Sección tercera

LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA ESPERANZA
 

1. POR LA ESPERANZA COMIENZA EL SEGUIMIENTO DE CRISTO

La redención por Cristo es todo el fundamento de nuestra esperanza: Cristo es nuestra única esperanza (1 Tim 1, 1). Sin Él, en nada podríamos esperar. Sólo Él pudo quebrantar las cadenas que nos esclavizaban al pecado y librarnos de caer en el abismo de la desesperación. Por eso no puede el cristiano colocar su esperanza sino en Jesucristo (cf. Act 4, 12).

Pero añadamos luego que, al colocar nosotros nuestra esperanza en la intercesión de la Madre de Dios, no hacemos más que colocarla en Cristo, quien, al señalarnos este camino de la misericordia maternal de María, nos apremia muy particularmente a que pongamos nuestra esperanza en los méritos de su pasión y muerte.

"Cristo es nuestra esperanza" : esto significa objetivamente que es a Cristo a quien debemos los méritos sobrenaturales que podemos esperar; significa, además, que todos, justos y pecadores, podemos, debemos y necesitamos esperar que Cristo nos quiere salvar y conducir a la felicidad eterna (cf. 1 Tim 2, 5).

"Cristo, nuestra esperanza" es expresión que, en boca del hombre piadoso, traduce la dulce confianza de que Cristo está en nosotros (cf. Col 1, 27).

"Cristo, nuestra esperanza" : con esto no queremos decir únicamente que Cristo quiere realmente salvarnos. Con estas palabras declaramos que abrazamos con toda nuestra alma la esperanza que se nos ofrece en Él y que ni en el tiempo ni en la eternidad queremos otra cosa que aquello que nos ofrecen las divinas promesas de Jesucristo. No se trata, pues, de una esperanza vaga y general en la bondad de Cristo, sino de una esperanza muy personal y precisa: yo espero que Jesucristo obrará conmigo según su largueza y bondad. Y para que esta mi esperanza sea legítima, abandono cualquier otra.

Las promesas hechas por Cristo no son otra cosa que un llamamiento amoroso y una graciosa y apremiante invitación a ir en su seguimiento. A quien es aún prisionero del pecado y del amor a los goces terrenales, no puede el Salvador abrirle inmediatamente la hoguera radiante del amor de su corazón : el pecador no es capaz de comprender el lenguaje puro y elevado del amor. El Señor tiene que emplear un lenguaje que, aun siendo el lenguaje del amor, no lo parece: es el de sus promesas y amenazas, las cuales mutuamente se complementan. Las amenazas de Cristo tienden a despertar en el hombre el sentimiento del temor, para conducirlo, por allí, a la esperanza y, finalmente, al amor. ¿Advierte el pecador que el Salvador le tiende la mano misericordiosa 9 que le ofrece las riquezas infinitas de su bondad ? Entonces podemos decir que el Señor lo ha tocado ya interiormente y que comienza a abrirle los ojos. Es el paso inicial del amor soberano del Salvador, es el paso también inicial por el que el discípulo se pone en seguimiento de Cristo.

Puede suceder que cuando el pecador, alentado por las promesas de Cristo, coloca en Él su esperanza, no se mueva tanto por el amor que nuestro Señor le profesa cuanto por los bienes que le ofrece. Pero, a medida que adelante en su seguimiento, el divino Maestro le dará a comprender siempre mejor la grandeza de sus divinas promesas, y así la esperanza lo encenderá más en amor. La grandeza de los divinos dones prometidos le revelará más y más el amor en que por él se abrasa el corazón divino. Así, la esperanza viene a ser el primer paso hacia el amor y al mismo tiempo la manifestación del amor que Cristo le profesa, y que le ofrece y demuestra con sus magníficas promesas. De tal suerte, la esperanza teológica, mirada en su más íntima esencia, viene a ser el don del amor divino y primer paso en el seguimiento de Cristo, que es como decir primer paso en el amor y en la obediencia por amor.

