Parte segunda

LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN


Sección primera

ADORACIÓN EN ESPÍRITU Y EN VERDAD

 

1. OBJETO Y ESENCIA DE LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN SEGÚN LA SAGRADA ESCRITURA

El fin primero y supremo de la creación y redención es la gloria de Dios "ad extra". Con sus obras Dios ha hecho brillar ante el hombre su santidad, su gloria y su nombre. Dios es el santo de los santos : por la encarnación se ha puesto a nuestro alcance, para inclinarnos más poderosamente a tributar a su santidad el homenaje de nuestra amorosa adoración. Por Jesucristo, sumo sacerdote, ofreció la creación a la augusta Trinidad el homenaje supremo de la adoración. Pero el cristiano, santificado por el Espíritu Santo e injertado en Cristo, participa de su sacerdocio, y por eso puede y debe considerar la glorificación de Dios como su mayor honor y su deber más sagrado. Cristo se consumió de celo y buscó apasionadamente la gloria de su Padre; vino a "buscar la gloria de quien le había enviado" (Ioh 7, 18; cf. 8, 50). Su "celo por la casa de Dios" por la gloria de Dios fue tan ardiente, que lo condujo hasta el sacrificio de la cruz. La gloria de Dios debe ser el mayor y más ardiente deseo del discípulo de Cristo, ya que el Maestro, por la oblación de su vida, le ha dado una participación en. la gloria de la vida divina.

Fue Cristo quien nos reveló perfectamente el nombre de Dios; con Él y por Él podemos ya decirle a Dios: "¡Padre nuestro!"

De ahí que nuestro deber más santo sea tributar a Dios el culto filial de la adoración y del amor. Con tres nombres característicos expresa la sagrada Escritura la esencia, el objeto y contenido de la virtud de religión. Ella nos habla del Santo (kadosch, haghios, sanctus, sacer, sacrum); del nombre de Dios ("schem"); del Dios que nos revela su "gloria" (kabod, doxa).

La exposición que vamos a hacer luego de esta última idea bíblica ha de entenderse y leerse a la luz de la divina santidad, que si obliga al hombre a doblar humildemente la rodilla es para hacerlo dichoso; mas también se le ha de asociar la luz que proyecta el nombre de Dios, que se nos ha manifestado en forma enteramente personal.

1. Gloria y culto de Dios en el Antiguo Testamento

"Kabod Yahveh", que los Setenta tradujeron por "doxa Theoi ", designa la gloria soberana de Dios en su propia manifestación, "la divina magnificencia que en la creación revela la esencia y las obras de Dios, y que llena los cielos y la tierra".

Allí donde Dios obra y se manifiesta, aparece también el resplandor de su majestad, su "kabod", merecedora de nuestras alabanzas. Así, el gran día en que Dios reveló su santidad y su amor, vio Moisés y vio también el pueblo la gloria de Dios (kabod Yahveh) como un "fuego ardiente", cuyo brillo era insoportable para el pueblo; aunque también se mostró como una nube de espantable negrura, que manifestaba veladamente la santidad de Dios (Ex 24, 16-18). Moisés pudo entrar en la "nube" y oir directamente las palabras de la divina revelación. Conoció el nombre de Dios y mereció oir esta palabra de gracia: "te conozco por tu nombre" (Ex 33, 17). Mas cuando, impulsado por un amoroso atrevimiento, exclamó suplicante : "muéstrame tu gloria", le respondió el Señor: "Yo haré pasar ante ti toda mi gloria y pronunciaré ante ti mi nombre... Pero mi faz no podrás verla, porque no puede verla hombre y vivir" (Ex 33, 18 ss).

Dios mismo extiende su mano sobre Moisés para protegerlo y cubrirlo mientras pasa su gloria (Ex 33, 22 s). En este pasaje, como en el de la visión inaugural de Isaías (Is 6), se nos muestra claramente cómo la revelación de la gloria, o sea de la santidad de Dios, es un misterio que infunde al mismo tiempo temor y dicha (mysterium tremendum y fascinosum), que invita al hombre a la más respetuosa adoración y es fuente de la dicha más profunda.

La "kabod Yahveh" no es la revelación de una verdad particular, sino una revelación de Dios que compromete al hombre en todo su ser, y que se convierte para él en fuente de vida o muerte. La "gloria" de Dios es una real manifestación suya, una revelación del Dios invisible, que sume al hombre en la alegría o en el temor (cf. Ex 16, 10; Num 14, 10).

Al revelarnos Dios su gloria, nos pide, por este hecho mismo, "que le honremos" (Mal 2, 2; Ier 13, 16; Is 42, 8 ss), que le "demos gloria". Dar gloria a Dios no quiere decir darle algo nuevo, sino simplemente corresponderle con aquella adoración que consiste en reconocer que todo es suyo; ésa será la condigna respuesta a la manifestación de su gloria y de su santidad; porque al Dios de la gloria se le debe la gloria, el honor, la alabanza (Ier 13, 16).

Allí donde Dios ha manifestado más poderosamente su gloria, donde la ha hecho más sensible, en el tabernáculo, en el templo, en el arca de la alianza (Ex 40, 34; Num 9, 15 ; 3 Reg 8, 10 s), es donde el hombre debe ofrecerle el tributo de su glorificación, de su culto y de su alabanza, estando bajo la impresión más directa de la grandeza de su gloria. Además, el Universo entero, la tempestad, los grandiosos fenómenos de la naturaleza solicitan siempre al hombre a adorar a Dios, siendo como son manifestaciones de su gloria (Salmos).

Al manifestarnos Dios su gloria, nos exige "celosamente" que le correspondamos con nuestra debida adoración. Por eso el primer mandamiento, que prescribe ante todo la religión, dice así: "Yo soy Yahvé, tu Dios, un Dios celoso" (Ex 20, 5). El culto de los falsos dioses, por el que se les atribuye la gloria que aparece en las óbras de la creación, provoca su "celo",'esto es, su cólera (Ex 8, 3) : "Dios no puede compartir su gloria (su kabod y el reconocimiento de la misma) con ningún otro" que quisiera levantar su trono al lado del suyo (Is 42, 8; 48, 11; cf. el Magnificat).

