Sección segunda

LA SEDE DE LA MORALIDAD

 

En el vasto recorrido de nuestra primera sección delineamos los rasgos generales que condicionan la decisión moral y el lento crecimiento de la persona llamada al seguimiento de Cristo. La responsabilidad moral alcanza al hombre en su totalidad, esto es, en su alma y en su cuerpo; su aspecto social le pone en contacto con la comunidad, en la que hunde sus raíces, y en la que alcanza su perfeccionamiento, se orienta hacia las cimas de la historia y hacia las grandes postrimerías, y, en fin. mediante el culto, sube hasta el trono del Altísimo.

La fuente inmediata de la que brota la decisión moral es el libre albedrío, que sólo puede entenderse como voluntad moral-mente libre en su vinculación con el conocimiento de los valores, con el sentimiento y con la conciencia.

 

1. LA LIBERTAD HUMANA, RAÍZ DE LA MORALIDAD

1. Esencia de la libertad

Descubre el hombre la esencia de la libertad al sentirse solicitado por el bien moral, o a veces también cuando, azuzado por el mal, siente que es capaz de resistirlo. La libertad está no en la "necesidad" física de hacer el bien, sino en el "deber" moral de practicarlo. Ni está en "dejarse arrastrar" violentamente por el mal, sino en "sentirse tentado por él". Sólo hay libertad cuando la persona puede tomar una actitud de aceptación o de repulsa respecto al llamamiento del bien o del mal.

En su esencia, la libertad es la facultad de obrar el bien; el poder obrar el mal no es de su esencia. Sólo hay libertad donde hay fuerza para vencer el mal. La indiferencia para el bien o el mal no procede de la libertad como tal, sino de la libertad humana, que es limitada. Mas la fuerza para el bien procede de la semejanza con Dios, de la participación de su libertad.

Cuando la gracia eficaz preserva al hombre del pecado con infalible seguridad, nada pierde su libertad, y adquiere, por el contrario, un alcance que de por sí, durante la prueba, está fuera de su esencia finita.

a) Libertad y semejanza del hombre, con Dios

1) Dios, como creador del Universo, es su Señor; en forma análoga, el hombre, como imagen y semejanza de Dios, es dueño de la tierra; "Y creó Dios al hombre a su imagen... Y los bendijo, y les dijo : poblad la tierra y sometedla. Dominad..." (Gén 1, 27 ss). Dios es Señor y creador del mundo. Mas ni la creación, ni el gobierno del mundo lo absorben. Él celebra siempre su eterno descanso sabático, su felicidad absoluta, sin el mundo. Tampoco la libertad humana se limita al dominio del mundo. Por el contrario, sólo queda a salvo si el hombre no se entrega exclusivamente a su tarea de dominar el mundo, si de vez en cuando con renovado interés levanta los ojos para contemplar la gloria y el descanso sabático de Dios.

2) La libertad de Dios es un absoluto dominio de sí mismo, lo que significa que su libertad no está determinada por nada sino por sí mismo. Análoga y semejantemente vale esto también para el hombre, cuando obra libremente; no toma ninguna determinación que no venga de sí mismo. No procede entonces su decisión de la coacción exterior, sino de lo más profundo de su libertad. Así como Dios mantiene y gobierna el mundo desde su interior, así también está el libre albedrío sobre los movimientos de las pasiones (hay mera analogía, pues no hay completa independencia) y las domina con el concurso íntimo del mecanismo psíquico y de las fuerzas instintivas.

Así corno Dios es causa primera de todo, así también el hombre, en forma análoga y limitada, en cada acto libre es, en algún modo, causa primera, primer motor. Ipse sibi causa est ut aliquando frumentum, aliquando quidem palea fiat. "El hombre se hace ora trigo, ora paja: la causa la encuentra en sí mismo" (SAN IRENEO, Adversus haereses 4, 4; PG 7, 983).

En los actos de la libertad se encuentra siempre un principio creador. Es de la esencia de la libertad que el acto libre no esté predeterminado en su causa, sino que él sea la primera determinación de lo indeterminado (aunque en diversos grados), y así sea realmente un comienzo. Y es comienzo creador en la medida en que la voluntad lo produce de nuevo o por primera vez. Esto no quiere decir que obre ciegamente y sin razón; como las obras de Dios están presididas por sus ideas, así también las iniciativas y decisiones creadoras de la libertad están determinadas por ideas directrices, por motivos.

b) La libertad humana, participación de la divina

Gracias a la libertad, puede el hombre decidirse ante el llamamiento de Dios, pero sólo en cuanto la libertad humana es una participación de la libertad divina. El acto libre es causa de sí mismo — causa sui — presupuesta siempre, claro está, la dependencia de Dios, causa primera. Y aun cuando el hombre es, absolutamente hablando, causa primera del pecado, esto es posible sólo gracias a la actuación de la libertad por parte de la causalidad primera de Dios, en orden al bien. La repulsa culpable, a que da lugar la libertad, es el grado ínfimo en la participación de la libertad de Dios, y aun, propiamente hablando, una disminución de la misma libertad.

La más alta participación en la libertad divina está en obrar completamente bajo el influjo de la gracia.

La libertad humana es incomprensible sobre todo para la ciencia que razona únicamente con los postulados de la causalidad natural. La libertad humana es un misterio que descansa sobre otro misterio aún más profundo: el de la libertad divina. Lo más oscuro del misterio de la libertad humana reside en que, por una parte, es participación de la libertad divina, y en que por otra, gracias a esta libertad, otorgada por Dios y por Dios tan respetada, puede el hombre decirle "no" al mismo Dios. La más sublime manifestación de esta libertad numana está en someterse al impulso de la gracia, en decidirse por Cristo, en vivir en Él y con Él en amorosa obediencia. La escalofriante grandeza de esta libertad se manifiesta también, pero de un modo pavoroso, en la tremenda posibilidad que tiene el hombre libre de decidirse contra Cristo, de menospreciar el Espíritu de Dios, en el mismo instante que nos otorga la libertad con tan amorosa munificencia.