Para el hombre peregrino es también la esperanza el estímulo y el antemural del amor en flor todavía. El "amor benevolentiae" o amor de amistad no disminuye sino que se enciende, se protege y crece por el "amor concupiscentiae" o amor esperanzado.

La esperanza es, por último, la constante compañera del amor y su fruto más noble y elevado. Mientras más puramente amemos a Cristo, mayor será el amor que para con Él despertarán en nosotros sus divinas promesas y su constante fidelidad, y más apreciaremos también sus dones y sobre todo la felicidad de ir en su seguimiento.

En consecuencia, por una parte, la esperanza nos aparece como el camino hacia el amor, y, por otra, el amor es el camino para llegar a una esperanza siempre más fuerte y perfecta. "Gustad y ved cuán suave es el Señor" (Ps 33, 9). Esto lo puede comprobar mejor el discípulo fiel y constante que el que está aún en el camino de la conversión. Sólo un amor inmenso puede medir en cierto modo y gustar un poco la magnitud de las promesas del Señor, pues la esperanza cristiana se endereza toda entera a una sola finalidad, que es nada menos que el amor de amistad, que aquí consiste en la gloria de seguir a Cristo, y allá, en el cielo, en la eterna comunión de amor con Dios. Por eso la esperanza teológica se sitúa no sólo en el primer paso del seguimiento de Cristo, sino en cada uno de sus pasos sucesivos. La esperanza desempeña un papel esencial y permanente para el discípulo de Cristo. Ser discípulo de Cristo quiere decir ser aún peregrino, estar en la prueba, quiere decir estar aún bajo el régimen de la esperanza.

La esperanza no disminuye sino que aumenta la perfección del amor. El pretendido amor "puro", amor "desinteresado", huérfano de esperanza, no es más perfecto que el amor de amistad que espera y busca la salvación, y no lo es porque supone el total desconocimiento de nuestra condición de peregrinos y de nuestra total dependencia de Cristo. Llegados a la posesión, desaparecerá sin duda la esperanza: pero el amor en la eternidad será esencialmente amor agradecido por los bienes que disfrutará; y el amor que ahora le corresponde es el amor agradecido y esperanzado.

"Cristo, nuestra esperanza", significa que estarnos convencidos de que podemos contar con el amor de Cristo y con sus promesas, mientras vivamos unidos con Él y cumplamos amorosamente con sus preceptos. Si Cristo mismo es nuestra esperanza, es porque nos hacernos íntimos con Él y en Él vivimos. ¿Cómo puede ser esto posible, sino por la fidelidad a sus amorosos preceptos? La observancia de los preceptos de Cristo nos introduce siempre más en su amor y por ende en la esperanza. Cuanto más fiel es la obediencia a nuestro Señor, tanto más despierta el amor hacia Él y más arraiga la esperanza en el amor.

Según esto, la esperanza por su aspecto religioso orienta todo nuestro ser hacia Cristo y nos pone con Él en comunión de amor; y por su aspecto religioso-moral espolea todas nuestras energías morales para ir a la conquista de nuestro último fin, por medio de la obediencia a Cristo y la consociación a su pasión, y por la observancia de sus preceptos. La esperanza cristiana nos propone un fin de infinita grandeza; por eso es capaz de despertar en el hombre las energías morales más intensas, tan intensas y poderosas que alcanzan a donde no llega el simple poder humano. Es que se trata de una virtud sobrenatural, de una fuerza divina y superior y de una cualidad fundamental que Dios no otorga sino a quienes se hacen hijos suyos. Mas para que los bienes invisibles de la esperanza puedan movernos, se requiere la moción del Espíritu Santo. Sólo sus dones nos pueden hacer vivir en el mundo sobrenatural, sólo ellos nos introducen en una atmósfera en que el alma se determina por motivos y pensamientos sobrenaturales.

