DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo A:
Mt 10, 26-33

HOMILÍA

San Atanasio de Alejandría, Tratado sobre la encarnación del Verbo (29-30: PG 25, 146-147)

El Salvador ha resucitado; Cristo vive;
Cristo es la vida misma

Si mediante la señal de la cruz y la fe en Cristo conculcamos la muerte, habrá que concluir, a juicio de la verdad, que es Cristo y no otro quien ha conseguido la palma y el triunfo sobre la muerte, reduciéndola casi a la impotencia. Si además añadimos que la muerte —antes prepotente y, en consecuencia, terrible—, es despreciada a raíz de la venida del Salvador, de su muerte corporal y de su resurrección, es lógico deducir que la muerte fue aniquilada y vencida por Cristo, al ser él izado en la cruz.

Cuando, transcurrida la noche, el sol asoma e ilumina con sus rayos la faz de la tierra, a nadie se le ocurre dudar de que es el sol el que, esparciendo su luz por doquier ahuyenta las tinieblas inundándolo todo con su esplendor. Así también, cuando la muerte comenzó a ser despreciada y pisoteada tras la venida del Salvador en forma humana para salvarnos y de su muerte en la cruz, aparece perfectamente claro que fue el mismo Salvador quien, manifestándose corporalmente, destruyó la muerte y consigue cada día en sus discípulos nuevos trofeos sobre ella.

Si alguien viere a unos hombres, naturalmente pusilánimes, lanzarse confiadamente a la muerte sin temer la corrupción del sepulcro ni rehuir el descenso a los infiernos, sino provocarla con alegre disposición de ánimo; que no temen los tormentos, antes bien prefieren, por amor a Cristo, la muerte a la presente vida; más aún, si alguien fuera testigo de hombres, mujeres y hasta de tiernos niños que, a impulsos de su amor a Cristo, corren apresuradamente al encuentro con la muerte, ¿quién sería tan necio, tan incrédulo o tan ciego de entendimiento que no comprendiera y reconociera que ese Cristo —a quien tales hombres rinden un testimonio fidedigno— es el que concede y otorga a cada uno de ellos la victoria sobre la muerte y destruye su poder en todos aquellos que creen en él y llevan marcada la señal de la cruz?

Lo que acabamos de decir es un argumento no despreciable de que la muerte ha sido aniquilada por Cristo y de que la cruz del Señor ha sido izada como enseña contra ella. Respecto a que Cristo, común Salvador de todos y vida verdadera, haya obrado la inmortal resurrección del cuerpo, resulta mucho más evidente de los hechos que de las palabras para quienes conservan sano el ojo del alma.

Pues bien, si la muerte ha sido destruida y todos tienen el poder de vencerla por medio de Cristo, con mucha más razón la venció y la destruyó primeramente él en su propio cuerpo. Habiendo, pues, dado muerte a la muerte, ¿qué otra alternativa quedaba sino resucitar el cuerpo y erigirlo en trofeo de su victoria? ¿Y cómo hubiera podido comprobarse que la muerte había sido destruida, si no hubiera resucitado el cuerpo del Señor? Si lo dicho no fuera para alguien prueba suficiente en orden a demostrar su resurrección, preste fe a nuestras palabras al menos en base a lo que es comprobable con los ojos.

Pues si un muerto no puede hacer absolutamente nada: su recuerdo permanece vivo apenas hasta el sepulcro, y luego se desvanece; y si sólo los vivos pueden actuar y ejercer cierta influencia sobre los hombres: que lo compruebe quien quiera y, hechas las oportunas averiguaciones, juzgue por sí mismo y confiese la verdad. Pues bien: si el Salvador realiza entre los hombres tantas y tan estupendas cosas; si por doquier convence silenciosamente a tantos griegos y bárbaros a que abracen su fe y obedezcan todos su doctrina, ¿habrá todavía quien dude de que el Salvador ha resucitado, de que Cristo vive, más aún, de que es la vida misma?

