, por lo demás, sólo en la vida futura se revelará en nosotros con perfecta claridad (2 Cor 3, 18). La acción de la gracia de Dios tiende enteramente a "hacernos conformes con la imagen de su Hijo" (Rom 8, 29).

Aunque es cierto que Cristo nos traza el camino para llegar allí en las leyes y normas generales, el eje alrededor del cual giran todas sus enseñanzas es su propia persona, modelo nuestro. Porque eso es precisamente la moralidad cristiana. Aquí no se trata de una simple legalidad abstracta 80. La ética cristiana se funda, ante todo, sobre una verdadera relación con una persona real, con Dios, con Cristo; por eso esa persona de Cristo que se nos ofrece como modelo, es mucho más esencial que todas las normas y leyes particulares.

El fin altísimo que se propone el discípulo de Cristo, es "llegar a ser perfecto como lo es el Padre Celestial" (Mt 5, 48). Y el camino que allí conduce no puede ser sino Cristo, imagen del Padre — "el que me ve a mí ve a mi Padre" —, y que por eso, con igual derecho puede presentarse a sí propio como ejemplar y dechado: "Os he dado ejemplo, a fin de que lo que yo he hecho lo hagáis también vosotros" (lob 15, 13). En Cristo se mostró, pues, el Padre como modelo original de los apóstoles y de los hombres de todos los tiempos, y con ello puso de manifiesto cuál es la verdadera semejanza sobrenatural del hombre con Dios. Los grandes santos son también para sus contemporáneos una viva imagen y presencia cíe Cristo; y aunque en Comparación con Él no sean más que un pálido reflejo, aparecen, sin embargo, a quienes los contemplan como si fueran Cristo redivivo. Aquí aparece uno de los motivos de la importancia que la Iglesia da al culto de los santos. Puesto que la moralidad cristiana es una acción vital que se apoya, más que en doctrinas abstractas, en ejemplos vivos, la personalidad ejemplarizadora de un santo es la más eficaz predicación moral. Los santos ofrecen la visión del modelo supremo, sol radiante, como en un prisma polifacético, cuyos diversos reflejos representan los dones que los adornan, en correspondencia con las necesidades de su tiempo. Por eso san Pablo, consciente de los dones especiales de gracia a él concedidos, pudo lanzar a los fieles este imperativo : "sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1 Cor 4, 16; 11, 1; Phil 3, 17). Y sobre su amada comunidad de Tesalónica pudo escribir que se habían hecho "imitadores suyos y del Señor" (1 Thes 1, 6; cf. 2, 14). El apóstol estaba cierto de que, al recibir la vocación al apostolado, había recibido la gracia y el encargo de predicar a Cristo no sólo de palabra sino también con el ejemplo (Cf. 2 Cor 10, 12). También exhorta a sus dos carísimos discípulos Timoteo y Tito a mostrarse ejemplares por la palabra y la conducta (1 Tim 4, 12); de esa manera. brillará la doctrina de Cristo (Tit 2, 7-11).

El valor de un modelo radica ante todo en el conocimiento que gracias a él se enciende. El mero conocimiento de la ley por normas abstractas es abstracto también y no muestra las múltiples posibles realizaciones en las diversas situaciones, y si llega a mover el corazón es sólo a través de la fría inteligencia. En general, podemos decir que basta la contemplación de un modelo para producir no sólo el claro conocimiento de los valores, sino el entusiasmo por adquirirlos. La pintura particularmente viva que de Cristo nos trazan los Evangelios, junto con la gracia interior, es escuela donde el cristiano puede contemplar su divino modelo. Pero hay otra escuela en donde lo puede estudiar acaso en forma más íntima: es su cuerpo místico, es la vida de una santa comunidad cristiana, es la existencia de un santo.

El genio moral, el santo, ayuda extraordinariamente a penetrar en el conocimiento de los valores y aún en el conocimiento "práctico" de la misma ley. Son sobre todo el arranque y la energía para la vida religiosa y moral los que se despiertan y reavivan ante aquellos ejemplares que conquistan nuestro amor.

"No son las doctrinas, sino las vidas ejemplares las que encierran mayor fuerza vital"62. "El fervor religioso se enciende con más fuerza contemplando los hombres que leyendo los libros" 63 "No se desarrolla tanto la vida religiosa por la lectura de los libros o por la instrucción; lo que la hace crecer es el influjo de una alta personalidad religiosa que se pone al alcance de las almas jóvenes, de aquellas que aún tienen el corazón en flor y que alimentan infantiles aspiraciones" 64. Ni es exagerada la afirmación de MAX SCHELER: "El ejemplo es por doquier el primer vehículo de cualquier cambio en el mundo moral" 65.

