Sección segunda
IDEAS CENTRALES DE LA TEOLOGÍA MORAL

 

UNA MORAL DE RESPONSABILIDAD

La actitud de "respuesta" (de diálogo) es un rasgo esencial de toda religión efectivamente vivida. El hombre sólo llega a la religión cuando ve en lo "santo" un poder que se dirige a él y con el que puede entablar diálogo. Ahora bien, moral y religión no son términos simplemente sinónimos. Una moral puede todavía seguir subsistiendo cuando la religión ha dejado de ser ya una fuerza viva. Además, dentro de las éticas religiosas, podemos distinguir dos grandes tipos: en primer lugar, aquellas que desde un principio e intrínsecamente están informadas por la religión; en segundo lugar, aquellas cuya forma religiosa es extrínseca y que reciben de la religión, por decirlo así, una sanción accesoria y ulterior.

Ahora bien, si el elemento de "respuesta" es un rasgo esencial de la religión, habrá que esperar que una moral sólo será auténticamente religiosa en la medida en que ofrezca este rasgo. El tipo puro de moral religiosa es el "responsivo", el dialogal, en que el obrar moral es entendido como contestación a la llamada de una persona santa y absoluta. El arquetipo de la moral arreligiosa es la moral monologal, en la que todas las tareas éticas, todas las normas y leyes encuentran su centro de convergencia y su sentido en el yo humano y en su perfección. Toda ética religiosa que de un modo u otro presente todavía este rasgo, podrá, a lo sumo, pasar por una moral dotada de una super-estructura religiosa. La aplicación de este criterio nos permitirá zahondar en las características de las éticas religiosas más extendidas. Nuestro intento consistirá, pues, en medir la forma esencial de toda ética religiosa sobre la forma esencial de la religión.

1. LA RELIGIÓN COMO COMUNIÓN PERSONAL
DE DIÁLOGO CON DIOS

La religión es, para el cristiano, mucho más que un sentimiento, una necesidad o una experiencia; mucho más que el simple "negocio de la salvación del alma" o de la consecución de la felicidad. La religión es la comunión o sociedad personal del hombre con el Dios viviente. La religión no consiste sólo en el cuidado de la propia alma, ni en la concentración del hombre piadoso dentro de sí mismo. Ni siquiera la contemplación de la gloria y grandeza de Dios constituye, por sí sola, la verdadera religión. La religión sólo comienza cuando a la palabra de Dios responde la palabra del hombre. Dios y hombre en comunidad, Deus et anima, dijo san AGUSTÍN, comunión entre Dios y el hombre : tal es la expresión más acertada de la esencia de la religión. Con ello queda dicho que la religión tiene dos pilares insustituibles: un Dios personal y una persona creada. Y tiene dos temas obligados : la gloria y el amor de Dios y la salvación del hombre. Sólo existe auténtica sociedad o comunión personal cuando dos personas se toman seria y mutuamente en consideración. Y es un hecho que Dios ha tomado al hombre en gran consideración y le ha hablado. Así la religión se ha hecho posible. Dios ha tomado tan en serio al hombre, que ha ido hasta entregarle su Hijo unigénito, condenándolo al suplicio de la cruz : es el misterio incomprensible de la verdadera religión, es la gran riqueza del hombre. Toca ahora al hombre tomar seriamente en consideración al Dios santísimo : es la primera exigencia de la religión.

La religión tiene, pues, dos polos, aunque infinitamente diferentes. Cuando se borra de la conciencia esta diferencia esencial y esta distancia infinita que los separa, se suprime la santidad de Dios y se acaba esencialmente con la religión, pues donde no hay encuentro con lo Santo no hay religión. Se acaba también con la religión cuando es descartado uno de los polos, aunque fuera el humano ; pues entonces no puede haber comunión personal.

Cuando el alma se encuentra realmente con Dios, entra en el resplandor de su santidad, adquiere ante Él un valor verdadero, un valor que dimana esencialmente de esta sociedad o comunión con Él. La religión la postra ante el Dios de la santidad en los escalofríos de la adoración, pero no tarda en descubrir que Dios descansa sobre ella la acariciante mirada de su amor y benevolencia: porque Dios es la salvación del alma.

Los grandes dogmas de la creación, encarnación y redención tienen por tema, junto con la gloria de Dios, la salvación del alma. Si cantamos o suplicamos con estas palabras : Qui propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis, es para expresar nuestro júbilo por la participación en la gloria y el amor de Dios. Dios nos revela su gloria por medio del amor (agape) que lo trae a la tierra, nos revela su santidad a través de la obra de nuestra salvación.

Deus et anima. El misterio estupendo y sublime de la comunión personal y del diálogo entre el tú y el yo de Dios y del hombre, es al propio tiempo el misterio del Verbó de Dios. En el Verbo y por el Verbo, y a imagen del Verbo; hemos sido creados. (De paso, notemos ya que esta semejanza con Dios encierra el núcleo de la teología moral.)

