III

LA CONCIENCIA, FACULTAD MORAL DEL ALMA. SINDÉRESIS


1.
Conciencia y seguimiento de Cristo

La conciencia, facultad moral del hombre, es, junto con el conocimiento y la libertad, la base y la fuente subjetiva del bien: es ella la que nos amonesta a la práctica del bien. La claridad y delicadeza de la conciencia muestra la elevación moral del hombre. Los remordimientos con que delata su íntima presencia en el alma después de la pérdida de la virtud, después del pecado, muestran por lo menos el valor moral pasado y la potencialidad que aún le queda para futuros valores.

Gracias a la conciencia, el llamamiento con que Cristo nos llama a su seguimiento encuentra un eco interior, un órgano que capta este llamamiento (merced a la gracia). Es en la conciencia donde el hombre siente claramente que todo su ser está ligado con Cristo. Se aviva e ilumina la conciencia en el seguimiento de Cristo. Aún podría decirse que la conciencia no tiene palabra propia. La palabra de Cristo (revelación natural, revelación sobrenatural, llamamiento de la gracia) se hace llamamiento mediante la voz de la conciencia. De por sí la conciencia es un cirio sin luz : Cristo es quien le comunica luz, y por ella alumbra e ilumina.

a) La conciencia en la persuasión universal

En todos los pueblos ha existido la convicción de que el hombre posee un órgano para oír la voz de. Dios. No es la conciencia la buena voluntad, puesto que su voz se hace oír aun cuando la voluntad ha rechazado la luz de la razón. Ni es simplemente la voz de la virtud que viene del exterior. Es más bien una amonestación que cada uno siente en su propio pecho y que llama de parte de Dios y que encadena al bien, aun cuando quisiera uno escaparse. Tanto los pueblos primitivos como los civilizados hablan de la conciencia. Sócrates habla del daimonion que aconseja el bien. Los hombres de cultura adelantada, más vueltos hacia la observación de sí mismos que a la realidad objetiva y externa, la llaman facultad del alma y dan de ella una explicación psicológica. Los pueblos primitivos, que contemplan el mundo objetivo más irreflexivamente que nosotros, no hablan de facultad subjetiva, sino simplemente de la voz que los llama, de Dios que mora en ellos, de Dios que los amonesta, de los espíritus vengadores que no dejan en paz al culpable hasta que no haya expiado su falta.

Los filósofos de la Stoa nos han dejado un análisis filosófico-psicológico de la conciencia que tiene gran penetración. La conciencia, la syneidesis, conscientia, es un conocimiento del bien y de sí mismo respecto del bien. Según CRISIPO, la conciencia es un instinto que tiende a la conservación de la propia persona espiritual y de la misma razón (hegemonikón). Por la conciencia se une el hombre al espiritual ordenador del universo (al noús). Es el deus in nobis de Ovidio. Según el pensamiento de la mayoría de los estoicos, no es el Dios vivo y personal el que habla por la conciencia, sino la fuerza impersonal ordenadora del mundo, el divino principio, la ley eterna del universo (lex aeterna de los estoicos). La conciencia es uña participación de esa lex aeterna. Es ella, y no la polis o ciudad temporal, el guía supremo de las decisiones morales (EPICTETO). SÉNECA habla del "dios que está a tu lado, contigo, dentro de ti". "Habita dentro de nosotros un espíritu divino que observa nuestras acciones buenas o malas." La exigencia primordial de la conciencia es "vivir conforme a la naturaleza".

b) La conciencia en la sagrada Escritura

El libro de la Sabiduría (17, 10 ss) acepta la idea griega de la syneidesis (poniendo de relieve la mala conciencia). Aunque no encontremos la palabra, encontramos la realidad de la doctrina sobre la conciencia en todo el AT y mucho más amplia y profunda que en los filósofos de la Stoa. El "espíritu", el "alma", el "interior", el "corazón" amonestan al hombre y claman hacia Dios. Dios escudriña "el corazón y las entrañas". El pecado cometido se revuelve en lo más íntimo del hombre como un dolor: "... el dolor del corazón os arrancará gemidos, y daréis alaridos por el dolor de vuestro espíritu" (Is 65, 14). El corazón alaba o vitupera nuestras acciones. "Mi corazón no reprende ningún día de mi vida" (Iob 27, 6). "Dolióle a David el corazón, después que hizo empadronar al pueblo" (2 Reg 24, 10). A diferencia de la filosofía estoica, todo el AT considera el fenómeno de la conciencia en dependencia y relación con un Dios personal que llama al hombre. Habla Dios por la conciencia. Con especial claridad se expresa esto en los remordimientos de Caín: "Respondió Caín al Señor : demasiado grande es mi crimen para merecer perdón... Me esconderé ante tus miradas e iré siempre como fugitivo por la tierra..." (Gen 4, 13 s). La sagrada Escritura pone el testimonio de la buena conciencia y los remordimientos de la mala en relación con el conocimiento de Dios. El examen de la propia conciencia recibe su sello de seriedad por su relación con el ineludible juicio de Dios. Por la conciencia conoce el hombre que está citado ante el tribunal divino.

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento presentan la conciencia como algo ineludible; aunque no ignoran el fenómeno de las conciencias sordas e insensibles. Con profunda sorpresa considera el salmista la — aparente — tranquilidad del malvado que llega a exclamar locamente en ' su corazón : ¡ No hay Dios!

Con profunda seriedad habla también Cristo del peligro de la insensibilidad y ceguera de la conciencia : "i Cuán grandes han de ser tus tinieblas cuando la luz es en ti oscuridad!" (Mt 6, 23; Lc 11, 33 ss). La conciencia, empero, subsiste aún en el pecador, en el infiel, en el pagano. A los paganos también les muestra lo que es bueno o malo. Les muestra "naturalmente" (cf. el dicho estoico "vivir conforme a la naturaleza") las exigencias de la ley (Rola 2, 11 ss). Porque la ley mosaica es codificación de la natural. La conciencia hace que los paganos sean culpables de sus pecados. (Ibid.)

El Nuevo Testamento emplea la palabra estoica syneidesis (31 veces; sólo san Pablo 19). Y esta conciencia, tantas veces nombrada entre los paganos, vino a ser un punto cíe contacto entre ellos y los misioneros. Pero fue sólo después cuando se puso de manifiesto la realidad de la conciencia, hasta en sus más profundas bases. En virtud de la conciencia, es todo hombre, incluso el pagano, capaz de oir el llamamiento de Dios y de hacerse responsable ante Él del "no" que pronuncia pecando.

La fe no elimina la conciencia; por el contrario, la eleva. Iluminada por la fe, la conciencia se convierte en luz. San Pablo habla del "testimonio de la conciencia en el Espíritu Santo" (Rom 9, 1). Para el cristiano, obrar según la fe y obrar según la conciencia son cosas equivalentes (Cf. Rom 14, 23; Cartas pastorales, passim). "Conciencia y fe en cuanto a sus efectos están en estrecha correlación". La fe ilumina la conciencia, la "buena conciencia" protege la fe. El misterio de la fe es bien guardado "en una conciencia pura" (I Tim 3, 9; cf. ibid. 1, 19). En las Cartas pastorales se expresa de preferencia la relación de la conciencia con el acto de fe, mientras que en las Cartas a los Romanos y a los Corintios se pone más de relieve su función moral en general. Pero siempre se tonta la conciencia en su carácter religioso; siempre aparece sometida al fallo de Dios.

San Pablo declara obligatorio el fallo de la conciencia, aun cuando éste no esté a la altura de la revelación cristiana (1 Cor 8 y 10; Rom 14, 20-23). Mas sería contra el espíritu de la fe presentar la propia conciencia (la idea que uno se ha formado del bien) como tribunal de última instancia. Obrar según la conciencia no significa sólo considerar lo que es lícito en sí, sino también mirar las circunstancias concretas, sobre todo la repercusión de nuestras acciones sobre el alma del prójimo; el cumplimiento del deber de la caridad pone de manifiesto la verdadera conciencia cristiana (cf. sobre todo 1 Cor 10, 28 s).

En resumen : la conciencia es el maestro de los gentiles; es ella la que los encadena a la ley de Dios, tal como ésta aparece en el orden natural; es ella la que los acusa cuando obran contra la razón. Por la conciencia, el Logos (Cristo) enseña a los paganos que aún no lo conocen. La conciencia se ilumina y cobra seguridad cuando se abre a la luz de la fe. Es ella la fuerza interior y vigorosa que nos empuja a abrazar la doctrina de Cristo y a mantenerla pura. "Cauteriza la conciencia" (1 Tim 4, 2) quien se aparta de esas doctrinas. La conciencia perfecta es la que está iluminada por la fe y animada por la caridad.

2. Conciencia y sindéresis

El fenómeno de la conciencia ¿designa un nuevo momento en el conocimiento de los valores tal como lo describimos antes? ¿Es algo verdaderamente nuevo respecto de ese conocimiento? El conocimiento del bien ¿no impone ya entonces con inexorable rigor su cumplimiento? Indudablemente el valor moral impone a la voluntad el peso de un deber ideal y abstracto, que se actualiza en cada situación particular. No se da verdadero conocimiento de los valores si no se percibe esta obligación. Pero la conciencia es por esencia algo más que la inteligencia práctica de los valores ideales que hay que realizar. La conciencia es la facultad que asegura la captación de los sonidos emitidos por los valores, por cuanto hace sentir en forma viva que la propia existencia, la salvación o la condenación, está ligada a la actitud que se adopte frente al bien.

a) Diferencia entre sindéresis y conciencia

Ya san Agustín expuso con profundidad teológica la esencia de la sindéresis. Lo que los estoicos dijeron ser participación en la ley eterna del cosmos, lo considera san Agustín como una participación de la ley del Dios santísimo y personal que se refleja en su imagen creada, el hombre.

La luz de Dios alcanza al hombre en lo más íntimo de su corazón. Éste le empuja con incesante fuerza hacia Dios, Todo su ser empuja al hombre hacia el amor de Dios y del bien.

La escolástica distingue claramente entre sindéresis y conciencia, o sea entre la conciencia como facultad permanente o sindéresis, y el ejercicio dedicha facultad en los dictámenes singulares.

La palabra sindéresis — synteresis — viene acaso de la corrupción de syneidesis, introducida por algún copista en los comentarios de san Jerónimo a Ezequiel. En todo caso la idea encerrada en la sindéresis está en la línea de lo que entendían los estoicos : "cualidad conservadora del propio ser espiritual". De allí que la sindéresis se explique generalmente por la inclinación innata del hombre a su propia conservación. Mas el hombre guarda intacto su propio ser espiritual si obra conforme a su naturaleza espiritual (secundum naturam, i.e. secundum rectam rationem) y, en definitiva, si sirve a Dios conforme a las fuerzas naturales y sobrenaturales que posee.

Muchos teólogos escolásticos, especialmente los místicos, han señalado como sede de la conciencia la scintilla animae, la punta o centella del alma su parte más aguda e interior, menos expuesta a la corrupción por el pecado. Difieren cuando tratan de señalar la parte qué a la voluntad libre — facultad de adhesión al bien — y al intelecto práctico — facultad de conocimiento del bien — les corresponde en la formación de la conciencia.

Conviene, por lo mismo, señalar las diversas teorías.

b) Teorías acerca de la conciencia

1) Teoría intelectualista. (San Alberto Magno; escuela de santo Tomás.)

La sindéresis es el hábito o sede de los primeros principios morales — habitus primorum principiorum —, los cuales no necesitan demostración, y que ni pueden demostrarse ni deducirse, siendo, como son, por sí mismos evidentes para el intelecto práctico.

El primer principio de la sindéresis es el siguiente: "Hay que hacer el bien": Bonum est faciendum. La llamada ética de los valores lo expresaría así: el carácter obligatorio del valor moral se percibe y conoce inmediatamente.

Pues bien, según la teoría intelectualista, para llegar al dictamen de la conciencia, se establece, consciente o inconscientemente, un silogismo. La premisa mayor es aquel principio de la sindéresis: preciso es hacer el bien. La menor es el juicio práctico de la prudencia, que juzga del caso concreto y singular. La conclusión del silogismo expresa el dictamen de la conciencia. Este dictamen reviste carácter obligatorio por estar en conexión de dependencia con la premisa mayor — sindéresis —, que expresa una obligación. "Para juzgar con justicia la teoría, hay que tener en cuenta que, según santo Tomás, al conocimiento del intelecto práctico sigue siempre la inclinación de la voluntad. Posee la voluntad una tendencia innata y natural hacia el bien que le presenta la razón".  "Para que la voluntad imponga un acto moralmente bueno, basta que la razón lo juzgue tal, puesto que naturalmente impele al bien presentado por la razón, al bonum rationis" . Debemos tener en cuenta, además, lo que dice santo Tomás respecto de la prudencia y de los dones del Espíritu Santo, indispensables, según él, para un maduro dictamen de la conciencia. Lo que nosotros solemos exponer en el tratado de la conciencia, especialmente lo que se refiere al dictamen en las diversas circunstancias y "situaciones", lo explica el santo doctor casi exclusivamente en el tratado de la prudencia. Teniendo esto en cuenta se juzgará equitativamente de esta teoría tan criticada por presentar el dictamen de la conciencia como el resultado de un simple silogismo.