2) De todo lo cual se desprende para la moral la conclusión práctica de que el cristiano ha de mirar atentamente los modelos que se le ofrecen : Cristo en primer término, y luego los santos y aun los cristianos ejemplares que tenga ante sus ojos. Cada cual tiene sus modelos, consciente o inconscientemente. Es lamentable que el joven que está en el período de su formación no se detenga a medir el verdadero valor de los modelos que lo fascinan. A veces son seudomodelos, otras modelos negativos. En el primer caso creen seguir un modelo que en realidad no los arrastra ni ejerce sobre ellos ningún efecto. En el segundo caso, por efecto de obscuras experiencias, por ejemplo, con un maestro, se forma, con consciencia o no, el siguiente ideal: "¡No quisiera ser yo como fulano!" De este modo, el esfuerzo cíe perfección moral adquiere fácilmente una dirección negativa, terminando por entregarse consciente o inconscientemente al orgullo y al desprecio a todo. En cambio, la elección consciente de un modelo que cautive el corazón es una fuerza auténticamente liberadora del poder seductor de la masa o del atractivo

62 A. RADEMAMER, Der Glaube als einheilliche Leben.sform, Bonn 1937, 15.
63 E. SPRANGER, Psychologie des Jugendalters, 304.
63 L. c., pág. 324.
64 MAX SCHELER, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Halle 1927, 599.

que despiertan los personajes de moda. Quien no quiera caer en las redes del espíritu del siglo y del ambiente, no tiene más que mirar amorosamente hacia Cristo, que le abre benigno los acogedores brazos; o que contemple el santo de su predilección o a aquellas almas de recia y atractiva personalidad religiosa. Mucho se consigue en la educación de la juventud, cuando se logra hacerle ver al joven de qué índole son los modelos que generalmente lo seducen.

Magníficamente lo muestra el padre FLANAGAN (véase el film "Los endiablados"), quien consiguió transformar a un estudiante particularmente' difícil, haciéndole ver que su defecto verdadero no era la "desobediencia", sino la excesiva "obediencia", al seguir los malos ejemplos de sus antiguos camaradas. Aunque no se puede negar que lo que propiamente quebrantó la fuerza atractiva que sobre él ejercían los cabecillas de aquel ambiente emponzoñado, fue la fuerte personalidad de su maestro y el buen influjo del nuevo ambiente en que fue colocado.

3) Si tal es el influjo que ejerce un modelo, síguese que el bien espiritual de nuestro prójimo, por el que también tenemos que responder, exige seriamente que le demos "buen ejemplo". Lo cual supone mucho más que algunos actos aislados edificantes; lo que se exige es el esfuerzo constante por llegar a ser un modelo, o sea, una personalidad que arrastre.

Huelga decir que el bien del prójimo requiere asimismo actos aislados de buen ejemplo. Así, el cristiano habrá de omitir muchas cosas que si sólo se tratara de sí mismo podrían parecer buenas, pero que pueden producir un efecto nocivo para el prójimo. Por el contrario, cosas hay que deberán hacerse, cuando han de ser un estímulo para el prójimo, aunque consideradas en sí parece que pudieran omitirse. Pero una cosa hay que advertir, y es que no se ha de obrar "únicamente para dar buen ejemplo", sino también por el valor intrínseco de la buena obra realizada. Pues, de lo contrario, tal manera de obrar no se vería libre del estigma de hipocresía, con lo que el buen ejemplo perdería toda su fuerza. Por lo mismo, el pensamiento de "dar buen ejemplo" no ha de ser ordinariamente más que un motivo secundario, que ayude a vencer las repugnancias que ofrece la práctica de la virtud. De este modo el valor intrínseco de los actos virtuosos subirá de punto, al ir ennoblecidos por la elevada idea de trabajar por el bien del prójimo (del "débil"). El poder moralizador del buen ejemplo no reside tanto en los pocos o muchos actos virtuosos — por más que éstos sean necesarios —, sino en la fuerza conquistadora de una personalidad ejemplar. De ahí que el lema básico de la formación personal de los fieles que se alistan en el apostolado, y no sólo de la formación del sacerdote, ha de ser éste : "quiero ser santo porque quiero ganar muchas almas para Dios".

Especial obligación de dar buen ejemplo tienen los eclesiásticos, pero también todos aquellos que por estado contraen una especial responsabilidad en la educación y formación de la juventud, como son, sobre todo, los padres de familia y cuantos ocupan un lugar destacado en la vida pública. A todos ellos les dice el Señor : "brille vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre celestial" (Mt 5, 16). Lo que motiva el esfuerzo por dar buen ejemplo y por hacerse a una personalidad ejemplar, no ha de ser la admiración de los hombres, sino la gloria del Padre celestial y el bien de las almas.

Cuando al peso de la autoridad se une la fuerza del ejemplo, el influjo ejercido sobre los demás es poco menos que irresistible y profundamente libertador. El buen ejemplo de los padres es el verdadero fundamento de la formación moral de los hijos. El niño no puede comprender todavía por qué tal o cual mandato es bueno, pero sí puede formarse la conciencia moral de que lo mandado ha de ser bueno : "Lo que mis padres me mandan ha de ser bueno, «porque ellos son buenos» ". Esta confianza y persuasión es la que da a los actos del niño su verdadero valor moral y la que hace su obediencia más fácil y hermosa.

Si el Evangelio no ha penetrado aún en todos los corazones es, en parte, porque ha sido poco predicado, pero, sobre todo, porque ha sido poco vivido ante los demás. Entre los principales motivos de la maravillosa victoria del cristianismo en sus primeros tiempos, hay que señalar el buen ejemplo de los cristianos de entonces. "Ved cómo se aman", exclamaban los paganos. "La sangre de los mártires es semilla de cristianos" (TERTULIANO). El apóstol san Pedro enseñó a los cristianos a desvirtuar las críticas contra el cristianismo mediante el buen ejemplo (1 Petr 3, 16), y a las mujeres cristianas les hizo ver que sólo con su buen ejemplo podían ganar a sus maridos para el Evangelio (1 Petr 3, 1).

