III

EL CULTO A DIOS Y LOS VOTOS


1.
Idea del voto

a) El voto, que encontramos no sólo en el A T sino en toda la historia de la religión, sirve a menudo para reforzar una súplica o una acción de gracias. Mediante la promesa obligatoria de ofrecer sacrificios o presentes en prueba de agradecimiento, no hay duda de que la súplica se hace más apremiante y la manifestación de los sentimientos de gratitud más segura. Esto es patente, por ejemplo, en el voto de Jacob (Gen 28, 20 ss) y de Ana (1 Reg 1, 10 ss). La plegaria es ya, de por sí, un acto de religión; pero cuando se añade un voto, se pone más de relieve este su carácter religioso. El que hace un voto se obliga ya en su oración de súplica a dar a Dios las gracias en forma especial por la merced concedida, mediante la ofrenda de algún don o de algún sacrificio. El salmista menciona también el voto y la ofrenda de un himno de alabanza. Por eso, cuando a la súplica acompaña un voto, es claro que, al mismo tiempo que se le promete, se le tributa a Dios gloria, alabanza y agradecimiento por el bien esperado.

Los votos unidos así con una petición se llaman votos condicionales, porque el cumplimiento de lo prometido depende de la obtención de lo pedido. Si la oración no es escuchada, no queda obligación ninguna. Con todo, no hay que proceder con Dios como si se concertara un negocio. Por lo demás, el que hace un voto en la oración puede estar tan seguro de que su petición va a ser oída, que entienda que ya le obliga el agradecimiento, y que, en virtud de esta esperanza y de ese agradecimiento, quiera obligarse desde entonces. La promesa, sin embargo, no deja de ser voto condicional, pues que sólo tiene fuerza como acto de alabanza y agradecimiento por una merced determinada que se espera conseguir.

El voto incondicional no está ligado a ninguna petición determinada, sino que tiene de por sí el significado de un acto absoluto de religión, por el cual el hombre ofrece sus dones y se ofrece a sí mismo para gloria de Dios, llevado de un sentimiento desbordante de agradecimiento por los divinos beneficios recibidos, o por los que espera recibir. Sólo a partir del voto incondicional se puede desentrañar la esencia del voto.

b) El más profundo sentido que el hombre puede dar a su voto es el de consagrar a Dios y a su gloria los bienes de Él recibidos, o su misma persona. Así, el voto entra en la órbita del sacrificio, y sólo considerándolo así puede calarse toda su hondura. Para que el don ofrecido en voto y su ofrenda sea agradable a Dios, tiene que ofrecerse y presentarse — lo mismo que el sacrificio — como símbolo de la entrega personal a Dios y de la libre consagración a su servicio.

Puesto que por los tres grandes votos de pobreza, castidad y obediencia el hombre consagra a Dios sus mayores bienes personales, aventajan aquéllos con mucho a todos los demás votos, en los que se ofrecen a Dios, no bienes personales, sino objetos impersonales, que simbolizan, en general, la entrega personal.

Sería superficial considerar los votos únicamente desde el punto de vista jurídico, como compromiso personal a un acto, o a un don determinado. Lo primero que se ha de poner de relieve es la dignidad y la consagración "sacerdotal" de todo cristiano, su destino cultual universal, pues sobre estas profundas realidades se apoya la posibilidad de honrar realmente a Dios con los votos y de hacer de sus bienes una ofrenda consagrada, un sacrificio. Por eso en la cumbre de todos los votos están los inclusos en el bautismo. Cuando se unge al bautizado con el carisma del sacerdocio general, sus solemnes promesas (o votos) reciben un nuevo y profundo significado: son ya promesas consagradas por la unción y consagradas para el culto. El cristiano (recordemos siempre que "cristiano" significa precisamente "ungido") se encuentra fortalecido para cumplir sus promesas o votos del bautismo precisamente por el carácter que éste le ha impuesto, por esa divina toma de posesión cultual, que lo dedica a la misión sublime de sacerdote.

Preciso es, pues, tener por muy real esa vinculación que hemos señalado entre todos los demás votos y los del bautismo. Todo voto ahonda, extiende y renueva los votos del bautismo o de aquella consagración en él realizada, que nos diputa para el ejercicio perfecto de la religión.