II. LA ESPERANZA, VIRTUD TEOLOGAL

La esperanza es virtud teologal y sobrenatural. En efecto :

a) Es Dios mismo su objeto material. "Yo mismo seré tu recompensa, inmensamente grande" (Gen 15, 1 ; cf. Apoc 22, 12). La esperanza no nos hace esperar de Dios un salario de esclavos, sino una recompensa de hijos, siendo Dios nuestro Padre; recompensa que consistirá en la participación de la íntima felicidad del amor de Dios.

Indudablemente que en el objeto integral de la esperanza entran no sólo el fin, sino también los medios necesarios para alcanzarlo, sobre todo la gracia de la perseverancia. Pero el fin es el que da valor a los medios.

Quien sirve a Dios únicamente en vista de una recompensa temporal, o quien sólo espera una recompensa secundaria en la eternidad, no vive de la virtud teologal de la esperanza.

b) El motivo u objeto formal de la esperanza no estriba en obras humanas (la colaboración humana no es más que una condición de la esperanza), sino únicamente en las promesas de Dios, garantizadas por su omnipotencia, amor, misericordia y fidelidad. Por lo mismo, la esperanza es tan firme como lo es la fe en estos divinos atributos y en la revelación, en la que se contienen las divinas promesas.

Por la esperanza se eleva el hombre hasta Dios, confiando en que Él se le ha de entregar con un amor eterno. Y es Dios mismo quien nos obliga a tal confianza al hacernos capaces de concebirla. Por eso la esperanza sobrenatural consiste en Sperare Deum a Deo per Deum: esperar poseer a Dios y esperarlo de Dios mismo y en virtud de las promesas del Dios infinitamente bueno, poderoso y fiel, y mediante el auxilio de su gracia.

Pero como somos peregrinos, en la esperanza entra otro elemento esencial : el temor de no alcanzar el fin eterno. Mas este temor no ha de hacernos vacilar ni un punto en la firmeza de la esperanza, en atención a los divinos motivos en que se apoya.

Podría alguien decir que el temor que forma parte de la virtud de la esperanza es algo exterior y advenedizo a dicha virtud, puesto que se funda sobre nuestra debilidad, inconstancia y proclividad al pecado : de Dios todo lo podemos esperar, de nosotros temerlo todo. Pero, mirado el asunto teológicamente, hemos de convenir que el motivo del temor, propio de la esperanza, es, en verdad, un motivo divino. Pues si tememos no alcanzar nuestro último fin a causa de nuestra libre y posible rebelión, en definitiva lo que tememos es vernos excluidos del amor de Dios, pero sólo a causa de la seriedad y delicadeza del divino amor, sólo a causa de la justicia de Dios.

Así pues, la esperanza infunde la absoluta confianza en que Dios, por su poder, bondad y fidelidad infinitas, cumplirá las magníficas promesas de su amor; pero, al mismo tiempo, nos da la firme persuasión de que su divina justicia ejecutará infaliblemente en nosotros sus tremendas amenazas, en el caso de que no permanezcamos en su amor hasta la muerte y de que vengamos a morir en pecado mortal.

Es en esta virtud de la esperanza en donde, sobre todo, se realiza ese carácter de tensión (esa "armonía de contrastes") que RUDOLF OTTO juzga característica de la religión: por una parte nos conquista y atrae el ternísimo amor de Dios (mysterium fascinosum), y por otra nos infunde tembloroso temor la majestad inmensa y tremenda de Dios (mysterium tremendum), aquí se transporta de gozo el corazón filial ante el amor de Dios, allí gime el corazón filial ante la ofensa de ese amor. Estos dos movimientos no se excluyen, sino que se compenetran formando un todo, que es el amor temeroso y la casta esperanza (Cf. SAN AGUSTÍN, In loannis evangelium, 43, 8 PL, 35, 1708 ; Enarratio in Psal. 118, 163, PL, 37, 1592 ; De civit. Dei, lib. 14, 9, PL, 41, 416).

La esperanza sobrenatural no desdeña las energías que proporciona la esperanza natural.