2. Los grados de la libertad

El ámbito de la libertad, su alcance real, es de muy variada profundidad y extensión. La libertad humana queda profundamente coartada por la herencia biológica y psíquica, y por el ambiente, que impone al hombre sus motivos y deberes. También queda limitada muchas veces por las decisiones precedentes.

El poder de la libertad le es dado al hombre sólo en germen: debe crecer con él. Y este crecimiento sigue el camino que recorre la persona hasta hacerse personalidad. Aumenta la libertad cada vez que se va hasta el límite de las energías de la voluntad en la realización del bien. La libertad es el poder que tiene el hombre de superarse a sí mismo en cada acto — a veces sólo un paso — adquiriendo así la libertad nuevas posibilidades. La libertad que permanece ociosa — en virtud de repetidas omisiones y negligencias —, o que no va hasta el límite de sus posibilidades, se atrofia. Y cuando el hombre se complace exclusivamente en negarse a sí mismo con el pecado, la libertad se va reduciendo más y más a la impotencia para el bien, a la impotencia para la verdadera libertad. A este respecto no debe alucinarnos la fuerza instintiva de quien se muestra ardoroso en obrar el mal. Evidentemente la libertad debe dominar la fuerza del instinto, para no reducirse a la impotencia. Mas la fuerza propia de la libertad está en ir señalando el objetivo a las pasiones, y su mayor impotencia consiste en quedar sometida al empuje de éstas.

Tan grande es la fuerza de la voluntad — de la libre voluntad —, que puede llegar a enderezar hacia el bien los ímpetus de las pasiones, que, de suyo, se muestran más impetuosas cuando van en pos del mal.

A la inversa, el espíritu puede esclavizarse de tal manera de las pasiones, que provoque la pérdida de la libertad ; pero tal esclavitud será siempre libre y responsable, toda vez que ha llegado a ella por decisiones torcidas tomadas cuando aún estaba en su mano escoger el camino del bien. Pero aun cuando el hombre haya perdido así su libertad, Dios no lo abandona completamente mientras goza de inteligencia y voluntad normales : al hombre peregrino le da siempre la fuerza para dar el primer paso de su conversión al bien. Quien rehusa hacerlo añade por lo mismo en su pasivo una nueva culpabilidad.

Puede crecer la libertad hasta un grado tal que el hombre se deje conducir plena y totalmente por el Espíritu de Dios. "El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, está la libertad" (2 Cor 3, 17).

El mayor grado a que puede llegar la libertad, es el de la libertad de los hijos de Dios, la que libera de la impotencia del pecado y de la esclavitud de Satanás, la que somete libremente a la ley y yugo de Cristo, la que libera del egoísmo y aun de la ley considerada como puro medio de alcanzar la propia justicia, y que, en cambio, entrega al servicio del reino de Dios, la que libera de considerar la ley general como grado último y supremo de moralidad, la que lleva al hombre, libre de la presión de la ley, a buscar en cada situación lo mejor, obedeciendo al espíritu de responsabilidad, la que libra de toda resistencia a la moción del Espíritu Santo y conduce así a la más alta independencia, pero manteniendo bajo la obediencia y servicio de Dios.

Ya lo vemos : la libertad es un don y un deber; es un botón que para llegar a flor y fruto maduro requiere el concurso de una virtud perfecta, porque es capullo que puede marchitarse miserablemente. La libertad hace al hombre responsable de sus actos; es un don que se le ha dado y que por lo mismo compromete su responsabilidad.

3. La libertad y la ley. La libertad y la motivación

La libertad de Dios no tiene más ley ni límite que su esencia; pero es libertad que nada tiene de arbitrariedad o capricho. Su ley inviolable es la esencia santa de Dios. Si alguna ley se puede señalar a la voluntad libérrima de Dios, es la ley inquebrantable del divino amor.

De modo semejante la voluntad humana, cuando de veras obra libremente, no puede estar sometida a presión exterior alguna, su moción procede de adentro, del amor al bien, conforme a aquella ley de la libertad y de la santidad divina (ley eterna), grabada en la propia naturaleza humana (ley natural). Indudablemente hay distancia infinita entre el libre obrar de Dios y el del hombre: Dios obra indefectiblemente según la ley de su santidad, el hombre peregrino está siempre expuesto a salirse del radio de la ley eterna de Dios, y con ello a perder la integridad de su libertad. Sin embargo, continúa libre después de salirse del muro protector de la libertad, constituido por la ley, para entrar en el campo abierto de la libre esclavitud. La ley es para la libertad una advertencia y una defensa, un don y un deber. Cuanto más se desarrolla en el corazón del cristiano la libertad de los hijos (le Dios, mejor ve que la ley es el sendero que lleva al regio palacio del amor, porque es expresión del amor divino.

La libertad creadora de Dios actúa conforme'a los arquetipos de sus eternas ideas. Asimismo crece la libertad humana cuanto más claros y precisos son sus motivos rectores. Y así como Dios no obra al exterior sino conforme a sus arquetipos, tampoco puede el hombre ejercer su libertad sin motivos. Así como Dios, al crear, escogió libremente del tesoro de sus eternas ideas las que había de realizar, análoga y semejantemente puede el hombre, en cierto modo, escoger entre diversos motivos. Puede elegir también o los motivos buenos y elevados, o el atractivo del oscuro instinto, o el de lo agradable o de lo útil, que vienen a deslustrar la fuerza luminosa de los motivos basados en la rectitud moral y en el beneplácito de Dios.