Dios nos habla con palabras que nos son inteligibles. Nuestra relación de "yo a tú" con Dios, anclada en nuestro ser, tiene su fundamento en su Verbo personal, y esta verdad confiere una gloria y una gravedad inauditas a todas las palabras que Dios nos dirija en la revelación natural v sobrenatural. Toda palabra que de Dios nos viene, procede de su voluntad de entrar en comunión con nosotros, v en último término procede del misterio de su sociedad trinitaria. Toda respuesta nuestra concierne a nuestra vinculación con Él, a la realización de nuestra semejanza con Él. Esto arroja una clara luz sobre la fundamental importancia de la oración, como expresión esencial de la religión.

Orar no es otra cosa que escuchar con veneración y respeto la palabra de Dios e intentar luego una respuesta balbuciente. La religión vive de la oración, pues no hay "religio" (ligazón) si no hay palabra de Dios y respuesta humana. La religión tiene su fuente en la palabra personal del Padre, en el Verbo, y se actúa en palabra y en respuesta. Cuanto más profundo sea el conocimiento que el hombre religioso alcanza de la palabra que Dios le dirige, cuanto más marcado sea el carácter de respuesta que le imprime a su vida, más se perfeccionará la religio, la unión con Dios, más se revelará la imagen de Dios en él.

El hombre es plenamente religioso cuando este diálogo con Dios llega a una altura en que la propia persona y la propia salvación no interesan ya sino en cuanto contribuyen a la realización de la voluntad amorosa de Dios. En ese estado, la preocupación por la propia salvación aparece como la respuesta sugerida por la caridad al llamamiento de Dios que nos agracia con sus dones y con la felicidad eterna.

Así, el personalismo cristiano no culmina en el culto de la propia personalidad sino en la religión, en la relación "palabra-respuesta" entre el Dios santísimo y el alma a quien Dios ofrece la salvación. El personalismo cristiano es una cosa muy distinta de un círculo alrededor de sí mismo. El personalismo cristiano acoge la palabra del amor e intenta contestar en reciprocidad de amor. En una palabra : legítimo personalismo sólo existe por la comunión con Dios. La persona humana sólo se comprende por su semejanza con Dios. Cuanto más ahonda el hombre en su relación de diálogo con Dios, mejor se realiza el contenido de su personalidad como imagen y semejanza de Dios, el cual manifiesta en su Verbo y en su amor la gloria de su vida en Trinidad.

Religión es sociedad y comunión con Dios: con esto queda indicado también el principal fundamento de la auténtica sociedad entre los hombres. La verdadera sociedad humana se funda y se realiza en un diálogo de amor. Duerme en el hombre el poder de la palabra amorosa, capaz de llegar hasta el corazón del prójimo, y este poder sólo se actúa plenamente cuando la palabra y el amor de Dios hieren el centro del alma y hacen brotar en ella una respuesta de amor. Nuestra sociedad con Dios por la palabra y el amor revela y perfecciona no sólo nuestro ser personal, nuestra semejanza con Él, sino también nuestra naturaleza esencialmente social. Por eso, cuando la vida religiosa del hombre llega a su pleno dinamismo, lo coloca necesariamente en sociedad y comunión de palabra y amor con los demás hombres. La expresión: Deus et anima, Dios y el alma, no ha de entenderse en sentido individualista. ¡Cómo se equivoca, pues, Kierkegaard, con tantos otros, que piensan que la vida religiosa desliga al hombre de la sociedad para colocarlo aislado ante Dios! Cuando la palabra amorosa de Dios llega hasta nosotros, nos libera ciertamente de la masa, del anonimato del río de la vida; cierto, Dios nos llama personalmente, por nuestro nombre, y sólo colocándonos ante Él llegamos hasta la profundidad de nuestro yo ; mas es así como llegamos también hasta la intimidad del yo de nuestro prójimo; sólo así establecemos con él una verdadera comunión y sociedad. Para llegar hasta Dios tenemos que abandonar el trato con los hombres; pero al recibir la palabra que Dios nos dirige entramos en relación de "palabra y amor" con nuestro prójimo.

Por el Verbo hizo el Padre todas las cosas (Ioh 1, 3). Unidos a Cristo, Verbo encarnado, estamos indudablemente en comunión con el Padre ; pero estar en Cristo significa necesariamente estar unido también con todos los que están en Él, con los que han sido llamados por Él. Pertenece, pues, a la esencia de la religión ponernos en comunión y sociedad con el prójimo, puesto que vida religiosa significa vida en Cristo, Verbo de Dios hecho hombre.

 

II. LA MORAL COMO COMUNIDAD EN LA LLAMADA
Y LA RESPUESTA

La vida moral debe fluir enteramente de nuestra vida religiosa, o sea de nuestras relaciones con Dios. No basta que la religión ofrezca al hombre la certeza de una sanción a su vida moral: la moralidad debe ser parte integrante de la religión. Según esto, cuanto más en consonancia esté la moral con las leyes estructurales de la religión, cuanto más penetrada esté de esencia religiosa, tanto más valiosa será. Por eso queremos examinar a continuación, desde este punto de vista, los conceptos fundamentales de la moral.

