II. EL INDIVIDUO, LA PERSONA y LA COMUNIDAD,
SUJETOS DE LA MORAL

 

Hemos visto ya que el sujeto de los valores no es "la sola buena voluntad", sino el hombre en su totalidad de alma y cuerpo, con todas las energías que de ellos dimanan. Mas no se alcanza a descubrir totalmente al hombre si sólo se lo considera en la unidad de sus componentes esenciales. Porque se encuentra siempre en medio de una multitud de relaciones en las que realiza los valores de su vida y en las que sus posibilidades interiores llegan a su pleno desarrollo.

Al hombre no se le puede comprender mirándolo como una mónada, sino considerándolo al mismo tiempo como individuo y como miembro de la comunidad.

1. Individualidad

Individualidad humana quiere decir unicidad, realización de una esencia en una existencia única, irrepetible, inintercambiable. Tampoco según SANTO TOMÁS, en cuya filosofía dominan los universales, es el individuo una simple actuación de una idea universal, pues encierra un valor que la desborda. El idealismo filosófico, basado en este punto en el racionalismo, diluye, por el contrario, al individuo en la universalidad de la idea. La atención y el interés por el individuo es un postulado esencialmente cristiano. Desde este punto de vista, se justifica la inquietud de Kierkegaard por la existencia individual.

Individualidad o existencia son dos ideas correlativas, así como universalidad y esencia se corresponden. El considerar exclusivamente lo universal delata una orientación inficionada de panteísmo o de filosofismo, satisfechos con un Dios cuya actividad se limitase a. pensar. El individuo es el amoroso desbordamiento de la voluntad del Dios creador, que ama lo individual, aunque haya formado todas las cosas según arquetipos previos : las ideas. Cada individuo es un pensamiento particular de Dios, pues para Dios no hay ideas universales como para el hombre. Todo ser individual es un rayo del amor del Dios creador, pero lo es sobre todo la persona individual. Ante Dios, cada persona tiene un nombre, y existe cada persona porque Dios la llamó por su nombre. Y el nombre con que Dios la llamó fue el nombre de "hijo". Y el amor paternal de Dios para con la persona es un amor inefable ; ante nuestro conocimiento limitado, el individuo es ineffabile, la persona es un misterio, es un enigma insoluble.

Así, cada individuo humano realiza la plenitud de un ser individual. Pero esa plenitud le ha sido dada por Dios con el encargo de cuidarla y con la misión de hacerla producir. Cada persona, mediante el cultivo de los valores morales, ha de aparecer ante Dios con aquellos caracteres irrepetibles e inintercambiables que Él mismo le prefijó.

La persona individual no es un simple "caso especial" del universal, sino la corporización de la esencia universal con un valor particular propio. Por lo mismo, en su vida moral deberá perfeccionar tanto los valores esenciales como los individuales. Mas la persona no podrá desarrollar sus talentos individuales si no se apoya sobre los valores y las leyes generales representadas por la comunidad de aquellos que pertenecen a la misma naturaleza. Así, la relación entre individualidad y esencia universal y común arroja este principio: el individuo debe estar sostenido por la comunidad y debe apoyarse en ella para el cumplimiento de los deberes de su propia vida moral, toda vez que sólo en ella se le manifiestan los valores y las leyes esenciales y universales. Así, individuo y comunidad no son dos entidades que deban guardar una actitud antagónica. El estudio de la personalidad lo mostrará aun mejor.

2. Individualidad y personalidad

La individualidad expresa el ser particular que se desprende de lo universal, al mismo tiempo que lo encarna. La personalidad supone el ser particular de la individualidad, pero dice más que ésta. La individualidad, como tal, es la expresión cabal de un ser completo; pero sólo la persona puede hacerse cargo de su propio ser y de su pertenencia a la comunidad universal, sin dejar de realizarse independientemente.