No sólo los castigos de Dios, sino también la salvación que ofrece al "resto" de Israel, son un desbordamiento de su celo por su gloria (4 Reg 19, 21; Is 9, 7; 37, 32). Arde como fuego el furor de Dios (Ps 78, 5). Dios dará libre curso a su enojo, porque se le rehusa la gloria que se le debe (Soph 3, 8; 1, 18; Ez 16, 38).

Dios "siente por su. pueblo un extremado celo" (Zac 8, 2), porque su gloria irradia sobre él; su pueblo es su kabod, su gloria (Zac 2, 9; Is 43, 7). Semejante a éste es el celo que Dios tiene por su Iglesia, que es mucho más que el pueblo judío, revelación de su amor soberano y comunidad santa que procura su gloria.

2. Gloria y culto de Dios en el Nuevo Testamento

En Cristo se hizo visible la "doxa", la gloria soberana del Padre. "Hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre" (Ioh 1, 14). La transformación del Tabor reveló a los discípulos la gloria del Padre y la de Cristo; fue una anticipación de la "doxa", de la gloria de Cristo en la parusía: "Vieron su gloria" (Lc 9, 32).

La "doxa" de Dios (esto es, la gloria divina, el divino poder que manifiesta la gloria divina) y la "doxa" de Cristo son esencialmente solidarias, aunque ello fuera del todo inconcebible para las mentes del Antiguo Testamento. Porque no sólo fue Dios "glorificado" (doxázetai: Iob 13, 31 s) en Cristo, con su muerte en la cruz, sino que debía glorificarse a sí mismo en Él en forma única al comunicarle a su ser humano su propia "doxa". Cristo, por una parte, en su condición humana, era ya titular legítimo de la "doxa" de Dios ("gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese", Ioh 17, 5) ; por otra, ruega al Padre que manifieste en Él su "doxa" (Iob 17, 1. 5). El título para esta manifestación única de la gloria de Dios en Cristo y no de una gloria cualquiera, sino de aquella que tuvo cerca del Padre desde la eternidad, es la "glorificación del Padre sobre la tierra, llevando a cabo la obra que le había encomendado realizar" (con la muerte de cruz) (Ioh 17, 4). Este pasaje de Iob 17, 5, "la gloria que tuve cerca de ti", es sumamente instructivo para la idea de la "doxa"; pues aquí se muestra tal vez más claramente que en ninguna otra parte que todas las manifestaciones de la gloria de Dios son un reflejo de la gloria invisible, de la gloria del Dios uno y trino. Pero no sólo en este pasaje, sino en todo el Antiguo y Nuevo Testamento se hace especialmente hincapié en la manifestación de la divina gloria.

En San Mateo y San Marcos sólo se habla de la "doxa" de Cristo cuando se trata de su parusía o exaltación; en San Lucas también cuando se habla de su nacimiento, en el que se manifiesta la gloria — "doxa"del Padre y la del Niño recién nacido, por la aparición de los ángeles rodeados de divina claridad, y en la transfiguración del Tabor. La doxa del Padre y de Cristo se revela a la fe por sus milagros y su aparición en el mundo, llena de majestad (Ioh 1, 12, 14; 2, 11; 11, 4; 11, 40). La gloria de Cristo comienza especialmente con su pasión, su obra sacerdotal por excelencia, por ella procura la glorificación de Dios y se procura a sí mismo una eterna gloria del todo manifiesta (Ioh 17). "Digno es el cordero que ha sido degollado, así como Él que está sentado en el trono, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la "doxa" y la bendición" (Apoc 5, 12; 5, 13). La "doxa" de Cristo aparece en su resurrección, y, en una forma plena y definitiva, en la parusía, en que Cristo aparecerá en la "doxa" de Dios (Mc 13, 26).

Esta doctrina bíblica sobre la "doxa" de Dios considerada desde el punto de vista del seguimiento de Cristo, nos convence de que éste es más que un modelo que ha de proponerse el discípulo para procurar la gloria de Dios Padre. Porque Cristo es nuestro sumo sacerdote en el cual y por el cual podemos tributar a Dios Padre la gloria que merece. Y porque aún en su ser humano después de su ascensión participa de la misma "doxa" divina con el Padre, en unión con el Espíritu Santo, viene a ser objeto de nuestro culto de adoración, o de latría (canon de la misa).

Además, el Nuevo Testamento aplica a Cristo los términos doxológicos que el Antiguo aplicaba sólo a Dios (Hebr 13, 21; 1 Petr 4. 11; Apoc 5, 12 s ; 1 Cor 2, 8; Iac 2, 1; Tit 2, 13) ; esto es de suma importancia no solamente para la cristología, sino también para todas nuestras relaciones cultuales con Cristo.

El Cristo a quien ofrecemos nuestro culto es el Señor del poder y la gloria, aquel con quien nos encontramos en el santo sacrificio de la misa, el cual constituye el punto, culminante de la religión, de la glorificación del Padre por Cristo, y es al mismo tiempo irradiación celestial con que se ilumina el camino de anonadamiento y de obediencia de Cristo y de sus discípulos, camino que conduce a la gloria celestial. Éste es también el aspecto escatológico que puede considerarse en la santa misa.

Así pues, el objeto de la virtud de religión es la santidad, la grandeza y majestad, la gloria, el resplandor de la santidad de Dios, tal como se revela en la creación y en todas sus manifestaciones, y muy en particular en Cristo y por Cristo. Cristo es el camino que sigue la religión. El tributo de adoración del Dios uno y trino tiene que sumarse a los sentimientos divinos de Cristo, nuestro sumo sacerdote, a sus oraciones, obras y sufrimientos, y ser imitación de su divina obediencia.

