Sección segunda

LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA FE


Ser cristiano es ser creyente.
Por la revelación de sus íntimos misterios entra Dios en comunión con el hombre que se le abre en la fe. La fe es el fundamento de la comunión de vida y amor con Dios. Sobre la comunidad de fe de la Iglesia se asienta la comunidad de culto y la solidaridad de los fieles en la salvación. La fe desenmascara los antiguos poderes maléficos y descubre el nuevo mundo por el que la comunión de los redimidos debe empeñar todos sus afanes. La vida cristiana en su integridad debe ser considerada, desde el punto de vista de la fe, no menos que desde el del amor.

Nos importa aquí, por lo pronto, entender la esencia de la fe como la recta respuesta a la revelación de Dios (I). Ello nos permitirá ver con claridad los deberes que de la fe se derivan inmediatamente (II). Finalmente, tendremos que tratar de los pecados que, de suyo, atacan directamente a la fe (III).

1. LA ESENCIA DE LA FE

Creemos lo que Dios nos ha revelado en Cristo y nos enseña a creer por medio de la santa Iglesia católica. Pero no hemos de concebir el misterio de la fe como si fuera, en primera línea, la afirmación de un determinado número de dogmas. La teología moral, cuyo tema es la vida, ve ante todo en la fe la personal vinculación con el Padre de la luz, que en su Hijo nos permite participar de la riqueza de su verdad venturosa. "Puesto que fe significa asentimiento a las palabras de otro, en el acto de fe lo fundamental y en cierto modo la meta parece ser la persona en la que se cree, mientras que lo que de esta persona se cree queda, hasta cierto punto, en segundo rango".(ST II-II, q. 11 a. 1.)

Por consiguiente, el misterio de la fe sólo puede expresarse correctamente en la lengua del personalismo bíblico. Fe es encuentro personal con Dios en Cristo (1). La psicología de la fe no debe partir del hombre, sino de Dios, que en Cristo y en el Espíritu Santo es luz para la razón que a Él se abre (2). La conciencia del hombre es llamada por la palabra de fe y por la gracia que ilumina y mueve (3). Hasta qué punto es la fe encuentro con Dios, comunión con Dios, se nos hará evidente si consideramos la fe como fe salvadora (4). La fe es perfeccionada por los dones del Espíritu Santo (5).

1. Encuentro personal con Dios en Cristo

La fe descansa sobre la gratuita revelación de Dios, sobre la libre manifestación de Dios al hombre. No se llega a la fe por la mera fuerza de pruebas o de raciocinios lógicos. Dos personas sólo pueden encontrarse de veras si mutuamente se abren sus corazones.

La fe es más que un simple conocimiento de Dios: es un encuentro real con Él. Dios se manifiesta ya en la creación, que no es sino una palabra de Dios ad extra, palabra que el hombre sólo puede captar como venida de Dios. Él mismo le da la facultad y la gracia de comprenderla, a lo cual pueden también ayudar los raciocinios lógicos. La fe sobrenatural es una manifestación particularísima por la cual el Dios uno y trino revela los misterios de su corazón y comunica el tesoro de sus más secretas verdades, aquellas que el libro de la creación no puede contener ni manifestar de ningún modo. Por la revelación se manifiesta Dios a sí mismo, y mediante la gracia de la fe abre al hombre el corazón y la inteligencia para que pueda recibir rectamente la revelación.

En cuanto al hombre, su deber es recibir esa gracia que toca su inteligencia y corazón, y cooperar activamente con ella : tal es la respuesta de la fe y así es como el hombre se abre a Dios. La fe es un diálogo con Dios : Dios le envía al hombre su revelación y por ella le habla, dándole al mismo tiempo el oído capaz de captarla : tócale al hombre oir y responder por la fe.

La manifestación de Dios se realiza en Cristo. En cierto modo, ya en la creación se manifiesta Dios .al hombre por su Verbo todopoderoso (la segunda persona) ; pero por la encarnación del Verbo, por las palabras divino-humanas del Verbo eterno, nos habla Dios de sus secretos con amor de Padre. La gracia y la virtud de la fe son fuerza que procede de Cristo; así, la respuesta de la fe es respuesta en Cristo y por Cristo. La fe es el requisito y el comienzo del seguimiento de Cristo.

2. La fe, luz de la inteligencia

"La verdadera luz que ilumina a todo hombre, vino a este mundo" (Ioh 1, 9). La fe no es efecto de la luz de nuestra inteligencia, sino una iluminación, una dilatación, una agudización de nuestro conocimiento mediante una participación en el conocimiento de Dios, realizada por medio de la revelación. La inteligencia se doblega por la fe ante la autoridad de Dios; por eso la fe es fe en la autoridad. La inteligencia se somete al juicio del magisterio de la Iglesia católica (y por eso es fe católica).

La fe tiene por verdadero aun aquello que la inteligencia no puede penetrar positivamente. Con todo, la fe es razonable, porque presupone el juicio razonable de la credibilidad y de la obligación de creer. Dirígese a la inteligencia para iluminarla y darle el conocimiento de verdades ignoradas. Por su parte, la inteligencia puede esforzarse por darse cuenta de las verdades de la fe y por penetrarlas según sus fuerzas. Claro está que la inteligencia tiene que detenerse ante los misterios. San Pedro pide a los cristianos "estar siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que la pidiere" (1 Petr 3, 15).

3. Fe y conciencia

Tener fe es tener por cierto cuanto Dios ha revelado; por eso la revelación se dirige a la inteligencia ansiosa de verdad. Pero la fe no es obra de la persuasión, del raciocinio, aunque los motivos de credibilidad son para la razón más que suficientes. La fe es efecto de la gracia que ilumina y que mueve. "El que nos llamó por su propia gloria y virtud" (2 Petr 1, 3). Dios nos llama a la fe por medio de los signos exteriores, pero también por la fuerza interior de su gracia que mueve la inteligencia y la voluntad, sin apagar la libertad humana, sino llamándola a colaborar. No habría libertad para negarse a la . fe si ésta se presentara apoyada en una evidencia absoluta y rigurosa de las verdades que propone. Pero el contenido de la fe es todavía una luz velada. Dos actitudes defectuosas y condenables puede adoptar la voluntad respecto de la fe : la primera apartar la mirada de las razones evidentes de credibilidad, como es el caso de tantas personas exclusivamente embebidas en las cosas puramente humanas y profanas; la segunda, ponerse a buscar objeciones en su contra, parándose obstinadamente a mirar las dificultades intrínsecas que ofrece el objeto de la fe, en lugar de abandonarse tranquilo en ella, confiado en las pruebas divinas que abonan el hecho de la revelación.

Las verdades de la fe son verdades existenciales, es decir, verdades que comprometen intrínsecamente al hombre. Por eso la adhesión a la fe implica el reconocimiento voluntario de aquellas exigencias que la fe proclama y que alcanzan hasta lo más profundo del ser humano. Es exacta la frase de san AGUSTÍN: "Sólo puede creer el que quiere". Acertadamente dice también santo Tomas que "no cree la inteligencia sino bajo el imperio de la voluntad". Por su parte, el concilio Vaticano dice: "Quien dijere que la adhesión a la fe cristiana no es libre, sino producida necesariamente por los argumentos de la razón humana, sea anatema" Dz 1814.

La fe es esencialmente cuestión de conciencia. Ésta impone preguntar e investigar seriamente, desde el momento en que se presenta la posibilidad de la divina revelación, y mientras un hecho o una verdad parece realmente dudoso, prohíbe prestar una adhesión firme. Antes de aceptar la fe la conciencia tiene que dictaminar que se puede y se debe creer.

El "naufragio en la fe" va precedido por el abandono del dictamen de la conciencia (Cf. 1 Tim 1, 19). La buena conciencia es la que guarda el "misterio de la fe" (1 Tim 3, 9). La conciencia amonesta incansablemente a buscar la fe, o a permanecer en ella.

Por aquí vemos cómo la fe exige la actuación del hombre total, pues en la adhesión de la fe participa tanto la inteligencia como la libre voluntad, el espíritu que percibe la verdad y la voluntad que puede abrazarla o rechazarla, el conocimiento y la conciencia. La fe no es simple cuestión de inteligencia o voluntad, es también cuestión de "corazón" (en el que se sintetizan los afectos y la conciencia). "Corde creditur ad justitiam: con el corazón se cree para la justicia" (Rom 10, 10).

