Sección cuarta

EL PROBLEMA DE LAS ACCIONES
INDIFERENTES

 

CONCURSO ORDENADO DEL OBJETO,
CIRCUNSTANCIAS Y MOTIVO

El tipo de valor moral que una acción externa posee, viene determinado por su objeto y por la situación exterior del objeto y del agente. Hay casos, sin embargo, en que ni el objeto ni ninguna de las innumerables circunstancias señalan el significado moral de un acto con la suficiente claridad para que se pueda decir que es esencialmente buena o esencialmente mala, o que sólo puede hacerse con una intención buena o una intención mala. En otros términos: el fallo definitivo acerca de la bondad o malicia de muchas acciones se desprende de su objeto o de una o varias de sus circunstancias; respecto de otras sólo puede decidir la intención o motivo. Para que la acción sea moralmente buena, estos tres elementos, objeto, circunstancias, motivo, tienen que estar en orden. Es lo que significa este axioma de la Escolástica: bonum ex integra causa, malum ex quolibet defectu". Sin duda se ha de tener presente que las circunstancias accidentales o las segundas intenciones desordenadas que no afectan la esencia de la acción, no la vuelven toda ella absolutamente ilícita o mala, sino que sólo disminuyen su valor o aumentan accidentalmente la imperfección o malicia del acto. Una sola acción puede incluir numerosos actos. Puede suceder, por tanto, que de los muchos actos que concurren en una acción, alguno sea imperfecto o levemente pecaminoso, sin que por ello desaparezca el valor moral de la acción entera.

La consideración simultánea de todos los factores moralmente significativos (objeto, circunstancias, motivo) suscita ante todo esta cuestión: Miradas a la luz de estos tres factores, ¿hay acciones moralmente indiferentes? ¿Existen acaso, al lado de la zona del bien, y de la del mal, la zona de lo indiferente? En particular : Al lado de los motivos moralmente buenos o malos, ¿hay motivos moralmente indiferentes? (¿Puede ser nunca indiferente el que el hombre, en su obrar, no preste atención a la importancia moral de su conducta?)

 

I. HISTORIA DEL PROBLEMA

Tanto los cínicos como los estoicos admitieron un término medio entre el bien y el mal, un adiáphoron, el campo de lo moralmente indiferente. Muchos padres, y con ellos la escuela franciscana, siguen esta división tripartita. La mayoría de los teólogos, en especial los tomistas, como también san Alfonso, niegan rotundamente la posibilidad de los actos moralmente indiferentes. Entre los protestantes, el problema apasionó a los espíritus en la polémica de los "adiaforistas".

 

II. CRÍTICA FILOSÓFICA DEL PROBLEMA

Todo ser es portador de valores y no existe ninguno que no lo sea. Sólo la privación de ser entraña la ausencia de valores. Lo que no quiere decir que todo ser represente de por sí un valor moral o moralmente apreciable. Existen también los valores de lo agradable, lo útil, lo hermoso, etc. El hombre, con plena libertad, puede considerar un objeto según cada uno de estos valores. Pero ¿dedúcese de esto que podamos prescindir del valor moral? De ningún modo. El aspecto moral no es uno de tantos puntos de vista posibles, ni tampoco un simple vínculo de unión de los demás juicios de valor. El punto de vista moral consiste en preguntarse si la actitud de la voluntad ante un objeto está o no está justificada, pues en toda acción libre concurre siempre un valor, y donde no entra ningún valor — de cualquier clase que sea—no tiene sentido la actividad del libre albedrío. Mas no basta con respetar un valor (aunque ello tenga ya una importancia moral, puesto que todo valor viene de Dios) ; es preciso respetarlo sin lesionar ningún valor superior. Y ése será verdaderamente el significado moral de la acción.

Toda acción libre presupone el conocimiento, o mejor, la "conciencia" del valor, pues la voluntad no puede perseguir sino un valor conocido. Admitiendo que todo valor de la realidad concreta tiene para el hombre una significación moral, trátase ahora de saber si toda acción supone también la conciencia del valor moral. ¿No sería posible, por ejemplo, que el negociante mirara únicamente a la utilidad que ha de sacar de su negocio, sin que se le ocurriera pensar que otros valores están también de por medio, como son la justicia, la caridad, el respeto a los supremos valores personales? Pues el pensamiento de que su negocio tiene que procurarle ganancias no le da de por sí la conciencia del valor moral.