Por los tres grandes votos personales se ofrecen a Dios en sacrificio, gracias a la consagración sacerdotal, los mayores bienes que el hombre posee : la libre disposición de los bienes exteriores y de su propia persona, y el derecho a fundar una familia. Así resultan nuevas obligaciones que se añaden a las generales que el bautismo impone a todo cristiano: el cumplimiento de aquéllas es el camino más directo para cumplir éstas. Al emitir aquellos votos se tiene la intención sacerdotal de glorificar a Dios, esperando que, en virtud de la unción bautismal, Dios se dignará recibir benigno aquella ofrenda. ¿Qué cosa podría infundirnos esta sublime confianza, sino la unión con Cristo, sumo sacerdote, unión realizada por el carácter del bautismo y de la confirmación, unión que convierte todas nuestras ofrendas en ofrendas de Cristo, gratas a Dios por consiguiente, y dignificadas con el valor infinito del culto?

Mirado a la luz de estos principios, el voto de castidad virginal, incluso hoy implícitamente en el subdiaconado, no es sólo la culminación de los votos del bautismo, sino también el sacrificio de sí mismo que alcanza hasta lo más íntimo de la persona y que anuncia el próximo sacrificio que ha de ofrecer en el altar corno sacerdote. Este voto nos está diciendo que el sacerdote no puede contentarse con ser oferente, sino que tiene que ser víctima en lo más profundo de su ser humano.

El voto privado es un acto particular que a pesar de realizarse en la esfera privada se relaciona con la comunidad "sacerdotal" de los bautizados. El voto público es el que la comunidad eclesiástica recibe y confirma como tal en forma pública y jurídica. En éste, por consiguiente, el carácter cultual no proviene sólo de la persona que emite el voto, sino también de la Iglesia oficial.

Si en lugar de hacer sólo hincapié sobre la libertad con gue uno se obliga en el voto, se insiste también sobre el carácter sacerdotal del cristiano (o lo que viene a ser lo mismo, sobre la "consagración" del don o de la persona a Dios), se hace comprensible la opinión, hoy casi general, de que el cristiano puede emitir votos no sólo en materia libre de obligación, sino también en materia ya obligatoria. Efectivamente, puede abrazar sus obligaciones ya existentes con mayor conciencia y decisión al comprender mejor su total orientación a la gloria de Dios; además, un conocimiento más profundo de lo que es el bien y el mal puede inducirlo a someterse a ellas por el título especial de la religión.

En algunos pueblos, el consentimiento matrimonial ha recibido el nombre de "voto matrimonial" ; el nombre es exacto, pues lo que allí se realiza no es un simple contrato, sino una promesa de fidelidad religiosa depositada en manos de la Iglesia, un acto de entrega religiosa, por el que se entra en el estado matrimonial, santificado por Dios y destinado al mutuo servicio, bajo la mirada y protección de Cristo y de la Iglesia.

2. Requisitos para la validez y legitimidad de un voto

a) Por parte de la persona que emite el voto. Debe emitirlo con entera libertad, porque Dios no quiere dones forzados. El voto debe ser la oblación más libérrima. Por eso es inválido todo voto arrancado por fuerza. Pero es válido el voto hecho por el temor saludable del pecado o del infierno.

El voto tiene que emitirse con prudencia (cf. Prov 20, 25). Quien no tiene suficiente prudencia debe hacerse aconsejar. Por lo general, no se deben emitir votos sin consultar al confesor. El que ha hecho un voto imprudente (por ejemplo, superior a sus fuerzas, con daño del prójimo, o impidiendo con él un bien superior) ha hecho voto inválido, si la imprudencia es evidente; en casos dudosos puede ser dispensado por la autoridad (generalmente por el confesor) o conmutado en otro prudente.