La gran esperanza del cristiano es llegar a contemplar la gloria de Dios y del Cordero (Is 35, 2; 66,18; Apoc 14,4; 15, 3 ss; 19, 6 ss). Pero todavía hay más: él espera que aun su mismo cuerpo, en forma análoga con Cristo y en dependencia de él, participará de la gloria de Dios, de su divina "doxa", que irradiando sobre él lo hará bienaventurado. Y si Dios dice: "No doy mi gloria —kabod — a ningún otro" (Is 42, 8; 48, 11). es cierto, sin embargo, que aquel que "haya dado gloria a Dios" merecerá experimentar en sí mismo la revelación de la gloria, de la kabod, de la doxa divina. "Brillarán los justos como el sol" (Mt 13, 43). Ese su dichoso resplandecer en el día del Señor y en el cielo es reflejo de la gloria de Dios y paga de la justicia que demostraron buscando en todo la gloria de Dios ". En el día de la resurrección por Cristo. "el cuerpo de su vileza será reformado conforme a su cuerpo glorioso" (Phil 3, 21).

La plena manifestación de la gloria de Dios en sus escogidos está reservada para el tiempo futuro escatológico (Rom 8, 18, 21). Pero por el Espíritu Santo que se nos ha concedido, Espíritu de gloria y santidad, la doxa de Dios obra ya dentro de nosotros (1 Petr. 4, 14), robusteciendo nuestro hombre interior (Eph 3. 16). Por el Espíritu Santo que nos sostiene tenemos las arras de nuestra participación en la doxa divina.

Todos nosotros a cara descubierta contemplamos la gloria — doxa — del Señor y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria — apó dóxes eis dóxan —, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor" (2 Cor 3, 18).

En el importante pasaje de 2 Cor 3, 7 ss, san PABLO considera que las arras, o sea la esperanza de la participación perfecta en la gloria del Señor se funda, sobre todo, en la "diakonía", esto es, en el divino servicio en aras de la gloria de Dios y el reino de Cristo.

Sobre el rostro de Moisés se imprimió un rayo de la gloria de Dios de suerte que quedó resplandeciente; de semejante o superior manera el ministro de la nueva alianza queda envuelto en la irradiación de la gloria — doxa — de Dios y de su Ungido; sin duda que la transfiguración corporal no se ha obrado aún por aquella divina gloria, pero está claramente anunciada allí para el futuro.

PABLO, en el camino de Damasco, había sido convertido por la manifestación del "Señor de la gloria" y había sido escogido para el servicio divino: por eso miraba su oficio apostólico en tan estrecha dependencia de la irradiación de la gloria de Dios y del Cristo transfigurado. Su teología del bautismo y 1e la recepción del Espíritu Santo quiere mostrar a todo cristiano y sobre todo al apóstol, cuán iluminada está su vida por la gloria de Dios y cuán asumida por ella.

3. Culto a Dios y culto a los santos

Sólo Dios es merecedor del culto de adoración (cultus latriae); pues sólo Él es el santo, sólo Él el altísimo. Suya es la gloria (doxa). Lo primero que nos enseñan las doxologías bíblicas y litúrgicas no es que Dios participa de la doxa, sino que ésta pertenece por derecho a Él solo, y, por lo mismo, el hombre y todas las criaturas deben reconocérsela.

La adoración es el culto con el que respondemos a la revelación de la gloria de Dios. Pero, puesto que la gloria de Dios es la revelación de su intrínseca gloria y amor divinos, y puesto que su gloria nos la reveló con su amor creador y santificador, la respuenta que debemos darle es amor de adoración, o sea, un amor que en todas sus manifestaciones, aun cuando se dirija al prójimo, o a las demás criaturas, vaya marcado por el carácter de la adoración.

La santísima humanidad de Cristo tiene que ser honrada con el culto de adoración o latría, puesto que en virtud de la unión hipostática está llena de la gloria de la Divinidad.

Cristo, cuya santísima pasión es la revelación más elocuente del amor y de la gloria de Dios, es ya nuestro Señor transfigurado, y resplandece realmente con la gloria del Padre.

Nuestro amor de adoración a Jesucristo se funda en un título especial, el de sus sufrimientos y pasión. Con ellos nos ha mostrado el camino a la gloria del cielo y la manera efectiva de adorar el amor y la gloria de Dios.

El objeto directo de la virtud de religión no es la gloria invisible de Dios, sino su "kabod", su "doxa", o sea el reflejo de su intrínseca santidad divina, de su amor y de su gloria, visible en las obras de la creación y de la santificación por la gracia : éste es el motivo por el cual hemos de honrar a Dios también en sus santos, en sus santificados, que se han dedicado enteramente al servicio de su amor y de su gloria, y en quienes-brilla ésta con su inagotable resplandor. "Admirable es Dios en sus santos" (Ps 67, 36).

A la luz de esta verdad hay que considerar también en cierta modo el alcance que para nuestro culto tiene el dogma de la asunción corporal de. María a los cielos. La Madre de Dios ha sido glorificada en su cuerpo y en su alma. En expresión de la sagrada Escritura, es el cuerpo el término de la gloria, de la glorificación, el punto en donde se hace visible el esplendor de gracia y de la gloria, y en donde se refleja la misma gloria de Dios; por eso la total glorificación de la Madre de Dios, extendida aun a su cuerpo, es una razón y, en cierto sentido, un elemento indispensable del culto especial de hiperdulía que le hemos de tributar, pues deben estar en correlación el reflejo de la gloria divina y el culto con el cual se le corresponde.

Cuanto más se refleja en los santos la gloria y el amor que Dios les comunica, tanto más directamente nos muestran la gloria de Dios, y por lo mismo el culto de veneración que les tributamos es alabanza tanto más directa de la gloria de "Dios y del Cordero".

Todo cuanto Dios toma para su gloria, reservándoselo por una santificación o consagración, es digno de santo respeto: así los vasos o los lugares sagrados, más aún las personas consagradas al divino servicio (orden sacerdotal) ; los que se han consagrado en forma especial a la gloria y al amor de Dios en el estado de perfección (devoti, religiosi); y más que todos, los que realizan en su vida la consagración a Dios que confiere el santo bautismo (o la confirmación, o la ordenación sacerdotal) : los santos. Todo cristiano es como un objeto sagrado digno de especial respeto religioso.

 

II. EL CULTO RELIGIOSO FRENTE A LA RELIGIÓN
Y LA MORALIDAD

1. Diversos significados de la palabra "religión"

La voz latina religio suele inducir a confusiones, pues por una parte se ve la esencia de la religión exclusivamente en el culto, y por otra vemos que santo TOMÁS, y con él todos los moralistas, coloca la religión entre las virtudes morales, como si la religión fuera simplemente cuestión de moralidad.