Distingamos entre la cuestión de hecho y la cuestión de principio.

1) Me parece verosímil que el hombre, en las ínfimas fases de su desarrollo personal, antes de llegar a comprender la significación moral de un objeto, sea ya capaz de comprender su valor utilitario, y aun tal vez su valor estético. Mas si suponemos que la conciencia, ni siquiera en su trasfondo, no advierte el aspecto moral, queda por resolver la cuestión de si semejante acción, sin otra finalidad que la utilidad y que se supone realizada sin la menor conciencia del valor moral, puede llamarse una verdadera acción humana, y si puede, por tanto, ser juzgada con arreglo a la norma de los valores.

2) Un acto puramente utilitario, sin conciencia moral, mirado a la ley de los valores, es siempre imperfecto; no lo rodea el halo de la dignidad humana, y supone una persona sin desarrollo o degenerada. Tal es el fallo que merece, considerado desde el punto de vista a) del ser humano, y b) de la cosa misma.

a) Siendo el hombre un ser inteligente, su actitud ante la realidad debe corresponder a la totalidad de su ser. Al obrar como ser inteligente no puede aislar completamente una de sus actitudes (por ejemplo, la de querer lo útil) en forma que las demás facultades superiores no participen ni activa ni pasivamente.

b) Un valor de utilidad, de belleza, etc., no se encuentra nunca aislado e independiente; se trata siempre de un valor sujeto a una regulación y que favorece o daña al conjunto de la persona. Por último, tanto el agente como el objeto se encuentran siempre en una relación de alto sentido moral con Dios y con el mundo. Un hombre normal es indiscutiblemente apto para comprender, al menos implícita e imperfectamente, dichas relaciones y para ajustarse a ellas. Si no lo hace, no se ha de decir que su acción es indiferente desde el punto de vista moral, sino que le falta la perfección moral que por esencia le corresponde.

Paréceme, además, de suma importancia señalar que para que una acción adquiera el carácter de moral no se requiere que en cada acto se haga reflexión expresamente consciente de su significación moral, ni menos aún que esta conciencia sea expresada conceptualmente. Basta la conciencia implícita; puede, en efecto, suceder que el hombre sólo piense explícitamente en el valor moral de una acción, cuando un desorden inminente o ya iniciado le obliga a adelantar al primer plano de la conciencia el latente sentimiento de la jerarquía moral de los valores. Aunque la conciencia moral esté del todo despierta, no se manifiesta de un modo expreso, sino implícita y fundamentalmente en cada una de las acciones libres y conscientes; al modo como la balanza prueba su precisión tanto cuando está en perfecto equilibrio cono cuando muestra su desequilibrio por la inclinación del fiel.

Cuando el psicólogo puede establecer que en un acto dado no ha concurrido de ningún modo la conciencia moral de los valores, no vacilo en decir que se trata no de una acción moralmente indiferente, sino de una acción a la que le falta la perfección que debe acompañar esencialmente a todo acto auténticamente humano. No quiere esto decir que sea acción pecaminosa (excepto cuando dicho defecto es culpable), pero sí acción humanamente defectuosa. Semejantes acciones, que no alcanzan el grado de espiritualidad humana, las encontramos entre los niños y los enfermos mentales, que aunque sean aptos para proseguir "en forma razonable un fin utilitario", no lo son para obrar moralmente bien o mal; acaso las encontramos también en hombres cuya conciencia moral se ha amortecido de tal suerte, que para muchas acciones ya no obra ni siquiera en segundo plano.

Por el contrario, me parece verosímil que en el hombre de conciencia y de inteligencia normales, la conciencia moral, en todo acto consciente, alcanza siempre el umbral de la eficacia psicológica.

Sea cual fuere la solución que se dé a estas cuestiones, el hecho es que no hay posibilidad de señalar con razón alguna zona de indiferencia ética en la que el hombre, en su acción libre y consciente, se encuentre legítimamente fuera del campo de la moralidad.