1. Moral de propio perfeccionamiento y moral religiosa

Aunque la vida moral tiene su motivo y fundamento esencial en la religión, hay, de hecho, tendencias y sistemas morales cuya orientación fundamental no es religiosa, o por lo menos no descansa sobre la noción de "comunión personal con Dios". ¿Qué es lo que caracteriza a todos estos sistemas? Prescindimos enteramente de todas las éticas "científicas" y de aquellas realizaciones prácticas que sacrifican la persona humana en aras de la colectividad o de un fin impersonal. Claro es que semejantes éticas no podrán nunca dar un fundamento serio a la moral, puesto que de hecho la destruyen. Sólo consideramos como seriamente posible la discusión con aquellas éticas que parten del valor de la persona humana. Todas ellas terminan por imponer al hombre la obligación de perfeccionarse. Para Aristóteles, para los maestros de la Stoa, para Kant y Schleiermacher, por nombrar sólo algunos, el fundamento y la finalidad de la ética es el hombre y su dignidad. Aunque a menudo no se niega la existencia de un Dios personal, no se le da, sin embargo, el lugar básico que le corresponde en relación con la persona humana y la moralidad. Estos sistemas salvan, es cierto, de algún modo la importancia decisiva de la moral, pues colocan al hombre bajo una serie de valores y de leyes a los que debe someterse libremente. Pero, como razón última que lo explica todo, aparece siempre el hombre y su propio perfeccionamiento. "El hombre que se respeta no olvida nunca su valía, ni se rebaja a cosas que están por debajo de él." El valor de los valores es para él su propio yo, la defensa y endiosamiento de su dignidad. El punto de vista de todas estas éticas es el hombre. Y el deber moral se centra en el propio perfeccionamiento.

Cuando esta actitud moral se manifiesta en el campo religioso, entonces el valor del alma aparece sublimado. Ya no se hablará simplemente de perfeccionamiento propio, sino de la salvación del alma. Por diferentes que sean, por ejemplo, la religión india de la autoredención y la ética estoica del autoperfeccionamiento, en el fondo, una y otra no son otra cosa que la proyección a lo religioso de la ética antropocéntrica de autoperfección. El hombre debe pensar siempre en términos "personales", y si no ve en Dios un ser personal o si, al menos, no busca cómo entrar en comunión personal con Él, el centro de gravedad se pondrá en la persona humana, aun cuando se busque la salvación en el anonadamiento de la persona, como acontece en el panteísmo indio. Sea que el indio entienda el Nirvana como positiva felicidad del alma sobreviviente, sea que lo tome como su aniquilamiento, es cierto que el impulso y el significado fundamental de todo su ascetismo y virtud viene esencialmente de la consideración del hombre y de la aspiración a la salvación de su alma.

Otra cosa muy distinta es la salvación del alma en sentido cristiano. No consiste en una felicidad individual, ni en un dichoso adentrarse en un ser impersonal; es, por el contrario, la comunión de amor con el Dios vivo. Por lo mismo, la idea aristotélica o estoica del autoperfeccionamiento no puede integrarse totalmente en una ética esencialmente cristiana; queremos decir con esto que la preocupación por la salvación no debe entenderse como autoperfeccionamiento a lo estoico. La religión cristiana, siendo comunión personal con Dios, no soporta que el alma humana sea el punto central de la ética.

La comunión personal con Dios es la única forma que tiene el hombre de entender su propia religiosidad. Mas de hecho, por lo menos al principio de su despertar religioso, no es esa comunión personal con Dios la que lo guía. Sobre todo el hombre que, en lo moral, estuvo predominantemente orientado hacia la autoperfección, en el campo religioso se sentirá muy inclinado a tomar la religión como medio de autoperfeccionamiento y de salvación. Por tanto, en ella verá y buscará ante todo no la comunión de amor con Dios, sino el salvoconducto de su salvación. Y con tal actitud espiritual, consciente o inconsciente, no es posible llegar de veras a la intimidad con Dios, pues la santidad de Dios no ha de tomarse como medio para nada. Ni gustará de la comunión con el amor, que sólo puede hacer feliz a quien la busca por sí misma.

Se objetará acaso: en las relaciones religiosas con Dios es claro que lo que se ha de buscar es su gloria y su adoración amorosa; pero es distinto el caso en la conducta moral, pues en ella se trata del hombre y de su salvación... Sin duda se trata del hombre, pero cabe preguntarse si no se trata, aun aquí, en definitiva, de Dios, de obedecerle, de permanecer en su amor, de que se establezca su reino.

El mayor peligro para la auténtica vida religiosa proviene de considerar los actos religiosos y el trato con Dios como si su primera finalidad fuera la de procurar alguna ventaja al hombre. Y aun descartado este peligro, queda el muy funesto de dividir la vida en dos : la oración y la participación al servicio divino conservarán su significado fundamental: serán actos de comunión amorosa con Dios; pero la vida moral ya no ostentará ese carácter, sino que correrá más o menos paralela e independientemente, tomando por meta al hombre y su salvación. Con lo cual, la vida religiosa y la moral marcharán separadas la una de la otra, si no es que la orientación antropocéntrica de la moral termina también por conducir a una orientación antropocéntrica de la religión.

El esfuerzo del hombre arreligioso por conseguir su perfeccionamiento no carece, sin embargo, de valor; representa un valor real, sobre todo mientras no dé una respuesta negativa a la cuestión religiosa; puede, por tanto, incorporarse a una concepción religiosa de la moral, aunque ha de purificarse antes. Habiendo ocupado el yo el primer plano de las aspiraciones humanas, tiene que ceder ese lugar a Dios y entrar así en su servicio.

