Sección segunda

LOS ACTOS DE LA CONVERSIÓN

 

Según el concilio de Trento, son tres los actos esenciales que incluye el sacramento de penitencia por parte del que lo recibe : la contrición, la confesión y la satisfacción 56. Los estudiaremos aquí no sólo desde el punto de vista del sacramento, sino, en general, como actos y sentimientos de toda verdadera conversión religiosa.

1. LA CONTRICIÓN

1. El humilde conocimiento de sí, requisito y, sobre todo, fruto de la contrición

Es indispensable a la contrición la humildad y el humilde reconocimiento de la propia condición de pecador. Por otra parte, la humildad necesaria para el propio conocimiento y mejora sólo puede venir de la contrición. Todo pecado es, en su raíz última, fruto del orgullo, a la vez que síntoma de una peligrosa agravación de esta mortífera enfermedad. Sin embargo, el pecado ofrece también, a causa precisamente del mal sabor que deja y de la humillación que supone, un medio providencial de salvación : el llamamiento a la humildad. Mientras no esté aún del todo dominado por el orgullo, el pecador siente, como consecuencia inmediata de su culpa, una degradación, el humillante dolor de su íntimo desgarramiento. La tendencia natural del pecador es, sin duda, la de "reprimir" este sentimiento de humillación, ahincando así más en su alma el orgullo. En esta lucha, el arma poderosa que puede oponer la humildad es la contrición. "La contrición desbarata la violencia opresora del

56. Dz 914.

orgullo «natural», ella reprime la hinchazón del orgullo, que no deja aparecer de nuestro pasado sino lo que puede halagar y justificar" 57.

Preciso es distinguir entre la contrición y el dolor o desazón natural que causa todo pecado. La contrición no es el mero sentimiento de culpabilidad. La contrición es un movimiento de la libre voluntad que reacciona para romper la cadena del pecado y el cerco de nubes tras el cual quisiera ocultarse éste para precipitar al alma en el endurecimiento.

Los primeros pasos de la contrición son los pasos de la humildad, con tal que haya todavía en las profundidades del alma un campo en que ésta pueda germinar, ayudada por el amargor natural que deja el pecado. Esta humildad inicial, principio de contrición, consiste en el libre reconocimiento de la propia culpabilidad y miseria. Cada nuevo paso de la contrición exigirá un ahondamiento de la humildad, una exploración cada vez más humilde de los abismos a que nos ha precipitado el pecado, a la luz de la santidad y pureza del sumo bien.

 

SAN AGUSTÍN, el más psicólogo de los padres, dice acertadamente que en el camino de la liberación y de la verdad, "el primer paso es la humildad ; el segundo, la humildad ; el tercero, la humildad, y cuantas veces me lo preguntes te responderé lo mismo" 58. San Agustín habla por propia experiencia; la historia de su conversión le ha mostrado qué gran obstáculo es el orgullo para volver a Dios, y cuánta fuerza, por el contrario, y cuánta luz alcanza de Dios la oración humilde.

Ya desde los tiempos de los Padres se ha comprobado con dolor que precisamente son los mayores pecadores los que menos reconocen el estado miserable en que se encuentran, y los que menos necesaria creen la penitencia 59. "Uno de los efectos más naturales del pecado es el esconderse a medida que crece y el embotar el sentimiento de manera que se desconozca su presencia"60.

"El castigo de la soberbia es la inhabilidad para alcanzar una verdadera conversión" 61. El uso de los dos términos latinos, attritio y contritio indica dos grados distintos de "trituración", de "machacamiento", y expresa de un modo muy plástico el movimiento interior del arrepentimiento. "Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies": "No desdeñarás el corazón contrito y humillado" (Ps 50, 19). La simple "atrición" y la "contrición" perfecta expresan una diferencia esencial entre los motivos

57 M. SCHELER, Reue und Wiedergeburt, Vom Ewigen im Menschen, pág. 21.

58 SAN AGUSTÍN, Epístola 118, 22 PL, 33, 442.

59 Cf. P. GALTIER, De Paenitentia, 9.ª ed., pág. 301 ; SAN AGUSTÍN, In epistolam loannis ad Parthos tr. m, cap. n PI, 35, 2002 ; Enchir., cap. 80, PI, 40, 270 s ; De catechizandis rudibus, cap. 25, PI, 40, 343.

60 M. SCHELER, Vom Ewigen im Menschen, pág. 395.

61 FULTON SHEEN, Peace o/ Soul, Nueva York 1954.

teológicos del dolor (temor inspirado por un amor incipiente, o por un amor perfecto). Es, además, muy probable que con la bienaventuranza : bienaventurados los pobres de espíritu (ptokhoi tó pneúmati), se indique la humildad del corazón contrito: bienaventurados aquellos a quienes el Espíritu de Dios hace humildes y reconocen y confiesan que sólo Dios puede levantarlos de su miseria (cf. Is 61, 1; Lc 4, 18). Y lo que añade san Mateo (5, 3) : "de ellos es el reino de los cielos", por la relación que establece entre el reino de Dios y la conversión, proporciona una prueba de que los ptokhoi son los que se abajan por la humildad y no simplemente los que abrazan la pobreza material. Sin duda que el ser pobre de bienes materiales está en una especial relación con el reino de Dios, pero ello es porque el rico y el codicioso rehuyen más fácilmente que el pobre la humildad y el arrepentimiento.

Los tipos de conversiones que nos presenta la Biblia son otros tantos ejemplos que muestran la importancia de la humildad y del reconocimiento de la abyección propia en la obra de la conversión. A propósito del fariseo, orgulloso de su virtud, y del publicano, dice el Señor : "El que se ensalza será humillado, el que se humilla será ensalzado" (Lc 18, 13 ss) ; la pecadora pública baña con su llanto los pies del Salvador y se expone a la pública humillación (Lc 7, 37 ss); el hijo pródigo, profundamente humillado por sus pecados, confiesa también humildemente : "Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo" (Lc 15, 12 ss).

En el campo protestante se da una importancia capital al conocimiento de la propia culpabilidad, y con razón. Mas esto no es más que una fase de la conversión, no es la conversión misma. El concilio de Trento rechaza la opinión de los que colocan toda la conversión "en el reconocimiento del propio pecado por el temor que sobrecoge la conciencia" o en "la fe por la que uno cree que sus pecados le son perdonados por virtud de Cristo" 62.

2. El "cómodo" camino de cierto psicoanálisis

El arrepentimiento, como "medio de curación", tiene algo de común con la psicoterapia, cuya finalidad es curar las almas agitadas por la intranquilidad, el desgarramiento y el sentimiento de culpa. El arrepentimiento traza el camino de la curación por los más profundos senos del alma, allá donde se une a Dios, pero al mismo tiempo por el más absoluto, doloroso y humillante reconocimiento de la propia culpabilidad. Así el arrepentimiento

62 Dz 914.

se diferencia esencialmente del psicoanálisis materialista, que no cree en la profundísima perturbación psicológica que puede causar la culpa libre y voluntariamente aceptada, el quebrantamiento de los valores eternos, en una palabra, el pecado, que ofende al Dios de amor.

Este psicoanálisis excluye, por principio, el arrepentimiento como medio de curación psicológica. El psicoanalista esclavo de los principios de Freud, aun comprobando la simultaneidad y coincidencia del sentimiento de culpa con la perturbación psicológica, juzgará que "la religión y el sentimiento de culpabilidad no son más que «restos arcaicos» y «ficciones neuróticas»" 63 "El sentimiento de culpabilidad que le descubre su experimento clínico lo interpreta como obstáculo enorme para el equilibrio afectivo y la adaptación social" 64. No tenemos por qué contradecir esta observación, pero sí el principio de que parte y la aplicación que recibe.

Sin duda que el método curativo empleado por el psicoanalista tiene alguna semejanza con el procedimiento del arrepentimiento : aquél tiende a iluminar las más hondas profundidades del alma, éste procura llegar hasta los últimos motivos y fundamentos de la falta. Mas la finalidad perseguida es muy opuesta: el psicoanalista está en principio convencido — y de ello procura convencer también al paciente — de que, en el fondo, aquello que parece una culpa y que causa la enfermedad y la perturbación, no es en realidad ninguna culpa, sino un simple complejo, o un fenómeno fundamentalmente sexual, una represión interior, cosas, en fin, que nada tienen que ver con una culpa propiamente tal y que sólo perturban a causa de las "falsas" ideas de culpabilidad.

El resultado del tratamiento psicoanalítico consistirá en que el neurótico, atormentado por tales complejos de culpabilidad, descubrirá el malévolo juego del inconsciente, de las inhibiciones y los "mortíferos efectos de arcaicas ideas de culpabilidad", y por el conocimiento liberador del ilusorio carácter de su sentimiento de culpa quedará también libre de su neurosis. Mas semejante curación, ¿lo sanará realmente? Acaso lo haga en su psiquismo animal, mas no desde el punto de vista espiritual, allá

63 HERMANN SCHUHMACHER, Die Stellung des Seelsorgers zu den Bemühungen der Psychotherapie, "Anima" * 7 (1952), pág. 300 s.

64 P. L. BEIRNAERT S.I., Sens du Péché et fausse culpabilité, en Trouble et lumiére, Études Carmélitaines * (1949) 31.

donde se encuentra la fuente de la conciencia, de la libertad, de la responsabilidad, allá donde se oye la voz del Dios vivo y donde se siente la tremenda posibilidad de responderle con un ¡no! Al amputarle el sentimiento de la culpabilidad, se le ha quitado también la conciencia de ser una persona con todas las posibilidades que ésta encierra.

El error de la psicoterapia freudiana no es sólo el haber exagerado el influjo de lo sexual o de la libido; su error más grave está en el desconocimiento de los factores personales y, por lo tanto, en la imposibilidad de distinguir entre fenómenos instintivos y fenómenos de orden puramente espiritual. El psicoanalista, por lo tanto, no distingue el verdadero sentimiento de culpabilidad y la "inhibición" culpable de los falsos sentimientos de culpabilidad y de las represiones inocentes, o sea de los complejos psíquicos no dominados. Tampoco distingue el dolor espiritual natural causado por el remordimiento de la conciencia que domina completamente el alma, de su causa verdadera, que es la culpa. Por último, olvida que el arrepentimiento es un dolor que invade el alma con entero consentimiento y dominio de la libertad 65. Por eso es incapaz de concebir en su verdadera naturaleza lo que es la libre y culpable resistencia a la voz de la conciencia, origen de un sinnúmero de traumatismos psíquicos y de neurosis.

La neurosis es ordinariamente el efecto de un desasosegado afán del alma por resolver un problema o salvar una responsabilidad, situándolos en un plano falso por lo que tiene de superficial. De modo análogo, el psicoanalista trata de cobrar la salud psíquica del enfermo, desarrollando sus indagaciones en un plano superficial y poco profundo, que encubre las verdaderas raíces del mal.

Esto no quita que el moralista y el pastor de almas puedan aprender no pocas cosas del psicoanálisis. Ante todo, deberán abstenerse de explicarlo todo por causas sólo espirituales y en función del libre albedrío, del mismo modo que, en sentido inverso, el psicoanalista, guiado por sus falsas concepciones naturalistas, pone toda clase de fenómenos bajo un denominador común.

Hay, sin duda, un sentimiento de culpabilidad legítimo y auténtico y hay una inhibición morbosa y culpable, cuya curación no puede buscarse sino por el camino del arrepentimiento.

65 Cf. lo dicho sobre la conciencia en las páginas 189-200.

Pero hay también — como lo muestra la psicología profunda — falsos complejos de culpabilidad, procedentes de experiencias psicofísicas no superadas por la razón, o de un ambiente corruptor o (le una educación equivocada; en tales casos, una unilateral exhortación al arrepentimiento no haría sino agravar el mal. Precisamente por esto, quien busca la salud por el camino del arrepentimiento debe distinguir muy claramente entre la verdadera culpa, con el sentimiento de culpabilidad que origina, y los sentimientos de falsa culpabilidad. Estos últimos, constituyendo una verdadera dolencia, piden la intervención de un psicoanalista independiente de la escuela freudiana, que rechace sus falsos postulados, aunque siga algunos de los métodos elaborados por Freud, Adler y Jung. No será raro que una auténtica psicoterapia, al explorar las ocultas honduras del alma, tope, como podría hacerlo el salvífico método del arrepentimiento, con una culpa real que hace enfermar al hombre y lo enajena de Dios, porque en lugar de emprender el saludable camino de la contrición ha preferido refugiarse en el inconsciente. En tales casos, aunque proceda someter al psicópata a un tratamiento médico, éste debe abrirle el acceso a Dios con plena libertad y responsabilidad, sin obstruirle, en caso necesario, la vía del arrepentimiento, antes al contrario, allanársela.

La teología moral y pastoral debe tener, sobre todo, en cuenta la siguiente conclusión de la psicología profunda, a saber : que buen número de neuróticos han contraído su dolencia en una falsa y parcial noción de la ley moral. Indudablemente va muy equivocada la psicoterapia que pretende deducir de ello que es preciso eliminar el concepto y la idea de ley, para reemplazarlo por el de reglas de higiene 66. Lo que debe eliminarse es el falso concepto de ley y de culpabilidad. Mas la ley moral es intangible, puesto que es la expresión de la sabiduría y del amor de Dios. Para quien ama a Dios con amor filial, no es más que la exigencia normal de la gracia.

Así pues, no es el camino áspero de la contrición y del arrepentimiento el que se ha de señalar a los psicópatas, cuando su dolencia no tiene ninguna relación con el pecado y la culpa. Lo que les falta es un buen tratamiento médico. Mas en ningún caso se les ha de obstruir el camino hacia Dios, que no es otro que

66 Cf. la hostilidad a la ley, por ejemplo, del psicoterapeuta ERNST MICHEL en sus libros, Des Partner Gottes, Gláubige Existen, Renovatio, Ehe.

el de la libertad y de la responsabilidad, y a veces también el de la contrición y penitencia, porque cuando se ha caído en la culpa y en la miseria del pecado, la única salida es la del humilde arrepentimiento.

3. Arrepentimiento puramente moral y contrición religiosa

La fe introduce en el arrepentimiento una profunda diferencia : Cuando el sentimiento de culpabilidad sólo nace de la idea de haber quebrantado una regla de higiene moral que protege la buena salud psíquica, no se camina por el sendero doloroso de la humildad, ni se puede llegar a la verdadera salud moral. Y quien en la falta sólo ve un simple riesgo para su auto perfección, o un conflicto con un principio legal abstracto y muerto, o, en el mejor de los casos, la violación de un valor impersonal, no pasa de un arrepentimiento solitario y egoísta, puesto que no sale de sí mismo. Y confinado a sí mismo, la curación es imposible. La norma cuya violación le hace culpable, puede herirlo con el remordimiento, mas no lo puede curar.

Tampoco llega el pecador a un profundo arrepentimiento cuando su pesar, tras la violación de la ley, no considera más que el enojo del divino legislador, sin parar mientes en su gracia y en su amor. Con el tiempo, semejante arrepentimiento degenera en enfermedad y en un sentimiento de impotencia, de profunda depresión moral, o, por lo menos, será un arrepentimiento que se contenta con vanos propósitos que no llegan a producir la enmienda.

La verdadera contrición presupone la fe en Dios, en Dios que nos llama por nuestro propio nombre; la única contrición' verdadera es, pues, la religiosa. "Hay íntima relación entre lo que se piensa de Dios y lo que se piensa del pecado" 67. La contrición es un acto primordial de la religión del hombre que se siente pecador ante Dios tres veces santo, ya que la religión es el encuentro personal del hombre con Dios.

La contrición es la recta respuesta del hombre culpable del pecado frente al Dios de la santidad, que si se enciende en cólera contra el pecado, también se consume de amor por el pobre pecador.