Ser una persona significa, pues, tener la posibilidad de distinguirse de todos los demás, de valorar en su interior las dotes de su propio yo, llegando así a conocer "su íntimo mundo" (SCHELER) en lo más profundo del corazón. Para ello la persona ha de vivir consigo misma. De otra forma no podrá relacionarse con el "yo" de los demás. Pero — y esto es lo importante — la persona no está nunca tan íntimamente consigo misma como cuando, desinteresándose de sí misma, por propio movimiento y determinación, se da a los demás. En cambio, sólo puede encontrar al "otro yo" guardando su propio mundo interior y el ajeno, es decir, en el respeto y distancia del "otro yo", que no ha de considerarse como simple objeto de conocimiento y de anhelo. Ser una persona significa, pues, de manera general, saber guardar la distancia con los demás, con el "no yo" que tengo ante mí. Y este "guardar la distancia" con "otro yo" quiere decir "respetarlo". Pero ser una persona significa también saber abrirse conscientemente al "no yo" por un conocimiento admirativo y afectuoso, que opera cierta trasmutación en él (fieri aliud in quantum aliud). Es claro que este abrirse al tú, a la persona singular, no puede ser mediante un conocimiento puramente abstracto y referido sólo a la esencia; se requiere una aprehensión concreta, llena de estima, se requiere la "comprensión", que sólo se realiza plenamente por los actos de amor y de entrega.

Dos personas no logran encontrarse sino mediante una polarización entre ambas, que conservando siempre la distancia del respeto, las acerca con la donación del amor.

El yo y el tú pueden abrirse recíprocamente y enriquecerse por una entrega mutua, puesto que cada cual es portador de la riqueza de su individualidad, cada cual lleva consigo el "mundo íntimo" de su propio existir. De una rica y auténtica individualidad es de donde fluye la fuerza para buscarse mutuamente, guardando las distancias y haciendo una donación de sí; lo que viene a significar que sólo en la donación al tú y en el respeto ante él alcanza la individualidad su plenitud perfecta.

Así, ni individualidad, ni mucho menos personalidad, quiere decir supremo aislamiento, sino, por el contrario, enriquecimiento, mediante la comunión del tú y del yo, comunión cuya posibilidad se funda en Dios.

Porque Dios nos ha llamado con un nombre y nos permite igualmente a nosotros darle a Él un nombre, por eso tenemos una individualidad y una personalidad y podemos tratarnos mutuamente como personas.

3. Persona y personalidad

Persona quiere decir substancia espiritual que existe en la realidad y cuya función esencial es abrirse libre y espontáneamente a "otro yo". La personalidad es la realización de esta aptitud y función esencial. Personalidad es, pues, vida íntima que derrama sus riquezas espirituales sobre el mundo ambiente, sobre los demás.

Si ahora nos preguntamos cómo y cuándo la persona se hace personalidad, la experiencia y_ la misma esencia de la persona no señala que su crisol no es sólo el contacto y las relaciones con los demás individuos, sino sobre todo sus relaciones con Dios, su comunión con Él en Cristo. Mas no se han de pasar por alto las diversas comunidades humanas (familia, amistades, suciedad religiosa y civil, Estado), que desempeñan un papel importante en el perfeccionamiento de la persona humana hasta su coronamiento por la personalidad. Debemos preguntarnos, pues: ¿qué es la comunidad?

4. La comunidad frente a la masa, la organización,
la colectividad y la sociedad

Considerado en la masa, el individuo no es, mirado como sujeto de ningún valor, ni de ningún deber especial. Cae como un átomo en el campo de la acción de la masa, es empujado por ella y se convierte en parte integrante de esa fuerza que empuja o arrastra sin premeditación ni reflexión. El conductor de una masa no busca personas que le ofrezcan la contribución personal de su ser individual y de sus propios valores, sino un haz cíe fuerzas que se dejen empujar en la dirección que él quiera. El medio principal de agitación de una masa es la sugestión psíquica. "Para conseguir la sugestión de las masas no es indispensable poner en actividad la inteligencia de sus componentes. Pero si el contagio de la sugestión quiere conseguirse imponiendo una opinión, se presupone siempre alguna actividad intelectual"