La cuestión fundamental de la libertad no está en determinar si el acto externo procede libremente de una decisión interna (actos elicitus), sino si esta misma decisión interna viene determinada por algo que no sea la libre voluntad. El punto decisivo es el siguiente : ¿queda la libertad reducida a una sola decisión por motivos que la constriñen, o en su elección permanece aún libre de escoger entre los motivos, aunque nunca proceda del todo sin motivos ? Es la voluntad la que dicta la última decisión no determinada por otra cosa, sino determinándose libremente a sí misma, ora se deje arrastrar en su elección por la sublimidad del bien, ora por el falso brillo del egoísmo o del orgullo.

Por el hecho de decidirse el hombre de un modo definitivo en la elección del último fin, quedan libremente aceptados los motivos de cada acción particular que a él se orientan, pues caen en el ámbito de aquella primera elección. Conviene, sin embargo, tener en cuenta en cada caso las leyes de la psicología.

A veces se produce un fenómeno de violencia psicológica, que anula la libertad, cuando se presenta al espíritu un motivo con tal fuerza arrolladora, que no es posible desplazarlo mediante otro motivo. Pero no ocurre lo mismo cuando el hombre se entrega con entera libertad al atractivo de un motivo noble y elevado. Crece tanto más la libertad cuanto es más íntima y profunda la atracción que ejerce el motivo.

Así pues, en definitiva, la. libertad consiste en la libre determinación de los motivos.

4. La educación de la libertad

Por lo dicho se entiende que si la formación de la obediencia se apoya sólo en imperativos incomprensibles y no motivados, destruye la voluntad libre, o a lo sumo la doma, pero no la educa. Si la libertad depende en buena parte del ejercicio (pero ejercicio de verdadera libertad), depende más todavía del cultivo amoroso y razonado de los motivos del bien obrar. De paso podemos hacer notar aquí que en esto se funda la gran importancia de la meditación para el progreso de la vida espiritual.

La educación en la obediencia debe, pues, desarrollar la libertad interior; por eso debe basarse más en motivos que en imperativos o simples mandatos. Aun cuando al principio de la educación moral no sea posible proporcionar un conocimiento razonado de la esencia del bien, desde entonces, sin embargo, debe brillar la fuerza iluminadora de la bondad moral del que manda ante la inteligencia del educando, y luego, poco a poco, se le ha de llevar al conocimiento de los valores internos de lo mandado.

La auténtica educación en la obediencia es indudablemente educación en la ley — regla estable del bien —; pero es también educación en aquella libertad que cubre un campo mucho más extenso que la ley general y que nace del conocimiento y del amor de lo bueno, o más bien, de lo mejor. Se desarrolla y revela la fuerza de la verdadera libertad mediante la obediencia, cuando ésta va animada por dicho espíritu de libertad. Quiere esto decir que en la ejecución de lo mandado, o de aquello que uno se propone por encima de lo impuesto por la ley, debe hacer reinar la verdadera independencia y autonomía, que es la virtud propia de la libertad de los hijos de Dios.

5. Alcance y límite de la libertad

La libertad humana tiene un radio relativamente restringido. Ya observamos antes que este radio puede ir ensanchándose poco a poco por el propio esfuerzo, pero también puede ir estrechándose por culpa propia. La propia individualidad, la herencia histórica, el nivel moral del ambiente y de las sociedades en que se vive: todo esto condiciona los límites y el alcance de la propia libertad; o en otros términos, la suerte que a cada uno ha correspondido limita la propia libertad. Pero cada uno debe trabajar por superar su propia suerte y ensanchar así los límites de su libertad.

En la práctica, la libertad comprende todo el campo de las diversas intenciones o deseos deliberados.

Es evidente que la libertad actúa, en primer término, en las decisiones singulares de cada momento, en el querer de cada intención actual. Pero, además de este influjo actual de la libertad sobre cada acto moral, se deja sentir en alguna forma el influjo de decisiones precedentes, que podemos llamar predecisiones, y que en lenguaje escolástico se llaman intenciones virtuales. Intención virtual es aquella que sigue influyendo con su virtud y eficacia. Termina cuando es revocada o cuando muere psicológicamente, esto es, cuando deja de influir.

Aun después de la conversión, o sea puesto el acto de retorno a Dios por el que se revocan las falsas decisiones precedentes, éstas pueden continuar influyendo por algún tiempo, gracias a esa disposición fundamental que establecieron en el alma y que se manifiesta en la desestima por la virtud, en la poca inteligencia que de ella se tiene, o en la poca profunda adhesión que le presta la voluntad. Se requiere que la persona emplee a fondo todas sus energías para contrarrestar perfectamente el efecto de todas estas predecisiones defectuosas.

Sucede con frecuencia que las decisiones precedentes no ejercen ningún influjo sobre una serie de actos, o bien porque su virtualidad ha dejado de ser eficaz sin necesidad de revocación propiamente dicha, o bien — y es el caso ordinario — porque en aquel momento carecen de objeto. Mas presentándose ocasión propicia cobrarán nueva virtualidad. Dícese entonces que hubo intención habitual, habida cuenta de aquellos actos sobre los que no ejercía influjo y considerando que permanecía en forma de hábito. Mas, desde el momento en que vuelve a ejercer su acción, pasa a ser intención virtual.

Se habla también de la intención interpretativa. Es aquella que en realidad nunca ha sido objeto de un acto explícito de la voluntad. Mas considerada la actitud y disposición general de la persona, puede darse por presumible, en el caso de que estuviera a su alcance el tomar tina decisión consciente. La intención presumible es real y efectiva en tanto que está contenida en germen en la disposición conjunta, y se exterioriza en las acciones correspondientes.