Para esto hemos de ponernos siempre ante los ojos la grandeza y hermosura de la esperanza sobrenatural, valiéndonos de vivas imágenes. Desde este punto de vista es del todo necesario, ¡ y cuán provechoso!, valernos, en la meditación y predicación (por ejemplo, al tratar del cielo o del infierno) de imágenes sensibles que, representando el objeto de nuestras esperanzas o temores sobrenaturales, despierten naturalmente nuestra atracción o nuestra repulsión. Pero siempre debe traslucirse con evidencia que el objeto real de nuestras esperanzas y temores es inmensamente superior a todas estas imagenes sensibles.

Por lo demás, la esperanza sobrenatural ha de compenetrar e informar todo el campo puramente humano y terreno de la esperanza natural, de manera que todo cuanto deseemos, aun en bienes naturales, lo ordenemos al objeto de la esperanza sobrenatural.

Así, no debemos aspirar a la salud o a la riqueza, al honor o al éxito, sino en cuanto estos bienes favorezcan, o por lo menos no impidan la consecución de nuestro fin eterno, si es que queremos realmente llevar una vida conforme a la esperanza sobrenatural. A la enfermedad y pobreza, a los reveses, dolores y oprobios sólo hay que temerles en cuanto, vista nuestra debilidad, puedan impedirnos el amor a Cristo. Ante la esperanza sobrenatural se eclipsan los intereses puramente terrenos, y en particular cuanto se opone a la consecución del fin eterno; mas no por eso se miran con despego los deberes humanos y terrenos, como si no fuéramos de este mundo. Con la esperanza sobrenatural sólo son incompatibles los sentimientos terrenos que alejan de Dios, ya que dentro del radio de esa divina virtud tiene que caer cuanto en el mundo dice relación con el reino de Dios. La actividad temporal es el campo de prueba de la esperanza sobrenatural. Si la esperanza da lugar a la prueba, la prueba, a su turno, produce la esperanza (cf. Rom 5, 3 s).

III. PRENDAS DE LA ESPERANZA

La prenda fundamental de nuestra esperanza son las divinas promesas de Cristo (cf. v. gr. las ocho bienaventuranzas). Pero también son promesas divinas, y por tanto prenda de nuestra esperanza, todas las pruebas de amor que Dios nos ha dado, pues cuando el amor de Dios principia una obra, su fidelidad la lleva a término, al menos en cuanto de Él depende. La pasión de Cristo es la prenda más firme de nuestra esperanza, puesto que ella nos demuestra la infinita misericordia de Dios, al mismo tiempo que su justicia contra el pecado. La resurrección de Cristo nos da la absoluta seguridad de que Dios podrá realizar sus promesas, pues la resurrección es la demostración más palmaria de su omnipotencia. Lo que Dios principió y realizó en Cristo, lo realizará asimismo en nosotros, con tal de que seamos de Cristo y permanezcamos en Él.

Los santos sacramentos y sobre todo el del bautismo y eucaristía son también fundamentos, aunque secundarios, de nuestra esperanza. En el bautismo, junto con la fe y la esperanza, se nos infunde la caridad, mediante la comunicación del Espíritu Santo, el cual nos imprime la impronta de una esperanza eterna. "La esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones, por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5, 5 ; cf. Eph 1, 13 s).

Fiador de nuestra esperanza es el Dios. uno y trino:

-el Padre, quien imprimió en nuestra alma su divina imagen y nos destinó para vivir en su compañía y nos rehizo de la manera más admirable;

-el Hijo, quien nos libró de la desesperación del pecado y nos invitó a participar de la gloria de la resurrección y nos introdujo en su reino eterno por los santos sacramentos;

-el Espíritu Santo, don personal del Padre y del Hijo, el más sólido fundamento de nuestra esperanza, y el cual nos ha dado su amor desde ahora como arras del eterno abrazo de su bondad, y por la divina y celestial consolación que nos comunica, nos hace buscar las cosas celestiales y nos libra de la engañosa alegría de la tierra.