En definitiva, la moralidad y la religión deben tener un mismo centro: la comunión amorosa con Dios. Esto vale no sólo para la exposición científica de la moral cristiana, sino también para su predicación. Desgraciadamente, ambas giraron con mucha frecuencia, sobre todo desde la Ilustración, más alrededor de Aristóteles (autoperfección) que del Evangelio reino de Dios).

Entre muchos sólo queremos ofrecer un ejemplo: el notable moralista de la escuela de Tubinga, Anton Koch, escribe: "Mientras la dogmática se ocupa de la esencia de Dios... de Cristo y de la redención, la teología moral tiene por objeto al hombre, a quien ha de mostrar camino prescrito por Dios para llegar a su último fin". "El fin de la moral es, pues, la perfección eterna y la felicidad que la acompaña...". "Según la moral católica, el fin de todos los esfuerzos morales es la felicidad..."

Sin duda que, aun así, la diferencia con Aristóteles es enorme, pues el cristiano no piensa en labrar por sí mismo su felicidad, sino que la espera de Dios, mediante su unión con Él. Mas todo esto se dice sólo de paso, como por azar y al margen de la cuestión; como si el llevar una vida de unión con Dios fuera sólo un medio para alcanzar más cumplidamente el fin moral. Por donde se pone de manifiesto que la idea de la autoperfección o de la felicidad y salvación no puede ser la idea básica apta para fundamentar una moral "religiosa". Esta idea es propia de una ética monologal, y, examinada a la luz de lo que constituye propiamente la religión, resulta sólo imperfectamente revestida del carácter de diálogo. En semejantes morales el diálogo no se presenta como forma propia, es algo que viene sólo por añadidura.

2. Mandamientos y leyes ante la ética dialogal

Los mandamientos y las leyes son y seguirán siendo ideas centrales de la moral cristiana. La predicación de los mandamientos es, por su esencia, teocéntrica y al mismo tiempo lleva el carácter de respuesta, de diálogo, pues el mandamiento incluye absolutamente una idea religiosa. Dios mismo, en la publicación de la ley en el Sinaí, ofrece el doble tema de la religión : el de su gloria soberana y el de la revelación de su amor ilimitado : "Yo soy el Señor, Dios tuyo; yo te saqué de Egipto, mansión de esclavitud" (Ex 20, 2). Los mandamientos de Dios son la expresión del amor que nos profesa ; todos confluyen en el precepto del amor ; el recto cumplimiento de esos mandamientos constituye nuestra obediente respuesta de amor.

También la ética fundada sobre las leyes presenta plenamente el carácter dialogal de respuesta religiosa. Aunque la noción de "ley natural", como expresión del orden de la creación, procede originariamente de la filosofía moral estoica, la ética cristiana, en especial 'la de san Agustín, la ha purificado de todo impersonalismo y fatalismo. Para san Agustín, ley significa expresión de la esencia y de la voluntad santísima de Dios. La ley está inscrita en el corazón de todo hombre, y constituye un llamamiento personalísimo de Dios a cada uno.

La interpretación nominalista de los preceptos y el concepto racionalista kantiano de la ley han influido, en cierto grado, hasta en la predicación de la moral cristiana.

Si, según el nominalismo, el precepto no se funda sobre la esencia santa de Dios, sino sólo sobre su voluntad soberana, no hay para qué indagar sus fundamentos ni su intrínseca hermosura ; esto puede ser incluso peligroso. Valdrá más la obediencia, cuanto menos aparezca el valor interno de los preceptos. Sin duda que esto podrá ser exacto tratándose de algún acto particular de obediencia, presuponiendo que es incuestionable el valor moral de la autoridad que lo impone. Piénsese en la obediencia de Abraham. Mas cuando se erige la excepción en regla, se ocultan muchas estrellas en el horizonte de los valores, y sólo queda brillando la virtud de obediencia, que irá también declinando, al no sentirse acompañada por el resplandor de los demás valores morales. Semejante obediencia rinde sí al hombre ante Dios, mas no mediante la verdadera comunión religiosa de palabra y amor,' la cual sólo existe cuando, al recibirse la palabra o mandato, se busca amorosamente cómo penetrar en su sentido y responderle con igual amor. Basarse en una noción positivista y nominalista de la ley para exigir una ciega obediencia a los mandatos de un simple hombre, es cosa arriesgada, si no se tiene el cuidado de que lo mandado esté en conformidad con el recto orden de las cosas.

A veces se quiere, si bien indebidamente, poner en relación esta manera de comprender la obediencia a la ley con la ética del propio perfeccionamiento. Se exalta la obediencia que no razona, como el medio mejor y más seguro de conseguir la perfección. El saber si con esa obediencia ciega se realiza algo objetivamente bueno, no parece que haya de preocupar demasiado. ¡Dichosa obediencia que nos asegura la salvación y nos libra de toda responsabilidad! Empero, ¿qué ventaja saca de aquí el reino de Dios? Es claro que semejante doctrina sobre la obediencia no corresponde al espíritu de comunión en palabra y amor a Dios y al prójimo que debe animar a todo cristiano.