Por la fe se encuentran en el campo religioso el Dios de toda verdad y el hombre iluminado por Dios. Mas la fe es también un acto moral de la libertad, realizado bajo la moción del amor. Supone tina actitud moral y es ella misma un acto moral, aunque primariamente sea una decisión religiosa.

a) Prerrequisitos morales de la fe

No es la fe la resultante de las disposiciones morales del hombre. No hay puente que una al hombre, aunque sea de sana moralidad, con el insondable tesoro de los misterios divinos. La fe procede únicamente de la revelación de Dios y de la divina gracia, que hace al hombre capaz de recibirla y captarla. El encuentro íntimo entre dos personas sólo puede realizarse mediante la mutua apertura y entrega: para realizar el verdadero encuentro Dios se abre y se encamina al hombre por medio de la revelación ; a su turno debe el hombre abrirse completamente a Dios — o dejarse abrir — por la fe, poniendo a contribución todos los recursos de su libertad.

La fe no es pura y simplemente la revelación de la verdad, sino la revelación de la verdad exigente, que es al propio tiempo la bondad en persona. Así se explica cómo la decisión que tome el hombre ante la revelación depende esencialmente de la actitud interior tomada respecto del bien. Los deslices pasajeros, por lamentables que sean, no dificultan tanto la fe como una actitud hostil y premeditada que encarrila la vida por el derrotero del mal. El mayor obstáculo a la fe es la soberbia (cf. Mt 11, 25 s), pues para abrirse a Dios es indispensable entregársele y sometérsele. Otro gran obstáculo es la concupiscencia, cuando va hasta dominar completamente al hombre, pues el pensamiento de Dios y de sus misterios es inconciliable con la esclavitud a los sentidos.

La fe presupone, sobre todo, un alma sensible al amor, pues la revelación procede del amor de Dios y tiende a despertar el amor. La revelación se hace por el Verbo divino; ahora bien, "Éste no es un Verbo cualquiera, sino un Verbo que respira amor" (ST I q. 43 a. 5.). Sin duda que la fe no es todavía el amor ; más aún, es separable realmente de él, y tenemos entonces la fe muerta, expuesta a lamentables peligros, pero de suyo tiende esencialmente al amor. Por eso es intrínsecamente imposible abrazar la fe sin tener algún movimiento de amor y sin tender al amor. Sin duda que no es necesario que exista ya un amor tan poderoso que lleve a la entrega total a Dios; pero sí ha de ser un amor inicial que lleve al menos a aceptar la palabra que Dios personalmente nos dirige. Para creer es indispensable la gracia que mueva la voluntad ; pero ¿qué es lo que mueve, sino el toque del divino amor? Ese toque de amor de la voluntad debe pasar a la inteligencia para encenderla; sólo así podrá ésta abrir los ojos para ver. "Sólo una mirada enamorada penetra hasta el fondo" (Guardini). "Sólo el amor encuentra la actitud desde la cual el ojo descubre lo que es realmente el amado" (Id.) "La actitud amorosa abre los ojos de la fe; y cuanto más se afianza esta mirada, más se dilata el radio del amor y su luciente claridad. Puede, pues, afirmarse que la fe nace del amor y el amor de la fe, pues radicalmente ambos son una misma cosa" (Id.).

Dice san Juan que "Dios es amor"; por eso estamos de acuerdo con M. SCHELER cuando dice: "Sobre el amor se apoya el conocer y el querer, como sobre acto espiritual más profundo y fundamental. Con todo, hay que distinguir tres cosas : la moción amorosa por la gracia, la facultad de amar que recibe dicha moción y que es anterior a todo acto de voluntad o de conocimiento, y la correspondencia consciente y activa del amor, la cual sólo se realiza como efecto de un conocimiento claro y distinto. Encontramos aquí una débil semejanza de la misteriosa reciprocidad de conocimiento y amor en la augusta Trinidad, por la que el amor del Padre va al Verbo que de Él procede alcanzando al Espíritu de amor (pericoresis). "Según santo Tomás, es de la esencia de la fe que el Espíritu Santo produzca graciosamente en el alma un influjo recíproco entre el conocimiento y el amor que Dios infunde, entre la luz de la inteligencia y la moción de la voluntad, entre la entrega de sí y la prensión por Dios".

b) El acto de fe, acción moral

El acto de fe cae no sólo en el campo religioso, sino también en el moral: es un acto moral, puesto que procede de la libertad, puesto que con él se decide el hombre por Dios. Incluye, efectivamente, una decisión moral en sentido estricto, pues encierra el reconocimiento de la obligación de obedecer a Dios en todas las acciones intramundanas, puesto que la revelación no se contenta con mostrarnos en Dios a un Padre amoroso, sino que nos coloca ante nuestro amo y señor, que reclama con absoluto derecho toda nuestra existencia.

Es cierto que el acto de fe no va unido necesariamente con el firme propósito de realizar todo cuanto la fe exija, pero supone esencialmente reconocer el derecho de Dios del que dimana la absoluta obligación de obedecerle en todo; este derecho y obligación es la fe la que los nuestra.

Aun el que estando en pecado cree y hace el acto de fe, realiza una acción moral: pues reconoce, en contra de sí mismo y de su mal proceder, la obligación impuesta por la fe y la sentencia con que ésta lo condena. Mientras el pecador conserve la fe, y en la medida en que la conserve y la contemple, no dejará ésta de condenarlo a él y de abogar por los derechos soberanos de Dios. Es claro que el alma del cristiano pecador queda desgarrada por una cruel contradicción, al decidirse a obrar en contra de lo que le dicta la fe que profesa. Podría tal vez afirmarse que el pecado del creyente es peor que el del que está privado de la luz de la fe, pues aquél peca a la faz de Dios y obra contra la conciencia iluminada por la fe. Con todo, su pecado es mucho menor que el de aquel que ha desechado con obstinación la luz de la fe, puesto que éste niega conscientemente y por principio los derechos soberanos de Dios; y cada pecado suyo conlleva el rechazamiento absoluto de los divinos derechos. En el pecado consciente del fiel cristiano queda todavía un principio de arrepentimiento y conversión, proporcionado a la fe que vive aún en su alma; esa fe no dejará de mostrarle su culpabilidad; el pecador, al menos en principio, reconoce su obligación de obedecer ; y en fin, es ya un principio de buena voluntad el creer y aceptar los soberanos derechos de Dios.

"Cuando, empero, los derechos de Dios no encuentran en el corazón ningún eco capaz de provocar una decisión virtuosa, cuando en él no queda disposición alguna para cumplir lo que señala la conciencia", se llega pronto a un estado en que es imposible la adhesión de la fe, queremos decir de una fe verdaderamente activa y fructuosa; porque aún será posible creer "por tradición y por costumbre", pero con una fe aislada en el vacío.

Para llegar a una fe verdadera, y sobre todo para compenetrarse íntimamente con ella, se requieren las obras de la fe; lo dijo el Señor mismo: "Quien quisiere hacer la voluntad de mi Padre, conocerá si mi doctrina es de Dios o si es mía" (Ioh 7. 17). Quien practica el bien, se identifica con él y se dispone para oír y entender el llamamiento de Dios a la fe y al cumplimiento de cuanto ésta impone. Para medir el valor vital que encierra esencialmente la fe, precisa ser hombre de profunda moralidad. Dentro de la divinidad, la palabra o Verbo de Dios es eternamente fecundo ; de igual manera la palabra de la divina revelación, pronunciada en el tiempo, aspira por esencia a ser fecunda.

4. La fe que salva

La virtud teologal de la fe está esencialmente ligada con nuestra salvación. El Tridentino dice: La fe es el principio de la salvación humana, el fundamento de la justificación (Dz 801). Lo mismo enseña san Pablo: "El justo vive de la fe" (Gal 3, 11 ; Hebr 10, 38; cf. Hab 2, 4). El Evangelio, la revelación es "poder de Dios para la salud de todo el que cree" (Rom 1, 17). San Pablo no dice únicamente que el justo vive según la fe, sino que por la fe tendrá la vida: Ñoé, Botería. Pero es claro que el hombre alcanzará la salvación por la fe, sólo si ésta se traduce realmente en la vida, en la caridad (Gal 5, 6; Mt 7, 21; Iac 2, 14-24). La fe es fe salvadora en el punto mismo de donde arranca : Dios no se nos revela simplemente para que le conozcamos, sino para que seamos felices participando de sus inefables verdades. Con la revelación, Dios no tiene en vista únicamente su persona y su gloria, sino que también nos tiene en cuenta a nosotros y nuestra felicidad. "Creo en el Dios vivo, trino y uno... Por ser cristiano pertenezco yo mismo a la totalidad de aquellas cosas que creo. El cristiano es objeto de la fe confesada en el credo, de esa fe a la que ha sido llamado y a la que ha respondido creyendo. Y su respuesta quiere decir que cree poseer la vida por aquellas verdades cristianas que son objeto de su profesión de fe" (Guardini).