Para que haya voto se requiere necesariamente firme voluntad de obligarse. No hay votos vacilantes. El voto se distingue del simple propósito, el cual admite diversos grados de voluntad y de por sí no obliga en conciencia. El voto es la promesa hecha a Dios con la firme voluntad de obligarse. Así como es necesaria la libertad para hacer un voto, así mismo es incondicional la obligación de cumplir lo que en él se prometió con toda libertad. "Si haces voto a Dios no tardes en cumplirlo, que no hallan favor los negligentes. Mejor es no prometer que dejar de cumplir lo prometido" (Eccle 5, 3 s). "Yahveh, tu Dios, de cierto te pedirá cuenta de tus votos. De no cumplirlos cargarías con un pecado. Si no haces voto, no cometes pecado" (Deut 23, 22).

En la duda de si se hizo un verdadero voto o sólo un simple propósito, la presunción es en favor de la libertad.

Puesto que la obligación que imponen los votos depende de la voluntad del que los hace, su obligatoriedad bajo pecado leve o grave depende de la intención que se tiene al hacerlos. Pero, en general, una cosa insignificante no soporta una obligación bajo pecado grave.

b) Por parte del objeto del voto. Lo que se promete debe ser cosa posible y mejor que su contraria', lo que quiere decir que debe ser algo que favorezca realmente el adelanto en la perfección cristiana, no sólo en general, sino también consideradas las circunstancias particulares.

No es oportuno hacer votos si se prevé con gran probabilidad que no ha de ser posible cumplirlos o que habrá un peligro constante de quebrantarlos. Además pierden su validez desde el momento en que se descubre que para el interesado mejor sería lo contrario. Sin embargo, cuando se trata de votos públicos, es a la Iglesia a la que toca siempre decir la última palabra.

c) Por parle de las condiciones impuestas por la Iglesia. La santa Iglesia es la comunidad del culto ; en ella y por ella participa el cristiano de la dignidad sacerdotal de Cristo nuestro señor ; por ello los votos se han de hacer de acuerdo con la naturaleza y la voluntad de la Iglesia.

Los votos individuales son en realidad una correalización de la misión sacerdotal de la Iglesia; se puede decir, pues, a la inversa, que también la Iglesia colabora en los votos de cada uno, porque en su continua oblación incluye los votos privados. En cuanto a los votos públicos, ya se sabe que es ella quien los recibe y los ratifica y confirma. Por eso tiene derecho especial para poner condiciones, cuya observancia será necesaria para su colaboración. Por esta razón los efectos eclesiásticos de los votos dependen exclusivamente de la voluntad (no del capricho) de la Iglesia. Sólo ella puede determinar qué clase de votos tienen el carácter de públicos y qué efectos jurídicos producen. De ella depende la diferencia entre votos "solemnes" y "simples", que producen o bien la incapacidad para contraer matrimonio y para poseer algo en propiedad, o solamente la ilicitud de hacerlo. La Iglesia es competente para examinar a quienes pretenden colocarse en el estado de observancia de votos en la vida religiosa. Por su oficio pastoral, está obligada a instruir prudentemente en lo tocante a los votos y a vigilar su cumplimiento. Los votos se apoyan sobre el poder sacerdotal que pertenece a la Iglesia; por eso los votos son algo suyo; de ella, y en último término de Cristo, reciben su valor y su mérito. Por el poder de las llaves, tiene la Iglesia la potestad vicaria de interpretar y de dispensar de ellos, o de urgir su cumplimiento.

3. Valor religioso y moral de los votos

El valor de los votos es, ante todo, de índole religiosa. El hacer un voto y el cumplirlo es un acto especial de religión. "Por el voto se destina al culto de Dios lo que se promete. Por donde se muestra claramente que el voto es propiamente un acto de religión" (ST II-II, q. 38 a. 5). El hacer votos no depende de ley alguna, sino sólo de la espontánea voluntad ; por eso posee el valor especial de sacrificio voluntario, cuya razón determinante sólo puede ser el deseo de corresponder al amor de Dios.

El valor de una buena obra es mayor cuando se promete y realiza por voto. El practicar los tres consejos evangélicos sin haber hecho voto de ellos es indudablemente una obra muy meritoria, pero quien los pone en práctica habiendo hecho el voto, añade al mérito particular de cada virtud el mérito especial de la virtud de religión. El voto, acto de religión, da a la ofrenda el carácter de consagrada.