4) "Para ser eficaz, el buen ejemplo ha de ir acompañado de buenos modales (1 Cor 13, 4); ha de ser serio, pero exento de toda rigidez y, sobre todo, de farisaica ostentación (Mt 6, 16)" 88. Nada es tan ineficaz, o mejor, tan repugnante como la fiebre de dar buen ejemplo, para hacer sentir al prójimo la propia "superioridad moral".

Sólo tiene influjo verdaderamente eficaz la persona realmente amada. Por eso el primer requisito de quienes quieren ejercer su influjo apostólico, aprovechando todas las virtudes de su personalidad, es ganarse el afecto de las almas que se les confían. Por idéntica razón, los padres y superiores han de tratar de granjearse el amor de sus subordinados. Esta preocupación estará libre de todo egoísmo torcido si el verdadero móvil es el pensamiento de ganar al prójimo para Dios. Las almas bondadosas — y sólo ellas — gozan de un enorme poder conquistador. El Salvador divino, en la noche suprema de su amor, después de haber lavado los pies a sus discípulos, apeló a su ejemplo; y con ello les dijo que habían experimentado su amor y que su ejemplo debía consistir sobre todo en hacer experimentar a los hombres el amor bienhechor y desinteresado que les profesaban.

Por último, quien se ha conquistado el amor de una persona, queda doblemente obligado a darle buen ejemplo; pues el amor mutuo hace que éste sea mucho más eficaz, y si el ejemplo es perverso será mucho más peligroso. De ahí que la amistad y, sobre todo el amor entre novios, si es realmente noble y elevado, impela a formarse una personalidad que ennoblezca al amigo y le sirva de modelo.

d) Corrección fraterna, exhortación al bien, instrucción, denuncia

1) Importancia y obligación de la corrección

Entre las obras tradicionales de misericordia espiritual (enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las injurias, soportar con paciencia las debilidades y flaquezas de nuestro prójimo, rogar a Dios por los vivos y los muertos), la corrección fraterna ocupa un lugar de primera importancia.

Bajo el término de "corrección fraterna" (tomado de 2 Thes 3, 15) comprendemos todas aquellas obras de caridad que se encaminan a llevar al prójimo a la virtud y a apartarlo del mal. Lo cual se consigue instruyéndolo, aconsejándolo, exhortándolo, reprendiéndolo. A esto hay que añadir la denuncia ante el superior en caso de que los esfuerzos individuales y privados hayan quedado infructuosos y exijan el concurso de otros.

Aquí sólo trataremos de la corrección y denuncia fraternas, diferentes de las canónicas (judiciales o estrictamente autoritativas). Las primeras tienen como fin, ante todo, el bien espiritual del que yerra o falta ; las segundas miran directamente al bien común, a la reparación del orden quebrantado y también a la enmienda del culpable, pero en cuanto es benéfica para la comunidad.

La sagrada Escritura presenta muchas veces la corrección como una gran obra de caridad, y aun la impone. "El que aparta a un pecador de su mal camino, le libra el alma de la muerte y cubre una multitud de pecados" (Iac 5, 19 s ; cf. 1 Petr 4, 8). "Os suplicamos, hermanos, que corrijáis a los inquietos, deis ánimo a los pusilánimes, asistáis a los enfermos y tengáis paciencia con todos" (1 Thes 5, 14). Sobre todo en los libros sapienciales se encarece el amistoso servicio de la corrección : "corrige al prójimo... para que no repita su pecado" (Eccli 19, 14 s).

El fin que persigue la corrección fraterna es no sólo apartar al prójimo de graves pecados, sino empujarlo positivamente al bien tanto como sea posible. Mas la obligación estricta de la corrección ocurre : 1.° cuando amenaza al prójimo un serio peligro para su alma; 2.° cuando la instrucción o corrección promete algún buen resultado, y 3.° cuando es probable que el prójimo no podrá vencer el peligro si no es amonestado.

1.° Es el peligro que amenaza al prójimo y no la falta cometida, como tal, lo que autoriza y exige la corrección, pues no nos toca juzgar, sino ayudar al prójimo.

Y es mejor ayudar mientras sólo existe ocasión próxima, cuyo peligro acaso no ha advertido aún el prójimo, que hacerlo cuando ya ha caído abiertamente en el pecado.

Mas no hay obligación alguna de indagar esta circunstancia si exceptuamos a los maestros y a los pastores de almas. En todo caso, una investigación indiscreta destruiría desde un principio la mutua confianza, necesaria para el buen resultado de la amonestación. Sin embargo, cuando existe una confianza firme, no hay que esperar para intervenir a que se haga palpable el peligro o el pecado del prójimo. En tal caso lo mejor es preguntar sin ambages por la situación real. En ciertas circunstancias, esto valdrá por toda una amonestación (cf. Eccli 19, 13-17).

2.° La corrección fraterna sólo es obligatoria cuando se espera un buen resultado. Fuera de este caso, podrá constituir un deber si importa evitar el escándalo o para defender la virtud de un tercero y el honor de Dios.