A menudo, sin embargo, la sugestión de la masa no supone esencialmente una auténtica opinión personal, y aun cuando existe, su contenido doctrinal apenas es comprendido, pues el individuo, sumergido en la masa, lo abraza precisamente bajo la presión de la sugestión exterior. "A la masa le falta ese manantial de la convicción personal que la auténtica persona lleva en su alma y que puede aún saciar a otras almas"

En la masa domina la uniformidad, la irreflexión, se embota la estima de los valores y se excitan los sentidos, que se abren al contagio y sugestión que fluye del uno al otro.

Para la simple organización de una sociedad o compañía no se tiene en cuenta, en el individuo, su individualidad ni su carácter personal; no se considera, por lo común, más que su capacidad para desempeñar una función. Tales organizaciones no se inquietan por el valor de la persona, ni por sus íntimas convicciones, sino sólo por el cumplimiento de la función. Las asociaciones utilitarias están animadas por ese espíritu; no existen por razones internas y naturales, sino por la libre elección de un fin, para cuya consecución se organizan varios particulares. Cada cual tiene tanta importancia en ellas cuanta es su contribución para el logro del fin libremente prefijado. Ninguno es irreemplazable, y cuando muere, no cuenta ya casi para nada en la asociación; a lo más quedará algún lazo jurídico. ¡Cuán distinta es la situación en una verdadera comunidad ! Cuando muere el padre, sigue, a pesar de todo, influyendo poderosamente sobre la familia; sin él no puede ni' siquiera concebirse ésta.

El tipo de sociedad comunitaria debe ser el que informe a toda sociedad que se proponga una finalidad espiritual o cultural. Especialmente el Estado es el que debe revestir la forma de verdadera comunidad, por más que su funcionamiento exija una organización semejante a la de una compañía. Porque si el Estado se aviniera a no ser más que la agrupación de muchos para conseguir un simple fin utilitario, falsearía su esencia y se degradaría. Así, el colectivismo, lejos de ser una auténtica comunidad, lleva todos los caracteres de una simple organización utilitaria. Procede, además, mediante la sugestión psíquica, propia de la masa amorfa, sin la debida consideración por la persona humana.

La sociedad personalista o comunidad no resulta de la simple prosecución de un fin utilitario ni vive de la simple organización : La comunidad es algo preestablecido y dado por la naturaleza social del hombre. La comunidad es. la única que permite al hombre realizar su individualidad y personalidad con toda perfección.

En efecto, la sociedad comunitaria es más que la simple reunión de dos hombres por las relaciones del "tú y yo", propias de la simple amistad. Por eso la amistad exclusivista, privativa, entre sólo dos personas, no puede considerarse como tipo de la verdadera comunidad.

La comunidad sólo puede concebirse como un "nosotros" que une a las personas individuales en una relación de íntima solidaridad y de íntimo amor. Lo que no quiere decir ciertamente que la comunidad consista en la simple relación abstracta y teórica con un ente moral llamado comunidad. Se trata de encontrar al "tú" singular dentro del "nosotros" ; sólo se vive la comunidad cuando la cordialidad del amor que se le profesa, fluye hasta el "yo" de cada individuo, arropando a todos los miembros en el amor común. Pero ya se entiende que la sinceridad de este amor no suprime las distancias del respeto que a cada individuo se le debe. Así, pues, a través del "tú", el amor se proyecta sobre el "nosotros" que a todos los cubre; el íntimo encuentro con el "tú" es contacto con la comunidad con la que se encuentran ligados. Por donde viene a realizarse una maravillosa unidad en el amor; pues si amo la comunidad, al "nosotros", tengo que amar con ese mismo amor a cuantos lo forman: el "yo" de mi prójimo y mi propio "yo". En cada miembro se encuentra, en cierto modo, toda. la comunidad que los encierra. El mutuo amor será amor en la comunidad y a la comunidad. Cada uno lleva en sí a la comunidad que lo lleva, por eso lucha por ella y se siente responsable de ella. Así culmina el sentimiento de solidaridad, que es como el alma de toda comunidad verdadera. Comunidad es cosa completamente distinta de masa y colectivismo; pues "entre sus individuos hay mutua apertura, y la actitud de unos para con otros no es una actitud defensiva ni ofensiva, sino de íntima compenetración, la cual ejerce en su seno un influjo eficaz... Sin esta compenetración sería imposible formar una comunidad". Dicha actitud será verdadero elemento comunitario si los individuos no se limitan a considerar su responsabilidad para con las personas individuales, sino que tienen siempre en cuenta la responsabilidad para con la comunidad, que es el lazo que los mantiene unidos en el "nosotros".