6. El ámbito de la responsabilidad en las decisiones libres

El hombre es inmediatamente responsable de todo el objeto de sus decisiones libres, tanto si miran a un acto como a una omisión. Muchas veces, en efecto, las consecuencias de una omisión pueden ser tan trascendentales como las de un acto. El hombre es responsable no sólo de lo que intenta directa e inmediatamente con su decisión, sino también de todos los objetivos mediatamente perseguidos, pues caen igualmente bajo su intención. La responsabilidad se extiende aun a aquello que no cae bajo su intención ni como medio ni corno fin, o sea como voluntario in se, o voluntario directo, sino que sólo fue previsto como consecuencia de la decisión, aunque no se haya intentado directamente : es el voluntario in causa, o voluntario indirecto.

Ejemplo: un bebedor sabe que en su embriaguez ordinariamente profiere blasfemias, palabras inmorales, provoca pendencias y riñas. Si ahora, antes de su embriaguez, afirma: lo único que quiero es beber, es, con todo, causa libre y voluntaria de todos los deslices consiguientes, precisamente porque puso libremente la causa de ellos y previó su realización, al menos en forma general.

No hay que olvidar, sin embargo, que deslices iguales, admitidos con propósito directo, deliberado y consciente, son más graves.

El hombre maduro debe conocer perfectamente el alcance y profundidad que tiene su acto moral para el presente y el porvenir de su propia persona y el de la comunidad. Cuando, en posesión de este conocimiento general, realiza una acción buena o mala, acepta el peso y la responsabilidad de aquel profundo efecto, aunque lamente las consecuencias de sus acciones. Indudablemente hay diferencia entre intentar premeditadamente y admitir con repugnancia, aunque a sabiendas, una mala consecuencia.

La responsabilidad de esas consecuencias admitidas con desgana y a pesar suyo es tanto más grave cuanto es más segura la acción (como causa per se o sólo como causa per accidens), y cuanto es más inmediato el efecto (como causa proxima vel inmediata o sólo como causa remota vel mediata). Hay gran diferencia entre una acción que es causa física con efecto necesario y un influjo meramente moral que mueve a otro a un acto libre.

No puede el hombre evitar completamente que sus acciones buenas y aun obligatorias produzcan per accidens o remote más de un efecto malo: males físicos, disgustos o escándalos (actos de doble efecto). Mas ha de fijarse — y en ello va su responsabilidad — en que acaso las malas consecuencias podían evitarse sin omitir sus buenas obras obligatorias. Cuando la acción, por sí misma y en forma inmediata (per se et proxime), es causa de malos efectos no queridos, podrá permitirse, sin embargo, después de ponderar concienzudamente las circunstancias, mas sólo por razones de suma gravedad y trascendencia: cumplimiento de un deber, obtención de un bien superior y necesario.

Nunca, sin embargo, es lícito escoger un medio malo para conseguir un buen resultado — ni quererlo ni aprobarlo en el curso de la ejecución —, si ese medio es de tal naturaleza que considerado en sí mismo resulta intrínsecamente malo. No es lícito obrar el mal para conseguir algún bien .

7. Disminución o perturbación de la libertad

a)
La libertad y la violencia exterior

La violencia puramente exterior y física puede suprimir la libertad para la producción del acto exterior (del "actus imperatus"); mas no la libertad de la decisión interna. Verdad es que el padecer una violencia exterior, sobre todo cuando su empleo va combinado con los medios más refinados de la desmoralización psíquica, constituye una grave prueba y muchas veces una notable disminución de la libertad interior.

Ejemplo: Si una muchacha sufre una violación, puede, gracias a la firmeza de su libre voluntad, conservar el brillo de lá castidad evitando toda palabra o acción que la manche. Lo que se hace exteriormente con ella, no es por parte suya una acción propiamente humana (actus humanus), ella no hace más que sufrirla y, por tanto, no es acción suya voluntaria ni que le sea imputable (actus imputabilis). Lo será, sin embargo, si la resistencia interior no ha sido completa_ y decidida o si ha faltado la resistencia exterior, necesaria y posible según las circunstancias.

b) La libertad y el miedo

El miedo que procede puramente del exterior (metas ab extrinseco) puede disminuir o suprimir la libertad de la voluntad, sólo en la medida en que perturba — parcial o totalmente — el equilibrio interior del alma (como metus ab intrínseco). Hay circunstancias en que la violencia exterior o su amenaza puede desconcertar el interior de una persona hasta tal punto que ésta ya no sea dueña de sus actos internos, ni mucho menos de sus acciones exteriores.

El temor superado por la libre voluntad (metus concomitans) demuestra la fuerza de ésta. El temor que precede a la decisión (metus antecedens) no disminuye, de por sí, ni la libertad ni la responsabilidad. Sin duda puede suceder que un temor grande suprima momentáneamente la libertad y la responsabilidad, pero puede ser también que dicho temor no impida la culpa de la libre voluntad, por cuanto ésta no se opuso al temor que principiaba, cuando el alma aún, no estaba perturbada y podía resistirle.

La psicología moderna distingue entre el temor y la angustia. En el temor se conoce la causa que lo provoca, y entre el temor y su objeto hay proporción; su vencimiento es, por lo mismo, más fácil.

La angustia es la inquietud ciega que acobarda sin saberse con precisión qué es lo que la causa.

El temor se hace angustia cuando uno se abandona completamente a él; entonces crece hasta el punto que deja de haber proporción entre él y su objeto (paroxismo de la angustia).

Peca el que por tenor de una desventaja temporal o de algún castigo quebranta un precepto obligatorio. Ni siquiera el temor de la muerte o del martirio autoriza nunca a realizar algo malo en sí mismo, como, por ejemplo, blasfemar o apostatar de la fe.

Mas cuando el temor llega al paroxismo de la angustia y perturba parcial o totalmente el espíritu y la libertad, la culpa queda disminuida o completamente anulada.