La fe "es la conciencia de la divina realidad, pero con el convencimiento de que mi ser subsiste por ella y en ella". Cuando decimos: "Creo en Dios" no queremos decir sola o principalmente que creemos en cada una de las verdades reveladas por Dios, sino sobre todo que creemos estar unidos y ligados por todas las fibras de nuestro ser con Dios, autor de la revelación. Es sobre todo por la fe que adquirimos la experiencia de que Dios piensa en nosotros y de que, por el acto de fe, pensamos nosotros en Dios, salud nuestra. Y al abrazar por la fe cada una de las verdades reveladas, y precisamente porque Dios las ha revelado, nos ponemos, en cierto modo, en contacto con nuestra salud, pues esas verdades son el medio por el que Dios nos llama a la salvación, a la vida, y son ellas las que un día formarán nuestra felicidad.

Empero, si la fe salva, si ofrece la salvación al que cree y vive de la fe, también es cierto que condena a quien rechaza conscientemente sus exigencias. "¿Qué le aprovecha a uno decir : yo tengo fe, si no tiene obras? ¿Podrá salvarle la fe?... ¿Tú crees que Dios es uno? Haces bien. Mas también los demonios creen y tiemblan" (Iac 2, 14, 17, 19).

La fe es muerta cuando ha perdido el dinamismo para las obras y la fuerza para una vida que lleve a la salvación. No es, pues, virtud en sentido pleno. "Para santo Tomás, semejante fe ha perdido todo valor... La "fe informe", la que no está enraizada en el hombre entero, ya no es virtud, ni se puede contar con ella como fundamento del edificio de la vida cristiana, ni mucho menos como su elemento esencial"20.

La virtud de la fe no se destruye por cualquier pecado mortal. Antes bien la conversión del pecador creyente muestra que su fe es una verdadera fuerza vital que lo empuja a conseguir la salvación, aunque no cuando comete el pecado, sino después. Hay, pues, una "fe informe" que es una fe salvadora, en cuanto muestra por lo menos el camino que lleva a la salvación, y hay otra fe informe, que es sencillamente fe muerta, una fe realmente vana, puro formalismo y rutina, que se queda en la religión de las ideas sin llegar nunca a verdadera virtud. La verdadera fe, la que es verdadera virtud y que sí salva, es la que está animada e informada por la caridad y que muestra su vitalidad por las obras del amor (Gal 5, 6; cf, 1 Cor 13).

La fe que conduce a la salvación dice relación íntima y esencial con Cristo. Si Cristo es el autor y el consumador de nuestra fe, es también nuestra salud. Por eso la fe salvadora implica la incorporación vital en Cristo. Por la fe habita Cristo en nuestro corazón (Eph 3, 17). "El que cree en el Hijo tiene la vida eterna" (Ioh 3, 36). "Quien cree en mí entra en mí. Y quien

20 CHRISTMANN, Geist und Glaube, «Die neue Ordnung" 4 (1950) 108. Cf. Edición alemana de la obra de santo Tomás, Deutsche Thomasausgabe, t. 15, pág. 395. En la pág. 396 se lee, sin embargo : "Es evidente que santo Tomás no niega a la fe informe eficacia para el bien obrar, y, en consecuencia, le reconoce el carácter de virtud". Pero todo depende de lo que se entiende por fe «informe ». La fe del demonio, de la que habla Santiago, nada tiene que ver con la virtud de la fe. Es completamente distinta de la fe del creyente pecador, fe que lo llama a conversión, aunque el objeto, o sea, las verdades creidas, sean las mismas.

entra en mí me posee, y poseerme es tener la vida eterna" 21.

Es evidente que la fe salvadora no es una simple persuasión abstracta de la verdad, sino una verdadera y viviente incorporación en Cristo, salud y. verdad nuestra.

Para san Pablo, la fe en la revelación es generalmente una "fe del corazón", o sea que es preciso creer con la inteligencia y con el corazón: "Corde creditur ad iustitiam" (Rom 10, 10). Por eso la verdadera fe salvadora es la fe del corazón, la que produce la incorporación viviente en Cristo, verdad y vida. La fe y la incorporación en Cristo por el bautismo forman una íntima y profunda unidad. "El que creyere y se hiciere bautizar, se salvará" (Me 16, 16). El bautismo del agua puede a veces reemplazarse por el bautismo de sangre o de deseo : la fe, empero, con nada puede reemplazarse 22. (En el bautismo de los niños aún no llegados al uso de la razón es la fe de la Iglesia la que cuenta.) "El que no cree ya está juzgado" (Ioh 3, 18). "Sin la fe es imposible agradar a Dios" (Hebr 11, 6).

Según la opinión más común y probable sólo es indispensable la fe en que Dios existe y en Él está nuestra salvación (o sea, la fe en Dios como remunerador y juez). Esta fe es necesaria con necesidad que llaman "de medio", o sea absolutamente, mientras que la fe en Cristo, en la encarnación del Hijo de Dios y en la redención es sólo necesaria para el hombre a quien Jesús ha sido efectivamente anunciado. Mas la fe salvadora será siempre y para todos la íntima relación con Cristo, puesto que fuera de Él "no hay salvación".

El bautismo es el sacramento que nos constituye miembros de Cristo y que infunde dentro de nosotros la virtud divina de la fe. Al bautismo de los adultos debe preceder el acto de fe. Por el bautismo, los infantes — y también los adultos, aunque en otro sentido — quedan admitidos en el ámbito donde resuena la voz del Padre a través de Cristo. El bautismo nos hace discípulos y alumnos de Cristo en forma existencial e íntima, mediante la Iglesia católica y por la comunicación de ese oído espiritual que nos dispone a oir en forma provechosa la palabra de Dios 23.

La fe muestra su fuerza salvadora y victoriosa al hacernos soportar los sufrimientos con paciencia y resignación. "La fe es la victoria que triunfa del mundo" (1 Ioh 5, 4 s). El mundo

21 SAN AGUSTÍN, In loannem 6, 47 ; PL 35, 1610.
22 Cf. Dz 1793.
23 Cf. SOIRON, l.c., pág.41.

corruptor pierde su brillo y atractivo para el que vive de la fe. Por ella, sobre todo, adquieren los sufrimientos otro significado y se convierten en fuerza salvadora unidos a la pasión de Cristo. De esta suerte la fe se une esencialmente a la esperanza cristiana (cf. Hebr 11, 1), pues es la fe la que propiamente ve en Cristo nuestra salud y la alcanza. La esperanza no es algo exterior y advenedizo a la fe : ésta reclama esencialmente la esperanza, siendo como es, fe salvadora.

5. Los dones del Espíritu Santo, perfeccionamiento de la fe

Para poseer el espíritu verdaderamente vivificante de la fe no basta tener esta virtud sobrenatural; preciso es que habite en el alma el autor mismo de la fe, el Espíritu Santo. Es el don de sabiduría, perfeccionamiento de la divina caridad, el que derrama en las profundidades del alma las hermosuras y primores de la fe. Dos son los dones especiales del Espíritu Santo que dan toda su amplitud y profundidad al conocimiento de la fe, a saber: el de entendimiento y el de ciencia. El don de entendimiento ayuda a penetrar los motivos de la fe y comunica el entusiasmo por ella, haciendo descubrir su seguridad y sus claridades. El fruto de este don es la alegría y felicidad de andar iluminado por la fe.

Lo opuesto es la obscuridad de la mente, la insensibilidad, la indiferencia ante la dicha y felicidad de creer.

El don de ciencia habilita al hombre para discernir con toda claridad lo que pertenece o no a la fe. Al paso que el don de sabiduría lleva a contemplar a Dios con los ojos enamorados del corazón, el de ciencia hace considerar a las criaturas con los ojos iluminados por la fe, haciéndonos descubrir, llenos de fe y de confianza, los designios de la divina providencia en los acontecimientos todos de la vida.

Lo opuesto a la fe iluminada por el don de ciencia es la credulidad, la facilidad en abrazar sin examen ciertas opiniones peligrosas e infundadas, y el ansia de obtener revelaciones privadas.

Puesto que nuestra salvación descansa sobre el amor que Dios nos ha mostrado en Cristo, la verdadera fe que salva exige una fe activa en el amor (Cf. Dz 800).

II. DEBERES INMEDIATOS QUE IMPONE LA FE

La fe exige, de un modo general, que sea puesta en práctica. con lo cual abraza la totalidad de la vida religiosa y moral. Las acciones todas del cristiano como tal arraigan en la fe; ésta es, pues, la raíz de todo acto que conduce a la salvación 25. Pero no por ello podemos decir que todas las obras del cristiano sean ejercicio de fe en sentido estricto. Los deberes especiales impuestos por la virtud de la fe son los siguientes :

1. Deber de estudiarla para conocerla

La fe es la comunicación al hombre de las divinas verdades. Por lo mismo, éste tiene el estricto deber de recibirlas en la mejor manera que le sea posible, lo que significa que está obligado a conocerlas en la mejor forma de que sea capaz. El grado de esta obligación se mide por la condición y el grado de inteligencia de cada uno y también por los peligros que amenazan la fe en ambientes que le sean hostiles.