2) Teoría voluntarista (Alejandro de Hales, Enrique de Gante, san Buenaventura).

Según la teoría voluntarista, la sindéresis es aquella noble facultad natural de la voluntad que la ata al bien conocido por su ser más íntimo, por la scintilla animae de algunos místicos. La recta ratio, el bien presentado por la inteligencia, recibe en cada caso particular su fuerza obligatoria, es decir, se convierte en dictamen de la conciencia, por la acción de la sindéresis, esto es, bajo el impulso esencialmente amoroso del alma, que se manifiesta en la voluntad 44. La voluntad, hecha para amar el bien, esconde en lo más profundo de su esencia, en la "punta del alma", esa fuerza que la impele al amor; pero esto se debe al toque misterioso de Dios, fuente de todo amor. De allí que la conciencia sea tanto más viva y delicada cuanto mayor es la acción de Dios en el centro del alma y cuanto más polariza hacia sí esa fuerza amorosa del hombre.

Esta teoría de la conciencia reviste indudablemente un profundo carácter religioso. Pero no niega la importancia de la inteligencia, de tanto viso en la teoría precedente, pues no se trata de seguir ciegamente a la voluntad, sino de realizar el bien mostrado por la inteligencia.

Santo Tomás, por su parte, no desconoce que la voluntad, por su naturaleza, empuja hacia el bien; empero, no la puso expresamente a contribución en su teoría de la conciencia.

Los fautores de la teoría voluntarista han sabido descubrir, con profunda visión, la importancia del conocimiento moral, explicado, en buena parte, como una irradiación de la eterna verdad, como lo hiciera san Agustín. Con todo, piensan que la realidad y esencia de la conciencia moral sólo se explica adecuadamente a partir de la naturaleza de la voluntad.

3) Teorías falsas.

La teoría biológica de los evolucionistas pretende que la conciencia se explica suficientemente por el instinto de adaptación al ambiente.

Es un eco, muy empobrecido y débil, de la elevada concepción estoica, que ponía la conciencia en la conservación de la espiritualidad personal. Aquí queda todo reducido al campo biológico, con un grave desconocimiento del espíritu y de sus eternas leyes. A la idea que esa teoría se forma del hombre corresponde la de la conciencia.

La teoría sociológica considera la conciencia corno una adaptación a las condiciones sociales, o como un convenio indispensable entre el egoísmo y el interés social. Según Sigmund Freud, esta adaptación de las inclinaciones del hombre naturalmente antisocial al comportamiento de los grupos sociales se realiza bajo la presión del "super-ego", que viene a ser una especie de sujeción a la autoridad paterna.

Refutación: es cierto que el ejemplo de los padres y la valoración de la vida hecha por la sociedad pueden influir provechosa o desventajosamente en el desarrollo y manifestación de la conciencia del adolescente. Pero estos factores no explican de ningún modo por qué la persona se siente obligada en lo más íntimo de su ser al dictamen de la conciencia, aun cuando está en abierta oposición con las exigencias del ambiente. La absoluta conformidad con el ejemplo del padre, de la madre, o con la opinión reinante no explica el hecho ni la esencia de la conciencia; v no significa sino que la persona total y su conciencia adolecen de raquitismo.

4) Teoría totalitaria: La conciencia se explica por la totalidad y unidad del alma.

La teoría totalitaria de la conciencia, que es la adoptada por nosotros, parte de dos conceptos fundamentales: la semejanza a Dios del intelecto práctico, en la que hacía hincapié el tomismo, y la inclinación natural de la voluntad y el corazón del hombre hacia el verdadero bien, tal como la ha desarrollado la tradición agustiniana y franciscana.

Pero el último resorte de la conciencia no puede explicarse ni por la naturaleza de la inteligencia ni por la de la voluntad consideradas aisladamente; lo que nos da su explicación es más bien la unión de entrambas en la sustancia misma del alma, en donde realizan la más acabada imagen de Dios.

En Dios están unidos en una sola divina esencia: el que ama conociendo (el Padre), su conocimiento (el Verbo) y su amor (el Espíritu Santo) ; son Dios uno en esencia y trino en las personas. El alma humana, considerada en su totalidad, en la unidad de esencia, inteligencia y voluntad, presenta la más profunda imagen de la santísima Trinidad. Sin duda hay una diferencia real entre la sustancia, la inteligencia y la voluntad del alma; pero es un hecho que no pueden vivir separadas. Sin duda el conocer y el querer pueden ir por caminos opuestos (lo que muestra que son finitos), pero ello no puede ser sin provocar en la sustancia del alma, en donde están íntimamente ligados, una profunda herida, que disloca el alma. Esa herida clama por su curación, que no es sino el restablecimiento de la unidad reclamado también por la imagen divina.

Estando el entendimiento y la voluntad unidos en la sustancia del alma, el entendimiento no puede menos de sentirse afectado cuando la voluntad, siguiendo sus oscuras "razones", va en su contra; igualmente la voluntad se conmueve dolorosamente cuando repudia el conocimiento claro del entendimiento y se deja seducir por el falso brillo de las cosas. Pero lo más doloroso es para la sustancia misma del alma, que como fundamento radical y unitario de sus potencias, es la que resulta afectada directamente por la separación. Allí radican los primeros remordimientos de conciencia, remordimientos acaso inconscientes. La imagen de Dios tiembla ante el peligro en que está de ser destruida la semejanza divina.

La conciencia, empero, no es simple cuestión de unidad en la totalidad de las facultades del alma. La conciencia moral requiere el total enfoque del alma humana hacia la verdad y el bien objetivo. El hombre no llega a ser perfectamente mio en sí mismo, mientras entre él y el mundo del bien y de la verdad no reine perfecto acuerdo. El reino de la verdad y del bien no podría hacer oir su voz imperiosa en el corazón humano si el entendimiento no estuviera íntimamente emparentado con ellos. Tampoco la voluntad se sentiría polarizada por el bien si no hubiera sido creada para ir tras él, si el valor moral conocido v la voluntad no se emitiesen un mismo mensaje de amor. El intelecto especulativo tiene su parentesco con la verdad, pero no deja por ello de sentir el atractivo amoroso del bien. La voluntad, por su parte, está hecha para el amor, pero no para un amor cualquiera ; estando íntimamente ligada al entendimiento en la sustancia misma del alma, está hecha para el amor al verdadero bien.

Para concluir, podemos definir la conciencia moral diciendo que es el instinto espiritual de conservación que impele al alma a buscar la unidad total. Aspira el alma a su intrínseca unidad, mas no la consigue sino poniéndose plenamente de acuerdo con el mundo de la verdad y del bien.

Goza el alma de perfecta unidad interior, y por lo mismo de perfecta salud, cuando no sólo la inteligencia se abre y se da a los verdaderos valores, y la voluntad se entrega al bien conocido, sino cuando su misma sustancia personal recibe el toque de la fuente viva de la verdad y del bien, cuando el alma, allá en su más profundo centro, se une con el Dios vivo, a cuya imagen fue creada y cuya acción la mantiene en la verdad, en el bien y en la unidad.

3. La conciencia, fenómeno moral y religioso

a) La conciencia en su relación con el "yo"
y con los valores objetivos

El primer movimiento de la conciencia herida — el de la "mala" conciencia — es un grito de angustia y de dolor por una profunda herida. No es un concepto perfectamente definido, sino algo que significa: ¡estoy en peligro!; o bien : ¡mi unidad interior está afectada ! Luego se oye en la conciencia un grito que pide la curación : ¡quiero recobrar mi unidad interior ! Es la sustancia del alma la que se lamenta. La inteligencia y la voluntad no se conmueven de momento más que en la raíz profunda de su unidad. Es la voluntad la que ha destruido la unidad; si ahora se deja dominar por este dolor, evitando el convertirse en tinieblas y frialdad, se alzará hasta un amor incipiente, que le hará reconocer los valores morales. Para abandonar la luz de la inteligencia ha tenido que dejarse deslumbrar por un falso brillo. Si ahora se abre de nuevo a la verdadera luz que le ofrece la inteligencia, luz renovada desde el fondo del alma, llegará indudablemente a reconocer claramente en su conciencia y a abrazar los valores, gracias a ese dolor y remordimiento. La inteligencia moral lanza entonces un grito que se percibe con toda claridad: "Has faltado a los valores, te has hecho culpable".

El primer movimiento de la mala conciencia es egocéntrico, sin ser por ello egoísta. Es simplemente el grito del yo herido. Mas tan luego como, despertado por el dolor de la conciencia, se abre el hombre nuevamente a los valores, además del dolor del desgarramiento, percibe, aterrorizado ante su caída, el sonido de la trompeta del juicio y la enérgica reclamación de los valores que se imponen. Al dolor del yo vulnerado se añade la reivindicación por parte de los valores morales y la condenación por el mal proceder. El yo ha vuelto las espaldas a los valores con su desobediencia: no está, por lo mismo, en condiciones de dejarse conmover por la voz suave del amor. Con todo, en medio de la amargura, resuenan los acentos del amor; por allí puede reanudarse el encuentro amistoso con el bien. Por cierto que el valor vulnerado no habla de dulzuras por entonces. No se contenta con susurrar: "Yo soy el remedio para tu herida; válete de mí para curar". Sin duda en su lenguaje hay mucho de esto; pues significa que la salud espiritual depende de la actitud que ante él se observe, que si el alma se siente desgarrada es por la desobediencia moral, y que, para curar, es suficiente volver a la obediencia. Mas tan luego como la ceguera de la voluntad ha pasado y ha caído la venda que impedía mirar claramente los valores, se eleva majestuosa la voz del bien: "Yo te lo mando, porque tengo derecho sobre ti". Añádase que la conciencia agitada por el dolor es particularmente apta para captar la ineludible consecuencia de la actitud frente al bien, a saber, que es cuestión de vida o muerte para el yo.

Cosa distinta sucede con la conciencia "sana", con la "buena conciencia". Así como el que goza de buena salud no piensa en ella, por más que rebose de energía, así tampoco el hombre que se ha entregado al bien está continua y directamente pensando en que la práctica del bien acrecienta su buena salud espiritual. Regocíjase indudablemente en el bien y lo practica por amor, y con esto aumenta el vigor de su salud espiritual, es decir, se refuerza su unidad interior, de la que depende la plenitud de la vida.

Llegados al fin de nuestra disquisición, podemos concluir: la conciencia vuelve al hombre sobre sí mismo, pero en forma legítima. Pero este repliegue sobre sí mismo no alcanza su plena significación sino como concentración sobre los valores. El dolor de la conciencia, aunque egocéntrico, tiende de suyo a convocar todas las energías del alma, ansiosas de unidad, alrededor del valor cuya violación ha puesto enferma al alma, y del que ha de venir su curación. Cuanto más plenamente alcance su finalidad el dolor de la conciencia, mayor será la pena experimentada ante el valor vulnerado. Y cuanto más hondamente se manifieste el dolor en el renovado amor al bien y más íntimamente abrace de nuevo la voluntad penitente el valor despreciado, mejor se remediará el dolor egocéntrico de la conciencia, terminando por desaparecer.

El desgarramiento del yo por el pecado es una auténtica realidad; mas no lo es menos su buena salud a consecuencia de la perfecta unidad interior y del reconocimiento y aceptación de los valores. El bien y el nal producen necesariamente o la unidad o la división del alma; pero mejor se advierte la división, signo de enfermedad, que la unidad, sello de la buena salud. Es lo natural y lo justo. Empero, si la mala conciencia se advierte mejor, no es ello motivo para desconocer o desestimar la realidad de la buena conciencia, que es la buena salud del alma y la fuente de renovados bienes.

Los calvinistas no dan importancia más que a la "mala conciencia", de acuerdo con la falsa idea que del hombre se forman. Para ellos no hay parte sana en la sustancia del alma, ¡allí todo son ruinas calcinadas!

b) La conciencia, actitud ante un Dios personal,
no ante un principio impersonal

Sintiéndose la persona ligada al bien por su ser más recóndito y profundo, tanto que su íntimo existir está en directa relación con el cumplimiento de sus exigencias y que la desobediencia significa disyunción y peligro, es normal que llegue a preguntarse : ¿qué es lo que así me puede obligar, lo que tan vivamente me alcanza en mi interior ?