La comunidad no es la simple multiplicidad de los individuos que se ligan con un mutuo compromiso: la comunidad tiene fundamento esencial propio, tiene forma y vida propias. Mas no puede tener conciencia de sí misma por faltarle un "yo" personal. Ya veremos cómo Cristo es cumplidamente el "Yo" del cuerpo místico. La comunidad no tiene conciencia de sí misma sino por los individuos y en los individuos, y sólo por ellos puede obrar.

5. La persona y la comunidad, sujetos de valores morales

Del hecho de que la comunidad no posea un yo personal y propio, y de que no forme una auténtica "persona colectiva", como pretende SCHELER, no se sigue que la comunidad como tal no sea sujeto de especiales valores, y aun de valores morales, al igual que sus miembros. Los valores morales de la comunidad toman cuerpo en el "espíritu objetivo", en las obras de arte, poesía, filosofía, etc. ; y sobre todo en los individuos marcados con el sello de la comunidad.

Merced a la comunidad, se desarrollan y mantienen los valores morales, no sólo los del "hombre cualquiera", sino también los de la personalidad ya desarrollada. El influjo es recíproco : "la comunidad no consigue su desarrollo perfecto mientras no cuente entre sus miembros con personalidades que dejan huella; pero, inversamente, la personalidad no puede llegar a su perfecto desarrollo mientras no encuentre o forme la comunidad que reclama fundamentalmente su naturaleza".

Vale esto en el caso de la personalidad madura; con mayor razón en la de los niños, que apenas si está formada, y en la de los adultos aún no maduros moralmente. Los niños, y aún muchos adultos, al obrar bien no siempre se basan en un conocimiento propio e independiente del valor moral de lo que hacen : dependen más bien del acervo moral de la comunidad. Cuando en ella se viven auténticamente los valores, el conformismo social en materia de actos honestos y virtuosos adquiere una gran importancia, aunque no se comprendan dichos valores. Este conformismo no puede compararse con la imitación de acciones inmorales, provocada por un ambiente depravado. No puede ser comparado, sobre todo, con las acciones provocadas por el contagio de los bajos instintos de la masa. Hay aquí la misma diferencia que existe entre una fuente venenosa y una fuente pura. Además, las acciones buenas que obedecen nada más que al ambiente social y que no proceden de una valoración personal, suponen la múltiple valoración hecha por la comunidad de la que es miembro el sujeto, valoración que aunque no haya adquirido su pleno desarrollo en el individuo, hará que su acción repose sobre su voluntad personal de realizar esos valores. En todo caso, cuando el individuo realiza acciones virtuosas llevado por la simple imitación social, está en el camino más directo y expedito para llegar al conocimiento personal de los valores. Cuando una comunidad vive toda ella conforme a los valores morales, conduce naturalmente al recto conocimiento de ellos; al paso que si la conducta de la misma es contraria a esos valores, la imitación social da lugar, sin género de duda, a una baja moralidad, nunca al conocimiento de los valores. Puede decirse con BERGSON que la moralidad tiene también una fuente social.