Santo TOMÁS nota que la consagración de la castidad por el voto solemne es tan perfecta, que ni siquiera el papa podría dispensar de ella. Respecto de las órdenes sagradas dice santo TOMÁS que por ellas se solemniza (solemninizatur) el voto de castidad, aunque sea dispensable. El hecho de que la Iglesia pueda dispensar aun en el voto solemne de castidad, no destruye la fuerza 'probatoria de las razones aducidas por santo Tomás en favor de la virtud "consagradora" del voto público. Quien se consagra a la castidad por un acto público, de religión, autorizado por la Iglesia, queda, en el pleno sentido de la palabra, "consagrado a Dios".

El valor religioso y moral de los votos radica sobre todo en la firmeza del compromiso. Allí está el verdadero antídoto contra la ligereza humana, tan patente respecto de propósitos a cuya observancia no obliga ninguna ley general. Es, además, un dique contra la grosera idea legalista, que sólo quisiera reconocer como norma de las acciones la ley general e impersonal. Quien emite un voto, no mira tanto a una ley general como a dar gusto a Dios.

El voto, al obligar bajo pecado, precave, cuando amenaza la tibieza, contra el peligro de omitir el acto bueno. Dijo muy bien san AGUSTÍN: "No te pese haber hecho el voto, alégrate, por el contrario, por no gozar de libertad para lo que causaría tu ruina. Ponte animosamente al trabajo y que a las palabras sigan las obras. Dios, que quiere que cumplas tus votos, te ayudará. Dichosa necesidad que te conduce a lo mejor". Tanto el emitir un voto como el cumplirlo es una gracia; esto infunde gran confianza. "No seas, pues, perezoso en tus votos, porque no es con tus propias fuerzas con las que los vas a cumplir".

"El mismo que te estimula a hacer los votos te ayudará a cumplirlos".

Tres son las razones que, según santo TOMÁS, elevan el valor de las buenas obras ejecutadas por voto :

1) Toda obra hecha por voto es, en forma especial, acto de la virtud de religión;

2) el voto ofrece a Dios no solamente un acto pasajero, sino toda la capacidad para el bien, da a Dios "no sólo los frutos sino el árbol juntamente con sus frutos" (lo cual no se aplica, sin embargo, a cualquier clase de votos, sino muy particularmente a los tres votos religiosos);

3) el voto da firmeza a la voluntad en la prosecución del bien prometido.

Por los tres votos religiosos se cortan de raíz los tres grandes obstáculos a la santificación: la concupiscencia de los ojos, por el voto de pobreza; la concupiscencia de la carne, por el de castidad; y la soberbia de la vida, por el de obediencia.

"San Jerónimo, san Bernardo, santo Tomás y otros llaman a la profesión de los votos "segundo bautismo", que perdona todas las culpas y los castigos merecidos por los pecados cometidos" 195. Esta opinión tiene su probabilidad, pues el día de la profesión es día de grandes gracias, en el que uno puede elevarse más fácilmente a una donación perfecta a Dios — la profesión misma es un acto por el que se ejecuta esa 'perfecta donación — y en el que la gracia y las promesas del bautismo se renuevan de modo especial merced al poder cultual del bautizado.

Los votos, sobre todo los religiosos, tienen también mucha importancia para la comunidad, pues que ellos aseguran a la acción de la Iglesia la necesaria firmeza, decisión y abnegación de los miembros de las comunidades religiosas.

4. Cumplimiento de los votos

Los votos deben cumplirse en el tiempo, forma y manera que se prometió.

Cuando la tardanza en cumplir un voto pudiera comprometer su realización o disminuir su valor, no hay que diferirlo por mucho tiempo. Así, por ejemplo, el que ha hecho el voto de entrar en religión para no quebrantarlo gravemente, no debe, sin motivo, tardar más de un año en realizarlo, a no ser que al hacer el voto haya fijado libremente un plazo.

Los votos "reales" pesan sobre la propiedad del que los emite. Si no puede cumplirlos mientras vive, su heredero carga con la responsabilidad. Pero antes de cumplir un voto se han de cumplir los deberes de justicia o de piedad. Nuestro Señor condenó muy severamente la explicación de los rabinos que declaraban libre de las obligaciones de piedad filial a quien consagraba sus haberes a Dios y pronunciaba sobre ellos el "corbán" (Mc 7, 11). El voto está sujeto a las mismas reglas que la ley: por consiguiente, también a las mismas reglas de prudencia; el voto es una "ley" que el individuo se impone a sí mismo, con la aprobación de la Iglesia.