Imposible es que el espíritu humano se quede satisfecho con una respuesta como ésta: No es más que un puro principio impersonal y abstracto.

Cuanto más profunda es su personalidad, tanto más segura e inevitablemente responderá: No, no puede ser un simple principio abstracto y sin vida, sino una persona viviente y perfecta la que habla por las exigencias de los valores. Ésta es la conclusión que se impone ineludiblemente, dada nuestra concepción del mundo. La misma conciencia con su experiencia profunda de los lazos que la unen con el bien, por la percepción del peligro a que la expone la resistencia a sus exigencias, empuja imperiosamente al hombre a buscar a aquel que así puede mandarle.

La conciencia se considera en la actualidad ante todo como un fenómeno moral, que encontramos aún en aquellos que no llegan a percibir su profundo aspecto religioso, y es éste nuestro punto de contacto con los hombres arreligiosos.

Mas a medida que se desarrolla en el hombre el elemento moral de la conciencia, aparece mejor su fundamento religioso. La conciencia, considerada en su fundamento, es, en efecto, un fenómeno religioso, puesto que su última explicación se encuentra en que el hombre es imagen de Dios.

Sólo llega a penetrarse hasta la íntima naturaleza de la conciencia cuando, tras las exigencias de los valores, se percibe la voz de una persona que exige, cuando, en la voz de la propia alma, se descubre el eco de una personalidad que llama.

Sólo el hombre que se endiosa a sí mismo puede preferir colocarse ante un valor o un principio impersonal, ante una ley sin vida. El hombre que no desnaturaliza por el orgullo la experiencia de la propia conciencia, descubrirá con toda seguridad que el juicio condenador y el llamamiento a la conversión es juicio y llamamiento de alguien, de un juez vivo, de una persona absoluta.

c) La conciencia, voz de Dios

Por lo que precede sabemos que tras la voz de la conciencia está Dios. Mas no sería legítimo concluir que en cada dictamen de la conciencia nos habla Dios directa e inmediatamente. Dios nos habla en la conciencia por medio de las causas segundas. Por eso nos dio la facultad moral. En el orden natural, al que nos ha ligado con todo nuestro ser, debemos leer con nuestra inteligencia nuestros propios deberes. La función natural de nuestra conciencia moral es la de hacernos conocer la ley eterna de Dios, mediante el ejercicio de nuestra inteligencia, aplicada a descifrar esa ley en la creación. Por lo mismo, al someternos a la ley moral natural nos sometemos a la ley eterna de Dios. El mostrarnos esa ley es la función natural de la conciencia, toda vez que en ella se refleja la imagen de Dios.

La revelación sobrenatural de Cristo y la moción del Espíritu Santo añaden nuevas energías a la conciencia, señalándole un nuevo cometido : el de conformarnos a las palabras y ejemplos de Cristo y el de hacernos más dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo no da generalmente nuevas e inmediatas revelaciones : mas por su gracia y sus dones proporciona a la conciencia delicadeza y aptitud para reconocer la voluntad de Dios en las diversas circunstancias de la vida, mirándolas a la luz de la revelación ya concedida.

Dios obra mediante las causas segundas, pero ello no es parte para que disminuya la grandeza de su acción ni nuestra obligación. Si los teólogos medievales enseñaron que Dios mueve los cuerpos terrestres por el ministerio de los ángeles, no fue para negar que Dios fuera verdadero motor. Y si hoy conocemos mejor las leyes por las que Dios rige el universo, no es razón para pensar que Dios esté menos cerca de nosotros. Asimismo, si no hemos de ver en la voz de la conciencia la voz inmediata de Dios, podemos, sin embargo, afirmar con toda verdad y justicia que ella es la voz de Dios. Pero ello no nos dispensa del sumo cuidado que hemos de poner al formar los dictámenes de nuestra conciencia. Pues todavía podemos equivocarnos. La conciencia, al estimularnos a obrar según lo que conocemos, es siempre la voz de Dios; y en este sentido es infalible. No así su dictamen, que es obra nuestra.

4. Conciencia y autoridad

a)
Mutuas relaciones entre conciencia y autoridad

La conciencia no es un oráculo que haga brotar la verdad de la inescrutable profundidad de su ser. Lo que hace la conciencia es empujar la voluntad a conformarse libremente con la verdad ya conocida o a descubrir esa verdad antes de tomar una determinación.

Así, la conciencia y la verdad objetiva, y en último término la conciencia y la autoridad de Dios, se apoyan mutuamente. La conciencia, por su naturaleza, exige un guía y maestro : Dios lo colocó en las leyes naturales y en las leyes de la gracia, por Cristo, los santos y la Iglesia. A su vez, la verdadera autoridad exige esencialmente una conciencia, por medio de la cual se constituya en guía y autoridad moral del hombre, pues sólo por medio de la conciencia puede el hombre sentirse obligado moralmente.

Los escolásticos han dicho que la conciencia es la última norma subjetiva de la acción moral, pero norma que debe ir normalizada. Para que la conciencia dicte una resolución justa, tiene que acudir a una regla que no dependa de su antojo, tiene que conf ormarse con una norma objetiva.

Dios, medida suprema de todas las conciencias, puede amaestrarlas del modo y en el grado que a bien tuviere; en el orden natural, por las leyes de la naturaleza; en el orden de la gracia, por la revelación sobrenatural. Es regular que la conciencia natural se deje guiar por el orden natural y por las comunidades naturales. Asimismo lo es que el creyente, ennoblecido por la gracia y apoyado en la humildad, aplique "naturalmente" su oído a la voz de la revelación que le transmite la Iglesia, por más que el "viejo Adán" retroceda ante la oscuridad de la fe y ante la obediencia que se le exige.

b) La conciencia ante la autoridad eclesiástica

Sólo una completa ignorancia de lo que es la conciencia podría inducir a rechazar en su nombre el infalible magisterio de la Iglesia. Quien estuviera dotado de una conciencia infalible, efecto de una plenitud creadora, podría rechazar como contradictoria la intervención de un magisterio extraño. El dogma de la infalibilidad de la Iglesia y del romano pontífice no disminuye en nada la importancia de la conciencia; no hace sino darle una orientación segura en los problemas más elevados y decisivos. Por lo demás, la determinación precisa de los límites de la infalibilidad delimita también el ámbito dentro del cual la conciencia encuentra el guía absolutamente seguro. Fuera de ese ámbito sería posible un conflicto entre la conciencia del creyente y la autoridad de la Iglesia, que aunque legítima, ya no es infalible.

Mas la autoridad eclesiástica conoce perfectamente los límites de su infabilidad; por eso no es de temer que se exceda a pedir un asentimiento interior que esté en desproporción con el grado de certeza de la doctrina que propone.

Las decisiones disciplinarias, sobre todo, pueden crear un conflicto entre alguna autoridad eclesiástica y la conciencia, dado que ni la autoridad da siempre con la mejor solución, ni el súbdito posee siempre todos los datos necesarios para un juicio inequívoco. Mas, conociendo una y otro sus límites, el conflicto será menos vivo.

Por principio hemos de saber que la presunción de verdad, rectitud y prudencia está de parte de la autoridad eclesiástica, suponiendo que quien la representa es autoridad legítima y desempeña su cargo con sentido de responsabilidad. Al súbdito tienen que asistirle razones graves para decidirse en contra de esta presunción de prudencia que favorece a la autoridad. Y si después de maduro examen de los principios, circunstancias y razones toma una determinación contraria a lo mandado por la autoridad, tiene que seguir esa determinación de su conciencia.

La conducta que se ha de observar en la duda seria acerca de la legitimidad de la autoridad o de la rectitud moral de un precepto, es cuestión que suele tratarse en el "sistema moral". Nosotros la resolveremos al tratar de la "conciencia dudosa".

c) La conciencia ante la autoridad civil

La conciencia está doblemente sometida a la autoridad civil. Primero, porque dicha autoridad se funda legítimamente sobre la ley natural y está confirmada por la revelación sobrenatural ; y segundo, porque la conciencia tiene necesidad en mil casos de la ayuda de la comunidad y de su autoridad para la recta formación de su juicio.

Por desgracia, en muchas partes, la autoridad civil, por influjo del positivismo, se cree fuente absoluta y suprema de todo derecho y sustrae su legislación a toda norma superior preexistente. Es indispensable, por lo mismo, que el ciudadano examine concienzudamente y con desconfianza lo que ordenan esas leyes y mandatos. La conciencia de los gobernados no puede reconocer a la autoridad civil el beneficio de la presunción sino cuando sus representantes se consideran ligados también en conciencia. Por eso las leyes y órdenes de la autoridad civil no obligan sino cuando están de acuerdo con las leyes de la moral. No es la autoridad secular, sino la conciencia normalizada por la ley de Dios, la norma suprema de la decisión moral.

d) La libertad de conciencia

Es un absurdo afirmar la absoluta libertad de conciencia, puesto que ésta no está destinada a independizarnos de la ley, sino a ligarnos a la ley de todo bien. Es cierto que cada uno debe seguir su propia conciencia, pero esto no significa sino que debe hacer el bien tal como lo entiende, después de haberlo apetecido y buscado lealmente. Pero existen principios morales que todos deben conocer. Y nadie puede atropellarlos, apoyándose en la propia conciencia. El que yerra inculpablemente tiene el derecho y aun la obligación de seguir su conciencia ; pero esto no quita a la comunidad el deber de impedir los actos del que yerra, para prevenir cualquier funesta consecuencia. Es ésta la raíz de ciertos amargos conflictos.

El que yerra culpablemente en los dictámenes de su conciencia no tiene derecho alguno a apelar a la libertad de conciencia. La autoridad debe hacer cuanto pueda para sacarlo de su engaño; debe, sobre todo, defender a la comunidad de los desastrosos efectos de sus errores. Uno de los mayores males de nuestra época está en que los pueblos ya no reconocen sino un número muy reducido de principios generales de moral. La consecuencia es que personas de conciencia relajada, que están en el error porque lo quieren y que obran el mal con toda advertencia, gozan de demasiada libertad. El dejar, en nombre de la libertad de conciencia, que se difunda la literatura lasciva y se propaguen los medios anticoncepcionales o abortivos, indica que se tiene una falsa noción de la conciencia. La autoridad tiene el deber de asegurar la libertad de la buena conciencia, no el libertinaje de la mala. De lo contrario, los buenos se verían irremediablemente sojuzgados por los malos.

 

5. Formación o deformación de la conciencia

a)
El cuidado en los dictámenes de la conciencia

No es lo mismo cultivar la facultad moral de la conciencia y cuidar su ejercicio por medio de sus dictámenes. El primer requisito para la formación de la conciencia es el celo por la verdad y el estudio diligente de la ley y de los valores morales. La formación de un juicio recto requiere no sólo el conocimiento general de los principios morales, sino también celo y atención para aplicarse a conocer bien lo que reclama la "situación" o circunstancias. El hombre cuerdo reconoce lo limitado de sus capacidades; por lo mismo debe estar dispuesto a buscar y recibir consejos y advertencias; especialmente escuchará con sumisión las enseñanzas y directrices de la Iglesia, y más que a todos mostrará docilidad al Espíritu Santo.

b) Mantenimiento y cultivo de la facultad moral o sindéresis

La actividad de la conciencia se traduce por una incitación a la voluntad a pasar al acto subjetivo y consciente de amor a los valores. Si la voluntad permanece constantemente inactiva, se atrofia. La "centella del alma" necesita inflamarse constantemente con el ejercicio del amor; por su parte. el entendimiento debe ir al estudio y penetración de los valores avivado por el fuego de amor de la voluntad. La inteligencia y la voluntad viven del entusiasmo que el alma toda sienta por los valores, y a su vez acrecen, con su actividad moral, la potencialidad y la riqueza de amor en el fondo del alma. La indolencia constante en la volición del bien empobrece la facultad moral. Es un gran nal que vaya errado el dictamen de la conciencia, pero es un vial mayor que se atrofie y entorpezca la sindéresis. Lo cual puede acontecer de varios modos:

1) La unidad de la personalidad y por lo mismo la fuerza de la conciencia peligra en aquel tipo de hombre débil que gusta de considerar teóricamente el bien, pero que en la práctica se guarda de practicarlo. Falta la chispa que establezca el contacto entre la inteligencia que contempla los valores y la voluntad que debería hacerlos suyos. Importa mucho para mantener la integridad de la conciencia que no nos limitemos a considerar en sí misma la ley, y en general el bien, sino que atendamos a la llamada que nos dirigen. En este respecto es interesante el cultivo de una vida afectiva ordenada, ya que los afectos son indispensables para hacer saltar la chispa entre la inteligencia y la voluntad. El acceso a la mística es iniciado generalmente por la oración afectiva.