El conformismo social, esencialmente distinto del contagio psicológico, va, de suyo, orientado hacia la adquisición consciente de los valores, y a menudo los contiene ya en germen; en todo caso, esto se hace intencionalmente, si no en virtud de una intención explícita del sujeto imitador, por lo menos en razón del carácter general de las acciones comunitarias. Efectivamente, la comunidad, portadora de los valores morales, aspira a despertar en todos sus miembros las aptitudes morales que en ellos duermen; cosa muy distinta del contagio de nasa, que sólo busca cómo excitar los sentidos.

Cuán amplia sea la parte que le corresponde a 'la comunidad en el desarrollo de los valores morales del individuo; lo podemos rastrear comparando la elevación a que puede llegar el que pertenece a una comunidad elevada con la que alcanza el individuo de una comunidad inferior. Las más elevadas iniciativas y los esfuerzos personales más enérgicos del individuo que pertenece a una agrupación inferior no alcanzarán a adentrarlo en el mundo de los valores tan plena, profunda e intensamente como las del que es miembro de una comunidad ideal. Con lo que vamos diciendo no queremos zanjar la cuestión del mérito que asigna Dios a cada esfuerzo. Pero sostenemos que es mejor el hombre que vive en una sociedad sana, que el que vive en un ambiente degenerado, aunque supongamos que ambos realizan igual esfuerzo. El adelanto en la virtud, o los actos que la demuestran, los realiza él, pero es la comunidad quien los procura.

6. El cristiano individual y el cuerpo místico,
sujetos de valores morales

Los principios a que hemos llegado se aplican maravillosamente a la personalidad cristiana del que es miembro del cuerpo místico de Cristo. El cuerpo místico de Cristo es una comunidad de orden sobrenatural, que goza de un ser absolutamente propio. Sin duda que, ante Dios, la comunidad del cuerpo místico forma un todo completo, amado en sí mismo; aunque ese amor presupone el amor a las personas que la integran, y muy particularmente el amor a Cristo.

El cuerpo místico tiene, como las otras comunidades, un órgano real y visible de dirección : uno de sus miembros ocupa el lugar de Cristo. Pero hay más : es de Cristo mismo de donde parte la dirección fundamental y la fuerza de acción de cada miembro, pues es Él el órgano director nato y la fuente de las internas energías.

Cristo obra en cada uno de los miembros de su cuerpo místico y trabaja muy particularmente para formar en él la actitud espiritual genuinamente social. Él guarda en el más alto grado posible las exigencias de la solidaridad; Él piensa y siente con todos y cada uno, con todos y cada uno abra y sufre. A todos nos ha hecho solidarios del sacrificio expiatorio de la cruz, y en forma tan íntima y profunda que apenas podemos comprender. Cristo se considera amado o perseguido en sus miembros : "¿Por qué me persigues?" (Act 9, 4). En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,.40). Esto es mucho más que un simple sentimiento de solidaridad : es la más íntima compenetración. Nuestras buenas obras son, en definitiva, obras que proceden de Cristo, y por Él y en Él, de todo el cuerpo místico; en Él encuentran la fuente de la gracia, su profundo centro vital, su dignidad, en Él la fuente del conocimiento de los valores, pues su palabra y ejemplo nos abren los ojos para conocer el bien; como verdad eterna es Él el último fundamento sobre el que se apoya todo conocimiento de los valores.

Cristo vive y obra en nosotros, no ya únicamente de tú a tú, sino también mediante la comunidad del cuerpo místico : en los sacramentos, en la enseñanza y en los ejemplos de la Iglesia. Y todo cuanto hacemos, lo toma como suyo y lo une a la plenitud de su místico cuerpo, dándole mayor eficacia. Por eso pudo decir san Pablo que "quería completar en su cuerpo lo que faltaba al cuerpo de Cristo, que es su Iglesia" (Col 1, 24). La pasión de Cristo confiere a la Iglesia absolutamente toda la plenitud que procede de la cabeza; mas aquella plenitud que sólo puede alcanzarse en los miembros y por los miembros, únicamente la obtiene gracias a nuestros sufrimientos. Así quiere Cristo, mediante nuestro amor, no sólo provocar en la comunidad de la Iglesia una respuesta de amor siempre nueva, sino también, a través de nuestras acciones hechas con su gracia, aumentar en la Iglesia el tesoro y la plenitud de la gracia y así, en cierto sentido, aumentar su propia plenitud.