Tal vez se podrían llamar moralmente indiferentes aquellas acciones exteriores que se avienen ora con un motivo malo, ora con uno bueno. Pero entonces se debe tener muy en cuenta que, en tal caso, se trata de acciones en sentido abstracto y general, o que si se trata de acciones "ira individuo" o perfectamente determinadas, se hace abstracción de uno de los factores esenciales, o sea del motivo por el que el acto interno, y también mediante la acción externa, está principalmente determinado. Por lo demás, no se ha de llamar del todo indiferente la acción exterior que admite ya un motivo bueno, ya uno malo ; pues de suyo no es indiferente, o sea, no admite en igual forma cualquier motivo, pues el recto orden de las cosas exige de por sí un motivo bueno con exclusión del malo. Sólo un buen motivo se ajusta a la buena acción y se le acomoda; sin duda que no excluye un motivo malo, mas tal motivo le es extraño y le hace violencia. Y si la acción exterior se opone ya de por sí en alguna forma al recto orden de las cosas, entonces será mucho menos indiferente al motivo del acto interior ; de por sí la acción presenta la exigencia de ser omitida por un buen motivo. Sólo puede proceder de un buen motivo cuando el acto interior no se dé cuenta de que está en contradicción con el recto orden de las cosas.

Contra la posibilidad de actos plenamente humanos y, sin embargo, indiferentes, se levanta ante todo la universalidad de la bondad y santidad de Dios. Quien cree en un Dios, creador de todos los seres, no puede admitir que el hombre creado a imagen suya tenga esferas de acción libre y consciente en las que no esté en relación con Él, y sea, por tanto, irresponsable; mucho menos puede admitir que el hombre pueda tener motivos que no correspondan con la ley de Dios y que, sin embargo, no le contradigan. La única posibilidad es admitir, entre las zonas del bien y del mal, una tercera zona, aún no penetrada por la conciencia y por el sentimiento de la responsabilidad, y no alcanzada aún del todo por la perfecta libertad moral. Pero esto no es ya un término medio entre el bien y el mal. La solución propuesta creemos que hace justicia a ambas corrientes teológicas en lo que se refiere a los actos indiferentes : teóricamente, o sea por parte de las exigencias del valor, no hay término medio entre el bien y el mal (tesis tomista) ; psicológicamente y desde el punto de vista de la realidad es posible que muchos actos, por lo menos tratándose de personalidades no desarrolladas, no queden cubiertos por la conciencia moral en el mismo grado en que lo son por la conciencia psicológica (tesis franciscana).

III. DOCTRINA DE LA SAGRADA ESCRITURA

Según la sagrada Escritura, es claro como el sol que Dios no ha exceptuado ninguna zona de la vida, ningún acto libre, de la obligación de enfocarlo al amor, y de orientarlo hacia Él. "Ora comáis, ora bebáis, ora hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios" (1 Cor 10, 31), "Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él" (Col 3, 17). Y el Señor mismo nos enseña que "hemos de dar cuenta de toda palabra ociosa" (Mt 12, 36).

Según la enseñanza de la sagrada Escritura hay cosas permitidas, esto es, no impuestas, ni prohibidas. Pero si uno se decide a hacerlas, debe realizarlas por amor de Dios. San Pablo nota muchas veces que la consideración de que "esto no es malo en sí" no puede ser para el cristiano la razón decisiva. Contra la objeción de que "todo está permitido" (se entiende de lo que no es malo en sí), advierte: "pero no todo conviene" (1 Cor 6, 12).

No se ha de hacer ni siquiera lo que es lícito en sí cuando por ello uno "se hace esclavo". Aun el cuerpo con todas sus necesidades ha de estar al servicio de Dios (1. c.). No se puede apelar al carácter indiferente de alguna acción para ejecutarla sin consideración al verdadero bien del prójimo (1 Cor 8, 9; 10, 23 ss; Rom 14, 17 ss). San Pablo muestra en su actitud ante las prescripciones legales veterotestamentarias cómo lo que en sí es indiferente (y que en otro tiempo estaba prescrito) se hace malo, si por una equivocada manera de entenderlo se lo opone a una verdad revelada (Gal 2, 5), o si se impone a otros por motivos egoístas (Gal 6, 12). Por el contrario, esas mismas cosas indiferentes pueden encerrar un alto valor moral, si se hacen por celo de las almas, o por una delicada atención para con los débiles (1 Cor 9, 19 ss).

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 363-368