Hoy no sería suficiente lo que en tiempos pasados se consideraba tal, pues entonces la mayoría de la gente no sabía leer ni escribir.

Es difícil determinar hasta qué punto hay obligación de aprender de memoria las fórmulas que expresan las verdades de la fe (por ejemplo, los diez mandamientos, el credo). Esto es sin duda necesario cuando es el único medio de poseer realmente esas verdades. Así existió antes para los adultos la obligación de saber de memoria el credo y el padrenuestro, como requisito indispensable para su bautismo. Pero más importante que saber de memoria esas fórmulas, es penetrar su sentido. La fe es una irradiación de la luz divina : "Yo soy la luz del mundo. Quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida" (Ioh 8, 12). Mas la fe sólo puede iluminar la vida cuando ha penetrado realmente nuestro espíritu. Por eso, entre los primeros y principales deberes del cristiano, hay que colocar siempre el de profundizar el conocimiento de las verdades de la fe. Y esto se consigue más por la meditación que por el simple estudio.

25 Tridentinum, Dz 801; Vaticanum, Dz 1789, 1793.

Para guiarnos en la fe tenernos la Iglesia, encargada de propagar la luz de Cristo. Por tanto, la fe pide adhesión a la Iglesia y sumisión completa a su autoridad doctrinal. El conocimiento verdaderamente profundo de la fe sólo es posible viviendo con la Iglesia y "sintiendo con ella" —sentire cum Ecclesia —, pues sólo así se encuentra el .cristiano en medio de la luz de Cristo, y siente su inteligencia y corazón iluminados por ella.

Contra este deber de conocer la fe peca gravemente el que no conoce nada, o casi nada de ella. Es sin duda pecado grave el de aquellos que ordinariamente dejan de asistir a la predicación dominical, si no tratan por otro medio de mantener despierto y de profundizar el conocimiento de dichas verdades. Y es de advertir que pecan también contra esta obligación las personas instruidas cuya instrucción religiosa es tan deficiente que no guarda ninguna proporción con sus demás conocimientos. Es particularmente grave el descuido de esta obligación, si con ello se origina peligro próximo de naufragar en la fe. Los padres de familia, los educadores y, sobre todo, los pastores de almas están obligados a vigilar eficazmente que sus subordinados reciban la debida instrucción religiosa.

El sacerdote debe, sobre todo, vigilar que los que reciben los sacramentos sepan realmente no sólo las verdades necesarias para salvarse, sino también las requeridas para recibir con provecho los sacramentos.

A los niños que no quieren asistir a la instrucción religiosa, y a los padres de familia que no los envían a ella, hay que negarles la absolución, si no dan señal de querer enmendarse.

2. Obligación del acto de fe

La obligación de hacer con frecuencia actos de fe urge, sobre todo, cuando se llega a conocer por primera vez la credibilidad de los artículos de la fe. En el bautismo de los adultos se exige a éstos el acto de fe (Cf. Trid. Sess. 6, cap. 5, Dz 797). Los bautizados en la infancia deben hacer el acto de fe cuando se les instruya en las diversas verdades que a ella atañen.

Cuando el magisterio infalible de la Iglesia define una verdad, quien hasta entonces había suspendido su asentimiento debe hacer un acto de fe y de adhesión a dicha verdad. Si la fe está expuesta a graves tentaciones, el único medio de salir victorioso es repetir los actos de fe.

El cristiano fervoroso hace diariamente muchos actos implícitos de fe : cuando reza, cuando hace la señal de la cruz, cuando por amor de Dios lucha contra las tentaciones. Con todo, preciso es exhortar vivamente a todos los fieles a hacer actos explícitos y formales de fe para crearse el hábito de acudir al motivo formal de la fe cada vez que experimenten alguna tentación.

La mejor demostración y el mejor ejercicio de fe es la oración. La fe vive por la oración y la oración por la fe.

3. Obligación de confesar la fe

Santa y grave es la obligación de confesar la fe de palabra y obra, siempre que así lo exige la gloria de Dios y la salvación del prójimo; y nunca, por ningún motivo, es lícito negarla.

Nada, ni siquiera el temor a la muerte o a los más atroces tormentos, puede ser motivo valedero para negar la fe, aunque no fuera más que en apariencia. El renegar de la fe es uno de los mayores pecados, y lo comete aun aquel que cree interiormente, pero exteriormente niega la fe. "A quien me confesare delante de los hombres lo confesaré yo delante de mi Padre, que está en los cielos ; pero a quien me negare delante de los hombres lo negaré yo delante de mi Padre, que está en los cielos" (Mt 10, 32 ; cf. Mc 8, 38; Lc 9, 26; 2 Tim 2, 12; Rom 10, 10).

El tomar parte activa en ritos de herejes, sobre todo el contraer matrimonio ante un ministro hereje, viene a ser prácticamente como renegar de la fe. En realidad, quien tal cosa hiciere manifiesta claramente que poco le importa una u otra religión.

Cierto es que pueden darse razones graves para disimular la fe por algún tiempo; pero siempre se ha de presuponer que quien lo hace está dispuesto a confesar claramente la fe a su debido tiempo, aun exponiéndose al peligro de la vida. Sin embargo, nunca está permitido el dejar de confesar la fe, o el disimularla, cuando ello equivale a negarla. Así, cuando la autoridad interroga acerca de la fe, es preciso confesarla claramente, a no ser que se trate de una persona incompetente para interrogar, pues en tal caso puede haber justos motivos para eludir la respuesta.

Cuando un infiel o un heterodoxo llega al conocimiento de la verdad católica, está de por sí obligado a confesar su fe, sin demora y públicamente. Con todo, pueden existir razones plausibles para diferir algún tiempo esta confesión, por ejemplo, cuando puede provocar la destrucción de un matrimonio, o desencadenar una persecución pública contra la Iglesia. En ningún caso, $in embargo, deben realizarse actos que impliquen aprobación de la incredulidad o de la herejía. Así, el protestante que ha abrazado ya la verdad católica no podrá en ningún caso asistir a la "cena" protestante.

Cuando un moribundo a quien quedan pocas horas de vida se convierte al catolicismo y a quien, sin embargo, no es conveniente obligar a que declare ante los parientes su abjuración, el sacerdote lo puede recibir secretamente en la Iglesia, pero, a ser posible, ante testigos que pudieran después atestiguar públicamente el paso dado, sobre todo si se trata de un personaje cuya conversión puede redundar en beneficio de la Iglesia.

En tiempo de persecución puede uno esconderse, pero no puede esconder su fe, cuando ello pone en peligro la fe de los demás o perjudica su causa. Por tanto, hay que hacer todo lo posible para no dar a los débiles ni la más ligera apariencia de vacilación, no digamos ya de traición a la fe.

Los pastores de almas, por su parte (obispos y párrocos), no deben darse a la fuga, abandonando la grey que les ha sido encomendada, mientras tengan la posibilidad de prestarle el ministerio sacerdotal necesario. "El buen pastor da la vida por sus ovejas. El mercenario.., huye" (Ioh 10, 11 s). Sin embargo, cuando a la larga la fuga ha de redundar en pro de la misma grey, no se hace sino realizar la palabra del Señor : "Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra" (Mt 10, 23).

Cuando ciertas solemnidades o ceremonias impuestas por el gobierno tienen de por sí doble significado, y pueden expresar ora un culto religioso inadmisible, ora un acto de sumisión o respeto civil, de moralidad inobjetable, entonces el católico puede someterse a ellas por graves razones, con tal, empero, que por su conducta, o por una declaración terminante, manifieste que no intenta realizar ningún acto religioso, sino simplemente una ceremonia civil. Según este principio, la Iglesia ha tomado recientemente una generosa actitud respecto del culto rendido a Confucio, a los antepasados y a sus cenizas en China, Japón, Siam, etc. A ello han contribuido, sobre todo, las explicaciones dadas por las autoridades gubernamentales competentes. Según dichas explicaciones, en esas ceremonias no se trata de la profesión de una fe religiosa, sino simplemente de una demostración de patriotismo y orgullo nacional 27.

4. Obligación de propagar la fe

La santa Iglesia católica tiene el deber divino y, en consecuencia, también el derecho de predicar la fe en todo el mundo (Mt 28, 19; Mc 16, 15).

Quien aprecia en su debido valor la dicha de poseer la verdadera fe, tiene que arder en celo por comunicar 'a otros este don inapreciable. A quien inflama la gloria de Dios y de la Iglesia, se le hace amargo el saber que haya tantos hombres que no tributan a Dios el honor que se le debe, al ver que Cristo no es conocido, o ignorada la verdadera Iglesia.