No es, pues, posible calificar a la Iglesia de "persona colectiva" en sentido estricto, como pretende SCHELER. Cristo, aun sin la Iglesia, es una persona, con su Yo único y singular. Sólo en un sentido muy análogo puede hablarse de la prolongación de su Yo, aunque es posible cierta atribución idiomática de Cristo a su cuerpo místico. (Mas no en el mismo sentido de la unión hipostática, en donde se verifica precisamente la unión en la persona del Verbo.)

Según GERDA WALTHER, la persona se caracteriza por tener "un yo propio, centro de voluntad y centro de autodeterminación". La voluntad personal se determina por un movimiento que procede del interior. Otra persona sólo puede obrar sobre ella desde fuera, por el ejemplo, la palabra y el amor. Pero de ninguna manera se puede decir que por este influjo la voluntad de una persona se cambie en la voluntad de otra, aun tratándose de personas que, por el afecto que se profesan, forman una íntima unión. Pues precisamente esta unión no puede proceder sino de la propia voluntad personal que permanece íntegra. El influjo de la voluntad de Cristo mediante el cuerpo místico mira a la voluntad individual de cuantos no son Él. Pues aun supuesta la acción eficaz de la gracia, cada miembro del cuerpo místico es y permanece siendo en sí persona distinta de Cristo. Él es, sin duda, el centro de energía y de acción de su cuerpo místico, mas no es centro de volición y' de autodeterminación o de atribución de cada uno en la misma forma en que lo es de su persona propia y singular. Pero es claro que, para su cuerpo místico, es infinitamente más que un simple centro de dirección. En el orden natural no hay posibles analogías. Pues obra no sólo desde fuera como su fundador y guía; su acción procede también de dentro: su propio movimiento pasa a través de la gratia capitis, unida íntimamente con su vida y su voluntad personales. Por medio de su gracia capital obra Cristo sobre los demás asimilándolos a su propia naturaleza, pero esa acción es también invitación que procede de su amorosa voluntad. Precisamente la gracia de Cristo no es un desbordamiento natural e impersonal. Cristo, como cabeza, reparte su gracia por determinación de su Yo personal. Mas esta gracia no obra ineludiblemente la determinación personal del individuo, ya que cada uno de los miembros puede colaborar con ella o rechazarla, conforme al impulso de su propia voluntad, de su propio yo. Aunque la colaboración voluntaria será una misteriosa participación de la libertad del mismo Cristo.

Cierto que en la sola persona de Cristo están unidas dos voluntades, la divina y la humana, pero no hay más que un yo central ; mientras que en la unión moral entre la voluntad de Cristo y la del miembro de su cuerpo místico quedan dos centros volitivos y dos "yo" que ocupan su puesto respectivo.

Para el cristiano, estar bajo el dominio de la gracia quiere decir estar unido en cierto modo hasta físicamente (en forma accidental) con el centro de autodeterminación de Cristo y participar de su poder. Mas no es estar unido e identificado con el "yo" de Cristo, centro de autodeterminación. Puede decir, sin duda, que Cristo vive en Él; mas sería un desatino pretender equiparar su yo personal y centro de atribución con el yo personal de Cristo. Tampoco la Iglesia, como cuerpo de Cristo, vive propiamente en el yo de Cristo, sino conjuntamente en el yo de la cabeza, que es Cristo, y en el de cada uno de los miembros.