Como signo característico de la moral contemporánea, que parece marchar por los derroteros de una ética de pura ley, aparece la exaltación de la rectitud subjetiva en las aspiraciones sobre la realización objetiva de lo mandado. ¿Pero se ha advertido bien que la rectitud subjetiva consiste precisamente en buscar con toda decisión lo que es honesto en sí? Ética de aspiraciones y sentimientos y ética de preceptos tienen que ir hermanadas ; entonces aparecerá en ambas el carácter de diálogo con Dios. Empero, una ética de sentimientos mal comprendida, aliada con la preocupación por el propio perfeccionamiento, falsearía la moral más profundamente que una ética de autoperfeccionamiento acompañada de una ética de la simple obediencia, despreocupada por comprender el sentido y la hermosura intrínseca de lo mandado y, por lo mismo, poco o nada preocupada de la propia responsabilidad.

En el orden de ideas kantiano-racionalistas pierde la moral legal, por otra parte, su carácter de diálogo :

a) Al proclamar el valor universal de la ley, se pasan por alto las exigencias que presenta cada momento actual. La ley viene a ser un poder abstracto y universal, que planea sobre todo el orden natural, sin alcanzarlo en su singularidad. Nada significan ya las fuerzas, dones, aptitudes y situaciones particulares por las que Dios nos da a conocer su voluntad no menos que por las leyes generales y positivas. La ley, en su forma más general, tal como nos la presentan los kantianos, encierra absolutamente toda la voluntad de Dios. En realidad, las leyes de la razón son limitadas abstracciones, que de ningún modo pueden expresar toda la riqueza de lo individual. Aun las leyes positivas divinas son en su mayor parte imposición de un mínimo: lo muestra su forma negativa. No son más que una orientación que facilita a cada uno la recta inteligencia de lo que Dios le pide en particular, indicándole el límite negativo. Una moral meramente legalista, abstracta y general conduce necesariamente al raquitismo, al empobrecimiento de la moral y a un minimismo inconsciente.

b) Con semejante perspectiva kantiana, la "conciencia" se degrada a una simple función lógica. Al reducir la vida moral a lo exigido por la ley general, la conciencia no tendrá más oficio que el de la aplicación silogística de lo general a cada caso particular. Cierto es que de los casos particulares se deduce la ley general; pero es cosa grave en demasía que a lo exigido a todos no haya de añadirse nada, teniendo en cuenta los dones individuales de cada uno.

La moral personalista y religiosa, por el contrario, coloca al hombre no sólo ante una ley general (huelga decirlo), sino ante un llamamiento personal de Dios, llamamiento que se trasluce en los talentos y energías de Él recibidos y en las diversas situaciones en que se encuentra el individuo. El conocimiento de la ley general debe, a no dudarlo, poner al hombre en guardia contra una utilización e interpretación egoísta de dichos dones ; mas la moral en la vida concreta, además del conocimiento de la ley, supone una conciencia delicada, que perciba lo que, además de la ley general, exigen en cada caso particular las situaciones y dones personales : todo lo cual es percibido gracias a la prudencia.

c) La ley kantiana se yergue entre Dios y la conciencia humana como una fuerza impersonal. Es cierto que a esta ética legalista y racionalista corresponde una triste realidad : el hombre, marcado con el pecado original, lleva en sí una arraigada inclinación a mirar su existencia, no como un diálogo con Dios, sino como un monólogo consigo mismo." Estar redimido quiere decir vivir a la sombra de Dios, conocer y amar su voluntad paternal. Por el contrario, para el pecador irredento Dios es un extraño, y su ley divina una ley extrínseca y muerta. Dios es tan extraño para él que lo ha perdido ya de vista; su mirada no tropieza más que con esa ley extraña e impersonal; porque a eso llega la divina ley, a no ser más que un principio. Colocado así bajo la esclavitud de esa ley muerta — él mismo le dio muerte —, pero buscando, a pesar de todo, su salvación por medio de ella sin perder su autonomía, se resuelve a hacer de esa ley extraña su propia ley. Se trata de la ley señalada por la misma razón natural, y, por tanto, es una ley que originariamente viene de Dios; más, de hecho, el kantiano la considera como si emanara de sí propio.

El verdadero personalismo y la verdadera moral legalista conducen a un diálogo animado con el Dios vivo. Con el personalismo legado por el pecado original y con la ley que en él se funda, no es posible remontarse sobre el monólogo consigo mismo. De ahí que la ley, entendida a la manera de Kant, ya no consiga poner en contacto con el Dios vivo de la religión, sino que se levante entre Dios y el alma. Tal es el escollo de la moral legalista Kantiana, que ahonda aún ese peligro implícito en el pecado original.

3. Moral de responsabilidad

Por lo dicho aparece claramente que los conceptos propia salvación, leyes y mandamientos conservan toda su importancia. Pero en ninguno de ellos vemos la idea central de la moral católica. Más apropiado nos parece el concepto de responsabilidad, entendiéndolo en sentido religioso. En este sentido, podemos decir que su misma estructura verbal señala el carácter religioso, propio de la moral, que es el carácter dialogal respuesta : responsabilidad. Nos parece que por ella se expresa mejor la relación personal del hombre con Dios. El Dios personal dirige al hombre la palabra, mediante el llamamiento que le hace a cumplir su divina voluntad; responde el hombre al tomar una decisión y así se responsabiliza ante Dios.