Religio significa:

1) La unión, la comunión con Dios. Esta comunión se establece, de parte de Dios, con su condescendencia y amor, y por parte del hombre, con la debida correspondencia. Esta comunión no consiste únicamente en la unión de palabra y amor, sino en una unión vital, mediante la gracia santificante. El diálogo entre el hombre y Dios se realiza por medio de las virtudes teologales y sus actos. Consideramos, pues, que la esencia de la religión está, sobre todo, en las virtudes teologales.

Religión es, pues, liga y unión con Dios—ligare, relegere — mediante la vida divina de la gracia, encuentro personal con Dios mediante los actos de las virtudes teologales.

2) En sentido restringido, religión significa culto público o privado. Comparando este significado con el primero, podemos decir que el culto no es la esencia de la religión, la cual es esencialmente vida con Dios, pero sí su primera y más inmediata exigencia, su primer imperativo. Como se ve, hay que fundir ambos significados para obtener el concepto de la religión en toda su complejidad.

3) Religión puede significar, además, comunidad religiosa, la comunidad de los que están unidos por una misma fe y un mismo culto.

En su pleno sentido, la religión es unión a Dios y unión recíproca de todos aquellos que se estiman unidos con Dios y en Dios.

Nada muestra ni conserva más esta unión (o comunidad) que el culto en común: feliz encuentro de la religio, del corpus Christi mysticum, del sacrificio y de los sacramentos.

4) En el latín eclesiástico, religio significa también el estado religioso. Los "religiosos" son aquellos cristianos que, por un acto solemne de religión, por los votos, se han consagrado en forma especial al culto y al servicio de Dios y de su gloria.

2. La virtud de la religión y las virtudes teologales

Conforme a lo que llevamos dicho, las virtudes teologales y la virtud de la religión tienen entre sí la relación que va de la esencia a sus requisitos. La fe es condición indispensable de la religión, mientras, por su parte, la virtud de caridad es su alma; su forma intrínseca.

"Pertenece inmediatamente a la caridad el que el hombre se entregue a Dios, adhiriéndose a Él por medio de cierta unión espiritual; pero el entregarse a Dios, dedicándose a ciertas obras del culto divino, pertenece inmediatamente a la religión, y mediatamente a la caridad, la cual es principio de la religión" 8. "Las virtudes teologales causan el acto de religión imperándolo" 7. "La religión es una protesta de fe, esperanza y caridad" 8.
La devoción interior es el alma de la religión exterior. Dicha devoción, que consiste en la amorosa disposición para "adorar a Dios en espíritu y en verdad", es fruto exclusivo del amor divino. Porque si falta la divina caridad y la devoción que sólo ella puede producir, aunque sea posible realizar los actos exte-

6 ST II-II, q. 82 a. 2 ad 1.
7 L. c. q. 81 a. 5 ad 1.
8 L. c. q. 101 a. 3 ad 1.

riores del culto, faltará la virtud de religión; dichos actos serán actos vacíos.

Por eso, aunque el cristiano privado del estado de gracia pueda realizar exteriormente los actos del culto prescritos por Dios y por la Iglesia, no procediendo dichos actos de la virtud de religión, no habrá hecho más que cumplir exterior y legalmente y sin el mérito de una obediencia completa y perfecta ; porque lo que Dios quiere es un culto virtuoso, una adoración "en espíritu y en verdad" (Ioh 4, 24). Cierto es que el cristiano conserva su consagración sacramental objetiva aunque esté sumido en pecado mortal, pues guarda el carácter sacramental, pero precisamente la falta de devoción interior en los actos del culto acusa una franca oposición con la "santificación" realizada por el Espíritu de Dios.

Para que los actos exteriores del culto sean perfectos y verdaderamente aceptos al Dios de la santidad y de la gloria, es preciso que realicen dos condiciones : que sean desempeñados por quien haya recibido la consagración objetiva (gracias al carácter sacramental del bautismo, o de la confirmación, o del orden sacerdotal y por las demás acciones de Dios y de la Iglesia que consagran y bendicen) y que sean declaración auténtica de la fe, la esperanza y la caridad, bajo la moción de una verdadera piedad, inspirada en el amor y el respeto.

3. La religión y las virtudes morales

Por su esencia íntima las virtudes teologales no imponen una acción intramundana, sino un diálogo con Dios, puesto que, de parte de Dios, son una palabra y un don suyo, y de parte del hombre, la respuesta a su divina palabra. Indudablemente imponen también una acción intramundana correspondiente, pero ésta es secundaria. Según los moralistas, los deberes que mediatamente fluyen de las virtudes teologales, y que miran al tiempo y al espacio, forman el campo de las virtudes morales. A la virtud de religión, por su parte, no le corresponde dar la respuesta. directa al Dios que guarda misteriosamente oculta su santidad; su objeto directo es más bien la santidad de Dios que se muestra al exterior; de donde se sigue necesariamente que el deber esencial que impone esta virtud se circunscribe al tiempo y al espacio, y rige la actuación individual y social del hombre, por lo que con razón es incluida entre las virtudes morales.

Según la genuina tradición teologico-moral, las virtudes morales no deben tener ese olor a "simple ética" que a veces despiden, aun en escritos cristianos, debido a la separación de lo moral y lo religioso (humanismo) y por el influjo de una moral que se quiere llamar autónoma (KANT) o de una moral que suplanta la religión.

La auténtica doctrina cristiana repudia la separación entre religión y moral y se opone a que se aparte de Dios la mirada y el punto final de la acción; ella enseña que todos nuestros deberes humanos y terrenos tienen que orientarse hacia Dios. Si la "religión" es, en estricto sentido, la respuesta" directa que damos a Dios, la "moral" es la responsabilidad que ante Dios y para con Dios tenemos de lo temporal y terreno. El hombre religioso, en su encuentro con Dios, percibe inmediatamente que Él le pide una acción que fluya de ese contacto con Él: eso es la moralidad. Y dicha acción ha de ser moral no sólo porque Dios la impone, sino en razón de la orientación general de todo el hombre a Dios, exigida por la religión.

