III. LA FORTALEZA


1.
Esencia y función de la fortaleza
 

La virtud de fortaleza consiste en la disposición y fuerza para abrazar los sufrimientos y aun la muerte, cuando así lo exige una causa justa, el reino de Dios, la propia bienaventuranza.

Su papel es refrenar las protestas de la sensibilidad frente a los sufrimientos y a la muerte, y todos los sentimientos de pavor y espanto que pudieran hacer retroceder ante los sacrificios por el bien. Además, la fortaleza debe ante todo incluir en sus actos la fuerza impulsiva de la ira, cuando se trata de reprimir la injusticia que amenaza o se teme.

No es propio de la virtud de fortaleza apagar el temor de los sufrimientos y la muerte. El fuerte considera los sufrimientos y la muerte como un mal que la naturaleza teme y debe temer, mas no tanto que vaya a retroceder por ello ante las más difíciles realizaciones del bien. El fuerte teme la pérdida de su alma más que los sufrimientos y la muerte. No se arredra ante la persecución de los hombres, sino ante la ofensa hecha a Dios. El apático, insensible a los dolores y a la persecución, no podría decirse que tiene la virtud de fortaleza. El desesperado que considera que la vida corporal no vale nada, y por lo mismo la expone y arriesga, no practica la fortaleza. Dos son los actos propios de la fortaleza : el acometer y el resistir.

El fuerte acomete a los enemigos de Dios y del bien para facilitar la victoria del bien y del reino de Dios. Para ello se vale de armas apropiadas. Cuando es necesario, no vacila en oponer la violencia a la violencia. Mas los intereses espirituales del reino de Dios no los defenderá con la violencia, sobre todo si los adversarios no la han empleado primero. La fortaleza se muestra no sólo combatiendo con las armas; se prueba también con la animosa y radiante profesión y confesión de la fe, combatiendo el vial y la injusticia con las armas del espíritu, ataque al que la injusticia responde frecuentemente causando graves perjuicios.

Mas el soldado del reino de Dios en este mundo de injusticias no tiene muchas veces nada más que oponer que la paciencia y la perseverancia, por las que se ejercita en la resistencia. Y porque naturalmente le es al hombre más fácil atacar, llevado de la audacia, que resistir, con razón dice santo Tomás que la resistencia es el acto principal de la fortaleza (ST II-II, q. 123 a. 6).

En efecto, la ira que sostiene en la lucha contra el mal suele desfallecer por una prolongada resistencia, los sufrimientos aguantados sin interrupción suelen hacer más sensible la magnitud del mal; además, sin un don especial del Espíritu Santo el entusiasmo por la buena causa se debilita, sobre todo teniendo en cuenta el poderoso impulso que lleva al hombre a protestar contra el dolor: todas estas causas requieren para la resistencia una verdadera grandeza de alma y un dominio constante de los afectos. En este estado y condición del mundo "malo", es la resistencia la virtud más importante de los soldados del reino de Dios, pues los malos aplaudirán siempre hasta el fin de los tiempos el triunfo de la violencia, mientras que los cristianos, a ejemplo del Salvador crucificado, "por la paciencia salvarán su alma" (Lc 21, 19) y heredarán el reino, mediante la victoria alcanzada con la muerte, mediante la resistencia a un mundo que triunfa por la violencia.

El acto más elevado de la fortaleza es tolerar el martirio, los tormentos mortales, por Cristo, por la fe, por la virtud. Afín a este acto es la muerte heroica en el combate, cuando su motivo es la abnegación, la obediencia o el celo por una causa justa. La disposición a abrazar la muerte toca a la perfección de la fortaleza, pues quien sólo está dispuesto a luchar y a aguantar hasta cierto grado, mas no hasta exponer la vida, no se ha entregado completamente al amor del bien, no es "fuerte".

2. La fortaleza en relación con las demás virtudes

Sólo el amor a un bien elevado puede dar la disposición y voluntad de sacrificarle estos bienes pasajeros. El que está pronto a sufrir los tormentos y la muerte, tiene que saber qué es lo que sacrifica y por qué lo sacrifica. Sólo el que prefiere su alma a la vida corporal y estima en más los bienes de arriba que los de abajo, puede ser fuerte y valiente en el verdadero sentido. Para que la fortaleza sea perfecta tiene que estar al servicio del amor divino. "La fortaleza sin la justicia es una de las palancas del mal" 60. Y aquí aparece la superioridad del amor y la justicia sobre la fortaleza. La justicia y el amor son de por sí virtudes, mientras que la fortaleza sólo alcanza a ser virtud si está al servicio del amor y de la justicia.