67 P. L. BEIRNAERT, 1. C. pág. 33.

Sólo la contrición religiosa puede hacer temblar al hombre de confusión ante la maldad que encierra la ofensa de la divina majestad : "Apártate de mí, Señor, porque soy pecador" (Lc 5, 8). Pero al mismo tiempo la consideración de su propia miseria lo empuja hacia los brazos de la misericordia infinita de Dios: "¿A quién iríamos, si sólo tú tienes palabras de vida eterna?" (Ioh 6, 68). Lo que da profundidad a la contrición religiosa es el considerar que el pecado no es únicamente una desobediencia al sumo legislador, sino un desprecio a la gracia y al amor inaudito de Dios para con el hombre. Pero el saber que Dios es un insondable abismo de misericordia y el amor en persona, sostiene y anima al pecador en su contrición saludable.

La contrición, mirada a la luz de la fe, es unir especie de encuentro "sacramental" con Cristo. Si el pecador se llena de espanto ante el tremendo juicio ejercido por Dios contra el pecado en la persona de Cristo crucificado, también debe llenarse de confianza si da rienda al arrepentimiento, pues sabe del amor infinito de Cristo redentor, sabe que al primer movimiento de arrepentimiento, responde Cristo con su misericordia infinita que lo previene y le imprime en el alma la prenda de su perdón. Él sabe que la contrición es preludio del encuentro definitivo con Cristo que se consumará en el tribunal benigno y misericordioso del sacramento de la penitencia.

En la contrición religiosa se manifiesta la vitalidad de la fe y de la esperanza, que el pecado no suele destruir, con tal que éste no sea contra la fe. Al descubrir el pecador con la luz que la fe le comunica lo horrible de sus pecados y al escuchar la misericordiosa y esperanzadora invitación a penitencia, se siente empujado a contrición.

El creyente que peca mortalmente — al menos cuando su pecado no va directamente contra la fe y la esperanza — lee en su propio corazón la sentencia de la fe que lo condena, mas oye también la invitación de la esperanza al arrepentimiento. En virtud de la fe que conserva todavía, confiesa, aun en medio de su pecado, que Dios tiene razón y él no la tiene. Su pecado no le ha arrastrado hasta el punto de dar un "no" definitivo a Dios, que lo llama con su amor y misericordia. Aun cuando el pecado haya sido mortal y haya, por lo mismo, suprimido la vida de la gracia, su estado es infinitamente menos grave que el del incrédulo positivo, cuyo pecado lleva sencillamente "a la muerte" (cf. 1 Ioh 5, 16), pues en éste se ha extinguido cuanto podía conducirlo al arrepentimiento saludable. La contrición del pecador que aún conserva la fe es el renuevo y la fructificación de la fe y la esperanza, después de las obras muertas del pecado. La luz de la fe que aún conserva es la que en la contrición inicial le hace ver la distancia abismal a que se encuentra de la santidad de Dios a causa de su pecado. La esperanza lo sostiene para no sucumbir en tales abismos, empujándolo a refugiarse en la infinita misericordia de Dios. De esto se deduce que las exhortaciones para traer a penitencia a los pecadores que no han perdido la fe, deben apoyarse, sobre todo, en el resorte de la fe y de la esperanza cristianas. Es cierto que su fe es una fe muerta, si no se mira más que a las obras pecaminosas que produce; pero es, con todo, un lazo que lo liga estrechamente a la divina revelación, es la realidad sobrenatural sobre la cual debe apoyarse todo esfuerzo de conversión. La esperanza, por su parte, le da la confianza de que para él también llegará el momento feliz de la conversión y del perdón.

4. La contrición, una revolución por la libertad
y una regeneración por la gracia

"El arrepentimiento es la fuerza más revolucionaria del mundo moral" 68. Hablando propiamente, no es sólo el buen propósito sino la sincera contrición la que imprime a la vida un viraje completo.

Para comprender la posibilidad y la índole de la contrición hay que tomar en consideración las fuerzas espirituales que el pecador no ha podido destruir en el alma. (Nos referimos especialmente a las fuerzas sobrenaturales de la fe y la esperanza.) Pero la contrición supone esencialmente una total renovación, sólo posible merced a la nueva libertad que confiere la gracia divina. Cuando la contrición es profunda y alcanza los repliegues más íntimos del ser, el hombre supera todo su pasado pecador, sus acciones y su existencia misma, para empezar un nuevo existir en una libertad más alta. La contrición perfecta cauteriza por el dolor las más íntimas profundidades, abriendo vías inesperadas a la libertad.

No sin razón la tradición teológica considera la completa conversión como un milagro de orden moral. La condición de la libertad humana

68 M. SCHELER, Vom Ewigen im Menschen, pág. 41.

la hace, sin embargo, comprensible. La operación de la libertad humana, sobre todo la del hombre caído, difiere esencialmente de la del ángel. Para el ángel caído no hay posibilidad (le arrepentimiento, fuera de un milagro extraordinario, que dado el orden de la divina sabiduría, apenas parece concebible. El ángel pone en cada acto todo su ser y por lo mismo en un solo pecado compromete toda su libertad 69. Lo que significa que con un solo pecado pierde por completo la libertad para el bien, la libertad para el arrepentimiento, que es el único camino para volver a Dios.

El hombre, por el contrario, no juega toda su libertad en un solo acto pecaminoso — excepto en el pecado "contra el Espíritu Santo", en el pecado que "conduce a la muerte" — (1 Ioh 5, 16 s; cf. Hebr 6, 4 ss; 10, 26 s), así como tampoco desarrolla toda su libertad para el bien en un solo acto virtuoso, sino en toda una sucesión de actos buenos. El pecado mortal no suprime completamente la libertad para el bien, aunque es cierto que mengua con cada pecado. La gracia de Dios solicita este resto de libertad y lo endereza al contraataque, y con repetidos asaltos reconquista los bastiones de la verdadera libertad y adelanta a nuevas conquistas.

El crecimiento de esta verdadera libertad al calor de la gracia, a diferencia del puramente vegetativo, sólo puede entenderse como contraataque contra los pecados dominantes y como una multiplicidad de nuevas irrupciones o revoluciones hacia el bien. Pero el último y decisivo esfuerzo, el que conduce a un arrepentimiento perfecto (justificante), rebasa las categorías del crecimiento moral y del contraataque hacia el bien: aquí se trata de un renacimiento, de una regeneración por obra y gracia de Dios. En un instante se dan la mano el don altísimo de la gracia y la actuación más intensa de la libertad para el bien. Con la contrición justificante se rehace y se pone en obra la semejanza sobrenatural con Dios, de la cual fluye la nueva libertad, la libertad de los hijos de Dios. La contrición amorosa irá ahondando siempre por obra de la gracia y siguiendo los cauces de la nueva libertad : todo ello significa que Dios concede un aumento de esa libertad con que Él mismo ha gratificado a sus hijos, libertad que se irá separando de un modo cada vez más franco de la libertad para el mal, la cual constituye su verdadero peligro. Así la contrición engendra la verdadera libertad, que no quiere ser otra cosa queda cadena de amor y de obediencia absoluta y perpetua que ata a la voluntad amorosa de Dios.

69 Los ángeles de Dios tienen el poder de comprometer en un solo acto de su voluntad toda su existencia, V. SoLoviEv, Rusia y la Iglesia universal, 1. ni, c. 5, de la ed. alemana de obras completas, tom. In, Friburgo de Brisgovia 1954, pág. 335.

5. Definición de la contrición

Según la definición del concilio de Trento, la contrición "es 1) el dolor del alma, 2) junto con la detestación del pecado cometido y 3) el propósito de no pecar más" 70

a) "Dolor del alma"

1) El dolor, que es esencial a la contrición saludable, no es el sobresalto que la conciencia recibe pasivamente, ni "los terrores que la agitan" 71, sino un acto libre, por el que la conciencia acepta libre y activamente un pesar basado en motivos sobrenaturales. Inicialmente y como fondo se encuentra la propia miseria y el peligro de eterna condenación; mas a medida que crece y se purifica, este dolor se cambia en amargura por la ofensa inferida a Dios, padre y soberano.

El dolor de la contrición saludable nos une y asimila a la pena que experimenta Cristo ante la pérdida del pecador y ante la ofensa del Padre celestial. Sólo el dolor del pecado hace morir al pecado. Pero es dolor que trae la vida, cuando va unido a la muerte y resurrección de Cristo.

2) Es un dolor del alma, es un afecto doloroso de la voluntad, del corazón, y tiene su origen en un nuevo encuentro con los valores. En la medida en que este dolor del alma es un acto libre y espiritual de la voluntad, por el que el hombre asiente a la sentencia que la fe pronuncia contra el pecado, es dolor "que debe aventajar a todo otro dolor" 72, ya que para la fe el pecado es el mal supremo.

"Hay otro dolor en la parte sensitiva, causado por el mismo dolor del alma, o por una consecuencia necesaria de la naturaleza, dado que las fuerzas inferiores siguen el movimiento de las superiores, o por un movimiento libre, en cuanto que el penitente excita en sí mismo ese dolor para llegar a una contrición más profunda. Pues bien, no es posible que dicho dolor sensible sea sumo en ninguno de los modos dichos, porque las facultades inferiores se conmueven mucho más profundamente ante sus propios objetos que por efecto de las facultades superiores. Por idéntica razón, las facultades inferiores siguen más de cerca el movimiento de las superiores cuanto la acción de éstas versa sobre un

70 Trid., sessio 14, Dz 897 ; cf. 915, 898.
71
Trid., Dz 914.
72 ST suppl. q. 3 a. 1.

objeto más próximo a aquéllas. Por lo demás, no obedece dócilmente el afecto inferior al superior" 73.

3) Lo normal es, pues, que cuando existe un dolor auténtico del alma se refleje de algún modo en la parte sensitiva, y aun en el semblante y en la actitud, pues el hombre forma un todo. Indudablemente el grado y forma de esa conmoción sensible depende de la constitución psicológica y del estado de ánimo del interesado. Contra los que dicen que lo principal es la emoción sensible, hay que mantener que lo verdaderamente decisivo es el dolor del alma libremente provocado por la voluntad. Mas no se han de separar por principio los elementos que componen una totalidad, ni mucho menos oponerlos. Cuando sólo se aspira a un dolor de voluntad seco y abstracto, con exclusión del afecto sensible, se estorba el desarrollo natural del dolor. El representarse en la meditación los dolores espirituales y corporales de Cristo o la majestad de su segunda venida para juzgar al mundo, aparece así como el medio especialmente apropiado para despertar una contrición total y por ende más eficaz.

Los padres del monaquismo oriental, que por otra parte despiertan cierta desconfianza por su espiritualismo helenista, notaron la eficacia con que el cuerpo y el espíritu pueden contribuir a despertar la contrición.

No sólo pedían humildemente el "don de lágrimas", sino que lo cultivaban con ardor por su método de meditación, por la pobreza, la soledad y la abnegación 74. Sin embargo, no ignoraban lo que había de advertir santo Tomás, que el dolor sensible no ha de traspasar los límites de la prudencia, pues de lo contrario produciría un agotamiento nervioso 75.

Los ejemplos de conversiones que narra la sagrada Escritura muestran cómo el dolor alcanza al hombre todo entero : la pecadora arrepentida "comenzó a bañar con lágrimas los pies del Salvador" (Lc 7, 38); "Pedro salió fuera y lloró amargamente" (Mt 26, 75), y san Pablo queda "tres días sin comer ni beber" (Act 9, 9) abrumado de dolor. Son innumerables los pasajes del Antiguo Testamento en que la oración de los arrepentidos va acompañada de lágrimas y otras señales de aflicción.

La contrición profunda y auténtica no es un árido acto de la voluntad, sino un verdadero dolor del corazón, sede del amor.

73 ST l. c.
74 Cf. I. HAUSHERR, Penthos.
75
ST suppl. q. 3 a. 1 y 2 ; q. 4 a. 2.

No sólo el espanto y el temor traspasan al pecador, sino sobre todo la pena causada por el amor, y un tal pesar que se enseñorea del hombre entero.

b) La contrición es también "detestación del pecado cometido" y "aborrecimiento de la mala vida pasada"

La contrición es una sentencia de condenación que recae sobre cada pecado y sobre toda la vida pasada en el pecado, condenación que el penitente pronuncia con Cristo y por su gracia. El pecador arrepentido hace suya con toda libertad y voluntad, y asistido de la gracia de lo alto, la sentencia condenatoria fulminada por el Padre celestial y que Cristo tomó sobre sí en el madero de la cruz. La contrición es un atemorizado "sí" con el que el pecador aprueba la terrible sentencia que Cristo, juez de vivos y muertos, pronunciará el último día contra los impenitentes; pero es también un "" lleno de esperanza y gratitud ante el juicio salvador de la cruz, en el que se apoya el arrepentimiento, después de haber sido el alma penetrada por la gravedad escatológica del mismo. "Si esto se hace con el leño verde, ¿con el seco qué se hará?" (Lc 23, 31). "Sabiendo que un día hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo" (2 Cor 5, 10), "nos juzgamos a nosotros mismos" y aceptamos la sentencia condenatoria de nuestro arrepentimiento por el juicio de Cristo, "para no ser condenados con este mundo" (1 Cor 11, 31 s). El arrepentimiento es una saludable "aversión de la vida pasada" 76.

La contrición es un juicio en el que el pecador se condena a sí mismo y sus propios pecados ante el reino de Dios, del que ha hecho defección. Y por lo mismo, es su propia condenación ante la Iglesia, que nos invita al tribunal de la penitencia, recordándonos los rigores del juicio final y ofreciéndonos en su poder de las llaves la salvación segura en el reino de Dios. La contrición cristiana, en sus motivos y causas y en su intrínseca orientación, es contrición "sacramental", pues incluye la esperanza de recibir la gracia del sacramento y la disposición incondicional, al menos implícita, de someterse, por la confesión, al juicio de Cristo y de la Iglesia.

76 Dz 897.

c) Propósito de enmienda, fruto y elemento de la contrición

1) Esterilidad del propósito cuando falta la contrición

El concilio de Trento hace hincapié en que la contrición "no consiste sólo en la cesación del pecado con el propósito de iniciar una nueva vida", sino esencialmente en la detestación positiva de los pecados pasados 77.

MAX SCHELER expuso magistralmente el aspecto psicológico de esta verdad 78.

"No faltan quienes jovialmente dicen: no hay por qué arrepentirse: lo que importa son los buenos propósitos y obrar mejor en lo futuro. Mas lo que no dicen es de dónde les vendrá la fuerza para formar tales propósitos y, sobre todo, para realizarlos, si tenemos en cuenta que la persona no se ha liberado aún por el arrepentimiento de la fuerza determinante del pasado" 79. "Cuanto más os lanzáis adelante en el torrente de la vida — eternos Prometeos, frustrados Epimeteos —, más os sentiréis prisioneros de vuestro pasado culpable. No hacéis sino huir ante vuestra culpabilidad, cuando creéis ganar la cumbre de la vida. Vuestro asalto es una deserción clandestina. Cuanto más volvéis los ojos para no ver las faltas que tenéis que llorar, más se anuda la cadena que os impide levantar el pie" 80.

"El camino que conduce al último envilecimiento es casi siempre el de los buenos propósitos, no realizados por no haber precedido un serio y profundo arrepentimiento" 81. "Aquí se presenta una paradoja, y es que si el único valor del arrepentimiento consistiera en hacer posible un mejoramiento de la voluntad y de la conducta para el porvenir — lo cual es erróneo—todavía el acto de arrepentimiento sólo alcanzaría su sentido inmanente y auténtico dirigido única y exclusivamente sobre los actos perversos del pasado, sin ninguna intención directa de mejorar el porvenir" 82.

La contrición es, por su esencia, mucho más que un simple medio de llegar a un buen propósito: lleva en sí misma su sentido y su necesidad, como un nuevo reconocimiento frente a la virtud quebrantada, como humilde súplica al Dios de la santidad, herido por el pecado.