Pero debemos puntualizar la diferencia que existe entre las relaciones estrictamente religiosas del hombre con Dios y las religiosomorales. Así aparecerá con toda claridad lo que es peculiar de la moralidad considerada como actitud de "respuesta", como una responsabilidad.

a) La vida religiosa, respuesta a la palabra de Dios

Palabra de Dios y respuesta del hombre : he ahí la religión. Con su palabra inclinase Dios hacia nosotros : a través de Cristo, palabra de Dios, Verbo encarnado, entramos en comunión con Dios.

Las tres virtudes teologales sólo pueden entenderse plenamente miradas en su aspecto dialogal de palabra de Dios y respuesta del hombre. Por ellas, en efecto, no sólo nos tornamos hacia Dios, sino muy particularmente hacia su palabra, que nos manifiesta su verdad, sus promesas y su amor. Y así como Dios no se nos manifiesta cara a cara, sino sólo mediante su Verbo o palabra, así nosotros tampoco subimos hasta Él sino por la respuesta a su palabra en Cristo; sólo así entramos en comunión con Él: per Christum dominum nostrum.

La virtud de religión es nuestra respuesta a la gloria de Dios, padre y creador nuestro, revelada por el Verbo (Ioh 1); es también nuestra respuesta a la gloria de la redención, que por Cristo, por la Iglesia y los sacramentos, nos eleva hasta Dios. A diferencia de las virtudes teologales, impone actos exteriores, pero presuponiendo las virtudes teologales, pues la religión apenas puede concebirse, si no estamos orientados hacia Dios por la fe, la esperanza y la caridad. Roza también con las virtudes morales, pues la buena conducta humana no depende únicamente del ejercicio de éstas, sino también del de la religión, ya que a ella corresponde convertir toda la vida privada y pública, siempre y en todas partes, en un servicio divino, encaminando todas las obras "a la mayor gloria de Dios".

b) La vida moral, responsabilidad ante Dios

Las demás virtudes morales se distinguen más esencialmente de las virtudes teologales que la virtud de religión, ya que ni esencial, ni inmediata o directamente tienen a Dios por objeto, ni incluyen, de por sí, una respuesta a Dios. (No se entienda esto en sentido ontológico sino fenomenológico). Intervienen en la guarda del orden natural y miran a las personas, bienes y valores creados, y por lo mismo no se les puede aplicar plenamente el concepto de "respuesta a Dios y responsabilidad ante Él". Una respuesta supone efectivamente una persona a quien se contesta. Pero, cuando al practicarlas se pone la mira en Dios y se las eleva hasta Él, revisten el carácter de diálogo, de respuesta a Dios y de responsabilidad ante Él. En efecto, el hombre creyente, en el orden y lenguaje de la creación, percibe la voz de Dios, señor y creador; pero, como hijo de Dios, percibe, sobre todo, la palabra de su Padre. Elevado y sostenido por las tres virtudes teologales — respuesta del hombre a Dios —, acepta y cumple el cristiano sus deberes morales, que miran directamente lo creado, con la disposición propia de hijo de Dios. Así, la vida moral se transforma en responsabilidad de carácter religioso, puesto que es responsabilidad ante Dios. Esta expresión da bien a entender la compenetración de lo moral con lo religioso, al mismo tiempo que permite su distinción. Vamos a verlo.

1) Lo religioso orienta hacia lo divino, hacia Dios, e impone una "respuesta".

Lo moral está orientado a la realización del orden de la creación. Esta realización constituye una auténtica "respuesta" a Dios, por cuanto significa que se toman en serio los deberes de nuestra misión en el mundo y los valores creados.

2) El acto religioso es esencialmente acto de adoración.

La quintaesencia de la "decisión moral" es la "obediencia", el sí o el no dado a la santísima voluntad de Dios. Pero "decisión moral" no es lo mismo que un "sí" o un "no" dado a la carrera y sin reflexión. Para tomar una recta decisión moral es preciso buscarla afanosa y escrupulosamente; lo cual supone que se escucha humildemente la voz de Dios, creador y padre. Sin duda que cuando se presentan al alma diversos caminos, sólo con vacilaciones se arriesgará a decidirse, o lo hará como un acto de atrevimiento y arrojo, pero siempre responsabilizándose de su elección en cada situación particular.

3) El acudir a la autoridad humana no es medio para librarse de la responsabilidad, pues tanto el obedecer como el desobedecer a esta autoridad entrañan responsabilidad.

Nadie puede atreverse a rechazar los medios establecidos por Dios para llegar a conocer su voluntad: la autoridad, la sociedad, los buenos y prudentes consejeros. Pero el buscar consejo y el obedecer no pueden significar nunca abandono de la responsabilidad, sino sólo empleo de los medios disponibles para llegar a una determinación plenamente responsable. Naturalmente que desobedecer a la autoridad legítima implica responsabilidad especial, y es proceder que exige rigurosas pruebas de que no se persigue ningún interés egoísta, y supone que se han ponderado prudentemente las consecuencias que ello entraña para la sociedad. Es evidente que no puede uno lanzarse nunca a una desobediencia sin haber examinado antes atentamente todos los aspectos y circunstancias que la acompañan.

Un punto particularmente importante en la obediencia a la autoridad humana es la idea de la responsabilidad ante la comunidad. Y como ya notamos, este mismo punto ha de tenerse particularmente en cuenta para apreciar los motivos que pudieran justificar una desobediencia.