2) La delicadeza de la conciencia peligra especialmente por la desobediencia habitual y voluntaria. La reacción de la sindéresis contra semejante desorden puede ser diferente según el carácter de la persona.

a) En los débiles se producirá una escisión de la personalidad comparable a la de los tipos especulativos antes mencionados. La debilidad de la personalidad proviene acaso de la languidez en perseguir la unidad fundamental, de que la vida no gira alrededor de un centro único. La vida espiritual y moral exige unidad; faltando ésta como resultado de las faltas habituales y voluntarias, la sindéresis se debilita, pierde su dinamismo. Esto da lugar a "almas rotas", cuya inteligencia anda divorciada del albedrío y sin que el alma se preocupe gran cosa por esta falta ole unidad. Se ha entorpecido el órgano destinado a sentir ese dolor; la luz entra en la inteligencia, pero fríamente; no desciende hasta el centro de la voluntad para encenderla. Tenemos entonces el alma literalmente superficial. La inteligencia y la voluntad van cada cual por su lado sin causarse molestias. El centro del alma, principio de unidad y de calor vital, parece muerto. Personalidad débil, enfermiza, rota.

b) En las personalidades enérgicas y vigorosas la reacción es muy distinta. Cuanto más contradijo la voluntad a la inteligencia yendo tras sus deseos, cuanto mayor fue la ruptura, tanto más fuerte y dolorosa es la reacción de la conciencia que busca la unidad. Mas al no buscarla por la vía normal (la de la conversión con la subordinación de la voluntad) interviene el libre albedrío para invertir la reacción, suspendiendo la inclinación natural de la voluntad hacia la verdadera unidad y oscureciendo la luz que entra por la inteligencia. El dinamismo interior parece encontrarse ahora en la voluntad torcida, que se convierte en centro unificador de la vida. Aquí radica acaso el fervor y celo dinámico de los malos, que parece inagotable. Las fuerzas más preciosas de la conciencia y el dinamismo vigoroso cíe la personalidad han confluido para formar un solo torrente devastador. No podemos decir que la sindéresis haya perdido completamente su exigencia innata, pero sus energías van en una falsa dirección. Llamará aún a la conversión y a la verdadera unidad y reintegración interior. Pero si el celo de la soberbia se interpone de nuevo, continuará la carrera en falsa dirección, llegando a veces a formar en su alma aquella unidad y armonía satánica que los convierte en los más activos secuaces del diablo. Así se explica que aquellos que son llamados por Dios a mayor perfección, si rechazan el llamamiento, caen más profundamente y se hacen más ardientes para el mal. En la superficie aparece la más estupenda armonía entre la voluntad y la inteligencia, en el fondo reside la más profunda mentira, la falsificación de la verdad y del verdadero fervor.

c) La humildad y penitencia, remedios necesarios

Para conservar y perfeccionar la conciencia en nuestro estado actual, no basta el estudio amoroso ni el firme propósito de obedecer siempre al bien : la humildad es indispensable, aun desde el punto de vista puramente natural, supuesto que estamos siempre en vía de progreso, sin llegar nunca al estado perfecto. Además, la revelación divina nos propone tina perfección altísima, cuya realización siempre está por debajo ole lo que ole ella conocemos. De todos modos, la distancia no puede ser demasiado grande, dado que el conocimiento del bien adelanta con el crecimiento de la caridad y que hay un influjo recíproco.

Aun dejando a un lacio los defectos voluntarios, esta distancia entre el conocimiento de la inteligencia y las realizaciones de la voluntad puede originar aquella peligrosa escisión de que acabamos de hablar, y a la que ha de obviar la energía de la sindéresis. La tensión originada entre inteligencia y voluntad incitan al adelanto, mas la debilidad humana lo retarda: de allí la humillación de la voluntad, tanto más profunda cuanto es mayor la distancia y más vivo el estímulo de la conciencia. Si la humildad no acompaña a la humillación, se produce o bien una rebelión de la voluntad 1 o una resignación apática. La verdadera humildad, que traza la ruta segura entre Escila y Caribdis, debe ir unida con la penitencia, con el dolor y el propósito, después de cometida alguna falta. Mas para que éstos sean posibles y eficaces, se impone el examen de conciencia, especialmente cuando la multitud de trabajos o el ímpetu de las impresiones amenazan sumergir la conciencia.

Mas la única e infalible medicina es la gracia de Dios; ella es la que cura las heridas que el pecado causa en lo más profundo del alma, ella la que disipa las tinieblas y saca del abismo y derriba el muro que nos separa del bien, o sea de Dios. Entre los mayores milagros de la gracia se ha de contar el que un pecador se convierta y pueda distinguir de nuevo con claridad el bien y el mal, el que su mirada adquiera la primitiva limpidez. Cor mundum crea in me, Deus! ¡Forma en mí, oh Dios, un corazón puro! (Ps 50, 12).
__________________

1. Caso típico el de Max Scheler, que poco antes de su apostasía confió a un buen amigo: no puedo soportar más el verme siempre manchado ». (DJETRICH VON HILDEBRAND, Max Schelers Stellung zur katholischen Gedankenwelt, en «Der Katholische Gedanke» 1 [1928] pág. 452). No queremos nosotros, como tampoco lo pretende su amigo Dietrich von Hildebrand, dictar un juicio definitivo acerca del estado subjetivo de Max Scheler, pero es terrible su declaración de otoño de 1919 : «Algo me grita en el interior que al fin se agotará la paciencia de Dios y que en vez de venir en busca mía me dejará sumido en el abismo ». Ibid. pág. 459. Ojalá el abismo espantoso del error no se le haya convertido en abismo de eterna oscuridad !

 

6. De la obligación que impone un dictamen erróneo
(conscientia erronea)

No es la conciencia como facultad la que yerra, sino sólo su juicio. La conciencia, como facultad viva, puede atrofiarse, pero no errar. Con infalible seguridad nos exhorta a hacer coincidir en nuestros actos el conocimiento y la voluntad, puesto que ambos están enraizados en el ser. Este imperativo, inscrito en el alma, se encuentra indefectiblemente detrás de todo conocimiento moral, aunque sea defectuoso, diremos más, incluso detrás de los juicios totalmente erróneos. Si el juicio erróneo no depende de la voluntad y por lo mismo no se tiene conciencia de él, entonces nada hay en la sindéresis que se oponga a su ejecución, puesto que no destruye la imagen de Dios en el alma. Semejante juicio erróneo es moral y prácticamente tan conforme a la verdad como el juicio teóricamente exacto. Por tanto, el juicio práctico inculpablemente erróneo obliga subjetivamente tanto como el verdadero.

Es como cuando un servidor, habiendo escuchado con atención la palabra de su amo, se siente obligado a realizarla aunque en realidad no haya percibido bien lo que se le mandó; al ejecutar lo mandado, o lo que entendió que se le mandaba, se nuestra servidor leal, puesto que no hace lo que se le antoja. Lo mismo sucede en el juicio inculpablemente erróneo: el Señor es el que en la sindéresis habla al corazón ; éste no oyó bien. No importa. Con ello se contenta el Señor, y mientras guarde la docilidad no dejará de hablarle de un modo más claro. Dice muy bien el cardenal Newman : he afirmado siempre que el mejor camino para llegar a la luz, es la obediencia a la conciencia, aun a la errónea. Pero siempre hay que poner como condición que el error sea inculpable y por lo mismo prácticamente invencible. El caso es claro cuando el error viene de la natural limitación humana; porque si trae su origen de un pecado precedente puede ser error culpable. Cuando un pecado pasado ha sido ya borrado por la penitencia, el error que acaso pueda originar no es culpable.

Mas cuando el error proviene de una dirección libre, o de un pecado no revocado, la sindéresis no dejará de remorder. Al obrar el hombre apoyado en tal error, podrá creer que obra según prescribe la conciencia; en realidad, un examen más serio le mostrará que no hace más que beber en fuente turbia. En la superficie hay armonía, mas leo en el fondo del alma. Si el hombre se examinase mejor, vería que en lo que él toma por decisión de la conciencia no hay sino una pura desobediencia a la misma.

El dictamen culpablemente erróneo va siempre acompañado de un remordimiento de conciencia que exhorta a un nuevo examen para corregir el yerro y cambiar de dirección.

Así pues, si el último juicio práctico es culpablemente erróneo, el hombre peca, tanto si lo sigue como si obra en disconformidad con él. Y es mayor el pecado obrando en disconformidad, por más que tal vez la acción sea objetivamente buena. "No parece posible evitar el pecado, obrando contra la conciencia, cuando ésta presenta algo como obligatorio, aunque sea erróneamente. Pues semejante proceder, considerado en sí mismo, incluye la voluntad de no observar la voluntad de Dios : he ahí, el pecado. A buen seguro que semejante conciencia puede reformarse, pero, mientras permanece tal, obliga".

Mas según el mismo santo Tomás no se puede decir que peca por necesidad el que yerra culpablemente: pues no se dan entonces únicamente las dos alternativas de seguir o no seguir ese falso dictamen; queda una tercera posibilidad: la de reformarlo y enderezarlo.

Algunos autores católicos han asegurado últimamente que, según santo Tomás, siempre se debe obedecer a la conciencia errónea, aun en el caso de que ésta impusiera el abandono de la fe y la apostasía. Estos autores pueden defender su opinión como suya, pero no pueden apoyarla en santo Tomás. En el doctor común no hay ni rastro de una doctrina que enseñe que un católico pueda sin culpa formarse la conciencia de que debe abandonar la Iglesia. Tal cuestión ni se disputaba en tiempo de santo Tomás. Si él se hubiese planteado esta cuestión, indudablemente la habría resuelto según los principios indicados, o sea : peca el católico que se ha persuadido de que la Iglesia católica no es la verdadera y de que, por lo mismo, la debe abandonar y que, sin embargo, permanece en ella; peca también si la abandona. Mas para no seguir pecando tiene otro camino, el solo recto y legítimo : corregir su error, volver a la verdad y seguirla.

En conclusión : el dictamen culpablemente erróneo no es dictamen de conciencia sino aparentemente, pues en lo íntimo siempre queda ésta o semejante admonición: ¡no sigas las tinieblas, penetra en lo íntimo de tu corazón, en donde te hablo la verdad! Sacude la culpable oscuridad de tu conciencia!

7. La conciencia perpleja

La conciencia perpleja constituye un caso especial de la conciencia errónea. Nace de un violento, aunque transitorio, estado de confusión del juicio. Ante la necesidad de tomar partido, todas las alternativas parecen pecaminosas.

En tal caso, siempre que se pueda aplazar la decisión, hay que empezar pidiendo consejo. Si no hay dilación posible, la persona escrupulosa eligirá lo que ella crea "el mal menor", demostrando así su buena voluntad. De pecado no cabe hablar aquí; pues el pecado no depende sólo del intelecto, sino también de la libertad de decisión, que aquí está ausente.

Por ejemplo, un enfermo grave, o el que tiene que cuidarlo, piensa que necesariamente peca u omitiendo la misa u omitiendo el cuidado de su salud o la del prójimo, pero al mismo tiempo ve que es imposible ir a misa e instintivamente sacrifica la misa: claro es que en tal caso no peca. Peca, empero, cuando el juicio de su conciencia mal informada le persuade de que debe asistir a misa aun con serio peligro para su salud y, sin embargo, la omite, siempre que el estado de su salud no haya afectado aún a su libre albedrío.

Por lo demás, cuando los fieles se acusan de haber faltado a misa por enfermedad, muchas veces no hay ni pecado ni error o perplejidad de conciencia en cuanto a la conducta que debía adoptarse, sino que se confiesan por pura formalidad y para que se les confirme la licitud de su acto.

8. Conciencia laxa

La conciencia laxa designa, ya la atrofia o entorpecimiento de la conciencia, ya la ligereza que ha pasado a ser costumbre y por la que se forman juicios culpablemente erróneos para librarse de alguna grave obligación moral. La conciencia laxa es la consecuencia ordinaria de la tibieza en el servicio de Dios, según muestra el Apocalipsis (3, 16-20). Ahí mismo se señalan sus remedios : penitencia, fervor en la investigación del bien, sondeo de la conciencia (colirio), celo en las buenas obras ("cubrir la desnudez con blancas vestiduras"). Dios mismo envía la tribulación como remedio (3, 19).

Lo opuesto de la conciencia laxa es la conciencia delicada. Indica una conciencia intacta y una mirada viva y despierta para todo lo bueno.

9. La conciencia escrupulosa

El escrúpulo de conciencia es la inseguridad morbosa del juicio moral. El escrupuloso se encuentra perseguido constantemente por el temor y la angustia de que peca. En todas partes descubre obligaciones que lo constriñen y peligros de pecados graves. Se han de distinguir cuidadosamente dos categorías de escrupulosos : 1.a, escrupulosidad extendida a toda la vida moral, nacida de una preocupación exagerada y morbosa; y 2.a, escrupulosidad de compensación.