Para la psicología y la teología es igualmente evidente que no es posible pasar sin más ni más de la culpa a un principio

77 Dz 897.
78 MAX SCHELER, Reue und Wiedergeburt, en
Vom Ewigen im Menschen,
Leipzig 1921, pág.5-58.
79 L. c., pág. 18.
80 L. c., pág. 18.
81 L. c., pág. 19.
82
L. c., pág. 19.

virtuoso, es decir, sin haber consumido en el fuego de la contrición el lastre de la vida pasada. Las culpas cometidas en un período anterior de la vida no pertenecen sólo al pasado. Permanecen, en virtud de su tendencia íntima, como potencias maléficas que continúan su obra. "He aquí la maldición que trae el crimen : engendrar continuamente nuevos males" (SCHILLER). Andaría equivocado quien restringiera esta antiquísima experiencia humana a los malos e irremediables efectos exteriores que el pecado ha producido y produce, cuando en realidad se aplica con mucha mayor fuerza y sin excepción posible a la funesta potencia generativa que desarrolla en el interior del alma toda falta no borrada por el arrepentimiento. Todo pecado, aun el de pensamiento, se graba en la estructura espiritual del hombre. El pecado de que no se hace penitencia oscurece la mente y disminuye la verdadera libertad interior. Cuanto más aparta el hombre su mirada para no ver sus propios pecados, más segura y potente es la acción demoledora de éstos, aunque actúe en forma "inconsciente". Son un peso muerto que quita el valor a las acciones subsiguientes. "Sólo la contrición mata el nervio vital de la culpa, por el que ésta continúa su obra. Ella extirpa del centro vital de la persona el acto y el motivo, el acto con su raíz. Así hace posible el libre y espontáneo comienzo, el principio virginal de un nuevo estilo de vida. Pues, en efecto, la contrición opera un rejuvenecimiento moral" 83

"El cristiano ha de saber que el propósito que no nace del dolor de contrición es flojo y estéril, porque no procede de las profundidades del alma, y sobre todo porque no se apoya en Dios. Sólo la contrición hace maleable todo nuestro ser, ofreciendo entonces la posibilidad de imprimir a la voluntad una nueva dirección duradera y profunda hacia Dios" 84. Estas palabras aluden al enraizamiento del motivo psicológico en lo teológico : el pecado grave es desprecio de Dios, el establecimiento de un estado de culpa y de enemistad con Dios. El reinicio de una nueva vida religiosa mediante el propósito — que en el fondo incluye esta decisión : quiero vivir en adelante como amigo de Dios, mejor, como hijo suyo — no pasa de ser una quimera estéril, si Dios, con el misericordioso perdón de la culpa, no concede nuevamente el don ansiado de la filiación adoptiva. Pero este don es

83 L. c., pág. 17 s.
84 D
. VON HILDEBRAND, Die Umgestaltung in Christus. Einsiedeln' 1950, pág. 36.

imposible si el pecador, por su parte, no abandona el pecado en su corazón mediante el arrepentimiento. "Quiero vivir de nuevo en amistad con Dios" : ¡espantable insolencia y vana ilusión, si falta el dolor de contrición y la humilde confesión de la culpabilidad!; "he pecado, indigno soy de llamarme hijo tuyo" (Lc 15, 19). Sólo un embaucador puede decir tranquilamente a su acreedor : "Quédese tranquilo, que en adelante no le pediré nuevos préstamos." Lo que procede es, o pagar las deudas, o pedir su condonación.

2) Inautenticidad de la contrición sin firme propósito

La consistencia del buen propósito depende de la sinceridad de la contrición; pero, a su vez, la sinceridad y profundidad de la contrición se muestra en el firme propósito 85. "La contrición presenta siempre, desde su primera aparición, el esbozo de un «corazón nuevo». La contrición mata sólo para rehacer, abate para levantar. Ya comienza a edificar secretamente, cuando sólo parece que destruye" 86.

En el crisol del arrepentimiento se forja el buen propósito; por eso debe formarse a tiempo, o sea antes de que se haya apagado el calor del arrepentimiento. El dolor de los pecados no dura, sino que se disipa con el trabajo o la distracción, o degenera en desaliento si, junto con la esperanza de reintegrarse en la filiación adoptiva, no va creciendo simultáneamente el deseo y propósito de llevar en adelante una vida propia de hijo de Dios, ayudado de la divina gracia. Ayudada, pues, de la divina esperanza, que es la palanca más poderosa de la contrición inicial, ha de decidirse luego la voluntad a emprender una vida nueva, conforme a la ansiada libertad de los hijos de Dios.

Al que desee ayudar a un pecador a convertirse, la psicología de la conversión le exige que atienda especialmente a dos cosas: primero, no ha de aspirar a recoger el fruto del buen propósito antes de que haya germinado la simiente de la contrición, y segundo, no ha de prolongar exageradamente el dolor de la contrición y el tormento de la conciencia, sino que debe apresurarse a recoger el fruto del buen propósito, una vez lo han madurado el ardor del arrepentimiento y el calor de la esperanza.

85 Cf. Dz 819, 829 s, 897, 914.
86
M. SCHELER, 1. C.,
pág. 43.

Y cuando el propósito se resiste a madurar, el mejor recurso es la oración, que alcanza la ayuda de lo alto y abre las venas interiores de la contrición. El propósito no puede progresar sino en la medida en que la contrición, divino "colirio" (Apoc 3, 18) ha purificado la visión del corazón y la voluntad.

3) Las cualidades del buen propósito

Bajo todos los aspectos, el propósito debe nacer de la contrición y agotar todos sus recursos. Por lo tanto, debe tener las mismas cualidades que ésta : el propósito debe ser general y universal.

Pues la conversión no tiene por único fin evitar un acto malo particular o practicar una virtud especial. La conversión tiene que imponer una nueva orientación, una nueva forma de vida, la vida en Cristo. El propósito del convertido es la entrega total de la voluntad a la voluntad de Dios, es la disposición de cumplir en toda su integridad lo que imponga la gracia, lo que exija la remisión del pecado y la renovación en Cristo. Al hacer el propósito, el dinamismo de la contrición tiene que lanzar al hombre con todo su ser "a escalar la cima más alta posible de su ser ideal" 87, y juntamente, en su escalada, liberarse de su viejo "yo".

El quemar para rehacerlas, "las más profundas intenciones materiales" 88, es objetivo que sólo se consigue mediante propósitos particulares bien definidos. Los propósitos particulares deben referirse expresamente a aquellos objetos y peligros que retardaron la conversión y que fueron causa y ocasión de determinadas faltas.

El propósito ha de ser, además, serio y decidido, y adecuado para extinguir la raíz del mal.

No bastaría, por ejemplo, que el adúltero se propusiera no cometer más adulterios, conservando, sin embargo, en su corazón el amor al cómplice de sus pecados. Falta la seriedad en el propósito del deshonesto que se propone evitar los pecados graves de impureza, pero mientras tanto no desecha los galanteos 89. Sin embargo, no me atrevería a afirmar que tales propósitos imperfectos sean siempre insuficientes para alcanzar la justificación y el perdón en el sacramento de la penitencia. Aunque al dolor y al propósito les falte profundidad inicial, pueden ser, sin embargo, sinceros.

87 M. SCHELER, L. C., pág. 28.
88
I,. c., pág. 29.
89 Cf. J. B. HIRSCHER, Die christliche Moral II, 3., ed., pág. 461
ss.

Los pecados pasados dejan generalmente en el alma una oscuridad parcial que impide ver con claridad las exigencias de la virtud, oscuridad que no desaparece sino cuando la contrición ha penetrado e iluminado todos los senos del alma. Puede, pues, suceder que el penitente no advierta que la sinceridad del propósito de evitar el pecado exige también necesariamente el de arrancar del corazón todo afecto e inclinación voluntaria al mismo y a lo que a él conduce. Esta ceguera moral, posible al principio de la conversión, es la que impide ver que tal o cual requisito está formalmente incluso en el propósito universal de evitar el pecado. Mas al ahondarse la conversión, o acaso con motivo de una recaída, vendrá un momento en que se ilumine mejor la conciencia y se perciba lo incompatible de ciertos afectos con la renovación del propósito. Es la hora de la gracia, que puede ser también la hora de graves recaídas, si se la desprecia.

A la prudencia pastoral le corresponde acechar el momento oportuno para descubrir al pecador el alcance de las exigencias morales, y traerlo a una decisión y cambio radical. Así, por ejemplo, habrá casos en que el confesor tendrá que exigir desde la primera confesión un propósito claramente determinado, como cuando tiene motivo para creer que el propósito "general" no es lo bastante sincero y eficaz. Un buen guía aprovecha todas las oportunidades para traer al convertido a propósitos precisos, según lo exigen las necesidades de su alma. Mas sería gran imprudencia el exigirle a un recién convertido, sobre todo si procede de un medio completamente irreligioso, mil resoluciones y propósitos, especialmente en asuntos que no son absolutamente imprescindibles para el cambio esencial que se impone, o cuando se prevé que la contrición no suministra fuerza suficiente para cumplirlos.

El crecimiento paulatino es ley fundamental de la vida y también de la vida de la gracia. A ella tenderá, pues, el pastor de almas.

El propósito debe ser prudente. Como hemos puesto de relieve, la conversión exige el tender a las cumbres más altas, a una vida de gracia. Pero al mismo tiempo el precepto que nos impone el buscar ese fin nos pide que el primer paso lo dé la prudencia. Pero si la gracia nos empuja a dar un gran paso, a saltar con audacia, la propia prudencia nos mandará ser generosos, tanto en el propósito como en la realización.

Por último, el propósito tiene que ser humilde. La triste experiencia de nuestra debilidad, y aún más la experiencia del guiaje de la gracia divina, nos amonesta a hacer de nuestros propósitos una humilde súplica, ya que sólo de Dios nos puede venir el querer y el obrar el bien. La humildad nos hace ver que nuestros propósitos y aun nuestra acción no son más que una pequeña colaboración. Por eso debemos suplicarle a Dios que aumente su luz y que ahonde en nosotros el espíritu de conversión y que afirme nuestros propósitos. En fin, de la humildad nos nacerá para el futuro la firme decisión de evitar toda ocasión peligrosa de pecar.

6. Atrición y contrición. Dolor por amor o por temor

El dolor del alma que conduce a la conversión tiene diversos grados no sólo respecto a su profundidad y eficacia, sino también en cuanto a sus motivos, que pueden ser más o menos elevados. Es contrario a la psicología de la conversión — la cual no es sino un modo especial de considerar la conducta ordinaria de Dios en el camino de la salvación — el no atribuir valor auténtico sino a los motivos más perfectos y el exigirlos desde un principio. El desarrollo de la contrición está sujeto a la ley del crecimiento paulatino, como, en general, toda la vida moral 90. Con todo, como ya lo hemos dicho más de una vez, no hay que olvidar que también el desarrollo rápido entra en esa ley del crecimiento.

Desde el punto de vista psicológico, o sea en el plan de la divina providencia, la conversión y la penitencia saludable pueden tener motivos de orden natural y temporal, por ejemplo, una gran desilusión, las amargas consecuencias del pecado, la fealdad del vicio, etc. Claro está que el dolor que tales motivos provocan no tiene, de por sí, ningún valor de redención y perdón. Pero la gracia de Dios puede conectarlos con otros que sí conduzcan de lleno a la contrición saludable y justificante. Aplíquese esto al temor puramente "servil", que nada tiene aún del casto dolor de haber perdido la amistad divina, y que por no reparar en el verdadero mal que causa el pecado, sólo aborrece los males temporales y acaso la eterna pena de sentido a que conduce. Pero estos actos, aunque sin valor eterno, son pasos preciosos que pueden encaminar a la verdadera contrición.

Tanto la contrición como la atrición justifican: a) la contrición, antes de recibir el sacramento de la penitencia; b) la atrición, sólo después de recibirlo.

90 Cf. Dz 798 ; ST III q. 85 a. 5.

a) La contrición perfecta

La contrición perfecta sólo puede entenderse como un misterio del amoroso diálogo entre Dios y el pecador a quien recibe en su gracia. El amor indulgente de Dios llega al corazón del pecador en forma tal, que éste, en fuerza de ese mismo amor y de la recobrada libertad de hijo de Dios, responde con amoroso arrepentimiento. Por parte del hombre, es un aborrecimiento del pecado, como sólo puede sentirlo un hijo arrepentido, es un aborrecimiento que procede del amor, y por eso Dios lo recibe de nuevo en gracia y amistad. La contrición perfecta es el retorno del hijo pródigo a la amorosa casa paterna, y es la prenda de que Dios lo acoge como a hijo. La contrición perfecta es aquel dolor con que el hijo, aun después del regreso a la casa paterna, continúa llorando las ofensas que infirió a su Padre.

El motivo básico y central de la contrición perfecta no mira al hombre y su desgracia, sino a Dios, cuya santidad y amor ultrajó con el pecado. Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que la contrición perfecta impida el deplorar la propia desgracia; pero la mirada no se detiene en la propia desgracia, sino que a través de ella penetra hasta la íntima raíz del pecado, la ingratitud, la desobediencia y desamor para con la infinita bondad y santidad de Dios.

Los demás motivos sobrenaturales de contrición fundados en el temor y la esperanza no son rechazados por la caridad, sino purificados, confirmados y dignificados por ella.

La atrición queda, pues, englobada esencial y materialmente en la contrición. Mas todo lo que el tensor y la esperanza tienen de propiamente servil, queda eliminado: "La caridad perfecta echa fuera el temor, el temor que supone el castigo" (1 Ioh 4, 18), y así estos dos sentimientos de esperanza y temor, sin los cuales el amor del hombre no podría formular una respuesta adecuada al amor de Dios — mysterium tremendum-fascinosum —, quedan purificados, santificados y reforzados.

b) La atrición

La atrición no tiene aún como motivo propio el amor divino. Los motivos en que se apoya pueden ser más o menos elevados. Existe una atrición fundada en el temor, o sea que no ha llegado aún hasta la caridad, pero que, sin embargo, es sobrenatural, "dispone" 91 a la gracia y por lo mismo en ningún modo es despreciable.

No decimos, sin embargo, si dispone a la gracia próximamente o de un modo más o menos remoto. Hasta nuestros días se viene discutiendo si la atrición fundada sólo en el temor, suponiendo que de hecho produzca el aborrecimiento del pecado, es suficiente disposición para la justificación por medio del sacramento. Está fuera de duda que la disposición interior de quien quisiera cometer el pecado, aun el mortal, si no hubiera infierno, es incompatible con una contrición en orden a la fructuosa recepción de los sacramentos 92.

La opinión hoy día más común sostiene, con santo Tomás y la mayoría de los teólogos postridentinos 93, que para la recepción fructuosa del sacramento de la penitencia es necesaria al menos una atrición que contenga algún germen o principio de caridad.

El concilio de Trento no quiso resolver la controversia 94 Alejandro vii prohibió a los teólogos tacharse recíprocamente de herejes por sostener opiniones encontradas a este respecto 95 La opinión rigorista que exige una atrición basada propiamente en el amor para recibir con fruto el sacramento de penitencia, sin estar condenada por la Iglesia, no tiene hoy defensores.

En conclusión : el confesor ha de tener presente la amonestación de la santa Iglesia de procurar despertar en el penitente una contrición perfecta 96. Por su parte, el penitente está seriamente obligado a tender, por lo menos, a un principio de amor. Tratándose de un asunto del que pende la eterna salud, hay que escoger "el camino más seguro".

Psicológicamente hablando, no puede acontecer que al dolor de atrición, despertado por el temor del infierno, le falte el germen o principio del amor, si se predican como se debe las grandes verdades de la fe :

91 Cf. Dz 898, 1305, 1410, 1412, 1525.
92 Cf. A. LANDGRAF, Reue, en Lexikon für Theol. und K. vII, col.
850.
93
Cf. J. PÉRINELLE, O. P., L'attrition d'aprés le concile de Trente et d'aprés saint Thomas, Kain 1927.
94 Cf. Dz 915. Dz 1146.
95
Cf. Rit. Rom. tit. IV cap. I
18.

si se muestra que la salvación eterna es esencialmente el amor beatífico que incluye toda perfección y que el infierno es la exclusión definitiva de la amistad con Dios. Si en la mente de muchos cristianos la atrición no es más que el temor al diablo y a la pena de sentido, esto obedece indudablemente a una predicación defectuosa. No afirmarnos con esto que no se hayan de predicar, y con todo vigor, las penas del infierno, aun las secundarias, las de sentido. Son la primera campanada para la conversión, ellas ponen una saludable inquietud en el alma, y tienen, por lo tanto, una importancia ireemplazable.