Respecto de una ley positiva, el temor de un gran perjuicio que no esté ya en proporción con la observancia de la ley, exime de ella, pues tales leyes no obligan en tales condiciones.

Lo que aquí decimos del temor vale también respecto de las demás pasiones: tristeza, alegría, ira. En cambio, la pasión dominada por la libertad y puesta al servicio de ésta aumenta la fuerza para obrar libremente.

c) La libertad y la concupiscencia desordenada

La concupiscencia que precede a la decisión de la voluntad (concupiscentia antecedens) puede disminuir la libertad. Empero, el movimiento de la concupiscencia debe despertar a la voluntad para que emplee toda su libertad en dominarla. Cuando la concupiscencia, sobre todo mediante la fantasía, perturba de tal nodo al alma que le suprime completamente el uso de la razón, por el hecho mismo Ie quita también la libertad.

La concupiscencia libremente consentida por la voluntad (concupiscentia consequens) robustece la acción voluntaria y es una fuerza impulsiva.

Como el grado de libertad en el momento de la decisión es lo que determina particularmente la gravedad del pecado, son menos graves los pecados de debilidad, cometidos bajo la presión y atractivo cegador de las pasiones, que los pecados de malicia, a los que consiente la libre voluntad con frío desapasionamiento.

Hay que distinguir, pues, entre decisión libre y decisión voluntaria: cuando el orden está perturbado por la pasión, están en correlación inversa. Además, en la apreciación de los pecados de malicia o de debilidad se ha de tener muy en cuenta la diferencia de motivos, de los que depende en definitiva el mérito o demérito de una acción.

Los movimientos de las pasiones y de la concupiscencia que se adelantan a la decisión de la libre voluntad están exentos de culpa moral. En esto no se debe desconocer que el movimiento de la mala concupiscencia es muchas veces la consecuencia de una culpa precedente, o que su causa hay que buscarla en movimientos libres y voluntarios. Los movimientos que aun no caen bajo el dominio de la razón y de la libre voluntad reciben en la escolástica el nombre de movimientos primo-primi. Los movimientos desordenados imperfectamente advertidos por el espíritu o imperfectamente consentidos por la voluntad — movimientos secundo-primi —, son, a lo sumo, pecados veniales, pues el pecado mortal requiere un acto perfecto de libertad. Sólo cuando los actos de la mala concupiscencia y de las pasiones desordenadas proceden de la voluntad con libre y pleno consentimiento (motus secundi), constituyen pecados graves, siempre que se trate de un grave desorden.

d) La libertad y la ignorancia

Cuando el espíritu no percibe de ningún modo el valor moral de la ley, no puede hablarse de transgresión ni de pecado. Muchas veces, sin embargo, la inadvertencia o ignorancia deben atribuirse a la libre voluntad; y es el caso cuando la conciencia advirtió en alguna forma el deber de prestar mayor atención.

Así, por ejemplo, un médico o un sacerdote que descuida gravemente poner al día su formación profesional no puede excusarse con la ignorancia, si comete algún desacierto.

En términos jurídicos, el descuido gravemente culpable en materia de atención o estudio es la ignorantia crassa o supina. La ignorancia buscada de propósito delibe:ado se llama ignorancia affectata. Esta última, en vez de disminuir la responsabilidad, revela de un modo muy especial la magnitud de la irresponsabilidad.

e) La libertad y la costumbre arraigada

Una buena costumbre — habitus —, que es como un acertado y constante "sí" al bien, aumenta el vigor de la libertad. Una mala costumbre, como expresión que es y consecuencia de numerosas decisiones precedentes, arrastra siempre consigo su peso y malicia, mientras no se anule radicalmente, al menos por una franca reprobación.

Cuando a pesar de decididos "propósitos buenos" en contra prevalece todavía la mala costumbre, sus manifestaciones son menos culpables en razón de la disminución de la libertad.

Ejemplo: mientras el blasfemo habituado no se arrepienta en ninguna forma de la profanación del nombre de Dios y no se esfuerce por vencer su costumbre, todos los pecados aislados de blasfemias forman un conjunto que, como un torrente, fluye de su libertad como de su fuente. La voluntad de no luchar contra ese defecto es una decisión libre y perseverante, que imprime un carácter de particular malicia a cada acto de blasfemia. Mas si se arrepiente de su defecto y se decide a luchar contra él, las palabras de blasfemia que, a pesar de su buen propósito, se le puedan escapar, no correrán ya propiamente por el cauce de la libertad, a lo menos si su arrepentimiento y buena voluntad de vencer la costumbre fueron sinceros. Gracias al arrepentimiento, estas palabras blasfemas que aún se le escapan, están separadas de esa raíz que era la libre culpabilidad, y no entrañan ya pecado, sino en cuanto cada una se profiere actualmente con advertencia y voluntad, por efecto (le una indolencia punible en este combate todavía necesario.

f) Perturbación de la libertad por el hipnotismo y los narcóticos

Quien se somete a la hipnosis renuncia a sabiendas al uso de la libertad, durante el tiempo que dura el estado de dependencia. Y puesto que la causa de este estado que priva más o menos de la libertad fue puesta libremente, las acciones durante él realizadas entrañan responsabilidad moral. No conviene a la dignidad de una persona ponerse bajo el influjo de un hipnotizador del que pueda temerse un abuso en materia de moralidad.