La preocupación no se muestra entonces sino en uno que otro punto, y sobre todo en lo que respecta a las leyes positivas. Esa preocupación morbosa por amoldarse a los últimos pormenores de las leyes encubre frecuentemente negligencia y laxismo en puntos de capital importancia, como son la caridad fraterna y la vida interior. Esta clase de escrúpulos, que reviste carácter neurótico, pide, para su curación, el consagrarse con energía y decisión a los deberes fundamentales. También aprovechará grandemente el poner de manifiesto, con delicadeza, pero con claridad, la verdadera raíz del mal.

La primera clase de escrupulosidad exige un director bondadoso pero firme, conocedor de la naturaleza de esta dolencia.

La escrupulosidad puede presentarse en almas de espiritualidad sana y muy elevada. Por otra parte, bueno será estar alerta, para no confundirla con la conciencia timorata y delicada. Dicha escrupulosidad supone con frecuencia alguna afección psíquica y nerviosa, especialmente las ideas obsesivas y la angustia.

El mayor peligro moral de esta escrupulosidad es el desaliento y la concentración de las fuerzas espirituales sobre puntos de secundaria importancia; también puede conducir al laxismo, cuando se ha hecho insoportable.

Sería sumamente deplorable que el director mismo fuese un escrupuloso. La experiencia muestra que no pocos dirigidos han caído en el escrúpulo, o se .,an agravado en él, por efecto del director. Los escrúpulos pueden nacer también de una educación moral puramente legalista, que colocara la moralidad en la difícil observancia de mil pequeñas prescripciones. En los casos más graves convendrá que el enfermo se dirija a un psicoanalista católico. El esparcimiento produce muchas veces inesperados resultados.

La regla suprema para los escrupulosos es la siguiente: obediencia incondicional al director. La conciencia escrupulosa es una conciencia enferma, que necesita absolutamente la intervención del sacerdote como guía y como médico.

Hay que tener presente que muchos escrupulosos pueden aún distinguir entre lo que es verdadera obligación y lo que no es más que escrúpulo, que, acosados por la angustia, no son capaces de superar. Preciso es aprovechar esta posibilidad y ponerla a contribución. Persuádaseles también de que es más perfecto sobreponerse a los escrúpulos que quedar subyugado por mil falsas obligaciones. En los casos dudosos deben escoger lo más fácil y hacerlo gozosos y por amor de Dios. En todo caso, no pecarán nunca que, en la duda, sigan el partido de la libertad. Así conservarán la alegría de hacer el bien.

Por lo que respecta a la confesión, hay que observar que la integridad material es precepto positivo; por lo mismo, quienes están gravemente afectados por escrúpulos están dispensados de ella, a causa de la imposibilidad moral (le procurarla, o más exactamente por el peligro en que están de provocar graves perturbaciones psíquicas. No se les ha de dejar acusar más que un corto número (le pecados. Por lo que respecta al sexto mandamiento, se les ha de prohibir acusar pecados dudosos. No es aconsejable para ellos la confesión general. Si los escrúpulos versan sobre corrección fraterna — lo que sucede con alguna frecuencia —, se les ha de decir con toda claridad que, en razón de su enfermedad, la ley divina los exime de toda obligación a este respecto.

Por último, hay que grabar con paciencia y caridad en el corazón del escrupuloso la imagen del Dios bueno y misericordioso. ¡ Y que el director sea un trasunto de Él !

10. Conciencia cierta e incierta

A. Planteamiento del problema : ¿prudencia o audacia
en el dictamen de la conciencia?

Los primeros principios morales son absoluta e inmediatamente evidentes. Mas la evidencia de los principios derivados va disminuyendo a medida que éstos se alejan de aquéllos. La divina revelación, y en especial las enseñanzas y ejemplos de Cristo; la Iglesia, guardiana de la verdad y educadora de los pueblos, aplicando las enseñanzas de Cristo a las más graves cuestiones de las diversas épocas; todo este conjunto de hechos constituye una fuente de certeza y seguridad en la solución de las graves cuestiones de la vida moral, mucho mayor que aquella que naturalmente podríamos alcanzar. Empero, el cristiano, a pesar de ser discípulo de Cristo y miembro fiel de la Iglesia, se encuentra muchas veces fluctuando entre la incertidumbre y la audacia.

El que un hombre sienta inquietud ante la inseguridad de sus decisiones indica, a no dudarlo, que la conciencia moral está despierta. El soberbio no duda fácilmente de la certidumbre de sus juicios; se cree seguro en su proceder; el hombre obtuso moralmente no advierte los escollos de la vida moral.

a) Fuentes de la incertidumbre e inseguridad

La ignorancia más o menos culpable de lo que atañe a la religión y a la moral es frecuentemente la causa de las dudas, inseguridades y errores. Todo pecado que no haya sido borrado por la penitencia y toda desviación de la voluntad oscurece el juicio y le quita penetración para las decisiones morales. La falta de diligencia y de constancia en la prosecución del bien implica naturalmente cierta vacilación para juzgar las situaciones concretas. Nada diremos de la escrupulosidad ni de la exagerada minuciosidad que inculpablemente aumentan el mal.

Las causas naturales de las dudas y vacilaciones radican en lo limitado del horizonte humano y en la naturaleza del objeto moral. El acto moral no versa simplemente sobre los principios y verdades eternas, sino sobre el reconocimiento, aplicación y realización de tal o cual valor en las cambiantes situaciones de la vida. El juicio acerca de la rectitud moral de la acción concreta no depende sólo del conocimiento general de las leyes y principios universales de la moralidad. Se requiere además la recta interpretación de la situación concreta e individual en que se encuentra este determinado sujeto, en tales y cuales circunstancias ; y tampoco hay que olvidar que vive en un mundo saturado de pecado y envuelto en las asechanzas del demonio.

Se requiere, pues, un profundo conocimiento de la vida junto con la prudencia natural y sobrenatural que sepa ponderar las diversas circunstancias y todas las posibles consecuencias. Un juicio acertado para una situación enteramente contingente presupone que se percibe con toda claridad la relación que va de los valores eternos a este objeto particular y contingente, y al mismo tiempo la urgencia de realizar esos valores; presupone, en fin, que todo esto se mira con los ojos no cegados por el egoísmo.

b) Grados de certidumbre o de incertidumbre

1) Las verdades morales reveladas gozan de certeza absoluta objetiva y subjetivamente, presupuesto el juicio infalible del magisterio ordinario o extraordinario de la Iglesia, que las propone como reveladas. Es la certitud de la fe que está por encima de las exigencias humanas y ha de abrazarse con jubilosa gratitud.

2) La certitud metafísica se obtiene por la clara visión. de aquellas verdades o principios que no pueden pensarse de diferente modo: son las verdades necesarias.

3) La certidumbre física se obtiene por el conocimiento de las leyes naturales, que de suyo son inmutables ; aunque debe contarse con la posibilidad de que un milagro venga excepcionalmente a suspenderlas.

4) La certitud moral:

a) en sentido estricto excluye toda duda razonable;

b) en sentido amplio no excluye toda duda teórica, sino toda duda que merezca tenerse prácticamente en consideración ;

c) en sentido amplísimo: es la "certitud" de una opinión probable, o sea de la que puede probarse y merecer la adhesión de un hombre prudente, pero no excluye en absoluto el temor de equivocarse.

Al faltar alguna de estas certezas, se tiene la

5) Incertidumbre estricta, esto es, la duda.

a) Duda positiva se tiene cuando en pro y en contra se presentan razones graves, aunque no convincentes. En la duda positiva, las razones opuestas pueden ser más o menos graves, pero sin que llegue ninguna a preponderar en forma absoluta, de modo que se rompa el equilibrio.

b) En la duda negativa se ofrecen en pro o en contra razones graves pero no convincentes, mientras que al extremo opuesto no se vislumbra ningún argumento digno de consideración, aunque no se excluya la posibilidad de que exista. La vacilación en la duda negativa no es tan grande como la de la duda positiva, toda vez que la falta de argumentos en el extremo opuesto inclina claramente la balanza hacia uno de ellos, aunque no se ofrezcan argumentos positivos seguros. Si después de un diligente examen no se descubren argumentos contrarios, la duda negativa puede resolverse en certitud moral en sentido amplio o amplísimo.

Conviene tener presente que a veces se considera como duda negativa el hecho de no encontrar ninguna razón valedera ni en pro ni en contra.

c) La duda especulativa es aquella que versa sobre la verdad teórica de una tesis moral;

d) la duda práctica sobre la licitud de obrar de tal o cual manera en determinado momento o circunstancia.

Principio: Toda duda práctica equivale a un dictamen de conciencia prohibitivo de tal acto. Para obrar es preciso salir de la duda práctica.

Es ésta una verdad impuesta por la prudencia, unánimemente enseñada por la Iglesia y proclamada con insistencia por el apóstol san Pablo en la Epístola a los Romanos, al tratar de los manjares antes prohibidos. El apóstol exige a los "fuertes", a los que saben y entienden que tales manjares ya no están bajo la prohibición, que tengan en cuenta a los "débiles", que creen aún en su prohibición. Arrastrados por el ejemplo de los fuertes y a pesar de la duda práctica de la licitud de comerlos, los comen y quebrantan así las prescripciones véterotestamentarias. "El que no sale de dudas (diakrinómenos), si come, queda condenado, porque no se rige por fe, o dictamen de conciencia. Ahora bien, todo lo que no procede de fe es pecado" (Rom 14, 23). El que realiza un acto teniendo la duda práctica de su licitud, comete la misma especie de pecado que cometería si obrara a sabiendas de su ilicitud, aunque no llegue al mismo grado de malicia.

"Comete la misma especie de pecado": puesto que quebranta una misma virtud quien deliberadamente admite su quebrantamiento, ya sea en forma cierta, ya en forma prácticamente probable. "Aunque no llegue' al mismo grado de malicia"; puesto que, en general, psicológicamente hablando, se supone mayor malicia en el que a sabiendas va contra alguna virtud que en el que sólo advierte la posibilidad o el peligro de quebrantarla, teniendo la esperanza de que su acto se encuentre objetivamente conforme con la virtud.

El grado de certidumbre y seguridad que se requiere será mayor o menor, según sea mayor o menor la importancia de la acción y de sus consecuencias. Todos los actos morales exigen el hábito de un diligente examen previo, para adquirir así la mayor certeza y seguridad práctica posible de la bondad objetiva del acto. Mas sería ir contra la debilidad y contingencia humana y contra la misma prudencia exigirlo aun para las menores acciones o respecto de las más mínimas determinaciones. Tal exigencia impediría la alegre prontitud en obedecer, y acaso el cumplimiento de deberes de mayor monta. "Uno de los rasgos característicos del hombre morigerado es el contentarse con aquel grado de certeza asequible en cada materia".

Con frecuencia no es posible ni se requiere la certidumbre teórica para cada caso práctico, o sea la exclusión de toda duda especulativa; mas siempre es posible y se requiere la seguridad o certeza práctica de la licitud del acto concreto. Y ésta es precisamente la cuestión que tratan de resolver los llamados "sistemas morales", o sea el modo como puede pasar el hombre del estado de duda especulativa acerca de la conformidad objetiva de sus actos con la ley, al de seguridad subjetiva de su licitud. La reflexión científica del moralista intenta proporcionar al hombre que se encuentra en ese estado de duda especulativa las "reglas de la prudencia", o sea los "principios reflejos", mediante los cuales pueda formarse hic et nunc su juicio práctico sobre la licitud de su proceder.

c) La zona de la incertidumbre donde se ha de correr un riesgo

1) Una parte de los principios morales puede quedar incierta. Aun supuesta la revelación sobrenatural, quedan parcialmente oscuros y problemáticos ciertos principios derivados o subordinados. Es cierto que los principios básicos de la moral gozan de la certitud de la fe, o por lo menos quedan claramente iluminados por los resplandores de la misma vida cristiana. El fiel discípulo de Cristo, del "único Maestro" (cf. Ioh 6, 45), el cristiano que vive en la "casa del Padre", en la "iglesia de Dios, columna y base de la verdad" (1 Tim 3, 15), no puede sumirse en la "incertidumbre total", propia de los incrédulos.

La moderna filosofía existencialista, base de la "ética de situación" incrédula, nos habla de la inseguridad, del abandono y de los riesgos a que está abocado el ser humano. Indudablemente ése ha de ser el sentimiento de quien ha abandonado el "reino de la verdad" y no quiere confiar sino en sí mismo. Desde ese punto de vista, la tesis existencialista expresa una verdad incuestionable. El existencialismo cristiano y su ética de situación suenan de muy diversa manera, pues se apoyan sobre la seguridad y garantía de la fe y sobre el conocimiento de los tenebrosos abismos del pecado, desconocido para quienes están fuera del cristianismo.