Todos los valores sobrenaturales del cuerpo místico, o sea todas las buenas obras de los miembros, vienen coproducidas por la persona de Cristo, mas las acciones de los miembros no están realizadas por el yo de Cristo, aunque sí provocadas por su voluntad y facilitadas por el poder realizador de su gracia; mas es del yo, centro de volición y de autodeterminación del individuo, de quien proceden las obras. Hay que distinguir, pues, el sujeto de los valores morales, la fuente de energía y el yo, centro de atribución, productor del acto. Cristo, cabeza del cuerpo, por una parte y la Iglesia, cuerpo místico por otra, cargan con nuestras buenas o malas acciones, pero de diverso modo. Nuestras malas obras no proceden del poder realizador de Cristo, ni tampoco de su yo. Pues no podemos decir que sean un "sí" a la solicitación de Cristo; son siempre un "no". Mas, puesto que son, a pesar de todo, "respuesta" que se le da y que se le da por un miembro de su cuerpo místico, no lo pueden dejar indiferente, pues no llegan hasta Él como obras de un extraño; le llegan realmente de uno de sus miembros; le alcanzan como a cabeza del cuerpo ; por eso está escrito : "llevó sobre sí nuestras iniquidades", no por cierto como culpas propias (la culpa procede exclusivamente del yo, centro de atribución productor del acto), sino como carga propia.

La Iglesia, concreción histórica del cuerpo místico de Cristo, carga con la culpa y el peso de los pecados de cada uno de sus miembros en la medida en que los pecados de unos proceden de los de otros. En esta forma no puede decirse que Cristo cargue con algún pecado, pues de Él no puede proceder sino el bien y la virtud. Y al decir que la Iglesia carga con las culpas de sus miembros, se entiende que es en cuanto los pecados de los unos son en cierto modo causa y raíz de los pecados de los otros; no se quiere decir que la Iglesia corno tal corneta el pecado. La Iglesia de suyo es santa y no puede pecar. Propiamente hablando, el autor del pecado es el miembro pecador que lo comete. Pero todo pecado es, de suyo, fuente de otros pecados, y precisamente en la. medida en que es una rebelión, responsable. De donde se infiere que pueden ser muchos los que) a causa de sus malas obras o de sus culpables omisiones del bien, tengan que responder ante Dios de cada nuevo pecado y sobre todo de cada falta involuntaria que se inserta en el pasivo de la comunidad de los fieles y que obra un cercenamiento de valores morales y causa demérito.

Nada tan misterioso como esta compenetración moral de los fieles. Vasos comunicantes para el bien, pero desgraciadamente también para el mal, el cual prolonga sus estragos dentro de la comunidad en un radio de magnitud insospechada. El conocimiento de esta verdad ha de hacer brotar un profundo sentimiento de humildad; y, junto con la humildad, la gratitud más honda para con la comunidad de la Iglesia, que nos posibilita la práctica del bien, pero gratitud sobre todo para con Cristo. Mas si una justa alegría invade el alma ante la prolongada acción que alcanza el bien, un profundo estupor abate al alma ante los prolongados efectos del pecado. Sus terribles efectos llegaron a Cristo, centro de la humanidad, cordero inmaculado, incapaz de pecado, que tuvo que cargar con el peso de todas nuestras iniquidades.

7. La culpabilidad colectiva y la responsabilidad
en el medio ambiente

En las numerosas polémicas de la postguerra sobre culpabilidad colectiva se omitió el hacer las necesarias distinciones. Respecto de una culpabilidad social hemos de distinguir entre culpabilidad religiosa, moral y jurídica, o más exactamente entre : 1. La culpa moral a) ante el tribunal de Dios, b) ante el tribunal de la conciencia humana; y 2. La culpa jurídica como fundamento a) de los castigos y b) de las reparaciones.