El amor a la "paz religiosa" no es la indiferencia por el "reino de la verdad y de la gracia" ni la apatía que rehuye todo esfuerzo por traer a la verdad de la fe a los herejes e infieles. Sólo el ignorante, o el que piense erróneamente que todas las religiones son igualmente buenas, puede tachar de injusto proselitismo el celo ardiente de quien está dispuesto a emprender cualquier cosa para llevar todos los hombres a la verdadera fe.

Claro es que puede haber un proselitismo de mala ley, y es el de quien se da por satisfecho con ganar adeptos para la fe sin cuidar de que den el paso con convicción y conciencia. El celo por la fe es adverso a toda imposición violenta y a todo engaño.

El verdadero cristiano tiene que sufrir ante las sangrientas heridas que se abren en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ante los millones de cristianos disidentes, privados, en parte, de los sacramentos de la verdadera Iglesia. Preciso es que la conversión de los herejes forme el objeto de nuestras más ardientes súplicas. Pero sólo un amor compasivo y comprensivo y un celo prudente abrirán el camino que llegue hasta el corazón de los que yerran.

A esta causa pretende servir el movimiento intitulado "Una Sancta". La instrucción del Santo Oficio hace resaltar la importancia de tales movimientos. Aunque sólo se consiguiera con ellos echar abajo los muros de la incomprensión y poner de manifiesto el amor pastoral que siente la Iglesia para con todos aquellos hermanos separados, ya se habría conseguido mucho.

La obligación de propagar la fe incumbe en primer término a la jerarquía eclesiástica, a quien toca dirigir y vigilar la predicación. Las órdenes religiosas deben ponerse a su disposición para esta tarea, en cuanto les sea posible. El can. 1350 inculca a obispos y párrocos la grave obligación no sólo de portarse como pastores de los fieles, sino también la de tener en cuenta a los infieles o herejes que vivan en su territorio.

Los pastores cumplen con su deber de propagar la fe favoreciendo las asociaciones misionales y sobre todo fomentando las vocaciones misioneras. Los fieles, por su parte, han de contribuir a la obra misional con su buen ejemplo, con sus oraciones y, según sus posibilidades, con sus limosnas. Quien, pudiendo dar, nunca da nada para las misiones, difícilmente podrá excusarse de pecado grave. Pero el buen ejemplo y la propaganda son una ayuda que todo buen cristiano puede prestar al apostolado.

Discutida es la cuestión de si hay obligación individual de partir a misiones. De suyo, la obligación de socorrer a los paganos que se encuentran en grave necesidad espiritual recae sobre la Iglesia en su conjunto, no sobre los individuos; pero es claro que la Iglesia no puede realizar esta obligación sino por la acción generosa de los individuos. Dios, por su parte, da las aptitudes y llama interiormente a esta obra a un número suficiente de almas. Pero si muchas rechazaran la divina vocación, es evidente que dicha obra decaería. Por tanto, creemos que el que se siente claramente llamado está obligado a corresponder. En todo caso, los religiosos que se comprometieron con voto a una vida perfecta, deberían estar dispuestos a marchar a las misiones si sus legítimos superiores se lo ordenaran. La objeción de que sus votos no eran de marchar a misiones, sólo tendría valor para quienes no tuvieran aptitudes para ello.

Y quien, por motivos desordenados, quisiera retener a otro que se siente llamado a la obra misional, difícilmente podría excusarse de pecado grave. Ni siquiera el amor paterno es motivo para justificar una obstinada negativa, aun cuando en este caso la falta pueda ser a veces subjetivamente menor.

5. Obligación de guardar a salvo la fe

Son quebradizos los vasos en que guardamos este tesoro de la fe, tan esencial para salvarnos. En consecuencia, tenemos que pedirle a Dios que nos ayude a guardar la fe, pero tenemos que hacer también todo lo que esté en nuestra mano para preservarla de los peligros y salir siempre victoriosos de las dificultades. El estrecho contacto que hoy día se tiene con infieles y herejes hace difícil evitar esos escollos. Pero el peligro, de próximo, hay que hacerlo remoto, empleando la oración, la vigilancia y el estudio serio y profundo de la religión. Siempre que pueda evitarse un grave peligro para la fe, hay que hacerlo aun a costa de serios sacrificios.

1) Ya dijimos cuán peligroso era para la fe llevar una vida que la contradiga. El peligro viene sobre todo de la impenitencia y de una orientación general de la vida que es incompatible con la fe.

2) Otro peligro es la tibieza de la fe. La fe pide esencialmente los ardores de la caridad, que le da su forma y su vida. La fe indecisa está asimismo en peligro; pues no le es fácil refutar las objeciones que se oyen en un ambiente hostil y resistir las tentaciones internas ante la obscuridad de los misterios. Esta obscuridad es sobre todo un obstáculo para los espíritus orgullosos y para los amadores del mundo.

3) Los cines y teatros de inspiración' pagana, la prensa y libros malos arrancan la fe del corazón de muchas almas. Es, pues, necesario neutralizar, en cuanto sea posible, esos centros de infección e imprimirles una orientación positivamente cristiana.

Es indudablemente pecado grave asistir a cualquier película que se proyecte sin informarse previamente acerca de su calidad, consultando la censura eclesiástica de las películas.

El conservar periódicos antirreligiosos sólo se permite por graves razones de orden económico o apologético, y su lectura sólo es lícita a quien está tan fuerte en la fe que no incurra por ello en peligro próximo. Por lo demás, el derecho canónico exige el correspondiente permiso.

Asimismo es reprobable el escuchar indistintamente toda clase de emisiones de radio. A veces puede ser hasta falta grave el que en las familias con niños se capte indiscriminadamente cualquier emisión, sabiendo que muchas de ellas son irreligiosas. Los padres no sospechan muchas veces cuánto daño causa ello en el alma de sus hijos. Cuando una emisora ofrece audiciones, ora buenas, ora malas, preciso es seleccionar los programas de intachable moralidad. No es, pues, correcto el sintonizar cualquier emisora sin saber lo que va a ofrecer, hasta que aparece lo que es nocivo a la fe y buenas costumbres.

El consejo de padres de familia para la calificación de las películas, de la prensa y la literatura, y para el establecimiento de buenas librerías ha de ser uno de los principales cuidados del ministerio pastoral.

Las prescripciones del derecho canónico relativas a los libros prohibidos y a la censura y las penas establecidas contra sus transgresores integran el cuidado pastoral de la Iglesia en defensa de la fe.

Conviene tener presente que los malos libros no quedan prohibidos únicamente por su inclusión en el índice, pues ya el derecho divino natural los prohíbe a todo aquel que lealmente tenga que confesar que para sí son peligrosos.

4) La lucha por la escuela católica ha pasado a ser, en casi todos los países, la tarea más urgente en defensa de la fe. El monopolio estatal de la instrucción, sobre todo en manos de gobiernos no cristianos, es la injusticia más clamorosa contra Dios, la Iglesia, los padres de familia y los niños. Todo niño católico tiene el sagrado derecho de que se le dé una instrucción totalmente católica. Al gobierno hay que pedirle que no impida el establecimiento de escuelas católicas confesionales y que no obligue a los padres de familia católicos a subvenir al sostenimiento de escuelas irreligiosas o heterodoxas, pues tienen ya a su cargo el sostén de las escuelas católicas.

El estado, o debe sufragar las escuelas legítimamente pedidas por los padres de familia, o no debe sufragar ninguna. Y en cuanto a escuelas contrarias a la fe o a la moral, no debe esperar el requerimiento de los padres para suprimirlas. El imponer escuelas rechazadas justamente por los padres o exigir impuestos para las mismas constituye grave quebrantamiento del derecho.

Siempre que los padres puedan enviar a sus hijos a escuelas católicas, están obligados a ello, aunque fuera con graves sacrificios para sí y para sus hijos. Sin embargo, cuando en el lugar no hay más que una escuela y ésta no es católica, si vistas las circunstancias se considera aún posible que en ella reciban los hijos una adecuada educación religiosa, difícilmente podría exigirse a los padres enviar a sus hijos a escuelas católicas demasiado distantes o demasiado atrasadas. Cuando, a causa de la ley o ele las circunstancias, deben los padres enviar a sus hijos a escuelas "neutras" (a escuelas católico-protestantes, o lo que es peor, a escuelas aconfesionales), urge para aquéllos y para los pastores de almas la obligación de velar más de cerca sobre la instrucción religiosa de la juventud, para preservarla del peligro ele la incredulidad o del indiferentismo.

Preciso es distinguir dos clases cíe escuelas peligrosas: las unas positivamente peligrosas, las otras negativamente. Las negativamente peligrosas son las que no se cuidan para nada de la religión como medio educativo, pero que al menos no la combaten. Las positivamente peligrosas son las hostiles a la religión y que la combaten, ya por los libros de texto, ya por el plan de estudios, ya por los profesores, o por todo esto a la vez. Pues bien, si el peligro que ofrece una escuela es de tal naturaleza que no pueda contrarrestarse por una instrucción religiosa suplementaria, entonces ningún pretexto podrá excusar a los padres que envíen a sus hijos a tales escuelas.