5. Cesación de los votos

La obligación de un voto puede terminar con un cambio de circunstancias, ora porque éstas hacen moralmente imposible su cumplimiento, ora porque muestran que la obra no era "mejor" que su contraria. Cuando el cumplimiento de un voto, en vez de favorecer el adelanto en la perfección, lo retarda claramente, sería incluso ilícito.

Tratándose, sin embargo, de votos públicos (votos religiosos, celibato de los subdiáconos), el pronunciar dicha cesación no toca al individuo, sino a la Iglesia, pues no se trata únicamente del bien particular. Por otra parte, no es de suponer que, a quien se lo pida con humildad y espíritu de penitencia, le negará Dios la gracia de poder proseguir sin tropiezos el iniciado camino de los consejos evangélicos.

El que, por culpa propia (por ejemplo, dejando pasar el tiempo oportuno), se puso en la imposibilidad de cumplir algún voto, o de cumplirlo enteramente, está obligado, en virtud del mismo voto, a hacer por ello penitencia.

Esto lo enseña enérgicamente santo TOMÁS : "Quien, por su propia culpa, se ha puesto en la imposibilidad de cumplir un voto, está también obligado a hacer penitencia por la culpa cometida. Así, la mujer que ha hecho voto de virginidad, si viene a perderla, no sólo debe guardar lo que aún puede, o sea la continencia perpetua, sino que debe hacer penitencia por aquello que, siendo objeto del voto, perdió con el pecado". Este principio ha de aplicarse también a quien por propia culpa tuvo que ser dispensado de sus votos religiosos.

Pero la obligación de los votos puede cesar, no sólo por el cambio de circunstancias, sino también por un acto de la autoridad, ora irritando, ora dispensando o conmutando los votos.

a) Irritación de votos

"Quien ejerce legítimamente potestad dominativa sobre la voluntad de quien emitió un voto—los padres sobre sus hijos menores, los superiores religiosos conforme a las reglas, sobre sus súbditos — puede anular válidamente dicho voto, y si hay causa justa también lícitamente, de tal manera que la obligación del voto no revive de ningún modo en lo futuro" 200. Naturalmente que dicho poder sólo se extiende hasta donde alcanza el poder para dominar legítimamente sobre la voluntad del súbdito. Abstracción hecha del derecho positivo de la Iglesia, vale esto, por ejemplo, respecto del derecho que tienen los padres para gobernar a sus hijos antes de los siete años (y aún después, hasta la pubertad) en cuanto respecta a sus decisiones religiosas y morales que revistiesen el carácter de votos.

Mas no es posible interpretar el canon que acabamos de citar como si diera a todos los que gozan de potestad dominativa — que no es lo mismo que simple autoridad doméstica — el poder de anular directamente todos los votos de sus subordinados. En todo caso, no poseen este derecho ni los esposos respecto de sus esposas, ni los padres respecto de sus hijos llegados a una mayoría de edad espiritual; por lo menos no lo tienen por naturaleza. En santo TOMÁS encontramos la más tajante posición a este respecto. Él establece el principio general de que los superiores pueden declarar nulos los votos de sus subordinados "cuando recaen sobre cosas que dependen del poder ajeno2. "Llegado el hombre a la pubertad, si es de condición libre, puede disponer de sí mismo y de cuanto concierne a su persona; por ejemplo, puede obligarse por voto a entrar en religión o a contraer matrimonio. En cuanto a la economía doméstica, no tiene poder ninguno; por lo mismo, no puede hacer voto válido en lo que a esto se refiere, sin el consentimiento de su padre". "Nadie puede prometer nada de manera que quede firmemente obligado respecto de cosas que dependen del poder de otro".

