DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo A:
Mt 25, 1-13

HOMILÍA

San Gregorio de Nacianzo, Sermón 40 en la festividad del bautismo (46: PG 36, 426-428)

Salgamos al encuentro de Cristo, el esposo,
con las espléndidas lámparas de la fe

La pausa que harás ante el gran santuario inmediatamente después del bautismo simboliza la gloria de la vida futura. El canto de los salmos, a cuyo ritmo serás recibido, es el preludio de aquella himnodia. Las lámparas que encenderás son figura de aquella procesión de antorchas, con que, cual radiantes almas vírgenes, no adormiladas por la pereza o la indolencia, saldremos al encuentro de Cristo, el esposo, con las radiantes lámparas de la fe, a fin de que no se presente de improviso, sin nosotros saberlo, aquel cuya venida esperamos, y nosotros, desprovistos de combustible y de aceite, careciendo de buenas obras, seamos excluidos del tálamo nupcial.

Mi imaginación me representa aquella triste y miserable escena. Estará presente aquel que, al oírse la señal, exigirá que salgan a su encuentro. Entonces todas las almas prudentes le saldrán al encuentro con una luz espléndida y con sobreabundante provisión de aceite; las restantes, muy azoradas, pedirán intempestivamente aceite a las que están bien surtidas. Pero el esposo entrará a toda prisa y las prudentes entrarán junto con él; en cambio, a las necias que emplearon el tiempo en que debieran entrar en el aderezo de sus lámparas, se les prohibirá el ingreso y se lamentarán a grandes voces, comprendiendo, demasiado tarde, el daño que se han acarreado con su negligencia y su desidia. La puerta de entrada al tálamo nupcial, que ellas mismas culpablemente se cerraron, no les será abierta por más que lo pidan y supliquen.

No imitéis tampoco a aquellos que rehusaron participar en las bodas que el buen padre preparó para el óptimo esposo, poniendo como excusa, bien que acaba de casarse, bien el campo recientemente comprado, bien la yunta de bueyes mal adquirida: privándose de este modo de unos bienes mayores por la solicitud de cosas insignificantes y fútiles.

Tampoco tendrá allí puesto el orgulloso y el arrogante, como tampoco el perezoso y el indolente, ni el que va vestido con un traje sucio o impropio de una fiesta nupcial, aun cuando en esta vida se hubiere considerado digno de semejante honor y se hubiere furtivamente confundido entre los demás, lisonjeándose con una esperanza ilusoria.

Y después, ¿qué? Una vez entrados allí, el esposo sabe muy bien lo que va a enseñarnos, y cómo se entretendrá con las almas que le acompañaron al entrar. Pienso que se entretendrá con ellas introduciéndolas en los más excelentes y puros misterios. ¡Ojalá que también nosotros nos hagamos partícipes de tales misterios, tanto los que esto os enseñamos como los que aprendéis. En Cristo Señor nuestro, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos. Amén.


Ciclo B: Mc 12, 38-44

HOMILÍA

San Paulino de Nola, Carta 34 (2-4: CSEL 29, 305-306)

Demos al Señor, que recibe en la persona de cada pobre

¿Tienes algo —dice el Apóstol— que no hayas recibido? Por tanto, amadísimos, no seamos avaros de nuestros bienes como si nos perteneciesen, sino negociemos con ellos como con un préstamo. Se nos ha confiado la administración y el uso temporal de los bienes comunes, no la eterna posesión de una cosa privada. Si en la tierra la consideras tuya sólo temporalmente, podrás hacerla tuya eternamente en el cielo. Si recuerdas a aquellos empleados del evangelio que recibieron unos talentos de su Señor y lo que el propietario, a su regreso, dio a cada uno en recompensa, reconocerás cuánto más ventajoso es depositar el dinero en la mesa del Señor para hacerlo fructificar, que conservarlo intacto con una fidelidad estéril; comprenderás que el dinero celosamente conservado, sin el menor rendimiento para el propietario, se tradujo para el empleado negligente en un enorme despilfarro y en un aumento de su castigo.

Recordemos también a aquella viuda, que olvidándose de sí misma y preocupada únicamente por los pobres, pensando sólo en el futuro, dio todo lo que tenía para vivir, como lo atestigua el mismo juez. Los demás —dice— han echado de lo que les sobra; pero ésta, más pobre tal vez que muchos pobres —ya que toda su fortuna se reducía a dos reales—, pero en su corazón más espléndida que todos los ricos, puesta su esperanza en solas las riquezas de la eterna recompensa y ambicionando para sí solo los tesoros celestiales, renunció a todos los bienes que proceden de la tierra y a la tierra retornan. Echó lo que tenía, con tal de poseer los bienes invisibles. Echó lo corruptible, para adquirir lo inmortal. No minusvaloró aquella pobrecilla los medios previstos y establecidos por Dios en orden a la consecución del premio futuro; por eso tampoco el legislador se olvidó de ella y el árbitro del mundo anticipó su sentencia: en el evangelio hace el elogio de la que coronará en el juicio.