Mas cuando sólo está expuesta la virtud del culpable o del amenazado por el peligro, hay que atender únicamente a la probabilidad del éxito. O sea, que cuando se prevé que la corrección será contraproducente, hay que esperar. Ahora bien, si no se teme perjuicio alguno y sólo se duda del resultado, no hay por qué diferir la amonestación, sino que debe hacerse y aun repetirse, mientras se pueda esperar prudentemente el éxito apetecido. Quien por experiencia sabe que no sirve para corregir, ya por no poseer la debida calma y amabilidad, ya por falta de diplomacia, o porque es malquisto del interesado y no hará sino irritarlo más, por lo general ha de omitir la corrección. procurando en lo posible que otro se encargue de ella, por ejemplo, algún amigo del culpable.

Puesto que los padres y superiores tienen no sólo mayores responsabilidades con sus subalternos, sino también, en razón de su autoridad y de su amor, mayores probabilidades de buen resultado, están ellos generalmente más obligados que los demás a la corrección.

3.° Cuando se sabe que el prójimo se ha levantado ya de su caída y no hay motivo para nuevos temores, sería una falta de caridad hacerle reproches. El educador, sin embargo, podría valerse de la falta para instruirle y así sacar provecho de la misma caída.

Cuando parece que el peligro espiritual del prójimo no es extremo y en cambio es dudoso el resultado de la amonestación, aunque de suyo hubiera estricta obligación de hacerla, ésta no urge si el amonestador puede prever serios perjuicios para sí mismo. Pero si se trata de un moribundo que se encuentra en extremo peligro de condenarse, se le ha de ayudar aun con graves sacrificios temporales, mientras haya alguna esperanza. En cuanto a los padres, educadores y pastores de almas, han de ayudar con sus amonestaciones a aquellos subordinados que se encuentran en grave peligro espiritual, aun con serio peligro de perjuicios temporales.

Generalmente hablando, los escrupulosos no están obligados a la corrección. Consta por experiencia que es precisamente en este campo donde surgen la mayoría de sus escrúpulos. En este punto hay que ser muy claros con ellos, asegurándoles que, por lo general, están exentos de toda obligación. De lo contrario, lo que se consigue es que caigan en ansiedades por el cumplimiento de este deber y que se pongan a amonestar a destiempo e inoportunamente, con más perjuicio propio que ventaja ajena.

2) Manera adecuada de corregir

La corrección ha de proceder del verdadero celo, nunca de la irritación personal. Mientras ésta exista, pocas perspectivas hay de buen resultado. La amonestación ha de hacerse en forma no menos amable que seria. Sólo en casos muy raros ha de emplearse un tono severo, así con individuos de poca sensibilidad. que de otro modo no tomarían en serio la amonestación. Pero aun en este caso vale la advertencia de san Pablo, de que la amonestación se haga "con espíritu de mansedumbre" (Gal 6, 1).

Magnífica es la otra advertencia del apóstol: "A un anciano no lo increpes, sino ruégale como a un padre, a un joven como a un hermano, a una anciana cono a una madre, a una joven cono a tina hermana, con toda modestia" (1 Tim 5, 1 s).

La corrección pública sólo sería justificada cuando se tratara de una falta pública, para remediar un escándalo (1 Tim 5, 20).

Es también importante buscar la ocasión propicia. Muchas veces es preferible esperar algún tiempo, e incluso dejar pasar alguna falta (suponiendo que el bien general no exige lo contrario), a comprometer el buen resultado por una corrección a destiempo. Cierto es que, por lo general, es preferible curar el mal en su principio a esperar a que se haya extendido.

Quien acostumbra a llamar la atención por cualquier minucia, una falta de atención o una pequeña falla, se expone a que sus advertencias en cosas importantes no sean escuchadas como conviene.

Sobre la corrección nos advierte nuestro Señor en san Mateo 18, 15: "Si tu hermano cometiere alguna falta [contra ti], ve y corrígelo a solas. Si te oye, has ganado a tu hermano. Si no te oye, corrígelo en presencia de otro o de otros dos... Y si ni a éstos hiciere caso, denúncialo a la Iglesia. Y si ni a la Iglesia. tenlo por pagano y pecador público".

El texto latino lee "in te" : "contra ti". Este inciso falta en los mejores textos griegos: y en el texto paralelo de Lc 17, 3 sólo se encuentra en la traducción latina. Pero aunque debiera leerse "contra ti", no hay que pensar que se refiera a la defensa de los propios intereses. Se trata más bien de aquellos pecados que piden una especial intervención y reclaman la corrección por el hecho mismo .de que han llegado a nuestro conocimiento cuando, particularmente nosotros, podemos y debemos remediarlos. El inciso "has ganado a tu hermano", muestra con toda claridad que no se trata del interés personal, sino del bien espiritual del prójimo. Se trata, además, de faltas graves 'que crean grave peligro para el culpable ; de otro modo, nunca podrían ser denunciadas.

Más o menos lo mismo que de la corrección, se debe decir de la obligación de ilustrar la conciencia del que yerra (sin culpa). Si exceptuamos a los educadores, nadie tiene obligación de corregir al que yerra de buena fe, a no ser que su error le perjudique o sea obstáculo a la gloria de Dios y bien del prójimo. Por eso san Pablo se atrevió a llamar la atención del príncipe de los apóstoles, san Pedro, con tanta entereza. Era que, sin advertirlo, su conducta sobre la observancia de la ley ritual judía podía perjudicar grandemente a la misión entre los paganos (Gal 2, 11).