Es evidente que, desde el punto de vista de la conversión (metánoia = completo retorno a Dios), la atrición es un principio y sólo un principio. Para que llegue a obrar la verdadera y perfecta conversión, se necesita la acción de la gracia, que, por los santos sacramentos, eleva este dolor imperfecto al grado de perfecta contrición; lo que expresan los escolásticos diciendo que ex attrito per iustificationem fit contritus.

Al depositar Dios en el alma la fuerza (habitus) de la perfecta contrición, le exige al pecador arrepentido un acto de dolor que nazca, ahora sí, del amor. Puesto que los sacramentos, incluso los de reconciliación, se ordenan todos al amor, hay por lo menos derecho a pedirle al que los recibe un serio esfuerzo por conseguirlo, o sea un esfuerzo por conseguir el dolor por amor. Esto basta, aun cuando no consiga excitar una contrición perfecta.

Partiendo del conocimiento, tanto teológico como experimental, de que la conversión no es completa ni duradera mientras no se afiance en el amor, estableció SAN ALFONSO de Ligorio, en el sistema de misiones populares propio de su congregación 97, que la segunda parte de la misión se consagrase al ejercicio de la vida devota, o sea al ejercicio del amor. A nuestro modo de ver es una falta imperdonable contra la ciencia teológica de la conversión el dar por terminada una misión una vez que se han predicado las tremendas verdades eternas que ponen las almas en conmoción. Es absolutamente preciso que a esa predicación del temor siga la "semana" del agradecimiento, de la alegría, del amor.

97 Reg. et Const. Css R, const. 130-132.

 

7. Objeto de la contrición

La contrición debe mantenerse alejada de toda falsa con-ciencia de culpa. El objeto propio de la contrición, en el sentido estricto de la palabra, es sólo el pecado propio, el acto pecaminoso de que uno se ha hecho responsable personalmente. La contrición es la detestación de todos los pecados propios en general y de cada pecado especial del que se tenga conciencia. Basta de por sí la contrición que abraza todo pecado en general. Mas dos consideraciones imponen un serio esfuerzo para llegar al dolor de cada pecado en particular: el precepto positivo divino de la pesarosa confesión de todos los pecados graves y la necesidad de combatir la fuerza psicológica que adquieren los pecados que, como dicen los psicoanalistas, caen en el subconsciente sin haber sido "elaborados" ni "dominados" y que empujan a nuevas faltas. El examen doloroso y la 'confesión contrita realizan prácticamente este cometido.

El arrepentimiento perfecto no se contenta con la simple consideración amargada de cada acto pecaminoso y del motivo que lo determinó. Preciso es ver en cada pecado la manifestación de la maldad oculta en el corazón y el índice de culpa acumulada. El corazón profundamente contrito no se contenta con exclamar : "Cometí tal pecado", sino que añade : " ¡ Ay de mí, que soy un pecador!" Cada pecado actual, conforme a su gravedad, muestra la fataL fecundidad de los pecados anteriores y, sobre todo, pone de manifiesto la insuficiencia de la contrición y penitencia pasadas. Una contrición de veras profunda conseguirá cegar la fuente de las "obras muertas" de los pecados.

"Cada falta va depositando en el alma una fuente secreta de nuevos pecados. La contrición debe penetrar hasta este dominio tenebroso, hasta este reino secreto de la culpa, para poner de manifiesto ante la conciencia los repliegues oscuros de la existencia" 98.

En cuanto al deber de confesar y a la recta disposición para comulgar, algunas faltas podrán excusarse a veces en atención a no haber concurrido el conocimiento o la libertad requeridos. Mas atendiendo al ineludible esfuerzo para mejorar la vida mediante el espíritu de contrición y compunción, el mejor y más exacto lenguaje sería éste : tal es la malicia que se ha acumulado en mí, por mi falta de profunda compunción, tan obcecado estoy por el pecado, que aun sin que mi conciencia lo advierta claramente, aun sin darme cabal cuenta de ello, calumnio, por ejemplo, o escandalizo al prójimo. Así, hasta la duda que surge legítimamente acerca de la grave culpabilidad subjetiva, es una invitación a una más profunda compunción por nuestra lamentable condición de pecadores.

Es verdad que no se puede tachar de pecado grave el acto repentino, inadvertido o semivoluntario, provocado por una mala costumbre, revocada y condenada por una seria contrición y un buen propósito. Mas la actividad siempre renovada de esa mala disposición, que provoca actos por lo menos semivoluntarios, es una seria advertencia a profundizar la contrición y la penitencia, es una llamada a íntima compunción, a una súplica de perdón : " ¡ Señor, ten piedad de mí, pobre pecador, pues lo soy, como lo muestra esta acción miserable!"

98 MAX SCHELER. Vom Ewigen im Menschen, pág. 44.

Hay faltas que no provienen de una culpa personal, ni actual ni pasada, sino que son la consecuencia del pecado original, de pecados de nuestros antepasados, o de la corrupción del ambiente. Tales faltas no pueden despertar nuestro arrepentimiento en sentido estricto. Sin duda que debemos juzgar con severidad lo que hay allí de culpa personal, considerando que por nuestra infidelidad a la gracia no se cierran esas heridas hereditarias de donde fluye la infección común.

Lo procedente, pues, aun aquí no es decirse: "De esto no tengo la culpa". Lo mejor es excitarse, por decirlo así, a una compunción suplente, fundada en la solidaridad sobrenatural, y gemir por las innumerables injurias a la majestad divina y por la profunda corrupción de la humanidad. Esta compunción empuja a la reparación y al apostolado.

Tal compunción solidaria y suplente — penthos en el lenguaje de los padres de Oriente — se distingue, sin embargo, de la contrición en sentido estricto 99, pero ha de considerarse como una prolongación normal del deber de contrición y como una prueba de su autenticidad y profundidad. Ella muestra, además, que el arrepentimiento vive y obra por Dios y para Dios, y entra por los cauces del reino de Dios: de allí su aspecto solidario.

El oficio propio y específico de la contrición es "triturar, ablandar" la dureza que causan los propios pecados; "por eso no hay contrición por pecados ajenos" 100

El espíritu de penitencia no sólo nos preserva de juzgar con severidad los pecados ajenos, y nos mueve a preguntarnos si en iguales circunstancias no habríamos obrado aún peor : ante la debilidad ajena, lo que pregunta el cristiano que tiene conciencia de ser miembro del cuerpo de la Iglesia es el grado de culpabilidad que le corresponde: ¡cuántos pecados ajenos habría impedido yo, si hubiera correspondido a la gracia, si me hubiera entregado con todas mis fuerzas a procurar la extensión del reino de Cristo, en la medida que me ha fijado la Providencia! Esta pregunta será sobre todo pertinente con referencia a un medio ambiente pervertido, que representa un peligro para la libertad y para la salvación de nuestros semejantes.

Tal es el carácter de la penitencia y compunción, en los santos de la Iglesia oriental. Su dolor no se mueve únicamente por la simple transgresión

99 Cf. I. HAUSHERR, Penthos, pág. 26.
100 ST suppl.
q. 2 a. 5.

de la ley, sino sobre todo por el descuido en secundar la gracia 101. Gimen porque ellos mismos y otros muchos, descuidando la gracia, no llegan al grado de perfección a que Dios les destina. En una palabra, el motivo de su dolor permanente — penthos — es la injuria hecha a Dios y la disminución del tesoro de la redención, consecuencia de todo pecado.

8. La contrición, actitud y disposición permanente

La sagrada Escritura, la tradición teológica y la vida de los santos muestran que la contrición no sólo es acto indispensable para la conversión, sino actitud y disposición que ha de guardarse siempre. Un acto aislado de contrición, aun inspirado de veras por el amor, no alcanza a desligar el corazón de todos los malos afectos en el grado que exige el pleno dominio del amor. Con el aumento de la contrición aumenta el amor, y viceversa.

Hemos establecido que la ley cristiana no consiste propiamente en la barrera establecida por las .prohibiciones de los mandamientos; su esencia está en las exigencias de la gracia. De allí deducimos que la vida de la gracia, que tiene su principio en la divina misericordia que se abaja a buscarnos en el abismo de nuestra miseria pecadora, exige no un amor recíproco de cualquier laya, sino un eterno himno de alabanza a la divina misericordia, salido de un corazón contrito y humillado, o, como dijo Marcos el Ermitaño, exige una eukharistía meta syntetrimmenes psykhés, que expresa el ideal de santidad de los orientales 102.

Sin el tono fundamental del amor agradecido, hay peligro de que la actitud espiritual del convertido, en lugar de corresponder a la buena nueva del retorno al hogar, se asemeje a la del "peccator simul et iustus", imaginada por los luteranos, actitud que conduce a una falsa tristeza y por último a la desesperación. Mas sin el profundo acorde acompañante de la actitud de compunción, los sentimientos de amor podrían fácilmente inducir a presunción y a desagradecido autoengaño.

A medida que la compunción se va estableciendo en el alma y convirtiéndose en actitud permanente, van sanando las heridas causadas por el pecado; ella impide que las cicatrices vuelvan a abrirse 103 y sobre todo dispone el alma a un inmediato y profundo arrepentimiento después de cada infidelidad a la gracia.

Mas este sentimiento creciente de la compunción, que "cada noche inunda el lecho con las lágrimas de arrepentimiento" (Ps 6, 7), que "examina con amargura del alma todos los años pasados"

101 I. AAusirERR, Penthos, pág. 63, 186 passim.
102 Cf. I. HAUSHERR, Penthos, pág. 28.
103 Idea cara a partir de Orígenes.

(Is 38, 15), que obliga al apóstol san Pablo a declarar con toda seriedad, después de tantos trabajos por el reino de Cristo: "No soy digno de llamarme apóstol, después de que perseguí a la Iglesia" (1 Cor 15, 9), y, en fin, que nunca cree que la tristeza por el pecado sea propia sólo de los principiantes 104; este sentimiento, decimos, nada tiene de común con la ansiedad e intranquilidad del escrupuloso, siempre cavilando y siempre recontando sus pecados graves, temeroso de no haberlos confesado todos perfectamente. Sin duda que la confusión habitual dispone a la humilde confesión y aun a la confesión de pecados ya acusados o confesión general, mas semejante disposición, en vez de ser inadecuada inquietud de conciencia, es expresión del agradecimiento a Dios por el perdón otorgado. "Dios, absolviendo al hombre de la culpa y de la pena eterna, lo liga con la cadena de la perpetua detestación del pecado" 105 Es la cadena de la gratitud.

9. "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados" (Mt 5, 5)

"Es terrible que para recobrar la vida no haya más camino que el tenebroso del arrepentimiento. Pero, ¡qué maravilla que al menos exista uno!" 106 La contrición nos hace participar en la agonía de Cristo, pero también nos deslumbra con los resplandores del Resucitado. Del mismo modo que el Señor no proclama dichoso todo sufrimiento, sino sólo aquel que se padece por Él y con Él, así también será sólo dichoso el pesar que tiene idéntico motivo e igual finalidad que su agonía de Getsemaní y que su grito de abandono en la cruz. Toda lágrima que a nuestros ojos arrancan las espinas de la vida, tiene que caer sobre los torrentes que a Cristo arrancó el pecado con su desprecio de Dios y la perdición de las almas. "La tristeza según Dios es causa de penitencia saludable, mientras que la tristeza según el mundo lleva a la muerte" (2 Cor 7, 10). La tristeza según Dios que aflige a un corazón compungido, libra de la vorágine de las múltiples tristezas humanas. El que con Cristo se aflige (el penthikos, como llamaban los griegos al monje penitente; el conversus o convertido, según el lenguaje benedictino) por la ofensa

104 Cf. ST III q. 84, a. 8 y 9 ; suppl. q. 4 a. 1.
105 HUGO DE S. VÍCTOR, tr. 6 Summa Senl. cap. 11, citado por SANTO TOMÁS, ST suppl q. 4 a. 1.
106 MAX SCMELER,
Vom Ewigen im Menschen, pág. 52.

hecha a Dios, soporta con valor y alegría las pruebas de la vida, purifica y preserva su corazón del amor a las'vanidades del mundo, y así se dispone a recibir los consuelos celestiales que Dios no niega a los humildes y a los puros de corazón.

La tristeza en Dios incluye aquella alegría a la que exhorta el Señor a los suyos y que prometió como don sabroso del Espíritu. Pues esta tristeza da sus primeros pasos sobre la firme esperanza de la salvación, y es el eco mismo del himno agradecido que canta el corazón a la divina misericordia.

Innumerables son los dichosos frutos que produce la tristeza del corazón contrito: ella es el "colirio" que quita la ceguera (Apoc 3, 18), el dinamismo santo de la libertad que libra de la esterilidad del ocio, el medicamento que purifica la conciencia y la libra del remordimiento devastador. Ella protege contra las recaídas, en ella está el peso del amor reconocido que destruye el orgullo, ella abre la boca para la confesión saludable. Por ella purifica Dios el corazón para que pueda producir dignos frutos de penitencia (cf. Mt 3, 8; Ioh 15, 2), ella dispone a recibir el sacramento del perdón "con aquella piedad que concilia la paz y la serenidad de la conciencia, junto con el sentimiento de una profunda alegría" 107; ella confiere una constante y abnegada atención a la salvación del prójimo, y no se resigna a ver triunfar el mal en este mundo en que vivimos. "Bienaventurados los que lloran."

107 Dz 896.


II. LA CONFESIÓN

1. La confesión, elemento de la conversión y signo sacramental

La declaración de la propia culpabilidad es un acto esencial de la verdadera conversión: "soy pecador, necesito la misericordia divina". En esta forma general, es necesaria la confesión aun para la recepción fructuosa del bautismo, puerta universal de la conversión (abstracción hecha del bautismo de los niños). Ya del bautismo del Precursor leemos que quienes se sometían a él "confesaban sus pecados" (Mt 3, 6). Puesto que el bautismo cristiano se recibe para alcanzar la "remisión de los pecados" (Act 2, 38; cf. Lc 24, 47), es claro que su libre y voluntaria recepción equivale ya a reconocer que se siente la necesidad del perdón de los pecados.

Sin embargo, la iglesia no exige para el bautismo una confesión detallada, puesto que su misión no es de juzgar los pecados cometidos por los que no son aún miembros suyos 108. Mas en el "bautismo laborioso", como llaman los padres al sacramento de la penitencia 109, exige la Iglesia, en fuerza de una ley positiva divina, la confesión de todos los pecados graves cometidos después del bautismo. Enseña el concilio de Trento 110 que al conferir Cristo a la Iglesia el poder de "remitir o retener los pecados" (Mt 16, 19; 18, 18; Ioh 20, 23), le confirió el derecho divino — con la correlativa obligación — de exigir la expresa declaración de todos y cada uno de los pecados mortales, en la medida en que el penitente pueda hacerla. Cierto que es un precepto positivo, pero no arbitrario. Es, como todo precepto, la expresión de una ley vital: puesto que el cristiano, hijo de la Iglesia, ha pecado contra la Iglesia, es normal que a ella haga su confesión, para que así le obtenga la reintegración en la amistad divina.

La confesión formal de los pecados desempeña un papel importante en el desarrollo psico-teológico de la conversión, como observaremos más adelante.

Aunque no está demostrado que la viva exhortación de los apóstoles "confesaos mutuamente vuestras faltas" (Iac 5, 16; 1 lob 1, 9) se refiera directamente a la confesión sacramental, muestra, sin embargo,

108 Dz 895.
109
Dz 895.
110
Dz 899, 917.

que la disposición de declarar sus faltas al hermano, ante la Iglesia, es una etapa del camino de la conversión. La confesión de las propias faltas forma parte integrante de la conversión. Así lo proclama ya el Antiguo Testamento (Lev 5, 5; Prov 28, 13) 111 y aun las religiones no cristianas.