1. Vimos ya cómo se entrelazan las culpabilidades al tener en cierto modo su fuente en la comunidad, y cómo la culpa de uno de los miembros del cuerpo místico de Cristo alcanza a toda la comunidad religiosa, hasta el punto de que el mismo Cristo tuvo que cargar con el peso de las culpas de cada uno; ellas lo condujeron a la muerte en la cruz. Añadamos a esto la omisión de actos buenos, y aun heroicos que hubieran debido realizarse, si no en virtud de la ley general, sí en razón de las gracias particulares conferidas a cada uno. La omisión de tales actos puede constituir para la comunidad una dolorosa pérdida de méritos. Los modernos estudios de sociología religiosa arrojan puede tener la ausencia de un espíritu de solidaridad colectiva. A la larga, tanto el individuo como los grupos sociales sólo pueden protegerse contra el materialismo del ambiente con un esfuerzo activo y aunado por conseguir un cambio. Quien no se alista en la solidaria lucha en pro del reino de Dios, se entrega a la funesta solidaridad del mal.

Sobre todo los que han recibido de Dios "cinco talentos", son responsables de la salubridad del ambiente y del estado de la comunidad en conjunto.

Mas no le toca a la comunidad humana emitir un juicio acerca de estos dones individuales, ni sobre el culpable descuido en emplearlos. No se extiende hasta allá su competencia. El tribunal secreto de la penitencia funciona siempre en la Iglesia (y para perdonar). Dios, a buen seguro, nos pedirá cuenta cíe todas esas negaciones y nos pondrá ante los ojos sus funestas consecuencias para la comunidad. Aun en el caso de una falta sancionable por un tribunal humano, a éste le compete la sentencia sobre los efectos sociales sólo en la medida en que el culpable debió y pudo prever esas consecuencias (como en los actos de seducción o escándalo). Es muy posible que uno pueda probar ante los tribunales que en realidad no previó las consecuencias y que, sin embargo, tenga que dirigirse a Dios diciéndole: ab alienis parte servo tuo. ¡Ten compasión de mí, Señor, porque habiendo descuidado las gracias abundantes que me dabas, me he hecho culpable de las faltas ajenas !

Una comunidad puramente humana y terrena (por ejemplo, el Estado) no tiene autoridad para juzgar sobre las consecuencias espirituales e internas de las faltas de un particular. Además, estamos tratando aquí de faltas originadas no por una voluntad colectiva, sino individual. En el caso de una falta que arrastra necesariamente consigo las faltas de otros, sin duda que el primer culpable ha de ser enérgicamente condenado, mas no los otros, pues donde hay necesidad 'no hay falta ninguna, ni tampoco colectiva.

2. Jurídicamente es susceptible de castigo una falta sólo cuando ha sido cometida libremente por un individuo o por muchos de común acuerdo.

Sólo la complicidad realmente libre y eficaz cae bajo las sanciones de la justicia. No puede hablarse de culpabilidad colectiva sino cuando cada uno de los miembros de una sociedad se ha hecho culpable de una misma acción punible. Habrá, pues, culpabilidad colectiva cuando haya culpabilidad individual común.

Si una comunidad, por medio de sus autoridades, contrae obligaciones, u ocasiona perjuicios culpables, puede hacérsela responsable en su totalidad de esos perjuicios, según los principios generalmente admitidos.

Mas la restitución a que podrá estar obligada toda la comunidad nacional no han de pesar discriminatoriamente sobre tal o cual individuo, fuera del caso comprobado de que se haya hecho especialmente culpable de alguna falta. Si no es admisible atribuir una culpabilidad colectiva a toda una ilación, los ciudadanos, sin embargo, han de reconocer ante las naciones los crímenes de sus dirigentes y de las grandes masas seducidas, y han de estar dispuestos a contribuir a las reparaciones impuestas, conforme a sus posibilidades. Claro es que los estados .vencedores deben tener también en cuenta las injusticias y perjuicios por ellos causados. Pero repetimos que los individuos tienen el derecho de rechazar la acusación de culpabilidad personal, no habiendo contribuido positivamente a actos culpables. Sin duda que ante Dios debe preguntarse cada cual, con toda humildad, si no habría podido impedir muchos males, mostrándose más dócil y obediente a sus divinos llamamientos. La nación como tal, como comunidad nacional, no ha de ceder a la tentación de disculparse ante Dios, por más que pueda rechazar la competencia de sus acusadores humanos para juzgar su culpabilidad moral.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 113-129