2) La aplicación de los principios a los problemas concretos de cada época no es siempre fácil ni está libre de incertidumbres. Los enormes progresos de la técnica, de la economía y de la medicina plantean al moralista difíciles problemas, como son los de la guerra moderna, de la rehabilitación de las masas trabajadoras, de la cogestión, de la participación en la propiedad y en las ganancias, del psicoanálisis, de la psicocirugía, etc. La teología no puede hacer otra cosa que preparar las soluciones y su aplicación a los casos concretos de la situación individual. Tócale al individuo hacer la aplicación, apoyado en la prudencia, y, cuando ello es necesario, en los consejos ajenos.

3) Más laborioso aún parece el llegar a la seguridad cuando concurren a un mismo tiempo dos obligaciones aparentemente contrarias e inconciliables, presentando lo que se ha llamado "colisión de obligaciones". Afirman algunos que la colisión de deberes es sólo aparente, por la sencilla razón de que el mundo de los valores es perfectamente homogéneo y concordante, estando, como está, gobernado por una sola cabeza y por un solo legislador, que no puede contradecirse. Pero esto es confundir colisión objetiva, efectivamente imposible,, con colisión subjetiva, tan real como las oscuridades que la conciencia tiene que disipar. La colisión subjetiva tiene su origen en lo finito del ser creado, y más que nada en el increíble desorden de este mundo pecador, que hace tan difícil en ciertas circunstancias el juzgar cuál sea el valor moral que en tal caso concreto deba realizarse, cuál el mal que haya de evitarse. En estos casos se presenta una colisión de obligaciones y el dictamen de la conciencia constituye una especie de aventura a la que hay que atreverse. Pero ha de ser una aventura "prudente", a la que uno no se lance sino después de comprobar la rectitud de los motivos que lo empujan a la acción, y después de invocar con confianza las luces y las directrices del "Espíritu de verdad".

Pero la teología moral, aunque considera que la dirección del Espíritu Santo es lo principal, no puede limitarse a contar con ella. Por eso establece reglas generales que ayuden a sortear los riesgos con prudencia.

Por ejemplo, cuando concurren simultáneamente la ley natural y una simple ley positiva, prevalece la primera. Así, el que duda seriamente si la asistencia a la misa de precepto le perjudica en la salud corporal, debe velar por su salud y no ir a misa: prevalece el precepto natural de conservar la salud. Pero aquí puede presentarse también la consideración (le un bien de orden más elevado, y es el bien espiritual, q.ue va a entrar en conflicto con la salud corporal. Digamos de una vez que, al no poder atender a ambos bienes, hay que preferir el espiritual y, por consiguiente, debe asistir a misa, aun con riesgo de la salud corporal. ¿ Cuándo se dará este caso? Cuando el dejar habitualmente de asistir a la santa misa pueda degenerar en grave indiferencia religiosa y en peligro para la fe.

4) Otro campo en donde la conciencia puede mostrarse ansiosa de mayor certeza es el de las acciones de libre elección que no caen bajo ninguna ley escrita; acciones de suyo más perfectas, que aquellas que ordena la ley. La prudencia aconseja en tales casos guiarse no sólo por la virtud de la simple obediencia a la ley, sino también por la epiqueya.

5) Cuando se ofrecen diferentes maneras lícitas de obrar, autorizadas por la ley, le toca a la prudencia examinar la "situación" y escoger la más adaptada a las circunstancias y a las propias fuerzas. El hombre de conciencia madura no escogerá simplemente lo que parece más cómodo, sino el partido de más trascendentales consecuencias para el reino de Dios, aunque fuera el más arriesgado, con tal que a ello invite la gracia interior y la situación externa.

6) Preséntase con frecuencia el caso de tener que escoger entre dos procederes, uno de los cuales invita a lo que de suyo es mejor, el otro a lo que parece más conveniente para el interesado, y por lo mismo, mejor para él. La alternativa crea un estado de incertidumbre.

Indudablemente el cristiano tiene que saber que el precepto del Maestro: "sed perfectos", obliga siempre. e incondicionalmente, por lo menos a tender a la perfección. Empero, ello no quiere decir que pueda y deba hacer siempre lo que en sí es más perfecto, sino lo que mejor se adapta al grado de perfección adquirida, al desarrollo de sus fuerzas y al llamamiento actual de la gracia. Sin duda que el que quiere el fin, que aquí es la perfección de la caridad, tiene que querer también su prosecución, y tomar, por lo mismo, los medios conducentes. Pero precisamente los medios son numerosísimos. Por lo mismo es lícito afirmar que no habrá obligación estricta de conciencia de abrazar un determinado medio sino cuando su abandono constituya pecado. Todo lo cual es verdad. Pero si la prudencia me muestra que un determinado medio es evidentemente el más adecuado para mí hic et nunc, para mi propia situación actual; no parece que se pueda, sin ir contra la conciencia, seguir otro camino, pues sería proceder voluntaria y conscientemente con imprudencia: ya que obrar según conciencia y obrar según la prudencia es una misma cosa; lo uno no puede ir sin lo otro".

7) El objetivo perseguido por los "sistemas morales" o "reglas prudenciales" es, esencialmente, sacar la conciencia de la vacilación en que se encuentra cuando duda de que exista una ley que imponga una buena acción determinada, o de que tal acción esté impuesta por una ley existente.

La ley puede ser dudosa: a) por duda de derecho, la cual recae sobre la existencia misma de la ley, sobre su alcance, o sobre su aplicación a tal o cual caso. Por ejemplo: ¿Habrá una ley que obligue a confesar los pecados graves en sí dudosamente cometidos?

b) por duda de hecho: cuando se duda si existe realmente el hecho que condiciona la obligación o la aplicación de la ley. Se duda, por ejemplo, de si se ha cometido un pecado verdaderamente grave, o de si un pecado que realmente era grave, ya ha sido confesado. En tal caso se suscita la duda de si habrá obligación concreta de confesar esa falta. Se duda sobre un hecho, no sobre la ley, pues la ley que obliga a la confesión de todos los pecados graves no es en ninguna manera dudosa.

No es extraño que esta cuestión haya ocupado tanto a los moralistas, pues aquí se trata de la recta inteligencia de cuestiones fundamentales en la moralidad cristiana, cuales son las relaciones entre la ley y la libertad de los hijos de Dios.

d) Justificación del intento de los "sistemas de moral"

Algunos moralistas modernos reprochan a las precedentes generaciones de moralistas el haber perdido el tiempo en esta controversia, cuando hubiera bastado poner como fundamento de la moral el perfecto seguimiento de Jesucristo, con el cual todo queda resuelto. Mas se equivocan. Ahí está precisamente lo que se desea saber: ¿Qué es lo que mejor cuadra con el seguimiento de Cristo: someterse siempre a todas las leyes dudosas, que, con frecuencia, imponen un esfuerzo y una incomodidad desproporcionada, con el consiguiente peligro de descuidar la auténtica vida cristiana; o será, por el contrario, marchar atrevidamente por el camino de la libertad, en busca del bien que uno juzga bueno, dejando a un lado cualquier ley dudosa?

Es, pues, cuestión fundamental, tanto para el estudio del moralista como para la práctica de la vida cristiana, el conciliar la perfecta obediencia a las leyes con el ejercicio y desarrollo normal de la libertad, cuyas iniciativas para el bien no deben quedar presas en una red insoportable cíe leyes dudosas.

Los probabilistas y equiprobabilistas serios se dieron perfecta cuenta de que si las leyes cludosas se consideraban obligatorias, se restringía demasiado el ejercicio ele la libertad y ele la propia iniciativa, con desmedro del vigor ele la vida moral. Después de defender el derecho a la libre decisión al encontrarse ante una ley dudosa, no se cansaban de insistir en que, por un movimiento espontáneo de la propia. libertad, se sometiese el cristiano aun a las prescripciones dudosas siempre que ése pareciese el mejor partido.

Ningún moralista serio ha aprobado el abandono de una ley dudosa por simple comodidad, desordenada e indolente. Todos han exigido claramente un motivo honesto, tanto para cumplir la ley dudosa como para abandonarla. Ese motivo justo podrá ser la conservación misma de la sana libertad de los hijos de Dios, o el preservarse de una inquietud malsana y estéril, y., sobre todo, el aumento del espíritu de responsabilidad personal al servicio del reino de Dios, consagrándose a las obras que impongan las necesidades del momento. Si las acaloradas disputas sobre el sistema moral, esto es, sobre los límites de la opinión verdaderamente probable y sobre el valor de los principios reflejos, o reglas prudenciales, obedecían a circunstancias ambientales, dependían también de motivos superiores. Veamos más en particular aquellas circunstancias y motivos:

1) Esta cuestión del sistema moral pasó a primer plano debido a que, en su moral, predominaba el sistema casuístico, orientado principalmente a formar al confesor en su oficio de juez. Pues bien, el confesor tiene que juzgar conforme a leyes generales. Es, además, el defensor y guardián de la divina ley. Por otra parte, tiene que considerar la personalidad individual de su penitente, y tener muy en cuenta sus limitaciones y sus deberes particulares. De donde resulta que, además de ser cuestión de prudencia, el confesonario presenta el constante problema de cómo respetar los derechos del individuo sin cometer arbitrariedades contra la ley. El sacramento de la misericordia impone una distinción clara entre leyes ciertas e inciertas, toda vez que estas últimas no pueden dar nunca pie a una sentencia condenatoria.

2) Especialmente los rigoristas y tucioristas no distinguían, como era del caso, entre la obligación absoluta del perfecto seguimiento de Cristo y la de cumplir con toda exactitud todas las leyes humanas, aun las estrictamente dudosas.

El postulado fundamental sobrentendido es que no existe bondad moral auténtica y segura, si no es en conformidad con alguna ley. La consecuencia normal debía ser el encuadrar la vida dentro del marco de leyes lo más estrictas y claras que fuese posible. Así, la casuística se arrogó el oficio de determinarle a la conciencia hasta en sus últimos pormenores todas las posibles decisiones morales.

3) Aunque no se negaba la necesidad de obrar siempre por un motivo honesto, no se insistía en ello con bastante firmeza. En la contienda en pro y en contra de la libertad y de la ley, no se veía con la claridad deseable que no se defendía la libertad por la libertad, sino la libertad resuelta a obrar el bien. De este modo, los probabilistas dieron la impresión—sin duda inexacta — de que estaban siempre al acecho para librarse de la ley que obliga a la práctica del bien, con detrimento no sólo de las leyes dudosas, sino también del amor al bien.

4) El "partido de la libertad" se hizo el abanderado contra un sistema que daba demasiada importancia a las leyes positivas, con detrimento de la consideración fundamental de los valores y de la propia iniciativa. Ante el alud de leyes positivas, que en la época del absolutismo no siempre estaban exentas (le arbitrariedad, quisieron estos moralistas abrir el campo a la libertad oprimida y a la responsabilidad amenazada, en todos los puntos en que la obligación de la ley aparecía claramente dudosa.

Por otra parte, no era lícito socavar la autoridad, la ley o la obediencia, cuando se vislumbraba ya el incendio que había de dar al traste con el orden social establecido.

5) Complicáronse los problemas, y la controversia se hizo más acerba, porque no se distinguió siempre con claridad la aplicación de las reglas prudenciales, o principios reflejos, 1.° a la justicia conmutativa, exigible en juicio; 2.° a las leyes humanas positivas; y 3.° a las leyes divinas, positivas o naturales.

En resumidas cuentas se descubre que se aplicaron con poca destreza las reglas esencialmente jurídicas a la virtud moral de justicia, y finalmente aun a nuestras relaciones con la divina ley.

Como fruto de .tantas discusiones puede considerarse establecido el siguiente principio, a saber : que las reglas prudenciales sólo son aplicables cuando se trata de una simple obligación legal. Mas no tienen curso cuando está en juego la causa del reino de Dios, la salvación del alma o la válida aplicación de los sacramentos.

 

B. Prudente osadía de la conciencia con ayuda de reglas
generales de prudencia (principios reflejos)

a) Reglas de prudencia y su aplicación

1) Reglas jurídicas, aplicables en el campo
de la justicia conmutativa

Tanto el derecho romano como los códigos modernos resuelven los litigios en materia de propiedad mediante el principio de "presunción", y sobre todo de "prescripción". Tal principio reza esencialmente como sigue: el actual poseedor de un objeto o de un derecho se presume ser el legítimo poseedor, hasta que se pruebe lo contrario. Es el principio de posesión. Si el derecho del actual poseedor viene a ponerse en duda, la carga de la prueba no le incumbe a él, sino al demandante.