El uso frecuente de narcóticos degenera fácilmente en toxicomanía. El enfermo pierde más o menos su libertad, primero directamente respecto al empleo siempre repetido de la droga. Mas la pérdida relativa de libertad en este aspecto anuncia su pérdida en todos los demás. Cuando el enfermo que aún conserva su lucidez y su libertad, rehusa abandonar esta costumbre o someterse a un tratamiento tal vez necesario, se hace nuevamente culpable de la disminución de las fuerzas de su libertad. Esta disminución no puede menos de tener desastrosas consecuencias para la vida moral: los efectos serán culpables si se previeron en alguna forma.

g) La libertad y la sugestión, especialmente de masas

Constituye un deber grave el oponerse a las fuerzas de sugestión del mal, ya por una lucha activa y desenmascarándolo públicamente, ya por lo menos huyendo de su influencia.

Existen caracteres con un poder de sugestión tan fuerte, que para resistirles los débiles no tienen otro medio que la fuga o una enérgica reserva; siempre, claro está, que se sirvan de sus fuerzas de sugestión para el mal. Contraer amistad o matrimonio con una persona inmoral o descreída que goza de gran influjo sugestivo, significa para un carácter débil un notable abandono de su libertad moral.

Uno de los mayores peligros para la libertad personal y para la propia independencia es, hoy sobre todo, la sugestión de la masa, que puede apoderarse, como una epidemia, de una colectividad cualquiera; los obreros de una misma empresa, los miembros de un parlamento, los soldados de un ejército y aun todo un pueblo, y esto con tal agudeza y con tal fuerza, que los débiles de voluntad casi necesariamente ceden al contagio; y aun personas moralmente formadas experimentan cierta disminución de su albedrío que les impide conservar el pleno equilibrio de la responsabilidad. Los desahogos de un loco nacionalismo, de la xenofobia, del antisemitismo, las muertes por linchamiento, deben juzgarse, en gran parte, por la sugestión psicológica cíe la masa. La historia conoce casos en que elementos perturbadores consiguieron sus objetivos aprovechando cínica y calculadamente esta debilidad de las masas humanas. Otras veces son los mismos agitadores los que, a su vez, son víctimas de las ideas supersticiosas predominantes, del furor de las masas, etc.

Al lado de estos desahogos violentos de las masas sugestionadas corre también otra crónica enfermedad moral, que ofrece un peligro no inferior, y es el dejarse dominar por "el qué dirán". El crecimiento de la libertad moral puede delinearse precisamente como una liberación de esa fuerza falaz de la masa anónima.

El existencialismo serio ha puesto de relieve esta verdad esencial con su análisis del "propio devenir", o sea, del llegar a ser uno mismo. Pero no acierta, en general, a estimar como conviene la importancia de la inserción del individuo en una auténtica comunidad, debido, sin duda, a la lucha sin cuartel que ha entablado contra el impersonalismo de "los demás" y la presión anónima de la multitud. El gran peligro de quedar absorbido por la masa y de dejarse arrastrar por los mitos ole la multitud sin contrastarlos, requiere un continuo examen .de sí mismo: ¿Me dejo yo arrastrar por el "así piensan", "así hacen los demás", u obro yo por motivos morales que yo mismo he adoptado por un convencimiento interior y personal?

La recuperación de la independencia moral exige huir de la masa y repudiar su adocenado dispositivo espiritual, ampliamente divulgado por periódicos, libros, cine, radio, centros de diversión...

Quien más eficazmente se libra de la esclavitud de la fuerza anónima es el hombre que se muestra viril en materia de fe y que emprende un camino de recta moralidad, cosas en que no pueden alcanzarlo los aplausos de la multitud.

Esa fuerza de la masa que oprime la libertad no se puede contrarrestar sin la ayuda de una verdadera comunidad para el bien, la Iglesia, comunidad de fe y de amor. También se requiere para ello el apoyo cíe las comunidades naturales. En un medio materialista nefasto para la libertad, ésta se preserva movilizando conjuntamente a los buenos en una acción común apostólica. Así, por ejemplo, se han formado en varios lugares "círculos de recién casados", para estimularse mutuamente en la realización del ideal del matrimonio cristiano en medio de un mundo paganizado.

h) La libertad y las enfermedades mentales

1) Las enfermedades mentales, psicosis, pueden tener su origen en la defectuosa conformación orgánica (v.gr., la idiotez), en el contagio (por ejemplo, la sífilis), o en la intoxicación (por empleo excesivo de alcohol, morfina, nicotina) ; otras (v.gr., esquizofrenia, locura maniática) son hereditarias.

La enajenación o idiotez completa excluye toda responsabilidad moral. Los que rodean a los enfermos afectados han de impedir en lo posible que éstos ejecuten algo malo, y sobre todo han de procurar que se les proporcione asistencia médica, mientras haya alguna esperanza de curación.

Los parientes que, a pesar de disponer de medios, no les procuran la necesaria asistencia médica cuando hay probabilidad de curación, se hacen reos de falta grave contra la caridad y la piedad.

2) Los psicópatas se distinguen de los enfermos mentales propiamente dichos en que el núcleo de su personalidad no ha sido aún alcanzado de uno u otro modo por la dolencia mental, de manera que todavía tienen conciencia de la aberración de sus ideas e impulsos, o al menos pueden ser traídos por otros a este conocimiento. Los psicópatas conservan todavía sana una zona del conocimiento de los valores y de su libertad, conocimiento que puede ayudarles a vencer o, por lo menos, a soportar cristianamente su mísero estado.

La medicina moderna tiende más y más a reservar el nombre de psicópatas a aquellos enfermos mentales cuya dolencia afecta, en principio, a la estructura de la personalidad. Sin embargo, no se admite que la enfermedad sea congénita, sino solamente la predisposición a contraerla. Los psicoterapeutas y psiquiatras se inclinan a pensar que los factores que determinan las perturbaciones mentales no son exclusivamente de orden somáticobiológico, sino también tienen gran relación con el ambiente. Influye especialmente la primera educación, sobre todo la religiosa y moral; y luego, las libres y voluntarias determinaciones del sujeto propenso a la psicosis. En estas condiciones se decide la disyuntiva: o graves perturbaciones que pueden llegar a la psicosis, o bien triunfos maravillosos, que consiguen un equilibrio mental extraordinario, gracias al esfuerzo personal y a las buenas condiciones creadas por el ambiente.