Según la enseñanza común de los teólogos (precisamente en consonancia con Gal 2, 11) hay apremiante deber de caridad de corregir a los superiores, cuando de veras lo necesitan. Sólo que al hacerlo no se ha de olvidar el debido respeto (Cf. 1 Tim 5, 1). La corrección pública de un superior sólo sería lícita por faltas evidentes y escandalosas cuyos perjuicios no pudieran remediarse de otro modo.

La denuncia ante el superior "como a padre" es como una corrección fraterna continuada. Es obligatoria sólo en el caso de que sea indispensable para el bien espiritual del prójimo, o por lo menos sea más útil que la corrección directa.

Lo que se comunicó al superior con el único fin de procurar el bien espiritual del prójimo no debe convertirse en instrumento para castigarlo o postergarlo. Sólo cuando el bien común lo exige (o acaso el bien del interesado) puede y debe hacerse la denuncia al superior como a juez, pudiendo entonces éste proceder en consecuencia.

Cuando al superior se comunica sólo como a padre una falta que exige intervención judicial, el superior puede (y muchas veces debe) pedir que se le autorice a servirse de la denuncia "auctoritative", judicialmente; a no ser que los perjuicios que se puedan temer para el denunciante fueran mayores que los que amenazan a la comunidad.

Las faltas públicas es claro que no hay que ocultarlas al superior. Denuncias anónimas no se deben admitir en absoluto para no fomentar esta plaga.

Ni en comunidades, ni menos en establecimientos de educación ha de erigirse la denuncia en sistema de gobierno. En cambio, todos han de tener presente que cuando no basta una advertencia y corrección fraterna, ha de denunciarse a los corruptores, o a cualesquiera que sistemáticamente socaven la autoridad, el buen espíritu o la buena reputación del establecimiento o comunidad.

El superior ha de pesar las declaraciones y el carácter del denunciante. Y en lo posible ha de (lar ocasión al denunciado para defenderse. Según las reglas del secreto, debe ocultar el nombre del denunciante. Por denuncias de faltas secretas no ha de infligir castigos que divulguen el secreto y comprometan públicamente al culpable ; pero puede hacerlo, cuando ello es necesario, aconsejarse con una o dos personas discretas. Además, en virtud de la denuncia fraterna, puede y debe tener discretamente los ojos sobre el culpable, cuando subsiste el peligro de nuevas caldas.

El superior no puede denunciar a otro de más categoría cosas que deben darse por terminadas.

e) El celo y la tolerancia

¿Cómo debe comportarse el católico ante la errónea conciencia de los no católicos?

Primer principio : Intolerancia dogmática para el error y la herejía. "Guerra a muerte a los errores: errores interficite" (S. Ag.).

Nunca debe dar el cristiano la impresión de que en la práctica pone en un mismo plano el error dogmático y la verdad católica, o de que admite discusión sobre los errores condenados por la Iglesia. Todos admitimos de buena gana — y no podemos obrar de otro modo si queremos que nuestras controversias dogmáticas sean provechosas — que todo error encierra no sólo una partícula de verdad, sino también una aspiración sincera de parte del que yerra y nos importa salvar. Pero, frente al error como tal, una convicción sincera y franca no tiene sino intransigencia. Por eso la tolerancia dogmática y teórica equivale a indiferentismo, escepticismo, falta de verdadera adhesión y por último negación de la fe.

Segundo principio: En la vida privada y social, la tolerancia con el que yerra es una virtud cristiana. "Amad a los que yerran : errantes diligite" (S. Ag.). "No juzguéis y no seréis juzgados" (Mt 7, 1). Esta palabra del Señor ha de aplicarse también a los acatólicos con respecto a sus creencias subjetivas. Debemos sentir y demostrar respeto a todo hombre de conciencia sincera, por más que objetivamente esté en el error. Hasta prueba de lo contrario, ¡y quién se atrevería a adelantarse al juicio de Dios!, debemos creer que los no católicos tienen buena fe y respetar, por lo mismo, sus sinceras convicciones. Dios mismo respeta la sinceridad de la conciencia de cada uno. Pero esto no se aplica a los que, habiendo sido educados en la religión católica, la han abandonado.

La virtud cristiana de la tolerancia es aquella fuerza de la caridad por la que se desea con todo corazón a los acatólicos la dicha suprema de la fe católica, y creyendo en su buena voluntad, se esfuerza uno por ganarlos para ella, sin herir las sinceras convicciones religiosas de su alma.

Esta caritativa tolerancia, que respeta la conciencia y la persona del individuo, al tener que combatir el error, evita cuidadosamente toda polémica poco caritativa o injuriosa para el extraviado, y renuncia gustosa a todo triunfo de índole egoísta. ¿De qué sirve sacar a relucir los rasgos desfavorables de Lutero y otros herejes? Con ello sólo se consigue cerrar el paso a todo entendimiento. Para ganarse el corazón de los acatólicos no hay como tratar los asuntos objetivamente, y al ponderar la culpabilidad personal que sobre ellos pesa, reconocer también la propia culpabilidad (evidentemente sin exagerarla), sin cerrar los ojos sobre el bien que ellos han realizado. Y si con ello no se llega a conquistarlos para el catolicismo, por lo menos se puede conseguir, de parte suya, una recíproca caridad, en bien de la paz entre las diversas confesiones.