 

RESPONSORIO                    2 Cor 4, 11; Sal 43, 23
 
R./ Continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; * para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal.
V./ Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza.
R./ Para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal.
 


Ciclo B: Mc 4, 35-41

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 43 (1-3: PL 38, 424-425)

A una orden de Cristo se produce la calma

Me dispongo a hablaros, con la gracia de Dios, sobre la lectura del santo evangelio que acabamos apenas de escuchar, para exhortaros en él a que frente a las tempestades y marejadas de este mundo, no duerma la fe en vuestros corazones. Porque —se dice— «no es cierto que Cristo, el Señor, tuviera dominio sobre la muerte, como no es verdad que lo tuviera sobre el sueño: ¿o es que el sueño no venció muy a pesar suyo al Todopoderoso mientras navegaba?». Si tal pensáis, duerme Cristo en vosotros; si por el contrario está en vela, vigila vuestra fe. Dice el Apóstol: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones. Luego también el sueño de Cristo es el signo de un sacramento. Los navegantes son las almas que surcan este mundo en el madero. También aquella barca era figura de la Iglesia. Además, todos y cada uno son templo de Dios y cada cual navega en su corazón: y no naufraga, a condición de que piense cosas buenas.

¿Has escuchado un insulto? Es el viento. ¿Te has irritado? Es el oleaje. Cuando el viento sopla y se encrespa el oleaje, zozobra la nave, zozobra tu corazón, fluctúa tu corazón. Nada más escuchar el insulto, te vienen ganas de vengarte: si te vengas, cediendo al mal ajeno, padeciste naufragio. Y esto, ¿por qué? Porque Cristo duerme en ti. ¿Qué quiere decir que Cristo duerme en ti? Que te has olvidado de Cristo. Despierta, pues, a Cristo, acuérdate de Cristo, vele en ti Cristo; piensa en él. ¿Qué es lo que pretendías? Vengarte. Se apartó de ti, pues él mientras era crucificado, dijo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

El que dormía en tu corazón, no quiso vengarse. Despiértale, piensa en él. Su recuerdo es su palabra; su recuerdo es su voz de mando. Y si en ti vela Cristo, te dirás a ti mismo: ¿Qué clase de hombre soy yo, que quiero vengarme? ¿Quién soy yo para permitirme amenazar a otro hombre? Prefiero morir antes que vengarme. Si cuando estoy jadeante, rojo de ira y sediento de venganza abandonare este cuerpo, no me recibirá aquel que no quiso vengarse no me recibirá aquel que dijo: Dad y se os dará, perdonad y seréis perdonados. Por tanto, refrenaré mi ira, y retornaré a la paz de mi corazón. Increpó Cristo al mar y se hizo la calma.

Y lo que acabo de decir de la iracundia, tomadlo como norma en todas vuestras tentaciones. Nace la tentación: es el viento; te alteras: es el oleaje. Despierta a Cristo, que hable contigo. Pero, ¿quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! Que ¿quién es éste a quien el mar obedece? Suyo es el mar, porque él lo hizo. Por medio de la Palabra se hizo todo. Imita más bien a los vientos y al mar: obedece al Creador. A una orden de Cristo el mar oye, ¿y tú te haces el sordo? Oye el mar, cesa el viento, ¿y tú estás que bufas? ¿Qué? Lo digo, lo hago, lo realizo: ¿qué otra cosa es eso sino bufar y negarse a recobrar la calma a una palabra de Cristo?

En los momentos de perturbación, no os dejéis vencer por el oleaje. No obstante y puesto que al fin y al cabo somos hombres, si soplare el viento, si se alborotan las pasiones de nuestra alma, no desesperemos: despertemos a Cristo, para que podamos navegar con bonanza y arribar al puerto de la patria.

 

RESPONSORIO                    Sal 68, 2.18.16
 
R./ Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello. * No escondas tu rostro a tu siervo: estoy en peligro, respóndeme enseguida.
V./ Que no me arrastre la corriente, que no me trague el torbellino, que no se cierre la poza sobre mí.
R./ No escondas tu rostro a tu siervo: estoy en peligro, respóndeme enseguida.
 