Es claro que la conversión incluye necesariamente la propia confesión de todos los pecados ante Dios; pues bien, la disposición de confesarse ante la Iglesia es una consecuencia de la sincera confesión ante Dios, pues el retorno a Dios no puede realizarse sin el retorno humilde y contrito a la comunidad en la que Dios depositó la salvación. Cierto es que no se puede equiparar la necesidad de confesarse ante un hombre con la de confesarse ante Dios, aunque se trate de un hombre representante de Dios. El precepto positivo divino, con la interpretación que de él presenta la Iglesia, nos señala el mínimo y el máximo de esta exigencia. La prudencia que mide la estructura interna y el desarrollo de la conversión confirma esta necesidad.

2. La confesión: el mínimo exigido por el precepto
y el máximo propuesto a la contrición

La disposición de ir más allá de lo que exige la ley, en punto a declaración de pecados, es demostración y efecto del espíritu de penitencia.

Aunque escribimos una moral en el espíritu del seguimiento de Cristo, no podemos esquivar la distinción clara entre lo mínimo exigido por el derecho positivo divino y eclesiástico y lo que según la situación pide la virtud de penitencia, una acusación que va más allá de lo estrictamente impuesto.

En calidad de juez, tiene que limitarse el confesor al mínimo exigido por la ley. No tiene derecho a exigir — so pena, por ejemplo, de negar la absolución o so pretexto de falta de disposición — nada que esté por encima de lo exigido estrictamente por la ley. Pero está visto que como médico y guía puede excitar a su penitente a una humildad cada vez más profunda y, por tanto, más provechosa.

También al penitente que se propone seriamente seguir a Cristo, le importa mucho conocer con exactitud qué es lo que

111 Cf. ST ni q. 84 a. 7 ad 2.

la ley impone, pues podría darse el caso de que el excederse fuera falta de prudencia y comprometiera el cumplimiento de otros deberes más importantes, retardando el verdadero progreso de la conversión.

El exagerar las exigencias de la confesión, como, por ejemplo, imponer a los niños, contra toda ley y aun tal vez bajo la amenaza de sacrilegio, la confesión de todos los pecados veniales, puede conducir a graves crisis religiosas, o por lo menos ocupar de tal modo las energías espirituales, que por ello se descuiden otros deberes morales y religiosos más altos. En principio, tiene razón Hirscher al decir : "El que palia sus culpas y las acusa con reticencia no posee aún el sentido de la penitencia. Ese tal se confiesa sólo por cumplir con la prescripción legal: su mayor interés está en zafarse con el menor esfuerzo posible". Se ofrecen casos, sin embargo, en que lo mejor es limitarse a lo estrictamente exigido, por ejemplo, para prevenir o curar la enfermedad de los escrúpulos. Para la generalidad, por el contrario, el conocimiento de las benignas exigencias legales será un motivo para ser más exigente consigo mismo: a ello invita el espíritu de la verdadera libertad y la filial docilidad a la moción interior del Espíritu Santo.

3. Importancia teológica y psicológica de la confesión

Por la confesión auricular cae la contrición interior en el campo de los signos sensibles sacramentales. La confesión sensible, a la faz de la Iglesia, corresponde a la absolución también sensible, por la cual la amistad divina se da la mano con la experiencia de la fe. Síguese de aquí que para dar a este acto su pleno sentido religioso y moral, tiene el penitente que esforzarse por llegar a una confesión tan sincera y santa como corresponde a la santidad y fidelidad de la promesa con que Cristo le asegura su perdón. Preciso es, por consiguiente, que al celo inflamado con que Cristo ansía borrar sus pecados para sal varlo, corresponda una acusación profundamente dolorosa y arrepentida, y que la confesión sea, por la devoción y humildad que la acompaña, el himno a la gloria de la misericordia divina que Cristo y la Iglesia pretenden con su acción sacramental.

Puesto que la confesión entra en el signo sacramental y cae, por tanto, bajo la acción sacerdotal de Cristo, el sumo sacerdote, no ha de tener sólo el sentido de un recuerdo de culpas, sino que debe elevarse a la condición de un acto de culto, un himno de alabanza a la majestad divina, por el que, compungidos, reconocenos los derechos de la divina justicia, proclamando al mismo tiempo su divina msericordia.

Por esta razón, la acusación sacramental ha de verse libre de toda mirada complacida en sí mismo y de todo sentimiento de vanagloria por la reforma de vida que se ha realizado, aunque por lo demás sea deseable que la reforma iniciada se trasluzca a través de un noble propósito.

La humilde actitud del alma debe decir que sólo de la misericordia de Dios se esperan dones tan magníficos como son el perdón de las culpas y la regeneración espiritual que dará principio a una nueva vida de amor y de libertad santa, cual sienta a los hijos del Padre celestial.

Ya se entiende que la confesión debe ser oral, por ley ordinaria, puesto que forma parte de los signos sensibles relacionados con la absolución auditiva y reviste el carácter de un himno a la misericordia divina. Puede haber justos motivos para permitir otros medios de expresión, como la escritura. No está aún solucionada la cuestión de si, en general, puede hacerse la confesión por teléfono y por el mismo conducto otorgar la absolución. Si se tiene presente, por una parte, que el teléfono establece cierta presencia entre confesor y penitente, y, por otra, que la palabra oíble de la absolución después de haber recibido la acusación oral es evidentemente el elemento que más cae bajo los sentidos entre los signos sacramentales de la penitencia, pensamos que, en caso de necesidad, podría usarse este medio; por ejemplo, con un moribundo a cuya cabecera no pudiera llegar a tiempo el confesor.

La dolorosa confesión al sacerdote es ya obra de satisfacción y reparación que tiene el valor y la dignidad de un acto de culto, mediante los sufrimientos redentores de Cristo con los que se une por medio del sacramento. Con frecuencia el sacrificio que impone una confesión humilde es la acción más costosa y por lo mismo más valiosa de satisfacción.

La confesión humilde ocupa lugar preeminente en la estructura de la conversión. El pecado tiende esencialmente a ocultarse en las tinieblas, y aun a cubrirse con el manto de la virtud. "Todo el que obra mal aborrece la luz, y no viene a la luz para que sus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz" (Ioh 3, 20). "Mientras el hombre se aferre al pecado y rehuse confesarlo humildemente ante Dios, no puede sino desear que la luz divina que juzga y condena se aparte de él — tal como hicieron los primeros padres después de su pecado, que se ocultaron ante Dios 113. Esta fuerza entenebrecedora del pecado, que empuja hacia las tinieblas, trabaja contra la confesión ante Dios y ante su representante.

113 A. BRUNNER, Aus des Finsternis sum Lickt.

La razón es que la confesión descorre el velo que oculta el pecado y proyecta la luz sobre las profundas tinieblas de la culpa. Sólo por la confesión cae de nuevo el pecador en la cuenta de que, para Dios, las tinieblas son tan transparentes como el día (Ps 139). He ahí por qué la confesión es etapa tan importante en la conversión, ya que ésta debe realizar el paso de las tinieblas a la luz de la verdad y del amor (cf. 1 Tes 5, 5 ; Rom 13. 11 s). "Dios es luz, y en Él no hay tiniebla alguna. Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad" (1 Ioh 1, 5•s). La confesión descubre las oscuridades de nuestras culpas y abre el alma al torrente de verdad y de amor que viene de Dios. "La confesión nos dispone a la transparencia divina del amor que todo lo alcanza y nos hace accesible, por la gracia, la luz inaccesible (1 Tim 6, 16) en que habita Dios" 114

La condición indispensable para que el pecador entre de nuevo en el círculo luminoso de la gloria divina — honor inaudito —, es que por la humilde confesión de sus pecados devuelve a Dios el honor que le había quitado. "No comuniquéis con las obras vanas de las tiniebles, antes bien estigmatizadlas... Todas estas torpezas, una vez manifestadas por la luz, quedan al descubierto y todo lo descubierto es luz" (Eph 5, 11 ss). La entera manifestación de nuestra conciencia con todos sus senos y repliegues, la confesión sincera de nuestros pecados, que es el himno de alabanza a la misericordia de Dios, nos coloca en el cerco luminoso del amor y de la gloria de Dios. "El amor significa luz y accesibilidad, mientras que el pecado es egoísmo, tinieblas, inaccesibilidad, aislamiento" 115

El amor a Dios, "a quien no vemos", se prueba por el amor al "hermano, a quien sí vemos" (1 Ioh 4, 20). Algo semejante pasa con la confesión hecha al representante visible de Dios y de la Iglesia: es la prueba fehaciente de nuestra auténtica confesión a Dios 116

Al pecado concurre tanto el cuerpo como el alma. Al pecar se pronuncia el hombre contra el honor de Dios en forma, en cierto modo, visible. Con la gracia debe recibir la prenda y el germen de una futura gloria visible que resplandecerá en la comunidad de los santos.

114 A. BRUNNER, l. c., pág. 93.
115 A. BRUNNER, l. c., pág. 87.
116 A. BRUNNER, l
. c., pág. 91.

Todo esto nos muestra cuánto conviene que al menos en cierto grado y de tiempo en tiempo haga el hombre confesión exterior de sus pecados, para que así testimonie que su salvación es solidaria con los demás miembros de la Iglesia para la gloria de Dios. Las palabras de MouNIER : "El cristiano es un ser que se acusa" 117 deben entenderse aplicadas a su ser entero, corporal, espiritual y social.

La contrición es el patrón de oro que da a la confesión su valor religioso. Es ella la fuerza que "vence la vergüenza que quisiera cerrar los labios en el último instante de confesarse" 118 Pero, a su vez, la confesión exterior ante la Iglesia visible es la que da profundidad a los componentes más íntimos de la contrición, cuales son la humildad y la sinceridad. Además, la confesión es lo único que permite llegar a un pleno conocimiento de sí mismo. Lo que nos vemos forzados a manifestar a otra persona queda precisado en la conciencia con mayor claridad. "El mero pensamiento, la mera palabra interior no consigue resquebrajar los muros de la cárcel solitaria que aprisiona el pecado; por eso no basta para aquietar al alma. Sólo su formulación verbal exterior le da forma concreta y lo pone a la luz, ante los ojos" 119

Notemos de paso cuánto puede ayudar un buen confesor en el conocimiento de sí mismo y en la formación del arrepentimiento, pues su labor no se limita a devolver la paz de la conciencia por la simple fórmula de la absolución; lo cual, sin embargo, es ya un gran beneficio. Así no es de extrañar que habiendo rechazado la confesión sacramental, busquen hoy los hombres un sustituto en la confesión psicoanalítica, que sin ser una acusación dolorosa es, con todo, la revelación completa de las intimidades del alma. "En lugar de ir al confesor van al psiquiatra" 120.

La confesión hecha a un hombre en presencia de Dios nos preserva también de la hipocresía y de la ilusión que nos acecha continuamente de creer que es moralmente justo y aun con frecuencia necesario el ocultar nuestras faltas, para no escandalizar a los demás y para no perder la estima que nos es indispensable en la sociedad. La confesión nos hace conservar la disposición moralmente necesaria para aceptar la humillación

117 Personnalisme catholique, "Esprit" (1940), pág. 234.
118 MAR SCHELER, Vom Ewigen, pág. 21.

119
A. BRUNNER, l. c., pág. 91.
120 « En lugar de acudir al sacramento, acudí a la ciencia : me confesé con el médico y recibí de él la única absolución que el mundo puede dar, la absolución del psiquiatra, para el cual no existen pecados, ya que no existiendo el alma, no puede privarse de Dios. Y esta absolución me dio aquella paz tremenda en la que viven hoy miles de personas, cuya enfermedad no era sino el haber desdeñado la paz que ofrece Dios,, GERTRUD VON LE FORT, Das Schweisstuch der Veronika, Munich 1935, pág. 349.

merecida por nuestros pecados. El rigor del sigilo sacramental y la santidad de la confesión resguardan del peligro de escandalizar o de perder la buena reputación.

El profundo sentido religioso y la magnífica fecundidad de la confesión explican por qué ha estado en uso aun fuera de la verdadera Iglesia, y por qué los católicos la frecuentan aún fuera del sacramento de la penitencia 121.

Mas la verdadera profundidad y eficacia de la confesión sólo se alcanza en la confesión sacramental, en la confesión que se dirige a Dios potente y misericordioso, y hecha a la faz de la comunidad santa de la Iglesia, sociedad de salvación. Sólo en Cristo, en atención a Él, que es la palabra de Dios encarnada, "viva, eficaz y tajante más que espada de dos filos y que penetra hasta la división del alma y del espíritu... y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón, ante cuya presencia no hay cosa creada, que no sea manifiesta, ante cuyos ojos todo es manifiesto", y que es al mismo tiempo "nuestro sumo sacerdote que sabe compadecerse de nosotros", en atención a Él, decimos, "nos mantenemos firmes en la confesión y nos acercamos confiadamente al trono de la gracia" (cf. Hebr 4, 14-16).

121 Cf. Dict. Théol. C. xii 96 ss. A. TEETAERT, La confession aux Jaiques dans I'Église !atine. Universitas cath. Lovan. Dissertatio ad gradum magistri, Lovaina 1926. R. PETTAZONI, La confessione dei peccati, 3 vol. Bolonia 1935-1936. Trata de la confesión de las culpas practicada en di-versos pueblos. R. MoHR, Die christliche Etkik im Lichte der Ethnologie. Munich 1954, págs. 26-37 y en otras.

4. La integridad material de la confesión según el mínimo exigido por la ley

La ley divina positiva obliga a todo cristiano a confesar todos los pecados graves cometidos después del bautismo y que aún no han sido remitidos directamente por el poder de las llaves confiado a la Iglesia. Y han de confesarse indicando su número y especie — con las circunstancias que cambian la especie — según se presenten a la memoria después de un diligente examen 122

La Iglesia ha precisado esta ley divina en el sentido de prohibir el diferir más de un año ni más allá del tiempo oportuno designado para la confesión pascual, sin causa grave, la confesión de los pecados mortales, confesión que ha de hacerse por el tiempo de cuaresma 123

Los teólogos distinguen entre integridad material e integridad formal de la confesión.

La integridad material es la acusación efectiva de todos los pecados graves, con su número y especie.

La integridad formal consiste en la sincera voluntad de llegar a una confesión materialmente íntegra, poniendo para ello a contribución todo su leal saber y entender.

Para la validez de la confesión preciso es que se manifieste la buena voluntad, al menos por algún signo de arrepentimiento. Apoyándose en una opinión probable, fundada en el principio 3e que en extrema necesidad se ha de intentar todo lo posible, a un moribundo se le puede dar la absolución al menos condicionalmente, aun cuando no haya dado ninguna señal de arrepentimiento, con tal que se pueda presumir que la daría si pudiera.

Fáltale a la confesión tanto la integridad material como la formal, cuando el penitente omite algún pecado mortal por culpa grave. En tal caso la recepción de la absolución constituye un sacrilegio.

Cuando el penitente olvida u omite la confesión de un pecado grave por negligencia leve, la confesión es válida y la recepción de la absolución fructuosa. También es válida la confesión cuando, a pesar de la sincera voluntad de confesar todos los

122 Cf. Dz 899, 917 ; CIC, can. 901.
123 Conc. de Letrán. Dz 437 s, confirmado por el Trid. Dz 901, CZC, can. 906.

pecados, se ha callado uno grave, cuya gravedad se advertía, sin embargo, pero se ha callado debido a una paralización completa de la libertad, como sería el caso de una súbita e invencible vergüenza morbosa. Mas en este caso no puede el penitente juzgarse dispensado de acusar el pecado callado entonces en una confesión subsiguiente. Mucho menos podría alguien apoyarse en este caso para considerarse en principio dispensado de la confesión por el simple motivo de la vergüenza.

Bueno es tener presente este caso, que tal vez no es tan raro como pudiera pensarse, para comprender así cómo hay almas que sufren infinitamente por un pecado callado en confesión y que con todo llevan vida devota y penitente, y sólo después de prolongados tormentos consiguen superar la vergüenza de confesarlo.