Los padres de familia que expusieran así culpablemente a sus hijos al próximo peligro de perder la fe, son indignos de recibir la absolución, mientras no dieran muestras de enmienda.

El adherirse a un partido que pretende arrebatar a los padres de familia la escuela católica, es indudablemente pecado grave, a no ser que lados los demás partidos sean tan peligrosos, o más, para la buena causa.

La fuerte lucha de diversos partidos contra la escuela católica estriba en el grave error de que "la religión es asunto privado". El pretender que la vida pública y sobre todo la educación no tienen por qué preocuparse de religión, equivale a negar a Dios el derecho de intervenir en esos asuntos.

El peligro especial de las escuelas comunes para católicos y acatólicos es el indiferentismo, o sea la perniciosa idea de que lo mismo da practicar una religión que otra, con tal de ser persona decente.

5) Los padres deben también vigilar el peligro que pueden correr sus hijos por razón del trabajo que aprenden o desempeñan. Delata una culpable desestima por la fe el pensar más en la buena colocación de los hijos que en los peligros a que sus creencias están expuestas.

Cuando los católicos tienen que comprometerse con acatólicos o in-fieles, deben de antemano, y si es posible por contrato, salvaguardar su derecho de practicar su religión y de cumplir fielmente con su deber dominical.

6) El interconfesionalismo trae consigo el peligro del indiferentismo en los diversos campos culturales. Las alianzas interconfesionales, verbigracia de diversos partidos, de sindicatos obreros, de sociedades culturales y científicas, sólo son lícitas cuando las exige una verdadera necesidad económica o cultural y, sobre todo, cuando las requiere la unión de todos los cristianos en la lucha contra la incredulidad. Pero es indispensable que desde el principio la liga interconfesional se comprometa a guardar estricta neutralidad en los puntos religiosos que son causa de discordia y litigio.

7El sostener amistad personal con acatólicos o infieles puede ser lícito al católico firme e ilustrado en su fe, suponiendo que aquella amistad no dañe a sus convicciones. Semejantes amistades son de veras buenas e inofensivas cuando el católico está profundamente animado de apostólico celo por el bien espiritual de su amigo.

Son casi siempre peligrosas las amistades con personas fanáticas de otras religiones. Pero notemos que, aunque a veces sea preciso evitar alguna de estas amistades, la verdadera caridad y el celo impone siempre muestras de cristiana cortesía.

A niños y adolescentes aún no formados no es de ningún modo aconsejable la amistad con acatólicos. Y los padres de familia han de vigilar para que las necesarias relaciones de sus hijos con personas acatólicas no se conviertan en un peligro.

8) Los matrimonios mixtos son el más grave peligro para la fe, como demuestra la experiencia. Por eso la Iglesia, llevada de su amor pastoral, conjura a los fieles a que los eviten. El cristiano debe preferir abstenerse del matrimonio a contraer uno que pueda poner en peligro próximo su fe y la de sus hijos. Sólo un católico lleno de apostólico celo puede prudentemente arriesgarse a un matrimonio con persona acatólica o infiel. Por tanto, cuando un católico que ha llevado hasta entonces una vida más bien tibia, cree tener motivos poderosos para un matrimonio mixto, no se ha de contentar con las simples cautelas que exige el derecho canónico: garantía de que gozará de absoluta libertad para el ejercicio de su religión y de que todos los hijos serán bautizados y educados católicamente; ha de esforzarse por adquirir sentimientos de verdadero celo apostólico por la fe. El contacto social entre familias católicas que viven en la diáspora o regiones acatólicas y la colaboración de los centros de trabajo en las regiones católicas pueden, al lado de otros medios, contribuir a que no se multipliquen los matrimonios mixtos.

9) La activa participación en ritos que incluyan la adhesión a una fe herética está siempre prohibida, pues equivale a negar la verdadera fe. En cuanto a la asistencia a actos religiosos heterodoxos, será pecado en la medida en que pueda constituir peligro para la fe o dar lugar a escándalo. Lo propio ha de decirse de escuchar sermones acatólicos en la radio.

La asistencia puramente pasiva a ceremonias acatólicas—bautismo, matrimonio, exequias — por razones de parentesco, amistad o cortesía, es lícita por serios motivos. Lo cual no puede decirse, sin embargo, del matrimonio acatólico de un católico.

La asistencia por mera curiosidad es inconveniente, aunque no hubiera ningún peligro para la fe. El orar privadamente, fuera de actos litúrgicos, no acatólicos es lícito, si se trata de oraciones conformes con la fe católica y no hay circunstancias que puedan dar lugar a escándalo.

6. El deber de someterse al magisterio de la Iglesia

"Id, pues, y enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19). "El que a vosotros oye, a mí me oye" (Lc 10, 16). "La fe viene por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo" (Rom 10, 17). La fe nos somete al magisterio de la Iglesia, porque a ésta ha confiado Cristo su verdad y le ha inspirado el espíritu de verdad.

Del mismo modo que la fe salvadora no excluye las obras, sino que las suscita (Eph 2, 9 s), así también la libertad de los hijos de Dios, fundada en aquélla, está muy alejada de la desobediencia que no conoce dueño alguno. Significa más bien gozosa sumisión a Dios (cf. Rom 3, 28, 31) y, de acuerdo con su voluntad, sumisión también al magisterio de la Iglesia.

Y si la vida de la gracia empuja a las buenas obras, así también la "obediencia a la fe" (Rom 1, 5) se hermana con nuestra libertad. Una perfecta obediencia a la fe significa libertad perfecta. Es, sin embargo, una experiencia dolorosa y siempre repetida, que en este nuestro estado de peregrinación las buenas obras exigen una lucha empeñada, y que los fieles sólo pueden prestar obediencia a costa de renovados actos de abnegación. La razón está en la flaqueza de nuestra vida en la gracia y en la imperfección de nuestra libertad. Dios quiere consumar nuestra libertad a través de la comunión de fe de la Iglesia y por medio de nuestra necesaria sumisión a ésta, con el fin de "preparar en nosotros el segundo advenimiento de Cristo, por cuanto morimos del todo para nosotros mismos y resucitamos a la nueva vida en el Espíritu Santo. En efecto, la obediencia a la fe, que la Iglesia debe exigirnos, no es una obediencia de esclavos. Ella nos conduce a la interna belleza de la fe y nos protege y salvaguarda contra el peligro de que nuestra libertad degenere en capricho y sea presa de los descarríos de la arbitrariedad.

La sumisión a las decisiones de la Iglesia no es un deber que venga a añadirse exteriormente a la fe. Es, más bien, un elemento esencial de la fe. Nuestra fe se refiere, en cuanto a su contenido, a las enseñanzas de la Iglesia. "La fe viene del oir." Cierto es que en la virtud de la fe es Dios mismo quien, por su intervención directa, nos hace capaces de recibir su revelación. El Espíritu de Pentecostés, que constituye el alma de la Iglesia, nos instruye en nuestro interior. En este sentido no necesitamos que nadie nos enseñe (cf. 1 Ioh 2, 27). La unción que hemos recibido del Señor nos hace clarividentes, para que conozcamos que Dios ha hablado en Cristo y ha confiado su palabra a la Iglesia. Pero lo que Dios ha hablado, eso debemos aprenderlo. Instruidos en nuestro interior por el Espíritu, que es el espíritu de la Iglesia, debemos por fuera recibir la enseñanza, la tradición de esta misma Iglesia, que está asistida por el Espíritu de Verdad (cf. 1 Ioh 2, 24; 2 Tim 1, 13 s). La Iglesia es la comunión de fe que nos transmite el tesoro de la verdad divina a través de la unanimidad en la fe. Ella fija con infalible sentencia lo que debe ser creído. Sus órganos para ello son el papa y, junto con él, los obispos. El magisterio eclesiástico, personificado en el papa y en los obispos, nos ha sido dado para protección de nuestra ortodoxia. Por eso le debemos una sumisión v obediencia agradecidas.

Para que nuestra obediencia al magisterio eclesiástico sea ilustrada y consciente, importa mucho conocer los límites de su infalibilidad carismática y saber que sólo nos exige un asentimiento absoluto cuando nos presenta una verdad en su condición de revelada. En todo lo demás, el asentimiento que, en virtud de nuestra actitud de creyentes, prestamos con gozosa libertad a las decisiones del papa y los obispos, es una adhesión respetuosa y llena de filial confianza, mas no siempre ni necesariamente un asentimiento de fe propiamente dicho. No en vano distingue la doctrina diversos grados de seguridad con respecto a distintas materias.