El pecado destierra del corazón al Espíritu Santo junto con el divino amor; es, pues, muy comprensible que, subjetivamente hablando, quien está en pecado no pueda elevarse a un grado de confianza tan subido como el que goza de la gracia de Dios y del amor del divino Paracleto. El pecador, más que hijo del amor de Dios, es hijo de ira. ¿Cuál será, pues, el sentimiento que más debe cultivar? Suponiendo que no ha perdido la esperanza sobrenatural, lo que mejor le cuadra es el temor: por él llegará a la conversión y a la gracia. Así se levantará en su corazón una esperanza que lo rinda al amor. Pero no olvidemos que aun el pecador puede y debe esperar. Porque la virtud teologal de esperanza no desaparece con cualquier pecado mortal : sólo se aniquila por un pecado que ataque directamente la fe o la misma esperanza. Dios, por su parte, está siempre pronto a salvar al pecador con tal que quiera convertirse.

La esperanza sobrenatural del cristiano que ha pecado mortalmente se diferencia de la del que está en gracia, no sólo en que el sentimiento que en aquél predomina es el del temor, sino, sobre todo, en que el movimiento de acercamiento a Dios es en él esencialmente más débil. Quien peca mortalmente declara que, para el caso, más le importa el bien pasajero que los bienes divinos que le ofrece la esperanza : es, por lo mismo, imposible que tal pecador, sin un socorro especialísimo de la gracia, se eleve a una esperanza en Dios tan viva y profunda como el que conserva la amistad y filiación divinas. Así se comprende que la conversión, por la que el hombre orienta toda su existencia hacia la consecución de las divinas promesas, sea como una nueva creación, como un renacimiento del santo temor y de la esperanza. De ahí la gran importancia que, en la predicación misional, hay que dar al motivo del santo temor incluido en la esperanza.

IV. EL. CAMINO DE LA ESPERANZA

El camino de la esperanza comienza con el temor de los castigos eternos, con el temor de verse privado y excluido del amor de Dios, y con el aprecio de los bienes sobrenaturales que Dios nos ofrece. Luego tiene que libertarse el alma de los falsos goces y falsos bienes que la cautivan, para poder así despertar la confianza en la bondad y el auxilio divinos : así es como el hombre anda por el camino de la divina esperanza; es el camino hacia la alegría y el camino de la alegría; pero camino que va siempre marcado por la cruz de Cristo, pues es la vía de la paciencia en los sufrimientos: "¿No era conveniente que Cristo padeciese todas estas cosas y entrase así en su gloria?" (Lc 24, 26; 1 Petr 4, 1; 5, 10; cf. Sap 3, 4). Cristo probó su obediencia en la pasión (Hebr 5, 8) : los sufrimientos que Dios nos envía son también para nosotros el punto culminante de la prueba de la obediencia. El camino de la esperanza sigue también el camino de los preceptos, cuya quintaesencia es el precepto del amor. "Si quieres entrar en la vida observa los mandamientos" (Mt 19, 17). El cristiano ha de considerar la realiiación de su esperanza como recompensa por la prueba de fidelidad a los preceptos. El camino de la esperanza, en sentido pleno, es Cristo. Él es la nueva ley de gracia en nosotros. Y su precepto es que permanezcamos en Él, y que obremos según su espíritu. También Él será nuestra recompensa (cf. Apoc 22, 12 ; Is 40, 10).

Se trata, empero, de una recompensa del todo gratuita, que sólo se concede a la perseverancia en el bien, y ésta no puede merecerse, sino sólo pedirse ; de ahí que el camino de la esperanza sea el camino de la súplica, al mismo tiempo que el de la obediencia amorosa.

El temor, aliado de la esperanza, viene a sacudir la somnolencia del cristiano. Pero para que este temor no lo precipite en una inquietud angustiosa, se le da el apoyo de la oración.