La ley que impone la confesión de los pecados graves indicando el número y la especie ínfima (o sea, con las "circunstancias que cambian la especie"), obliga a los que están instruidos en teología a una acusación acomodada al grado de su ciencia, pues con frecuencia es difícil establecer qué circunstancia cambia la especie de pecado y qué cosa duplica o multiplica los pecados. Mas no es justo esperar o exigir de los poco versados en teología una acusación que entre en todas estas difíciles distinciones.

Sin duda hay que instruir a los fieles en estas cuestiones, pero sólo cuando lo estén ya en otras mucho más importantes para la ilustración de su fe y el desarrollo de la verdadera vida cristiana.

Para el pueblo sencillo basta esta regla también sencilla: declarar todo lo que constituye pecado diferente y grave, o lo que siendo de por sí leve se hace grave a causa de las circunstancias. El confesor debe ayudar al penitente, en forma discreta y prudente, a realizar una confesión "materialmente íntegra", mas no lo ha de acosar con distinciones de especies y números sacados de los últimos y más profundos trabajos científicos sobre la materia ; le basta atenerse al alcance del penitente y a la manera como él entiende las distinciones. Según la ley, no hay obligación de señalar las circunstancias que no cambian la especie — aunque aumenten enormemente la gravedad dentro de la misma especie.

Pero si el confesor, usando de su derecho, pregunta por tales circunstancias, sea con el fin de enterarse de alguna ocasión próxima de pecado que todavía perdura o de proporcionar algún medio necesario para una verdadera conversión, sea también porque se trate de alguna restitución o bien de una acción que cae dentro de las penas eclesiásticas, etc., hay que responderle con sinceridad. Una mentira consciente en materia grave haría inválida la confesión, pero no una mentira sobre materia leve. ocasionada por la turbación. Mas, incluso tratándose de materia grave, tal mentira no es necesariamente indicio de disposición insuficiente.

Debe indicarse en cuanto es posible el número exacto de pecados mortales. Cuando esto no es posible, o lo es sólo con grandísimo esfuerzo, bastará indicar un número aproximado. Así, muchos no pueden precisar el número, cuando pasa de unas diez veces, o cuando el pecado ha comprendido un largo espacio de tiempo. Entonces bastará decir : tal número más o menos. como : cien veces más o menos, lo que puede indicar unas noventa o unas ciento diez, etc. Y no hay por qué preocuparse por precisar más. Pues el cristiano tiene otros menesteres más importantes que crearse posibles causas de escrúpulos e inquietudes de conciencia. Aun cuando más tarde se acuerde del número exacto de sus pecados, no tiene por qué volverlos a confesar, aunque se dé cuenta de que el número aproximado que él indicó era muy inferior al real; a no ser que sea tanta la diferencia, que deba juzgar fundadamente que si el confesor la hubiese conocido, habría pronunciado un juicio sustancialmente diverso acerca de su culpabilidad y de la correspondiente penitencia.

Al indicar un número aproximado, se entiende generalmente que el penitente tiene en vista el número mayor posible, y en tal sentido lo toma la Iglesia, remitiendo directamente ese número.

"Se han de confesar también los pecados internos y los que van contra los dos últimos mandamientos" 124 (y, claro está, aun los que van contra el sexto), indicando ordinariamente su número y especie. Mas adviértase que cuando el indagar la integridad material en materia de impureza suscita representaciones impuras y tentaciones peligrosas (ora para el penitente, ora — lo que será más raro — para el confesor), no sólo está dispensado el penitente de la integridad material sino que el procurarla le

124 Dz 917.

está estrictamente vedado por la ley que manda evitar las tentaciones y peligros innecesarios 125

Subsiste, sin embargo, el deber del penitente de facilitar al confesor la formación de un juicio exacto acerca del estado de su conciencia y de su culpabilidad, mediante una confesión humilde y sincera.

Así, por ejemplo, una prostituta que se convierte después de largo tiempo de pecado, no tiene para qué refrescar el recuerdo de todas sus acciones infames. Basta que confiese el tiempo durante el cual ejerció ese repugnante "oficio". Todo cuanto tiene relación con esto — innumerables actos, palabras, pensamientos de diversas especies — queda suficientemente expresado así. Sería grande imprudencia el que el confesor entrara a examinar cada pecado en particular para obtener un número materialmente exacto, cosa por otra parte del todo imposible, inútil y hasta peligrosa para su buena reputación. Le esperan otros sagrados deberes: despertar en la penitente la fe y la esperanza, el reconocimiento a la divina misericordia, infundirle nuevo respecto por su alma ya santificada, y traerla a los propósitos apropiados para emprender una vida nueva. Sería una monstruosidad que el penitente y el confesor unieran todas sus fuerzas para alcanzar una especie de integridad material que estaría fuera de propósito y aun sería peligrosa. Más importante que la enumeración completa de todos y cada uno de los pecados, cuyo número queda ya implícitamente conocido, es el esfuerzo por llegar a una conversión profunda y duradera. Bastantes preguntas tendrá ya que hacer el confesor para cerciorarse de este punto.

Siendo la integridad formal lo verdaderamente importante de la confesión, no debe el confesor arriesgarla preocupándose demasiado por la integridad material y atribuyendo una desmedida importancia al número y especie de pecados.

La prudente aplicación de lo que realmente pide la integridad de la confesión, evitará (como enseña la experiencia) muchas confesiones indignas, o por lo menos muchas intranquilidades de conciencia. Puede acontecer que alguien, a consecuencia de una defectuosa instrucción, se crea obligado a una integridad material imposible o indebida, y que por

125 Véase la sentencia del Santo Oficio : Normae de agendi racione confessariorum circa sextum Decalogi praeceptum, de 16-5-1943, en "Periodica de re morali» 33 (1944) 130-133.
Véase además la alocución del 14-9-52 en la que el Sumo Pontífice recuerda la ley moral inviolable, que prohíbe despertar voluntariamente tentaciones impuras en cualquier caso que sea, como por ejemplo, con el fin de producir una liberación psicoanalítica. Aunque el caso a que alude el papa es el del tratamiento psicoanalítico según el método de Freud, que es completamente distinto del de la confesión, no es menos cierto que vale también para ésta la ley que obliga a alejar todo peligro innecesario de tentación. Véase también A. LEHMKUHL, Theol. Mor. II ed. n. 437: "Si
paenitens sibi timet, ne recogitando peccata, maxime luxuriae, misere in delectationem labatur/ter : accuratiorem recogitaiionem omittere debet etiam cum periculo ab integritate deficiendi ».

otra parte vea en su conciencia la imposibilidad de realizarla. De allí nace una dolorosa inquietud. Es deber del confesor aquietar esas almas, asegurándoles que les basta la integridad formal, y que en lo futuro a ella deben tender sin preocuparse más por las cosas pasadas. La paz que ello trae libera energías para emprender una vida nueva.

El precepto de la integridad material ha de interpretarse conforme a las posibilidades humanas y teniendo en cuenta los demás actos de la conversión. Es peligroso dar a un precepto positivo — aunque sea santo, como el que nos ocupa una importancia desproporcionada.

La extensión del examen de conciencia, requerida para la validez de la confesión, depende de lo que se haya creído obligatorio en el primer tiempo de la conversión. Si más tarde, al ahondarse la conversión, se da cuenta el penitente de que el examen de la confesión pasada fue imperfecto, no está por esto soso obligado a repetir aquella confesión, si por otra parte su confesión fue válida. Con todo, está obligado a acusar en la próxima confesión los pecados graves olvidados.

El que no tiene nuevos pecados graves que acusar y quiere con todo recibir el sacramento de la penitencia, puede acusar de nuevo los pecados graves ya confesados, o contentarse con la acusación de pecados veniales. De por sí, o sea mirando sólo la ley de la confesión, basta una acusación general. "No me acusa la conciencia de ningún pecado grave: me acuso de todos mis pecados veniales". Claro está que el confesor ha de señalar a las personas piadosas la manera más provechosa de confesarse.

La ley no obliga a confesarse de pecados dudosos, ni de pecados dudosamente graves.

El CIC, can. 906, repitiendo la doctrina del concilio de Trento, habla sólo de la obligación de confesar los pecados graves "de los que se tiene conciencia después de examinarse" (conscientiam habet). Pues bien, no se puede de ninguna manera decir que uno tiene conciencia de pecado grave cuando después del correspondiente examen se duda prudentemente si se cometió tal pecado, o si el pecado cometido era grave.

Un buen examen de conciencia junto con la aplicación de las "reglas prácticas de prudencia" pueden resolver con suficiente certidumbre las dudas acerca de los pecados y de su gravedad. Así, un cristiano de ordinario fervoroso, si cae en la duda de si pecó gravemente, puede, por lo general, creer que no. Por el contrario, el que comete el pecado con la facilidad con que el sediento bebe un vaso de agua, al ofrecérsele una duda .puede concluir que sí pecó. Los escrupulosos deben presumir al menos en orden a la obligación de confesarse — que no han cometido pecado, si la duda entra en el terreno de sus escrúpulos.

El que después de una confesión que se creyó por el momento bien hecha, comienza a dudar acerca de su validez, o de si confesó tal o cual pecado, según la ley no está obligado a volver sobre dicha confesión, pues le favorece esta regla prudencial: "Toda acción, si no se prueba lo contrario, se presume bien hecha". Sólo hay obligación de confesar los pecados graves de los que se tiene seguridad moral de que no han sido aún acusados en una confesión válida. El que acusó de buena fe un pecado como dudosamente grave y después descubre que lo era ciertamente, no está obligado a acusarlo de nuevo, pues la absolución ya cayó directamente sobre él, tal como era en realidad, por más que se haya acusado como dudoso, ya que el penitente tenía la intención de acusarlo tal como era en realidad, y lo mismo el confesor de perdonarlo.

El que duda prudentemente acerca del tiempo de un pecado ciertamente grave si fue antes o después de la última confesión buena, está obligado a confesarlo, al menos conforme a los principios de equiprobabilismo. La obligación segura de confesar el pecado se sobrepone a la duda acerca del cumplimiento. El probabilismo, por el contrario, en lodo caso de duda prudente se pronuncia en contra de una obligación legal estricta.

Hay una cosa que no se ha de perder de vista y es que ahora no hablamos sino de la obligación que impone la ley sacramental.

Para todos y en cada instante, pero sobre todo en peligro de muerte, vale sin reservas el imperativo de la gracia, que nos obliga a vivir siempre en estado de amor, de gracia con Dios, y en la duda de si se ha perdido dicho estado, a seguir el camino más seguro.

Cuando hay duda de si se ha cometido un pecado grave, hay obligación de hacer cuanto antes un acto de perfecta contrición; y si se cree que no es posible hacer dicho acto y no hay posibilidad de confesarse luego, preciso es pedirle a Dios la gracia de la perfecta contrición. Pero si puede recibir el sacramento de la penitencia, mejor; así su conversión quedará perfeccionada y santificada. En estos casos de duda en que, como hemos dicho, no hay obligación de confesarse, puede uno acercarse a un sacramento de vivos, por ejemplo, a la sagrada comunión, esforzándose en hacer un acto de contrición perfecta. Dicho sacramento le dará con seguridad el estado de gracia, con tal que lo reciba al menos con una sincera atrición.

Caso de no tener ocasión de recibir el sacramento de la penitencia, para todos aquellos que, sin estar estrictamente obligados por un precepto de Dios o de la Iglesia a una confesión previa, dudan simplemente de su estado de gracia (esto es, de si han conseguido hacer un acto de perfecta contrición después de un pecado grave dudoso), es mejor acercarse a la sagrada comunión en busca de la salud, que poner su salvación en peligro por dejarse llevar de un falso temor.

5. Causas que excusan de la integridad material de la
confesión

Como ya indicamos, el peligro serio de la tentación de impureza no sólo dispensa de la integridad material, sino que la hace completamente ilícita. También dispensa de ella la imposibilidad física o moral.

Al moribundo que no puede confesarse, le basta dar algún signo sensible de arrepentimiento y de la voluntad que tiene de hacerlo. El que está gravemente enfermo debe contentarse con procurar aquella integridad que no agrave su estado de salud. La ignorancia y el olvido dispensan también cuando no son culpables, o por lo menos no gravemente culpables.

No hay, en general, ninguna obligación de hacer por escrito la confesión, aun cuando uno pueda temer que de lo contrario olvidará muchos pecados. La escritura es medio extraordinario, que además puede poner en peligro el sigilo sacramental y conducir al escrúpulo. Hay notables moralistas, sin embargo, que imponen este medio cuando la memoria es muy flaca y no existen los peligros indicados.

El penitente que no encuentra confesor que comprenda su idioma puede pedir la absolución indicando por signos su voluntad de confesarse. Lo mismo vale para los sordomudos, cuando no se encuentra confesor que entienda sus signos de expresión.

Nadie está obligado a servirse de intérprete para hacer una confesión materialmente íntegra. Mas tampoco está prohibido, si se toman las providencias del caso para impedir todo escándalo 128

La falta de tiempo dispensa sobre todo en peligro de muerte. En tiempo de guerra pueden recibir la absolución general los soldados que están en el frente y los civiles en la zona de combate — teniendo en cuenta la extensión que ésta puede cubrir en la guerra moderna — en caso de que no haya tiempo para que todos hagan confesión particular completa. Se requiere :

  1. que presenten alguna señal visible de arrepentimiento y

  2. que estén dispuestos a confesar después los pecados graves en una confesión normal. Con las mismas condiciones puede impartirse la absolución general a los fieles cuando hay gran escasez de sacerdotes con el consiguiente inconveniente de tener que esperar mucho tiempo hasta poder recibir la absolución en la confesión particular 129

En los días en que hay gran concurrencia de penitentes, la falta de tiempo no es razón para dispensar de la necesaria integridad material 130

Las confesiones atropelladas en los días de aglomeración son un desorden que reclama la intervención de los ordinarios, como ya notaba el obispo J. M. Sailer. En casos particulares podrá absolverse abreviando la confesión, como, por ejemplo, cuando el confesor o el penitente tiene que marcharse por un motivo urgente, y en los próximos días el penitente no tendrá ocasión de confesarse ; o cuando habiendo ya principiado la confesión no se tiene tiempo para terminarla.

Una circunstancia que haga peligrar el secreto sacramental puede también dispensar de la integridad material, como cuando se confiesa en una sala de hospital, o en confesionarios no aislados de los demás fieles.

Los pastores de almas deberían ingeniarse para establecer confesionarios cerrados que favorezcan el orden exterior y coloquen al penitente

128 CIC, can. 903.
129 Pero el sacerdote no puede impartir la absolución general sin licencia del ordinario del lugar, a no ser en caso de urgente necesidad. Cf. AAS 32 (1940) 571 ; 36 (1944) 155 s.
130 Dz 1209.

y al confesor en las condiciones psicológicas adecuadas para este importante acto de salvación.

En ciertas circunstancias, podría también ser motivo que excuse de la integridad material, el temor fundado del penitente (por ejemplo, una persona de gran prestigio y dignidad) de dar con su confesión grave escándalo al confesor.

También nos parece que la vergüenza casi invencible que se puede experimentar de confesar un pecado a un sacerdote con el que uno se encuentra diariamente, puede ser en ciertos casos motivo suficiente que excusa de la integridad material, siempre que no sea posible acudir a otro sacerdote, o que el hacerlo pueda llamar demasiado la atención. Esto puede suceder sobre todo en poblaciones pequeñas. El rigorismo de otros autores no considera suficientemente lo que en tales casos se da siempre por supuesto, a saber, que el penitente tiene realmente la voluntad de confesar su pecado en la primera ocasión favorable.

El peligro de que el confesor pueda descubrir quién fue el cómplice del pecado, no es de por sí motivo que dispense de la integridad. Desde luego, el penitente debe cuidarse de no descubrir a su cómplice.

A los casos que acabamos de explicar se aplican dos principios generales:

  1. Las razones que excusan de la integridad juegan sólo cuando hay una desventaja grave, o una inéomodidad desproporcionada en buscar otro confesor, o cuando la confesión debería diferirse por mucho tiempo, o con peligro para la salvación. Cuando el pecador siente en su alma la miseria del pecado mortal y su impotencia por llegar a la perfecta contrición, se le hace indudablemente demasiado duro el esperar muchos' días la palabra redentora del perdón divino.