Las decisiones solemnes y extraordinarias tomadas en un concilio general o por el papa, cuando dice la última palabra como maestro supremo (ex cathedra), deben recibirse con un acto de fe. También requiere de nuestra parte un asentimiento sin reservas todo lo que los obispos del orbe católico entero enseñen unánimemente como una verdad de fe ; pues el Espíritu de verdad no va tampoco a abandonar al magisterio general y ordinario de la Iglesia. De otro modo, ésta no sería ya "columna y fundamento de la verdad" (1 Tim 3, 15).

El obispo, aunque no sea infalible, es en su diócesis el maestro establecido por Dios. Lo que él dice hay que creer, debe aceptarse fielmente, a no ser que existieran dudas fundadas sobre su coincidencia con la creencia general de la Iglesia.

Las decisiones definitivas de los concilios y del papa, que aun sin tener por contenido verdades reveladas, están, sin embargo, en estrecha relación con éstas, exigen una sumisión de la inteligencia absoluta y plena. Con toda razón se las considerará como infalibles e irrevocables. Sin embargo, no exigen directamente un asentimiento en virtud de la fe divina.

Los decretos de las Congregaciones romanas no se presentan nunca, en sí mismos, como infalibles. Por consiguiente, no soportan, hablando en general, un asentimiento de fe propiamente dicho; es más, ni siquiera piden un consenso incondicional e irrevocable. ¿Qué piden, pues? Un asentimiento real, pero en correspondencia con el grado de su seguridad. Lo mismo puede decirse de las declaraciones doctrinales, pero no infalibles, de los papas, a no ser que en el caso concreto se trate ya de una doctrina general de la Iglesia que merezca ser tenida por irrevocable. Aquí vendrán a cuento algunas precisiones de detalle.

1) Es claro que dichas decisiones, comparadas con las sentencias de los sabios individuales, son más objetivas y seguras. La Iglesia debe creer que aún en aquello que no cae bajo el dominio de la infalibilidad, los órganos oficiales de la verdad están más asistidos por el Espíritu Santo que los sabios individuales en sus sentencias particulares. Animado por esta convicción, debe mostrarse humilde quien se sienta alcanzado por alguna decisión de dichos órganos.

2) Consta, asimismo, que algunas decisiones de las comisiones papales han aparecido con el tiempo equivocadas, o por lo menos deficientes. Es, con todo, necesario tener en cuenta que no pocas decisiones a primera vista parecen decisiones doctrinales, cuando, en realidad, no son más que disciplinarias. Así, por ejemplo, la expresión "tuto doceri non potest" significa, en primer término: tal o cual opinión no debe por el momento sostenerse, al menos como doctrina y conclusión firme ; lo más a que se puede aspirar es a darla como hipótesis, presentándola expresamente como tal. Y si más adelante dicha hipótesis cuadra mejor con el conjunto de las verdades de la fe, es decir, si desaparecen todos los equívocos y, sobre todo, si ya no se presenta en oposición con alguna verdad revelada o tenida por la Iglesia como segura, quiere decir que han desaparecido las razones que motivaron la resolución de la Comisión pontificia y que dicha resolución ha perdido ya toda su fuerza.

Una proposición puede ser en sí misma verdadera, pero puede traer consecuencias tan desgraciadas, que parezca estar en contradicción con las enseñanzas de la Iglesia: en tal caso la Comisión pontificia tiene toda la razón para proscribirla, hasta que aparezca claramente que no tendrá peligrosas consecuencias.

3) Las decisiones de la Santa Sede y de las Congregaciones romanas no exigen una adhesión superior al grado de seguridad que ofrecen.

Cuando se trata de decretos disciplinarios se requiere la sumisión disciplinada y el respeto interior a la autoridad, así como también la reverente aceptación de los motivos alegados. Si se trata de la reprobación de alguna doctrina, cualquier rebelión interior contra la autoridad docente sería pecaminosa. Pues hay que presuponer que, para llevar a tal decisión, la autoridad eclesiástica ha procedido con madura reflexión, y por lo mismo hay que aceptar que obró con justicia, a no ser en casos excepcionales en que razones claras y evidentes persuadan de lo contrario.

Cuando algún autor cree tener razones absolutamente ciertas en contra de la decisión de una Comisión papal, debe examinar ante todo si el modo y manera como él ha propuesto su opinión no ofrece peligros para la recta inteligencia de la fe o para las almas débiles. Y mientras su conciencia no le persuada claramente de que el continuar defendiendo su sentencia censurada es de gran importancia para comprender la fe, para defenderla y para el fomento de la piedad, debe renunciar a dicha defensa. Además, al continuar defendiendo su punto de vista, el autor ha de manifestar claramente que su sumisión a la autoridad eclesiástica continúa siempre sin reservas, y que en nada pretende menoscabar la autoridad de la Silla Apostólica. Debe, sobre todo, mostrar en su nueva exposición los puntos de vista que acaso eran desconocidos para la Santa Sede y suprimir las explicaciones inexactas que tal vez se habían deslizado en precedentes exposiciones. De no proceder así, sería injustificado el volver a tratar la cuestión. Por último, conviene notar que un autor animado de buenos sentimientos para con la autoridad eclesiástica no defiende sus opiniones con terquedad, sino que las expone modestamente, como cuestiones y problemas cuya solución hay que intentar.

III. PECADOS CONTRA LA FE

Todas las faltas contra las obligaciones que impone la fe son, en sentido amplio, pecados contra dicha virtud. Aquí consideramos principalmente los pecados que van directamente contra la fe y que destruyen intrínsecamente el hábito infuso. Son los pecados de infidelidad, de herejía, de apostasía y de dudas contra la fe.

1. La incredulidad

Tres especies de incredulidad han de distinguirse:

1) Falta inculpable de fe. Es la de aquel a quien la conciencia no le ha señalado aún la necesidad de decidirse en pro o en contra, y sin que en ello lleve culpa propia. En este caso, tal incredulidad o descreimiento no es pecado, sino más bien consecuencia del pecado de otros, que acaso se hicieron culpables, por lo menos, de negligencia en propagar la fe.

2) Falta de fe por efecto de negligencia culpable. Es la de quien, advirtiendo la obligación de buscar la fe, no la cumple, o sólo la cumple remisamente. La culpabilidad en este caso está proporcionada al grado de negligencia.

3)) Oposición culpable a la fe. Por más grave que pueda ser la negligencia en las cosas de la fe, el pecado formal de infidelidad sólo se comete por la oposición consciente a la fe ya descubierta o a alguna verdad conocida de la misma. La incredulidad es uno de los pecados más graves y uno de los más funestos, puesto que derriba todos los puentes que conducen a la salvación. "Quien no creyere se condenará" (Mc 16, 16). "El que no cree ya está juzgado" (Iob 3, 18).

Lo tremendo y enorme del pecado de incredulidad sólo puede comprenderse mirándolo a la luz de la revelación de Cristo, el Verbo encarnado. El gran pecado es que el mundo no le crea, siendo Él la misma verdad (cf. Ioh 16, 9). La infidelidad de quien ha conocido la misión de Jesús en el Espíritu Santo y la rechaza, o aun la execra, constituye el "pecado contra el Espíritu Santo", el "pecado que conduce a la muerte" (Mt 12, 31 ; Mc 3, 29; cf. 1 Iob 5, 16; Hebr 6, 4, 6; 10, 26).

2. La herejía

Preciso es distinguir entre el error inadvertido e inculpable acerca de una verdad de la fe (herejía material) y el pecado de herejía (herejía formal).

La herejía formal consiste en rechazar, siendo cristiano, por mala voluntad una o varias verdades de aquellas que deben aceptarse con fe divina y católica.

Cuando un cristiano rechaza en conjunto todas las verdades cristianas comete el pecado de apostasía.

La herejía, y con mayor razón la apostasía, se cuentan entre los pecados más graves.

La herejía es una especie de infidelidad, puesto que por ella se atreve el hombre a poner en tela de juicio el fundamento esencial de la fe, que es la divina autoridad de Dios revelante, y con osada suficiencia, apoyándose en las cortas luces de su propia inteligencia. acepta a su arbitrio unas verdades, mientras rechaza otras.

Quien, por negligencia en conocer todas las verdades de la fe, admite doctrinas y opiniones contrarias a ella, peca ciertamente por su negligencia en asunto tan importante, pero no por ello es formalmente hereje, puesto que en su interior está dispuesto a creer cuanto Dios revela.

Cuando la ignorancia no es simple efecto de la negligencia, sino de la voluntad premeditada (ignorantia affectata), se da el pecado de herejía, mortal para la fe, en caso de que exista la voluntad de no inclinarse en ningún caso ante la verdad.

A veces puede suceder que el querer ignorar—lo cual indica siempre un fondo de mala voluntad—provenga del temor de tener que abandonar su opinión, su "creencia", mientras permanece íntegra la voluntad de aceptar todo cuanto se venga a conocer como verdad revelada.