La oración perseverante, animada por la confianza, nos hará ver que nuestra debilidad y nuestra inclinación al pecado no son tan temibles, y estaremos seguros de que, con la súplica, obtendremos el auxilio divino, y de que, si humildemente lo pedimos, siempre podremos orar. La oración es expresión de la esperanza, afianzamiento de la esperanza, garantía de alcanzar lo que promete la esperanza.

V. PERFECCIONAMIENTO DE LA ESPERANZA SOBRENATURAL
MEDIANTE LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

Por el don de sabiduría saborea el alma el placer del amor, el deleite de la amistad con Dios y de los bienes sobrenaturales, y se desarrollan las ansias de la esperanza. Además, este don vuelve más viva la confianza en la bondad de Dios, pues quien conoce no sólo teórica, sino experimentalmente el amor de Dios, no puede fácilmente dudar de Él.

Según S4NTO TOMÁS, el santo temor de Dios es el don especial que acompaña la esperanza. Con este don la esperanza se purifica de toda angustia desasosegada, y el temor filial viene a reemplazar al temor servil, de manera que ya no se teme tanto el castigo como la culpa del pecado, no se tiembla tanto ante la perspectiva de ser castigado por Dios como ante la posibilidad de ofenderle. Hay que tener muy presente que el "temor del Señor" es verdadero "temor" y no simple respeto ", y que ha de influir no sólo al comienzo, sino en todos los grados de la vida cristiana (Prov 1, 7; 9, 10; 15, 33; Eccli 1, 14, sobre todo 1, 20: "La plenitud de la sabiduría es temer al Señor").

Porque el alma santa penetra en las profundidades abismales del pecado y a todo bien prefiere la amistad de Dios, concibe un temor eficacísimo de ofenderlo y de perderlo. Ese santo temor, don del Espíritu Santo, no lleva a huir de Dios, sino, por el contrario, a echarse en sus brazos al percibir el peligro. Es un temor que se aviene perfectamente con la misericordia y la justicia divinas. Es un temor que no debilita la esperanza, sino que refuerza los bríos para la lucha y la confianza en Dios, pues uno de los frutos principales del don de temor es la oración perseverante, en la cual y por la cual alcanza la esperanza su mayor seguridad.

VI. PECADOS CONTRA LA ESPERANZA

Se peca contra la virtud de esperanza cuando, por descuidar los actos de esperanza o de temor, se pone en peligro la vida moral y religiosa.

1. La desesperación

La desesperación reviste dos formas que pueden encontrarse más o menos entremezcladas :

1) La falta de verdadero deseo de los bienes divinos. El hombre no aprecia los bienes divinos y prefiere los perecederos bienes materiales. Semejante desprecio hecho a Dios proviene de falta de amor a Él y de que el corazón está pegado a lo terreno (sobre todo a los placeres de la carne).

El índice de tal situación es la acedía o pereza espiritual, o sea la repugnancia por los bienes espirituales, ya por no encontrarles atractivo, comparados con los materiales, ya porque el .horror del esfuerzo que pide el seguimiento de Cristo es mayor que el deseo de la divina amistad.

El temor podría sacar al hombre de tal estado; pero lo único que podría remediarlo radicalmente sería la irradiación de la divina caridad mediante la esperanza cristiana.

La pereza espiritual, o pecado de desesperación, al no provenir de desconfianza en la misericordia de Dios, sino más bien del apego a lo terreno, admite diversos grados, algunos de los cuales pueden ser simples pecados veniales; siempre, empero, que no se estimen más los bienes de la tierra que Dios.

2) La falta de confianza en la infinita bondad de Dios. El hombre se dice, en contradicción con la fe, o que sus pecados son tan graves que Dios no ha de poder o querer perdonárselos, o que su debilidad actual es tan inmensa que Dios ni podrá, ni querrá ayudarle con su gracia a enmendar la vida y a bien morir. En esta actitud encontramos no sólo un pecado contra la esperanza, sino también contra la fe.