Como todas las demás virtudes morales, y mucho más esencial y necesariamente que ellas, se orienta la religión directamente hacia Dios; lo que la vivifica es la íntima donación y consagración a procurar la gloria de Dios. Pero la gloria de Dios no exige únicamente que le correspondamos con el sentimiento interior del temor santo y del amor; siendo gloria que se manifiesta claramente al exterior, ansía necesariamente un culto de reconocimiento y adoración, que se traduzca en actos visibles de religión, que le consagren el tiempo y el espacio. Y si "la tierra está llena de la gloria de Dios", es para indicar al hombre la obligación que tiene de alabarlo y adorarlo con un reconocimiento exterior y público, y con un cántico de júbilo cuyos ecos repercutan en todo el universo.

"¡Sed santos ! " es el precepto del Señor; santificaos para el Señor y santificad el mundo para el Señor.

El motivo de este precepto es que, si bien el hombre y el mundo resplandecen con la gloria del Señor por la acción divina, la acción pecaminosa del hombre "los ha privado de la gloria de Dios" (cf. Rom 3, 23).

La religión es una virtud moral: esto quiere decir que los actos de religión deben formar parte esencial de nuestra actuación en el mundo y que han de mezclarse en la corriente impetuosa de nuestro ordinario vivir, hasta adentrarse en todos los ámbitos de nuestra existencia, y llegar así a santificar la sociedad humana. Porque eso significa "deber moral". Pero esta afirmación sólo tiene sentido para quien sabe que toda nuestra actuación en el mundo ha de tener una orientación "religiosa" y que ha de hacer brillar en él la gloria y el amor de Dios.

Aunque el deber cultual del hombre esté íntimamente ligado con sus deberes morales, no deja por eso de distinguirse esencialmente lo religioso de lo estrictamente moral, que consiste en que el hombre cumpla y observe en su acción todo cuanto impone el orden natural.

La moral autónoma y el humanismo neopagano han intentado separar completamente el campo religioso del campo moral. Ante tal hecho se justifica el esfuerzo por delimitar lo que es estrictamente religioso y lo que es propiamente moral, reservándoles una terminología aparte. En este sentido, RUDOLF OTTO realiza un trabajo recomendable, pues, en lo esencial, concuerda con la distinción bíblica de las dos tablas del decálogo.

Distingue él entre ética "sagrada" y ética "sancionada". La ética "sagrada" comprende no sólo la ética que tiene por objeto inmediato a Dios (virtudes teologales y el cultivo de la recta disposición para con Él), sino también la ética cultual, que fluye inmediatamente de la sagrada, y que mueve a los actos por los que el hombre reconoce y proclama la gloria de Dios en el tiempo y en el espacio, y en su actuación individual y social.

La ética "sancionada" abarca sobre todo aquello que está fuera del deber cultual, y comprende todos los deberes intramundanos del hombre, compendiados en la guarda del llamado "orden natural", y que precisamente porque caen fuera del marco del culto, pueden conocerse sin el auxilio de la religión, si no formal, al menos materialmente, esto es, en cuanto a su contenido objetivo, si no en cuanto a su fundamento y finalidad. La religión añade, pues, a esta moralidad puramente ética su correspondiente "sanción", o sea su motivo y fuerza obligatoria y su orientación hacia Dios. Así, ese campo de la vida moral adquiere fuerza y santidad gracias a la religión, pero sin que ésta añada ningún nuevo precepto objetivo, por lo menos directa e inmediatamente.

Esta distinción corresponde bien a la actual situación del hombre moderno, cuya moralidad está lejos de llevar el sello de la religión, y cuya vida se desarrolla no en un ambiente "sagrado", sino "profano", arreligioso, cuando no irreligioso: la moral está distanciada de la religión. Sólo cuando se coloca en el terreno propiamente religioso consigue dar a su moralidad ética, que por lo demás puede ser lo bastante seria y conforme con las exigencias de la recta razón, la orientación sagrada hacia Dios. Tal es la condición por que atraviesa la vida de muchos cristianos, cuya moralidad sólo poco a poco se va penetrando de religión.

Cuando santo TOMÁS coloca entre las virtudes morales aquella parte de la ética sagrada que postula el esfuerzo por hacer triunfar la gloria de Dios en el tiempo y el espacio, en el orden individual y social, no cae en el "moralismo", es decir, no substituye la religión por la moral ; no hace más que declarar enfáticamente que el campo moral debe ir cubierto por la religión. De lo contrario no se podría pensar en colocar entre las virtudes morales ni siquiera los deberes directamente impuestos por el culto. Pero la verdad es que no sólo éstos, sino todos los deberes impuestos por la moral cristiana se orientan hacia Dios. Lo cual no impide que el objeto directo de la acción moral sea un deber intramundano, que versa sobre los valores creados, pero deber impuesto por Dios y hacia Él ordenado. La virtud de religión se distingue particularmente de las demás virtudes morales en que está mucho más íntimamente orientada hacia Dios. Pero no se ha de olvidar que la teología moral trata y considera todas las virtudes morales como virtudes sobrenaturales.

Innecesario me parece, por lo mismo, el intento de RICHARD EGENTER, quien, para salvaguardar la orientación esencialmente religiosa de la moralidad cristiana, cree necesario hacer intervenir una virtud natural de religiosidad o reverencia, subordinada a las virtudes teologales y de la que dependería la virtud de religión. Porque estando colocado el cristiano en el orden sobrenatural, si está adornado de la gracia divina y tiene la virtud de religiosidad, ésta no puede ser otra cosa que vida con Dios mediante las virtudes teologales, no puede ser sino verdadero culto de Dios. Pero sí tiene EGENTER razón al insistir en la reverencia que ha de vibrar en la práctica de los actos religiosos como en la de las virtudes teologales. El hombre falto de la reverencia natural es inepto para la práctica de la religión.

4. Carácter cultual de la moralidad cristiana

El concierto de las virtudes morales va, pues, encabezado por la virtud de religión, conforme a la doctrina de santo ToMÁS. La religión no es, pues, únicamente la principal entre las virtudes morales; puede decirse que es una virtud análoga a la caridad, por cuanto, subordinada a ella, puede calificársela de forma religiosa de las virtudes. "Todo acto de virtud es acto de religión o adoración per modum imperii, o sea hecho con la intención de reverenciar a Dios... Así, el enderezar los actos de cualquier virtud al servicio de Dios es propiamente un acto de latría".