Estos claros principios de santo TOMÁS no dan ningún asidero a la opinión de quienes sostienen que el marido puede irritar cualquier voto de su mujer hecho durante el matrimonio. Tal opinión no se funda en principios teológicos sino en una concepción absolutista, exageradamente patriarcal y hoy ya superada, de la sociedad conyugal. En la vida de la esposa hay campos del todo sustraídos a la autoridad del marido. Sólo en los asuntos que miran a la vida conyugal y en general a la vida en común, tiene el esposo el poder para anular aquellos votos de su consorte que lesionasen sus propios derechos. Lo propio se aplica a los padres respecto de sus hijos ya llegados al completo desarrollo espiritual. Así sería enteramente válido el voto de un joven de 18 años que hubiese prometido incondicionalmente entrar en una orden de votos solemnes, o que se hubiese comprometido a observar perfecta y perpetua castidad, y esto aun sin haber obtenido para ello el consentimiento de sus padres. Y la dispensa de tal voto está reservada a la santa Sede.

No se puede, pues, sostener que los padres o tutores tienen el derecho de invalidar cualquier voto hecho por un subordinado suyo menor de edad, pero ya púber: por lo menos no pueden hacerlo si dicho voto no lesiona el orden y la administración doméstica.

El pasaje de Números 30, 2-17 no prueba de ningún modo que el esposo o los padres puedan anular un voto que recaiga sobre actos puramente internos, sin contar que allí se trata de una legislación positiva que, parcialmente por lo menos, sólo mira al pueblo de Israel. El sagrado texto niega claramente al esposo y al padre de familia el derecho de anular posteriormente un voto de sus subordinados que hubiera sido ya reconocido tácita o expresamente. No se comprende por qué en la nueva Alianza los superiores y padres de familia podrían tener el poder de anular "legítimamente" los votos que ellos mismos hubieran legalmente aprobado. Números 30, 16 dice terminantemente que el superior, con semejante manera de obrar, "lleva sobre sí la iniquidad".

Estamos de acuerdo para afirmar que en tales casos el súbdito debe someterse, si se trata de asuntos que afectan al orden y administración doméstica, pero esto no implica que el jefe haya obrado "legítimamente" ; al contrario, no tiene autoridad para ello. El voto queda suspendido por esa desaprobación, que en sí es injusta, pero no queda extinguido. Dios no quiere que, a causa del voto, el súbdito perturbe la paz del hogar, pero el esposo, el padre o el superior que arbitrariamente impide cumplir el voto antes ratificado, lleva sobre sí el peso de la obligación; "lleva la iniquidad". Claro está que es muy diferente el caso de una desaprobación subsiguiente porque se ha reflexionado mejor o las circunstancias han cambiado y han puesto de manifiesto que el voto era más bien perjudicial para el mismo interesado, para la familia o para otros. En tal caso, el voto, ratificado antes bajo otras condiciones, no puede decirse que sea ya "lo más agradable a Dios".

b) Dispensa de votos

Preciso es tener presente que el poder de dispensar que tiene la Iglesia es un poder vicario. Quien recibe los votos y actúa, por tanto, como legislador, no es en último término la Iglesia, sino Dios mismo:

Por eso toda dispensa que no se apoye en motivos justos es no sólo ilícita, sino también inválida. Y esto vale aún para las dispensas concedidas por el sumo pontífice.

Motivos justos para una dispensa son : el mayor bien espiritual del interesado (por ejemplo, para librarlo de ansiedades, escrúpulos u obsesiones o del peligro inmediato de violar el voto a causa de debilidad física o moral), la falta de examen y reflexión al hacer el voto, y finalmente el bien de la Iglesia.

Cuando se trata de la dispensa de los votos religiosos sucede a menudo que el religioso que la pide no tiene personalmente motivos justos de dispensa, pero sí los tiene la Iglesia, que ha de atender a su propio bien y al de la comunidad. Tal es el caso de un religioso que ha perdido totalmente el fervor, es un eterno descontento, siembra el malestar, y es un motivo de escándalo dentro y fuera del convento. Por su parte, él no tendría motivo para pedir dispensa, sino para entregarse a la oración y penitencia con el fin de recobrar el fervor perdido. Pero si en lugar de esto, vuelve a recoger sus ofrendas — sus votos —, solemnemente depositadas sobre el altar de la religión, pidiendo a Dios y a la Iglesia una dispensa tan villanamente motivada, es indudable que peca contra sus votos. Los superiores eclesiásticos, por su parte, considerando el bien de la Orden y su buena reputación, podrán conceder la dispensa, o mejor deberán ofrecerla y darla, si no es posible esperar ningún cambio en sus disposiciones.