Ciclo C: Lc 9, 18-24

HOMILÍA

San Cirilo de Alejandría, Homilía 39 sobre el evangelio de san Lucas (Edit R.M. Tonneau, CSCO Script Syri 70,110-115)

Pedro hace una precisa profesión de fe en Cristo

Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo? Así pues, el Salvador y Señor de todos se presentaba a sí mismo como modelo de una vida digna a sus santos discípulos cuando oraba solo, en su presencia. Pero tal vez había algo que preocupaba a sus discípulos y que provocaba en ellos pensamientos no del todo rectos. En efecto, veían hoy orar a lo humano al que la víspera habían visto obrar prodigios a lo divino. En consecuencia, no carecería de fundamento que se hiciesen esta reflexión: «¡Qué cosa tan extraña! ¿Hemos de considerarlo como Dios o como hombre?».

Con el fin de poner coto al tumulto de semejantes cavilaciones y tranquilizar su fluctuante fe, Jesús les plantea una cuestión, conociendo perfectamente de antemano lo que decían de él los que no pertenecían a la comunidad judía e incluso lo que de él pensaban los israelitas. Quería efectivamente apartarlos de la opinión de la muchedumbre y buscaba la manera de consolidar en ellos una fe recta. Les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo?

Una vez más es Pedro el que se adelanta a los demás, se constituye en portavoz del colegio apostólico, pronuncia palabras llenas de amor a Dios y hace una profesión de fe precisa e intachable en él, diciendo: El Mesías de Dios. Despierto está el discípulo, y el predicador de las verdades sagradas se muestra en extremo prudente. En efecto, no se limita a decir simplemente que es un Cristo de Dios, sino el Cristo, pues «cristos» hubo muchos, así llamados en razón de la unción recibida de Dios por diversos títulos: algunos fueron ungidos como reyes, otros como profetas, otros finalmente, como nosotros, habiendo conseguido la salvación por este Cristo, Salvador de todos, y habiendo recibido la unción del Espíritu Santo, hemos recibido la denominación de «cristianos». Por tanto, son ciertamente muchos los «cristos» en base a una determinada función, pero única y exclusivamente él es el Cristo de Dios Padre.

Una vez que el discípulo hubo hecho la confesión de fe, les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y anadió: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado y ejecutado y resucitar al tercer día. Pero, ¿no era ésa una razón de más para que los discípulos lo predicaran por todas partes? Esta era efectivamente la misión de aquellos a quienes él había consagrado para el apostolado. Pero, como dice la sagrada Escritura: Cada asunto tiene su momento. Convenía que su predicación fuera precedida de la plena realización de aquellos misterios que todavía no se habían cumplido. Tales son: la crucifixión, la pasión, la muerte corporal, la resurrección de entre los muertos, este gran milagro y verdaderamente glorioso por el cual se comprueba que el Emmanuel es verdadero Dios e Hijo natural de Dios Padre.

En efecto, la total destrucción de la muerte, la supresión de la corrupción, el espolio del infierno, la subversión de la tiranía del diablo, la cancelación del pecado del mundo, la apertura a los habitantes de la tierra de las puertas del cielo y la unión del cielo y de la tierra: todas estas cosas son, repito, la prueba fehaciente de que el Emmanuel es Dios verdadero. Por eso les ordena cubrir temporalmente el misterio con el respetuoso velo del silencio hasta tanto que todo el proceso de la economía divina haya llegado a su natural culminación. Entonces, es decir, una vez resucitado de entre los muertos, dio orden de revelar el misterio al mundo entero, proponiendo a todos la justificación por la fe y la purificación mediante el santo bautismo. Dijo efectivamente: Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

Así pues, Cristo está con nosotros y en nosotros por medio del Espíritu Santo y habita en nuestras almas. Por el cual y en el cual sea a Dios Padre la alabanza y el imperio, junto con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

 

RESPONSORIO                    Lc 22, 32; Mt 16, 17b
 
R./ Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. * Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos.
V./ Porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.
R./ Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos.