DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo A:
Mt 9, 36—10, 8

HOMILÍA

San Agustín-de Hipona, Tratado 15 sobre el evangelio de san Juan (32: CCL 36, 163-164)

Así se alegran lo mismo el sembrador y el segador

Cristo ardía en deseos de realizar su misión y se disponía a enviar obreros. Había, pues, que enviar segadores. Con todo, tiene razón el proverbio: «Uno siembra y otro siega». Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron y vosotros recogéis el fruto de sus sudores. ¿Cómo es esto? ¿Envía segadores y no sembradores? Y ¿a dónde envía los segadores? A donde otros habían trabajado. Pues donde ya se había trabajado, ciertamente se había sembrado y lo sembrado había ya madurado y esperaba la hoz y la trilla.

¿A dónde había de enviar los segadores? A donde ya los profetas habían predicado: ellos son los sembradores. Otros sudaron y vosotros recogéis el fruto de sus sudores. ¿Quienes trabajaron? El mismo Abrahán, Isaac y Jacob. Leed sus trabajos: todos son una profecía de Cristo; por eso son sembradores. ¡Cuánto no tuvieron que sufrir Moisés y el resto de los patriarcas y todos los profetas en los fríos de la sementera! Luego en Judea la mies estaba ya a punto de siega. En verdad que estaba ya como en sazón aquella mies, cuando tantos miles de hombres llevaban el precio de sus bienes y, poniéndolo a disposición de los apóstoles y aligerados los hombros de los fardos seculares, seguían a Cristo, el Señor. Realmente la mies estaba en sazón.

Y ¿qué pasó después? De aquella mies se esparcieron unos cuantos granos, sembraron la redondez de la tierra y brotó otra mies, que se cosechará al fin de los tiempos. De esta mies se dice: Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares. A esta mies no serán enviados los apóstoles, sino los ángeles: Los segadores —dice— son los ángeles. Esta mies crece entre la cizaña y espera ser purificada al final. Aquella otra mies a la que primero fueron enviados los discípulos y en donde trabajaron los profetas, estaba ya dorada para la siega. Y sin embargo, hermanos, fijaos lo que se dice: Así se alegran lo mismo sembrador y segador. Trabajaron en épocas diferentes; pero serán colmados de idéntico gozo: como salario recibirán todos la vida eterna.

 

RESPONSORIO                    Lc 10, 2; cf. Jud 8, 33
 
R./ La mies es abundante y los obreros pocos; * rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.
V./ Rogad, y el Señor librará a Israel por mi mano.
R./ Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.
 


Ciclo B: Mc 4, 26-34

HOMILÍA

San Juan Crisóstomo, Homilía 7 [atribuida] (PG 64, 21-26)

Cristo es el grano que ha disipado las tinieblas y ha renovado la Iglesia

¿Hay algo más grande que el reino de los cielos y más pequeño que un grano de mostaza? ¿Cómo ha podido Cristo comparar la inmensidad del reino de los cielos con esta pequeñísima semilla tan fácil de medir? Pero si examinamos bien las propiedades del grano de mostaza, hallaremos que el parangón es perfecto y muy apropiado.

¿Qué es el reino de los cielos sino Cristo en persona? En efecto, Cristo dice refiriéndose a sí mismo: Mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros. Y ¿hay algo más grande que Cristo según su divinidad, hasta el punto de que hemos de oír al profeta que dice: Él es nuestro Dios y no hay otro frente a él: investigó el camino del saber y se lb dio a su hijo Jacob, a su amado, Israel. Después apareció en el mundo y vivió entre los hombres?

Pero, asimismo, ¿hay algo más pequeño que Cristo según la economía de la encarnación, que se hizo inferior a los ángeles y a los hombres? Escucha a David explicar en qué se hizo menor que los ángeles: ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles. Y que David dijo esto de Cristo, te lo interpreta Pablo, cuando dice: Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte.

¿Cómo se ha hecho al mismo tiempo reino de los cielos y grano? ¿Cómo pueden ser lo mismo el pequeño y el grande? Pues porque en virtud de su inmensa misericordia para con su criatura, se puso al servicio de todos, para ganarlos a todos. Por su propia naturaleza era Dios, lo es y lo será, y se ha hecho hombre por nuestra salvación. ¡Oh grano por quien fue hecho el mundo, por quien fueron disipadas las tinieblas y renovada la Iglesia! Este grano, suspendido de la cruz, tuvo tal eficacia que, aun cuando él mismo estaba clavado, con sola su palabra raptó al ladrón del madero y lo trasladó a las delicias del paraíso; este grano, herido por la lanza en el costado, destiló para los sedientos una bebida de inmortalidad; este grano de mostaza, bajado del madero y depositado en el huerto, cubrió toda la tierra con sus ramas; este grano, depositado en el huerto, hincó sus raíces hasta el infierno, y tomando consigo las almas que allí yacían, en tres días se las llevó al cielo.

Por tanto, el reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre tomó y lo sembró en su huerto. Siembra este grano de mostaza en el huerto de tu alma. Si tuvieres este grano de mostaza en el huerto de tu alma, te dirá también a ti el profeta: Serás un huerto bien regado, un manantial de aguas cuya vena nunca engaña.

Y si quisiéramos discutir más a fondo este tema, descubriríamos que la parábola le compete al mismo Salvador. En efecto, él es pequeño en apariencia, de una breve vida en este mundo, pero grande en el cielo. El es el Hijo del hombre y Dios, por cuanto es Hijo de Dios; supera todo cálculo: es eterno, invisible, celestial, que es comido únicamente por los creyentes; fue triturado y, después de su pasión, se volvió tan blanco como la leche; éste es más alto que todas las hortalizas; él es el indivisible Verbo del Padre; éste es en quien los pájaros del cielo, es decir, los profetas, los apóstoles y cuantos han sido llamados pueden cobijarse; éste es quien con su propio calor cura los males de nuestra alma; bajo este árbol somos cubiertos de rocío y protegidos de los ardores de este mundo; éste es el que al morir fue sembrado en la tierra y allí fructificó; y al tercer día resucitó a los santos sacándolos de los sepulcros; éste es el que por su resurrección apareció como el más grande de todos los profetas; éste es el que conserva todas las cosas mediante el Aliento que procede del Padre; éste es el que sembrado en la tierra creció hasta el cielo, el que sembrado en su propio campo, es decir, en el mundo, ofreció al Padre todos cuantos creían en él. ¡Oh semilla de vida sembrada en la tierra por Dios Padre! ¡Oh germen de inmortalidad que reconcilias con Dios a los mismos que tú alimentas! Diviértete bajo este árbol y danza con los ángeles, glorificando al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

 

RESPONSORIO                    Mc 4, 26-28; Jn 12, 24
 
R./ El Reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. * La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano.
V./ En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.
R./ La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano.
 


Ciclo C: Lc 7, 36 -8, 3

HOMILÍA

Anfiloquio de Iconio, Homilía sobre la mujer pecadora (PG 61, 745-751)

Dios no nos pide otra cosa que la conversión

Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. ¡Oh gracia inenarrable!, ¡oh inefable bondad! El es médico y cura todas las enfermedades, para ser útil a todos: buenos y malos, ingratos y agradecidos. Por lo cual, invitado ahora por un fariseo, entra en aquella casa hasta el momento repleta de males. Dondequiera que moraba un fariseo, allí había un antro de maldad, una cueva de pecadores, el aposento de la arrogancia. Pero aunque la casa de aquel fariseo reuniese todas estas condiciones, el Señor no desdeñó aceptar la invitación. Y con razón.

Accede prontamente a la invitación del fariseo, y lo hace con delicadeza, sin reprocharle su conducta: en primer lugar, porque quería santificar a los invitados, y también al anfitrión, a su familia y la misma esplendidez de los manjares; en segundo lugar, acepta la invitación del fariseo porque sabía que iba a acudir una meretriz y había de hacer ostensión de su férvido y ardiente anhelo de conversión, para que, deplorando ella sus pecados en presencia de los letrados y los fariseos, le brindara oportunidad de enseñarles a ellos cómo hay que aplacar a Dios con lágrimas por los pecados cometidos.

Y una mujer de la ciudad, una pecadora —dice—, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas. Alabemos, pues, a esta mujer que se ha granjeado el aplauso de todo el mundo. Tocó aquellos pies inmaculados, compartiendo con Juan el cuerpo de Cristo. Aquél, efectivamente, se apoyó sobre el pecho, de donde sacó la doctrina divina; ésta, en cambio, se abrazó a aquellos pies que por nosotros recorrían los caminos de la vida.

Por su parte, Cristo —que no se pronuncia sobre el pecado, pero alaba la penitencia; que no castiga el pasado, sino que sondea el porvenir—, haciendo caso omiso de las maldades pasadas, honra a la mujer, encomia su conversión, justifica sus lágrimas y premia su buen propósito; en cambio, el fariseo, al ver el milagro queda desconcertado y, trabajado por la envidia, se niega a admitir la conversión de aquella mujer: más aún, se desata en improperios contra la que así honraba al Señor, arroja el descrédito contra la dignidad del que era honrado, tachándolo de ignorante: Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando.

Jesús, tomando la palabra, se dirige al fariseo enfrascado en tal tipo de murmuraciones: Simón, tengo algo que decirte. ¡Oh gracia inefable!, ¡oh inenarrable bondad! Dios y el hombre dialogan: Cristo plantea un problema y traza una norma de bondad, para vencer la maldad del fariseo. El respondió: Dímelo, maestro. Un prestamista tenía dos deudores. Fíjate en la sabiduría de Dios: ni siquiera nombra a la mujer, para que el fariseo no falsee intencionadamente la respuesta. Uno —dice— le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos. Perdonó a los que no tenían, no a los que no querían: una cosa es no tener y otra muy distinta no querer. Un ejemplo: Dios no nos pide otra cosa que la conversión: por eso quiere que estemos siempre alegres y nos demos prisa en acudir a la penitencia. Ahora bien, si teniendo voluntad de convertirnos, la multitud de nuestros pecados pone de manifiesto lo inadecuado de nuestro arrepentimiento, no porque no queremos sino porque no podemos, entonces nos perdona la deuda. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos.

¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: —Supongo que aquel a quien le perdonó más. Jesús le dijo: —Has juzgado rectamente. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: —¿Ves a esta mujer pecadora, a la que tú rechazas y a la que yo acojo? Desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados. Porque tú, al recibirme como invitado, no me honraste con un beso, no me perfumaste con ungüento; ésta, en cambio, que impetró el olvido de sus muchos pecados, me ha hecho los honores hasta con sus lágrimas.

Por tanto, todos los aquí presentes, imitad lo que habéis oído y emulad el llanto de esta meretriz. Lavaos el cuerpo no con el agua, sino con las lágrimas; no os vistáis el manto de seda, sino la incontaminada túnica de la continencia, para que consigáis idéntica gloria, dando gracias al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él la gloria, el honor y la adoración, con el Padre y el Espíritu Santo ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

 

RESPONSORIO                    Lev 23, 28.29; Hch 3, 19
 
R./ No haréis en ese día trabajo alguno, porque es el día de la Expiación, en el que se hace la expiación por vosotros en presencia del Señor, vuestro Dios. * Arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.
V./ El que no ayune ese día será excluido de su pueblo.
R./ Arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.