Es un principio razonable, que resulta eficaz y que por lo común corresponde a la verdad objetiva. Casi todos los códigos restringen la prescripción, estableciendo como requisito que el actual poseedor de hecho haya comenzado a poseer de buena fe: bona fide. La realización de dicha condición es también indispensable desde el punto de vista moral, añadiendo que la buena fe ha de perdurar mientras dura la posesión. Esa buena fe consiste en un motivo por lo menos probable de que su posesión es legítima.

Aquel otro principio jurídico de que in dubio melior est conditio possidentis, o sea, que "en caso de duda prevalece el poseedor", siendo justo y razonable, vale también en conciencia, y a él puede uno atenerse. Empero, cuando la duda es realmente seria, cuadra más con la justicia el intentar una transacción.

2) Extensión del principio de presunción en el campo
de las leyes humanas

a) La presunción y la posesión en las dudas de derecho

Toda ley humana meramente positiva limita los derechos en beneficio del bien común: (Nótese, empero, que las leyes que reafirman los deberes naturales en modo alguno deben ser consideradas como restrictivas de la libertad.) La persona es anterior, naturalmente, a la legislación humana positiva; por lo mismo el súbdito queda en posesión de los derechos que le confiere su libertad, mientras no venga la ley a limitarlos. Lo que no quiere decir que el legislador haya de probar siempre a los súbditos la necesidad y la justicia de toda nueva ley; pero de ello responderá ante su propia conciencia.

Por consiguiente, si la ley ha sido promulgada, la presunción está a su favor, hasta prueba de lo contrario. Si la promulgación de la ley o su extensión a tal o cual materia permanece dudosa después de suficiente examen, la presunción está a favor del súbdito, que puede libremente regular su buena acción moral.

No cabe exigir aquí un silogismo estricto, ni una prueba metafísica. Se trata de una regla de prudencia, basada en un profundo conocimiento de la naturaleza humana y en la experiencia de la vida. Y esta experiencia vital es concluyente: con ella la vida del individuo y de la sociedad se dignifica y se hace más tolerable. La posibilidad de abusos salta a la vista de todo hombre prudente. Puede suceder también que un legislador perverso no merezca la presunción para las leyes que dicta, mas en este caso debe constar su indignidad o malicia, y así recaemos en la misma regla de la presunción. Concluyendo: si todas las leyes dudosas hubieran de considerarse con igual valor que las indudables, el peso de la autoridad se haría insoportable y el campo de la libertad individual se reduciría demasiado.

Esta regla de prudencia vale para el derecho canónico. Leges in dubio iuris non urgent, "Las leyes con duda de derecho no obligan" (can. 15). Lo mismo puede afirmarse de leyes cuyo cumplimiento es necesario para la validez legal de un acto.

Pero si el derecho establece el principio de presunción en favor de la libertad, en el can. 23 se expresa el mismo principio en favor de la ley: In dubio revocatio legis praeexistentis non praesumitur, "en la duda de si ha sido revocada una ley, no se ha de presumir la revocación"; por consiguiente, continúa obligando hasta que se presenten pruebas moralmente ciertas—en sentido amplio — de que ha sido revocada o de que ha cesado. Este principio se aplica también cuando se cree tener motivos para dispensarse del cumplimiento de una ley ciertamente promulgada. Así, el sacerdote que duda de si está dispensado de la obligación del rezo del breviario, debe recitarlo. De todos modos puede pedir dispensa.

No negamos que el principio establecido en el can. 23 no se refiere directamente sino a la relación de la nueva legislación eclesiástica con el antiguo derecho. Por consiguiente, si excluimos este caso particular de la legislación eclesiástica, puede sostenerse aun hoy día el principio del simple probabilismo, que niega la obligación de cumplir la ley dudosa, por más que la duda se refiera a la cesación de la ley. Esto lo decimos por lealtad, porque nuestra convicción personal nos coloca decididamente en el campo del equiprobabilismo.

 

b) La presunción y la posesión en las dudas de hecho

Primera regla prudencial: Factum non praesumitur, sed probari debet: Los hechos no se presumen, deben probarse.

Por eso un reo tiene derecho a la sentencia absolutoria mientras no se demuestre el acto culpable de que se le acusa. De este principio se deducen tres conclusiones :

1) Si la duda recae sobre un acto que origina obligación legal, "posee" la libertad.

Quien, por ejemplo, duda de si cometió pecado grave, no está, de suyo, obligado al precepto positivo de la confesión.

2) Si la duda recae sobre un hecho del cual depende la cesación de una ley u obligación, "posee" la ley y continúa la obligación.

Así, por ejemplo, el que duda de si ya recitó una hora canónica, está obligado a recitarla. Con todo, si hay peligro de generar un escrúpulo y ansiedad que obstaculice la tranquilidad y la alegría en la oración, y no se trata sino de una ligera duda, puede considerarse como libre de la obligación. Quien duda de si ya pagó una deuda cierta, debe pagarla, o por lo menos llegar a un arreglo.

3) Si la duda recae sobre la realidad de la colisión de leyes o derechos, prevalece la ley o derecho más importante.

Se duda, por ejemplo, de si el ayuno perjudica gravemente a la salud; en tal caso, el derecho — y la obligación—de conservarla prevalece.

Segunda regla prudencial: In dubio omne factum praesumitur recte factum: La acción ya realizada se presume bien realizada, es decir, con las condiciones de validez.

Si consta, por ejemplo, que se celebró un matrimonio, se presume que es válido ante la ley, hasta que se pruebe lo contrario, es decir, su invalidez. Si consta el delito, se presume la culpabilidad, hasta que se pruebe la inocencia subjetiva, por falta de libertad, por ignorancia...

Tercera regla prudencial: Ex communiter contingentibus, prudens fit praesumptio: Puede presumirse prudentemente que lo que acaece generalmente, acaece también en los casos particulares.

Así, el derecho canónico presume que los niños de 7 años han llegado al uso de razón, y, por lo mismo, los somete a muchas leyes eclesiásticas. Si en un caso particular un niño, llegado a esa edad, carece evidentemente de dicho uso, no estará sometido a esas obligaciones; pero si hay duda, hay que considerarlo obligado.

3) Aplicación de las reglas prudenciales (presunción, posesión) a todo el campo de la moralidad

Siendo así que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en las cuestiones de justicia conmutativa y de la ley humana positiva — ley civil, ley eclesiástica —, no parece que haya inconveniente en aplicarlas también, en forma análoga, a la ley positiva divina, y aun a las leyes esenciales que dimanan del orden de la naturaleza y de la gracia, por cuanto en este campo pueden presentarse dudas parecidas.

La ley y la libertad pueden considerarse como dos litigantes, cada uno de los cuales ansía defender sus derechos. En principio, la libertad "posee" sobre la ley; goza del principio de presunción. No discutimos que la voluntad humana esté bajo la total dependencia de Dios. La libertad humana no tiene sentido, ni finalidad, ni seguridad sino en el acatamiento de la voluntad de Dios. Pero el servicio de Dios está, hasta cierto punto, determinado por leyes; y estas leyes no ligan a priori en todos los puntos; dentro del valladar de la ley divina natural y positiva puede el hombre ejercer un derecho de libre elección. Entre la libertad humana y la voluntad de Dios no puede haber verdadera tirantez, pues esta libertad no puede saciarse sino con el bien, el cual se resume en la voluntad de Dios. Donde sí puede establecerse la tirantez, beneficiosa por otra parte, es entre la libertad humana que quisiera aferrarse a la simple ley general y la que quiere descubrir la voluntad concreta y particular de Dios en cada situación, en cada "kairós" de la gracia.

En todo caso, la "libertad de los hijos de Dios" sólo queda a salvo conformándose amorosamente al divino querer, manifestado ora en la ley general, ora en la riqueza de una concreta hora de gracia.

Los diversos "sistemas morales" pueden caracterizarse sumaria pero típicamente señalando su diversa posición respecto de esa voluntad de Dios, manifestada legal o extralegalmente.

Según el rigorismo, el tuciorismo y, en cierto modo, el antiguo probabiliorismo, la voluntad de Dios se manifiesta de modo tan exclusivo, o al menos tan predominante por las leyes generales y universales, que es preferible en toda circunstancia someterse a la ley, aun a aquella que muy o más probablemente no obliga. Por lo mismo, no hay por qué investigar una pretendida voluntad de Dios en los dones particulares de la gracia, ni en lo que piden las necesidades del momento : todo ello nada vale, si no cae bajo alguna determinación legal.

Según el equiprobabilismo, especialmente representado por san Alfonso de Ligorio, la posición de la libertad frente a la ley puede delinearse más o menos así : la libertad de los hijos de Dios abraza por igual la voluntad de Dios, en cualquier forma que se le ofrezca, ya por la ley, ya fuera de la ley. Consiguientemente, se decide por el partido en que mejor aparezca esa voluntad.

Según el probabilismo — minusprobabilismo.—, aunque la libertad humana esté absolutamente sometida a la voluntad de Dios, goza sobre la ley del beneficio de la presunción. En consecuencia, cuanto sabe a ley deberá considerarse ante todo como un encadenamiento, como una limitación de esa libertad, que en realidad queda mejor a salvo dándose a la práctica del bien no prescrito por ninguna ley.

Por último, el laxismo se mueve generalmente en el campo de una libertad que no está concebida esencialmente según la conformidad con la voluntad de Dios y que no busca en ella su salvaguardia.

Huelga decir que no todos los partidarios de los diferentes sistemas alcanzaron a penetrar los últimos fundamentos y consecuencias que aquéllos entrañaban.

Los diferentes "sistemas morales" admitidos en la Iglesia (equiprobabilismo, probabilismo y probabiliorismo) afirman de consuno que de las reglas prudenciales no se puede beneficiar la libertad cuando, tras la duda de la obligación legal, está interesado algún bien necesario para la salvación.

Así pues, en los casos dudosos, en los que no se trata más que de la rectitud de la conciencia y de la bondad subjetiva (de la honestas agentis), pueden aplicarse las reglas prudenciales.

Se ha de escoger, empero, el partido más seguro cada vez que, ocurriendo una duda, está en juego algún bien independiente de la rectitud de la conciencia, o si se trata de un mal que ha de evitarse a todo trance.

La razón es evidente : la moralidad de las acciones no depende únicamente de la rectitud interior, sino también de los efectos que deben producir en la realidad objetiva y exterior. No dependiendo siempre esos efectos de la sincera persuasión del agente, síguese que, en muchos casos, habrá que acogerse a la opinión que más seguramente lleve a su consecución, abandonando la sentencia simplemente probable; por lo mismo habrá que seguir la opinio tutior, no certior.

Tres son los casos más notables en que así se ha de obrar:

1.° cuando está en juego la validez de los sacramentos; 2.° cuando se trata de la propia salvación, y
3.° cuando de. seguirse una opinión meramente probable, podría causarse algún perjuicio temporal o espiritual al prójimo, presuponiendo que haya obligación de evitarlo.

a) La válida administración de los sacramentos

Se ha de perseguir la absoluta certeza de lar validez, especialmente en la administración del sacramento del bautismo y del orden, sin que esto signifique excluir los demás, dadas las desastrosas consecuencias que su invalidez produciría. Ahora bien, la validez de los sacramentos no depende de la buena conciencia y persuasión subjetiva, sino del empleo de la materia, forma e intención exigidas por Cristo. No es lícito, por tanto, emplear una materia, forma o intención dudosa (con duda razonable) que pusiera en peligro la validez, que debe conseguirse absolutamente; siempre suponiendo que, en las circunstancias del caso, hay posibilidad de administrar el sacramento con validez segura. Sin embargo, en caso de necesidad, en que urgiera la administración de algún sacramento y no se pudiera obtener materia absolutamente segura, puede emplearse forma o materia dudosamente válida. Es un mal menor exponerse al peligro de invalidez, antes que privar a alguien de un sacramento que necesita : "Los sacramentos son para los hombres" ; "en casos extremos, remedios extremos" : Sacramenta propter homines; in extremis extrema tentanda sunt.

Así, por ejemplo, ha de administrarse la extremaunción a un moribundo aunque sea con óleo dudosamente válido, si no se puede conseguir a tiempo uno que ciertamente lo sea. Supuestas las otras condiciones, se ha de administrar la extremaunción a algún moribundo del que se duda si está vivo o ya murió. Siempre, desde luego, "según la intención de la Iglesia", secundum intentionein Ecclesiae, que no pretende administrar los sacramentos a los inhábiles; o bien bajo esta condición: si es capax, "si estás en capacidad de recibirlo".