Los pecados consumados contra la esperanza cierran completamente el corazón a la acción del Espíritu Santo. Así es como la desesperación se convierte en pecado contra el Espíritu Santo y es uno de los de más trágicas consecuencias, puesto que hace radicalmente imposible todo esfuerzo de salvación.

2. La presunción

La presunción o temeridad no impide directamente el acercamiento a Dios, ni va contra la confianza en Él, sino mas bien contra el saludable temor que necesariamente implica la virtud de esperanza. El que desespera, prejuzga la no realización de la esperanza; el presuntuoso, por el contrario, la tiene por absolutamente segura. El presuntuoso puede pecar directamente contra la divina justicia, al persuadirse de que Dios le va a conceder la felicidad y la bienaventuranza, aun cuando no se convierta de corazón, ni le preste rendida obediencia. Quien niega la necesidad de la conversión y de los actos meritorios, peca también gravemente contra la fe.

Desconoce también el presuntuoso el carácter sobrenatural de la esperanza teológica y peca contra ella al pretender alcanzar
el fin eterno por las solas fuerzas naturales, o por actos de mera bondad natural. Es frecuente que tal actitud incluya también cierto desconocimiento del carácter sobrenatural del último fin.

La presunción incluye el rechazamiento del dogma de la gratuidad de la gracia de la perseverancia, pues el presuntuoso cree o haber ya merecido esa gracia, o que, mediante una estricta moralidad, la ha de merecer en lo porvenir. El descuido en pedir una buena muerte se asemeja mucho al pecado de presunción.

El pecado de presunción tiene su raíz en el orgullo, y a veces en la herejía, que puede ser, ora el pelagianismo, ora la falsa doctrina protestante de tener ya asegurada la salvación.

El diferir la conversión y el estar esperando mientras tanto que Dios no ha de enviar la muerte antes de poder convertirse, tal vez no llegue a pecado perfecto de presunción, pero sí es un pecado grave contra la esperanza, pues desconoce las exigencias del santo temor que se ha de tener a la justicia divina. Dios no ha prometido al pecador que rechaza la divina gracia esperarlo hasta que quiera convertirse; por el contrario, lo amenaza con la condenación. Por lo común, la dilación de la conversión no llega a pecado de presunción, pero sí arriesga imprudentemente la salvación por la poca estima que se tiene de las cosas divinas. Pero esa dilación no deja de ser pecado grave contra la esperanza y contra el verdadero amor a sí mismo.

Pecado grave de presunción será amontonar pecados y más pecados, diciéndose que a Dios le es tan fácil perdonar muchos y graves pecados como un solo pecado leve. Tal manera de pensar trueca el motivo de la esperanza en motivo de insolencia y pecado. Además, es contrario a la verdad decir que a Dios le da igual perdonar numerosos y graves pecados o pocos y leves; pues cuanto más largo ha sido el camino de pecado y más profunda la caída, tanto más difícil e improbable se torna la conversión. Es muy cierto que cuando hay verdadero arrepentimiento es legítima la esperanza de que Dios perdone tanto los más graves pecados como los más leves. Mas el problema está en saber si se llegará, al fin, a una conversión dolorosa y sincera, después de haberla diferido largo tiempo, y de haber añadido pecados sobre pecados. Dios no ha prometido conceder en todo tiempo la gracia extraordinaria de la contrición a quien, con insolencia, ha rechazado la divina gracia.

Quien sobre todo por apasionamiento ha cometido un pecado grave y vuelve a cometerlo, diciéndose que, después de todo, teniendo que confesarse, lo mismo da acusarse de dos que de uno, no comete propiamente pecado de presunción, pero sí una grave falta contra la esperanza (o contra el temor de Dios), y una amarga ingratitud por el insigne favor del sacramento de la penitencia.

Para vencer las tentaciones contra la esperanza, ya sean de acedía, o de desesperación, ya de presunción, lo que más aprovecha es la consideración de las postrimerías. A quien lucha con la desesperación le ayuda ante todo el recuerdo de la Madre de la misericordia.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 642-653