Por severo que sea el juicio que tal ignorancia merece, no es, con todo, un pecado de herejía formal. Esto significa que la virtud de la fe no queda directamente destruida por tal actitud.

No es hereje el que niega obstinadamente conceptos y proposiciones teológicamente ciertos, con tal de que esté dispuesto a aceptar dichas doctrinas desde el momento en que la Iglesia llegue a definirlas formalmente. Pero se podría llegar a pecar gravemente por temeridad y falta de respeto en cosas que tocan a la fe.

No es propiamente hereje quien exteriormente niega la fe, o alguna verdad de fe, pero la guarda en su interior. Sin embargo, peca gravemente contra el deber de confesarla, y la Iglesia lo considera justamente como hereje. Su "fe muerta" le acusa, pero puede todavía llevarlo "in extremis" a una cumplida penitencia.

Un católico que "ha recibido su fe bajó el magisterio de la Iglesia, jamás puede tener motivo justo para cambiarla o ponerla en duda" 38.

Además de esto, el concilio Vaticano definió en particular que la condición de los creyentes y la de los que no han recibido aún la fe católica, no es de ningún modo igual, y que así el católico que ha recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia, nunca podrá tener justos motivos para ponerla en duda 39

Creemos que el concilio no quiso sólo decir que nunca podrá haber razón objetiva para dudar de la fe, pues esto es obvio; tanto que ni los infieles, ni los herejes pueden tener tal razón. Se trata, pues, de razones subjetivas, que no pueden ser sino culpables. Esto es evidente para quien considere que el concilio apoya expresamente su enseñanza no sólo sobre los poderosos motivos de credibilidad que ofrece la fe, y que la Iglesia misma presenta a todos aquellos que de hecho ya la conocen, sino también y ante todo sobre la divina gracia, que a nadie falta, sino a quien la abandona primero 40. El fallo conciencia) de un acatólico que, con la ayuda de la divina gracia, llega a convencerse de que debe "cambiar de religión" y hacerse católico, no puede en ningún modo equipararse con el de un católico que quisiera apostatar. Porque un católico que llega a la conclusión de que debe cambiar de religión, no puede estar movido por una conciencia que busque a Dios. Pues sólo una conciencia que ha vuelto las espaldas a Dios por el pecado mortal y que se halla,

38 Conc. Vat. Sess. 3, cap. 3, Dz 1794.
39 Dz 1815.
40 Dz 1794 ; cf. 803, 1170.

por lo mismo, envuelta en tinieblas, puede persuadirle erróneamente a un católico que ha conocido la fe en la Iglesia católica de que debe abandonarla.

Hay quienes sostienen que cuando un católico que ha conocido suficientemente la religión comete pecado de apostasía o de duda contra la fe, no peca necesaria y directamente contra la virtud de la fe; tal pecado no sería más que el fruto venenoso de otros pecados, y aún podría dejar intacta en ciertos casos la virtud de la fe. Semejante afirmación podría tal vez conciliarse con las enseñanzas del Vaticano. Por lo demás, el concilio no zanjó la cuestión de si un católico poco instruido (rudis) en las cosas de la fe puede dudar de alguna verdad católica sin cometer propiamente pecado grave, y de si puede, por consiguiente, adherirse a una secta herética, no sólo sin cometer pecado formal contra la virtud de la fe, sino aun sin cometer absolutamente ninguna culpa.

En todo caso hay que decir que, hablando en general, es sumamente grave el estado de un católico que pierde la fe después de haberla recibido. Claro que con esto no querernos pronunciar una sentencia inapelable contra todos, pues ignorarnos si todos los que apostatan conocieron suficientemente la religión, ni sabemos si, a causa de su ignorancia, son gravemente culpables. Sin duda que en muchos casos nos hallamos en la imposibilidad de juzgar el grado de responsabilidad moral de que goza el hombre. Pero hay algo que no hemos de olvidar, y es que no se ha de juzgar la apostasía o la duda en la fe de un católico corno si se tratase del fallo de una conciencia recta y pura, tal como se da en la conversión a la fe católica.

Cristo nos advierte repetidamente que el que no cree procede por motivos tenebrosos (Ioh 3, 19; 5, 44; 8, 37. 47).

Por lo demás, aunque haya de afirmarse que un católico que goza de la necesaria responsabilidad y que ha conocido la religión católica no puede llegar a la apostasía sin cometer culpa grave, con todo, no se puede concluir de ahí — ni siquiera apoyándose en las palabras del Vaticano — que el católico apóstata se condena irremisiblemente si muriese antes de haberse retractado. Es posible, aun teológicamente hablando, que quien apostató, aun con culpa grave, poco a poco vaya cayendo en estado de buena fe" y adquiera piadosos sentimientos que lo dispongan a abandonar su error en caso de llegar a conocerlo. Lo que no podemos decir es si esto sucede realmente, ni cuándo.

3. La duda en la fe

La expresión "duda en la fe" ha adquirido en el lenguaje corriente diversos significados.

1) La duda culpable es el juicio sacrílego de lusa conciencia manchada que afirma ser dudosa la fe o alguna verdad de fe.

Consideradas las íntimas disposiciones que presupone y el efecto destructivo que ejerce sobre la virtud de la fe, este pecado ha de equipararse prácticamente al pecado de infidelidad o de herejía. Al no percibir la posibilidad o necesidad intrínseca ele la verdad revelada, el hombre deja de tributar a Dios, por lo menos, la firmeza en la fe.

2) De esta duda sacrílega se diferencia esencialmente el estado de indecisión interior del hombre que va buscando lealmente la verdad.

Esta sincera voluntad de investigación tiene un positivo valor moral para aquel que, habiendo crecido en la infidelidad, busca la fe con voluntad no fingida. Para el que ha nacido en la infidelidad decimos, porque conviene tener presente que, conforme a las enseñanzas del concilio Vaticano, el católico que ha sido educado en la fe cometería pecado grave poniendo en duda alguna verdad que manda creer el infalible magisterio de la Iglesia. En cuanto al infiel, si sigue buscando con la rectitud que le señala la conciencia, ayudado de la divina gracia terminará por conquistar la firmeza y seguridad de la fe. Quien ha crecido en la herejía, podría atravesar por este estado de duda respecto de las doctrinas de su secta sin perder la virtud de la fe, o sea, conservando la firme sumisión a la autoridad de Dios revelante. El hecho de buscar la verdad puede ser muy bien el fruto de la rectitud y de la humildad de su fe. La incondicional adhesión a la verdad católica va muchas veces precedida por una lucha dura y leal hasta llegar a persuadirse de los motivos de credibilidad.

3) La duda de si tal o cual proposición es de fe no compromete la virtud moralmente, con tal que no presuponga ignorancia o descuido culpable de las verdades de la misma.

4) Hay personas sencillas que se acusan a veces de dudas en la fe, cuando en realidad tienen buenos motivos para dudar de que aquello que han oído a algún predicador entusiasta pertenezca realmente a las verdades que la Iglesia manda creer: por ejemplo, cuando en un arrebato ha afirmado el predicador que cuantos no rezan el santo rosario se han de condenar.

5) Hay dudas que no son otra cosa que la dificultad de entender lo que propone la fe. como, por ejemplo, el relato de la creación en 6 días, el de la torre de Babel, etc. No es raro el caso de intelectuales que, a pesar de su buena voluntad, no pueden creer literalmente ciertos relatos, sin ver por otra parte la manera de darles una explicación razonable : éstos se encuentran ante una falsa alternativa : o admitir la interpretación literal, o caer en la temida incredulidad. Las pobres víctimas de tales dudas han de ser tratadas por el confesor con particular bondad, ayudándoles con oportunas preguntas e instruyéndolas de la mejor manera posible.

La lucha contra las dudas o las tentaciones en la fe debe llevarse conforme a la naturaleza de aquéllas.

Tratándose de nerviosidades, nada ayuda tanto como la distracción y el esparcimiento. En el caso de ideas obsesivas, conviene un examen que ponga de manifiesto la naturaleza de la enfermedad, y luego abandonarse tranquilamente a la voluntad de Dios.

Si se trata de dificultades bíblicas o científicas tocantes a la fe, el confesor debe ofrecer la explicación racional, si la tiene, y si no, declararle al penitente llanamente que él mismo no sabe cómo explicar la dificultad, pero que está cierto, sin embargo, de que las personas más versadas en la materia podrían dar la explicación.

Si las dificultades provienen de la ignorancia en las cosas de la fe, el remedio está en estudiarla mejor. Es un deber sobre el cual hay que insistir con energía.

Más de una vez habría que declarar solemnemente a quien se ve combatido por las dudas en la fe, que lo que le imposibilita dicha virtud es la vida opuesta a la misma, y que, a la larga, no es posible que el alma goce de salud espiritual, si teóricamente confiesa una fe que rechaza abiertamente con las obras.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 608-640