En los casos en que la Iglesia puede y quiere reparar los defectos—v.gr., cuando la jurisdicción para absolver es dudosa —, de hecho no queda expuesta la validez, y, por lo mismo, no hay obligación de seguir el "partido más seguro", pues aunque haya duda especulativa, la supleción por la Iglesia es segura. Ni se ha de imponer "el partido absolutamente más seguro" a las disposiciones requeridas del que recibe el sacramento, aunque haya de disponerse del mejor modo posible; ni a todas las obligaciones meramente positivas que no miran a la validez como tal; v.gr., la obligación de confesar todos los pecados graves se ha de aplicar según las reglas de la prudencia.

Ejemplo: un confesor ha aconsejado a una persona demasiado timorata que en lo porvenir no se acuse de los pecados dudosamente graves. He aquí que se le presenta una duda seria acerca de un pecado: si se amolda al consejo, no por indiferencia, sino por obedecer y vencer la angustia, no habrá daño para su alma, aun cuando ante Dios ese pecado fuera mortal. Si por lo demás está bien dispuesta, recibe el sacramento de un modo válido, lícito y fructuoso. Ha obrado como debía.

b) Peligro para la salvación

Nadie puede contentarse con la aplicación de una simple regla prudencial en la gran cuestión de si está o no en el verdadero camino que conduce a la salvación, sino que debe hacer todo lo humanamente posible para vivir y morir en gracia. Quien no ha llegado aún a una fe firme, no puede dispensarse con una simple regla de verosimilitud de empeñar todas sus facultades en la búsqueda de la verdad y del camino de salvación.

Nadie puede exponerse, sin necesidad urgente, a una ocasión que le cree grave peligro de pecar con la simple probabilidad de que acaso no caiga.

Hay opiniones, por ejemplo, en lo concerniente al sexto mandamiento, que especulativamente son más o menos probables, pero que, puestas en práctica, ocasionarían a la mayoría de.los hombres próximo peligro de pecado grave. No es, pues, lícito conformar su conducta a esas opiniones, acaso probables en teoría, pero que la práctica de la vida muestra ser sumamente peligrosas.

c) Grave daño para el prójimo o para la comunidad

1) Hay que hacer lo posible para evitar todo escándalo. Indudablemente no es necesario sujetarse a graves renuncias y dificultades, a trueque de evitar el más mínimo peligro de escandalizar. Pero no faltan ocasiones en que será preciso sujetarse a la observancia de alguna ley que probable o aún seguramente no obliga, y ello sólo para evitar el escándalo. Así decía san Pablo: " Si el comer — de carnes — escandaliza a mi hermano, nunca la comeré, para no escandalizarlo" (1 Cor 8, 13 ; cf. Rom 14).

2) Cuando está en peligro la vida del prójimo, hay que tomar el partido más seguro.

Por lo mismo, los médicos han de emplear, en lo posible, las medicinas más seguras. No le es lícito al médico ensayar en seres humanos métodos o medicamentos cuyo efecto probable es incierto y puede ser la muerte o cualquier otro grave perjuicio; a no ser que, conforme a todos los cálculos, el paciente esté completamente desahuciado.

No es lícito mover una guerra basándose en un derecho meramente probable, pues sus consecuencias son de las más desastrosas.

3) No puede el juez de una causa civil pronunciar sentencia a favor de una de las partes, apoyándose en una simple probabilidad, ni mucho menos en la menor probabilidad, exponiéndose así a causar un injusto perjuicio a la otra parte. Su sentencia ha de inclinarse a favor de la parte en pro de la cual militan razones manifiestamente más convincentes. Si queda duda estricta, ha de buscar un acomodamiento, conforme a las probabilidades relativas. No entra en la cuenta el poseedor de buena fe, el cual tiene para sí la presunción.

b) Grado de probabilidad a que debe llegar una opinión
para que puedan aplicársele las reglas prudenciales

11 ¿Qué es opinión probable?

Hasta aquí hemos delimitado el uso de los principios prudenciales habido respecto del objetivo; ha de delimitarse también habida cuenta del grado de la probabilidad de las opiniones.

No basta cualquier mínima probabilidad para poder defender la presunción" o la "posesión". Inocencio xi condenó la sentencia del laxismo que afirma que para obrar prudentemente basta cualquier probabilidad, por tenue que sea (tenuis probabilitas).

Pero mucho menos puede prohibirse el seguir una opinión verdaderamente probable que sea favorable a la libertad, por el solo hecho de que se presente una simple y tenue probabilidad, a ella contraria. Alejandro VIII condenó la siguiente sentencia rigorista: Non licet sequi opinionem (probabilem) vel inter probabiles probabilissirnam. "No es lícito seguir la opinión probable, o, entre las probables, la más probable" (Dz 1293).

El probabiliorismo enseña que, en el concurso de opiniones, siendo una de ellas más probable en favor de la ley, sea cual fuere esta mayor probabilidad, se hace ilícito el uso de la opinión probable en favor de la libertad.

El probabilismo común enseña que para poder seguir los principios reflejos es suficiente cualquier probabilidad verdadera ("el que obra con probabilidad obra con prudencia"), aunque dicha opinión sea notablemente menos probable que la opuesta; de ahí el nombre de "probabilismo").

El equiprobabilislno (san Alfonso) enseña que los principios reflejos de prudencia no pueden aplicarse sino cuando las opiniones opuestas presenten una probabilidad que se equilibra en cierto modo (aeque vel fere aeque probabiles). Cuando una opinión tiene para sí razones ciertamente de mayor peso, su preponderancia es siempre perceptible por todos.

Por el contrario, cuando la diferencia es insignificante no puede ser afirmada con seguridad. Por tanto, cuando no es manifiesta la preponderancia de la probabilidad, tampoco se podrá decir que la opinión sea longe probabilior o ciertamente más probable.

De donde resulta que, según san Alfonso, el campo propio para la aplicación de los principios prudenciales es el de las diversas opiniones que gozan de igual, o casi igual probabilidad. El principio básico es el siguiente : desde el momento en que no se trata de aquellos puntos en que es preciso seguir el partido más seguro (validez en la administración de los sacramentos, salvación del alma, evitación obligatoria de algún perjuicio para el prójimo), le basta a la acción prudente seguir el camino hacia el cual se inclina la preponderancia de los motivos, ya sea en favor de la ley, ya en el de la libertad; en tal coyuntura ni tienen por qué intervenir los principios prudenciales. Obrar de diferente manera es imprudente y delata poco amor a la verdad. "Cuando la opinión en pro de la ley parece cierta e indudablemente más probable... es moralmente cierta, o casi moralmente cierta, o por lo menos no puede ya decirse estrictamente que sea dudosa... De donde resulta que la opinión menos segura... se hace tenue o dudosamente probable respecto de la más segura: el querer abrazarla no es prudencia sino imprudencia". "Para obrar lícitamente, en los casos dudosos hemos de buscar y seguir la verdad; mas cuando no podemos ver claramente la verdad, estamos obligados a abrazar al menos aquella opinión que más se le acerque, y tal es la opinión más probable".

Con las siguientes palabras san Alfonso ilumina singularmente los aspectos fundamentales de la cuestión que nos ocupa :

Lo que más nos debe importar es la verdad, y no el tomar partido o por la ley o por la libertad.

En las cosas morales podemos y debemos contentarnos muchas veces con un conocimiento relativo de la verdad.

Hemos de procurar, en cuanto ello es posible, llegar directamente al conocimiento de la verdad, o sea resolver directamente la duda, antes de recurrir a los principios reflejos o prudenciales. Éstos deben también ayudarnos a acercarnos lo más posible a la verdad.

Recapitulando, podernos formular las siguientes proposiciones:

1. Hay campos en los que no es lícito seguir una opinión probable, ni más probable; preciso es adoptar la más segura, aunque aparezca menos probable comparada con la que eximiría de la ley. Estos casos se refieren a la validez de los sacramentos, a la salvación eterna, al daño injustificado del prójimo.

2. En todos los demás casos basta la certidumbre moral tomada en sentido amplísimo. Esa certidumbre la proporciona la sola opinión probable en la duda negativa, la probabilísima y la ciertamente más probable.

3. Concurriendo varias opiniones igual o casi igualmente probables, no queda más camino, para llegar al juicio prácticamente cierto y seguro, que el de los principios reflejos prudenciales.

4. Mas antes de recurrir a los principios prudenciales indirectos se ha de investigar directamente la verdad, con la diligencia que exija la gravedad del asunto, aún recurriendo al parecer y consejo ajenos.

5. Si una opinión parece ciertamente menos probable, comparada con la más probable, no podrá ya considerarse como verdaderamente probable. Y puesto que se trata de la relativa probabilidad de una opinión frente a otra, la que es evidentemente menos probable no puede invocar a su favor las reglas prudenciales. (Esta regla va contra el minusprobabilismo propiamente dicho.)

6. Según los mismos principios del equiprobabilismo, no es lícito, en el tribunal de la penitencia, condenar a alguien (negándole la absolución) que sigue una opinión juzgada verdadera y prácticamente probable por moralistas doctos y prudentes, aun cuando el confesor esté persuadido de la falsedad de esa sentencia. Si el confesor cree que la sentencia seguida por el penitente le es perjudicial, debe advertírselo prudentemente, mas no negarle la absolución.

Puede darse el caso de que una sentencia defendida antes por los moralistas haya perdido su probabilidad; en tal caso no sería lícito seguirla. Ni podrá el confesor recomendar una opinión que a sus ojos es falsa o por lo menos carece de verdadera probabilidad.

2) Principios para juzgar la probabilidad de una opinión

1. Quien posea suficiente ciencia y prudencia debe, en lo posible, esforzarse por juzgar la probabilidad en conformidad con las razones internas.

La probabilidad de una opinión no la forma el número de autores que la sostienen, sino las razones que éstos aducen. San ALFONSO hacía mucho caso de las autoridades, mas siguió siempre por esta sentencia : "Los autores tienen sólo la autoridad que sus razones les confieren." Es doctrina universal que poco peso tiene la autoridad extrínseca cuando en contra suya milita una razón intrínseca que parece cierta y convincente. Por otra parte, aunque deba atenderse principalmente a la fuerza de las razones intrínsecas, la autoridad crea una presunción en favor de la razón intrínseca; sería, pues, imprudente e injustificado rechazar las opiniones de los autores antes de haber sopesado sus razones.

2. Quien no posee la ciencia o el tiempo necesario para formarse un juicio, debe consultar autores serios. Al cristiano ordinario le basta generalmente el juicio de un sacerdote serio y prudente, no teniendo dudas justificadas sobre la validez de su consejo.

3. Los autores no han de contarse, sino pesarse : Non nulnerandi sed ponderandi. A veces vale más la autoridad de un solo doctor de la Iglesia (v.gr., san Alfonso, santo Tomás) que la opinión de un gran número de autores de menor cuantía, si se presenta sin pruebas. Más peso tiene de por sí la opinión de quien estudió ex profeso y detenidamente una cuestión, que la de muchos autores que sólo la exponen de pasada.

La opinión propuesta por algún autor "novel y moderno" no pasa a ser sentencia probable por el solo hecho de que no consta que haya sido tachada de improbable por la Sede Apostólica 71. No es recomendable, por tanto, la conducta del que se contenta con que sus opiniones las defienda cualquier autor desconocido y acaso más benigno de lo que fuera de desear.

4. La sentencia de un autor no puede aplicarse a casos del todo diferentes; los casos han de ser semejantes. Por consiguiente, no pueden aplicarse mecánicamente a nuestro tiempo las opiniones de autores antiguos.

5. La autoridad de san Alfonso es ciertamente de mucho más peso que la de otros moralistas de los últimos siglos. Y ha sido declarado doctor de la Iglesia principalmente por su valor como moralista. Ante la Santa Sede son dignas de la mayor alabanza sus enseñanzas particulares, pero especialmente su "Sistema moral" que a través de la maraña de las opiniones laxas o rígidas de los moralistas "trazó el camino seguro" (tutam viant). El equiprobahilismo, enseñado en sustancia ya antes de san Alfonso por muchos otros doctores y sostenido por no pocos después de él, procede con un sano equilibrio entre el laxismo y el rigorismo, conforme a esta bella sentencia de san Alfonso : "Es un crimen hacer más holgada de lo que conviene la observancia de la Ley divina; pero es igualmente malo hacerles a los demás el divino yugo más pesado de lo necesario. La demasiada severidad cierra el camino de la salvación".

Y coronando los elogios de los sumos pontífices a la doctrina moral de san Alfonso, escribió Su Santidad Pío xii, al proclamarlo celestial patrono de todos los confesores y moralistas: "No es un misterio para nadie el modo admirable con que san Alfonso sobresalió en la doctrina y la prudencia... Eximia fue la doctrina moral y pastoral que, de palabra y por escrito, entregó a los confesores para su formación y dirección..." (Decreto del 26 de abril de 1950.)

Estos elogios no encierran la condenación de un moderado Probabilismo o Probabiliorismo, que cuentan con notables defensores. En la práctica, las diferencias no son hoy importantes.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 184-233