4) Todo acto moral, además de traducir y desarrollar nuestros valores personales, compromete nuestra responsabilidad no sólo ante Dios, sino también en cierto modo ante el prójimo y ante la sociedad natural o sobrenatural en que vivimos y sobre la que irradian no sólo nuestras decisiones morales particulares sino todo nuestro ser moral y religioso. El misterio del cuerpo místico de Cristo pone en plena evidencia esta verdad : quien vive unido a Cristo, en sociedad y comunión con Dios, lo está igualmente con todos los miembros del cuerpo místico.

5) En toda decisión moral, pero especialmente cuando peligra la integridad de la vida ética, el hombre se da cuenta de que su propia existencia y salvación dependen de la respuesta que va a dar. No hay acción moral que no comprometa : al Dios santísimo no se le puede responder sin comprometerse. En el acto moral la persona se responsabiliza de sí misma: el juicio final revelará algún día cuáles fueron estas diversas responsabilidades que se tomaron ante Dios. Es verdad que el acto propiamente religioso entraña igual responsabilidad. Por él percibe el hombre más inmediatamente que su salvación está ligada a la recta respuesta que da al Dios santísimo. Por eso cae en el campo de la teología moral tanto la vida religiosa corno la totalidad de la vida moral responsable.

4. La responsabilidad y la propia salvación

Aunque, a nuestro entender, la idea central de la moral cristiana no es la salvación del alma, ni el propio perfeccionamiento, sino la responsabilidad, no ha de pasarse por alto, sin embargo, que la responsabilidad de nuestra bropia salvación en cierto modo ocupa el primer puesto: habiéndose confiado a nuestra responsabilidad, adquiere un valor que está por encima de todos los valores impersonales. Es evidente, sin embargo, que nuestra propia salvación no está por encima de los intereses del reino de Dios, ni de la salvación del prójimo. Pero es mayor la responsabilidad que tenemos de nuestra propia salvación que de la del prójimo. La responsabilidad por lo propio pasa delante de la responsabilidad por lo ajeno, toda vez que sólo podemos disponer libre e inmediatamente de cuanto está al alcance de nuestra propia voluntad. Responsabilidad y libre albedrío caminan estrechamente unidos. Cuanto más dependa algo de nuestra libre voluntad, más caerá bajo nuestra responsabilidad inmediata. Y así en la salvación de nuestra alma podemos y debemos emplear un cuidado inmediato y directo. Buen número de actos se encaminan a este fin, por ejemplo, los de templanza y ascética. Nuestra preocupación por los valores pasajeros pueden enderezarse a este fin, aunque no sea el más elevado.

Pero iríamos equivocados si subordináramos al cuidado de nuestros valores personales la responsabilidad de nuestro prójimo o de los intereses del reino de Dios. Considerados en sí mismos, estos intereses no tienen un valor inferior al de nuestra propia salvacion; por lo mismo, en nuestra actividad moral no han de quedarle subordinados, sino que deben serle coordinados. El punto central común es Dios, la comunión de amor con Él, la responsabilidad ante Él. Es Dios quien comunica a todos estos intereses un valor igual.

Y con esto establecemos una jerarquía de valores, valedera para la moral cristiana. Podría parecer que así la preocupación por la propia salvación, por el propio perfeccionamiento, no despierta tanto interés como lo desea la predicación ordinaria. Mas dicha preocupación adquiere mayor profundidad considerada desde un punto de vista de conjunto. Además, no hemos de olvidar una cosa : que la formación moral y religiosa del hombre se realiza gradualmente, por un continuo crecimiento. Los más notables maestros del espíritu descubren este crecimiento precisamente en el hecho de que las aspiraciones personales del yo van quedando progresivamente subordinadas al verdadero orden de valores. El guía de almas debe, desde un principio, tener claramente ante los ojos esa jerarquía de valores y considerar en qué grado se ha establecido ya en el alma y qué energías y qué motivos conviene poner en juego en cada caso. ¡Ay de la predicación que, destinada a principiantes o almas alejadas de Dios, no sabe tocar, en la debida forma, la nota del afán de bienaventuranza y del legítimo interés por la propia salvación ! Las exigencias de la felicidad y de la moralidad no coinciden — esperamos haberlo puesto en claro —, pero sí se llaman mutuamente. El móvil de la felicidad es el gran aliado del deber moral; a menudo el único que alcanza a hacerse oir en medio del pecado, o por mejor decir, es el último eco del llamamiento con que llama Dios a la obediencia y al amor.

La predicación moral y el esfuerzo personal debe, desde un principio, proponerse la totalidad del fin que pretenden conseguir, o sea, la plena conversión a Dios. Pero en las diferentes etapas de la evolución moral se han de buscar en concreto los motivos más eficaces, según los casos. El "salva tu alma" es un motivó que no ha de mover al hombre a adoptar una actitud religiosomoral egocéntrica, sino que, por el contrario, debe impulsarle a adoptar una actitud moral ante Dios, que sea una verdadera respuesta, una moral en la que quepa toda la vida. Con todo, se ha de tener muy presente que el legítimo interés por el propio yo — y la inquietud del alma alejada de Dios — es la estrecha rendija por donde ha de comenzar a cernirse la luz celestial. En definitiva, apenas hay para nosotros, viandantes, un grado de perfección en el amor en que no debamos poner a contribución como aliado del crecimiento en el amor ese congénito móvil de la felicidad.