Y si nosotros creemos y enseñamos que "fuera de la Iglesia católica no hay salvación", debemos también hacer entender al disidente, atendiendo al sentido de esta verdad, que, si de buena fe busca la verdad y vive según ella, lo contamos entre los miembros de nuestra Iglesia, al menos en cuanto a la persecución del último fin. Son de los nuestros cuantos siguen lealmente a Cristo nuestro Señor. Esto nos lo enseña la fe.

La tolerancia cristiana condena todo falso proselitismo, o sea aquel prurito de ganar adeptos sin preocuparse realmente por su salvación, sino simplemente de hacer número y jactarse de él. El derecho canónico dice: "Nadie será constreñido a abrazar, contra su propia voluntad, la fe católica", pues con mayor razón hay que afirmar que nadie ha de ser inducido contra su conciencia a abrazar exteriormente la fe. Esto sería ir en contra de la libertad de conciencia y de la enseñanza de san Pablo, que dice : "lo que no es según conciencia es pecado" (Rom 14, 23).

Esto plantea una difícil problemática cuando se quieren imponer a los acatólicos ciertos compromisos; por ejemplo, el juramento de educar a todos los hijos en la religión católica, dándose cuenta de que esto va contra la conciencia subjetiva del interesado. En tal caso se presentan dos salidas : o bien persuadirlo de que en ello no hay ningún pecado, o hacerle ver a la parte católica que no puede contraer un matrimonio mixto, del que resultará violencia para la conciencia de la otra parte o quebrantamiento de la propia.

Cuando se puede prever que han de ser inútiles los esfuerzos para convertir a un acatólico y que sólo se conseguirá herir sus íntimos sentimientos, la virtud de la tolerancia, o sea la virtud de la caridad, veda intentar su conversión. Entonces habrá que echar mano del apostolado que está siempre a nuestro alcance, y que es la oración y el buen ejemplo.

Tercer principio: La tolerancia oficial debe encerrarse dentro de los justos límites.

La tolerancia legal ha pasado por numerosas vicisitudes. Sólo en los modernos Estados constitucionales se ha llegado a una perfecta y absoluta libertad de. religión y a un trato paritario otorgado a todas las confesiones que no se muestren hostiles al gobierno. Está claro que el ideal no es que el Estado considere a todas las religiones como iguales y les conceda los mismos derechos públicos; porque el propagar o proteger el error en materias religiosas es, en sí mismo, cosa mala. Sólo la verdad y la conciencia informada por la verdad es acreedora de todos los derechos.

Por consiguiente, en las naciones en que desde siglos existen varias religiones, o en las que los Estados se han paganizado, el católico puede y debe contentarse con que el Estado conceda a todas iguales derechos, aunque lamente en el alma tal situación, que está lejos de corresponder a los derechos de la única verdadera religión. Pero entiéndase bien que esto sólo vale para las naciones de religión mixta o muy paganizadas.

Van, pues, equivocados aquellos que, aun siendo católicos, miran con mal ojo a los Estados católicos que "aún hoy" no conceden a las otras confesiones más que la libertad de conciencia y de culto", negándoles, por el contrario, la protección oficial y libertad de expansión que conceden a la Iglesia católica. Téngase presente que el Estado cuyos súbditos son en su mayoría católicos se encuentra en una situación del todo diferente de la de aquel que encierra en su seno otras confesiones y aun gentes sin ninguna religión. En el primer caso reina la unidad en la verdadera fe, unidad que es un gran bien para el mismo Estado y que ha de proteger por todos los medios (aunque, claro está, sin violentar la conciencia de nadie); en el segundo caso, el Estado ha de adaptarse a la situación real y procurar mantener la paz entre las diversas confesiones y hacer lo posible para que el conjunto de verdades que les son aún comunes se mantenga incólume. Tampoco faltan casos en que el Estado se ve obligado a impedir la propaganda de errores que lo ponen en peligro (como sería el materialismo dialéctico) y en los que apelar a la conciencia subjetiva de cada uno equivaldría a apelar a la conciencia de los asesinos.

Para juzgar justamente la intolerancia legal de la Edad Media es preciso considerar no sólo los principios, sino también su cultura y su derecho, tan distintos de los nuestros. Existía entonces prácticamente una perfecta unidad de fe, y tanto los jefes de Estado como los súbditos tenían la feliz persuasión de que toda conciencia sincera podía y debía reconocer y aceptar la verdad revelada — lo que no deja de ser verdad, tratándose de una época como aquélla, en que imperaba una cultura íntegramente católica. En todo novador podía suponerse o una conciencia culpable o un estado de irresponsabilidad mental: y en ambos casos había razón suficiente para cohibir una actividad que era perjudicial tanto para el Estado como para la Iglesia. La intolerancia estatal de entonces no se enderezaba contra las ideas o las convicciones íntimas del individuo, sino contra el peligro de perversión. La situación actual es completamente distinta. En las regiones en las que no hay católicos o hay gran variedad de confesiones, será del caso suponer que la mayoría de los acatólicos están de buena fe dentro de su falsa religión.