Negociemos, pues, al Señor con los mismos dones del Señor; nada poseemos que de él no hayamos recibido, sin cuya voluntad ni siquiera existiríamos. Y sobre todo, ¿cómo podremos considerar algo nuestro, nosotros que, en virtud de una hipoteca importante y peculiar, no nos pertenecemos, y no ya tan sólo porque hemos sido creados por Dios, sino por haber sido por él redimidos?

Congratulémonos por haber sido comprados a gran precio, al precio de la sangre del propio Señor, dejando por eso mismo de ser personas viles y venales, ya que la libertad consistente en ser libres de la justicia es más vil que la misma esclavitud. El que así es libre, es esclavo del pecado y prisionero de la muerte. Restituyamos, pues, sus dones al Señor; démosle a él, que recibe en la persona de cada pobre; demos, insisto, con alegría, para recibir de él la plenitud del gozo, como él mismo ha dicho.


Ciclo C: Lc 20, 27-38

HOMILÍA

San Ireneo de Lyon, Tratado contra las herejías (Lib 4, 5, 2—5, 4: SC 100, 428-436)

Yo soy la resurrección y la vida

Nuestro Señor y maestro, en la respuesta que dio a los saduceos, que niegan la resurrección, y que además afrentaban a Dios violando la ley, confirma la realidad de la resurrección y depone en favor de Dios, diciéndoles: Estáis muy equivocados, por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios. Y acerca de la resurrección —dice—de los muertos, ¿no habéis leído lo que dice Dios: «Yo soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob?» Y añadió: No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos. Con estas palabras manifestó que el que habló a Moisés desde la zarza y declaró ser el Dios de los padres, es el Dios de los vivos.

Y ¿quién es el Dios de los vivos sino el único Dios, por encima del cual no existe otro Dios? Es el mismo Dios anunciado por el profeta Daniel, cuando al decirle Ciro, el persa: ¿Por qué no adoras a Bel?, le respondió: Yo adoro al Señor, mi Dios, que es el Dios vivo. Así que el Dios vivo adorado por los profetas es el Dios de los vivos, y lo es también su Palabra, que habló a Moisés, que refutó a los saduceos, que nos hizo el don de la resurrección, mostrando a los que estaban ciegos estas dos verdades fundamentales: la resurrección y Dios. Si Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, y, no obstante, es llamado Dios de los padres que ya murieron, es indudable que están vivos para Dios y no perecieron: son hijos de Dios, porque participan de la resurrección.

Y la resurrección es nuestro Señor en persona, como él mismo afirmó: Yo soy la resurrección y la vida. Y los padres son sus hijos; ya lo dijo el profeta: A cambio de tus padres tendrás hijos. Así pues, el mismo Cristo es juntamente con el Padre el Dios de los vivos, que habló a Moisés y se manifestó a los padres.

Esto es lo que, enseñando, decía a los judíos: Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día: lo vio y se llenó de alegría. ¿Cómo así? Abrahán creyó a Dios y le fue computado como justicia. Creyó, en primer lugar, que él es el Creador del cielo y de la tierra, el único Dios, y, en segundo lugar, que multiplicaría su linaje como las estrellas del cielo. Es el mismo vocabulario de Pablo: Como lumbreras del mundo. Con razón, pues, abandonando toda su parentela terrena, seguía al Verbo de Dios, peregrinando con el Verbo, para morar con el Verbo. Con razón los apóstoles, descendientes de Abrahán, dejando la barca y al padre, seguían al Verbo de Dios. Con razón también nosotros, abrazando la misma fe que Abrahán, cargando con la cruz —como cargó Isaac con la leña— lo seguimos.

Efectivamente, en Abrahán aprendió y se acostumbró el hombre a seguir al Verbo de Dios. De hecho, Abrahán, secundando, en conformidad con su fe, el mandato del Verbo de Dios, consintió ofrecer en sacrificio a Dios su unigénito y amado hijo, para que también Dios tuviese a bien consentir en el sacrificio de su Hijo unigénito en favor de toda su posteridad, es decir, por nuestra redención. Por eso Abrahán, profeta como era, viendo en espíritu el día de la venida del Señor y la economía de la pasión, por la cual él mismo y todos los que creyeran como él comenzarían a estrenar la salvación, se llenó de intensa alegría.