Gracias a la fuerza informadora de la virtud de religión, no sólo los actos del culto, sino la vida moral entera del cristiano reciben como objetivo la gloria Dei, la magnificación y glorificación de Dios.

Pero no habrá que caer en el extremo de decir que, puesto que todo se dirige a la mayor gloria de Dios, el culto propiamente tal es superfluo. Al contrario : hay que tener en la mayor estima los actos específicos del culto, a fin de que por el robustecimiento de los sentimientos interiores de religión toda la vida se enderece real y eficazmente a la gloria de Dios. Esto sin menoscabo de otra verdad, a saber : que no sólo la naturaleza del hombre, sino sobre todo la gloria de Dios, exige de por sí los actos del culto, y aun dándoles preferencia sobre los actos de las demás virtudes morales.

Decimos que la virtud de religión ocupa el primer rango entre las virtudes morales; esto se debe al destino cultual del hombre, destino que todo lo abraza y que, al mismo tiempo que expresa su más alta dignidad, manifiesta de la manera más profunda lo que significa ser criatura 1 3. Los santos sacramentos, especialmente los que nos ungen con el Espíritu Santo, con el Espíritu de la gloria, y que hacen al hombre participante del oficio y de la consagración de Cristo, como sumo sacerdote, destinan al cristiano con una marca interior y no sólo con una señal exterior, para oficiar en el inefable culto de Dios en Cristo. El cristiano queda "santificado para el Señor", separado de lo profano, de cuanto es ajeno a Dios y de cuanto no cae inmediatamente bajo los rayos de su divina gloria y santidad.

Con esto recibe el cristiano, en primer lugar, el encargó de "santificarse" por el culto y para el culto, lo que significa que debe consagrarse, a sí mismo y todo su obrar, al divino servicio, por medio de la "devoción" y por el esfuerzo personal por conformarse con la santificación objetiva sacramental que ha recibido. El segundo encargo que recibe es el de desempeñar el oficio de sacerdote en la creación, esto es, influyendo en el mundo con el culto, para cuyo ejercicio reservará tiempos y lugares, para cuyas ofrendas seleccionará los frutos de su trabajo, o los frutos de la tierra. Mediante el santo sacrificio de la misa, mediante los sacramentos y los sacramentales, quedan envueltos en los rayos de la divina santidad los bienes de la tierra y hasta el mismo lenguaje humano. Es sobre todo así como cumple el cristiano con el imperioso deber del culto.

La consagración cultual y el destino sacerdotal del hombre es universal ; por consiguiente, no son únicamente los actos específicos del culto los que caen bajo la ética sagrada, sino toda la moralidad humana ; todos los actos deben llevar la impronta de la "santidad". Cuando Dios dice: "Sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo" (1 Petr 1, 16; Lev 11, 44), no pide únicamente una santidad o pureza legal, levítica, sino la perfección moral con miras al culto. De este modo, la perfección moral se hace perfección religiosa, se hace "santidad", esto es, perfección moral causada por el amor a Dios y "consagrada" a la gloria de Dios. La santificación cultual del hombre, por la que queda investido de la gloria divina y a la que el hombre corresponde por la virtud de religión, exige esencialmente la santidad moral. Por manera que el cristiano no ha de contentarse con consagrarle a Dios su actividad moral ni con subordinarla a las exigencias de la religión; todo bien considerado, su actividad moral, y con mayor razón la realización de sus actos cultuales, no han de ser otra cosa que expresión y desbordamiento de su consagración y santificación sacramental.

En el sistema de santo ToMÁs, la virtud de la religión ocupa el primer puesto entre las virtudes morales, a las que informa ; esto equivale a orientar toda la moral cristiana hacia el culto sagrado.

El principal punto de mira de la actividad moral del cristiano no ha de ser, pues, su autoperfeccionamiento, lo que conduciría a considerar los mismos actos del culto solo, o principalmente como medios de perfección personal. No: el motivo predominante de la actividad del hombre que, sea cual fuere, lleva consigo un oficio sacerdotal, tiene que ser la glorificación de Dios. ("Todo a la mayor gloria de Dios.") Las palabras del apóstol san PEDRO deben animar toda la actividad del cristiano: "Sois vosotros linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable" (1 Petr 2, 9). La consagración y dignidad sacerdotal de pueblo de Dios exige a todo cristiano el trabajar por hacerse miembro efectivo del "sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo" (1 Petr 2, 5). Esta dignidad sacerdotal y este deber cultual recaen también, o mejor aún principalmente, sobre el cuerpo : "Glorificad a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 20). No es únicamente el gesto pasajero del culto, sino la actitud constante del cuerpo la que debe ser acto de adoración a Dios.

Pero si las virtudes de todo cristiano han de llevar el sello del culto, con mucha mayor razón las del sacerdote consagrado, el cual recibe una "diakonía", un encargo especial de alabar a Dios (2 Cor 3, 7 ss).

Los sentimientos que han de animar al cristiano en todo cuanto hace han de ser los de la alabanza y adoración 14. Pero esto sólo puede realizarlo quien concede a la religión el lugar y la atención que exige.

III. RELIGIÓN INTERIOR Y EXTERIOR

1. Piedad, devoción y religión

La devoción, según santo ToMÁS, no es una virtud especial afín de la religión; es más bien el acto esencial de dicha virtud y, por decirlo así, su corazón 15. "La devoción no es otra cosa que la voluntad de entregarse prontamente a lo que toca al servicio de Dios" 16.

A la devoción se acerca la piedad 17. Según santo ToMÁs, la piedad, don del Espíritu Santo, es la que infunde en el hombre sentimientos filiales para con Dios18. Manifiéstase propiamente en la vida de oración mental, en la conversación filial con Dios, en que se ejercita la fe, la esperanza y la caridad. Pero por piedad puede entenderse también la oración interior y exterior, y por eso puede decirse con santo TOMÁS que es un ejercicio o acto de la virtud de religión 19. Por su parte, el espíritu que anima la religión es la piedad.