Es evidente que los superiores, antes de concederla, han de hacer todo lo humanamente posible para conseguir ese cambio interior. Pero no habiendo ya esperanzas, pueden suponer que a Dios ya no le agradan unos votos que, a lo sumo, se observan por el temor al castigo, o por coacción moral.

El que ha sido dispensado o despedido por propia culpa, queda realmente desligado de sus votos religiosos, puesto que ha quedado separado del estado religioso, para cuya pertenencia los había emitido precisamente. Pero no queda excusado del pecado de infidelidad, ni mucho menos de la obligación de expiar la negativa a Dios inferida. Ahora el cumplimiento de sus votos se ha hecho imposible, pero la virtud de religión lo obliga, en cambio, a una penitencia perpetua, como debía ser perpetuo el servicio a que se había comprometido. Su penitencia debe estar en relación con la importancia de los votos emitidos y no cumplidos.

La penitencia es particularmente necesaria para el sacerdote que, habiendo sido infiel a sus sagrados compromisos, desea ser reintegrado al servicio religioso del altar, a la administración de los sacramentos y a la predicación de la divina palabra. Al no existir tal disposición, es mejor para él y para la Iglesia que renuncie al divino servicio. Huelga decir que el caso es distinto cuando hay motivos legítimos de dispensa.

Cuando se trata de votos no reservados, el ordinario del lugar puede dispensar a todos sus súbditos, el superior de una comunidad exenta a todos cuantos están bajo su jurisdicción aún en sentido amplio, pero con tal que la dispensa no lesione los derechos de un tercero. Igual poder tienen para dispensar de las promesas, aún juradas. Los confesores regulares tienen poder para dispensar a todos los fieles, aún fuera de confesión: su poder es como el del obispo sobre sus súbditos.

Todos los votos emitidos antes de la profesión religiosa quedan por derecho suspendidos para el tiempo en que el profeso permanezca en el estado religioso. Esta dispensa jurídica descansa en la presunción de que los votos religiosos encierran todos los demás en forma eminente, o de que los demás votos, junto con los de la vida religiosa, constituirían un fardo demasiado pesado, o perturbarían la vida religiosa.

La dispensa de los votos religiosos está reservada a quienes designa el derecho general o particular; generalmente es la Santa Sede o el superior general del Instituto religioso.

Está reservada a la Santa Sede la dispensa del voto de entrar en una Orden en que se hace profesión solemne, y el de guardar castidad perpetua y perfecta, con tal que dichos votos hayan sido emitidos sin condición y después de cumplidos los 18 años de edad. Cuando falta alguna de las condiciones enumeradas en la ley, o cuando hay duda el voto ha de considerarse como no reservado.

La buena obra prometida por un voto privado y no reservado puede ser cambiada por otra igual o mejor por el mismo que emitió el voto. Pero conmutarla en otra de menor mérito sólo puede hacerlo quien tiene el poder de dispensar. En realidad, hay entonces una dispensa parcial. Cuando los motivos no son suficientes para una dispensa total, sino parcial, no se ha de dispensar simplemente de todo, sino que se ha de conmutar. Al tratar de conmutar un voto se ha de considerar lo que es más provechoso para el interesado.

Advertencias prácticas para el confesor: a los escrupulosos deben prohibirse toda clase de votos. No se les ha de aconsejar la entrada en religión, si no hay esperanza de que curen antes de la escrupulosidad. Al dar con penitentes que, perseguidos por ideas obsesivas, hacen votos continuamente, o por lo menos se figuran haberlos hecho, debe explicarles con toda claridad• que todos sus votos son nulos. No autorice jamás a gente joven, a no ser que ofrezcan garantías especiales, el emitir el voto perpetuo de castidad o de virginidad sin una larga prueba. Y si los padres, por justos motivos, protestan contra él, el confesor no debe llevarles la contraria.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 830-842