Muchos psicópatas presentan los fenómenos generales matizados con características propias. Los psicópatas cicloides muestran en sus reacciones anímicas un parecido con la locura circular o maníacodepresiva. Encarnan el tipo del "optimista-pesimista", que ora desborda de júbilo, ora está triste hasta morir. Los psicópatas esquizoides son personas siempre volubles y en contradicción consigo mismas, o fanáticos obstinados. Los síntomas son semejantes a los de la esquizofrenia. Los paranoicos, a la volubilidad y testarudez añaden asomos de ideas obsesivas. A esta clase pertenecen los quejumbrosos por manía.

3) Con el nombre de neurosis se comprende toda una serie de perturbaciones anímicas y nerviosas en las que no pueden señalarse defectos en la conformación anatómica.

La neurastenia es el estado de hipersensibilidad y de rápido agotamiento del sistema nervioso.

Puede heredarse y adquirirse. En el campo psíquico se manifiesta por la abulia o impotencia para decidirse, en la paralización general de la actividad intelectual o psicastenia, en la excitabilidad, la nerviosidad y distracción de espíritu. La hipocondría, miedo mórbido y angustioso ante el peligro de ,perder la salud, puede ser manifestación o síntoma de neurastenia causada por el simple agotamiento, como también de una predisposición psicopática.

La psicología de profundidad ha atribuido gran importancia al concepto de neurosis. Buen número de perturbaciones anímicas, consideradas antes simplemente como psicopatías, se consideran hoy como neurosis. Esto quiere decir que esas perturbaciones mentales provienen más bien de complicaciones anímicas, sin negar por esto todo influjo de las predisposiciones corporales.

Lo que determina la neurosis no es simplemente la debilidad de los nervios, sino más bien el ambiente desfavorable que perturba la constitución anímica de la persona, sobre todo durante la niñez, el agobio le tareas demasiado pesadas y una vida llena de dificultades que imponen una constante renuncia. La neurosis se caracteriza en su origen por a asimilación defectuosa de las experiencias de la vida y por una búsqueda más o menos inconsciente de rehuir la responsabilidad. Ante una situación difícil, en vez de emplear todas las energías morales para solucionarla, se busca refugio en la enfermedad: he ahí la neurosis a la puerta. Las afecciones del sistema nervioso, calificadas antes de neurastenia, tienen muchas veces un origen psíquico. Actualmente se tiene por cuestión demostrada el mutuo influjo que reina entre lo espiritual y lo corporal; además, la moderna neurología insiste mucho en el influjo del espíritu sobre las enfermedades nerviosas: todo esto nos está demostrando hasta qué grado depende no sólo la buena salud, sino también la humana libertad del comportamiento moral del individuo y de sus semejantes. Resulta de todo ello un deber moral, y es el de tener un razonable cuidado de la salud, junto con una inflexible fidelidad a la conciencia, no sólo antes de que se vea invadida por la neurosis, sino aun cuando, atacada ya, disfruta todavía de libertad. Quienes rodean a tales enfermos han de obrar con suma comprensión, con paciencia y con clarividencia, ayudándoles a adquirir conciencia exacta de su estado y a servirse sin temores de su libertad. En caso de necesidad los han de llevar al psiquiatra.

Conviene distinguir dos clases de neurosis: la neurosis orgánica y la neurosis obsesiva. La primera se incrusta en algún órgano, cuyo funcionamiento dificulta ; es la neurosis cardíaca, estomacal, sexual, etc. La segunda se manifiesta en la dolorosa perturbación de la actividad psíquica. Según el campo interno en que se desarrolla, se distinguen las alucinaciones, los impulsos o las cohibiciones obsesivas, las fobias. La impotencia para decidirse, propia de los que padecen cohibición obsesiva — y que antes se llamaba también abulia —, no ha de confundirse con la debilidad general de voluntad, propia del voluble neurasténico. El abúlico neurasténico apenas hará cosa mala; pero, en cambio, omitirá muchas buenas, a causa de su cohibición.

El obseso se parece al que está dominado por ideas fijas, pero se diferencia de él en que puede percibir lo absurdo o lo inmoral de sus alucinaciones, impulsos, opresiones o complejos de angustia, y es lo que lo hace sufrir. Aun personas muy espirituales y. de probada moralidad se ven atormentadas por obsesiones psíquicas. Ni los espíritus mejor dotados moral y sobre todo artísticamente, se encuentran exentos de algún rasgo psicopático.

Esas ideas o impulsos obsesionantes no caen siempre en el campo de la moral. Es muy frecuente, por ejemplo, la obsesión por la nimia limpieza, la obsesión de un número, por ejemplo, una persona al ir por la calle, no puede pasar de la casa marcada con el número tal. La bacilofobia es también obsesión muy común. En naturalezas religiosas se manifiesta la obsesión especialmente por imaginaciones, ideas e impulsos directamente contrarios a los sentimientos religiosos y a la delicadeza moral. Esas ideas blasfemas que se clavan obstinadamente en la cabeza de personas que no tienen otro deseo en el corazón que la gloria de Dios, muestran claramente la existencia de la enfermedad.

Como para la mayoría de los psicópatas, también para los obsesos, un examen tranquilo de la enfermedad, la búsqueda y descubrimiento de sus causas inconscientes y la resignación tranquila a la voluntad de Dios: tal es el primer paso serio hacia la curación. Una reacción violenta, o una inquieta impaciencia por la impotencia a que reduce la enfermedad, es el mejor medio para avivar la obsesión y hacer más profundo el nal. Lo que más ayuda es no esclavizarse a un orden del día, distraerse y dejarse llevar del buen humor cristiano, riendo de todo cuanto no sea ofensa de Dios. Claro es que en ningún caso se ha de ceder voluntariamente a los impulsos obsesionantes inmorales. Pero también aquí sería de muy poca ayuda el rodearse de todas las garantías imaginables; la lucha violenta no serviría sino para despertar obsesiones secundarias, agravando la enfermedad.