El arrojo del deportista y la bizarría del soldado no son virtudes, sino vicios, cuando no buscan más que las distinciones, la fama, el ascenso, pues la vida vale más que un espectáculo deportivo, más que la gloria y que una mención honorífica. "El abrazar la muerte no es digno de alabanza de por sí sino sólo cuando ello va enderezado al bien" 61

La fortaleza tiene que ser, además, prudente. Aun en la lucha por una buena causa no debe uno exponer innecesariamente la vida si se puede servir mejor a la justicia de otro modo. Hay que ponderar exactamente la situación' y la importancia de la buena causa que está en juego, así como la magnitud del sacrificio y del peligro a que uno se expone. Por otra parte, un fallo perfectamente prudente sólo es posible cuando la fortaleza, que ha pasado a costumbre, consigue eliminar la fuerza cegadora del atrevimiento temerario y del temor pusilánime.

La compañera de la fortaleza es la magnanimidad, que se cree capaz de acometer grandes empresas por el bien, confiando sólo, claro está, en la gracia de Dios. La presunción que se excede y se expone innecesariamente al peligro, es enemiga de la verdadera fortaleza. La auténtica fortaleza reúne la disposición animosa de sacrificar la vida y la saludable desconfianza en sus propias fuerzas. Los mártires estaban dispuestos a morir y esperaban firmemente salir victoriosos de la muerte, pero con la fuerza de Dios, si Él los llamaba al martirio. De ordinario no se presentaban al martirio por sí mismos, temerosos de su propia debilidad.

Instructiva y ejemplar es la conducta de santo Tomás Moro. En efecto, todo su cuidado era esperar solamente de Dios el llamamiento al martirio, sin hacer él, por su parte, ni lo más mínimo, fuera de su deber

60 SAN AMBROSIO, De officiis 1, 35 PL. 16, 75.
6
1. ST II-II q. 124 a. 3.

de confesar la fe, para procurárselo. Al mismo tiempo tenía la plena seguridad de que Dios, junto con el llamamiento, le daría también la fortaleza necesaria.


3. La fortaleza como virtud y como don
del Espíritu Santo

La virtud de fortaleza se apoya en el don del temor de Dios. El verdadero tensor de Dios, don del Espíritu Santo, imprime aún sensiblemente un temor filial tan grande de ofender a Dios, que todos los sentimientos de tensor a los dolores que los hombres pueden causar, se consideran como nada en su comparación (cf. Mt 10, 28). Además, el don de temor a Dios robustece tanto la saludable desconfianza de sí mismo, que la confianza no se pone ya más que en la fuerza de Dios. Por eso el fuerte sabe rezar humildemente.

La virtud de fortaleza se perfecciona por el don del mismo nombre. En virtud de este don, el alma fuerte confía en que, con la gracia de Dios, podrá vencer todos los peligros y aun soportar los sufrimientos y la muerte para realizar el bien. Este don le infunde el ánimo resuelto de emprender y realizar, apoyada en la fuerza divina, grandes y peligrosas obras por Dios, el de lanzarse en la parte más reñida del combate por el reino de Dios, o el de sufrir los más agudos dolores en espíritu de reparación. Al cristiano que va por las vías de la mística lo hace suficientemente fuerte para abandonarse completamente al amor divino consumidor y para aguantar el fuego de las purificaciones pasivas.

La virtud de fortaleza dispone a perder la vida corporal para ganar la salvación (cf. Mt 10, 39). Mas la virtud unida al don dispone a abrazar voluntariamente lo más penoso, difícil y costoso por la salvación de las almas y el reino de Dios. El don de fortaleza le da al cristiano ánimos para desprenderse de su persona y para sacrificarse enteramente por la causa de Dios, con la absoluta y animosa confianza de que en las manos de Dios está más seguro que preocupándose continuamente de su propio yo.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 557-560