3. Apostolado seglar y Acción católica

a)
El apostolado seglar

Tanto el clero como los seglares tiene su especial misión apostólica. El campo de acción propio del clero está en la Iglesia, esto es, en el ministerio ejercido por la predicación, la enseñanza de la religión y la administración de los sacramentos. El clero trabaja por la plasmación cristiana de la vida toda, pero no es él quien la realiza inmediatamente. Es ésta la misión que concierne especialmente al seglar que vive en el mundo. A él toca penetrar de cristianismo el ámbito de lo profano, allá donde ejerce su profesión y donde se desenvuelve su existencia. Lo realizará desempeñando cristianamente sus funciones como padre de familia, como político, como escritor, periodista, obrero, maestro, médico, etc. Ésta ha sido siempre la misión de los laicos, pero es la misión por excelencia de los tiempos actuales, en que tan descristianizado está el ambiente social. Para esto no necesita el católico ningún encargo ni organización especial por parte de la jerarquía, pues está ya comprometido a esta misión por el simple hecho de ser miembro de la Iglesia. Para cumplirla, tiene que impregnarse de las enseñanzas y del espíritu de la Iglesia. Y luego, sin esperar a que la Iglesia le señale con detalle lo que ha de hacer, póngase a trabajar por impregnar del espíritu cristiano el ambiente donde vive, siguiendo el dictamen de su propia conciencia y moviéndose por propia iniciativa.

b) La Acción católica en sentido amplio y en sentido estricto

Puede llamarse Acción católica en sentido amplio toda empresa realizada especialmente por los seglares para establecer el reino de Dios y conseguir la salvación del prójimo. Esta acción es para todos los seglares y para todos los momentos. La "Acción católica" en sentido estricto es, por el contrario, la participación organizada de fieles en el apostolado de la Iglesia, bajo la dirección de la jerarquía. La Acción católica es, pues, la colaboración organizada de los seglares en el apostolado en pro del reino de Dios. Es, por lo mismo, esencialmente una acción eclesiástica, diferente de la que propiamente le corresponde a todo católico que vive en el mundo. Y puesto que se trata de un trabajo organizado por la Iglesia, no hay que pensar que pueda realizarse sin la dirección de la jerarquía; para que haya apostolado oficial (pues esto significa acción "organizada" por las directrices oficiales de la Iglesia) preciso es que se cumpla por su encargo y bajo su vigilancia.

Pero si el seglar que pertenece a la Acción católica trabaja bajo la dirección de la jerarquía, no por eso es un simple instrumento que realiza con toda sumisión lo que se le ordena. La organización de la Acción católica tiende precisamente a desarrollar hasta el máximo en el individuo el espíritu de iniciativa personal, propio de una persona madura.

No son meros instrumentos dóciles los que la jerarquía eclesiástica busca en los seglares de Acción católica, sino colaboradores perfectamente conscientes y voluntarios que quieran trabajar en la viña del Señor. El acatamiento a las directrices dadas por la jerarquía garantizará la unión indispensable de todas las fuerzas.

Numerosas son las causas que hacen hoy día necesaria la Acción católica : el mal que se ha organizado en el mundo, la guerra organizada contra la Iglesia, la ausencia del clero en muchos campos de la vida, la descristianización del mundo. Está ésta tan adelantada aun allí donde no aparece ninguna hostilidad directa, que, para conseguir los principales objetivos del ministerio en la vida pública, es preciso organizar la instrucción de los seglares para hacerles conocer mejor su misión en el mundo y combinar sistemáticamente su trabajo apostólico.

c) Finalidad de la Acción católica

La Acción católica tiene como finalidad esencial el secundar la triple acción de la jerarquía eclesiástica: docente, sacerdotal y pastoral. Y esto no de manera casual, sino conforme a un reglamento bien ajustado, a un plan fijo y siguiendo las instrucciones de la Iglesia.

1.° Ayudar a la jerarquía en su misión docente: el seglar, al ingresar en la Acción católica, no se ha de contentar con realizar perfectamente lo que le impone su profesión en el mundo; tiene que abrazar la misión que la Iglesia le confía y que mira primeramente a la enseñanza, ya de palabra, ya de obra, ora instruyendo, ora defendiendo, para instaurar así paulatinamente el cristianismo en la vida pública. El seglar de Acción católica ha de contribuir a la predicación del Evangelio repartiendo instrucción religiosa (ora en las cofradías, ora en las escuelas y colegios como profesor titular de religión, con su misión específicamente "canónica"), dando conferencias religiosas y filosóficas en "círculos de estudio", publicando y propagando buenos libros religiosos, combatiendo públicamente las ideas y métodos adversos a la fe y costumbres, y, en fin, colaborando en el campo de las misiones internas y extranjeras y en los demás terrenos de la defensa de la fe.

2.° El seglar puede ayudar también en cierto sentido en los oficios sacerdotales de la Iglesia, no sólo porque con su actividad prepara el terreno para la acción directa del sacerdote, sino también porque fomenta el culto y se interesa por la construcción y embellecimiento de la casa de Dios y por vigorizar el espíritu del sacerdocio en general. A todo lo cual ha de contribuir no sólo con el ejemplo y la acción individual, sino también ingresando en las organizaciones establecidas con este fin.