  2. Cuando desaparecen los motivos que justificaban la confesión incompleta, ésta se ha de completar, y en la primera confesión, que podrá ser la próxima confesión pascual. Mientras tanto puede uno acercarse a la sagrada comunión sin confesar de nuevo, con tal que después de la última absolución válida (aunque ésta hubiera sido general) no se haya cometido ningún nuevo pecado mortal.

6. La integridad de la confesión tal como exige el
seguimiento de Cristo

La exposición precedente muestra el mínimo que impone la ley en cuanto a integridad en la confesión y las excusas que pueden justificar su omisión. Con ello se ha respondido sólo parcialmente a la pregunta que debe hacerse el fiel discípulo de Cristo: ¿Qué debo confesar y cómo? Este mínimo, proporcionado a las fuerzas de los más débiles, obliga a todos. Pero el verdadero discípulo de Cristo siente que el Maestro le llama personalmente a hacer algo más. Para él la totalidad de la ley es la gracia de Dios, que paso a paso quiere conducirlo adelante, por el camino de la penitencia y de una contrición y purificación cada vez más profundas, por la vía de una confesión siempre más humilde y completa.

Como ya hicimos observar, hay circunstancias y momentos en que conviene limitarse a lo estrictamente obligatorio para poder adelantar en otros puntos importantes. Corresponde a la prudencia del confesor limitar a las almas escrupulosas los puntos de acusación. La dignidad del sacramento pide que en materias relativas a la castidad la acusación se limite a lo estrictamente necesario, aunque se ha de proceder con libertad en lo que se refiere a la propia humillación y a la necesidad de pedir dirección y consejo.

Por lo demás, cuando el penitente tiene la seria voluntad de progresar en la conversión, no se contentará con la acusación escueta de los actos malos, sino que descubrirá los últimos motivos perversos que los determinaron y hasta las imperfecciones de sus buenas obras. El hecho de que, por algún motivo especial, v. gr., impaciencia del confesor, la acusación tenga que limitarse a lo estrictamente exigido, es razón de más para ahondar en el examen de conciencia. En todo caso, este examen debe entrar progresivamente en la estructura sacramental; queremos decir que ha de hacerse de él una acusación ante Dios, a la luz de la fe y al calor de la esperanza en la divina misericordia. Tal acusación ante Dios dispone al alma con los debidos sentimientos de humildad para presentarse al tribunal de la Iglesia, depositaria de la gracia de la reconciliación divina.

La prontitud a la confesión, que es producto de la gracia y no simple obediencia a la ley, se manifestará sobre todo en la "confesión de devoción" 'y en la confesión general.

7. La confesión de devoción

Se llama confesión de devoción la confesión voluntaria de meros pecados veniales, o la que repite pecados ya perdonados. Hay confesión general cuando se repite la confesión de todos, o al menos de una gran parte de los pecados de toda la vida, o de un período de ella.

El perdón de los pecados veniales se alcanza también fuera de la confesión sacramental por diversos medios. El más apropiado es la recepción frecuente, humilde y piadosa de la sagrada eucaristía, que es el remedio, o como dice el Tridentino, "el antídoto que nos libera de las faltas que cada día cometemos" 132 El encuentro amoroso con el Dios de caridad en el sacramento del amor, disipa la tibieza, fuente ordinaria de la mayoría de las culpas veniales 133 Este sacramento fue instituido ante todo "para alimento espiritual, mediante la unión con Cristo y con los miembros de su místico cuerpo... Mas, puesto que esta unión se realiza por la caridad, por el fervor de la misma se alcanza no sólo la remisión de la culpa, sino aun la de la pena. De allí se sigue que la remisión de la pena viene como una consecuencia o concomitancia del efecto principal. Sin duda que la pena no se remite toda, sino en proporción del fervor y la devoción" 134

El poco espíritu de penitencia y de piedad y el apego a los pecados veniales no sólo impiden la purificación completa que obraría la eucaristía sino que se oponen a la plena eficacia de este sacramento de vivos 135

Por ahí vemos hasta qué punto el sacramento del altar y todos los demás sacramentos nos llaman a ahondar cada vez más en el espíritu de penitencia. Puesto que el propio Cristo nos llama a ello, debemos dar ocasión a que Cristo aumente, perfeccione y santifique nuestro esfuerzo y nuestra contrición profunda en la singular operación de la eficacia sacramental.

Con razón anota el directorio pastoral del episcopado francés (n.° 45) : "Aunque no sea necesaria la confesión de los pecados veniales antes de cada comunión, con todo, la recepción frecuente de la sagrada eucaristía pide también la recepción fre-

132 Trid. Dz 875.
133 Cf. ST III q. 79 a. 4.
134 ST III q. 79 a. 5 ; cf. Dz 887.
135 ST III q. 79 a. 5 ad 3 ; q. 79 a. 8.

cuente del sacramento de penitencia, tan importante para conseguir la verdadera pureza de conciencia".

Muy desencaminados andan, pues, los que quieren abolir la práctica de la confesión de devoción, apoyados en que la Iglesia primitiva no conocía tal práctica 136

Pues, en primer lugar, la Iglesia primitiva hizo mucho más para mantener vivo el espíritu de penitencia, aunque en forma distinta, y en segundo lugar, el tesoro de la fe debe enriquecerse no sólo con incrementos teóricos, sino también con un desarrollo práctico.

No es la confesión de devoción, sino la rutina y la superficialidad en que fácilmente se cae, lo que se opone a la seriedad con que ha de tratarse y recibirse el sacramento. La confesión rutinaria de pecados veniales cuya extirpación no se busca seriamente, es no sólo inútil, sino aun peligrosa.

La confesión de devoción mínima, que todo católico practicante efectúa como cosa natural, es la confesión anual, que en rigor no es exigida por la ley de la Iglesia, si no se tiene conciencia de haber incurrido en pecado mortal.

Pero al hacer hincapié en la confesión de devoción, no debemos perder de vista que el verdadero centro de la vida cristiana no es el sacramento de la penitencia, sino la sagrada eucaristía. Por consiguiente, la práctica del sacramento de la penitencia debe ordenarse de modo que favorezca siempre, y nunca impida, la frecuente y devota recepción de la eucaristía.

136 Cf. Dz 917, 1539 ; encíclica Corporis mystici Christi AAS 35 (1943), pág. 235 ; Mediator Dei AAS 39 (1947), pág. 505 ; ST III q. 84 a. 2 ad 3.

8. La confesión general y la reparación de confesiones mal hechas

Cuando las confesiones fueron inválidas o incluso sacrílegas, hay obligación de rehacer la confesión de los pecados graves cometidos desde la última confesión válida. Cuando el penitente se dirige al sacerdote con el cual se había confesado de una gran parte de sus pecados — aunque tal vez inválidamente — y que, por lo mismo, los conoce y recuerda al menos en general, es suficiente hacer de ellos una simple alusión contrita.

Puede suceder que después de una confesión inválida las confesiones siguientes sí sean válidas, debido a que el penitente no advirtió que debía reparar aquella primera confesión y a que en estas confesiones posteriores puso cuanto se requería para la validez. En tal caso no hay necesidad de repetir las confesiones hechas de buena fe, y basta repetir la primera.

El que duda fundadamente de la validez de sus confesiones pasadas, hace bien repitiendo sus confesiones o haciendo sencillamente una confesión general. Esta confesión es de sumo provecho en ciertos momentos especiales en que Dios convida con una gracia especial de compunción, como en ejercicios, misiones, ingreso eh un estado especial, etc. Cuanto más se deja el alma invadir por la contrición, tanto más penetra en ella la eficacia sacramental de la penitencia curando las heridas aún no bien cicatrizadas.

"Cuanto mayor es el número de sacerdotes a los que uno se confiesa, tanto más se remite la pena, ora en razón de la vergüenza que entraña la confesión y que cuenta por acto satisfactorio, ora por efecto del poder de las llaves" 137.

137 SANTO Tomás, Sent. 4 dist. 17 q. 3 a. 3 sol. 5 ad 4 ; ST suppl. q. 5 a. 5 ad 4.

Con todo, es sumamente reprobable la costumbre de ciertos predicadores, quienes, para traer a los fieles a los beneficios de la confesión general, exageran la realidad, afirmando que las confesiones inválidas son un hecho común y ordinario.

Se ha de advertir, además, que no hay obligación alguna de buscar la integridad material en confesiones generales facultativas. Basta entonces acusar los pecados más graves y notables. Especialmente cuando se trata de pecados contra el sexto mandamiento, si la lista es larga hay que evitar absolutamente entrar en todos los pormenores

A las personas inclinadas a los escrúpulos y angustias de conciencia, no se les ha de aconsejar la confesión general, a no ser en caso de confesiones ciertamente malas.

 

9. Una moral para la vida, no para el confesionario

Hemos señalado con insistencia que es preciso educar la conciencia del cristiano en lo que respecta a la confesión, no sólo indicándole el mínimo exigido por la ley de la Iglesia, sino sobre todo induciéndole a ser dócil a la inspiración interior de la gracia. Por eso mismo queremos llamar ahora la atención sobre la gran diferencia que va de una teología o de una predicación moral a otra: pueden darse morales "totales", que son "escuelas de vida cristiana" y que por tanto aspiran a someter al influjo del Espíritu Santo todos los ámbitos de la vida moral, y pueden darse morales "parciales", "morales de confesionario", cuya mira principal está cifrada en señalar al confesor el camino para el recto desempeño "de su oficio de juez", al tiempo que le señalan al penitente el suyo para una confesión materialmente íntegra. Es evidente que una de las finalidades de la teología moral es el instruir sobre los requisitos de una confesión íntegra, pero su finalidad principal está lejos de ser ésta. Con esto no queremos, sin embargo, desacreditar los manuales de teología que con propósito deliberado se limitan a formar buenos confesores.

III. LA SATISFACCIÓN Y LA REPARACIÓN

1. La satisfacción, expresión del arrepentimiento

Lo que da su valor a los actos exteriores de penitencia es el hecho de que expresen y fomenten la conversión y el arrepentimiento del corazón. La contrición sincera supone necesariamente estar dispuesto a una reparación (votum satisfactionis), puesto que es esencialmente el reconocimiento de que hemos quebrantado los derechos santísimos de Dios. En efecto, la contrición, por incluir un dolor libremente sufrido es ya un principio de satisfacción 139. Otro aspecto de esta voluntad de penitencia que contiene en germen la contrición, se manifiesta en la disposición a confesar su culpabilidad ante Dios y ante la Iglesia, y luego en la resignada aceptación de las pruebas que Dios envía y de la satisfacción que la Iglesia impone.

La satisfacción realizada soportando los sufrimientos (satispassio) y ejecutando la penitencia (satisfactio) viene a cumplir los propósitos de penitencia implícitos en el arrepentimiento y la confesión 140 Mas, puesto que la humildad de confesión y la ejecución de la penitencia son como el desarrollo del germen necesariamente encerrado en la contrición, no podrá menos de ocurrir que aquéllas hagan madurar este germen, es decir, conduzcan a la conversión propiamente dicha.

Satisfacer a las obras de penitencia no puede considerarse como el acto primero y principal de la conversión. Sin duda al aceptar las amarguras del arrepentimiento, de la confesión y de la penitencia, empiezan ya a madurar los "frutos dignos de conversión" (Mt 3, 8; Lc 3, 8), pero si éstos vinieran después a faltar completamente, habría que concluir que en su raíz la conversión no fue auténtica. El árbol tiene que existir antes que los frutos. Cuando Cristo habla de conversión "en saco y ceniza" (Mt 11, 21), no pretende de ninguna manera que lo esencial de la nfetanoia, presentada cual buena nueva, consista en la penitencia exterior, aunque sea ésta su expresión normal, tanto más imprescindible cuanto más profunda es la conversión. La Iglesia primitiva, tan rigurosa en sus penitencias exteriores, veía con toda claridad que lo verdaderamente necesario y suficiente para volver

139 Actus quodammodo satisfactorius, ST suppl. q. 4 a. 3.
140
Cf. ST III q. 90 a. 2.

al verdadero amor de Dios era la conversión interior, el hallarse dispuestos de corazón a la penitencia. Por eso no negaba la reconciliación a los pecadores moribundos, aunque no hubieran precedido obras de penitencia 141 Si por otra parte se mostraba inexorable para la penitencia externa, lo hacía a fin de reparar el escándalo y también porque conocía que así se ahondaba más la contrición del corazón, disponiéndolo a alcanzar un efecto más pleno de la gracia por la reconciliación sacramental 142.

2. La penitencia, reconocimiento amoroso de la justicia de Dios y súplica confiada a su misericordia

La penitencia incluye la compungida confesión de la propia injusticia, junto con el reconocimiento de la justicia infinita de Dios, que todo lo abarca, que castiga y que salva. La penitencia es un "sí" tembloroso que el pecador pronuncia ante la divina justicia con que Dios castiga al impenitente; es un "sí" amoroso, agradecido ante la divina justicia que salva, y qué visita al pecador arrepentido con sufrimientos y castigos que lo traen a la enmienda.

El pecador arrepentido sabe muy bien que por más penitencia que haga, no merecerá por ella el perdón. Por eso no es tanto ante la justicia, como ante la misericordia de Dios, ante la que se postra suplicante y compungido. El cristiano no está nunca solo en su penitencia, sino que siempre se pone a la sombra de la cruz, para juntar su penitencia al gran sacrificio de reparación ofrecido a la divina justicia, que es al mismo tiempo sacrificio de súplica y alabanza a la misericordia del Padre. Lo que infunde confianza al pecador penitente es la satisfacción infinita de Cristo; solamente de ella nuestros pobres actos de penitencia reciben su valor y su mérito 143

Las obras de penitencia que impone el sacerdote no hacen del confesionario un "tribunal de ira y de castigos" 144, puesto que vienen a ser un himno de alabanza a la justicia de Dios, que salva en virtud de la satisfacción ofrecida por Cristo.

Es evidente, por tanto, que el sentido de la satisfacción sacramental, de los "frutos dignos de conversión", no se agota re-

141 Cf. P. GALTIER, Satisfaction, en Dict. Théol. C xiv, 1142 s.
142 Cf. SAN LEÓN MAGNO, Ep. 108, 2 PL, 54, 1012 A.
143 Trid. sessio 14 cap. 8, Dz 904.
144 Dz 905.

curriendo a unas categorías jurídicas, aunque satisfactio, proceda de la terminología del derecho romano. Sin duda aquí se realiza una obra de justicia, pero no de justicia humana, mucho menos de justicia conmutativa en sentido estricto. Lo que se cumple es un misterio, el de la justicia divina que consume, pero que salva.

3. La penitencia, remedio y energía regeneradora

Vemos, pues, que el hincapié hecho por la teología occidental sobre la idea de justicia 145 no es índice de un falso legalismo, sino expresión de una actitud teocéntrica, de la primacía concedida al respeto debido a Dios frente al mejoramiento moral del hombre. Pues ahí precisamente está la medula del progreso religioso, a saber, en que la primera y fundamental preocupación del hombre sea la justicia y la santidad de Dios. De esta preocupación sale el progreso moral. Así se comprende el temor del concilio de Trento de que una práctica demasiado fácil de penitencia no despertara bastante el sentimiento de reparación a Dios debida, con el serio peligro de que las conversiones no fueran duraderas, por faltarles el profundo sentimiento de la mortífera gravedad del pecado 146

Quiere igualmente la Iglesia que el confesor tenga seriamente en cuenta que la penitencia es un remedio, y que por lo tanto no se ha de pesar únicamente la relativa gravedad de los pecados que el penitente acusa, sino también sus necesidades y posibilidades físicas y morales 147. La contrición no penetra sino poco a poco. No hay, pues, que esperar que un penitente que sólo presenta una contrición incipiente, esté dispuesto a soportar una penitencia demasiado fuerte. La contrición y la penitencia crecen con influjo simultáneo y recíproco.