La intranquilidad del alma no es aún el amor a Dios, pero es el resorte que la impulsa hacia Él. Dios mismo se vale de esta fuerza cuando, para invitar el alma al amor, excita el santo temor y la esperanza. Felicidad y propio perfeccionamiento constituyen una finalidad moral, pero no la última. El legítimo interés por la propia salvación será siempre el punto de apoyo para sacar al alma de su propio yo y colocarla en su verdadero centro : Dios. Pero el punto de apoyo debe seguir siendo siempre punto de apoyo y no convertirse en punto céntrico y final. La llamada a la puerta no constituye nunca el verdadero mensaje.

III. RESPONSABILIDAD Y SEGUIMIENTO DE CRISTO

Ni la teología, ni la predicación moral tienen por qué perderse en análisis filosóficos acerca de la palabra "responsabilidad". Su campo de estudio es el rico y viviente .contenido de la economía de la salvación y de nuestra amorosa comunión con Dios en Cristo, de la que aquel término no hace sino reflejar una nota esencial. Pues bien, las conclusiones a que hemos llegado en nuestras precedentes consideraciones se aplican maravillosamente en una teología moral orientada a la unión con Cristo, en una moral basada sobre el reino de Cristo y su seguimiento, en el cual se realiza plenamente el concepto de responsabilidad.

En el seguimiento de Cristo se realizan perfectamente los caracteres esenciales de la religión, compendiados en la comunión amorosa con Dios; igualmente los de la moral, polarizados en la responsabilidad.

1) El fundamento del seguimiento de Cristo es la incorporación del discípulo a Él, por medio de la gracia. Pero el efectivo seguimiento se realiza por la unión existencial con Él, mediante los actos de amor y de obediencia.

Efectivamente, seguir a Cristo es ligarnos con su palabra. Por la gracia y por el don de su amor, Jesucristo nos liga consigo : por el amor nos ligamos a su persona divina, al Verbo humanado; por la obediencia nos unimos con sus elocuentes ejemplos y con toda palabra que procede de su boca. Pero el cristiano debe acoger su palabra "activamente" y cumplirla de un modo responsable y conforme a las necesidades de la época; la imitación de los ejemplos de Cristo no ha de ser una copia servil, sino una adaptación a los dones particulares que constituyen la propia personalidad.

2) Estar en Cristo Jesús quiere decir ser miembro y ciudadano de su reino. ¿No exige ello, en verdad, la consagración. responsable y total de nuestra persona a ese reino y a quienes lo forman? La imitación y seguimiento de Cristo es inconcebible sin la idea de la responsabilidad por todos los redimidos, pues somos todos solidarios y responsables del reino de Cristo.

3) La ley y los mandamientos conservan todavía su valor en el seguimiento de. Cristo. Mas no como fuerzas impersonales que se interpongan entre Dios y el alma, sino como palabras vivientes de Cristo, como llamamientos de su gracia, por los que nos excita a realizar su gran mandamiento — el del amor —, conforme a la medida de la gracia que nos otorga; medida que Él mismo nos trazó y que indudablemente es mayor que la mínima del Sinaí, e infinitamente más que la de la ley natural.

4) El "valor humano del propio perfeccionamiento y el valor sobrenatural de la propia salvación no entran en el seguimiento de Cristo como valores centrales; mas en él se realizan en forma excelente. El cristiano no considerará ese seguimiento como un simple medio de alcanzar la propia salvación; mas, ante el amor del Salvador, la salvación del alma se presenta como una ineludible exigencia. Pudo suceder que, al principio, lo que más atraía al cristiano fuesen las promesas del Maestro, en vez de su amor. Ahora, siguiendo a nuestro Señor, se ama a sí mismo y su propia alma con un amor distinto, con un amor nuevo, con el mismo amor que le profesa el divino Maestro. Así, la salvación del alma queda englobada en la irradiación del amor a Dios y a su reino.

Culmina, pues, la moral cristiana no en el antropocentrismo, ni en el teocentrismo extramundano, sino en la viviente comunión del hombre con Dios, en la relación creada por la palabra de Dios y la respuesta del hombre: en la responsabilidad.

Pero sólo en Cristo alcanza nuestra vida moral el valor de una respuesta a Dios. Él es el Verbo — la palabra —, con la que Dios nos busca y nos llama : si estamos en Él y en Él permanecemos, será Él realmente el punto en que se crucen la palabra divina que nos llama y nuestra respuesta a ese llamamiento.

Al imitar y seguir a Cristo, nuestra amorosa obediencia viene a ser eco, imagen, participación de la eterna vida trinitaria, que es el eterno diálogo divino por el Verbo y su respuesta de amor.

El hombre es capaz de seguir a Cristo desde el momento que recibe la divina gracia que lo asemeja a Dios y desde que por la redención la divina imagen ha sido renovada : es precisamente ese seguimiento el que pone de manifiesto tal semejanza divina.

Toda "semejanza" supone un modelo: la teología moral debe orientar la vida cristiana hacia el Verbo, divino arquetipo, en el cual y por el cual es el hombre imagen de Dios.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 81-99