La acción del Espíritu Santo por el don de piedad es la que confiere a los actos de adoración natural a la gloria de Dios ma-

14 Cf. numerosos salmos y doxologías de la sagrada Escritura.
15 ST II-II, q. 82 a. 2.
16 ST II-II, q. 82 a. 1.
17 Según SANTO Tomás, la virtud natural de piedad,
pietas, no tiene por objeto a Dios, sino a los parientes y a la patria. Para SANTO Tomás, la piedad sobrenatural no es una virtud, sino esencialmente un don del Espíritu Santo, don cuya esencia dice relación con la acción divina y cuya acción supone las virtudes teologales.
18 ST II-II, q. 121 a. 1.
19 ST II-II, q. 83 a. 3.

nifestada en el universo, el carácter y el calor de un culto filial y amoroso para con el Padre celestial. Siendo la piedad y la vida de oración interior la que alimenta el amor, es preciso admitir que es la piedad la causa inmediata de la devoción.

El cristiano verdaderaménte piadoso es aquel que se siente continuamente impulsado por sus íntimos sentimientos de amor filial hacia Dios, a la jubilosa alabanza de su majestad y a los actos del culto externo. Sólo adora realmente a Dios "en espíritu y en verdad" aquel cuyos actos de culto estas vivificados por los sentimientos filiales de la piedad y la devoción. No es genuina la piedad que no rebosa de alegría en los actos del culto; el culto exterior, sin una correspondiente disposición interna, es para Dios una abominación.

2. Necesidad de actos exteriores de religión

El culto externo es exigido por la esencia misma del hombre. No sólo con el alma, sino también con el cuerpo hay que servir a Dios. Consiguientemente, han de manifestarse al exterior sus íntimos sentimientos de adoración a Dios. Por lo demás, pronto llegarían a extinguirse si no se expresaran de algún modo.

El hombre moderno, influido por la técnica en su pensar y sentir, tiende demasiado a desconocer la importancia de los símbolos como expresión de la vida espiritual. Deberíamos, pues, esforzarnos por conocer mejor su importancia. Mucho nos podría ayudar a ello un culto divino viviente, alejado de todo formalismo.

Pero, además, la religión pide esencialmente su manifestación exterior en acciones y palabras, en tiempos y lugares determinados en que la comunidad religiosa tome parte, y la pide en razón de su objeto propio, que es la "kabod", la "doxa" de Dios, la cual no es sino la manifestación de su oculta gloria. Dios ha manifestado su gloria especialmente en su espontáneo anonadamiento y luego en la gloriosa resurrección del cuerpo de Cristo ; de allí hemos de deducir como conclusión de capital importancia para la religión, que si el cristiano quiere entrar por el camino de la glorificación divina y llegar a su propia resurrección gloriosa, debe ofrecer su cuerpo al sufrimiento, a ejemplo y en unión de Cristo; debe, por medio de los actos del culto, irradiar la gloria divina que la gracia de Dios ha depositado en su alma. "Glorificad a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 20). En lo que vamos diciendo encuentra la teología razones no despreciables para justificar el esplendor y magnificencia del culto católico. Por la consagración sacramental de todo su ser, y por tanto también de su cuerpo, adquiere el hombre una relación esencial no sólo con la pasión sumo sacerdotal de Cristo, sino también con la gloria que recibió y recibirá en su resurrección, ascensión y parusía. Y todo esto encuentra su expresión cultual precisamente en la liturgia. Porque la liturgia es la adorante representación de la glorificación de Dios por Cristo, de la visible glorificación de Cristo por el Padre, que también a nosotros nos alcanza y que se renueva constantemente hasta el gran día de la eternidad.

Por último, la religión, como fundadora que es de la comunidad, pide una demostración externa y visible del culto. El culto que los hombres deben rendir a Dios con todo su ser, con su cuerpo y su alma, no puede ser un acto meramente individual, sino también social. Pues no sólo el individuo, sino también la sociedad fue creada por Dios para su gloria, sobre ella también se refleja la grandeza de Dios, y por lo mismo está obligada a tributarle el homenaje de su adoración. No basta, pues, el culto externo; hay que añadir el culto social.

Pero es preciso velar por que ese culto exterior; exigido por la santidad y la gloria de Dios, no sea como una estrella fugaz en el cielo de la existencia, o un episodio extraño en el acontecer humano. Ha de ser, por el contrario, un culto que fluya naturalmente de los íntimos sentimientos de veneración y de amor para con Dios, y que esté en perfecta consonancia con un género de vida del todo conforme con el honor y gloria de Dios.

Los profetas lucharon con toda energía contra un culto meramente exterior, desprovisto de los sentimientos de respeto y amor filial para con Dios. Clamaron asimismo contra ese género de vida en que la ética religiosa, o mejor el acto religioso, no influye para nada sobre la vida moral. Dios Abomina el culto, cuando el hombre piensa encubrir con él su rebelión contra la divina ley y su falta de caridad con el prójimo (cf. Mc 7, 11). "Mejor es la obediencia que las víctimas. Mejor es escuchar al Señor que ofrecer el sebo de los carneros" (1 Reg 15. 22). "¿A mí qué toda la muchedumbre de vuestros sacrificios?... No me traigáis más esas vanas ofrendas. El incienso me es abominable... Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, limpiaos..." (Is 1, 11 ss; cf. Os 6, 6; Amos 5, 21 ss; Mal 1. 6 s).

Ya se entiende que la lucha de los profetas no es contra el culto externo como tal, sino contra el culto vacío de interiores sentimientos.

Mucho menos que los profetas pudo Cristo reprobar el culto externo. Él mismo tomó regularmente parte en el servicio divino en el templo y en las sinagogas (Lc 2, 24; 4, 16). Sólo se indignó contra los abusos en el culto y contra la mera exterioridad, al tiempo que insistía con energía sobre la necesidad de los sentimientos interiores de religiosidad. Eso significa la "adoración en espíritu y en verdad" que para Dios nos pide (Ioh 4, 23 s). En el Antiguo Testamento ordenó Dios el culto externo por intermedio de Moisés; y en el Nuevo estableció Cristo la santa misa y los sacramentos, encomendando a la Iglesia el cuidado de estatuir las reglas pertinentes (cf. 1 Cor 11, 17 ss; 14. 23 ss).