3.° El seglar de Acción católica participa, en cierto sentido, del poder directivo de la Iglesia, porque la Acción católica no es simplemente una acción subordinada a la jerarquía, sino una participación en el oficio jerárquico de la Iglesia. Son sobre todo los presidentes de Acción católica, que han de ser siempre seglares, los colaboradores natos de los pastores de la grey del Señor. Sin duda que son los obispos quienes trazan a las ligas de Acción católica las líneas esenciales de su actividad, contra las cuales nada pueden los presidentes. Mas, puesto que los seglares, participando más directamente de la vida social, tienen de ésta mejor conocimiento y por lo mismo se encuentran mejor capacitados para juzgarla, aún en las cosas que rozan la religión, se convierten no sólo en agentes transmisores de las directrices de la jerarquía, sino también en sus asesores. Y es el deseo de la Iglesia que los mismos párrocos no dejen de solicitar el parecer de los seglares de Acción católica, sin que ello signifique menoscabo de su crédito y autoridad.

Una Liga de Acción católica bien organizada puede ejercer un influjo decisivo dentro de un Estado democrático. Ese influjo viene a ser en realidad influjo de la Iglesia, la cual irá consiguiendo así sus objetivos esenciales en lo que respecta a la escuela, la prensa, la radio, la televisión, el cine y demás cuestiones culturales y sociales que tienen alguna relación con la religión y la moral. Porque la Acción católica no sólo puede enfrentarse victoriosamente contra la inmoralidad pública, sino también contribuir en forma positiva a la recristianización del mundo.

d) Normas para la organización de la Acción católica

1) La Acción católica no pretende ahogar ni reemplazar la actividad apostólica de las demás organizaciones seglares, sino solamente completarlas.

2) La Acción católica es, ante todo, una organización que regula y concentra la actividad eclesiástica de los seglares, en cuanto ésta puede revestir los caracteres de colaboración con la jerarquía. Puesto que la jerarquía eclesiástica es, por esencia. la organización que abraza a cuantos trabajan oficialmente por el establecimiento del reino de Dios, es imposible ejercer acción alguna en nombre de la Iglesia si no se obra con subordinación a ella. Con tal objeto, las organizaciones centrales se subdividen, conforme a la organización jerárquica, en centros parroquiales, diocesanos y nacionales. La Acción católica suele también subdividirse en Acción católica de los hombres, de las mujeres, de los jóvenes y de las jóvenes.

3) La Acción católica se subdivide además en secciones especiales, en atención a diversas necesidades y finalidades concretas. El objetivo de estas ligas especializadas es no sólo el apostolado inmediato, sino también y sobre todo la formación de los seglares para el apostolado. Esta formación puede correr a cargo de seglares o de sacerdotes, pero siempre que es posible. de los primeros.

Como formas recientes y activas de Acción católica pueden citarse las diversas Ligas de obreros católicos, que con diversos nombres (v. gr., J. O. C.) evangelizan la masa obrera y se instruyen mutua y metódicamente por el intercambio de las propias experiencias.

La Acción católica frente a las demás organizaciones católicas

1) Los "Institutos seculares", que recibieron confirmación y estímulo por la constitución Provida Mater de Pío XII, pueden considerarse como análogos a la Acción católica y aun, en cierto sentido, como una plasmación de la misma. Para conseguir una finalidad determinada en medio del mundo, viven como simples seglares (sin vida común y generalmente sin hábito distintivo). Sus miembros están obligados a los consejos evangélicos, y en esto se distinguen de la Acción católica. Pero sí está conforme con el carácter de la Acción católica el que tengan por lo menos una casa común en que se adiestren para las tareas apostólicas y cultiven el espíritu religioso, tan necesario para realizarlas.

2) Las cofradías y pías uniones, y aun hasta cierto punto las terceras órdenes seculares, podrían adaptarse perfectamente a la Acción católica. A todas ha de animar ciertamente el espíritu apostólico. Si en su organización se diera mayor predominio a las iniciativas de los seglares y si la finalidad particular que persiguen se adaptara mejor a las necesidades contemporáneas de la Iglesia, podrían rendir abundantes frutos en el sentido de la Acción católica.

3) Las diversas asociaciones de carácter social, caritativo y cultural podrían incorporarse a la Acción católica, como organismos suyos o simplemente como colaboradores. La condición es que no persigan una finalidad simplemente temporal, sino un objetivo apostólico, pues sólo entonces puede la Jerarquía asumir su dirección.

4) La Acción católica es completamente diferente de cualquier organización política. Claro está que no puede renunciar a hacer prevalecer los principios cristianos en la vida política ; pero conforme a las directrices de los sumos pontífices, debe permanecer independiente de todo partido político. Pues es propio de todo partido político, como tal, seguir, en las cuestiones políticas, una orientación absolutamente autónoma, no recibida de los obispos. El partido político es, en la sociedad de hoy, una organización típicamente secular; nunca ni por ningún título puede considerársele como órgano de la jerarquía. En él deben actuar los seglares competentes, y en determinadas circunstancias pueden así obrar mayor bien que en la misma Acción católica; pero lo hacen en su propio nombre, no en el de la Iglesia.

Y precisamente para evitar confusiones, los que pertenecen a la dirección de la Acción católica deben abstenerse de figurar también en la de un partido, aunque sea católico. Por otra parte, la Acción católica puede apoyar o combatir la posición de tal o cual partido en asuntos religiosos, así como también ilustrar a sus miembros en la elección del partido que han de abrazar.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 19-100