La acción curativa de la penitencia, además de infundir un santo temor ante la infinita pureza y santidad de Dios, se manifiesta sobre todo desencadenando un ataque contra las fuerzas del mal que han producido el pecado. "Preciso es que la voluntad se aparte del pecado queriendo lo contrario de aquello que a él la condujo. Pues bien, fue el apetito y deleite del placer — o

145 La teología oriental y sobre todo la de la Iglesia ortodoxa rusa, acentúa más el aspecto de remedio,. Cf. GALTIER, l. c. 1449 s.
146 Dz 904.
147 L. c.

el deseo orgulloso de independencia, añadiremos nosotros — lo que la arrastró a pecar. Preciso es, por tanto, que se aparte del pecado por alguna pena y castigo que haga sufrir" y que humilde. De ahí que la penitencia impuesta por el confesor, o la que libremente se imponga el pecador arrepentido, han de estar en lo posible en directa oposición al pecado, atacando su raíz.

Para comprender mejor aún el carácter curativo de la satisfacción y su importancia ético-religiosa, debemos considerar el acto humano en toda su dimensión histórica. La hora en que suena la gracia, el momento en que nos vemos abocados a una decisión moral trae consigo todo el peso del pasado. Si sabemos imprimirle una acertada orientación, alcanzará en el futuro una indefinida fecundidad. Más se dilata el reino de la libertad moral del hombre cuanto más profunda es la "reelaboración" del pasado por cada una de las decisiones religiosomorales. Es así como, en cada decisión, a todo un pasado y no sólo a un acto singular se le puede imprimir un sentido totalmente nuevo.

Si, por el contrario, el pasado ha ido por caminos torcidos y no lo enderezamos ahora en forma directa y positiva, dándole una nueva orientación, pasará a nuestro porvenir inevitablemente como un peso muerto, como un lastre que coarta la libertad y que disminuye el valor de todos nuestros sentimientos y acciones. Así como la contrición interior mata el nervio vital de todos nuestros perversos sentimientos pasados, así también la voluntad de hacer 'penitencia confiere a cada una de nuestras acciones el significado de una satisfacción que libera y redime nuestro pasado. Así adquieren todas ellas un carácter de reparación y de culto, y por los actos de agradecimiento a la misericordia de Dios que nos ha perdonado nuestro triste pasado, se transforman en actos de virtud de religión. De este modo nuestra acción se asemeja a la acción redentora de Cristo, y alcanza como la suya una auténtica dimensión histórica. Precisamente con su obra de redención se colocó Cristo en el centro de la historia humana, partiéndola en dos partes : la redención es la inauguración de una nueva era, la de la salvación, porque con su vida y muerte repara y borra toda la culpa de Adán y de su descendencia. La redención de Cristo cubre la totalidad de las pasadas prevaricaciones, pues a todos sus actos les dio el sentido de un sacrificio satisfactorio y expiatorio. El cristiano, que es por definición el seguidor de Cristo, no encontrará el camino de la libertad sino marchando al lado de Cristo, y con Él y como Él poniendo en acción todas las posibilidades de expiación, por la que imprimirá al pasado pecador un sentido nuevo. Es la obra que le impone el sentimiento de la gratitud a Cristo debida.

4. La penitencia, asimilación sacramental a Cristo

La verdad de nuestra participación en la obra redentora de Cristo nos hace penetrar hasta el fondo profundo de la reparación. La penitencia cristiana no es un simple medio para saldar las deudas contraídas por el pecado, o para reparar las fuerzas por éste debilitadas, por importante que todo ello sea.

El inaudito valor, mérito y eficacia de la penitencia cristiana dimana de nuestra asimilación sacramental a Cristo, la cual se ahonda y manifiesta concretamente por el ejercicio de la penitencia 150

"Al paso que la penitencia nos asemeja a Cristo, saca de Él y de su pasión toda su fuerza" 151. "La virtud de la pasión de Cristo se aplica a los vivos mediante los sacramentos, los cuales nos configuran con la pasión de Cristo" 152. Es, pues, desde dentro de la más profunda acción de los sacramentos, que la gracia nos imponga la penitencia : es nuestra asimilación con Cristo la que la exige : "La pasión de Cristo nos obliga a soportar la penitencia, para que así nos asimilemos realmente con Él" 153

El deber de reparación dimana de una deuda; el poder de reparar dimana de la pasión de Cristo: don y exigencia de los santos sacramentos. Reparar por amor, con santo abandono y abnegación : he ahí lo más alto de la imitación de Cristo.

El que "se ha revestido de Cristo" (Gral 3, 27) en el bautismo, el que recibió la impronta del sacerdocio de Cristo en el bautismo, la confirmación y el orden sagrado, el que en la santa misa se une a Cristo víctima y sacerdote, debe también adoptar los sentimientos y la conducta de Cristo (Rom 13, 14) y con

150 Cf. Trid., Dz 904.
151 SAN ALBERTO MAGNO, Sent. 4 dist. 1
a. 12.
152
ST III q. 52 a. 1 ad 2.
153 SANTO TOMÁS, Sent. 4 dist. 18 q. 1 a. 3 sol. ad 3 ; Cf. ST suppl. q. 18 a. 3 ad 3.

Él y por Él hacerse víctima y sacerdote, entrando de lleno en el espíritu de la penitencia, y produciendo los dignos frutos de conversión que Dios aguarda de su corazón agradecido.

El cristiano que vive realmente el cristianismo, imprime un carácter sacerdotal a todas sus penas y sufrimientos, mortificaciones y sacrificios, confiriéndoles por lo mismo la estructura cristiforme de la penitencia, o sea dándoles carácter de actos de reparación. Pero debemos conceder una especial estima a la satisfacción impuesta en el tribunal de la penitencia, a los sacrificios que exige la confesión, al dolor de la contrición, puesto que por virtud del sacramento asimilan más directamente con Cristo.

Ya la misma oración que recita el confesor después de pronunciada la absolución: "Passio Domini nostri Jesu Christi..." endereza todos nuestros trabajos y sufrimientos a formar una unidad "sacramental" con los sufrimientos redentores de Cristo y con los trabajos y penas de todos los santos. Preciso es, pues, que nos revistamos interiormente de los sentimientos de Cristo (Phil 2, 4) y de los santos, toda vez que nuestros actos de reparación reciben de esa comunidad todo su valor. La consecuencia será el ofrecer nuestros actos de reparación, nuestro agradecimiento y nuestras súplicas, no sólo por nuestras personales necesidades, sino por las de todos los fieles, nuestros hermanos en Cristo.

El cardenal Cayetano, al explicar lo que significa el "tesoro espiritual de la Iglesia", dice que los santos, siendo miembros del cuerpo místico de Cristo, sólo revistiendo los mismos sentimientos de Cristo pueden ofrecer reparaciones y atesorar méritos no sólo para sí sino también para toda la Iglesia.

En la primitiva Iglesia se ponía muy de manifiesto este sentimiento de solidaridad en la reparación mediante la penitencia pública : en el estado de penitentes se alistaban no sólo los pecadores necesitados de perdón, sino también muchas almas inocentes y piadosas.

El culto moderno a los sagrados corazones de Jesús y de María debe despertar idénticos sentimientos, pues a falta de ellos sólo puede haber una devoción "sentimental". Podríamos compendiar el verdadero sentido de la reparación diciendo con el teólogo ortodoxo Swietlow que el que repara debe "formar en sí el Cristo místico y asemejarse al Salvador en la ofrenda de sus sacrificios expiatorios".

5. El espíritu de penitencia y su contrario

Así como la compunción debe subsistir después del acto singular de arrepentimiento, también la disposición a la penitencia debe permanecer después de ejecutados los actos penitenciales, cuyos límites deben ser fijados por la prudencia. El espíritu de penitencia obliga a todos. Mas no todos están llamados a llevar una vida de inmolación semejante a la que admiramos en algunos santos. La disposición a la penitencia propiamente debería estar en proporción con la magnitud de nuestras faltas. De hecho corresponde al grado de desarrollo de la contrición y de la compunción. La disposición a la reparación aumenta a medida que crece el amor a Dios y al prójimo. No hay cosa que más despierte y mantenga el espíritu de penitencia que el sentimiento de gratitud por el perdón recibido en virtud de la pasión y muerte de Cristo. Vemos, pues, que en nuestro estado de gracia radica la prenda de la pasión de Cristo, prenda que hemos de rescatar por la penitencia y la reparación, como expresión de nuestro humilde reconocimiento (Lc 7, 43 ss). Este espíritu debe penetrar toda nuestra actividad.

Frente a este espíritu se yergue el espíritu de impenitencia, que por miedo a las dificultades y humillaciones que la conversión trae consigo, la rechaza o la difiere. El horror al sacrificio, el rehuir toda posible mortificación, el afán de placeres muestra, por lo menos, falta de espíritu de penitencia en quienes, teniéndose por convertidos, no deberían creerse dispensados de una "segunda conversión".

Otra falta contra la voluntad agradecida de reparación, que reprocha el Salvador con toda energía, es la dureza de corazón para con el prójimo, la voluntad de no querer perdonar (Mt 18, 23 ss). El que quiere recibir la absolución, pero no quiere perdonar al prójimo o por lo menos no quiere pedir la gracia del verdadero perdón y no hace ningún esfuerzo para ello, se incapacita para recibir el perdón divino.

Puede suceder que a pesar de los mejores propósitos, el ofendido no perdone y se porte duro con su ofensor: sin duda que por la absolución sacramental se le perdonaron los pecados, que no reviven ; pero su actitud es entonces tanto más culpable y digna de castigo cuanto más opuesta está al agradecimiento que exige de él la misericordia y el perdón recibido (Cf. ST III q. 88 a. 1-4).

6. "Dignos frutos de penitencia o conversión"
(Mt 3, 8; Lc 3, 8; Act 26, 20)

El digno y auténtico fruto de la conversión es la nueva vida, la vida de seguimiento de Cristo.

Sin embargo, el concilio de Trento condenó expresamente el error ele los reformadores protestantes que afirmaban que "la mejor penitencia era únicamente la nueva vida" 157. La doctrina de los novadores 1) suprime expresamente las obras de penitencia impuestas por la Iglesia, o libre y voluntariamente escogidas por el penitente 158; 2) según ella, la nueva vida sería un fruto .,ecesario, y por decirlo así, "automático" de la fe, lo cual supone la ausencia de libertad; además olvida esta doctrina que la "nueva vida", obra de la nueva libertad, es imposible sin una profunda contrición y sin la correspondiente disposición a la penitencia : 3) además, los novadores consideran todo auténtico ejercicio ele penitencia como un desprecio del sacrificio de Cristo, con lo que despojan a la penitencia del cristiano de todo valor cultual y religioso 159. Sin duda que no se trata aquí de una posición general en el protestantismo. Un conocido teólogo protestante contemporáneo escribe, por ejemplo: "La expiación humana no queda suprimida por la divina, así como el perdón humano no suprime el castigo. Sin expiación es ilusorio todo mejoramiento. Sólo el que recibe el justo castigo como algo "necesario", o sea como una "expiación", muestra que ha comprendido su propia injusticia, y sólo ése puede mejorar" 160.

Frente a los errores antedichos, preciso es que atribuyamos a la nueva vida de seguimiento de Cristo, en la cual todos los días tienen su propia cruz, un verdadero valor de reparación. Además de las obras de penitencia sacramental, hay las obras de voluntaria expiación, que en no pocos aspectos aventajan a las primeras, y hay, en fin, la aceptación pronta y con espíritu reparador de las pruebas que Dios nos envía 161

El tridentino, siguiendo la tradición, resume las obras de voluntaria penitencia bajo la denominación de "ayunos, limosnas, oraciones y demás obras de piedad" 162. Los ayunos designan la violencia voluntaria que uno se impone para pronrnciar el "no" a la indolencia y a los desordenados apetitos. La limosna, como renuncia a todo egoísta apetito de riqueza, significa las obras de amor activo, sin las cuales todo acto de penitencia es

157 Dz 905, 923.
158 La imposición de una pena pertenece al ejercicio judicial del tribunal de la gracia y la exige la estructura de la penitencia. Aun las obras formales de reparación libremente aceptadas tienen una importancia capital en todo el trayecto de la penitencia, para educar y para desarrollar el carácter penitencial de la "nueva vida".
159 Dz 924.
160 E. BRUNNER,
Gerecktigkeit, pág. 333.
161 Cf. Dz 906.
162 Cf. Dz 923.

vano y no grato a Dios (cf. Is 58, 1-7). La oración, que ante todo significa gloria, alegría y salvación, es de hecho para los hijos de Adán una obra auténtica de satisfacción, cuando es constante, atenta y bien hecha.

Hay que evitar, con todo, que la oración se convierta prácticamente en el único acto de penitencia.

Por lo que se refiere a la imposición de la penitencia en el tribunal de la confesión, hay que tener presente que el penitente puede tener la disposición necesaria para recibir la absolución sin estar por lo mismo dispuesto aún a una penitencia proporcionada a sus culpas. El confesor deberá, pues, contentarse con un mínimo, mas sin dejar de señalar al penitente que si Dios no le exige por el momento los "dignos frutos de penitencia", sí los espera para más tarde. El que rehusa una penitencia mediana y proporcionada a sus fuerzas, es indigno de la absolución. La penitencia proporcionada y adaptada a las necesidades y fuerzas del penitente, sirve de piedra de toque para conocer si tiene las necesarias disposiciones. A los consuetudinarios y recidivos cuya buena disposición es dudosa, bueno es ofrecerles ocasión de refutar la presunción que contra ellos se levanta, mediante una penitencia no mínima sino adaptada al caso y que mire a su enmienda; aun tal vez mediante una "penitencia condicional"; por ejemplo, a cada recaída, confesión inmediata; por cada borrachera hasta la próxima confesión, una limosna igual a lo que se gastó en bebida; por cada blasfemia, una o varias veces el Gloria Patri... etc. Esta penitencia condicional es muy eficaz, ora corno penitencia sacramental, ora corno voluntaria.

Si, al cambiar las circunstancias, la Iglesia cambió también su primitivo rigor, no es menos cierto que el espíritu de penitencia debe conservarse siempre vivo, aceptando las cruces diarias con alegría, o por lo menos con paciencia, sin olvidar los renunciamientos voluntarios.

7. Espíritu de penitencia, indulgencias y purgatorio

La doctrina y la práctica católica de las indulgencias y lo que enseña la Iglesia acerca del purgatorio, recuerda a los fieles los puntos más importantes de la doctrina penitencial; especialmente la comunión de los santos, en cuanto a la satisfacción y reparación y la necesidad de pagar una pena temporal por los pecados ya perdonados, sea en esta vida, atesorando méritos al mismo tiempo, sea en la otra, ya sin mérito nuevo.

Claro está que no hemos de limitarnos a una idea superficial, viendo en esta doctrina única y exclusivamente "la paga de la pena temporal". Preciso es tener presente que, además de esto, la reparación es parte integrante del seguimiento de Cristo, esencial para el cristiano y que es condición constante del desarrollo de la conversión y de la nueva vida, como también de la gloria de Dios y de la salvación del prójimo, hermano nuestro. Sería, pues, impropio decir: Escoged, o penitencia en esta vida, o fuego en el purgatorio. Tampoco la doctrina de las indulgencias, bien comprendida, puede tomarse corno una dispensa del espíritu de penitencia. Por el contrario, es la perpetua amonestación a no interrumpir la penitencia y a reparar lo defectuoso de nuestras obras exteriores por un espíritu más profundo de compunción y una unión más íntima con todo el cuerpo místico de Cristo.

8. Espíritu de penitencia y reparación

Puesto que el espíritu de penitencia se funda en la necesidad de compensar de algún modo los desprecios hechos a la justicia y al amor de Dios mediante un agradecimiento redoblado, preciso es también empeñarse en remediar los daños causados al prójimo y a la sociedad, lo cual pide a veces no pocos sacrificios. Hay que reparar los daños causados a la caridad con los escándalos, las calumnias y demás procederes injustos. La verdadera conversión no soporta el conservar un bien mal adquirido o el disfrutar de las ventajas de un pecado (cf. Lc 19, 8).

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 452-511