3. Requisitos prácticos del culto externo

Para que las ceremonias exteriores estén siempre animadas por el espíritu de devoción y de auténtica piedad, preciso es no descuidar la oración mental, la meditación, junto con la celebración litúrgica.

Todo cristiano, y en particular todo sacerdote, ha de esforzarse por comprender cada vez mejor el significado de las ceremonias del culto.

Al pueblo cristiano se le pide que asista a la celebración de los divinos oficios, pero no hay que olvidar que tiene también el estricto derecho de que se le instruya en lo posible acerca del significado de las ceremonias y se le imbuya del espíritu de la liturgia.

Las ceremonias deben hablar al pueblo y estar, por tanto, al alcance de su inteligencia, así como lo están maravillosamente las palabras y los signos de los santos sacramentos. Claro está que hay que tener en cuenta que el simbolismo del culto, al mismo tiempo que nos acerca a Dios, tiene que expresar la infinita distancia que entre Él y nosotros establece su santidad.

El carácter misterioso y secreto que tienen muchas ceremonias litúrgicas está, pues, justificado, siempre que no oculte lo que Dios nos ha manifestado en su amor y lo que hemos de oír y orar en común. El iconostasio dle la liturgia oriental, y el empleo de una lengua "muerta", o sea, no inteligible al pueblo, en la iglesia de Occidente, obedecen a razones históricas y sociológicas. Actitudes como la de Dom GuÉRANGER (quizá el más típico representante de una liturgia sólo "aristocrática"), que llegaba a combatir vehementemente el misal popular, porque con su ayuda "hasta la última muchacha de servicio y el obrero más simple" estaba en situación de entender lo que la Iglesia intentaba ocultarles con el empleo del latín, tienen realmente muy poco que ver con la religión neotestamentaria, con su adoración a Dios "en espíritu y en verdad". Aunque las actuales tendencias y el amplio uso de la lengua vulgar, que han recibido no escaso estímulo de parte de la Silla Apostólica, en la liturgia occidental se detienen ante el canon latino, no hay que creer que ello obedezca a razones dogmáticas; pues desde antiguo y aún hoy los católicos de los ritos orientales celebran la liturgia entera en una lengua inteligible al pueblo, y aun el latín fue en su origen empleado como lengua litúrgica por la única razón de ser la lengua del pueblo. Huelga decir que la última palabra en tales cuestiones no compete decirla al sacerdote particular, sino a la Silla Apostólica: con nuestras peticiones no hacemos sino expresar nuestra confianza en la jerarquía eclesiástica.

Los estudios del psicólogo C. G. JUNG, quien atribuye un gran valor al símbolo religioso y afirma la existencia de una afinidad entre los símbolos de todos los pueblos, demuestran que el hombre actual, en el dominio del inconsciente, conserva aún una relación con muchos símbolos, relación que por desgracia falta en parte en la vida consciente. Una explicación correcta y una celebración viva del culto deben devolver al plano consciente lo que está por debajo de él.

Los oficios religiosos son actos de la comunidad cristiana, son actos de la Iglesia; por consiguiente, debe cada uno procurar desempeñarlos en la forma como han sido establecidos, y en vez de darse a la crítica y a la murmuración, tratar de convertirlos en fuente de vida espiritual. Por supuesto que ningún particular tiene el derecho de valorar las formas del culto de la comunidad exclusivamente según su gusto, ni de acomodarlas a su antojo. Por último, conviene notar que no sería conforme con el espíritu del culto el buscar sólo en él un medio de perfección. Participar en la liturgia significa estar al servicio de la gloria de Dios y de su esposa, la Iglesia. Al tomar parte, lleno de entusiasmo y alegría, en la celebración del culto, el cristiano, como miembro vivo de la comunidad, ha de proponerse la edificación y adelanto espiritual de los demás. No cabe dudar de que redundará en gloria de Dios y, por lo mismo, en bien de cada uno el aspirar, no tanto a las suaves emociones personales cuanto al progreso espiritual de la comunidad.

Pero como la experiencia religiosa es hasta cierto punto diversa según la personalidad de cada cual (y con todo derecho), conviene ser en esto transigente. La Iglesia ha dejado un amplio campo a la libertad de cada uno en la manera de participar en los divinos oficios, conservando usos diversos.

Ya en los primeros siglos cristianos la liturgia dio pruebas de una asombrosa capacidad de adaptación a las características de los distintos pueblos. Imposible sería llevar a cabo la misión ecuménica de la Iglesia sin una amorosa comprensión del carácter de cada hombre, de cada pueblo y cultura. Pero a ningún precio debe la celebración litúrgica doblegarse o adaptarse a un individualista "espíritu del tiempo". Extensos estudios de índole litúrgica y pastoral han' mostrado cómo el empobrecimiento del culto debido a tendencias individualistas (y por desgracia también formalistas) conduce a la larga a una catástrofe. Cuanto más viva es la participación común en la liturgia, cuanto más colabora el pueblo con sus cánticos y preces y cuanto mejor y más directamente entiende las sagradas ceremonias, mayor es (en las parroquias estudiadas) la asistencia de hombres, de los trabajadores, de los adultos entre veinte y cincuenta años, y tanto más robusta es la resistencia que esta comunidad celebrante puede ofrecer a las peligrosas seducciones del "espíritu del tiempo". Sólo allí donde se congrega realmente en torno al altar una comunidad "en espíritu y en verdad", prestan los cristianos aun en vida el testimonio del espíritu de comunión para salvación de los hombres, para la cristianización del mundo y, por tanto, para gloria de Dios.

El concilio de Trento declaró buena y provechosa la veneración de los santos (Dz 985, 986), de sus imágenes y reliquias, pero no quiso con ello obligar a venerarlos en una forma o medida determinada. En cierto modo el culto ha de determinarse de manera que sirva a la comunidad y que se adapte a su modo de ser. Pues bien, donde la Iglesia no ha juzgado necesario estatuir nada en particular, conviene dejar crecer juntos el espíritu de libertad y el espíritu de comunidad.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 680-704