La conducta más indicada en esta clase de dolencias, para no caer en ningún desliz moral, es la distracción, el propósito tranquilo de no ceder a los impulsos, y el entregarse con entusiasmo a la práctica del bien en los demás puntos en que sí campea la libertad.

La histeria, de difícil definición, es frecuentemente una disposición a la neurosis, y procede de un fondo psicopático. Por las anormales reacciones psíquicas que la acompañan, puede clasificarse entre las neurosis.

La histeria, que propiamente obra en las reacciones psíquicas, puede causar y producir afecciones morbosas auténticamente corporales, que perturban las funciones orgánicas. La histeria trae aparejado el peligro cíe desequilibrio en la apreciación de la propia personalidad y por lo mismo el de una actitud impropia y convulsa frente al mundo ambiente. El carácter histérico sólo existe cuando el deseo morboso de hacerse valer se infiltra más o menos inconscientemente en la actividad psíquica y domina las manifestaciones exteriores de tal modo que la propia persona se convierta, por decirlo así, en el punto céntrico del mundo. El verdadero histérico se desvive porque todos se preocupen por él; y la con secuencia es que pierde el contacto espiritual con el mundo de los valores. La adaptación al mundo objetivo se le hace imposible. Todo lo mira y recibe desde el punto de vista de la impresión que puede causar en los demás. Si no consigue hacerse admirar por actos de positivo mérito, se presenta la reacción histérica: viene entonces el decaimiento y la enfermedad, o, por el contrario, la buena salud; todo conforme lo exija el relieve que pretenda para su yo, o la venganza por las desatenciones con su persona, etc. Es la inconsciencia la que toma entonces la dirección. Esto significa que la histeria se caracteriza por una pérdida de libertad y de la dirección consciente de la propia existencia. El histérico apenas será responsable de aquellos actos que dirige la inconsciencia. Empero, pudo ser culpable del estado a que se encuentra reducido, por lo defectuoso de la lucha contra sus infantiles pretensiones y su egoísmo.

En los casos más graves de psicosis o neurosis debe el enfermo recurrir a un especialista. El tratamiento de estas enfermedades que ponen en grave peligro la libertad moral, es una obligación mucho más grave y urgente que la de combatir las enfermedades puramente corporales.

Aunque la mayoría de los hombres no se ven afectados por enfermedades psíquicas propiamente dichas, con todo, muéstranse en muchos tales achaques y síntomas, que si se dejan llevar sin resistencia por las pasiones podrán degenerar en psicopatías auténticas; en todos los casos conducirán a una notable pérdida de la libertad para el bien. Bueno es que cada uno se dé cuenta humildemente de sus deficiencias y examine sus causas; si fue, por ejemplo, una deficiencia orgánica o un grave revés lo que dio cierto sesgo a la manera de pensar y de sentir.

Cualquier limitación e incapacidad espiritual, cualquier enfermedad psíquica es una' cruz que ha de llevarse pacientemente en unión de Cristo paciente, para asemejarse a Él. Pero es también problema que debe tratar de resolverse empleando todos los medios para poner a salvo la libertad amenazada y para ensanchar cada vez más el radio de su acción.

 

i) Doctrina de la Iglesia sobre la libertad

Es dogma definido por la Iglesia que los hijos de Adán poseen todavía la libertad de elección (Dz 815). Con lo cual queda dicho ni más ni menos que el hombre normal, al menos en los momentos más decisivos de su vida, goza de libre albedrío en tal grado, que puede decidirse por Dios o contra Dios, y de un modo tan serio y efectivo, que la sanción que por ello Dios nos dicte, será valedera para la eternidad.

Considerando las acciones humanas en particular, aun tratándose de las nuestras propias, nos quedamos a menudo dudando de si fueron hechas con ese grado de libertad. Respecto de muchos actos reprobables, ejecutados por hombres de condición espiritual defectuosa, psicópatas, enajenados, etc., no puede nadie dictaminar si alcanzan siempre la libertad requerida para constituir un pecado mortal, o sea para aquella actitud opuesta a Dios que es considerada por Él tan seria y responsable que responde a ella con la reprobación eterna. Sólo Dios puede juzgar definitivamente a cada uno.

El conocimiento de la psicología puede y debe servirnos para hacernos muy circunspectos y benignos en nuestras apreciaciones del prójimo, y para realizar en nosotros mismos y en los demás cuanto sea posible para ensanchar el radio de la libertad, encauzando o suprimiendo las enfermedades psíquicas que a ella se oponen. En la cuestión fundamental de la esencia de la libertad y del grado que se requiere para la responsabilidad moral, es a la Iglesia y no al psicólogo experimental a quien toca pronunciar la última palabra.

En efecto, sólo por la revelación podemos saber algo acerca de la gloria postrera y el misterio de nuestra libertad, que alcanza su timbre de nobleza al cobrar el hombre, en el orden sobrenatural, su semejanza con Dios, que deriva de la libertad de los hijos de Dios. Esta libertad regenerada es el regalo que nos hace Cristo obediente hasta la muerte de cruz, y es la manifestación en nosotros del poder de Cristo resucitado. Ella hace posible el seguimiento de Cristo. Se conserva y perfecciona por la obediencia filial a Dios que no pretende obligarnos más que con las obras de su amor.

La libertad de los hijos de Dios es el don más alto del amor y el que más nos obliga.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 144-168